Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 12)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
-Señor Castiglione, -decía la pobre madre-, ¡tened piedad de mí! Vos no sois tan cruel, que vayáis a arrebatarme mi única dicha. Anciana desvalida y triste, si Elvira me abandona, ¿a quién volveré los ojos? Me quedaré sola, sola en este mundo, y entonces… ¡ay! ¿Para qué quiero vivir? ¡Oh, señor, dejadme a Elvira; yo la amo, soy su madre, y no quiero que se vaya! ¡Abandonarme Elvira! ¡Vivir sola! ¿Sabéis, señor, el eco doloroso que este pensamiento deja en el corazón de una madre? No, no, yo no puedo resistir una suerte tan funesta, una sentencia tan cruel, una resolución tan bárbara, que emponzoña mi vida, que me arrebata toda esperanza y que me llena de amargura sin fin. ¡Mil muertes me serían más llevaderas que esta separación cruel!… ¡Ah, señor Castiglione! Yo bien sé que sois un noble caballero, generoso, magnánimo y compasivo, y que no sois capaz de mirar mi aflicción con ojos enjutos. ¡Estoy segura de ello! Si acaso me habéis tratado con alguna dureza, lo comprendo perfectamente, es porque tal vez mis palabras han sido un poco ásperas o indiscretas. ¡Perdonadme, señor, yo no supe lo que me decía! Y esto diciendo, doña Fidela abrazaba las rodillas del Templario, y a la par que sus ojos eran dos fuentes de lágrimas, sus labios sonreían dulcemente, se esforzaba por dar a su rostro una expresión lisonjera y suplicante, a fin de ablandar aquel corazón de hiena.
Elvira estaba pálida, silenciosa y con los ojos bajos, Castiglione estaba azul de ira, y su disforme rostro, horriblemente contraído y ceñudo, parecía el de un condenado. Doña Fidela continuó:
-¡Tened compasión de mí! Y si queréis arrebatarme a Elvira, yo me tenderé atravesada en el dintel de la puerta, y tendréis que saltar por encima de mi cadáver, o me atravesaré en vuestro camino para que los cascos de vuestros caballos hieran mi frente, rompan mi cráneo, y que mi sombra os persiga en medio de vuestros placeres, como la voz lenta, sorda implacable del remordimiento.
-¡Ira de Dios! -exclamó furioso Castiglione-. ¡A fe que estáis importuna! ¡Apartaos! Y aquel hombre brutal dio un fuerte empellón a la desolada Fidela, y salió de la estancia seguido de Elvira.
Cual tigre hircana que sintiendo el arpón lanzado por mano insegura, se precipita sobre el cazador que intenta arrebatarle sus cachorros, así, y aun más furiosa, levantose doña Fidela, y con la rapidez del pensamiento corrió hacia los amantes que ya comenzaban a bajar la escalera. Pálida, desmelenada, frenética de furor, precipitose Fidela sobre Elvira y el italiano, y con fuerza incomprensible y superior a su sexo, empujó violentamente a la infernal pareja, y ambos cayeron rodando con estrépito, gritando Elvira y blasfemando Castiglione.
La joven quedó como muerta en el descanso de la escalera. El calabrés, más vigoroso o más afortunado, no recibió daño notable en su caída. La anciana, como loca o delirante, estaba en el principio de la escalera, contemplando a sus víctimas y prorrumpiendo en feroces y nerviosas carcajadas.
Apenas se levantó Castiglione, desenvainó su puñal, y abalanzose a doña Fidela, rechinando los dientes de furor y gritando:
-¡Vieja infame!… ¡Toma! Tres veces clavó con furia el reluciente puñal en el pecho de la infeliz anciana, que, extendiendo sus brazos, lanzó un gemido y cayó bañada en su sangre.
Capítulo XXXII
En vano Gómez de Lara había intentado ayer averiguar el paradero de Elvira. La pasión que aquella hermosa joven lo había inspirado, pertenecía al número de esos afectos profundos como el primer amor, y como él, inmortales. Así, pues, la imagen de su amada se aparecía por todas partes al gallardo y afligido mancebo. La súbita desaparición de Elvira y de su madre habían herido vivamente la imaginación del señor de Alconetar. Pero lo que más le atormentaba era el recuerdo de aquella conversación mortífera, que había sorprendido en la fuente a las dos zagalas. Toda la aflicción que envenenaba su alma había tomado origen del funesto diálogo de las aldeanas, según el cual, Elvira, no sólo tenía otro amante, sino que también se hallaba encinta. ¡Cuán rudo golpe había sido éste para un amor tan puro, tan desinteresado, tan grande como el que ardía en el corazón del gallardo Lara! El amor reviste siempre al objeto de su adoración con el espléndido manto de todas las perfecciones. El alma se esfuerza y se complace en prodigar estos dones de su propio tesoro, como si de esta manera quisiese justificar su adhesión sin límites hacia el objeto amado. Así es que don Guillén, después de haber apurado hasta la última gota de la ponzoña de sus horribles celos, había comenzado a dudar de la verdad de aquellas noticias, que como saetas envenenadas habían herido de muerte al cándido y refulgente coro de sus lozanas y bellas ilusiones. Y ciertamente que se necesitaba tener muy poco amor o mucha credulidad para dar asenso a aquellas hablillas, que podían no ser otra cosa que ruines malicias del vulgo. Don Guillén se aferró a este pensamiento con el mismo ardor que nos asimos siempre al último hilo de la esperanza.
Pero por más que estos pensamientos endulzasen en algún tanto la amargura de su corazón, don Guillén guardaba la más absoluta reserva para con sus amigos. Continuamente se hallaba combatido de los más encontrados sentimientos. Unas veces imaginaba que algún día tal vez pudiera encontrar a Elvira amante y pura, como soñara su deseo. Otras veces se afligía y se desesperaba al sospechar que sus celos podían no ser infundados; celos que, aun cuando no los creyese probables, le mortificaban horriblemente, que hay cosas que basta sólo el pensarlas para emponzoñar toda una existencia. En el estado en que se hallaba don Guillén, necesitaba de impresiones fuertes, de pensamientos profundos y de realizaciones magníficas. Sólo así aquel espíritu ambicioso y cruelmente contrariado podía soportar el triste privilegio de viviente. El señor de Alconetar era una organización maravillosa bajo muchos conceptos. Sus pasiones eran un torrente impetuoso; el atrevimiento, la sublimidad de sus ideas sorprendía, o mejor dicho, espantaba, aun a los más audaces, y como hombre de ciencia, en todos tiempos habría sido una maravilla; pero en aquella época era hasta un anacronismo. Ni su amigo Álvaro, ni el inspirado trovador, ni el mismo Gil Antúnez, con haber sido su maestro, ni el médico Isaac, dotado de astucia diabólica, nadie, nadie como el mismo don Guillén, había penetrado tan profundamente en los senos misteriosos de su alma fuerte, ansiosa, grande, pero con cierta grandeza de Luzbel. El señor de Alconetar se conocía, y con prodigioso instinto adivinaba que dentro de su pecho fermentaba una fuerza inmensa, un fuego sombrío, cuyas azules y sulfurosas llamas debía aclarar y consumir al aire libre de mil y mil acontecimientos, que gastasen algún tanto aquella vitalidad calenturienta.
Lara comprendía muy bien que, a la par que en su alma ardían aspiraciones las más sublimes, se ocultaba también el vigoroso germen de crímenes sin cuento, y por lo tanto deseaba que los viajes, las emociones placenteras, la actividad práctica de la vida, le sirviesen de solaz, de ocupación y aun de cansancio. Tales eran los pensamientos del joven, cuando se hubo quedado solo en su estancia, después de la importante conferencia que tuvieron los tres amigos, y que ya hemos relatado. Al día siguiente levantose Jimeno muy de mañana y despidiose de don Guillén y Álvaro, prometiendo volver muy en breve para emprender el proyectado viaje. El trovador encaminose a Jaraicejo, y fue introducido por el fiel Millán en la casa paterna. Don Gonzalo Pérez Sarmiento se hallaba ya completamente restablecido de su salud, si bien a la sazón aún estaba en el lecho. El amante de Amalia iba decidido a manifestar padre sus proyectos, que ciertamente no admitían dilación en ejecutarse; pero el triste Jimeno padecía muy cruelmente, combatido como se hallaba por los más encontrados sentimientos. De una parte el amor filial le impulsaba a permanecer en España, gozando de la compañía de su padre. Otras veces un afán vago, un instinto viajero, una inquietud irresistible y que suele ser muy frecuente en los años de la juventud, levantaban en su corazón vehementísimos deseos de visitar y recorrer otras regiones.
Pero la consideración que en su ánimo era decisiva y que le movía a partir sin dilación alguna y a desear tener las alas del céfiro, era el amor ardiente que le había inspirado la encantadora Amalia Molay. Jimeno se encontraba ahora en un estado de excitación tan difícil de explicar como fácil de comprender. Al mismo tiempo que había conocido a la mujer que se había enseñoreado de su alma, había encontrado a su anciano padre; es decir, que los más poderosos resortes de la vida le habían salido al encuentro en un instante mismo. No obstante, Jimeno se creía afortunado. La noche en que la encantadora Amalia llegó a la Encomienda, el triste trovador se lamentaba de su suerte, porque, oscuro y pobre, comprendía que nunca podía llegar a ser digno de que en él fijase los ojos la hermosa y opulenta sobrina del maestre general de la poderosa orden de los Templarios. Afortunadamente Jimeno había resucitado a la esperanza, como que ahora podía presentarse como hijo de tina de las casas más ilustres de España. Ahora bien, fácilmente se comprenderá el vivo anhelo del trovador por encontrar a la hermosísima francesa. Y como Jimeno sabía que Amalia y su padre se encaminaban a Tierra Santa con el objeto de visitar a Mr. Jacques Molay, deseaba ansiosamente poner en práctica el viaje proyectado por don Guillén Gómez de Lara.
Largo tiempo permaneció el trovador completamente indeciso, sin atreverse a manifestar a su padre los deseos que allí le habían conducido. Al fin la esperanza de alcanzar cuanto antes a la señora de sus pensamientos se sobrepuso a todas las demás consideraciones.
-¡Oh! -decía para sí-, ¡qué felicidad! ¡Si pudiera encontrarla en el camino! ¡Si la fortuna quisiese hacer que juntos, en una misma nave, atravesásemos el mar y llegásemos a Jerusalén!… Sí, sí. ¿Hay cosa más fácil? Toda la dificultad consiste en que nosotros apresuremos, sin perder un minuto, nuestra partida.
Entretanto el viejo don Gonzalo Pérez Sarmiento contemplaba a su hijo con una expresión melancólica y dulce y a la vez gozosa. Diríase que el buen anciano se complacía mirando la varonil belleza de su amado Jimeno. ¿Quién podrá pintar la expresión casi divina y sublimemente cariñosa de un anciano, que se recrea en contemplar a un joven virtuoso, valiente, discreto y gallardo, y al cual con efusión inexplicable puede prodigar el dulce nombre de hijo? Ya se disponía el trovador a romper el silencio, cuando don Gonzalo se adelantó a decir:
-Y el comendador Guzmán, ¿ha vuelto ya a la bailía? -No, señor.
-¿Y no se ha sabido nada de los caballeros que marcharon a Tarifa? Según me dijiste días pasados, parece que en Alconetar quedaron muy pocos Templarios.
-Todo lo que hemos sabido es que los pocos que han quedado saldrán un día de estos en compañía de los caballeros que han de venir de las casas de Jerez y Nertobriga. Según se susurra van a reunirse con el comendador Guzmán, que se encuentra en Alcalá de Henares.
-¿Tal vez el rey intentará alguna expedición? -Es muy posible; aunque, según las noticias que corren, parece que el rey está enfermo.
-¿Y dejarán desamparada la bailía de Alconetar? -Dícese que se quedará don Lope de Haro con algunos armigueros.
-Supongo que tú serás del número de los que se quedan.
Jimeno suspiró.
Efectivamente, el armiguero se afligía al pensar que era muy fácil que don Lope de Haro le mandase marchar a reunirse con su señor en Alcalá de Henares, y precisamente esta consideración era la que más lo estimulaba a procurar cuanto antes sustraerse a la dependencia en que le colocaba su condición de armigazo.
-¿Crees, -preguntó don Gonzalo-, que te obligarán a partir a Alcalá de Henares? -Lo creo muy posible, o por mejor decir, estoy seguro de ello.
-Ciertamente, hijo mío, que me sería muy doloroso que tuvieses necesidad de ausentarte.
Jimeno creyó que había llegado la hora de manifestar a su padre con franqueza todos sus proyectos; pero al fin se detuvo, porque temblaba a la idea de afligir al buen anciano con la noticia de un tan prolongado viaje, como el que deseaba emprender. Afortunadamente el joven salió de este apuro cuando menos lo esperaba, supuesto que don Gonzalo, después de algunos momentos de reflexión profunda, añadió:
-Se me ocurre que, en atención a que de todas maneras es necesario que te ausentes, sería lo mejor que abandonases el servicio de la orden y partieses al punto a buscar el tesoro de que ya te he hablado en diversas ocasiones.
El trovador no pudo contener un movimiento de júbilo.
-Señor, -dijo-, estoy dispuesto a seguir en todo vuestros mandatos.
-Sí, Jimeno, eso es lo mejor. Estoy ya impaciente por saber si son ciertas las riquezas prometidas en los tales manuscritos.
Y así diciendo, don Gonzalo señalaba al sitio en que el lector sabe estaban ocultos los importantes papeles, que con tanto empeño había pretendido poseer Castiglione.
En seguida padre e hijo tuvieron una larga conferencia, en la cual trataron de muchas cosas asaz importantes para el porvenir de nuestro joven armiguero. Igualmente convinieron ambos en que sin dilación alguna Jimeno se encaminase al reino de Granada, en cuyas sierras estaba o debía estar oculto el tantas veces referido tesoro. Por su parte, Jimeno se hallaba a la sazón tan confuso como gozoso. Alegre, porque se imaginaba que acaso ya le sería muy fácil verificar su viaje sin oposición alguna. Confuso, porque no sabía qué hacer, si manifestar a su padre explícitamente y en aquella misma hora todos los pensamientos que abrigaba, o si aguardar otra más favorable ocasión, ya al volver de Granada, o ya escribiéndole su resolución desde allí mismo. En cualquiera de estos casos contaba siempre con que pudiera servirlo de mucho para decidir a su padre la mediación del misterioso Templario, y aun, si necesario fuese, la intervención del poderoso señor don Guillén Gómez de Lara.
Embebido en tales reflexiones, Jimeno resolvió por último guardar por entonces silencio, fiando al tiempo y a las circunstancias que le aconsejasen definitivamente. El trovador, ya por respeto, ya por no afligirle, experimentaba cierta repugnancia en mostrar a don Gonzalo la amorosa herida que en su corazón abriera la gentil Amalia. En resolución diremos que, aprobada por don Gonzalo la partida de su hijo, tuvo lugar una escena muy tierna o interesante, y que a fuer de narradores concienzudos no nos atreveremos a pasarla por alto, por más que nos estén llamando a toda prisa los muchos y graves acaecimientos de esta verídica historia. Antes de partir Jimeno, el buen padre le asió por la mano y le hizo sentarse junto a la cabecera de su lecho.
Luego, fijando en el mancebo una tiernísima mirada, con apacible gesto y reposada voz, le dijo:
-Oye, hijo mío, los consejos que voy a darte, y guárdalos en tu corazón como el fundamento sólido de una vida inocente. Todos los días de tu vida piensa en Dios y tiembla de faltar a sus preceptos.
Da limosna, según tu haber, y nunca vuelvas la espalda al desvalido y pobre, para que Dios tampoco te rechace. Si tienes mucha hacienda, da con liberalidad; si poca, también muéstrate compasivo y generoso. Nunca seas mezquino.
Huye de las malas compañías, que el que con lobos anda, a aullar se enseña. Odia al crimen y compadece al criminal. Consuela al triste y enseña al ignorante, y así Dios bendecirá tu entendimiento.
Jamás des cabida en tu ánimo a la soberbia. Procura ser digno sin orgullo y afable sin bajeza. Ama en cada hombre a un hermano, y respeta en ti y en los demás la imagen de Dios. Estima la honra y la buena fama, mientras que no estén reñidas con la virtud. Nunca por temor humano dejes de hacer el bien, y aun cuando te murmuren fíate más de la aprobación de tu conciencia que de las alabanzas de los hombres.
Sé fiel a tu palabra, y cumple tus contratos sin necesidad de escritura ni firma.
Dobla la rodilla delante del virtuoso y del sabio; pero nunca te humilles ante el soberbio y el poderoso.
Se ha dicho: «Piensa mal y acertarás». Esto es de ánimos viles. Nunca pienses mal de nadie sin graves indicios, que también es virtud la prudencia.
En las grandes adversidades pon toda tu confianza en Dios, que nunca desampara al que de veras le invoca.
Jamás pierdas la fe y la esperanza, áncoras del alma y hermanas cariñosas de la caridad. Ruégale a Dios que siempre tu corazón crea y espere, porque el día en que nada esperes ni creas, será para ti día de luto.
Sé cauto como la serpiente y sencillo como la paloma; pero inclínate más al candor, que un corazón sencillo tiene más quilates de verdadera sabiduría, que las cavilaciones del astuto que peca de malicioso.
No seas perezoso ni indolente, porque Dios ha encerrado un gran tesoro en el trabajo. No desperdicies el tiempo, porque después de la virtud, nada poseen los hombres que más valga.
Procura aprender cuanto más pudieres, que las ciencias son las alas del entendimiento y el reclamo de las acciones ilustres; y si te guiare una intención recta, cuanto más supieres, tanto más serás modesto y virtuoso. Solamente los ignorantes se hinchan con un poco de ciencia.
Huye de las vanas disputas que, como el vino, perturban el ánimo y, como la calumnia, atraen enemistades.
Débante los ancianos consideración y respeto, y hallen en ti los jóvenes candor, cortesía, agrado, y sobre todo, buen ejemplo.
Elige tus amigos con discreción y consérvalos con la buena correspondencia. Alábalos cuando estén ausentes, y cuando hablares con ellos muéstrales sinceridad y franqueza. Más vale que alguna vez cedas en tu dictamen o en tu derecho, antes que, por ligera ocasión, pierdas un buen amigo.
Al llegar aquí, don Gonzalo suspiró profundamente. Sin duda recordó que muchas veces toda la sabiduría humana es impotente para conocer a los malvados y librarse de sus maquinaciones.
El buen anciano continuó:
-Usa templanza en la comida, y en la bebida, y gozarás salud robusta. No te entregues a la gula, madre de las enfermedades y de otros muchos vicios feos y escandalosos. El hombre debe comer para vivir, no vivir para comer.
Sean tus vestidos limpios, honestos y conformes al cargo que tuvieres. Nunca te singularices en las ropas ni en vanos adornos, pues los que en esto buscan el señalarse, además de ánimo trivial y mujeril, muestran que no son aptos para hacerse notables por otros motivos más nobles y elevados. Desecha de tus vestidos el oro y la plata. En cumpliendo con el decoro, todo lo superfluo se le roba a los pobres.
Y ya que Dios te ha concedido ingenio para hacer trovas, canta enhorabuena tus amores, tus penas, tus alegrías; pinta los prados, los mares, el sol, las estrellas, los misterios del corazón humano, las ansiedades del entendimiento, el triunfo de la virtud, la vergüenza del crimen, las hazañas de los héroes; pero nunca adules a nadie. Apolo y las Musas se sonrojan de la bajeza y retiran sus sonrisas de los pechos viles. Cuando pulses el laúd, mira más alto que el cielo, pues la poesía es como un águila, que sólo ostenta la majestad de su plumaje y de su vuelo en las alturas. No por esto digo que estés enojado con las risas y las gracias, que son galas de la discreción, pues los chistes y donaires nunca asientan sobre ingenios torpes. Ensáñate contra los vicios y nunca satirices a las personas, que el oficio de murmurador es infame y peligroso.
Si estos consejos guardas, yo te aseguro, hijo mío, que vivirás honrado y de todos querido, que tus palabras serán acatadas como un oráculo, y que en torno tuyo se respirará una atmósfera de veneración, de pureza y de sabiduría. Te respetarán tu esposa y tus hijos, y cuando atravieses las calles, dirán las gentes señalándote con el dedo: «Ved ahí un hombre virtuoso y sabio. ¡Ojalá que algún día le imiten nuestros hijos!» Y si por acaso la envidia y la injusticia de los hombres te disparan sus ponzoñosos dardos, no por eso desmayes, querido Jimeno, que la virtud y la verdad no han menester más que a sí mismas para que sean estimadas sobre todas las cosas, porque sería vileza aguardar de ellas la reputación por paga. Semejantes a los que sirven a los príncipes por la esperanza de premios y honores son los que obran el bien llevados de miras mundanas. Ellos no sirven sino al demonio del interés, origen de la falsa virtud, de la sabiduría falsa y verdadera fuente de todos los crímenes.
Atentamente estuvo escuchando el joven las discretas razones del anciano, y no pudo menos de admirar la bella índole y la profunda ciencia del que le había dado el ser.
-Querido padre, -dijo-; yo os prometo guardar en mi memoria todos vuestros sabios consejos y esforzarme por practicarlos.
En seguida Jimeno, por orden de su padre, sacó los manuscritos del lugar en que se hallaban ocultos.
-¡Cuánto siento, -dijo el trovador-, no despedirme del misterioso caballero, que tantos beneficios nos ha dispensado! -Efectivamente que es sensible; pero no sabemos a punto fijo cuándo volverá.
-¿Y quién es? ¡Tengo tantos deseos de saberlo! -Es un secreto que no me pertenece. Algún día lo sabrás, hijo mío.
Jimeno suspiró e hizo un gesto de resignación.
-Abrázame, hijo de mi alma, y nunca te olvides de tu amoroso padre, que por momentos queda aguardando tu vuelta. ¿No es verdad que volverás pronto? -Os juro volver todo lo más pronto que me sea posible, -dijo el joven poniéndose encendido y bajando los ojos.
El mancebo y el anciano se dieron un estrecho abrazo, y ambos lloraban.
Al fin don Gonzalo dijo:
-Llueva sobre ti, amado hijo mío, el rocío saludable que esparce el Señor sobre sus escogidos.
Y en seguida el venerable anciano echó su bendición al joven, que partió sin pérdida de tiempo.
Capítulo XXXIII
De cómo llegó a noticia del misterioso templario la fuga de Elvira con Castiglione
En el fondo de un valle, rodeado de un espeso bosque de encinas, veíase un ancho pilar. En torno de la fuente podían contarle hasta unos veinte hombres, que sentados en el borde del pilón, tenían del diestro a sus caballos. No dejaba de ser alarmante la catadura de nuestros personajes. En rigor no podía decirse que fuesen ladrones exclusivamente; pero ni tampoco soldados, por más que su atavío tuviese mucho de belicoso y espantable. Eran aquellos hombres una especie de condottieri, que lo mismo servían para desbalijar a un honrado caminante, que para alistarse bajo las banderas del rey y pelear contra los moros, sin otra mira política ni religiosa, que la esperanza de un rico botín. También (y esto sucedía con mucha frecuencia) solían servir a los señores feudales en las rencillas y disputas que entre sí tenían de continuo, diferencias que en aquella época, casi siempre se decidían por la fuerza de las armas. Se comprende muy bien que nuestros caballeros preferían constantemente a los señores feudales que con más largueza remuneraban sus servicios, sin que a aliados de tal estofa se les diese un ardite de que la causa por ellos defendida estuviese o no de acuerdo con las leyes de la equidad o la justicia. La mayor parte de aquellos paladines pertenecía al número y a la clase de los hidalgos, hijos pródigos que habían disipado alegremente su fortuna, o bien hijos avaros que no habiendo tenido nunca patrimonio, trataban de adquirírselo con sus rapiñas, a la manera que los andantes caballeros, con sólo el brío de su fuerte brazo, intentaban conquistar alguna ínsula o ciudad famosa. Es de saber que durante muchos siglos la hidalguía y la pobreza caminaron siempre juntas como hermanas, por más que los hermanos fuesen la causa de esta asociación nada apetecible. Queremos decir que los primogénitos, llevándose toda la hacienda de la casa, dejaban a los demás hermanos, como suele decirse, a la luna de Valencia, e inundaban al mundo de segundones, y si bien muchos de ellos buscaban un honroso refugio en la milicia o en la Iglesia, también no pocos se daban a correr tierras, buscando aventuras, rompiendo, rajando, desmintiendo, acuchillando y haciendo patente a todo el mundo que no conocían más leyes ni fueros que los de su voluntad y gusto.
Era al caer el sol, y la tarde estaba apacible y serena. Toda la naturaleza respiraba plácida calma y dulce melancolía. Los bandoleros no parecían indiferentes al encanto seductor de esa hora misteriosa del crepúsculo, hora melancólica como una tumba, pues entonces muere el día.
La actitud de aquella tropa demostraba harto evidentemente que allí se hallaban aguardando o las órdenes de su capitán o el resultado de otro cualquier acontecimiento. El que de todos parecía jefe, estaba dotado de maravillosa hermosura, y era tan joven, que de seguro no llegaba a los veinte años. Era su estatura más bien pequeña, negros rizos caían profusamente sobre su espalda, y en todos sus movimientos se notaba un aire tan distinguido, que no podía menos de llamar la atención y despertar la curiosidad. Aunque imberbe y lleno de gracias juveniles, el rostro del mancebo revelaba una firmeza extraordinaria y una extremada vivacidad, que más particularmente se manifestaba en sus ojos, negros como el azabache y brillantes como carbunclos. El joven, después de cambiar algunas palabras con los suyos, alejose un buen trecho de la fuente e internándose por el bosque como a una milla de distancia, llegó a un lugar en que ya los árboles estaban menos espesos, y por el que se deslizaba mansamente, como una sierpe de plata, un cristalino arroyuelo.
Tendió el joven la vista en torno suyo, como si por aquellos parajes aguardase ver alguna persona que de antemano le debiese estar esperando. Ya las primeras sombras de la noche extendían su negro manto sobra la faz de la ancha tierra y algunas estrellas comenzaban a brillar en el firmamento, proclamando con elocuente y sublime lenguaje la gloria del Criador. El bandido sacó un rico cuerno de caza, que, pendiente de un cordón de seda y oro, llevaba al pecho, y aplicándolo a sus labios, lo sonó por tres veces. Como evocado por el poderoso conjuro de una maga, apareció en el instante mismo un hombre que estaba oculto detrás de un altozano.
-A fe que creí que te habías ya marchado, mi querido Garcés, -dijo el joven.
-No, amada Aldonza; todavía no ha venido, y por esta razón no he ido ya a reunirme con los nuestros.
Por ciertos ademanes, y más particularmente por el metal de la voz, se habría deducido al punto que el joven de pequeña estatura, que parecía el jefe de los bandoleros, pertenecía al sexo femenino. Esto habría notado cualquier observador por poco lince que fuese; pero de seguro se habría confirmado en su primera opinión desde el momento en que hubiese oído pronunciar el nombre de Aldonza.
-¿Y qué piensas hacer? -preguntó.
-Aguardar a que venga. Sólo por complacerte, estoy sufriendo este plantón y exponiéndome a las murmuraciones de nuestros compañeros. ¡Voto a bríos! -¿Y qué quieres? El caballero a quien aguardas viene enviado por una persona a quien no podemos dejar de complacer, y a la cual yo misma le profeso un afecto ilimitado. ¡Me ha hecho tantos beneficios! ¡Me quiere tanto! Y sobre todo, mi madre le tiene un cariño tan sincero, que yo sería la más infame y desagradecida de las criaturas, si en esta ocasión no procurase servir con todas mis fuerzas al bienhechor de mi familia. Además, que aun cuando él fuese mi mayor enemigo, no vacilaría un instante en complacerle, aunque no fuese más que por aprovechar esta ocasión de ver a mi pobre madre y de abrazar a mi amada Elvira.
-¿Oyes? -dijo vivamente Garcés -Si, sí, suenan pasos, -repuso Aldonza.
-Quizás será el caballero de la Muerte.
-El mismo.
-¡Dios te guarde, mi querido y valeroso Garcés! -exclamó en esto una voz varonil y simpática.
-¡Cuánto me alegro de veros, señor! -Y el Templario, ¿no vendrá con nosotros? -preguntó Aldonza.
-Nos aguarda algo lejos de aquí.
-¿Será preciso ir a buscarle? -preguntó la disfrazada.
-Sin duda alguna, -repuso el caballero.
-Pues vamos al punto, -dijo Garcés.
-¿Están corrientes los tuyos? -Todos están dispuestos.
-Pues al instante vamos a ponernos en marcha.
-En ese caso, aquí te aguardamos.
-Pues hasta la vuelta.
Garcés al punto se encaminó a un árbol en donde tenía arrendado su caballo, cabalgó en él, y desapareció rápidamente en dirección a la fuente junto a la cual se hallaban los bandoleros.
Pocos momentos después emprendieron su marcha los ladrones, sirviéndoles de gula el caballero de la Muerte. Según podía juzgarse por la manera algún tanto familiar con que Garcés trataba al caballero de la Muerte, no era aquella la primera vez que se habían visto. Y efectivamente, nosotros hemos tenido ocasión de averiguar, por datos muy fidedignos, que ambos se conocían de mucho tiempo atrás y que habían militado juntos bajo las banderas del rey don Sancho el Bravo, que tan esforzadamente se opuso contra la invasión de los Mereynidas. Gran parte de la noche continuaron su camino por desusadas sendas, hasta que llegaron al pie de un elevado monte, en donde hicieron alto. En seguida el caballero de la Muerte echo pie a tierra, entregó las riendas de su caballo a Garcés, y después de haberse orientado con seguridad del sitio en que se encontraban, contó algunos árboles sobre su izquierda y comenzó a subir por la pendiente del cerro, sirviéndole como de guía las sinuosidades y quebraduras de un regajo que descendía desde la cima. Muy poco trecho había subido el caballero por la falda del monte, cuando súbito se oyó varias veces el canto de un mochuelo. Seguramente hubiera sido difícil, aun para el campesino más experto, distinguir que aquellos chirridos eran de un hombre antes que de la nocturna ave.
-¡Gracias a Dios que habéis venido! ¿Y Garcés? -Muy cerca de aquí aguarda con su gente.
-¡Cuánto me alegro! -exclamó el misterioso personaje, en el cual fácilmente habrá reconocido el lector al fantasma blanco, es decir, al terrible e implacable enemigo de Castiglione.
-De esta vegada el maldito calabrés va a salir asaz escarmentado, -dijo el caballero de la Muerte.
-Así lo creo, mi buen amigo; pero es preciso tomar muy bien nuestras medidas, porque el tal Castiglione, a quien Dios confunda, es hombre que lo entiende, y de seguro que él también habrá tomado sus precauciones. Todo el éxito de nuestra empresa consiste en anticiparnos al rapto que él proyecta.
-Pues gracias a Dios; que nos encontramos en el mejor camino para dejar burlados sus proyectos.
-Sí, sí, -exclamó el Templario gozoso-; vamos al punto a dar el golpe, y después vuestro paisano blasfemará y rabiará y se mesará los cabellos, sin que atine por dónde se le ha escapado su amada.
-Vamos, vamos.
En seguida el caballero de la Muerte se dirigió hacia donde le aguardaban los bandidos. El blanco fantasma siguió también al caballero, después de haber cabalgado sobre un poderoso corcel que cerca de allí tenía amarrado a un árbol. Garcés y Aldonza saludaron al Templario con muestras del más profundo respeto. Sin duda alguna, el desconocido debía ser un alto personaje. Inmediatamente el Templario se pasó a la cabeza de aquella tropa, sirviéndole de guía al través de algunos espesos bosques que solían estar interpolados por algunos dilatados valles. Ya era muy cerca de la madrugada cuando por orden del Templario detuviéronse los bandidos junto a unos setos. En seguida el Templario y el caballero de la Muerte echaron pie a tierra y se dirigieron hacia la alquería, cuyas puertas encontraron de par en par. Inútilmente el misterioso personaje hizo con un silbato la acostumbrada seña. Nadie respondió. Solamente llegó a sus oídos un rumor sordo que sonaba en el interior de la quinta. Confusos y aterrados nuestros caballeros estaban haciendo mil extrañas conjeturas, cuando súbito oyeron un quejido lúgubre y espantoso.
-¡Oh! -exclamó el Templario-; verdaderamente que esta alquería es una caverna de lobos.
Luego añadió, dirigiéndose al caballero de la Muerte:
-Avisad al punto a Garcés que venga con los suyos a cercar la quinta. Aquí aguardo.
Con la rapidez del pensamiento voló el caballero a cumplir esta orden. Entretanto el blanco fantasma oyó repetirse los aullidos con mayor furia, y no pudiendo contener más su impaciencia, desenvainada la espada, se precipitó animosamente en la solitaria mansión. Muy pronto acudieron los bandidos y rodearon la quinta. Cuando el caballero de la Muerte no encontró en el mismo lugar al Templario, sospechó, y no sin fundamento, que alguna desgracia le había acaecido. Entonces el caballero, seguido de Garcés y Aldonza, penetraron en el caserío; pero al tiempo de entrar vieron salir algunos bultos que se desvanecieron como sombras. Algunos bandoleros echaron lumbres y encendieron teas por orden de su capitán, operación en la cual tardaron algún tiempo. Últimamente, ya provistos de luces, se aventuraron a penetrar en aquel lúgubre recinto. ¡Cuánta no fue su sorpresa al escuchar los dolorosos lamentos del Templario! Guiados por sus tristes ecos, atravesaron el patio, cruzaron la galería y subieron la escalera, en uno de cuyos descansos o mesetas encontraron al Templario, inmóvil y triste como el genio de los dolores. Un espectáculo horriblemente sangriento se presentó a sus ojos atónitos.
-¡La casa está desierta! -exclamó el caballero de la Muerte.
-¿Y mi madre? -preguntaron a un tiempo Garcés y Aldonza.
-¡Hela aquí! -dijo con voz ahogada el Templario, señalando a los despojos que se encontraban en la escalera.
-¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Comida de lobos! -exclamó la desolada Aldonza.
Efectivamente, veíanse esparcidos por la escalera varios girones de ropas y también sangrientos despojos. Sin embargo, las fieras carniceras no habían desfigurado completamente el rostro de la infeliz anciana. Mudos de estupor contemplaban todos aquel recinto, que había sido teatro de las más crueles y repugnantes escenas. Solamente Aldonza, arrebatada del dolor más inmenso, aplicó sus labios al yerto y desfigurado rostro de la infortunada Fidela, y con voz sorda y entrecortada de sollozos y que partía el corazón, repetía sin cesar:
-¡Madre mía! ¡Madre mía! El lector no habrá olvidado que el Templario había dicho a doña Fidela, hablando de las desgracias de ésta, que, entre otras, había tenido la de ver a una hija suya, casada con un ladrón. Ahora bien, la susodicha hija era Aldonza, la cual, a pesar de su extraño carácter y de sus extravíos, amaba a su madre con singular ternura. Garcés, a la cabeza de los suyos, registró toda la casa y la halló completamente deshabitada. El Templario adivinó al punto todo cuanto había acaecido durante su ausencia.
-¡Oh! -exclamó con iracundo y sordo acento-. ¡Me ha ganado por la mano el infame Castiglione! ¡Ira de Dios!…
Todos los circunstantes se imaginaban que doña Fidela había sido víctima de la voracidad de las fieras, suponiendo que se hallaba sola en el caserío. De este parecer era también la triste Aldonza, que clamaba al cielo, lamentándose de su desventura. Después de algunos momentos, cuando el Templario logró serenarse algún tanto, procuró infundir a todos su misma opinión acerca de aquella catástrofe, opinión que se reducía a probar que doña Fidela había sido víctima del puñal de Castiglione, al ver éste que aquella se oponía, como no pudo menos de haber sucedido, a que Elvira se marchase con el italiano. Además, casi podía asegurarse, según lo confirmaban varios indicios, y entre otros el que las puertas estaban de par en par, el que hubiesen acudido los lobos atraídos por el olor del cadáver, lo cual era otro indicio de que Fidela había sido asesinada la noche anterior. Hechas estas explicaciones, todos se convencieron de que, por poco que hubiesen tardado, tal vez no hubieran podido encontrar rastro del horrendo crimen que allí se había perpetrado. Y como si todo esto no bastase, el Templario encontró aún otra prueba para confirmarse más y más en su primera opinión. Examinando atentamente a la luz de una tea el cadáver, conocieron que las fieras casi no habían hecho otra cosa que desgarrar los vestidos de la víctima, en cuyo pecho encontraron clara y evidentemente las tres puñaladas que le había dado Castiglione. Entretanto Aldonza permanecía con los puños crispados de ira y el corazón roído de dolor.
-¡Venganza! -exclamó de pronto-. ¡Venganza! -Sí, -repitió Garcés-. ¡Tu madre será vengada! -¡Busquemos a Castiglione! -exclamó el caballero de la Muerte.
-Vamos, vamos, -dijo el fantasma blanco.
Algunos bandidos, por orden de su capitán, envolvieron como mejor se les alcanzó el cadáver de doña Fidela, colocándolo de modo que pudiera ser fácilmente trasportado para darle sagrada sepultura. Al atravesar la galería, el Templario, como exaltado por un súbito recuerdo, exclamó:
-¡Venid! Todos le siguieron a la estancia del piso bajo, en donde dijimos que se hallaba la cuna que contenía el cadáver de la encantadora niña Matilde. Entonces se presentó a sus ojos un espectáculo horrendo.
-¡Esto es lo que queda de la hija de Elvira y de Castiglione! – exclamó tristemente el Templario, señalando a algunos sangrientos despojos.
¡¡¡El fruto nefando del incesto había sido devorado por las fieras!!!
Capítulo XXXIV
De cómo Castiglione se convirtió en el más implacable enemigo de la orden del templo
Trasladémonos al aposento principal de la solitaria torre del Tesoro. Castiglione se hallaba en compañía de un personaje que, según todas las trazas, acababa de llegar de luengas tierras. Notábase en su persona cierto aire de majestad, de dominio y de reconcentrada y sombría desesperación. Frisaba en los cincuenta años, y en su traje se notaba una mezcla tan confusa, que no hubiera sido fácil averiguar su estado o condición. Iba envuelto en un tabardo, calzaba espuelas de oro, y en uno de los sitiales inmediatos veíanse un almete y un manto como los que usaban los Templarios. Castiglione estaba en la actitud de un hombre que recibe la visita de una persona cuyas facciones no le son desconocidas, por más que en el momento no recuerde el nombre ni las circunstancias del visitante. El italiano, además, tenía en sus manos una carta e acababa de entregarle el desconocido.
-Esta carta es de Ayub, quien, según parece, se encuentra ahora en Alcalá de Henares, mientras que yo creía se había encaminado a Tánger.
-Yo conocía a Ayub de mucho tiempo atrás, y tuve la dicha de encontrarle en Alcalá. Él ha sido quien me ha informado de vuestro paradero, y felizmente para vos, no he tardado en tener el gusto de veros.
-Ha sido una casualidad, y en poco ha estado que esta noche no hubiese emprendido un viaje.
-Hubiera sido una calamidad que antes no me hubieseis visto.
-¡Una calamidad! -Sin duda alguna.
-Explicaos.
-Si pensabais ausentaros, creo que después que hablemos un rato, os habéis de confirmar todavía más en vuestro pensamiento. ¿Adónde pensabais ir? -Mi ausencia debía ser muy corta.
-¿Evasivas? Vamos, lo comprendo. Claro está que no tenéis necesidad de darme cuenta de vuestros proyectos. Pero, en fin, cuando lleguéis a reconocerme, estoy seguro de que habéis de variar de conducta para conmigo.
El italiano fijó su ojo único en el caballero, procurando, aunque en vano, reconocerle.
-¿Es posible que no me conozcáis? -preguntó el recién llegado.
-¡Yo! No recuerdo haberos visto nunca…
-¿Tan desconocido estoy?… Mírame bien, Matías.
Y esto diciendo, aquel extraño personaje dejó caer una cabellera postiza que contribuía de un modo poderoso a desfigurarle completamente. Apenas el recién llegado quitose aquel disfraz, cuando al punto fue reconocido por Castiglione.
-¡Sechín de Flexián! -exclamó el calabrés como si tuviese delante de sí un espectro-. ¿Tú por aquí? ¿Es verdad o es ilusión? -Es mucha verdad, mi querido amigo.
Ambos personajes se abrazaron con tal júbilo y ternura, como no era fácil esperar de semejantes caracteres. Es verdad que las naturalezas perversas simpatizan entre sí hasta el extremo de ser capaces de sentir cierta especie de amistad, fundada, no en la mutua estimación de las buenas cualidades, sino en el aprecio recíproco de las aptitudes más odiosas.
-¿Te acuerdas de la última vez que nos vimos? -preguntó Castiglione.
-Perfectamente. Entonces era yo prior o maestre provincial de los Templarios en Tolosa; pero después… ¿No ha llegado a tus oídos ninguna noticia de mi triste historia? -Algo he oído; pero muy vagamente y con mucho misterio.
-Ya sabrías que me condenaron a perpetua prisión.
-Efectivamente lo supe; mas no he podido explicarme nunca cómo, ni quiénes, ni por qué te castigaron tan bárbaramente.
-Todo fue obra de nuestro gran maestre Santiago Molay, a quien Dios confunda.
-Pero cuéntame…
-Es una historia muy larga de contar.
-Así lo creo. Me has dicho que estabas condenado a encierro perpetuo, y ahora te encuentro aquí cuando menos podía pensarlo…
-Ya ves que ese enigma no es difícil de descifrar. El verme aquí se explica muy sencillamente con decirte que me he escapado de mi prisión. Ya te informaré, cuando estemos más despacio, de la iniquidad que han usado conmigo los Templarios.
Castiglione, que tan fanático era por el brillo, y esplendor de su orden, frunció el ceño cuando de tal manera oyó hablar a Sechín de Flexián. Éste notó lo que en el interior de su antiguo amigo pasaba, mas no por eso pareció inmutarse en lo más mínimo; antes, por el contrario, continuó con voz segura y mirando fijamente a Castiglione:
-No trates, amigo mío, de defender a los nuestros; pues precisamente contigo tratan de hacer otra felonía por el estilo…
-¡Cómo! ¿Estás en ti? -Tan cierto como te lo digo, que los Templarios de Castilla tratan de jugarte una muy mala pasada.
-¡A mí! ¿Por qué? -Si te empeñas, no tengo inconveniente alguno en decírtelo.
-Habla, habla.
-Se dice que tú envenenaste al maestre provincial de Castilla don Gómez García.
-¡Dicen eso.
-Y otras muchas cosas más.
-¿Y qué más pueden decir? -Que hiciste lo mismo con don Sancho Ibáñez.
-¡Qué infamia! ¡Viles calumniadores! Castiglione, pasado su primer trasporte de cólera, se sonrió gozosamente, diciendo:
-Todo eso me importa un bledo, pues antes de mucho no tendré nada que temer en Castilla.
-¿Piensas acaso que vas a ser maestre? -Estoy seguro de ello.
-Pues siento decirte que te has engañado miserablemente.
-Yo bien me entiendo, y sé que no me engaño, -dijo Castiglione con aire de triunfo-. Tengo previsto muy bien todo lo que puede suceder.
-¿Y no has previsto que el maestre de Castilla había de ser don Rodrigo Ibáñez? -¡Don Rodrigo! -Uno de tus enemigos más encarnizados.
Grande a la par que dolorosa impresión produjo esta noticia en el ánimo de Castiglione, que inclinó la cabeza sobre el pecho, como si el golpe hubiese sido demasiado rudo para él. Al cabo de algunos momentos, dijo:
-¿Es posible, Sechín, lo que me dices? O tú has perdido el seso, o tratas de engañarme de una manera, a la verdad, muy poco diestra. ¿No conoces que si tal noticia fuese cierta, debería yo saberla tan bien como cualquiera otro? -Eres muy presuntuoso, amigo Castiglione; no atino de dónde sacas ese privilegio de saber las noticias primero que los demás.
-Yo me entiendo.
-¡Siempre estás con que tú te entiendes! ¿Qué quieres decir con eso? Tal vez que tienes espías, que has prodigado tesoros entre los comendadores y otras personas influyentes para salir elegido prior de Castilla…
-¿Y bien? No te lo niego.
-Sería inútil.
-Pero ya conocerás que yo todavía abrigo muy bien fundadas esperanzas de ser maestre de Castilla.
-Ya sé que ese es tu sueño dorado.
-Y será una realidad, porque yo lo quiero.
-El caso está en que puedas.
-¿Y acaso piensas que no lo tengo todo dispuesto de manera, que es casi imposible que pierda el triunfo? Sechín de Flexián miró atentamente a Castiglione con una expresión que revelaba cierta compasión desdeñosa.
-Nunca como ahora me he convencido de una gran verdad.
-¿Cuál es? -preguntó el italiano.
-Que los hombres más discretos y astutos salen airosos en sus empresas, por difíciles que sean, siempre que tengan libre y desembarazada su inteligencia de pasiones muy fuertes; pero, por el contrario, cuando el afán de posesión, cuando algún deseo vivo y enérgico se apodera de ellos, en este caso los hombres más astutos se tornan imbéciles y necios. Mucho pesar me causa el hablarte en estos términos; pero, amigo Castiglione, en esta ocasión reconozco que te ha abandonado tu destreza acostumbrada.
-A fe mía que tomas un tono tan magistral, que ya me cansa.
-Siempre es amargo oír verdades.
-Pero veamos, ¿qué es lo que encuentras de reprensible en mi conducta? ¿Por qué juzgas desatinados e inoportunos los medios que he puesto en práctica para conseguir mis deseos? Todavía es tiempo de enmendar cualquiera yerro.
-El caso es que la cosa ya no tiene enmienda. ¿Cuántas veces te he decir que a estas horas ya es maestre de Castilla don Rodrigo Ibáñez? -Repito que yo debía saberlo, -dijo Castiglione más pálido que la muerte.
-¿Y por qué? -Porque no me han dado aviso para asistir al capítulo.
-Pues he ahí lo que debías saber, que el capítulo se ha verificado sin necesidad de tu asistencia.
-¡Eso es imposible! ¿Me querrás hacer creer que no han contado con la asistencia de todos los caballeros de las Casas (6) de Castilla para la elección del nuevo maestre? Según las prácticas establecidas, y conforme el espíritu de nuestra regla, para tales actos deben reunirse todos los caballeros. Lo contrario es una injusticia, de la cual yo mismo me quejaré al gran maestre.
-Es que también la elección se ha verificado con toda legalidad, es decir, que en nada se ha contravenido a la regla.
-Si tal dices, me atrevería a jurar que nunca la has leído.
-Y yo te probaría lo contrario, recitándote de memoria el artículo que trata de esta cuestión… Óyeme: «No siempre mandamos llamar a todos los hermanos a consejo, sino a aquellos que se conocieren próvidos e idóneos: cuando se tratare de cosas mayores, como es el dar tierra, o de conferenciar del Orden, o de recibir a alguno, entonces es competente llamarlos a todos, si al maestre pluguiere; y oídos los votos del común cabildo, se haga por el maestre lo que más convenga». ¿Ves cómo he leído nuestra regla y la sé de coro? -añadió Sechín de Flexián con aire triunfante.
-Ahora te digo otra cosa peor, y es que la recitas de memoria y no penetras su sentido.
-¡De veras! Yo, que he sido prior de Tolosa nueve años, ¿no entiendo la regla de la orden del Templo? Vamos, querido Castiglione; explicame tú él sentido del tal artículo: yo escucharé tu decisión como si fueses un Santo Padre.
-Ya verás cómo te convences. Tratándose aun de las cosas más importantes, dice la regla que se reúnan todos los hermanos; pero añado que si al maestre le pluguiere.
-Así es la verdad.
-Ahora bien, -continuó Castiglione-; en las actuales circunstancias no tiene aplicación alguna este artículo, supuesto que tales reuniones no son provocadas por el maestre, en cuyo caso, no puede tener lugar la preferencia de estos o aquellos caballeros para que asistan a los capítulos. En una palabra, no habiendo maestre, no puede suceder que le plazca dar aviso a unos y olvidará otros.
-¡Ah, buen Castiglione! Todas esas son salidas de italiano, y no te han de valer tus astucias. Dices que ahora no hay maestre, y en eso te equivocas en gran manera. A falta de maestre, ya sabes que ocupa su lugar el comendador más antiguo, o por mejor decir, éste es el que preside los capítulos, y que una decisión de los comendadores tiene tanta o más fuerza que si fuese una orden del maestre…
-Pero en la regla no hay ningún artículo que así lo exprese formalmente.
-Aún cuando eso sea verdad, no lo es menos el que tales son las prácticas establecidas, y que tienen el mismo vigor que un artículo de nuestras instituciones. En resolución, mi querido Castiglione yo te aseguro que me consta que ha sido electo don Rodrigo Ibáñez. El moro Ayub, que sin duda sabe hasta qué punto tenías interés en recibir noticias de esta especie, me ha encargado te lo comunique así, y aun otras cosas de mayor importancia.
-¡De mayor importancia! -repitió absorto Castiglione.
-Se trata nada menos que de perder la cabeza.
-¡Cáspita! ¿Te ha dicho eso Ayub? -Precisamente este ha sido el asunto principal de que me encargó te hablase.
Durante largo rato el calabrés permaneció confuso y demudado, a causa de las desagradables nuevas que Sechín de Flexián le comunicara.
-¿Y cómo se ha verificado esa elección? -Habiéndose reunido todos o casi todos los comendadores de Castilla, designaron a los caballeros que habían de asistir al capítulo que acaba de celebrarse, y que ha tenido por resultado la elección de don Rodrigo Ibáñez.
-¡Voto a Hugo de Paganis! ¡No haber yo sabido nada! -No es extraño, si se atiende a que el capítulo se ha celebrado a gran distancia de aquí.
-¡Oh! ¡Si yo hubiera sabido esa trama de los malditos Ibáñez!…
-¿Qué habrías hecho? -Me hubiera hallado en Alcalá, y entonces tal vez hubiera impedido esa elección.
-¡En Alcalá! -Sí, sí, yo hubiera sido capaz de variar la resolución del capítulo.
-¡Pero si el capítulo se ha celebrado en Ponferrada! -¡Ahora lo comprendo todo! -exclamó Castiglione con voz dolorida; pero su rostro tenía tal expresión de ferocidad, que causaba espanto-. ¡Me han vencido! -murmuraba con voz sorda e iracunda-. ¡Me han vencido! ¡Me han vencido los Ibáñez!… ¡Malditos sean! -Pues no es lo peor que te hayan vencido en el asunto del maestrazgo.
-¿Puede haber otra cosa que me sea más sensible? -Te lo repito: con esta desgracia has olvidado que te cercan otras mayores. Ya te he dicho que tu cabeza peligra. Don Rodrigo Ibáñez y todos sus deudos, así como también los de don Gómez García, tratan ahora de descargar su cólera sobre ti, supuesto que te acusan de no sé qué cosas de envenenamiento… En fin… tú sabrás lo que sobre eso hay.
Cien rayos que se hubiesen desplomado sobre la torre no habrían aterrado tanto a Castiglione como la noticia de que los mismos Templarios trataban de proceder contra él, acusándole de horrorosos crímenes.
-¡Es posible! -exclamó al fin-. ¿Es posible que a tanto se atrevan los Templarios? -Descuídate y lo verás; por lo menos te condenan a un encierro perpetuo, si es que no te dan un tósigo para de este modo vengar a esos maestros envenenados, según dicen, por tu mano.
-¡Sechín de Flexián! -Amigo Castiglione, yo no hago más que repetir lo que me han referido.
Y así diciendo, Sechín de Flexián clavaba sus ojos penetrantes en el italiano con una expresión maligna. Castiglione observó aquella maliciosa sonrisa, y entonces cruzó por su mente una sospecha.
-¿Si se habrá convertido Flexián en un sicario de mis enemigos? Sechín adivinó este pensamiento de Castiglione, y por lo tanto se apresuró a convencerle de que se engañaba.
-No juzgues temerariamente, mi caro amigo; te ruego que deseches tus recelos y temores, y que te acostumbres a ver en mí otra víctima del resentimiento de los Templarios. Así, pues, aun cuando no fuera por razones de simpatía y amistad, todavía nuestro interés propio, nuestra seguridad individual nos ponen en el caso de asociarnos para combatir a nuestro común enemigo.
Castiglione pareció dar grande importancia a las razones de Sechín de Flexián, y por consiguiente creyó encontrar en él un firme aliado contra sus enemigos y un coadjutor inteligente para llevar a feliz cima sus proyectos.
-¡Oh! -exclamó el italiano con feroz sonrisa-. Yo pudiera vengarme de una manera la más cruel y sensible para la orden… Yo pudiera…
De pronto el calabrés se detuvo, y su rostro tomó una expresión verdaderamente afligida.
-¡Ay de mí! -exclamó-. Yo, que tanto me he desvelado por el acrecentamiento y esplendor de la Orden del Templo, me veo ahora perseguido por los mismos Templarios.
-En este mundo, amigo mío, casi siempre se pagan los beneficios con ingratitudes. A mí me ha sucedido exactamente, lo mismo que a ti. No solamente en las batallas he prodigado mi sangre por el brillo y honor de nuestra milicia sino que también en las cortes y en los palacios he manejado asuntos muy espinosos con el mayor tino, y que, sobre todo, han sido de gran provecho para nuestra Orden… Y sin embargo, heme aquí ahora, pobre y fugitivo, y temblando a cada instante no sea que encuentre en mi camino alguno de mis correligionarios que piense hacer una grande hazaña prendiéndome y entregándome a disposición de la Orden. Cinco años he vivido en la prisión más espantosa, sin más alimento que pan y agua, sin más lecho que el mármol del pavimento, sin ver a nadie más que a un carcelero inexorable, sordo a mis quejas y mudo para consolarme, sin luz en una oscuridad cavernosa, en una noche interminable como la eternidad y amarga como la desesperación, separado del mundo de los vivos sin esperanza… ¡Cinco años! ¡Oh! Yo he vivido cinco años en una tumba… Al salir de mi calabozo, yo he experimentado una emoción semejante a la que experimentarán los muertos el día de la resurrección… ¿Y quiénes han sido mis enemigos, mis carceleros, mis verdugos? Los Templarios. ¡Ira de Dios! Los Templarios. ¡Quién había de decirlo!… Mas, yo te juro, por mi nombre, que ya que he conseguido escaparme de mi prisión de una manera casi milagrosa, yo juro que he de tomar también una venganza atroz, cruel, inaudita, inmensa como mi agravio y mis dolores. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡haz que luzca para mí el día anhelado de la venganza, que yo pueda saciar la hidrópica sed de mi furor en mis cobardes enemigos, y entonces yo iré gozoso, aunque el infierno abra sus puertas para recibirme! Calló Sechín de Flexián; pero sus ojos lanzaban chispas, y sus puños crispados y su respiración anhelante y todas sus facciones horriblemente contraídas le hacían parecer al genio destructor de las venganzas. Aquel furor satánico se comunicó a Castiglione como por un contacto eléctrico. El rostro del italiano estaba también centellante de furor, y en su ojo de cíclope podían leerse mil sanguinarios proyectos, mil deseos destructores, mil desastres.
-Por eso he venido a buscarte, -continuó Sechín de Flexián-; porque tú y yo hemos de ser los Hércules que ahoguemos en nuestros poderosos brazos esta nueva hidra que a sí misma se muerde, porque, intenta, devorar hasta a los mismos suyos.
Sí, sí, -exclamó Castiglione-; supuesto que tratan de ofendernos, demostrémosles que tan buenos como hemos sido para acrecentar su prestigio y riquezas, tan terribles seremos ahora para aniquilarlos.
-La ocasión no puede ser más propicia, y nosotros debemos aprovecharla.
-¿Qué quieres decir? -Los Templarios tienen muchos y poderosos enemigos; nuestras ocultas ceremonias han dado ocasión y pábulo a mil hablillas entre el vulgo, que nos mira con horror más bien que con respeto; la prosperidad y riquezas de la Orden son miradas con envidia por muchos grandes señores y reyes, si bien disimulan su despecho; pero entre todos, el que más dispuesto se encuentra a dar un golpe mortal a la orden del Templo es el rey de Francia…
Sechín de Flexián, al llegar aquí, bajó la voz, como si temiera que las paredes mismas pudiesen oírlo.
-Y de orden del rey Felipe, -continuó-, vengo a tratar de estas cosas contigo y con todos los que estén dispuestos a hacer la guerra a los Templarios, guerra que por ahora tiene que ser subterránea, pero incansable, hasta que llegue el día en que la Orden pueda ser herida de muerte.
-¡De veras! -exclamó Castiglione-. ¿Podremos contar por un aliado nuestro al rey de Francia? -Sin duda alguna.
-¡Oh! Cuéntame todo lo que haya.
-Todo vas a saberlo.
-Pero ante todas cosas, -dijo Castiglione-, deseo vivamente que me refieras la causa de tu prisión, y de qué modo has conseguido evadirte de ella.
-Es una historia tan lamentable como extraordinaria.
Mientras que Sechín de Flexián se ocupaba en referir a Castiglione sus raras aventuras y el origen del encono que el gran maestre abrigaba contra él, tenía lugar en la misma torre otra escena que no conviene pasar en silencio para la mejor inteligencia de nuestra historia. En un aposento situado en el piso bajo de la torre, y junto a la puerta, encontrábanse dos esclavos que, a juzgar por su traje, tanto parecían moros como cristianos, supuesto que su atavío era una mezcla en que por iguales dosis entraban las galas morunas con el cristiano ropaje. Ambos conservaban el indispensable turbante y la característica barba, dado que estaban envueltos en negros mantos que por lo raídos probaban elocuentemente haber pertenecido en sus tiempos mejores a los armigueros del Templo. Aquellos humildes personajes habitaban de continuo en la torre, y estaban siempre dispuestos a obedecer las órdenes de su señor. El uno de ellos parecía tener como unos cuarenta años, y aun cuando de tez casi bronceada, notábase en su fisonomía un no se qué de humilde y bondadoso, de melancólico y reflexivo. El otro esclavo era joven de veinte años, alto, delgado, moreno, vivaz, ligero como un corzo y un sí es no es atolondrado. Los dos esclavos estaban sentados en torno del hogar y departiendo amigablemente al amor de la lumbre. Según podía deducirse de su coloquio, no eran ellos exclusivamente los que en aquella torre estaban destinados al servicio de Castiglione, el cual, como procurador de la Encomienda, podía valerse de los demás esclavos de la casa, y aun de los armigueros, salvo el permiso de sus respectivos señores.
-¿Y qué dices de estas cosas, Ismael? -preguntaba el más joven. -¡Vive Alá, que los cristianos son asaz marfuces! -¿Quién será el pajarraco que está hablando con nuestro amo? ¡Tiene mala traza! -Me parece que ese caballero no es español.
-¿Será tal vez compatriota del señor Castiglione? -Según he podido juzgar de su acento, por las pocas palabras que le he oído, ese caballero es francés.
-¿Y qué estarán tratando? -No será nada bueno.
-¿Vendrá tal vez ese caballero en busca de la dama? -¿Quién sabe? -Si tal es su intención, mal le ha salido el viaje, pues la garza ya no está en el nido.
-La tal señora es dura como una piedra. Apenas descansó algunas horas, cuando ya se puso otra vez en camino -Y según parece, el señor Castiglione no ha querido que nos enteremos del sitio en que ahora pretende ocultarla.
-Desde la alquería hasta aquí no tuvo inconveniente en que la escoltáramos; pero ahora… ¿Y adónde la habrá enviado con el bueno de Mendo? ¡Tiene cara de traidor! -Esas gentes son las que privan. Nuestro amo le ha dado un gran talego de oro, y a nosotros…
-¡Cómo ha de ser! ¡Nosotros somos esclavos! -Pero aun así y todo, podíamos hacernos respetar.
-¿Estás en ti? -Yo bien sé lo que me digo. Si el señor de Alconetar supiese…
-¿Quieres que te cuelguen de una almena? -Algunas veces me dan unas tentaciones…
-¡Calla, desventurado! -¿Tampoco hemos de poder hablar? -¡Por Alá, que tienes gana de que te corten la cabeza! -¡Estoy tan cansado de esta vida!…
-Otros hay que padecen mucho más que nosotros. ¿Ves tú al señor Castiglione? Pues ya daría él todas las riquezas que se encierran en esta torre por conseguir un sueño tan tranquilo como el tuyo.
-He ahí una cosa que no te niego… ¡Si vieras, Ismael, cómo se asusta el señor Castiglione siempre que baja al subterráneo!… Ya sabes que me mandó acompañarle esta noche cuando bajamos a la sala de los aparecidos, y… ¡qué miedo! El esclavo se detuvo como horrorizado.
-Vamos. ¿Qué viste? -Aquella pintura que hay sobre la puerta, que representa la cabeza de un monstruo, parecía moverse al resplandor de la luz… De pronto el señor Castiglione dio un grito y se quedó inmóvil y pálido como un muerto, mirando… mirando a la terrible figura… A mí se me erizaban los cabellos solamente de verlo…
-¿Y no dijo nada? -Balbuceó algunas palabras como si murmurase una oración.
-¿Y permaneció mucho tiempo así? -Bastante rato; pero al fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se adelantó hacia la habitación en que ya le aguardaba la dama…
-¡Oh! -interrumpió Ismael-; aquella habitación ha sido teatro de grandes crímenes…
-Perpetrados sin duda por el señor Castiglione; porque al entrar allí se puso tan turbado, que creí se iba a desmayar. Por fortuna, se detuvo muy poco, ordenando al punto que la señora siguiese a Mendo, con el cual estuvo hablando largo rato el señor Castiglione… ¿Adónde habrán conducido a la dama? -Ellos tomaron la dirección de Alconetar.
-¿Si la habrán llevado al convento de Marién de la Luz? ¡Estaría gracioso el lance! -Tal vez hayas acertado.
-¡Maldita torre! ¿Sabes que tengo miedo de habitar en ella? Cuando han venido aquí los armigueros de la Encomienda, les he oído decir que en esta mansión hay duendes.
-Y tú, ¿qué dices? -Creo que tienen razón los cristianos. Dicen que se suele aparecer un fantasma blanco: yo no lo he visto; pero he oído muchas noches unos suspiros y lamentos tan tristísimos, que me han helado de pavor.
-¿Y en dónde has oído tan siniestros rumores? -En todas partes; no parecía sino que la voz iba volando aquí y allá como una mariposa al través de las tinieblas de la noche. Pero más particularmente he oído ayes angustiadísimos algunas veces que he bajado a los subterráneos; y en otras ocasiones he oído también siniestros rumores en el aposento del señor Castiglione… ¡Qué horror!.. Yo, por mi parte, digo que creo en los duendes y en las fantasmas de que hablan los cristianos.
Sonriose Ismael oyendo hablar de esta manera al joven Alí.
-¿No puede suceder que haya fantasmas y duendes en esta tierra, así como en la nuestra hay genios y hadas? Con estas palabras Alí pretendía hacer una reconvención a su compañero para que éste en adelante evitase sus incrédulas sonrisas.
-Tú no sabes la verdadera causa de esos lamentos que dices. En todas partes, hijo mío, en todas las regiones, el crimen siempre vela y nunca goza de las gratas dulzuras del sueño. También, sin embargo, no goza de sueño tranquilo el lloroso infortunio que en el silencio de la noche se ocupa de verter sus amargas lágrimas… Esta torre maldita es a la vez la mansión del crimen, de la inocencia y de la desgracia. En el subterráneo hay seres vivos condenados a habitar como los muertos en una tumba; y en la sala del bafomet se han cometido crímenes espantosos… Esta misma noche hace dieciocho años que allí fue asesinada una hermosísima dama.
-¿Y qué crimen había cometido? -Amar al señor Castiglione.
-¿Acaso fue él su asesino? -Él mismo fue el verdugo de su amada.
-¡Maldito tuerto! -refunfuñó Alí.
-Te voy a contar esta historia, y verás hasta qué punto tienes razón al decir que, como los cristianos, crees firmemente en la existencia de los duendes y fantasmas. Yo también les he oído hablar muchas veces a los armigueros de no sé qué cosas acerca de la resurrección de los muertos. Sobre esto, lo digo francamente, mis ideas no están muy claras; pero lo que sí sabré decirte es que yo mismo he visto cosas tan extraordinarias, que creo firmemente que los muertos resucitan y que desde el otro mundo, vienen a visitar a los vivos… En fin, yo no puedo dejar de creer en eso que los cristianos llaman milagros.
-¿Y qué son milagros? -preguntó Alí.
-Una especie de sucesos que tienen lugar tan fuera de las vías comunes, que no pueden atribuirse sino a la voluntad directa del poderoso Alá, y que causan admiración y espanto a los mortales.
-Te ruego, mi querido Ismael, que me cuentes sin dilación esa historia maravillosa.
El buen Ismael atizó el fuego, y en seguida tomó la actitud meditabunda de un hombre que procura evocar en su memoria y coordinar en su mente sucesos ocurridos en una fecha remota.
Luego dio comienzo a su historia de esta manera:
-Desde muy joven caí en manos de los Templarios y me trajeron a Italia, en donde estuve algunos años en una Encomienda de Calabria al servicio del señor Castiglione, que a la sazón era muy joven. Luego vine a España, y nunca me he separado de don Matías desde que vino a habitar esta torre. En los primeros tiempos de nuestra residencia aquí, trabó nuestro amo grande amistad con un caballero español que vivía en Jaraicejo. En aquella época, el señor Castiglione vivía frecuentemente en la Encomienda, y también muy a menudo iba a visitar a su amigo. Al cabo de algún tiempo cambió completamente de conducta, habitando en esta torre con tanta obstinación, que nunca y por ningún motivo era posible hacerle pasar una noche fuera de esta mansión. La causa de este cambio repentino fue que se enamoró de una dama a la cual había traído secretamente aquí, ocultándola en la sala del bafomet… -¡Qué miedo! -exclamó Alí.
-Una noche, -continuó Ismael-, subió el señor de Castiglione pálido y turbado a su aposento, sentose en un sitial junto a la cabecera de su cama, y así permaneció largo rato con actitud meditabunda. Al entrar en su habitación me había llamado con voz breve e imperiosa; acudí prontamente; pero como después no me dirigió la palabra, yo había permanecido inmóvil en medio de la estancia y contemplando a Castiglione, el cual de pronto, saliendo de su distracción, púsose en pie de un salto, y con voz atropellada y ademán desatentado me dijo: «Ismael, toma esta llave y baja al punto a la sala del bafomet, y toma en hombros un arca que allí encontrarás; la sacas al campo sin perder tiempo, la arrojas al río Almonte, que pasa por aquí cerca… Anda, vuela, no te detengas ni un instante; es preciso, que todo quede concluido en esta misma noche». Yo no sabía qué pensar de semejante turbación, ni mucho menos podía adivinar el motivo de una orden tan intempestiva. Sin embargo, comprendí que de algún siniestro acontecimiento se trataba, supuesto que había observado que el manto del señor Castiglione estaba todo salpicado de sangre.
-¿Y tú, qué hiciste? -Obedecer a Castiglione, el cual añadió: «No te detengas, Ismael; obedece pronto, si no quieres que te cuelgue de una almena; sírveme bien, y yo recompensaré espléndidamente tus servicios». Provisto de una lamparilla que destellaba una luz opaca, me encamine al subterráneo y penetró denodadamente en la funesta habitación. ¡Qué horror!… En la alcoba veo una figura con cabellera de sierpes y con un rostro disforme, que estaba sobre un pedestal. Aquella figura es el ídolo horrible a que los Templarios tributan una adoración misteriosa… Me aproximo al arca de oloroso cedro, que estaba abierta. A la luz de la lamparilla pude distinguir un cadáver; retrocedo horrorizado, piso una cosa blanda, y la curiosidad me hace recoger aquel cuerpo extraño que había sobre el pavimento. ¡Cosa inaudita! Lo que yo había pisado era una mano, una mano ensangrentada que parecía salir de las entrañas de la tierra; yo me turbo y permanezco algunos instantes inmóvil y contemplando aquella mano, que parecía aún crisparse de furor. Súbito salgo de mi enajenamiento, oigo a mi espalda una voz que grita: ¡asesino! ¡asesino! Vuelvo el rostro, y me encuentro frente a frente con una dama. Aturdido de terror, huyo de aquella maldita estancia y me precipito hacia las lóbregas galerías del subterráneo. Perplejo, confuso, ahogado en tinieblas, no sé adónde voy ni en dónde me encuentro. ¡Qué angustia, poderoso Alá! Me había dejado la lamparilla en el aposento del bafomet, y me era imposible atinar con la salida para subir a dar aviso a Castiglione. Gran parte de la noche anduve perdido por aquellas interminables galerías, sin encontrar en torno mío más que las frías piedras de los muros o la impalpable oscuridad. De pronto me creí trasportado a un círculo extenso, supuesto que por ninguna parte alcanzaban mis manos a tocar los límites. Vagaba en todas direcciones sin encontrar puertas ni paredes, y cada vez el piso era más húmedo, más terrizo, más fangoso. Repentinamente oí una voz lejana que exhalaba doloridos ayes, una voz que salía de los cimientos de la torre; yo creí que eran los espíritus del otro mundo, y… ¡lo creo todavía! Ismael guardó silencio algunos momentos, como si permaneciese abismado en los recuerdos de su espantosa aventura.
Alí le miraba con ojos atónitos.
-¿Y cómo saliste de allí? -preguntó.
-Después de haberme serenado algún tanto, traté de orientarme, y por último conseguí atinar otra vez con la puerta de la siniestra estancia. Entro y hallo encendida la lámpara que pendía del techo, mas en vano busco la que yo había llevado. Registro la estancia por todas partes, y nada ni a nadie encuentro; me dirijo al retrete del ídolo, y nada veo, sino la horrible escultura; miro en el fondo del arca, y ¡oh sorpresa! estaba vacía.
-¡La muerta había resucitado! -Sí.
-Pero sepamos, ¿qué dijo el señor Castiglione? -Descolgué la lámpara y subí a dar cuenta a nuestro amo de todo lo que me había acaecido. Castiglione, sin desnudarse, se había reclinado en su lecho, y parecía aletargado. A mis reiterados llamamientos despertó por fin, y mirándome con ojos extraviados, me preguntó: «¿La echaste al río?» Cuando le referí el suceso, se quedó como estúpido. Luego de pronto gritó con una voz que resonó como una campana: «Tú me engañas, infame». E hizo ademán de sacar la espada para darme la muerte. Pero luego debió reflexionar, y como cambiando de resolución me dijo: «Vamos allá». Bajamos segunda vez, y después que se hubo cerciorado de la verdad de cuanto yo le había dicho, cerró la puerta y guardó la llave…
-¿Y no volvió más a examinar la estancia? -preguntó Alí.
-Desde entonces no ha vuelto a abrirse aquella puerta hasta anoche, en que la funesta habitación sirvió de refugio a la dama que trajimos de la alquería.
-Es una historia…
-¡Silencio! -exclamó Ismael-. ¿No has oído? -¡El qué! -Que nos llama el señor Castiglione.
Así era la verdad.
El italiano y el francés habían terminado su conferencia, adoptando de común acuerdo la resolución irrevocable de hacer la guerra a la orden del Templo. A la misma hora en que tenían lugar estas escenas en la torre que habitaba el italiano, salía de Jaraicejo una cabalgata compuesta como hasta de veinticinco jinetes, a cuya cabeza iban cuatro personajes que tenían muy grande interés en penetrar en la torre de los Templarios.
-¿Os encontráis mejor? -preguntó el caballero de la Muerte.
-Algo más aliviado me encuentro; pero son tan crueles los dolores que me atormentan, que difícilmente puedo sostenerme a caballo. Sólo el deseo de recobrar a Elvira puede prestarme valor.
El que así hablaba, entrecortando sus palabras con sordos gemidos, era el fantasma blanco.
-A fe, señor, que hemos sido desgraciados. Vuestra caída nos ha hecho perder un tiempo precioso; no parece sino que el mismo diablo, a la mejor ocasión, se entromete en los asuntos de más importancia. ¡Miren a qué hora ha ido a espantarse vuestro caballo!… ¡Y gracias que habéis escapado con la vida. ¡Vamos, si el maldito animal dio una revolandeta tan súbita, que no parecía sino que le habían puesto alas! En un tantico estuvo que no caísteis por el precipicio, que entonces… ¡adiós mi dinero! antes saltan los sesos que el polvo.
-¡Verdaderamente ha sido un milagro! -exclamó el contuso caballero.
-¿Y creéis que encontraremos en la torre al infame Castiglione? -preguntó con voz breve e iracunda Aldonza.
El Templario suspiró.
-¿Lo dudáis tal vez? -Sí, lo dudo, -respondió el caballero.
-Anoche debieron llegar a la torre.
-Ya debía ser de madrugada.
-¡Nosotros hemos perdido tanto tiempo! -Apenas nos hemos detenido, -dijo Garcés-. ¡Qué diablos! ¿Significan algo dos horas que habéis tardado en reponeros algún tanto? Lo primero de todo es vivir.
-Sin embargo, esas dos horas pueden hacernos falta.
-El mal ha estado, -observó el caballero de la Muerte-, en que no podía verificarse nuestro proyecto en vuestra presencia, supuesto que nosotros ignoramos las ocultas entradas de la torre.
En esto arribaron nuestros jinetes a una extensa llanura.
-¡A escape! -gritó el Templario.
-¡A escape! -repitieron todos, perdiéndose en la oscuridad como una legión de sombras…
Pero volvamos a la torre de los Templarios.
-¡Ismael! ¡Alí! -llamó Castiglione.
Presentáronse los esclavos.
-Ensilla al punto los dos mejores caballos, -dijo a Alí.
Y volviéndose a Ismael, añadió:
-Y tú lleva al punto esta carta a la Encomienda, y entrégasela a don Lope de Haro.
Cada uno de los esclavos partió rápidamente a cumplimentar las órdenes que se les habían comunicado.
-Te advierto, -dijo Sechín de Flexián-, que no tenemos tiempo que perder.
-Descuida, que no será mucha nuestra detención. Cuando me ausento de la torre por un día, rara vez lo participo a la Encomienda; pero como ahora, según me has dicho, nuestra ausencia será un poco más larga, me parece bien dar parte a don Lope para que envíe aquí al viceprocurador, a fin de que la torre no quede completamente desamparada.
Sechín de Flexián preguntó:
-¿Y las riquezas?…
-¡Oh! En cuanto a eso, debemos estar descuidados; pues aun cuando todavía hay considerables tesoros en el depósito, lo más selecto y exquisito, nadie, sino yo, sabe en dónde se encuentra.
Sechín estrechó afectuosamente la mano de Castiglione, y al mismo tiempo el francés guiñó los ojos de una manera muy expresiva, que hubiera podido traducirse por estas palabras:
-¡Magnífico! Estamos en muy buen terreno, y es preciso convenir en que eres un hombre de provecho.
-¿Y monsieur Nogaret nos aguardará de fijo? -preguntó Castiglione.
-Es indudable, supuesto que él tiene tanto empeño como nosotros en aniquilar a la orden del Templo.
En esto presentose Alí, diciendo:
-Señor, ya están los caballos.
-¿Ismael no ha venido? -preguntó de Flexián.
-Como la hora es harto intempestiva, acaso los caballeros que estén de guardia tarden algo en transmitir mi carta a don Lope. De todos modos, hasta la diana no vendrá el viceprocurador.
-¡Y le aguardaremos aquí hasta entonces! -exclamó con extrañeza de Flexián.
-Nada de eso: cuando quieras podemos partir.
Pocos momentos después ambos caballeros partieron de la torre. Aún no se había extinguido completamente el galope de los caballos de los dos Templarios, cuando en dirección opuesta aparecieron los bandidos.
Capítulo XXXV
De cómo el verdadero amor suele confundirse: con la devoción
El tiempo era frío; pero la noche estaba serena y estrellada. La luna derramaba sus placenteros rayos sobre el convento de Nuestra Señora de la Luz. Ya las campanas habían tocado a silencio, y por punto general todas las monjas dormían. Sólo en una celda veíase luz y se oía el murmullo de una conversación en voz baja. La celda era de las más capaces que había en el convento, y en ella se encontraban una señora joven y una anciana. Aun cuando ninguna de las dos fuese religiosa, ambas, sin embargo, vestían las ropas monjiles.
-¿Habéis hablado con ella? -preguntaba la anciana.
-Sí; casi toda la tarde hemos estado juntas.
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