Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 17)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
-¿Y cómo ha venido a tus manos? -Hace poco tiempo que pasaron por aquí varios caballeros franceses que venían acompañando a un alto personaje de Francia. Según yo pude husmear, aquel señor es hermano del gran maestre de los Templarios. Pues bien; uno de los caballeros de su numerosa comitiva enfermó durante su permanencia en Capua, de tal manera y tan gravemente, que murió a los pocos días, y entre varios efectos que se dejaron aquí, pertenecientes al difunto, quedose este escudo.
Es imposible describir la impresión que produjo en el ánimo de Jimeno la noticia que acababa de comunicarle Pietro.
-Dime, -preguntó con impaciencia-, ¿venía una dama con esos caballeros franceses? -Sí, señor, y muy hermosa por más señas.
-¿Recuerdas su nombre? -La señorita Amalia Molay.
-¿Hacia dónde se encaminaron? -Creo que iban a Roma; pero allí pensaban detenerse muy poco tiempo, pues, según tengo entendido, el término de su viaje era Jerusalén.
Durante algunos momentos el trovador permaneció tan profundamente conmovido, que no pudo hablar ni una sola palabra. Al fin Jimeno hizo una seña a Prieto para que se retirase.
El posadero se alejó dejando al joven sumergido en profunda meditación. Otra vez la imagen de la encantadora Amalia volvió a presentarse más viva y más bella a los ojos del trovador. Aquel recuerdo que tan inesperadamente le había despertado Pietro, hizo, no que el joven amase más a Amalia, supuesto que ni un instante la había olvidado, sino que desease tener las alas del águila para en aquel mismo punto volar a reunirse con su amada.
¡Es preciso partir cuanto antes para Roma! Tal fue la fórmula de todo lo que pensaba, sentía y deseaba el trovador en aquellos momentos. Entretanto don Guillén y Álvaro, que nada habían oído de la escena antecedente, continuaban en el balcón engolfados en su coloquio. Jimeno, procurando ocultar su turbación y amorosas ansiedades, volvió a colocarse entre sus amigos, tomando parte en la conversación. Largo rato continuaron nuestros jóvenes agradablemente entretenidos en contemplar los edificios y en observar las gentes que cruzaban, por la anchurosa plaza. Entre los transeúntes llamó la atención de nuestros caballeros una cabalgata compuesta de cuatro hombres y dos mujeres. La una de ellas era ya de edad avanzada, e iba colocada en unas jamugas; empero la otra era una hermosísima joven que, vestida de amazona, cabalgaba con destreza y gallardía.
El señor de Alconetar quedose fijamente mirando a la joven, cuyo talle esbelto y gracioso no dejaba de elogiar, así como también el precioso sombrerillo, engalanado con plumas de colores, que adornaba la cabeza de la hermosa. Gómez de Lara no apartó sus ojos de aquella graciosa figura, hasta que no desapareció entre la multitud. Don Guillén y Álvaro quedaron muy pensativos. Uno y otro habían recordado al objeto de su primer amor, mirando a aquella dama. Desgraciadamente no la habían visto sino por la espalda, de manera que no habían podido reconocer a Elvira, por más que el aire de su talle les hubiese despertado los recuerdos de aquella mujer, otro tiempo tan amada de ambos caballeros. Y a la verdad que ambos se hallaban muy ajenos de sospechar que Elvira se encontraba a la sazón en Italia. Los tres jóvenes estaban silenciosos y abismados en sus pensamientos.
De pronto apareció Pedro Fernández con muestras de grande turbación.
-¡Ay, señor! ¡Y qué encuentro he tenido! -¡Estás pálido!… ¿Qué te ha sucedido, Pedro? -¿Os acordáis, señor, de aquel pícaro que fue uno de los que trataron de asesinaros en Alconetar? -¿Y bien? -Que acabo de verlo en esta posada.
-¡Aquí! -Sí, señor, aquí mismo lo he visto… El pícaro que se escapó disfrazándose con la ropa de la señora Plácida, a quien Dios confunda. ¡Ay, señor! Yo he sido un porro, pues hasta ahora no he podido enterarme del ajo… ¡Maldita bruja!…
-¿Qué quieres decir, Fernández? -Quiero decir, señor, que esa maldita Plácida, que tan bien lloriqueó cuando la encontré despojada por el asesino que se había escapado, estaba de acuerdo con vuestros enemigos.
-¿Y cómo has dado en ello? -Muy fácilmente, señor.
-Explícate, -dijeron a la vez los tres amigos.
-Habéis de saber, señores, que con otros escuderos andábame paseando por el patio, cuando acertó a pasar Pietro con un hombre que le iba hablando en voz muy baja y con ademán misterioso. Apenas divisé al compañero de Maccarroni, cuando dije para mi coleto: «yo conozco a este hombre». Pero, señor, no recordaba en dónde ni cuándo le había visto. Contribuía a desorientarme más la diversa apostura de nuestro personaje, que, siendo sin duda un esclavo moro, tenía hoy todas las trazas de un caballero. Llegueme a él familiarmente, y preguntele: «¿Sois español? Porque seguramente yo os conozco; veamos si vuestra memoria ayuda a la mía».
-¿Y qué te respondió? -¿Y quién era por fin? -Dejadlo que hable.
-El bribonazo quedose mirándome de alto a bajo, en seguida cambió una ojeada con Pietro, y por último, le dijo en italiano: «¿Quién es este hombre y qué dice?» -¿Tú le habías hablado en castellano? -Claro está; yo no puedo hablar sino como se habla en España, pues solamente chapurreo un poco esta jerigonza que gastan por aquí; pero esto lo hago a duras penas y sólo para pedir las cosas. Yo creo que los hombres están locos. ¿Por qué no han de hablar todos de la misma manera? Debían hablar todos como Dios manda, en castellano.
Muy de veras riéronse los tres amigos de la peregrina opinión que sobre la diversidad de los idiomas había manifestado el buen balconero -Déjate de reflexiones y comentarios, Perico, y sigue tu cuento lisa y llanamente; que de otra manera, según veo, llevas traza de no acabar en un año, aunque sí acabarás con nuestra paciencia.
Y esto diciendo, don Guillén abandonó el balcón, y seguido de sus dos compañeros entrose en la estancia, en donde se dispuso a oír despacio la narración de Pedro Fernández.
-Pues, señor, el caso fue que mi hombre se hizo el chiquito, y comenzó a fingir que no me conocía ni que jamás me había visto…
-Podía suceder, en efecto, que te hubieses equivocado.
-Muy bien podía suceder; pero, en último caso, yo siempre tenía de reserva un medio seguro para convencerme de que no me equivocaba.
-¿Y qué medio era ese? -Quitarle el birrete y ver si tenía la marca de esclavo; pero no quise hacer uso de semejante arbitrio, por no armar un escándalo y por no espantar la caza, es decir, que no quería privarme de averiguar lo que ellos sin duda están ardiendo en contra nuestra. En seguida, muy risueño, y pidiéndoles perdón de mi impertinencia, me separé de Maccarroni y del incógnito, a los cuales determiné seguirles la pista. Efectivamente, después que cambiaron algunas palabras, salieron del patio y se encaminaron a un cuarto de la posada.
-¿Luego te quedaste con una tercia de narices? -Nada de eso, señor. Lo que hice fue seguirlos, y acechar por las rendijas de la puerta todo lo que hacían y hablaban.
-¡Hola! Ese fue golpe de astuto cazador.
Figuraos cuánta no sería mi sorpresa al ver que la persona con quien hablaban era aquel Templario que habitaba en la torre que está cerca de la bailía de Alconetar. Confieso francamente que, me causó coraje la vista de aquel hombre, que parece un condenado. Además de su aspecto naturalmente repugnante, con aquella cicatriz que le desfigura el rostro, y luego tuerto…
-¡Castiglione está en Italia! -exclamó Jimeno dando un salto.
-¿Qué buscará ese hombre por estos mundos? -dijo Álvaro.
-Os aseguro, amigos míos, que Castiglione es para mí el hombre más antipático que conozco, -dijo don Guillén, que ignoraba hasta qué punto el odioso calabrés había influido maléficamente en su vida, arrebatándole la primera ilusión de sus amores.
-¿Y no entendiste lo que hablaron? -preguntó Jimeno con ansiedad.
-Hablaban tan quedito, que me fue de todo punto imposible. Además, estando de acecho en la puerta, vino un mozo y tuve que retirarme sin haber escuchado nada. Pocos momentos después vi salir al incógnito, el cual había dejado en la puerta su caballo, montó sobre él y partió al galope. A lo que entiendo, el bribonazo debió traerle algún mensaje al Templario. ¡Sabe Dios las que estarán urdiendo! Los tres amigos estaban muy pensativo. Álvaro y don Guillén acababan de vislumbrar un misterio que hasta entonces en vano habían intentado descifrar. Comprendieron que Castiglione, sin duda alguna, era el amante de Elvira, y por consiguiente, el que había intentado que asesinasen a don Guillén en su aldea de Alconetar. Jimeno, por su parte, no dejaba de acordarse de su anciano padre y del misterioso Templario que le había exigido palabra de honor para que nada hiciese contra Castiglione, cuya vida quería conservar a todo trance. El trovador no podía menos de mirar con grande respeto a aquel hombre extraordinario, que había salvado a su padre don Gonzalo, y que tanto parecía interesarse por su suerte.
¿Y cómo has convencido de que el incógnito era el que trató de asesinarme, el que estuvo preso en mi castillo y se escapó vestido de mujer con la ropa de la vieja Plácida? -preguntó don Guillén.
-Señor, apenas hubo desaparecido aquel perillán, salió Castiglione de su aposento, y encaminose a la estancia en que, según me dijo un mozo, habitaban unas damas que habían venido con el Templario.
-¿Y las viste? -preguntó Gómez de Lara con voz trémula.
-Sí, señor; hace muy poco rato que salieron ambas. ¡Virgen de la Luz! ¿Quién había de pensar que eran ellas? Vamos, ¡si este mundo es una bola, y no hace más que dar vueltas! -Pero ¿quiénes eran? ¡Acaba! -Yo estaba en la puerta de la posada, en compañía de algunos escuderos, cuando he aquí que salieron cuatro hombres a caballo y dos damas. ¡Ay, señor! Me quedé hecho una estatua cuando las conocí. La una de ellas era la vieja Plácida, y la otra aquella señorita que habitaba en la aldea… Ahora no recuerdo el nombre de la dama… En fin, es aquella de quien vos estuvisteis enamorado.
-¡Doña Elvira! -exclamó don Guillén con voz que resonó como una campana.
-¡Era ella! -exclamó Álvaro-. ¡Oh! Bien me lo decía el corazón. ¡No me había equivocado! Durante largo rato nuestros jóvenes guardaron profundo silencio.
-¿Y no has podido averiguar hacia dónde se dirigen? -preguntó Gómez de Lara exhalando un profundo suspiro.
-Nada puedo deciros más que lo que os he manifestado.
-¡Qué abismo! -exclamó don Guillén paseándose por la estancia-. ¡Me han engañado, me han engañado villanamente! ¡Oh, Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán profundas e indelebles son las primeras impresiones! Ni el tiempo, ni la distancia, ni los resentimientos mismos, bastan e extinguirlas… Este encuentro funesto ha vuelto a levantar en mi corazón el torbellino de mi pasión primera… ¡Ahora lo comprendo todo!… ¡Castiglione! Él ha sido, él es mi rival. ¡Oh vergüenza! ¡Oh mujeres! ¿Es posible que un hombre tan disforme y repugnante, y que a mayor abundamiento está ligado con votos indisolubles a una orden religiosa, es posible que tal hombre haya merecido el afecto de Elvira hasta el extremo de olvidar mi amor y de engañarme tan pérfidamente? ¡Castiglione ha conseguido!…. ¡Ira de Dios! Mi cabeza estalla bajo el peso de este pensamiento.
Y don Guillén medía la estancia con desatentados pasos.
Álvaro le contemplaba en silencio; pero en su interior devoraba la pena que le causaba el recuerdo de Elvira, a quien él también había amado. El trovador no dejaba de reflexionar en las singulares coincidencias que unían su destino al de sus amigos. Castiglione era para los tres el genio del mal, y a mayor abundamiento pensaba en la notable casualidad que en un mismo sitio, y casi al mismo tiempo, les había traído noticias inesperadas del objeto de sus amores, de Elvira y de Amalia. Tales incidentes habían despertado en el corazón de los tres amigos el más vivo deseo de ausentarse de Capua. Jimeno anhelaba llegar a Roma, donde acaso pudiera encontrar a Amalia, y don Guillén y Álvaro ardían en deseos de encontrarse, una sola vez siquiera, frente a frente con Elvira.
-¡Ah, buen Pedro Fernández! -exclamó Gómez de Lara-. Es preciso que me averigües la ruta que llevan Castiglione y esas damas.
-Haré todo lo posible por satisfacer vuestros deseos, señor.
-¿Y cómo piensas averiguarlo? -Ofreciéndole dinero a Maccarroni para que me lo diga.
-¿Y si él no lo sabe? -Será una desgracia.
-¿Y si te engaña y te chupa el dinero? -dijo el trovador.
-¿Cómo es eso? -preguntó el halconero frunciendo el ceño de la manera más amenazadora.
-Quiero decir que Pietro puede decirte lo primero que se le antoje, e indicándote una dirección falsa, tú la creerás verdadera, y engañándote, le darás dinero por añadidura.
El halconero quedose mirando fijamente algunos minutos al trovador.
Luego dijo con voz lenta con los ojos centelleantes de furor:
-Es que si al tal Pietro se le ocurriese jugarme una mala pasada, sería yo capaz de buscarlo y encontrarlo, aunque se escondiese en las entrañas de la tierra, y atravesarle el corazón. ¡Engañarme a mí! ¡Pues no faltaba más! Sonriéronse los mancebos de los iracundos proyectos del halconero, que, a fuer de hombre sencillo, nunca sospechaba que pudiesen engañarlo, si bien, como buen español, no sufría que le engañasen impunemente.
-Pero la cuestión es, -observó Jimeno-, que aun cuando quemases vivo a Pietro, si te informa mal, no podremos conseguir lo que deseamos, es decir, encontrar cuanto antes a Castiglione.
-Pues bien, haremos lo que se pueda, y Dios sobre todo.
-¡Muy bien dicho! -exclamó Álvaro.
-Pedro Fernández salió con intento de interrogar a Maccarroni; pero éste no se hallaba a la sazón en su establecimiento. Con grande impaciencia aguardaban los caballeros el resultado de las investigaciones del halconero. La idea culminante de nuestros jóvenes era la de partir al punto de Capua; mas para resolverse deseaban saber con anticipación el camino que llevaban Castiglione y Elvira.
Al fin apareció el halconero.
-¿Qué tenemos? -preguntó don Guillén.
-Lo mismo que teníamos, -respondió Fernández de mal gesto.
-¿Cómo así? -El bribonazo de Pietro se ha hecho una mosquita muerta, y me ha respondido con palabras muy mansas que jamás acostumbra importunar a los viajeros que favorecen su establecimiento con preguntas indiscretas respecto adónde van y de dónde vienen.
-¡Rayos del cielo! ¿Y tú crees que Maccarroni lo sabe? -Señor, el corazón del hombre es un abismo, un libro cerrado en el cual sólo Dios puede leer sin engañarse. ¿Cómo queréis que yo sepa lo que ese demonio de Pietro sabe y piensa? Los caballeros permanecieron largo rato meditabundos.
-¿Queréis seguir mi consejo? -dijo de pronto el trovador.
-Habla.
-Lo que debemos hacer es disponer inmediatamente nuestro viaje, tomar lenguas y seguir el alcance a Castiglione y a esas damas. Ellos no han ido debajo de ningún celemín; todo el mundo los habrá visto por la ciudad y por el campo; y por otra parte, nos llevan muy poca delantera y será cosa facilísima el encontrarlos.
-¡Vive Dios, que tienes mucha razón! -exclamó don Guillén-. ¡Seguiremos tu consejo! Y volviéndose a Pedro Fernández añadió:
-Disponlo todo al punto de manera, que muy en breve podamos partir. ¡Anda! Ya salía el halconero, cuando Gómez de Lara, volvió a llamarle.
-¿Qué mandáis, señor? -¡Voto a Cribas! Se nos olvidaba una cosa de grande importancia, -dijo don Guillén volviéndose a sus compañeros.
-¿El qué? -preguntaron.
-Cumplir una promesa solemne que hicimos anoche.
-¡Es verdad! Es preciso enviarle a la familia de Passionnati los otros tres mil florines que le ofrecimos.
Los caballeros contaron la suma y se la enviaron con el halconero. Una hora después salían de Capua los tres amigos, seguidos de su comitiva.
¡Figúrese el lector cuánta no sería la rabia de Pietro al ver que se le escapaba tan rica presa!
Capítulo XLVIII
Como ya sabemos, Castiglione pensaba aquella misma noche volver a Capua, y para llevar a cabo su proyecto, se detuvo a pocas leguas de la ciudad en una alquería, y allí ordenó que le aguardase su gente, mientras que él, según lo tenía concertado con Pietro, marchaba a Capua para dar el golpe maestro, pero que resultó ser golpe en vago, pues el posadero y Castiglione ajustaron la cuenta sin los huéspedes. Entretanto los tres amigos marchaban al galope, preguntando inútilmente por Castiglione y las personas que le acompañaban. Nadie había visto a los cuatro jinetes y a las dos damas por quienes preguntaban nuestros jóvenes caballeros. En resolución, a las pocas jornadas llegaron a Roma. La numerosa y espléndida cabalgata de los caballeros españoles se detuvo en un alto montecillo, desde donde se descubría la sagrada ciudad, y echando pie a tierra, todos se hincaron de rodillas y adoraron a la cuna de Rómulo y a la Cátedra del primero de los apóstoles, como a la reina de todos los hombres y como al templo de todo el mundo. Jimeno contemplaba a la gran ciudad con los ojos brillantes de entusiasmo y con el corazón profundamente conmovido por piadosos sentimientos y sublimes reflexiones. El alma del poeta, a vista de aquella tierra sagrada, cuna de tantos héroes y gloriosa palestra en que derramaron su sangre tantos mártires, el alma del poeta, decimos, se lanzó como un águila inmortal a las bellas regiones de los tiempos que pasaron y a los sublimes y célicos espacios de la religión revelada, ora oprimida por Diocleciano, ora triunfante por Constantino.
Los caballeros penetraron en la gran ciudad por la puerta del Pópolo, donde les salieran al encuentro algunos hombres que con grande instancia pretendían hablarles.
-Monseñor, -dijo uno de los desconocidos, dirigiéndose a don Guillén-, ¿queréis decirme si toda esta cabalgata tiene ya alojamiento en Roma? -¿Y para qué queréis saberlo? -respondió Gómez de Lara con su altivez española y con acento que también revelaba el lugar de su nacimiento.
-¡Ay señor! -exclamó el desconocido-. ¡Cómo publican vuestras palabras que habéis nacido en España! Admirado quedose don Guillén oyendo hablar a aquel hombre en lengua castellana.
-¿Quién sois? preguntaron los caballeros.
-Habéis de saber, señores, que nosotros somos judíos, aunque nacidos en España. Siendo muy jóvenes, fuimos traídos a Roma por nuestros padres; pero nunca se extinguirá de nuestra memoria el recuerdo de nuestra patria, que nunca se olvida el hombre, cualquiera que sea su secta, de la tierra que fue buena para darle nacimiento; porque donde fuimos niños, y en donde vimos el sol por la vez primera, hay un encanto inexplicable que ninguna otra tierra puede ofrecernos.
-¡Es verdad! -exclamó el otro judío, que era hermano del que primero había hablado.
-Mucho me alegro de encontrar compatriotas en tierra extraña, por más que seamos de religión diversa; porque no hay cosa que más halague los oídos y el alma que el oír hablar nuestra lengua nativa en regiones apartadas. Ahora bien; ¿en qué podemos serviros? -preguntó Gómez de Lara.
-Habéis de saber que en esta gran ciudad nosotros tenemos por oficio alquilar casas, adornándolas según el gusto y riqueza de los que quieren habitarlas. Así es que, si vuestras mercedes quieren, podremos proporcionarles amplia y cómoda habitación, conforme al número de vuestra comitiva y al decoro de vuestras personas, que a tiro de ballesta muestran que sois caballeros principales.
-Con mucho gusto aceptamos vuestra oferta, y sólo os encargamos que cumpláis vuestra palabra respecto a que la habitación que nos preparéis sea conveniente a nuestra comodidad y decoro.
-Descuidad, señores, que quedaréis complacidos.
Y esto diciendo, los judíos colocáronse delante de la cabalgata y comenzaron a caminar por la calle de Nuestra Señora del Pópolo, a la sazón llena de gente, por ser día festivo y celebrarse una solemne procesión. Los judíos condujeron a los españoles a una casa de magnífica apariencia, y tan soberbiamente alhajada como pudiera estar el palacio del más opulento príncipe. Al llegar a la puerta, el menor de los hermanos judíos se despidió, encaminándose a la casa frontera, en la cual, según manifestó, se habían alojado también aquel mismo día muchos caballeros y algunas damas. Mucho agradó a los tres amigos la parte de la ciudad que habían visto hasta llegar a su alojamiento. Por donde quiera recreaban los ojos y ensanchaban el ánimo suntuosos edificios, arcos triunfales, magníficas estatuas y audaces obeliscos que levantaban su soberbia frente hasta las nubes. Como iban muy fatigados del camino, nuestros caballeros se entregaron al descanso, y al día siguiente, salieron a recorrer la ciudad y a visitar las iglesias, en las cuales se encontraron gran número de gente de todas condiciones, que de todos los pueblos de la cristiandad venían peregrinando a la ciudad metrópoli del mundo, antes por el imperio de la tierra y ahora por el del cielo. Al salir de la basílica de Santa María, los tres caballeros españoles, acompañados de su lujoso séquito de pajes y escuderos, se encontraron con otro grupo de caballeros, franceses, entre los cuales iba una dama de tan deslumbradora belleza, que se llevaba tras si los ojos y la admiración de cuantos la contemplaban.
-¡Oh ventura! -exclamó Jimeno fuera de sí-. ¡El corazón me lo decía! ¡En Roma había yo de encontrar la dicha suprema! Y esto diciendo, el poeta se volvió a sus amigos y designándoles a la dama, repetía:
-¡Amalia! ¡Es Amalia Molay! -¡Tu amada! -exclamaron los dos amigos.
-Sí, sí, mi amada, el alma de mi vida, la estrella de mi destino.
En esto el enamorado trovador encontrose frente a frente con la graciosa Amalia, cuyos ojos garzos parecían esparcir en torno suyo una atmósfera perfumada y luminosa. El gallardo español llevó la mano a su gorra engalanada con plumas, y se descubrió respetuosamente en presencia de la gentil doncella, que no pudo menos de reparar en aquel caballero que tan ansiosamente la miraba, y que en sus ojos daba harto a entender el fuego de su pasión. Como el reo delante del juez está aguardando su sentencia, así el apasionado Jimeno aguardaba ver la expresión del rostro de Amalia, para deducir si ella se acordaba de haberlo visto en Alconetar, y si había reparado en la volcánica pasión que hacia ella experimentaba. Una sonrisa de satisfacción dilató los labios del poeta. La joven, apoyada en el brazo de su padre, desapareció entre el bullicio, mientras que Jimeno, volviéndose a sus amigos, les decía con un júbilo inmenso:
-¡Me ha conocido! ¡Me ha conocido! -¿Y cómo lo sabes? -¿No la viste? Me miró, se sonrió e inclinó su hermosa cabeza saludándome. ¡Cuán feliz soy! Así decía Jimeno, cuando súbito sintió que le oprimían el brazo como con unas tenazas candentes.
-¡Ira de Dios! ¿Quién se atreve?…
-Caballero, permitidme que os haga una pregunta, -dijo una voz en francés.
El trovador fijó sus ojos airados en el que tan bruscamente había llamado su atención, y reconoció a un caballero francés de la comitiva de monsieur Molay.
-Preguntad cuanto os plazca, -contestó el poeta en el mismo idioma-. Por lo demás, os advierto que otra vez tengáis la cortesía de llamarme con la voz, mas sin poner la mano sobre mí.
-Dispensad, caballero, y dignaos responderme con franqueza. Prometédmelo así.
-Eso dependerá de vuestra pregunta, -repuso el trovador con su altivez española-. ¡Yo no prometo nada! -¿Queréis decirme si conocéis a la señorita Amalia Molay? -¿Y porqué me lo preguntáis? -Porque os he visto saludarla, y que ella os ha correspondido.
-Pues bien, caballero, no solamente la conozco, sino que la idolatro con toda mi alma.
-Al oír tales palabras, el caballero francés palideció espantosamente.
-¡Mentís! -exclamó.
-Palabra es esa que no la oye un español sin atravesar el corazón de quien la dice.
Y esto diciendo, ambos galanes pusieron mano a las espadas; empero, interviniendo Álvaro y Gómez de Lara, lograron contener a los iracundos rivales.
-En verdad, caballero, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose al francés, -en verdad que es bien extraña vuestra pretensión.
-¡Ha dicho que adora a Amalia! -¿Y no puede un caballero amar a una dama? ¿O acaso habréis formado empeño de saber mejor que nadie los sentimientos de los demás? Mi amigo os ha dicho que adora a esa señorita, y vos le habéis respondido que miente, faltando así a las leyes de la razón y de la cortesía.
Era tan soberano el aire de autoridad y de dominio que resplandecía en toda la persona de don Guillén Gómez de Lara, y al mismo tiempo fueron tan bien fundadas sus observaciones, que el caballero francés se sonrojó e instintivamente hizo ademán de envainar su espada; pero el temor de que le tachasen de cobarde le detuvo. Gómez de Lara leyó todo lo que pasaba en el interior del francés.
-Espero que no tendréis empeño en promover un escándalo en este sitio, -dijo Gómez de Lara.
-Yo, ni busco ni esquivo lances.
-En cuanto a eso, caballero, pensamos exactamente del mismo modo.
-Pues bien, desearía saber si la señorita Amalia corresponde al amor de este caballero, -dijo el francés señalando al poeta.
Jimeno frunció el ceño.
-Caballero, -dijo-, estáis asaz importuno, y en ninguna manera sufriré ese interrogatorio que pretendéis dirigirme. Yo a nadie debo cuenta de mis sentimientos ni de mis actos.
El caballero francés no respondió una palabra; pero se precipitó tan violentamente sobre Jimeno, que apenas éste tuvo tiempo para ponerse en guardia.
Al ver a los dos caballeros en actitud hostil, comenzó a arremolinarse la gente, y la algazara llegó hasta los oídos de monsieur Molay, que echando de menos a su sobrino, volvió el rostro y advirtió que el español y el francés se hallaban a punto de atravesarse el corazón en la puerta misma de la iglesia.
Monsieur Molay, acompañado de su hija y de su séquito, compuesto en su mayor parte de Templarios franceses, se encaminó al sitio de la disputa, en donde Gómez de Lara informó al anciano de la causa trivial de aquella contienda, provocada sólo porque Jimeno había saludado a Mademoiselle Amalia. El rival de Jimeno se llamaba monsieur Senancourt, y era sobrino de monsieur Molay. Este había concertado de casar a su hija con el hijo de su hermana, y por lo tanto, el joven Senancourt se consideraba ya como esposo de la encantadora Amalia, a la cual amaba con una pasión frenética.
Era Senancourt un hombre de estatura gigantesca, de fuerzas hercúleas y de maravillosa destreza en el manejo de todas armas. Su rostro, aunque antipático para todo buen fisonomista, era, sin embargo, de formas regulares. El color era pálido, y sus ojos negros y rasgados brillaban en aquella cara amarilla como dos antorchas fúnebres. Senancourt estaba locamente apasionado de su prima Amalia; pero esta joven, dotada de una naturaleza superior y de exquisita delicadeza de sentimiento, miraba siempre a su primo con repugnancia, casi con horror. Habíase apercibido de ello Senancourt, y en su celosa rabia había adoptado el sistema de espiar constantemente todos los pasos de Amalia, y estaba resuelto a estorbar a todo trance que ella amase a otro, ya que él no era amado. Senancourt era el espía, el carcelero, el verdugo de Amalia, que cada día detestaba más a su primo.
Para mayor desgracia de la encantadora joven, monsieur Molay estaba tenazmente empeñado en que su sobrino se casase con Amalia. Senancourt era muy rico, Amalia opulenta, y el viejo Molay tenía la mira de que con este enlace su familia llegaría a ser de las más distinguidas y poderosas de Francia. Por otra parte, Senancourt era muy diestro y astuto, cuando no se dejaba llevar de sus arrebatos de celos, y había conseguido captarse el afecto de monsieur Molay, y hasta su admiración, cuando se trataba de justas, torneos o desafíos, pues la incontestable superioridad de Senancourt en las armas le daba en todas partes justa nombradía de diestro y de valiente.
Informado monsieur Molay, aunque no en todos sus pormenores, de la causa leve que había motivado aquella contienda, reprendió a su sobrino por su ligereza, y le ordenó con voz imperiosa que le siguiese. En seguida volviose a los caballeros españoles y dijo:
-El excesivo amor a su prima ha hecho que monsieur Senancourt haya pasado tan adelante por tan leve causa. Mi sobrino no puede llevar en paciencia que nadie procure galantear a su prometida, lo cual se comprende bien en un joven fogoso y enamorado.
Amalia, asida del brazo de su padre, escuchaba aquellas palabras con los ojos bajos y con el semblante encendido como si una llama rozase sus mejillas.
Monsieur Molay añadió señalando a Jimeno:
-Como este caballero, al salir de la iglesia, se fijó con tanta insistencia en mi hija, y hasta se descubrió completamente, saludándola de una manera muy marcada, no es extraño que esta conducta chocase a mi sobrino, es decir, al esposo de Amalia, pues como esposos deben ya reputarse…
Tales palabras oyendo, el enamorado trovador tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de su amigo Álvaro, pues sentía desfallecer su alma bajo el peso de aquella noticia desgarradora. Palideció espantosamente y fijó una mirada tristísima sobre los ojos de Amalia, como si en ellos quisiese leer la confirmación de su sentencia.
La encantadora joven comprendió con ese instinto tan seguro de las mujeres en tales lances, cuán cruel fue la herida que recibió Jimeno. Amalia tuvo compasión del hermoso trovador.
-Si este caballero, -dijo con su voz de ángel-, se atrevió a saludarme, no fue una vana ostentación de galantería.
Sin conoceros…-observó Senancourt.
-Ahí es donde está vuestro error. Este caballero me conoce.
-¡Oh! -exclamó Senancourt pálido como la muerte.
-¡Ah! -exclamó Jimeno radiante de alegría.
-¿Y en dónde le has conocido? -preguntó monsieur Molay.
-Es extraño, padre mío, que vos también hayáis olvidado esa fisonomía.
-No recuerdo…
-Este caballero se hallaba en la Encomienda de Alconetar.
Monsieur Molay y Jimeno se saludaron respetuosamente, y unos y otros se separaron después de algunos cumplimientos por una y otra parte.
Cuando los tres amigos se quedaron solos, Jimeno, fuera de sí de gozo, exclamó:
-¡No me ha olvidado! ¡Me ama! -Y a juzgar por las señas, aborrece a su primo, -observó Álvaro.
-Lo que ahora hace falta es seguirla para saber dónde vive, -dijo don Guillén.
-Tienes razón. ¡Vamos! -No hay necesidad de tal cosa, -dijo una voz.
Los caballeros iban seguidos de tres criados, y para servirles de guía por las calles los iba acompañando el judío en cuya casa estaban alojados. Llamábase Jeroboam, y, durante la disputa de los caballeros, no había dejado de conversar con Estigio Momo, su correligionario, si bien el médico sólo tenía de común con los judíos el origen, pues respecto a religión, lo mismo creía en Jehová que en Cristo, Alá o Júpiter.
-¿Y por qué no hemos de seguir a Amalia? -Porque Jeroboam me ha dicho dónde vive, -repuso Momo.
-¿En dónde? -El hermano de Jeroboam, que tiene el mismo oficio de alquilar casas para extranjeros, vive enfrente de nuestra misma casa, y allí precisamente es donde habitan monsieur Molay y su hija.
-¡Cuánta ventura! -exclamó Jimeno enajenado de gozo.
-Sí, sois muy afortunado, y la señorita Amalia es también muy dichosa, -dijo Momo con su maligna sonrisa-. Ella también tiene la fortuna de vivir bajo un mismo techo con su adorable primo, el Fierabrás que hoy quería estoquearse con vos, señor galán.
Jimeno fingió no haber oído estas palabras. En seguida, guiados por Jeroboam, recorrieron los principales monumentos de la soberbia Roma. Al pasar por la calle de Bancuos, vieron un palacio tan magnífico, que llamó vivamente su atención.
-¿Quién habita en esa morada tan suntuosa? -preguntó Gómez de Lara a Jeroboam.
-Ahí vive una dama de costumbres algún tanto libres, según se dice, pero dotada de incomparable hermosura. Si queréis entrar es muy conocida mía y me será fácil presentaros a ella. Y a fe que no perderéis la visita, porque, a más de admirar la sobrehumana belleza de Cattinara, os sorprenderá seguramente el exquisito gusto con que tiene adornado su palacio.
-¡Cattinara! -exclamó Álvaro-. ¿Es natural de Roma? -No, señor; según tengo entendido, es de Capua.
-¿Apuestas a que esa dama es la manceba del desdichado Debilio Passionnati? -dijo Gómez de Lara.
-Sin duda alguna.
-¿Queréis que entremos a verla? -Entremos.
Guiados por Jeroboam, penetraron nuestros caballeros en el suntuoso palacio. Nada es comparable con la magnificencia del edificio y con el lujo de criados y libreas que en aquella morada se advertía. El judío hizo anunciar la visita a la señora Cattinara, la cual de muy buen grado recibió a los viajeros en una cámara que bien podía llamarse la mansión de las maravillas. Todas las artes parecían haber contribuido con sus más ricos dones para embellecer la mansión de Cattinara. Era la estancia de forma circular, ni tan pequeña que se estrechase el ánimo, ni tan grande que se fatigase no pudiendo contemplar la rica variedad, de su ornato, que se resumía en un armonioso conjunto, fácil de percibir de una ojeada. La emoción que al entrar allí se experimentaba, sólo podrían comprenderla en toda su extensión sublime los poetas, los pintores, los arquitectos, en fin, los artistas. Era una estancia bella, si nos es permitida esta expresión hablando de habitaciones.
Timantes y Polignoto, Fidias y Praxiteles ostentaban allí las obras más acabadas que la pintura y escultura pudieron soñar en sus arrebatos divinos en el fecundo país regado por el Eurotas y el Alfeo. Al lado de los prodigios de la antigüedad veíanse algunas bellísimas efigies de los escultores de la época, y una sillería enriquecida con maravillosos cincelados, que representaban sabrosas historias, obras ejecutadas por Bregni y Campioni, artistas lombardos. Igualmente se veían pinturas admirables de Cimabuée y de su aventajado discípulo Giotto di Bondone.
Mientras que nuestros viajeros examinaban atenta y gustosamente la espléndida estancia, el amor había disparado sus tiros sobre dos corazones que al parecer debían estar más ajenos que todos los demás de verse acosados por la amorosa dolencia, aunque por opuestas causas. Queremos decir que no era fácil que Cattinara se enamorase profundamente, atendiendo a su vida licenciosa y a su carácter liviano. Del mismo modo tampoco era de esperar que el virtuoso Álvaro fuese impresionado tan profundamente por la hermosísima Cattinara, que se sintiese capaz de hacerla su esposa. Dos cosas tienen en el mundo un imperio soberano a que nada resiste y que lo iguala todo. Hablamos del amor y de la muerte.
Desde el punto en que Álvaro vio a Cattinara, sólo para ella fueron sus miradas y sus pensamientos. A nada prestaba atención sino al bello rostro de la dama. Esta, por su parte, había sentido también una impulsión irresistible hacia el agraciado Álvaro del Olmo, y entre ambos había mediado un diálogo en extremo tierno y cariñoso. Cuando los viajeros, después de examinar todas las preciosidades de la casa de Cattinara, estaban a punto de despedirse de la dama, ésta llamó aparte a Jeroboam y le dijo:
-¿Cómo se llama aquel caballero que me ha dirigido las más cariñosas palabras? -¿Cuál? -Detente y no vuelvas el rostro. No quiero que adviertan que nos ocupamos de ellos.
-¡Ah! Ya sé quién decís… Su nombre es… monseñor Álvaro del Olmo… Me ha parecido notar que le habéis producido una impresión muy profunda.
-Lo mismo he advertido yo.
-Bien puede asegurarse que ya está enamorado de vuestra hermosura.
-¡Ojalá que así fuese! -Creo que no debéis abrigar la menor duda, señora.
Cattinara quedose pensativa durante algunos momentos. Al fin dijo:
-Quisiera que me hicieses un favor.
-Decid, señora.
-Que trajeses luego a solas a ese caballero.
-Me parece que fácilmente conseguiré vuestros deseos, -repuso Jeroboam sonriéndose maliciosamente.
La dama con un ademán indicó al judío que fuese a reunirse con los caballeros. Estos, después de despedirse en los términos más cortesanos de la hermosa Cattinara, se dispusieron a continuar su excursión por la soberbia ciudad de Roma.
Capítulo XLIX
Donde se refiere el encuentro que tuvo el trovador con uno de los más ilustres poetas del mundo
Apenas Jeroboam salió de casa de la dama, cuando comenzó a buscar en su imaginación el medio más oportuno de comunicar a Álvaro los deseos de Cattinara. Encontraba el judío alguna repugnancia en hablar familiarmente con Olmo, cuyo carácter grave le imponía respeto. Al fin, cuando más dudoso se hallaba Jeroboam, le sacó de sus vacilaciones el mismo Álvaro, que, apartándose un poco de sus amigos, le preguntó:
-¿Pudieras tú hacer que yo tuviese una entrevista con la hermosa Cattinara? El judío permaneció algunos momentos pensativo y sin responder a la pregunta de Álvaro. Meditaba en su interior si debía acceder a la voluntad de Olmo y que éste creyese que Cattinara le recibía porque él lo había solicitado, o si le convendría mejor manifestar al joven que la dama deseaba también hablarle. Al fin se decidió a no guardar reserva con el caballero.
-¿Estáis muy enamorado? -preguntó el judío.
-No me atrevo a retirarme de esta casa.
-Hoy el amor ha hecho en esa casa muchos estragos.
-¿Qué quieres decir? -Que la hermosa Cattinara también se ha prendado de vos.
-Y tú, ¿cómo lo sabes? -Porque ella me lo ha dicho.
-¡Ella! -exclamó Álvaro radiante de alegría.
-Y precisamente me ha propuesto lo mismo que vos, es decir, que desea tener una entrevista.
-¿Te burlas? -Hablo de veras. ¿No visteis cuando me llamó aparte? -Ya estuve en ello.
-Pues bien, entonces fue cuando me manifestó la amorosa impresión que le habéis causado.
Figúrese el lector el gozo inmenso que semejante noticia produjo en el ánimo del mancebo.
-¿Luego es decir que podemos volver ahora? -Cuando gustéis.
-¡Oh felicidad! Inmediatamente Álvaro del Olmo anunció su buena ventura a sus amigos, los cuales a la sazón se habían detenido en el pórtico de un palacio que estaba poco distante de la casa de Cattinara.
-¿Me aguardáis aquí? -preguntó Álvaro.
-Te aguardaremos; pero no te eternices.
-Descuidad, que pronto vuelvo.
El señor de Alconetar y Jimeno cambiaron una mirada que podía significar:
¡Con qué furia le ha entrado a éste el amor! Álvaro y Jeroboam se dirigieron al punto hacia casa de Cattinara. Cuando el joven se halló en presencia de la hermosa capuana, ésta hizo un ademán, al judío para que se retirase, y después, volviéndose hacia el amartelado mancebo, le dijo con amable sonrisa:
-¿Qué habéis pensado, caballero, que me mueve a hablaros sin testigos? -Sólo pienso que soy muy dichoso en haber merecido vuestra elección para confiarme algún secreto.
-No sólo quiero descubriros mis más ocultos pensamientos, sino que también voy a confiaros mis desgracias, para que me ayudéis en ellas.
-El deber de un caballero es favorecer a una dama. Podéis disponer de mi señora.
-No aguardaba yo menos de vuestro valor y gallardía. Veo que la inclinación que me ha arrastrado hacia vos desde el punto en que os vi ha sido una garantía segura de que habíais de merecer mi afecto y mi confianza.
-Soy muy dichoso…
-Voy a deciros lo que me pasa… Tomad asiento.
Obedeció el caballero.
-Habéis de saber que yo vivo en Roma hace algún tiempo: mi fortuna es inmensa, tanto como por vuestros mismos ojos podéis haber juzgado; pero esto no importa para que yo me encuentre sola en este mundo, y sea víctima de la violencia de algunas personas muy poderosas.
-Y muy infames, deberíais añadir, -dijo Álvaro.
-Por dicho, caballero, supuesto que así os place…
Cattinara se detuvo, y su rostro se puso encendido como una cereza. Álvaro del Olmo estaba muy distante de creer que aquel pudor, que tan graciosamente coloreaba las mejillas de la joven, no era más que una ficción, una farsa habilísimamente representada.
La dama hizo como que le era muy penoso el revelar su secreto.
-Os suplico, caballero, que os sirváis dispensarme vuestra benevolencia. Durante cierta época de mi vida no he sido dueña de contener rigurosamente las aspiraciones de mi corazón. He obedecido al impulso de la naturaleza y a las seducciones del placer; pero ¡ay de mí! nunca experimenté los dulces arrobamientos, los éxtasis divinos y la felicidad inefable de ese amor en que el alma adora al alma, amor que mi espíritu vislumbraba al trasluz de nacarados ensueños, que mi corazón deseaba, y que mi mente comprendía que era o debía ser el más rico presente que el cielo hubiese hecho a la tierra… Perdonad mis debilidades, que me hicieron sucumbir bajo el peso prosaico de vulgares pasiones… Yo no sé cómo deciros… En fin, caballero, tened en cuenta que desde muy niña he vivido huérfana y sola, y que, por lo tanto, inexperta y apasionada, di rienda suelta a mis deseos… Os ruego, caballero, que me excuséis lo que digo y adivinéis lo que callo.
-¡Oh bella señora mía! Con profundo sentimiento escucho vuestras palabras, que me prueban habéis hecho felices a otros mortales; mas también al mismo tiempo mi corazón os disculpa, supuesto que, huérfana y sola, y sin más gula que la naturaleza, casi no era posible que dejaseis de caer en el camino de la vida… Os aseguro, hermosa señora, que a la par de mis pesares experimento placer: acaso os parezca extraño, pero así es la verdad. Siento placer, porque veo que cualquiera otra en vuestro lugar hubiera hecho lo mismo, y porque también me sonríe la esperanza de que escuchéis mi amor, y experimento pesar, porque, aun cuando os he conocido hoy, os adoro con vehemencia, y a la par tengo celos por el pasado, como si hubiese estado presente contemplando vuestros amorosos afanes.
-A fe que estáis ingenioso y galante por extremo.
-Siempre la hermosura infunde ingenio aun al más rudo, y el amor tampoco sabe sino decir galanteos al objeto idolatrado.
-Bien se conoce que sois español. No en vano la fama cuenta que vuestros compatriotas son en el ingenio excelentes, en el valor extremados y en amores sobremanera constantes y cariñosos.
La dama en esto dirigió al caballero una sonrisa graciosa y una mirada incendiaria.
El buen Álvaro del Olmo, como suele decirse, había perdido los estribos a vista de tanto donaire y de tal discreción y belleza.
-Fácilmente creeréis, -continuó la dama-, que estaban de mí quejosos los que no eran admitidos al santuario de mi amor. Una dama nunca puede, si no es disforme ni renga, dejar de tener amantes; mas es también imposible que deje de haber galanes desdeñados que no la aborrezcan y calumnien. Así precisamente me ha sucedido a mí, y tal es el origen de mi infortunio. Un caballero tan poderoso y violento como feo y repugnante se empeñó en que yo accediese a sus súplicas de amor. Al principio resistí sus exigencias de manera que no se ofendiese la cortesía; pero después, ya cansada de sus importunas quejas, le despedí desdeñosa, diciéndole abiertamente que nunca podría inspirarme amor. Ofendido el caballero, juró vengarse de mí, porque había rechazado su amorosa pretensión.
-Yo no apruebo sus planes de venganza, aunque comprendo muy bien su despecho por no haber tenido la dicha de agradaros.
-Estáis muy lisonjero.
-Perdonad si os interrumpo.
-Sois muy dueño, caballero, de decir cuanto os plazca; mas si no lo habéis por enojo, continuaré mi historia. Como habéis podido observar, yo tengo muchos domésticos, que no es pequeña desdicha necesitar de enemigos pagados. Oíd hasta dónde llega el rencor de un hombre infame. El tal caballero sedujo con el oro a mis criados y doncellas, y una noche, hallándome dormida profundamente, aquellos de mis domésticos que estaban en inteligencia con mi enemigo se apoderaron de mi persona y me trasladaron a un castillo situado en medio de un yermo. Aquella solitaria torre pertenecía a mi implacable perseguidor. Lo que allí me sucedió…
Cattinara se detuvo, palideciendo espantosamente.
-¿Qué os sucedió, señora? -¡Oh! ¡Es una cosa horrible! -Lo sospecho, señora. Tal vez…
-Todo cuanto podáis imaginar, aun cuando el mismo demonio os infundiese toda su infernal astucia, se quedará por bajo de la realidad.
-¿Pues qué hizo? -¡Oh! Tiemblo sólo de pensarlo, y mi lengua se resiste a referirlo. ¡Jamás un caballero cometió con una dama una ruindad semejante! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no soy más que una débil mujer? ¡Infame!… Las mismas furias del Averno le inspiraron un género de venganza abominable. ¡Ah! La ira y la vergüenza me desgarran el corazón y me enloquecen al pensar en tan inaudita villanía.
Y esto diciendo, la dama se estremecía convulsivamente, y sus bellos ojos derramaban lágrimas capaces de conmover a una peña y de seducir a un santo.
-Por piedad, señora, por piedad os suplico que me refiráis todo vuestro infortunio.
-¡No! No me es posible. ¡Moriría de pesar! -¡Ira de Dios! ¿Y aún vive vuestro enemigo? -Aún vive.
-Pronto, señora, decídmelo pronto. ¿Quién es? Álvaro del Olmo pronunció estas palabras con el acento más iracundo. La dama, cuando observó el enojo del caballero, se sonrió de gozo; pero aquella sonrisa, siniestra como una sentencia de muerte y rapidísima como un relámpago, pasó inadvertida para el apasionado joven, que volvió a preguntar:
-¿Quién es vuestro enemigo? ¡Decídmelo! -¿Para qué queréis saberlo? -¡Para qué! ¿Y me lo preguntáis? Quiero saberlo para lavar con su sangre vuestra afrenta.
-¡Oh! Si así fuese, yo os bendeciría, y hasta besaría la tierra que pisasen vuestras plantas.
-Necesito, señora, necesito absolutamente que me digáis quién es vuestro enemigo y de qué manera os ofendió.
Durante largo rato Cattinara guardó silencio, y parecía tan agitada, que hubiérase dicho estaba próxima a exhalar el último aliento.
Olmo la contemplaba profundamente conmovido, y hasta llegó a temer que algún peligroso accidente pudiera arrebatarle aquella hermosa criatura en el momento mismo de haberla conocido.
Al fin Cattinara salió de su estupor, diciendo:
-No me exijáis, caballero, no me exijáis una cosa superior a mis fuerzas. Me es imposible relataros mi tragedia sin padecer horrorosamente. Lo adivino; tal vez en este momento me estáis reprochando en vuestro interior el haberos llamado solamente para despertar vuestra curiosidad sin satisfacerla…
-Lo confieso francamente, señora, habéis adivinado mi pensamiento.
¡Oh! Tened piedad de mí… En verdad os digo que no creí afectarme tanto con la relación de mi desdicha.
-Pero entonces…
-Para todo habrá remedio. Dispensadme, caballero, por mi excesiva debilidad. Mucho sentiré que atribuyáis el lastimoso estado en que me veo a exageraciones femeniles… Ahora bien; se me ha ocurrido un medio para que vos lo sepáis todo, y que yo no padezca tanto, tanto como en este momento estoy sufriendo.
Y así diciendo, la dama levantose y se dirigió a un armario, de donde sacó un manuscrito que entregó al caballero, diciéndole:
-Tomad; aquí tenéis escrita toda la historia que yo no he tenido valor para referiros.
Álvaro del Olmo comenzó a desenvolver el rollo con intención de leer en el momento mismo aquella historia; más observando que, tenía algunas dimensiones, desistió de su primer propósito.
-Podéis enteraros a vuestro sabor cuando os halléis en vuestra casa.
-Así tendré otra ocasión de verla, -pensó Álvaro.
Por último, el caballero se despidió de Cattinara, después de haberse hecho mutuamente mil expresivas protestas de amor.
Antes de salir Álvaro de aquel aposento, le dijo la dama con voz solemne:
-Sólo una cosa me resta añadiros.
-Decid, señora.
-Es necesario que acerca de lo que os he revelado y de lo que habéis de saber todavía por medio de ese manuscrito, es necesario que guardéis el más inviolable secreto. Me habéis parecido hombre de honor, y creo que nunca tendré motivo de arrepentirme por la elección que he hecho de vos para que guardéis mi secreto y me protejáis contra un enemigo poderoso.
-Y os empeño además mi palabra de lavar con la sangre de vuestro enemigo vuestra afrenta.
-¡Oh! ¡Cuánto os deberé! ¡Nada en el mundo me será más querido que vos! -Yo también seré muy dichoso, si os dignáis mirarme con ternura.
Cattinara tendió al caballero su mano pequeña y blanca, sobre la cual estampó un beso de fuego el apasionado galán.
Pocos momentos después, Álvaro y Jeroboam se hallaban en el pórtico, donde les aguardaban el señor de Alconetar y el trovador, los cuales habían ocupado el tiempo en admirar los bajo relieves y las bellas estatuas que decoraban el ingreso de aquel palacio. Luego el judío condujo a nuestros caballeros por varias calles, donde a cada paso veían en las puertas de las casas esculturas y cuadros expuestos al público, a la manera que solían hacerlo los artistas de la antigua Grecia. Al pasar por la basílica del Vaticano, vieron que bajo el pórtico estaban algunos curiosos contemplando a un profesor del arte de Apeles, que pintaba en mosaico la barca de San Pedro, obra prodigiosa. Aproximáronse nuestros viajeros, y después de examinar aquella maravilla del arte, naturalmente sus ojos se fijaron sobre el artista, que a la sazón había suspendido su trabajo, próximo ya a concluirse. Estaba el pintor hablando con un hombre de cumplida estatura, de cabellos de ébano, de tez morena, de presencia majestuosa y de ojos negros, en que brillaba el fuego divino de la inspiración y de la inteligencia. Algún tiempo hablaron sobre la obra de que a la sazón se ocupaba el pintor, el cual escuchaba con suma docilidad los consejos y observaciones del hombre extraordinario cuyo aspecto hemos bosquejado. Ambos interlocutores se engolfaron después en varias cuestiones relativas a las artes.
-Muchas veces, amigo Alighieri, he batallado conmigo mismo haciéndome esta pregunta: ¿Para qué seré yo más apto? ¿Tendré más facultades para la escolástica o para la pintura? -¿Y qué os habéis respondido, amado Giotto? -Me he quedado en la duda; porque habéis de saber que tanto me gustan las ciencias como las artes.
-El caso es que no se debe dividir la ciencia del arte, -repuso Alighieri-. De esta separación absurda dimanan muchos errores. Créese generalmente que no hay otra cosa en el mundo más que ser filósofo y hasta se dice que la filosofía está reñida con las nueve hermanas del Parnaso. Por el contrario, también se cree que un poeta es una especie de loco que dice grandes cosas por medio de eso que llaman inspiración, palabra a la verdad muy mal comprendida.
-¿Y qué vale más, mi querido maestro, el filósofo o el poeta? -preguntó Giotto di Bondone.
-El poeta no merece tal nombre, si no es filósofo, y éste puede adornar el esplendor de su inteligencia con la aureola de la poesía, aunque un gran filósofo puede existir sin ser poeta.
-Algo de eso comprendo, pero no muy claramente.
-Entre la ciencia y el arte hay la misma diferencia que entre la intención y la acción. «¡Feliz el que pudo conocer las causas de todos los fenómenos!» -exclamaba Virgilio-; y yo añado: «Y más feliz todavía el que después de conocer supo crear». ¡Oh, mi querido Giotto! No abandones nunca tus pinceles; te aguarda la inmortalidad, y en este mismo momento la pintura tiene suspendida su corona de brillantes colores sobre tu cabeza. Figúrate que sabes tanto como el más estirado doctor escolástico y que escribieras de filosofía mucho y bien. ¿A qué estaría reducida toda tu tarea? A despertar e infundir algunas ideas luminosas en los contemporáneos y en los venideros. ¡Noble y santa misión sin duda!… Pero ¿podrá nunca el filósofo añadir a sus ideas abstractas esa otra gran faz de la vida humana que se llama Emoción? El arte, a semejanza de Neptuno, subleva o amansa el mar de las pasiones con el poderoso y mágico tridente de la verdad, la belleza y la virtud. El lenguaje de la ciencia es el de la inteligencia humana; pero el arte habla a los hombres, como Dios, por medio de magníficas creaciones. Cada palabra del arte es una obra maestra, donde se confunden en una unidad la inteligencia y el sentimiento, donde aparece la plenitud de la vida.
Excusado parece decir que nuestros viajeros prestaban la más escrupulosa atención a este diálogo, sobre todo, el poeta Jimeno. Este no dejaba de mirar al desconocido, que de una manera tan sencilla como sublime explicaba verdades que hasta entonces él no había comprendido. Habiéndose hecho general la conversación, el trovador tomó parte en ella, diciendo:
-Permitidme, caballero, que os haga una pregunta.
-Preguntad lo que os plazca, -repuso Alighieri, demostrando en su actitud tanto agrado como modestia, circunstancia que hacía creer que aquel hombre era verdaderamente sabio.
-Desearía me explicaseis, -dijo Jimeno-, lo que entendéis por la palabra inspiración.
Alighieri quedose mirando atentamente al trovador y a sus compañeros, y desde luego comprendió que se hallaba en presencia de tres hombres superiormente organizados.
-Ya habéis oído la distinción que he hecho entre la ciencia y el arte. La inspiración es un movimiento lleno de fervor sublime, que nos conduce a amar una idea y a proclamarla con todo el fuego de la pasión. Es añadir el amor al pensamiento; el amor, fuente inefable de la verdadera dicha, y que en el seno latente de la vitalidad y de la creación nos hace gustar la ventura de los cielos. La inspiración es el alma que aspira a realizar sus ideas queridas, y después de darlas a luz, las contempla con gozosa sonrisa, como la tierna madre se recrea al mirar a su hijo, como las ninfas se miran retratadas en el espejo de las cristalinas fuentes, como el Dios del génesis contempla la obra, visible de su pasmoso y sublime modelo, que antes nadie veía. En una palabra, la inspiración no es otra cosa que la emoción añadida a la idea, el amor, esa aspiración divina, esa escala mística que nos eleva hasta el trono de la Virgen María, nuestra abogada, cuya voz melodiosa y llena de ternura intercede en los cielos por todos los hijos de la tierra, por los que lloran en este valle de lágrimas, por los tristes, por los desgraciados, por los pobres, y ¡oh prodigio de piedad! hasta por los criminales.
Fueron estas palabras pronunciadas con tan simpático acento, con tal pasión, con elocuencia tan irresistible, que ninguno de los presentes dejó de sentirse conmovido y convencido a la vez.
Luego Alighieri, como siguiendo el hilo de sus pensamientos, murmuró:
-¡Oh mágico poder de la debilidad y de la dulzura! ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡ángel de amor y de pureza, dulce crepúsculo, suave luz del alma, mística flor de esperanza, cuyo aroma purísimo me eleva hasta las regiones etéreas! ¡Tú fuiste para mí la revelación de otro más alto destino; tus formas encantadoras y las perfecciones de tu alma fueron para mí una promesa de felicidad inefable que yo vislumbré en tus bellos ojos! Desde el momento en que te vi, ¡oh hermosa doncella! yo te llamé la estrella de mi camino, el espíritu de mi vida que habita en lo más oculto de mi corazón. ¡Beatriz! ¡Beatriz! Tu dulce fuerza me venció, y siempre, siempre te escucho que me llamas como una voz perdida de los cielos. Yo cantaré de ti lo que jamás se cantó de una mujer. ¡Beatriz! ¡Tú eres mi inspiración! Si yo no te hubiese conocido, jamás existiría mi Comedia. Mientras que así hablaba Alighieri, nuestros viajeros experimentaban la más viva curiosidad por saber el nombre de aquel ser extraordinario. El pintor Giotto di Bondone manifestó al trovador y a sus compañeros que aquel hombre era Dante Alighieri, el gran poeta de la Italia. Fácilmente se comprenderá el grande júbilo que un encuentro semejante causó a Jimeno. Durante algunas horas estuvieron hablando los tres amigos con el ilustre vate, a quien no se cansaban de oír y de admirar.
Después de haber departido largamente sobre materias tan gustosas como sublimes, y de haber ofrecido su amistad y atestiguado su respeto y veneración al autor inmortal de la Divina Comedia, nuestros viajeros continuaron su excursión por Roma, hasta que, por último, ya cansados, y sobre todo requeridos por Álvaro del Olmo, dieron orden a Jeroboam de que los guiase hacia su alojamiento.
Capítulo L
Ya habrá adivinado el lector que Álvaro tenía sumo interés por regresar cuanto antes a su casa, a fin de enterarse del contenido de los papeles que le había entregado Cattinara. El enamorado joven no podía olvidar ni un solo instante a la hermosísima mujer que, acaso para siempre, iba a decidir de su destino. Apenas llegó a su casa, retirose a su aposento, y con ansia hidrópica comenzó a devorar el manuscrito, que decía:
-«¡Cuán desgraciada he nacido! Huérfana y sola, he sido el blanco de las más viles asechanzas. Monseñor Guarnacci es mi ángel malo, el demonio que la fatalidad ha arrojado en mi camino. Este hombre odioso me conoció primero en Capua, en donde a todo trance intentó merecer mi amor. Después lo encontré en Roma, y con más empeño que nunca quiso que yo le amase. ¡Esto era imposible! Guarnacci es rico, elocuente, afable y de aspecto bondadoso; pero en toda su persona hay un río sé qué de astuto, de solapado, de hipócrita y de traidor, que me repugna. Despechado por mis desdenes, resolvió el pérfido arrancarme por la violencia lo que el amor no había conseguido. De acuerdo con mis criados, entró una noche en mi casa, me sorprendió, me aprisionó, y me condujo a un solitario castillo que poseía en las montañas del Abruzzo. Yo estaba insensata, aturdida, loca de ira y de terror. Ni sabía dónde me hallaba, conservando sólo un vago recuerdo de todo lo que me había acaecido. Fatigada de cansancio, abrumada de terror, víctima de una frenética fiebre, creía en mi aturdimiento que había sido y que todavía era juguete de una espantosa pesadilla. Por último, reconocí que me hallaba en un extenso y lúgubre salón. Aun cuando aquel aposento estaba amueblado hasta con lujo, me causaba espanto. Quise hacer ejercicio para convencerme de que no soñaba, de que no estaba muerta. Comencé a dar paseos por el anchuroso salón; pero el eco repetía mis pasos; suspiraba, y el eco también remedaba mis suspiros; llegué a creer que allí habitaba un genio cruel, burlón, sarcástico. La habitación estaba adornada con grandes sitiales de nogal con remates dorados, un lecho, un armario y una mesa cubierta con algunas conservas, una botella de vino y otra de agua. En el centro de la bóveda pendía una lámpara que destellaba una luz moribunda. De repente se abrió la puerta y apareció un negro con varias viandas que dejó sobre la mesa, después de hacerme una señal para invitarme a comer. El negro volvió a salir; yo me aproximé a la mesa, porque me encontraba desfallecida y ya me era imposible vivir más sin tomar alimento, en lo cual tuvo más parte el instinto de la conservación, que mi propia voluntad. Comí muy poco, y me serví una copa de vino, que al principio me confortó mucho; y esta circunstancia, unida a la falta de apetito, por más que necesitase alimentarme, me indujo a tomar otra copa. En seguida me eché en el lecho sin desnudarme, y poco a poco sentí que un sueño de plomo oprimía mis párpados…» Al llegar aquí, el enamorado mancebo exhaló un profundo suspiro.
-¡Un narcótico! -exclamó-. ¡Ira de Dios! Y mil visiones de deleite y celos comenzaron a revolar en torno de su frente.
Luego continuó su lectura:
-«El pérfido Guarnacci había hecho mezclar en el vino que me habían servido unos polvos soporíferos; pero su impaciencia no permitió que trascurriese el tiempo necesario para que su odioso intento se realizase completamente. Antes que el narcótico hubiese obrado en mí todo su efecto, se abrió la puerta, y a la pálida luz de la lámpara vi penetrar una figura que se adelantó silenciosa como un espectro. La sombra se vino hacia mí lentamente, y me miraba sonriéndose… Era monseñor Guarnacci, que, radiante de alegría por el éxito feliz de su empresa, venía a recoger en mi lecho el fruto de todas sus maquinaciones. Lo que entonces pasó…» Al llegar aquí, el rostro de Álvaro, habitualmente tan apacible y sereno, tomó una expresión espantosa de celos y de amargura. Abandonó sobre la mesa el manuscrito, y con ambas manos comprimió su cabeza como si la sintiese próxima a estallar. Luego levantose rápidamente, y comenzó a pasearse por la estancia para no ahogarse de angustia. ¡Tan cruel tormento experimentaba al recordar la belleza de Cattinara, y al pensar que se hallaba en brazos de Guarnacci! Es verdad que Álvaro no conocía entonces a Cattinara; pero experimentaba celos hasta por lo pasado. ¡Así es el hombre! Al fin, serenose algún tanto y volvió a continuar su lectura, ratificando en su pensamiento el juramento solemne que ya había hecho de dar muerte a Guarnacci.
-«Lo que entonces pasó… fue una escena que no me es posible describir. El narcótico no me había causado otro efecto que aumentar el aturdimiento en que yo naturalmente de antemano me encontraba, y cierta parálisis de todos mis miembros que me impedía defenderme de cualquiera agresión. Por lo demás, yo me hallaba en estado de comprender todo lo que me sucedía, aunque confusamente, como al través de un sueño. La sombra me hizo caricias, me habló algunas palabras cavilosas, y entre mil protestas de ternura me prometió solemnemente tratarme con toda la blandura y consideración del más cariñoso amante, siempre que yo quisiese corresponder de buen grado a sus deseos. Yo quise responder; pero en vano. Sólo conseguí balbucear algunas palabras de odio y de venganza. ¡Guarnacci me contestó con una carcajada tan estrepitosa como insultante! No quiero insistir en pormenores, refiriendo día por día todo lo que me acaeció. Las humillaciones que sufrí, las luchas que sostuve… ¡Oh! Entrar en estos minuciosos detalles me sería más insoportable que la misma muerte. Baste decir que durante muchos días me abstuve completamente de tomar del vino que me servían, convencida como estaba de que contenía polvos soporíferos, habiendo examinado yo misma la botella y visto en el fondo algunos sedimentos. Hasta el agua la bebía con recelo. Inútil es decir que nunca dejaba de increpar al infame Guarnacci por su ruin conducta; pero Guarnacci ¡oh Dios! se burlaba de mí. Yo vivía siempre alerta para que no volviera a repetirse la escena de la primera noche.
Desesperado Guarnacci, sólo proyectaba vengarse de la manera más villana por mi obstinada resistencia. ¡Santa Madonna! ¿Por qué algunas veces abandonas la inocencia y la debilidad en manos del crimen y de la violencia? ¡Oh! Tal vez así pretendes que el alma se temple en el acrisolado fuego de todas las virtudes…» Álvaro se detuvo exclamando:
-¡Alma noble y leal! ¡La religión habla por tus labios, oh bella Cattinara! Y una lágrima brotó de los ojos del apasionado mancebo, que continuó:
-«Pasaron muchos días, y la demencia de mi furor llegó a tal extremo, que guardó un cuchillo de los que me ponían en la mesa, y lo afilaba noche y día en las baldosas del pavimento, no para asesinar al infame Guarnacci, por más que lo mereciera, sino para probarle que una mujer digna puede alguna vez ser débil, agobiada por el violento impulso de una amorosa pasión, mas nunca cediendo a la grosera mano de la bárbara violencia.
El santo fuego de la virtud hervía en mi pecho, y deseaba imitar la conducta de aquellas ilustres romanas de otros tiempos. Yo hubiera sido capaz de ser como Lucrecia, Porcia y Virginia; y ya que yo no tenía, como esta última, un padre que me asesinase para libertarme de la deshonra, a lo menos pensaba darme la muerte yo misma, antes que consentir en que se repitiese la escena que arriba he indicado…» -¡Mujer sublime! -exclamó arrebatado de entusiasmo el infeliz cuanto virtuoso Álvaro.
Continuó leyendo:
-«Guarnacci supo sin duda, por el negro que me servía, que yo había guardado el cuchillo, y por lo tanto, se recelaba de mí, juzgando que en el estado de febril excitación en que yo me encontraba, era capaz de arrojarme a cualquiera temerario extremo. Mi pérfido enemigo es el hombre más rencoroso que ha existido jamás, uniendo a un alma llena de hiel y de odio una soberbia satánica. Así, pues, resolvió vengarse de mí de la manera más inicua. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! Préstame fuerzas para referir mi afrenta y soportar mi dolor. Ya he dicho que el castillo de Guarnacci estaba situado en las montañas del Abruzzo, ordinaria guarida de los más famosos bandidos de Italia. Guarnacci mismo les prestaba su apoyo, y con frecuencia venían los bandoleros a albergarse en el castillo del sacerdote. ¡Porque Guarnacci es indigno ministro de Jesucristo!…» El virtuoso Álvaro, petrificado de horror, suspendió su lectura algunos momentos.
Luego continuó:
«Una noche se abrió la puerta del aposento en que estaba prisionera, y apareció Guarnacci con faz sombría. Tuvimos una larga conferencia, cuyo tema sustancial se reducía a que yo accediese a sus deseos y que me dejaría libre, y volveríamos a Roma y viviríamos felices. Le manifesté estaba resuelta a morir antes que degradarme consintiendo en los abrazos de un hombre a quien odiaba, de un sacerdote sacrílego. Al oír mis palabras, Guarnacci me miró de alto a bajo, y una satánica sonrisa dilató sus labios delgados y pálidos. Una y otra vez, hasta la tercera, volvió a intimarme su hedionda proposición; pero también por tres repetí inexorable mi negativa. Entonces Guarnacci me miró riéndose, y se dirigió a la puerta, y allí tocó un silbato. Yo estaba aturdida y asustada al ver la expresión zumbona y maligna que brillaba en el rostro del sacerdote. Súbito invadieron mi estancia cuatro hombres, cuatro bandoleros que obedecían ciegamente las órdenes de Guarnacci.
»Yo, aunque estaba muy distante de sospechar su diabólico proyecto, temí que acaso Guarnacci intentaba, no asesinarme, sino segunda vez abusar villanamente de mi persona. ¡Cuánto me engañaba! Su intento era abusar, abusar, sí, de mi debilidad pero en un sentido muy diverso del que yo sospechaba. Saqué el puñal para matar y matarme; pero los bandidos me desarmaron fácilmente: ¿qué podía una pobre y débil mujer contra tantos, tan fuertes y tan feroces enemigos?…» -¡Desventurada Cattinara! ¡Ira de Dios! ¡Si yo hubiera estado allí! -exclamó Álvaro crispando los puños de furor.
Y continuó leyendo:
«Los bandoleros me ataron de pies y manos, y uno de ellos, armado con una navaja de afeitar, me rapó la cabeza. ¿Quién podrá pintar el dolor inmenso que experimenté al mirar mis hermosas trenzas caídas por el suelo? El villano Guarnacci fue llamado a la sazón por el negro. Después supe que un negocio importante le obligaba a partir al punto para Colaño; pero antes de partir cambió algunas palabras con el jefe de bandidos, al cual le entregó una redoma. Durante algunas horas yo no supe lo que fue de mí: sólo sé que cuando recobré completamente mis sentidos me encontré en una habitación desconocida. Según pude deducir por los escasos y pobres muebles que adornaban aquella estancia, comprendí que me hallaba en una casita de campo de las que ordinariamente tienen los pastores del Abruzzo. Largo rato estuve sola. Al fin apareció un hombre de formas atléticas y de aspecto hermoso, aunque feroz. Era el jefe de los bandidos. Me habían cubierto la cabeza con un pañuelo, y mi dolor era inconsolable, no sólo por lo que una mujer siente verse privada de su más gracioso adorno, sino también por lo grosero que es en sí mismo semejante insulto. El bandolero permaneció largo rato mirándome fijamente. Yo me apercibí de que la más profunda compasión se había despertado en el corazón de aquel hombre rudo, pero valiente y generoso. Yo sabía o calculaba que debía ser de noche, a juzgar, por un enorme candil que, pendiente de un clavo, lucía en la humilde estancia; pero no podía calcular que era ya la media noche. Así me lo indicó el bandolero, que aprovechaba la ocasión de estar dormidos sus compañeros para tener conmigo una conferencia. El bandido sentose junto a mí, después de poner sobre la mesa una redoma que, como entresueños, recordó era la que yo misma había visto que le entregó Guarnacci.
»En resolución, el bandido me indicó que estaba avergonzado de haberse ensañado cobardemente contra «una hermosa dama, él que nunca mataba ni reñía sino con los valientes que se atrevían a mirarle cara a cara». Tales fueron sus propias palabras, y por ellas puede deducirse que el bandido estaba dotado de cierta índole generosa, y a su modo, caballeresca. El bandido me manifestó que estaba resuelto a no cumplir las órdenes de Guarnacci. Estas órdenes consistían en que, después de haberme despojado tan brutalmente de mi hermosa cabellera, derramase sobre mi rostro el licor que contenía la redoma que el bandido había colocado sobre la mesa. Era aquel un licor corrosivo que, derramado sobre mi rostro, debía dejarme horrorosamente desfigurada».
-¡Oh Dios! -exclamó Álvaro horrorizado-. ¡Al mismo demonio no se le habría ocurrido venganza tan espantosa! Es seguro que Álvaro no hubiera tenido valor para continuar por más tiempo la lectura del manuscrito, si no hubiese advertido que ya le faltaba muy poco para la conclusión.
Así, pues, continuó:
«Aquel hombre generoso, penetrado por mi dolor y debilidad, se constituyó en mi defensor, prometiéndome que me conduciría adonde yo le ordenase; y para darme una prueba de que sus palabras eran sinceras, tomó la redoma y en mi presencia la estrelló contra el suelo, diciendo: «¡Sería injuriar a Dios el desfigurar un rostro tan hermoso!» »Penetrada de gratitud, me arrojé a los pies del bandolero y procuré buscar en él un brazo para vengarme. Lo confieso francamente, no tengo yo tanta virtud que sea capaz de perdonar a quien tan ruinmente me ha ofendido, sin haberle dado jamás ningún motivo de queja. ¡La venganza! Esta era la única idea, el único sentimiento, el deseo más ardiente de mi corazón en aquellos instantes. El bandido me dijo que debía muchos beneficios a monseñor Guarnacci, y que si bien había tenido compasión de mí, no por eso atentaría nunca contra la vida de mi ofensor. No pude condenar esta conducta, por más que me contrariase, pues veía en ella cierto fondo de generosidad y justicia. Le manifesté entonces que a lo menos me quejaría a los tribunales. «Guardaos bien de hacerlo, -me respondió-; Guarnacci es el hombre más astuto que conozco; no tenéis ni podéis tener pruebas que convenzan del hecho, y sólo conseguiríais pasar por loca. El sacerdote es además muy poderoso y muy influyente. Y si estas razones no bastasen, señora, yo os suplico que no deis paso alguno contra la vida de Guarnacci. Ese hombre me es tan necesario como el aire que respiro. ¡Me perdíais si le perdíais!» Yo entreví al trasluz de estas palabras horribles misterios…
»Por último, prometí al bandido no contrariarle, y es seguro que le hubiera cumplido mi promesa. Sucedió que aquella misma noche nos pusimos en camino y me condujo a Pópoli, en donde permanecí mucho tiempo. Después volví a Roma, y mis criados habían huido, si bien mi palacio había permanecido respetado y sin que faltase lo más mínimo, gracias a la buena diligencia de mi administrador, único de todos mis domésticos que me profesaba y me profesa una adhesión sin límites. Algún tiempo después supe que, informado Guarnacci por los compañeros del bandido de que éste había sido mi libertador, el sacerdote había hecho que otros bandidos le asesinasen. ¡He aquí el pago que recibió aquel desdichado por su generosa conducta para conmigo! ¡He aquí también por qué estoy libre de la promesa que le hice de no atentar contra Guarnacci! ¡Cuán ajeno estaba éste de que el bandido abogaba por él! ¡Y cuán ajeno estaría el bandido de que el sacerdote había de asesinarle! ¡Oh generoso bandido! ¡Séale la tierra leve!… Todos los días rezo por él… Una sola esperanza abriga mi corazón, y es que, tarde o temprano, llegará para el infame Guarnacci la hora de la venganza. ¡Así sea!» -¡Así será! -exclamó Álvaro con voz sombría guardando el manuscrito.
El joven estaba ceñudo y pálido como la muerte. En aquel momento una batalla horrible rebramaba dentro de su corazón. ¡Aquel momento era solemne y decisivo en la vida del virtuoso Álvaro! ¡Era el momento en que termina una vida, inocente y una conciencia tranquila! ¡Era el momento en que comienzan la sanguinaria embriaguez del crimen y los negros terrores de la conciencia! -¡Hermosa Cattinara! -exclamaba-. ¡Yo te adoro!… Yo seré tu caballero, tu defensor, tu esclavo… ¡Ruin Guarnacci!… ¡Ah! ¡Qué horror!… ¡Es sacerdote!… ¿Y qué importa?… ¡Es un sacerdote indigno!… Esta circunstancia es un motivo más para que yo sacie en él mi sed de sangre… ¡Así será!… Yo he jurado vengarte, hermosa mía, y te vengaré… ¡Que el rayo del cielo me aniquile, si yo fuese perjuro!…
En este momento se abrió la puerta, y aparecieron don Guillén y Jimeno, quienes habían extrañado sobremanera el retraimiento de Álvaro.
El joven se esforzó por ocultar su turbación a sus amigos.
Capítulo LI
Dejamos al Templario (a quien a falta de otro nombre hemos solido llamar el blanco fantasma) en compañía del caballero de la Muerte y de Garcés el bandido. Desde la misteriosa habitación del Templario se dirigieron los tres hacia la solitaria torre en que habitaba Castiglione. Quedaron los dos satélites del fantasma aguardándole a cierta distancia, mientras que el Templario se encaminó a la oculta entrada, solamente de él conocida, que comunicaba con el vetusto edificio. Internose aquel singular personaje por una abertura cubierta de maleza, y comenzó a caminar por un estrecho callejón subterráneo. Iba el fantasma provisto de una antorcha y todo lo necesario para encenderla; verificolo así a los pocos pasos que hubo andado por el interior del antro. Probablemente no encendió antes la antorcha a fin de que nadie pudiese divisar la luz.
Verdaderamente que ofrecía un espectáculo singular, siniestro y fantástico aquel hombre con su traje talar, en aquel lúgubre subterráneo cuya bóveda se aplastaba sobre su cabeza como la losa de un sepulcro. Apenas cabía un hombre de pie en aquella gruta estrecha y larga como un ataúd. Era el piso fangoso, y de trecho en trecho se veían algunas charcas de agua negruzca y hedionda. De la desigual bóveda, y de las paredes que a trechos eran terrosas y a trechos lapídeas, se desgajaban a intervalos gruesas gotas de agua que se estrellaban lúgubremente contra los fétidos charcos. La caída de las gotas era el único ruido que denunciaba la vida y el movimiento en aquella cavidad siniestra. Era inexplicable el efecto que sobre los charcos agitados por aquella lenta y escasa lluvia producía la luz temblorosa de la antorcha. Diríase que el fantasma iba caminando, sobre un pavimento cristalino sobre el cual saltasen enroscadas infinitas serpientes de fuego, que tales parecían los movibles círculos producidos por el golpe de las gotas e iluminados por la antorcha que chisporroteaba, como indignada de lucir en aquella atmósfera comprimida y nauseabunda. Largo tiempo siguió su camino el fantasma. Diríase que era un espectro del abismo que se volvía a su morada.
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