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Signos de los tiempos en la Gaudium et Spes (página 3)


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El texto conciliar Gaudium et Spes se esfuerza por exponer con claridad la verdadera naturaleza de la autonomía de las cosas terrenas y subrayar que lo profano, tiene sus valores intrínsecos que el hombre tiene que conocer, ordenar y utilizar. El Concilio quiere exponer con claridad y brevedad la justa autonomía de la que deben gozar las realidades terrenas ante la Iglesia y la religión, como también hace alusión, en Gaudium et Spes, al riesgo de una excesiva vinculación de la actividad humana con la religión.

Ni la indiferencia a los valores de las realidades terrenas, ni la vinculación absoluta debe ser la actitud de la Iglesia, sino una postura de amor y servicio hacia las realidades terrenas.[8] Actitud idónea ante los “signos de los tiempos” y la interpretación adecuada del plan de Dios.

El texto conciliar quiere dejar bien claro el alcance de esta autonomía de lo temporal con dos puntos: a) Las cosas creadas, las sociedades, etc, tienen sus propios fines, leyes, medios y valor. Es Dios mismo quien ha dado a todas las cosas su manera de ser, sus propias leyes y un orden determinado. b) El hombre tiene el deber de aprender a conocer el modo de utilizar y organizar estas leyes, de respetar estos valores y conocer el método propio de cada una de las ciencias y las artes. Esa capacidad del hombre de utilizar y organizar las leyes físicas de la naturaleza, sabiendo respetar los valores de la creación, le da la garantía a la Iglesia de que es posible interpretar los “signos de nuestro tiempo” buscando la plena realización del hombre.

Por consiguiente, la justa autonomía reclamada por los hombres de nuestro tiempo responde perfectamente a la visión de Dios sobre el ser humano, que lo ha constituido como responsable de la creación y le ha dado facultad para someterla (Cf. Gn. 2) y responde además a la voluntad de Dios, que desea que su Iglesia emprenda un proceso de diálogo y apertura para una adecuada pastoral y evangelización del mismo. Ese querer divino debe ser descubierto adecuadamente en el proceso histórico de la humanidad y de la Iglesia y en la interpretación de los “signos de los tiempos”. El reconocimiento de la Iglesia de la justa autonomía de las realidades terrenas y su valor dentro del plan de Dios, como instrumento de edificación de una fraternidad universal, representa también un “signo de nuestros tiempos”.

2.3.1.3 Función de la Iglesia en el mundo actual (Capítulo IV).

El capítulo IV de esta primera parte se constituye como el culmen de los cuatro capítulos que la componen, es decir, se presenta como el resultado de todo sobre lo que se ha venido reflexionando anteriormente: la dignidad del ser humano, la comunidad humana, la actividad humana en el mundo. Estos tres primeros capítulos se estructuran como pilares del cuarto capítulo que enfatiza el importante papel que juega la Iglesia en el mundo contemporáneo y por consiguiente su respuesta a los “signos de los tiempos” planteados anteriormente. Y lo confirma de modo más concreto al comienzo del mismo capítulo:

“Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona humana, sobre la comunidad humana, sobre el sentido de lo profundo de la actividad humana, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo y también la base de su diálogo mutuo…” (GS. 40).

En este sentido, estos tres “signos” de nuestra sociedad moderna desarrollados en los tres primeros capítulos, nos dan como resultado de interpretación, la urgencia pastoral de un diálogo y un respeto mutuo en la relación y complementariedad de la Iglesia y el mundo. Por eso, en el desarrollo de este capítulo se considera a la Iglesia misma en cuanto que existe en este mundo y con él vive y actúa.

Para el mundo actual es inevitable hacerle la pregunta a la Iglesia de qué es ella y qué representa para esta sociedad moderna, es decir, qué puede decir la Iglesia de sí misma. Esta respuesta de la Iglesia, acerca de sí misma, no puede expresarse en términos de fe, sino que ha de emplear el lenguaje de los hechos. Ha de mostrar con realidades tangibles sus rasgos característicos, pero debe poner de relieve lo que hay en la Iglesia de más auténtico. Debe dirigirse a la inteligencia y al corazón de los hombres, y dar lugar a la reflexión para ofrecer argumentos válidos que satisfagan al hombre en su ansia de conocer y comprender. Esto debe constituirse en un verdadero diálogo en el que la Iglesia testimonie la presencia vivificante del misterio divino que lleva escondido.

Este capítulo responde a la necesidad de presentar a la Iglesia a los ojos del mundo y sirve de prólogo a la segunda parte, en el que la Iglesia se pronuncia de forma directa sobre los problemas concretos del orden temporal más vitales para el hombre de hoy. Su objetivo es, por tanto, hablar de la Iglesia en cuanto que contribuye a la dignificación del ser humano y su protagonismo en la construcción y progreso de la comunidad social y el dinamismo humano sobre la historia terrena. El pueblo de Dios ha de manifestar su comunión con el mundo en el que está presente. Lo que se quiere ver en este capítulo es cómo la vida de los cristianos está inseparablemente unida a las realidades mundanas y cómo la fe no puede ni siquiera subsistir si no está bien unida con la existencia diaria.

Toda la reflexión antropológica cristiana encerrada en los tres capítulos anteriores culmina en éste, con una exposición de lo que la Iglesia aporta al bien de la humanidad. Así, al mismo tiempo, se puede comprender la actitud de la Iglesia frente a los grandes problemas que angustian al hombre contemporáneo:

“… Corresponde a todo el Pueblo de Dios, especialmente a los pastores y teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, los diferentes lenguajes de nuestro tiempo y juzgarlos a la luz de la palabra divina, para que la Verdad revelada pueda ser percibida más completamente, comprendida mejor y expresada más adecuadamente…” (GS. 44).

La función de la Iglesia en el mundo actual, de identificar, discernir y ofrecer respuestas convincentes a las preguntas del hombre contemporáneo y los “signos de nuestro tiempo”, es de vital importancia para una adecuada interpretación de la voluntad de Dios que busca la realización plena del ser humano.

El cuarto capítulo que sirve de síntesis para la primera parte de la estructura de la Gaudium et Spes, en el que se enfatiza el deber y responsabilidad de la Iglesia de abrirse al mundo moderno, ver y escuchar los problemas del mismo y ofrecer respuestas a las grandes interrogantes, se presenta también como plataforma para el contenido que ocupará la segunda parte de su estructura en cuanto a temas concretos y urgentes para el hombre, como el matrimonio y la familia (No. 47 – 52), la cultura (No. 53 – 62), la vida económico – social (No. 63 – 72), la comunidad política (No. 73 – 73) y los problemas de la paz y la cooperación internacional (No. 77 – 90). Se trata de tareas específicas que a todos competen en la Iglesia y que deben ser llevados a cabo por medio del diálogo (GS 91 – 92) y a la luz del fin de la creación.

2.3.2 – Signos más urgentes del mundo moderno en la segunda parte de la G.S.

2.3.2.1 Dignidad del matrimonio y la familia (Capítulo I).

El capítulo primero de la segunda parte de la Constitución Gaudium et Spes está dedicado a la consideración de la gran dignidad que la Iglesia atribuye al matrimonio y a la familia. Lo que el Concilio y la Constitución nos exponen referente al amor conyugal y a la fecundidad en el matrimonio, representa un paso al frente con relación a la doctrina del magisterio de la Iglesia respecto del matrimonio. El texto conciliar es muy explícito cuando nos habla sobre el amor conyugal:

“Este amor, por ser un acto eminentemente humano, abarca el bien de toda la persona, y por tanto, enriquece y valora con una dignidad especial las manifestaciones del cuerpo y del espíritu y las ennoblece como elementos y señales específicas de la amistad conyugal… En consecuencia, los actos con los que los esposos se unen íntimamente y castamente entre sí, son honestos y dignos, ejecutados de una manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen en un clima de gozosa gratitud” (GS. 49).

Con estas palabras el Concilio ha superado por completo, como no lo había hecho hasta ahora ningún documento del magisterio de la Iglesia, el falso espiritualismo que negaba valor moral al placer sexual inherente al acto conyugal, al afirmar que el encuentro sexual es expresión, perfeccionamiento y profundización del amor personal de los cónyuges.

Esta nueva concepción y actitud de la Iglesia respecto del matrimonio y sus manifestaciones propias, como el acto conyugal, representa una gran apertura y cambio en el proceso de renovación y actualización de la Iglesia, que quiere responder a las necesidades del ámbito familiar y conyugal de los tiempos actuales. Es un “signo de nuestros tiempos” de gran actualidad y de orientación hacia nuevos horizontes, que lo que busca es la valoración debida de la comunión entre dos personas. El Concilio se mantiene en esa línea de sana apertura, insistiendo en presentar el matrimonio como una alianza de amor e intimidad de vida compartida.

En este sentido, el Concilio plantea claramente dos fines del matrimonio, que reafirman la visión conciliar y del documento en estudio, sobre el matrimonio. Estos dos fines propuestos serán: la procreación y el apoyo mutuo.

“… por su propio carácter natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole… Así, el hombre y la mujer, que por la alianza conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt. 19,6) se prestan mutuamente ayuda y servicio mediante la unión íntima de sus personas y sus obras, experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente cada día…” (GS. 48).

Pero también el documento va a denunciar abiertamente los vicios que corrompen a la comunión conyugal y al amor de los cónyuges entre sí. Va a señalar algunos corruptores que deforman la institución familiar:

“… Sin embargo, no en todas partes brilla con la misma claridad la dignidad de esta institución, pues queda oscurecida por la poligamia, la epidemia, el divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones…” (GS. 47).

La Iglesia es consciente de las diferentes amenazas que atentan contra la estructura familiar – matrimonial, y su sentido cristiano. Es por ello que debe estar abierta y sensible a las diferentes manifestaciones, nuevas concepciones y prácticas de esta vocación, que está llamada a la santidad y a la realización humana plena.

Entre estas nuevas concepciones y experiencias matrimoniales que se constituyen “signos” de nuestro tiempo, aparecen con mucho énfasis hoy en día, problemas de paternidad irresponsable, métodos anticonceptivos opuestos a la promoción de la vida, el hedonismo y el placer egoísta en la intimidad conyugal, proyectos de vida matrimonial que tienden a ignorar la fecundidad como elemento integral del proyecto matrimonial, todos, “signos” actuales de nuestros tiempos.

Haciendo un alto y profundizando en este último aspecto, sin pretender explayar tanto la investigación, se analiza a continuación la respuesta de la Iglesia ante esta nueva forma de concebir el matrimonio sin la presencia de hijos. Experiencia que puede ser catalogada como “signo de los tiempos”. Primeramente se aborda cómo se interpreta o concibe este signo:

La primacía, de parte de algunos esposos, de sobreponer la compañía conyugal sobre la finalidad procreadora que caracteriza a un auténtico proyecto matrimonial, responde a las nuevas expectativas e iniciativas de las parejas conyugales de la modernidad.

Estas nuevas expectativas consisten en la búsqueda de un desarrollo legítimo personal, pero egoísta hasta cierto punto, de la pareja, en cuanto a la planificación de un proyecto de vida en el que se puedan garantizar muchas seguridades, éxitos individuales o conyugales profesionales o laborales, prosperidad material, etc, sin tener que responder por la obligación que exige la educación y manutención de la prole que vendría a cambiar el panorama de seguridad y plan de vida establecido por estas expectativas mencionadas. En esta forma de planificación matrimonial, queda relegada la experiencia enriquecedora de la familia.

El Concilio ciertamente afirmará, como se señalará más adelante, que la carencia de la prole no le resta esencia al matrimonio, pero queda claro que tampoco le permite constituirse a la pareja en familia. Simplemente se definen como dos cónyuges que comparten la vida juntos, pero no con su descendencia.

Esta nueva concepción matrimonial y organización conyugal constituye para nuestro tiempo y para el estudio de este documento conciliar, un “signo de los tiempos” de urgencia pastoral, al que la Iglesia está obligada a responder con apertura y respeto pero también con seguridad doctrinal.

La postura de la Iglesia hasta ahora ha insistido en que la finalidad del matrimonio debía estar en función de la fecundidad y la construcción de la familia, es decir que el fin primario del matrimonio es la procreación de los hijos y su educación:

Por su propio carácter natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole” (GS. 48).

Para que el matrimonio subsista, afirma que, tanto el amor como el matrimonio mismo, tienden a la procreación, porque el amor tiende a la unión de los esposos, tanto física como espiritualmente, y esta unión lleva una ordenación a la procreación.

Pero el documento conciliar, también intentará desvirtuar la noción de que los otros fines del matrimonio deben ser menos apreciados y afirmará que no se han de posponer los otros fines del matrimonio al de su ordenación a la prole.

“El auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura familiar…, sin dejar de lado los otros fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador…” (GS. 50.1).

El amor, por tanto, pasará a ser el fin primario, motor y causa del matrimonio, sin restar importancia a la procreación y la fecundidad. En este sentido, hay una expresión que tiene un valor extraordinario en el texto conciliar en donde se afirma que el matrimonio no es, con todo, una institución destinada exclusivamente a la procreación, sino que por su misma índole de la alianza indisoluble entre personas, y el bien de la prole, exigen que el mutuo amor entre los esposos se manifieste, se perfeccione.

“Por ello aunque falta la prole, tan deseada, no por eso el matrimonio deja de existir como institución familiar y comunión de vida, y conserva su valor e indisolubilidad”

(No. 50.3).

Las nuevas tendencias y concepciones del matrimonio que enfatizan la compañía sobre la fecundidad, han de justificarse sólo en el caso de que por necesidad y circunstancias condicionantes (situación económica, realidad familiar, enfermedad, etc.) la pareja se vea obligada a posponer – aunque sea por un tiempo – la procreación. Y aunque el Concilio reconoce que la ausencia de la prole no le resta valor y esencia al matrimonio no significa que tampoco se esté cumpliendo con la finalidad ideal y óptima de esta opción de vida.

2.3.2.2 Promoción de la cultura (Capítulo II).

El tema de “la cultura” en este inciso de la segunda parte de la Gaudium et Spes da continuidad, de alguna manera, al tema de la justa autonomía de las realidades terrenas que se desarrolla en el capítulo tercero de la primera parte del documento conciliar, en el que se hace énfasis en el importante protagonismo del ser humano como autor y artífice de las realidades del mundo contemporáneo y su llamado a construir una fraternidad universal desde la autonomía de las realidades terrenas, autonomía que gozan respecto de la religión y que la Iglesia está invitada a respetar.

En este apartado sobre la promoción de la cultura se enfatiza nuevamente el sentido de responsabilidad del ser humano, pero en la construcción, promoción y desarrollo de la cultura, para su propio crecimiento y de los demás. Se proponen también algunos principios generales para una sana promoción de la cultura desde una perspectiva cristiana.

Además se presenta la realidad de la cultura como un instrumento del querer de Dios, en cuanto lugar teológico de su manifestación en lo espacio – temporal, constituyéndose así, la cultura, como un “signo de los tiempos”. La cultura es signo y lugar teológico porque constituye un espacio concreto más y un medio humano más en el que Dios se revela y se hace cercano al hombre.

Al referirse a la cultura, los padres del Concilio la definen en función de una serie de elementos que la caracterizan desde la realidad de nuestro tiempo, entre ellos: el crecimiento de las ciencias naturales y humanas, el desarrollo de las artes técnicas, el progreso de los medios de comunicación social, la industrialización y la urbanización.

“De ahí que la cultura esté marcada por características particulares: las ciencias que se llaman exactas cultivan muchísimo el juicio crítico, los más recientes estudios de psicología explican con mayor profundidad la actividad humana, las disciplinas históricas contribuyen a ver las cosas bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución, los hábitos de vida y las costumbres se hacen cada vez más uniformes, la industrialización y urbanización y otras causas que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura” (GS. 54).

Esta enumeración es completada más adelante al incorporársele nuevos elementos como: la difusión de libros, una mayor abundancia de tiempos libres (GS. 61) y los descubrimientos de la psicología y la sociología (GS. 62).

La cultura es el camino necesario para el pleno desarrollo humano y abarca todo aquello con lo que el hombre se desarrolla y mejora. Tiene aspectos históricos y sociales y connota un sentido sociológico y etnológico.

Podemos mencionar y resaltar los rasgos sobresalientes que se refieren a la cultura en el mundo de hoy según el planteamiento del mismo documento conciliar (GS. 54, 55 y 56) para complementar los elementos mencionados arriba y profundizar un poco más en la concepción de cultura según el Concilio. Entre estos rasgos sobresalientes encontramos[9]:

· Una nueva forma de vivir.

En el sentido de que las actuales condiciones socioculturales permiten hablar de una nueva edad de la historia humana, caracterizada por el desarrollo científico, la universalización de las costumbres, la industrialización, la urbanización y una cultura de masas, según lo citado en GS. 54. Es decir, la “nueva forma de vivir” y el hecho de realizar una nueva forma de cultura está determinado, en el contexto de la post – modernidad, por el protagonismo social del ser humano y su autoría en el desarrollo de las realidades terrenas.

La nueva forma de vivir protagonizada por el hombre, que caracteriza a los tiempos modernos, representa para la Iglesia reto y desafío en este diálogo y proceso pastoral de apertura hacia el mundo moderno contemporáneo, y constituye un llamado o “signo” al cual el Concilio quiere responder.

· Un agudo sentido del propio quehacer.

El mismo fenómeno del protagonismo del ser humano en el proceso de desarrollo de la cultura y el aumento de una autonomía individual ha estimulado este sentido agudo del quehacer propio, que consiste en la responsabilidad de cada individuo ante su propio destino y el destino de la historia humana. De modo que asistimos al nacimiento de un “humanismo nuevo”, edificado sobre la responsabilidad personal ante la promoción de los demás y de la historia.

Este “humanismo nuevo” consiste en el surgimiento de una nueva sensibilidad del ser humano hacia las diferentes realidades que presenta la cultura; sensibilidad que se manifiesta en acciones concretas como la solidaridad humana hacia situaciones reales históricas concretas como la pobreza y la explotación. El sentido de responsabilidad en el hombre ante la historia y la cultura representa un “signo” de nuestros tiempos. La gran contribución de la Iglesia, en la nueva búsqueda de una comprensión de la cultura, será en la formulación de un humanismo nuevo de las realidades terrestres.

“En todo el mundo crece cada vez más el sentido de autonomía y al mismo tiempo de responsabilidad… esto aparece con mayor claridad si consideramos la unificación del mundo y la tarea que nos ha sido impuesta de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos del nacimiento de un nuevo humanismo, en el que el hombre se define primariamente por su responsabilidad hacia sus hermanos y hacia la historia” (GS. 55).

Las interpretaciones de la cultura varían según el punto de inserción histórico. Dos líneas principales del pensamiento parecen contraponerse. Para unos ya ha comenzado la decadencia que se anuncia por un proceso de deshumanización y para otros, el mundo de la técnica es una promesa. Dos formas de interpretar los “signos de los tiempos” desde la cultura se pueden identificar aquí.

En la primera forma de pensar y concebir la cultura, el hombre se maquiniza y “cosifica”, la sociedad se automatiza, el poder se desboca y la técnica y el trabajo se convierten en ídolos. Para la segunda forma de pensar, el mundo de la técnica es sustancialmente humano.

Gracias a ella ha sido posible aumentar el bienestar de todos, extender los beneficios de la cultura, amaestrar la tierra e iniciar la conquista del universo. La voz del Concilio ante esta tensión de argumentos representa un papel de moderador y se descubre como una contribución abierta a edificar un “humanismo nuevo”.

Nuevamente la idea de “humanismo nuevo” aparece en este estudio, lo cual revela la existencia de muchos aspectos positivos en el progreso de la sociedad industrial contemporánea. Esos aspectos son tales que han permitido a la Gaudium et Spes una filosofía más constructiva y dispuesta a asumir la realidad humana del tecnicismo. Esta forma de humanismo nuevo constituye un “signo de los tiempos” en la visión del documento conciliar.

En el estudio de la “cultura” como “signo de los tiempos” de la manifestación divina aparece una idea central en el documento conciliar. La cultura es expresión del designio divino sobre el hombre, que debe dominar la tierra y perfeccionar la creación, es decir, la cultura, con toda su realidad y riqueza, y la responsabilidad del hombre de construir y promoverla, se presenta como signo del querer de Dios.

“… cuando el hombre con el trabajo de sus manos o con ayuda de la técnica cultiva la tierra para que dé fruto y llegue a ser una morada digna para toda la familia humana, y cuando asume conscientemente su papel en la vida de los grupos sociales, cumple el plan de Dios, manifestado al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la creación, y se cultiva a si mismo…” (GS. 57).

La cultura constituye, por tanto, un signo y lugar teológico de la manifestación concreta de lo divino en lo espacio – temporal, es decir, la realidad trascendente de Dios se hace manifiesta en la inmanencia de las realidades terrenas e históricas del hombre. La manifestación por antonomasia de Dios, es su hijo Jesucristo, culmen de la Revelación.

En el Jesús histórico, Dios se hace cercano a la cultura, se encarna en la historia y asume la realidad espacio temporal, adaptándose y haciéndose parte de la misma. La cultura y la historia se convierten en plataforma y escenario para la implementación del plan salvífico de Dios y la manifestación de los designios de Dios por medio de Jesús de Nazareth. De esta forma, la cultura seguirá siendo un medio de revelación del plan de Dios aún en nuestros tiempos, porque se trata de un Dios que acompaña la historia y la interpela, un Dios dinámico y vivo, que aprovecha el elemento de la cultura como un recurso viable para comunicarse al ser humano y continuar revelándose aún después del acontecimiento de Cristo.

“Entre el mensaje de salvación y la cultura humana se encuentran múltiples vínculos. Pues Dios, revelándose a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, ha hablado según la cultura propia de las diversas épocas.” (GS. 58).

Cada cultura, cada pueblo, cada realidad étnica es plataforma sagrada de la manifestación de Dios hacia todos los pueblos, manifestación que expresa que el querer de Dios es la salvación universal de todos los hombres y los pueblos. Cada pueblo, etnia, cultura o nación son expresión no sólo de la autonomía del hombre sino también de la creación creativa de la voluntad de Dios y expresión de su amor por el hombre.

Por otro lado, el documento conciliar presenta algunos principios que favorecen una sana promoción cultural. Viene bien mencionar aquí algunos de estos principios:

· Una promoción integral de la persona:

Un adecuado cultivo y promoción de la cultura debe estar encaminado hacia el desarrollo y crecimiento integral de la persona humana en todas sus dimensiones. El hombre mismo que es autor de la cultura debe favorecer los medios para que en medio de su hábitat cultural se desenvuelva plenamente

“…ciertamente es necesario que la cultura humana se desarrolle… de tal modo que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo cumplimiento están llamados todos, pero especialmente los cristianos, unidos fraternalmente en una sola familia humana” (GS. 56).

· Una integración de los aportes de la fe en la cultura:

La armonía de fe y cultura debe lograrse por medio de un compromiso más pleno de los cristianos en la edificación del mundo. A este compromiso están llamados todos para ver cumplida su vocación de plenitud y realización humana y espiritual, sentido de su desarrollo cultural.

“… en realidad, el misterio de la fe cristiana les ofrece valiosos estímulos y ayudas para cumplir con mayor intensidad esta tarea y sobretodo para descubrir el sentido pleno de esta acción, que hace que la cultura humana obtenga su lugar preeminente en la vocación íntegra del hombre”. (GS. 57 a).

Ciertamente los progresos técnicos y científicos pueden ser mal interpretados y transformarse en un obstáculo para abrirse a valores más altos. Pero este no es un mal necesario, antes por el contrario, la cultura actual tiene muchos valores positivos capaces de contribuir a una aceptación del mensaje evangélico.

“…el progreso actual de las ciencias y de la técnica… puede fomentar cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación utilizado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar la verdad… sin embargo, estos lamentables resultados no se siguen necesariamente de la cultura actual ni deben inducirnos a la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Como son: el estudio de las ciencias y la fidelidad exacta a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más viva de la responsabilidad de los expertos para ayudar e incluso proteger a los hombres, la voluntad de hacer más favorable para todos las condiciones de vida… todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, que puede ser animada con la claridad divina por Aquel que vino a salvar al mundo”. (GS. 57 b).

· Una promoción integral de la cultura:

Esta promoción de la cultura ha de subordinarla al bien total de la sociedad y la persona, le confiera su legítima autonomía respecto de la fe y de la autoridad pública y no la haga instrumento para sus fines políticos. Todo lo cual postula el respeto del derecho a la propia libertad de opinión y forma el cultivo intelectual.

“…la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar referida a la perfección íntegra de la persona humana, al bien de la comunidad y de toda la sociedad… La cultura necesita una justa libertad para desarrollarse y una legítima capacidad para actuar autónomamente según sus propios principios… El sagrado Sínodo, recogiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano I… afirma la legitima autonomía de la cultura y especialmente de las ciencias. Todo esto exige también que el hombre… pueda buscar libremente la verdad, declarar y divulgar su opinión… No corresponde a la autoridad pública la determinación del carácter propio de las formas de cultura, sino el fomento de las condiciones y las ayudas para promover la vida cultural entre todos, incluso entre las minorías de una nación…” (GS. 59).

2.3.2.3 Desarrollo Económico y Social (Capítulo III).

La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes, que ha querido enfrentarse con las cuestiones más candentes, no podía prescindir de considerar la problemática que plantea la vida económica, y los problemas que suponen para nuestra sociedad y para el hombre de hoy. Sin caer en el extremismo marxista, que pretende reducir a factores económicos la explicación de toda la dinámica social, hay que admitir que lo económico influye grandemente en la dinámica de vida del hombre. El documento conciliar, queriendo responder a las grandes incógnitas del hombre moderno y las problemáticas de la sociedad actual, profundiza en este tema desde su visión doctrinal.

El enfoque del documento a lo largo de su exposición será abordar las cuestiones económico – sociales desde su relación inmediata con la moral, es decir, la reflexión desde la óptica cristiana del uso correcto de los procesos económicos en beneficio del bien común y de la sociedad, en beneficio de la persona humana, que se constituye como finalidad primordial de todo proceso económico.

Es verdad que los números de la Constitución dedicados al tema no consisten en un tratado de moral económica y social, y mucho menos un estudio de economía y sociología, pero establecen unos criterios y principios básicos para promover un desarrollo económico beneficioso para todos.

El Concilio, más que ofrecer al mundo contemporáneo deprimentes diagnósticos de la situación socio – económica, ofrece remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza. El fundamento de esta actitud radica en la preocupación del Concilio por el hombre, por el hombre tal cual es, tal como hoy en realidad se presenta.

Es decir, que el planteamiento del documento conciliar, acerca de las cuestiones socio-económicas, consistirá en que los procesos económicos deben estar al servicio del hombre, y no viceversa. El hombre como centro del progreso humano. Esta visión constituye una especie de “humanismo nuevo”. Un humanismo nuevo que constituye un “signo de nuestros tiempos” de gran importancia que nos alienta y nos orienta hacia una mejor sociedad donde se respete la dignidad humana. Este “humanismo nuevo”, que late en todo el documento, se percibe muy especialmente en las páginas que ocupan el desarrollo económico. Hay en este apartado todo un concepto entrañablemente humano del proceso de desarrollo.

El concepto conciliar de “desarrollo”, con enfoque humano, supone la premisa de una concepción de la persona humana basada en sus valores, su dignidad y su libertad, en su responsabilidad y su sociabilidad. Por ello, el desarrollo no puede encontrar orientación de fondo sólo en la ciencia, en la técnica o en la economía, si no la encuentra primero en la verdadera concepción del hombre, de la comunidad y de la historia. No puede hablarse de verdadero desarrollo cuando éste está orientado exclusivamente a la satisfacción de las necesidades materiales, sino cuando comprenda los diversos aspectos de la vida humana, desde los más estrictamente materiales a los más altamente espirituales. El desarrollo debe ser armónico, es decir, para todos. También debe ser orgánico. No sólo de todo el hombre y para todos los hombres, sino con participación de todos.

Si hubiera que resumir en una breve expresión el espíritu que anima e inspira toda la enseñanza contenida en la Constitución sobre la vida económica, el “leit motiv” de la misma, sería la realidad del hombre y los valores que aporta: dignidad y libertad, el servicio del hombre y la búsqueda de su realización humana íntegra.

“ La finalidad fundamental de esta producción no es su mero incremento, ni el beneficio o el dominio, sino el servicio del hombre, del hombre íntegro, teniendo en cuenta el orden de sus necesidades materiales y de las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa” (GS. 64).

Esta es la razón de ser de toda la doctrina. Es decir, la búsqueda de la libertad y la dignidad del hombre, han de ser el fin mismo de la vida económica de nuestras sociedades. La búsqueda de esa finalidad resume el enfoque doctrinal del documento conciliar, la Iglesia a través de ese enfoque doctrinal de los procesos de desarrollo económico en la sociedad moderna, busca responder a las distintas situaciones de la realidad socio – económica, que son preocupaciones para el documento mismo y que se convierten también en “signos de nuestro tiempo”.

“También en la vida económica – social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, la vocación íntegra del hombre y el bien de la sociedad entera. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica – social” (GS. 63).

Se presentan diversas situaciones y problemáticas propias del desarrollo económico, que representan una preocupación para el Concilio. El documento conciliar, consciente de estas realidades, insiste en que son necesarias muchas reformas en la vida económica – social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos, un cambio de mentalidad que lleve consigo un cambio en la concepción y papel del hombre en los procesos económicos.

Aludiendo claramente a esos “signos de los tiempos” actuales que constituyen la universalización de los problemas, agrega que el género humano se halla hoy en un período nuevo de la historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados que progresivamente se extienden al universo entero. Esos cambios profundos y acelerados y ese progreso económico representan para el documento un “signo de los tiempos”.

Entre las preocupaciones conciliares y cambios profundos y acelerados que se pueden identificar en el documento conciliar acerca de las problemáticas de la vida y desarrollo económico de nuestras sociedades contemporáneas, se pueden mencionar las siguientes:

· Participación excluyente de unos pocos en el desarrollo económico.

El primer “signo de los tiempos” que se identifica es la participación excluyente de unos pocos en los procesos económicos. La orientación del desarrollo no puede quedar en manos de unos pocos o de grupos cargados de poder, sino que tiene que ser el resultado de la participación activa de todos de todos los niveles de decisión del mayor número posible de hombres. De esta manera, todos se sentirán protagonistas de su propia elevación económica, social y cultural.

Los propios economistas han puesto de relieve que las tareas del desarrollo resultan también más eficaces con la colaboración de aquellos para quienes el desarrollo se realiza. La planificación del desarrollo es efectiva sólo si obtiene la cooperación de la población, basando el desarrollo en sus aspiraciones y utilizando los resultados del desarrollo como base para el progreso social y económico.

“El progreso económico debe permanecer bajo el control del hombre, y no debe remitirse a la decisión de sólo unos pocos hombres o de grupos dotados de excesivo poder económico… es conveniente que, en cualquier nivel, el mayor número posible de hombres… participen activamente en la dirección de este desarrollo” (GS. 65 a).

La orientación del desarrollo debe ser orgánica, es decir, que su orientación no puede estar en manos de una sola comunidad política ni de ciertas naciones más poderosas, sino que ha de ser fruto de la participación activa del mayor número posible de países. Porque el ciudadano tiene el derecho de ser el autor principal de su propio progreso.

“… los ciudadanos tienen el derecho y el deber, que también el poder civil tiene que reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al verdadero progreso de su propia comunidad” (GS. 65 b).

· Planificación centralizada del desarrollo (centralizaciónsistema totalitario y autoritario).

El segundo “signo” que constituye una preocupación para el documento conciliar es que el desarrollo centralmente planificado ha comprometido y anulado valores fundamentales de la persona humana, cuando ha orientado todos los esfuerzos y sacrificios al servicio de una ideología, de unas ambiciones de dominio y de poder. De tal forma que el proceso de desarrollo económico se convierte en la plataforma de instauración de sistemas totalitarios y autoritarios centralizados que buscan los intereses de la ideología para la que trabajan y no el beneficio y crecimiento del hombre.

No se puede dejar el desarrollo ni al libre juego de las fuerzas económicas ni a la sola decisión de la autoridad pública. La expresión del documento no puede ser más clara. Ni liberalismo a ultranza, ni planificación totalmente centralizada o arbitraria. No ha de entenderse, por lo tanto, que el documento mantiene una postura escéptica o negativa ante el hecho de la planificación, sino que su repulsa va dirigida contra ciertas formas de planificación que no responden a las necesidades humanas concretas y materiales de la gran mayoría de la población de una nación, y sólo responden a los intereses y necesidades particulares de un sector social restringido.

El documento rechaza el tipo de planificación que hace del proceso económico un instrumento técnico, elaborado al margen de las aspiraciones y las contribuciones personales, de los derechos, en suma, de los ciudadanos, la que lo utiliza en forma opresora e imperativa, como aparato de coacción al servicio de unos intereses políticos dominantes.

· Falta de sentido equitativo y solidario.

El tercer “signo” de preocupación para el Concilio es la desigualdad insolidaria del hombre hacia el hombre mismo y que destruye completamente ese “humanismo nuevo” proclamado. Cuando se contempla la realidad socio-económica, uno de los aspectos que más asombra y entristece es que vivimos en un mundo de desigualdades, disparidades y desequilibrios fundamentales. El desarrollo económico, además de haber promocionado a una porción pequeña de la humanidad, presenta un balance descompensado, con grandes injusticias y situaciones opresoras.

"En un momento en que el desarrollo de la vida económica, orientada y ordenada de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso de las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los más pobres. Mientras una multitud inmensa carece de cosas completamente necesarias, algunos, aun en regiones menos desarrolladas, viven en la opulencia o malgastan los bienes… mientras unos pocos gozan de un grandísimo poder de decisión, muchos carecen de casi toda posibilidad de actuar por iniciativa propia y con responsabilidad, viviendo frecuentemente, además, en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana”

(GS. 63 b).

Hay algunos factores institucionales que inciden sobre esa distribución acentuando su carácter desigual. Es la distribución de la propiedad, que determina grandes diferencias económico – sociales en el orden individual y familiar. Las desigualdades dependen fundamentalmente de factores o estructuras institucionales. Por esta razón, el documento conciliar clama por exigencias de la justicia y la equidad, hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de la personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente las diferencias económicas.

El tono enérgico que emplea la Constitución, deriva de la importancia de los desniveles constatados y de la percepción de una falsa sensibilidad social ante las reformas necesarias. La dignidad de la persona humana, la justicia social, la equidad y la paz social exigen que se llegue a una situación social más humana y solidaria.

“La justicia y la equidad exigen también que la movilidad que es necesaria en una economía progresiva se ordene de manera que la vida de los individuos concretos y de sus familias no se haga incierta y precaria” (GS. 66c)

Esta desigualdad puede producirse a tres niveles distintos, con tres enfoques distintos, y así lo nota la Constitución: desigualdad en la distribución personal o entre personas que cooperan directamente en la producción, desigualdad entre sectores económicos o geográficos de un país y desigualdad entre naciones.

“Para responder a las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las diferencias económicas verdaderamente monstruosas que, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales, existen hoy y frecuentemente aumentan” (GS. 66 a).

· Migraciones de los trabajadores.

Un cuarto “signo” apenas identificado por el documento conciliar, pero de gran peso en la búsqueda de mejores condiciones de vida y de trabajo para el hombre es el tema de las migraciones. Si se considera al desarrollo desde un punto de vista “espacial”, se presenta una nueva fuente de desigualdad: el desequilibrio regional o territorial. Esto lleva a otra de las preocupaciones que el documento conciliar aborda aunque de forma indirecta: la migración de los trabajadores.

Uno de los aspectos implicados en la acentuada desigualdad en la distribución geográfica del desarrollo es la migración. No es necesario acudir a estadísticas para verificar que son masas ingentes de personas las que se ven forzadas a abandonar sus lugares de origen y de trabajo para buscar empleo en zonas muy alejadas, se ven obligadas a traspasar las fronteras de su país para acudir a países extraños y diversos en lengua, clima, cultura y tradiciones.

Ejemplo vivo y actual de esta realidad son las migraciones de habitantes de los diversos países latinoamericanos desde las fronteras de México hacia los Estados Unidos de Norteamérica, con el fin de hacer realidad, en el mejor de los casos, lo que se conoce como el “sueño americano” o sencillamente buscando mejores condiciones de vida, estabilidad laboral e ingresos económicos que les permitan asegurar las remesas familiares enviadas a sus países de origen.

En este sentido el documento conciliar se pronuncia en un doble orden de consideraciones. En primer lugar, la creación de fuentes de trabajo en las propias regiones y en segundo lugar, urgiendo normas de amparo y protección hacia los trabajadores emigrados. Puesto que la movilidad es necesaria en una economía progresiva, la justicia y la equidad exigen también que se ordene de manera que se evite la inseguridad del individuo y la familia.

“Se ha de evitar cuidadosamente cualquier discriminación relativa a las condiciones de remuneración o de trabajo hacia los trabajadores que procedentes, de otra nación o región, contribuyen con su trabajo a la promoción económica de un pueblo o región”(GS. 66 d).

Pues bien, el Concilio pone el acento en la cuestión de la desigualdad económica entre las naciones y en el problema del desarrollo económico. La doctrina conciliar sobre el desarrollo económico se puede sistematizar en dos aspectos: la problemática del desarrollo de un país y las implicaciones internacionales del desarrollo. El proceso de desarrollo de un país presenta una inmensa gama de cuestiones que afectan tanto a lo puramente económico como a otros aspectos de la vida humana, por ejemplo lo moral.

La ley fundamental moral y el punto básico del humanismo nuevo proclamado es que el hombre debe ser el actor y la razón de tal desarrollo. Si un país tiene que desarrollarse lo tiene que hacer para el hombre y por el hombre. Lo primero es evidente y constituye la preocupación general de este capítulo y de toda la Constitución. Este humanismo fundamental para todo desarrollo económico es un llamado de esperanza para el hombre mismo que no tiene acceso a disfrutar de los beneficios del desarrollo, por ello se constituye un “signo de nuestro tiempo” de esperanza y de llamado al cambio.

“Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, es preciso tender a un aumento de la población agrícola e industrial y de la prestación de servicios. Por ello, hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, la creación y ampliación de nuevas empresas, la adaptación de los métodos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción, en una palabra todo cuanto puede contribuir a este progreso”(GS. 64).

2.3.2.4 La vida en la comunidad política (Capítulo IV).

Es importante señalar que en la constitución conciliar Gaudium et Spes se habla siempre de “comunidad política” y no aparece para nada el término “estado”. Éste término ha sido utilizado de modo consciente por los padres conciliares, precisamente porque su significado es más amplio que el del término “estado”. “Comunidad política” abarca dos elementos de la vida política: el gobierno y el común de los ciudadanos. La comunidad política es la integración de ambos bajo el principio del bien común.

Por tanto, se entenderá por comunidad política, en el documento conciliar Gaudium et Spes, como la común unidad que prevalece dentro del grupo social constituido por los miembros que conforman una sociedad civil y política. Esta común unidad se ha de sostener en la búsqueda de los mismos fines, es decir, en beneficio de todos los miembros de la sociedad o la nación.

El bien común, en todos los campos, ámbitos y sentidos, será el fin primordial de toda comunidad política. Se entiende por bien común todas aquellas condiciones favorecidas a los miembros de una sociedad que garanticen su beneficio personal, su crecimiento humano, sus derechos civiles y su realización profesional.

“Los hombres y las familias que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para instituir una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia… para procurar cada vez mejor el bien común… La comunidad política existe para aquel bien común del que obtiene su plena justificación y sentido… El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia” (GS. 74).

De acuerdo a la doctrina social cristiana, la “política” es aquella actividad social que utiliza o influye sobre el poder público, para conseguir el bien común en armonía con los derechos de los grupos naturales y con la dignidad y libertad de la persona humana.

El propio Concilio afirma que la comunidad política, como la familia, responde de modo inmediato a la naturaleza profunda del hombre; que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la misma naturaleza humana y pertenecen, por lo tanto, al orden previsto por Dios.

La constitución conciliar presentará un panorama político general al principio del capítulo, en el que se pueden identificar algunas situaciones que se constituyen a si mismas “signos de nuestro tiempo”.

En primer lugar, se habla de profundos y constantes cambios que caracterizan los procesos políticos de nuestro tiempo. Dichos cambios influyen de manera decisiva en el desarrollo cultural, económico y político de los pueblos, repercutiendo en el ejercicio de la libertad civil.

“En nuestro tiempo se advierten profundas transformaciones también en la estructura y en las instituciones de los pueblos que son consecuencia de su evolución cultural, económica y social. Estas transformaciones ejercen un gran influjo en la vida de la comunidad política, sobretodo en lo que concierne a los derechos y deberes de todos en el ejercicio de la libertad civil y en el logro del bien común…” (GS. 73 a).

En segundo lugar, surge la conciencia y el afán de favorecer en los sistemas políticos el respeto a los derechos de la persona en la vida pública. El respeto a los derechos de los ciudadanos garantiza la participación efectiva de todos en la comunidad política.

“De la conciencia más viva de la dignidad humana surge en diferentes zonas del mundo el afán de instaurar un orden político-jurídico en el que se protejan mejor los derechos de la persona en la vida pública… La salvaguardia de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos… puedan participar activamente en la vida y el gobierno del Estado” (GS. 73 b).

Aparece como un signo más la oposición hacia sistemas o formas políticas que obstaculizan la libertad civil o religiosa, empleando mecanismos de represión que desvían el ejercicio de la autoridad para buscar los fines e intereses de unos pocos.

“Se reprueban todas las formas políticas… que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican las víctimas de las ambiciones y de los crímenes políticos y desvían el ejercicio de la autoridad, del bien común a las conveniencias de un grupo o de los propios gobernantes”(GS. 73 c).

Ahora bien, el tema central del capítulo se puede enunciar como “la participación ciudadana en la vida pública”. Se puede afirmar, parafraseando a GS 73, que la tesis del capítulo es la necesidad de un nuevo ordenamiento político que garantice los derechos de la persona como requisito para la participación ciudadana, tan necesaria en la construcción de una comunidad política, que debe estar integrada y protagonizada tanto por los gobernantes como por los ciudadanos.

Esta participación ciudadana, entendida desde la Gaudium et Spes, debe estar ordenada en función del bien común. El principio de autoridad aparece varias veces a lo largo del capítulo, pero el acento recae sobre los derechos y deberes del ciudadano y sobre todo la participación de estos en la vida pública.

Esta participación ciudadana, adquiere una gran importancia dentro del desarrollo del documento conciliar. La participación ciudadana de una nación refleja el nivel de desarrollo político y social del país y el nivel de maduración política en su ejercicio democrático.

El ejercicio democrático de la participación ciudadana es signo de progreso para una comunidad política. Por tanto, la participación ciudadana de una nación constituye también un “signo de nuestro tiempo” de vital importancia que reclama un cambio de visión en el ejercicio político de las naciones. Cabe recordar aquí el contexto en el que se escribe este apartado de la Gaudium et Spes. Europa ha pasado recientemente la crisis de la segunda guerra mundial y vive una auténtica crisis política por la guerra de ideologías entre los dos sistemas políticos mundiales más fuertes de aquel momento y es víctima también de formas de organización social y política no precisamente democráticas.

El concepto conciliar de “participación” del pueblo en la vida pública se halla íntimamente ligado al concepto de libertad, y por tanto, de responsabilidad personal. Supone una lucha tenaz y diaria para liberar al ciudadano de las innumerables servidumbres que hoy le acechan. En el fondo, el concepto es abordado desde el afán de servicio al prójimo.

Según lo presentado por el documento conciliar, al Concilio le preocupa de qué forma se puede fomentar la participación de todos en la comunidad política. El Concilio alaba a las naciones que obran de modo que el mayor número posible de ciudadanos tenga intervención en la vida política. El Concilio enfatiza como norma general de este principio de la participación, el que sea un ejercicio que se extienda a todos los ciudadanos y no quede reducida a unos pocos privilegiados. Si ese ejercicio no alcanza a todos y es sólo privilegio de pocos, la participación popular cae en la oligarquía.

Es importante subrayar la motivación histórica que justifica la ética de la participación del pueblo en la vida pública. Partiendo de la evolución cultural, económica y social de los pueblos, esa evolución repercute en las estructuras e instituciones públicas, hasta el punto de que el desarrollo provoca una conciencia más viva de la dignidad humana, la cual hace que el hombre se considere sujeto personal, libre y responsable de sus decisiones.

Por otro lado, el documento conciliar presenta también algunos riesgos que se pueden correr en el ejercicio la participación ciudadana, la libertad civil y la construcción de una comunidad política:

· El Concilio reprueba las formas políticas que estorben a la libertad civil, tal como se señala más arriba, y sobre todo aquellas formas de organización que orientan la acción del gobierno hacia la oligarquía. El Concilio denuncia a los defensores del ateísmo de Estado que atacan violentamente a la religión y la libertad religiosa. Y lamenta que la autoridad política establezca discriminación entre los creyentes y los no creyentes, negando los derechos de la persona.

· El Concilio afirma que es inhumano que caiga la autoridad política en formas totalitarias o en formas dictatoriales, que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales. Según el texto, la dictadura resulta condenable sólo cuando lesione los derechos de la persona o de los grupos. En consecuencia, no hay una reprobación absoluta de la forma dictatorial a menos que atente contra lo mencionado antes.

· Advierte el Concilio a quienes se consagran a la vida pública que deben luchar, con integridad moral y con prudencia, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político. El absolutismo de Estado se sostiene en el principio errado de pensar que la autoridad del Estado es ilimitada y que no se admite apelación alguna a una ley superior legalmente obligatoria.

· Denuncia el Concilio los casos de positiva opresión del ciudadano, los cuales se dan cuando la autoridad pública abusa de su poder y rebasa su competencia. El deber de conciencia de obedecer a la autoridad se da cuando ésta se ordena dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común. El Concilio amonesta al ciudadano a que acate las exigencias objetivas del bien común, no por razón de la obediencia a una autoridad que falta a sus deberes, sino por razón del bien supremo de la sociedad.

No se podría terminar el estudio de la vida política de la constitución conciliar sin hacer mención de la relación e integración de la política con el cristiano y la Iglesia. El documento alaba al político consagrado a esta tarea del bien público, entendido al servicio de la persona humana.

El Concilio recuerda al hombre que ejerce el gobierno la necesidad de que olvide su interés propio y rehuya a cualquier beneficio ilícito. Es obligación del político, y muy particularmente del político cristiano, luchar contra la injusticia, contra la opresión, contra el absolutismo y contra la intolerancia de un solo hombre o de un solo partido político.

El documento conciliar da por supuesto el hecho de que los cristianos no deben ser ajenos a la realidad política de la sociedad o comunidad política en la que están inmersos, puesto que la realidad responde a su condición espacio – temporal como hombres inmersos en un contexto histórico – político determinado, y más aún como ciudadanos activos miembros de una sociedad. Los cristianos deben sentir su llamado hacia el ejercicio del profetismo (anuncio y denuncia) dentro de los procesos políticos de su nación, para que dichos procesos cumplan con las exigencias de los valores del evangelio.

“Todos los fieles cristianos, en la comunidad política, deben sentir su vocación especial y propia, con la que deben dar ejemplo en cuanto que están obligados por la conciencia de su deber y sirven al cultivo del bien común, de modo que demuestren también con hechos cómo se armonizan la autoridad con la libertad, la iniciativa personal con la conjunción y cohesión de todo el cuerpo social” (GS. 75 c).

Los cristianos no pueden desentenderse de la política con la excusa de que es un asunto oscuro, sospechoso o inmoral, tampoco cabe el argumento de que hay que desentenderse de la política como del mundo, porque nuestro destino es sobrenatural, y por consiguiente, en cuanto a peregrinos, no nos afectan las cosas de este mundo.

El cristiano no puede desconectarse del dinamismo de la vida política, porque está inserto en ella y por ella es afectado. La inhibición hacia la política no sólo es inmoral, sino insensata. El deber del cristiano es participar en la vida política.

Los cristianos, en este campo de la vida pública, tienen que hacer valer el peso de su autoridad moral en la opinión pública, a fin de que el poder político sea ejercido con justicia y para que las leyes respondan a los principios de la moral y el bien común.

Los cristianos deben reaccionar enérgicamente y luchar contra los sistemas que no coinciden con la concepción del mundo y de la vida cristiana. Por ello la constitución insta a los cristianos a luchar contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un hombre o de un partido. La lucha del cristiano se esfuerza por suprimir las injusticias de todo tipo, económicas, sociales y políticas.

Conscientes de sus obligaciones y derechos en la convivencia, los cristianos han de servir de ejemplo a los ciudadanos – creyentes y no creyentes –. Los cristianos deben enfrentarse seriamente con la despolitización, con las situaciones de ocupación política y con el autoritarismo paternalista, que son los motivos de escándalo del humanismo cristiano en la convivencia en la comunidad política.

Al final de este cuarto capítulo de la segunda parte de la Gaudium et Spes, el Concilio habla de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Nuevamente aparece el término de comunidad o sociedad política y no el de Estado. Esta nueva terminología se puede atribuir al hecho de que el Concilio quiere ser consecuente con su doctrina de la participación ciudadana en la vida pública, entendiendo que las relaciones de la Iglesia con la sociedad temporal deben abarcar no sólo al Estado como gestor, al poder público, sino también al conjunto de los ciudadanos como elemento esencial de la vida política.

El Concilio confirma la independencia y la autonomía de que gozan simultáneamente la Iglesia y la comunidad política. La Iglesia ha tenido que hacer frente a la acusación que le hacían los Estados de pretender injerirse en la esfera de lo temporal, al mismo tiempo que la realidad obligaba a la Iglesia a defenderse de las injerencias del Estado en su organización y en su funcionamiento.

2.3.2.5 Promoción de la paz y la convivencia humana internacional (Capítulo V)

El capítulo “V” de la Constitución P astoral de la Iglesia en el mundo de hoy, abordará el tema de la promoción de la paz y la cooperación internacional, como último tema de gran importancia para el contexto socio-político de aquella época. Un contexto lastimado por la reciente segunda guerra mundial y la vigente guerra fría entre las dos potencias del momento. El mundo, de alguna manera espera en este contexto una reacción o pronunciamiento de la Iglesia respecto de la situación mundial, la legitimidad o no legitimidad de la guerra, la visión o concepción de la “paz” para el Concilio y la Iglesia y el compromiso al que están obligados e invitados los cristianos.

De esta forma, se aborda en este trabajo el tema de la “paz” desde la perspectiva de los “signos de los tiempos” y se dedica el apartado 2.3.2.5 de esta investigación para tratarlo, tal y como lo presenta el Concilio a la luz del documento conciliar. Como un punto de partida para lograr establecer el diálogo internacional y la promoción de la justicia, la igualdad y la construcción de un proyecto que favorezca la convivencia humana en una sociedad moderna que se encuentra lastimada por las heridas causadas por la guerra y el desarrollo moderno de la ciencia y la tecnología utilizadas al servicio de la violencia.

En el estudio presente de la Gaudium et Spes y su enfoque sobre la paz es interesante descubrir que su estructura interna presenta unas características particulares. La Gaudium et Spes, no es otra cosa que la iniciación de un diálogo. Para que exista un diálogo es preciso que haya dos interlocutores que reciban recíprocamente la información o el mensaje. Así, la Iglesia, a través de la Gaudium et Spes, no hace otra cosa que tomar la disposición de iniciar el diálogo, exponiendo su punto de vista sobre la cuestión a dialogar.

Primeramente, el Concilio tiene conciencia clara de la angustia que aqueja hoy a la humanidad y a los pueblos más afectados por las consecuencias de la violencia y la guerra, pero también tiene clara conciencia de la esperanza que deben tener el hombre moderno y el compromiso al que están obligados los cristianos.

Vivimos en una situación peligrosa a medida que la humanidad avanza progresivamente hacia la unidad y a la vez hacia la toma de conciencia de su interdependencia. Precisamente esta interdependencia de los pueblos crea un peligro extremo si no se encuentra una solución global para la construcción de un mundo más humano. Esta interdependencia política entre las naciones constituye una de las causas fundamentales de la crisis de la comunidad internacional y la poca convivencia humana. Es uno de los “signos de nuestro tiempo” que clama urgentes respuestas y compromisos para el cambio. Para superar los desequilibrios internacionales y hacer desaparecer la angustia y la violencia, no hay otro remedio que el esfuerzo renovado por llegar a la verdadera paz.

Las grandes esperanzas que el extraordinario progreso técnico abre para la humanidad van mezcladas también de profundas angustias y sufrimientos en la esfera internacional. Sufrimiento causado por el azote del hambre, la guerra atómica, el odio racial, la falta de libertad. La conciencia de estos “signos de nuestro tiempo”, constituyen el punto de partida para la reflexión del Concilio.

En segundo lugar, se puede deducir en la reflexión del documento conciliar, la concepción que tiene el Concilio de la paz. Partiendo de este enfoque y énfasis se plantea a continuación qué se entiende en el documento por “la paz” y cómo define la “paz” el Concilio y a través del Concilio, la Iglesia.

Lo primero que se ha de establecer en busca de una respuesta, es el hecho de que el hombre es el artífice de esta paz. El hombre es el punto de partida de la paz. Conociéndolo bien y teniéndole muy presente en todos los desarrollos a que la noción de la paz nos lleve, podremos construir eficazmente esa paz. El hombre es el objetivo final, la causa de la misma paz. El hombre es además el autor, dotado de conciencia y libertad. El hombre es el único beneficiario de la paz.

¿Cómo definir la paz? La definición que ofrece Juan XXIII deducida de la “Pacem in Terris” puede servir de mucha ayuda. La paz, para Juan XXIII es la “convivencia humana en el orden”. En Juan XXIII la perspectiva cambia, porque no se trata sólo de un “orden”, sino que aparece la convivencia humana como aporte novedoso. El “vivir con” supone una relación con el otro, alteridad, posibilidades de realización, de darse a los demás.

Este enfoque de Juan XXIII está presente a lo largo del documento conciliar. La idea de una convivencia humana será el telón de fondo de todo el planteamiento de la Gaudium et Spes sobre la paz. El concepto de una paz, que no se entiende sólo como un don que se nos regala, sino un don que se conquista. La paz vista como tarea, realización de los hombres, de hombres que respondan a su vocación, de hombres que actualicen aquella responsabilidad creadora, inserta en la noción de conciencia y libertad. La paz no puede ser un simple sentimiento humano. La paz debe nacer de una auténtica voluntad precisa, para que se realice el orden querido por Dios.

La naturaleza de la paz será abordada de manera concreta por el Concilio. La paz no es una mera ausencia de guerra. No es solamente un equilibrio de fuerzas contrarias, ni el despotismo de un país sobre los demás. La verdadera paz es el resultado de que el mundo viva en orden de justicia. La paz es el fruto de la justicia y el amor. Esta definición de la paz en función del orden y la justicia es precisamente el concepto del “shalom” bíblico.

La primera afirmación se limita a definir paz como una prevención o reducción del conflicto. La segunda, que es la expuesta por el Concilio, se entiende como una construcción consciente de un mundo más justo. Esta visión sustituye la concepción estática de la paz, como equilibrio internacional por la concepción de una paz justa en el esfuerzo solidario y libre de los pueblos. La paz es dinámica y adaptable a las exigencias concretas de las circunstancias históricas en busca de justicia.

El concepto de paz dinámica constituye la clave del mensaje conciliar. La paz no está hecha, no se adquiere de una vez y para siempre con la firma de tratados y ordenamientos jurídicos. La paz hay que construirla incesantemente. Es el resultado de un orden justo, histórico, humano. Exige de cada hombre una lucha constante por adaptar las estructuras a la justicia de los pueblos.

El Concilio no deja de tener una gran esperanza por la paz. Esa esperanza nace de la fe que manifiesta el Concilio mismo hacia la capacidad de progreso y de justicia y el protagonismo mismo del ser humano en la construcción de una sociedad mejor, tema ampliamente desarrollado en el capítulo de la “autonomía de las realidades terrenas” del documento conciliar.

Y además por la fe manifestada en la providencia de Dios. Este optimismo cristiano viene moderado por su realismo político. El Concilio, y por consiguiente la Iglesia, se siente profundamente responsable de colaborar con la humanidad, que vive la tragedia de una paz desplazada por la guerra. El mensaje evangélico de esperanza en la buena noticia, de amor, justicia y salvación, pretende ser adaptado a las angustias y esperanzas de nuestra humanidad.

Por todo esto, el Concilio hace un llamado universal a la verdadera paz, que se funda en la justicia y en el amor. Su mensaje expuesto se puede visualizar a grandes rasgos en tres partes: una primera parte de “negación”, con la conclusión de que hay que eliminar la guerra. Una segunda parte de “afirmación”, en el sentido de la promoción y construcción de la comunidad internacional.

Desde esta perspectiva de la paz, se enfocan los problemas concretos de guerra, desarme, autoridad internacional, ayuda a los países subdesarrollados, explosión demográfica y los medios de unidad internacional. Una tercera parte, con un sentido más pastoral, que pretende principalmente despertar en los cristianos la responsabilidad de participación y de colaboración en la construcción de la paz. Tiene un sentido moral y religioso.

En el texto, se nota un empeño evidente en los redactores por llegar a una exposición coherente de la doctrina de la Iglesia sobre la paz, sin embargo, Gaudium et Spes terminará abordando este tema desde un enfoque más pastoral que doctrinal.

Su llamado a la paz no formula una tesis científica ni expone un sistema de soluciones para los gravísimos problemas del mundo. El Concilio no ha pretendido sustituir a los organismos internacionales responsables de velar por la implantación mundial del orden, la justicia y la paz. El Concilio estudiará los problemas internacionales desde una teología de lo concreto. Más que definir actitudes, trata de apuntar soluciones.

No es por lo tanto, un manifiesto de teología moral que trate de adaptar la doctrina de la Iglesia a las condiciones del mundo moderno. No es un documento doctrinal a la manera de encíclicas, que intente sistematizar los principios dispersos en los documentos pontificios. Más que en los principios pone el acento en acciones concretas que deben emprenderse inmediatamente para limitar los conflictos y construir la paz.

Sin embargo, tampoco el texto tiene un enfoque “profético”, como lo esperaba el grupo de avanzada del Concilio. Muchos alimentaban la esperanza de que el Concilio pondría la guerra en su lugar sin ningún respaldo legal que la aprobase en cualquier circunstancia o situación y que condenaría sin restricciones las armas atómicas. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro para decepción de muchos. Se convierte definitivamente en un texto “pastoral”, que no condena a nadie y se esfuerza más por ayudar a los hombres comprometidos en conflictos por la construcción de la paz. Una especie de llamado moral ajeno a la realidad política hubiera puesto en juego el crédito moral del Concilio ante el mundo. Las conclusiones del capítulo quinto sobre la paz y sobre la guerra se fundan en la verdad de la doctrina y de los hechos.

El Concilio toma conciencia de la acción no violenta en la defensa de la justicia que hoy proclaman y realizan vigorosos movimientos pacifistas. El Concilio responde así al deseo de muchos cristianos que pedían que la Iglesia reconociera el valor de legitimidad de una vocación no violenta. La no violencia no puede convertirse en una evasión de obligaciones sociales, sino en una forma eficaz de servicio y amor a los hombres.

La paz humana será siempre imperfecta e incompleta, pero en la medida que la caridad cristiana se vaya apoderando de los hombres, se irá superando progresivamente la violencia hasta convertir los medios necesarios de guerra en instrumentos pacíficos al servicio de la humanidad.

El Concilio propone un verdadero proyecto para la eliminación absoluta de toda forma de guerra. Con su actitud pastoral y realista, pretende el Concilio transformar la actual coyuntura, todavía de amenaza y agresión, en una situación histórica en la que la guerra no sea ya políticamente necesaria, jurídicamente sea eliminada y moralmente deje de ser un medio indispensable para la paz.

El Concilio enumera rápidamente las bases y directrices morales de un proyecto de paz universal. La necesidad de este proyecto de paz viene impuesta por la trágica crisis de la coyuntura actual. La actitud realista del Concilio promueve el pacifismo absoluto – que defiende la ilegitimidad de la guerra – y denuncia el belicismo radical. Consciente de la amenaza atómica que acaece sobre la humanidad, el Concilio siente como un deber imperioso elevar su voz con todas sus fuerzas para conjurar a todos los hombres a hacer todo lo posible con el fin de mantener la paz y eliminar el espectro de la guerra.

La paz es una empresa colectiva de la que todos somos responsables. La construcción de la paz supone el esfuerzo de todos los hombres. Esta responsabilidad colectiva constituye la primera condición del proyecto. El llamado urgente al involucramiento de todos en la construcción de la paz es otro “signo de nuestros tiempos” al que la Iglesia y la humanidad deben estar atentas.

La paz exige la colaboración de todos por encima de los egoísmos de clases y los resentimientos históricos. Se construirá la paz, en la medida en que el espíritu del hombre sea capaz de expansionarse libremente, en la medida en que se haga cada día un esfuerzo para contribuir a la comprensión recíproca, para tolerarse y colaborar en la formación de una auténtica voluntad de paz. Todos y cada uno de los hombres pueden colaborar a la formación de una situación social en la cual la voluntad de paz se una al fin general, un fin tan fuerte que se imponga a los mismos jefes de Estado.

El advenimiento de esa paz dependerá de nuestra capacidad por crear esa voluntad general, en virtud de la cual, pueda ser prohibida toda forma de guerra. Porque la paz general, como paz humana, debe ser libremente aceptada. Esta voluntad de aceptación y acogida de la paz constituye la segunda condición del proyecto.

Una tercera condición de este proyecto de la construcción de la paz se basa en el hecho de que es un proyecto realizable. La paz universal es posible y realizable. No es una tarea que dure indefinidamente, ni una meta inalcanzable. La instauración de esa paz dependerá del empeño de todos por acelerar su realización.

Para la realización de este proyecto – colectivo, libre y realizable – se señalan tres objetivos:

En primer lugar, fomentar el desarme militar general (de armas convencionales y atómicas) mutuo y simultáneo entre todas las potencias. Un desarme progresivo y controlado con suficientes garantías de éxito para la justicia y libertad de todos los pueblos.

Segundo, crear simultáneamente una autoridad universal, fuerte y eficaz, capaz de asegurar la justicia y el derecho de todos los pueblos. Esto implica la organización progresiva de la paz mundial y una reforma de estructuras jurídicas, políticas y sociales capaces de asegurar y defender los intereses vitales y legítimos de la comunidad internacional y sus miembros.

Tercero, fomentar las negociaciones, los acuerdos y el estudio de asociaciones y demás instituciones internacionales, para crear medidas, aunque sean parciales e incompletas todavía, para la solución pacífica de conflictos. Se trata de prevenir las causas del conflicto buscando soluciones a la oposición de intereses. Este objetivo busca además, planificar la ayuda de los pueblos contra la miseria mundial y la explotación demográfica que agravan la tensión internacional y pueden provocar en cadena una serie de guerras.

El Concilio se dirige a los que ponen excesiva confianza en la acción de los organismos internacionales. Como instituciones meramente políticas o jurídicas no pueden crear una ideología orientada hacia la realización de la paz. No bastan las buenas leyes para asegurar a las naciones el funcionamiento de todas sus instituciones. La paz exige una base más sólida que las seguridades técnicas y jurídicas. La paz es sobre todo una condición del espíritu. Lo esencial es el espíritu que anima las instituciones y a los defensores de la paz. La educación del espíritu constituye el medio más eficaz en la construcción de la paz.

El futuro de la humanidad depende de la supervivencia de los valores personales, el sentido de responsabilidad y fraternidad por encima de las políticas y de las ideologías. En la medida que los hombres vayan moderando la rigidez de sus ideologías y la agresividad de sus instintos, será posible un diálogo fraternal.

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