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Diez Relatos (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4

José Pacheco caminó cabizbajo de camino a la vecindad, no entendía qué había pasado, nunca había observado ese comportamiento en el hombre. Quizás, los dos sujetos que se golpearon, son dos pequeños desperfectos en la vasta gama de seres perfectos que produce la madre naturaleza día a día, pensó. Sin embargo, esperando ya en la calle el cambio de verde a rojo en el semáforo, cuando todos los peatones debían estar parados en la acera sin arriesgar su vida, sin alterar el orden del tránsito, vio que casi nadie se quedaba a esperar el momento idóneo para cruzar y se arrojaban a la buena de Dios. Los autos paraban sin remedio tocando sus bocinas desesperados, reclamando su turno, pero al contrario de lo que se esperaría los infractores lanzaban palabrotas y maldiciones a los conductores. El fiscal, se hacía de la vista gorda, sobre todo cuando los motorizados vadeaban a los vehículos para rebasarlos en cualquier esquina, en pleno congestionamiento, rayando sus superficies de colores lustrosos. Los semáforos, simplemente no existían para los hombres en moto que retaban a los propios fiscales con ademanes malandrines, reuniéndose todos cuando el problema era de uno. Generalmente el infractor nunca quería dar su brazo a torcer, y buscaba cualquier subterfugio para evadirse, o negar el hecho, pero no con las pruebas tangibles de una injusticia, sino con el descaro del maleante desmedido de mirada amenazante, proclive a sacar un revolver de algún escondrijo y descargarlo sin miramientos sobre el representante de la ley. Es por esto que los polis y los fiscales le temían a estos sujetos con verborrea incendiaria, capaz de aparecerse repentinamente en su casa un domingo por la tarde, y lacerarle a quema ropa frente de sus familias como una película del Al Pacino.

II

José Pacheco llegó turbado esa noche fría, sentía un leve resfriado y una carraspera que le hacía toser. Ya comenzaba ha experimentar los padecimientos corporales del hombre, su mente buscaba una explicación lógica a lo que había visto en la calle, tenía que justificar cuanto antes aquel desastre, se resistía a pensar que se había equivocado cuando tomó la decisión de convertirse en hombre. Entonces se repitió varias veces: __No me he equivocado, el hombre es el ser que mejor vive, el hombre es el ser que mejor vive, mejor vive, mejor vive… Recordó cuando se trasformó en perro una vez y vivió entre una manada de perros aulladores, combatiendo con los lobos e hienas por las noches cuando estos se escabullían dentro de su territorio para engullir a sus crías. Mala noche de perro decía Pacheco, pero luego venía la imagen de la manada lamiendo sus heridas como un gesto de agradecimiento por su defensa contra las bestias de la tinieblas. Se sintió reconfortado, quería ser perro por siempre, pero un día combatió con uno de sus hermanos por una hembra en celo, todavía conservaba la imagen mortuoria de su hocico ensangrentado, y su larga lengua salida casi por completo de su cavidad, todo por una cópula salvaje. En ese momento, lanzó un aullido a los cuatro vientos, y dejó la manada para volver a su estado de monstruo.

José Pacheco entendía muy bien que de este último experimento como humano, dependía su ansiada felicidad, pero quería asegurarse de que el hombre era el ser que mejor vive. Y si sabe vivir mejor que otras criaturas, es feliz, sin duda.

III

Los acontecimientos se hicieron más violentos a medida que transcurrían los días. En las busetas generalmente polvorientas, los conductores dejaban que los muebles ya roídos se desencajaran, el chirrido era insoportable, pedazos de fierro, tornillos y basura, rodaban por el piso impunemente, mientras el bullicio de la gente sudada y apretujada caldeaba el ambiente, y comenzaban las palabrotas, empujones, los zigzagueos de un conductor paranoico que luego encendía a todo volumen un reproductor con música Caribeña. Pacheco experimentó también los embates de una muchedumbre fuera de control en el subsuelo, en el servicio del Metro de Caracas, pero también en el Ferrocarril del IAFE, donde el hombre se comportaba como una verdadera bestia embistiendo a los otros usuarios, obviando las reglas de salida o entrada, burlando a los agentes, vociferando las palabras más atroces, dando zancadas veloces como de rayo para alcanzar las puertas robóticas del vagón. Al llegar, rebasaban al que estuviere en la cola con violentos golpes laterales, escamoteándoles el derecho de entrar primero. Alguno temerario que inconforme piara un juicio acusador, de pronto podía sentir el porrazo de un puño no identificado, dentro del inmenso mar de gentes que colmaban todos los resquicios del gran gusano de metal.

José Pacheco se impresionó más, cuando presenció la pelea de una bonita pareja que momentos antes se acariciaban en una plaza de la ciudad, musitándose palabras de amor, mirándose con un cariño incuestionable que era fácil envidiar. Pero luego, el mensaje erótico de una mujer desconocida en el móvil, detonó la explosión de una cólera en ella. El hombre profirió de golpe galimatías ininteligibles tratando de excusarse, pero quedaron descubiertos los dos prominentes cachos en su frente, la muchacha indignada le propinó múltiples bofetadas hasta que comenzó a recibirlas ella también. La diferencia era que el hombre le daba con los puños, y luego de varios puñetazos la desconectó, precipitándose irremediablemente al suelo gramíneo de la plaza. Era una escena ominosa ver el cuerpo de ella tumbado sobre el jardín de la plaza lleno de dolor, con el rostro manchado de hematomas violáceos, heridas abiertas borboteando el líquido purpúreo de su sangre, contorsionándose hasta llegar a la posición fetal.

José Pacheco se sentía decepcionado de su condición de hombre. Día tras día, observaba las escenas más sórdidas donde los humanos lesionaban o abandonaban a sus propios hijos, destruían sus hogares, arruinaban su ecosistema, robaban las pertenencias de otros, mataban, dañaban; y luego, cuando su conciencia le pedía cuentas, ofuscaban su mente con alcohol y drogas, transformándose entonces, en verdaderas criaturas feroces capaces de destruir todo lo que esté a su paso. Pacheco fue provocado por uno de ellos cuando trató de ayudarle para cruzar la calle, ya que su estado de ebriedad no se lo permitía. El hombre le espetó una palabrota y le percutó la cara de un manotón: __ ¡Déjame bestia! __ ¿Me habrá reconocido? Se dijo Pacheco. Pero no, sabía que su transformación como hombre había sido exitosa. Sin embargo, de alguna manera se sintió bien cuando el borracho le dijo bestia. En el fondo, ya no quería ser hombre porque había descubierto la verdadera naturaleza hostil del ser humano. José Pacheco vió lo suficiente de ese mundo "civilizado", como para dejar de interesarle. Al siguiente día, renunció a su trabajo, pagó las últimas cuentas de su habitación de vecindad, y regaló su ropa, libros y zapatos.

Cuando la luna llena se levantó espléndida aquella noche lanzando sus ráfagas de luz hipnótica sobre la gran ciudad de Caracas. José Pacheco lanzó un aullido a los cuatro vientos dejando su condición humana, metamorfoseándose en perro para volver a así a su antigua manada de perros aulladores, porque según su experiencia, allí se vivía mejor.

Vilorium

A la memoria de Franz Kafka y su obra

Metamorfosis

1883-1924

A la memoria de James Clavell y su Guión

La Mosca

1

Rufus Viloria lamentó hacer aquel experimento con la Prosopomya pallida, una simple mosca doméstica que sometió a un procedimiento doloroso para analizar su hemolinfa. Necesitaba aislar la proteína que la hacía inmune a cualquier clase de invasión bacteriana. Para la ciencia los dípteros serían aquella especie capacitada para resistir las consecuencias de una bomba atómica, la aridez de un planeta sin agua, el peligro de un ambiente endémico propalador de virus aniquiladores. Fue abriendo el abdomen de la mosca con un escalpelo diminuto, sale la hemolinfa color sangre, la mosca se contorsiona un poco, mueve las seis patas, comienza a desesperarse, Rufus presiona con la pinza, la cabeza del insecto hace un movimiento brusco como si quisiera desprenderse del resto, pero luego, se contrae. Expira. La hemolinfa ha salido casi por completo de su cavidad. El ojo del científico sobre el lente del microscopio se expande, gradúa, gradúa el aumento del aparato, mira los hemocitos, gradúa aún más, más, ahí está la proteína, quiere separarla del resto, pero está adherida a un átomo de hierro formando una molécula. Es complejo, complejísimo. Rufus añade un aislante que ha trabajado por muchos años, es efectivo para hemocultivos. Lo logra. La proteína por fin es aislada. Tiene en sus manos quizás el antídoto contra todos los elementos patógenos existentes en el mundo.

Pasaron meses de arduo trabajo para producir el Vilorium. Rufus no quería avisar a la prensa hasta que estuvieran descartados todos sus efectos secundarios. Él mismo sería el conejillo de indias.Tenía dos meses tomando diariamente 20cc de la fórmula para suprimir una infección que se provocó con miasmas de una industria química. Resultado: Los bacilos anómalos no pudieron adherirse a tejidos, vísceras o contaminar su sangre. Por el contrario, el Vilorium aumentaba el número de sus plaquetas fortaleciendo las defensas de su sangre, desarrollando su fibra muscular y provocando la proliferación de vellos sobre su piel. Gradualmente sentía que sus fuerzas aumentaban, que sus cuarenta y ocho años a punto de pasar al número siguiente, de pronto, se permutaban en veinte. Pero Rufus se turbó. Un presagio nefasto y abrumador dirigió sus pensamientos a una terrible posibilidad: La fórmula del Vilorium quizás no estaba completada. Tal vez todo desde el comienzo fue un perfecto error. La proteína nunca debió ser sustraída de la mosca. El tiempo pasaba, y su compulsión por el Vilorium avanzaba, sus manos temblaban, sudaba frío, se tornaba más irascible, violento, sediento, no podía concentrarse en lo que hacía. Entonces, el placer de sentir la solución dentro de sus venas recorriendo todo su cuerpo, haciéndole experimentar una fuerza sobrenatural, una nueva perspectiva de dominio y autocontrol, lo impulsó irremediablemente a aumentar la dosis, 30cc, 40cc, 60cc, 80cc su corazón latía rápidamente, se acordó de aquella vieja película de James Clavells "La Mosca", lanzó una carcajada, no podía creerlo, sus colegas se burlarían con sólo decirlo. ¿Decir, qué? ¿Que probablemente podría estar en la fase intermedia de una metamorfosis? Ja, ja ,ja, volvió a carcajearse, pero esta vez con miedo, un miedo que se le notaba en su mirada, la mueca de su pómulo derecho titilándole, el frío que le recorría su espalda, el desagradable sabor agrio de su boca. ¡Basta! Lo que experimento no es más que la reacción lógica de una droga, su dependencia irrefrenable, los posibles y terribles efectos secundarios de una fórmula que necesita perfeccionarse.

Los días se encargaron de mostrarle a Rufus la terrible verdad. El espejo del pequeño baño de su laboratorio reveló la probóscide de una horrenda mosca. Vomitó al instante frente al espejo manchándolo de una solución viscosa que derretía todo. Era la saliva de una genuina Prosopomya pallida. Ojos compuestos color rojizo, cabeza cubierta de filamentos parecidos al pelo, pero nunca comparables. ¡Mi cuerpo! Gritó. Rufus quería ver su cuerpo. Corrió enseguida al espejo grande del techo del laboratorio. Intentaba tercamente acostarse en el piso para quedar frente al espejo pero no lograba hacerlo por su inmenso abdomen. El escozor en su espalda accionó un impulso irresistible de mover sus omoplatos, entonces el siseo de sus dos alas lo petrificó en el sitio. Algo gelatinoso expulsó de sus intestinos. Quería explotar de la rabia, lanzó el instrumental al piso, volteó mesas, pipetas, frascos, refrigeradores. Gritaba, Rufus gritaba con un sonido de bicho.

La estridencia dentro del laboratorio alarmó a los vecinos. Pronto la poli derribaba la santamaría, periodistas, cámaras, comunidad, científicos, amigos…Todos se adentraron curiosos y vieron estupefactos a una mosca gigante revoloteando por el aire golpeando las cosas, diciendo palabrotas con una voz disminuida que salía de alguna parte de su horrenda cabeza. El sonido se hizo cada vez más inaudible hasta que sólo se percibía como un leve chasquido, y luego el siseo, el interminable siseo de un insecto que partió del recinto.

2

HOMBRE MOSCA DESCUBIERTO EN EL LABORATORIO DEL PROFESOR RUFUS VILORIA. Así amanecieron los tabloides. Las fotos mostraban al enorme díptero que según las fuentes era capaz de comerse un humano de un solo bocado. __ ¡Así que este era el gran proyecto de Viloria! Vociferó Carpio Manrique, pesado colaborador financiero para el desarrollo de la fórmula del Vilorium. Todos estos meses, todo este dinero despilfarrado. ¡Dios mío! Lo ahorco si lo consigo. Le hago pagar toda mi inversión. Le quito todo, hasta su madre. Y ni pensarlo que le daré otra oportunidad al desgraciado.

Manrique movió todos sus tentáculos. Hombres de negro recorrían la ciudad con gafas oscuras, Colt 3.8 con silenciadores ajustables, lustrosos autos negros capaces de mimetizarse con la turbia claridad de las calles con escasos faroles. Mostraban una identificación falsa de agentes de inteligencia, aunque en efecto eran polis a sueldo que mataban tigritos cuando terminaba su servicio. Un oloroso fajo de billetes marrones de cien, era motivo suficiente para matar a golpes si era necesario, hasta una estrella de Sábado Sensacional, mucho más a un científico loco que despilfarró dinero creando una mosca comecarne.

Manrique presionaba a sus hombres todos los días para que le trajeran al Viloria vivo, así que, a veces, se desesperaban y allanaban una casa sospechosa, salpicando de sangre las ventanas con los tiros a quema ropa que aplicaban a uno que se quedó mudo porque no quiso hablar, y porque tal vez, sabía del paradero del científico, ocultándolo en su propia casa. Pero el "yo no sé nada…no sé nada…", se repetía en los supuestos sospechosos, bañados en el lagrimeo ensordecedor de su desdicha. Mientras, las victimas salían en los periódicos, ocupando la primera plana en un horrendo fotolito mortuorio. Sobre el sofá de una casa en los Flores de Catia, amanecía el viernes un cadáver desnudo con hematomas de Colt y un tiro en la ingle. Manrique lleno de cólera. A las cinco de la tarde del jueves flotaba un bulto en el río Güaire, la policía descubrió el cuerpo en evidente estado de descomposición, pero era evidente que la muerte fue causada por los golpes certeros de una Colt. Manrique se come totalmente un lápiz de madera. El sábado a las doce, hombres de traje fueron vistos por los vecinos del piso 9 de un edificio de Ruperto Lugo, tumbaron la puerta a patadas, dijeron, luego se oyeron los gritos terribles del dueño del apartamento que salió por la ventana casi volando, precipitándose al vacío, cayendo irremediable sobre el concreto. El forense describió fríamente: "Contusión total por la caída, desmembramiento, derrame…pero la victima murió antes del desplome por cuatro tiros, al parecer propinados por una Colt". Manrique paranoico de una ira incontrolable, pateó a su buldog en el rabo, pero éste se le aferró a la pantorrilla, mordiéndola como lo hacía con su hueso. Vio todo gris cuando uno de los filosos colmillos de su buldog le laceró los tendones de su pierna izquierda, una ambulancia lo dejó en la clínica, mientras el viejo cincuentón alarmaba a los médicos con alaridos de apremio: ¡Apúrense miserables que se me muere la pierna! En medio de su fatalidad pensaba en Iturrieta, el jefe del grupo que había contratado para hallar a Viloria. No podía creer que esos zopencos se expusieran tanto, los reporteros no se chupaban el dedo, la poli no se chupaba el dedo, la gente no se chupaba el dedo. Quería tener a Iturrieta en frente para partirle la cara. Aquellas Colt 3.8 traídas del Norte para usarlas en su polígono de tiros, estaban registradas, debidamente legalizadas, cada vez que lo pensaba se arrepentía más de haberlas colocado en las manos de aquel grupo de pendejos. Era lo más fácil del mundo encontrar a un científico loco, barbudo, esmirriado, famélico, con una maleta llena de frascos y tubos de ensayo, probablemente vestido con la misma bata mugrienta llena de manchas de sustratos y ácidos sulfurados. No los imaginaba echando tiros a diestra y siniestra, convirtiéndolo todo en un caso de crónicas urbanas, derramando sangre injustificada, mientras los sabuesos con placa olfateaban ávidos las innumerables pistas que dejaban. Manrique casi se veía esposado en los diarios, llevado frente a un tribunal de justicia y condenado a treinta años junto a esos mequetrefes que se emocionaron con los trajes nuevos y armas que les dio. Pero qué quería Manrique, quería sólo un trabajo limpio, sin sangre, sin muertes, sin estropicio. Quería a Viloria amarrado en una butaca de su oficina para cobrarse la paga de cinco meses de financiamiento. Obligarle a trabajar en algo importante. Como por ejemplo: la cura del Sida, del Cáncer, el mal de Parkinson, quitar de un tajo la diabetes en la sangre, el mal de Alzaimer…en fin, algo importantísimo para la humanidad y para sus famélicas cuentas financieras desde luego.

Después que Manrique puso remedio al disparate, cuando el rechoncho Iturrieta y sus muchachos entregaron por fin las Colt que desenfundaron nerviosos, poniéndolas sobre el escritorio del jefe que los penetraba con una mirada filosa, dejándoles ahora sólo el traje nuevo y los inalámbricos que les había entregado desde el principio. Extrañamente, los siniestros siguieron sucediendo en las calles. Ya no eran los lacayos paranoicos de Manrique, ahora se trataba de un verdadero monstruo: desmembrando a sus victimas con una facilidad animalesca, como si se tratara de una bestia escapada de un zoológico, famélica, dando zarpazos predadores a innumerables sujetos que pululaban por las avenidas a media noche, cuando el perturbador sonido, bulliciosa estridencia de los autos, estampida peatonal incalculable, invadía todos los resquicios de la adusta selva de cemento. Claro, era lógico pensar que la opinión pública relacionara aquellas grotescas muertes con la mosca gigante comecarne, vista efectivamente aquel día escandaloso en el laboratorio de las empresas Carpio Manrique. Los periódicos, la tele, la radio, se hacían eco de los comentarios de la gente. Conjeturas urdidas por mentes ingeniosas describían escenas donde la mosca creada por un tal científico Rufus de Viloria, succionaba el cerebro de los humanos, haciendo incisiones certeras en el cráneo, sorbiendo la materia gelatinosa de la victima, hasta que sólo quedaba una hueca cavidad. Otros aseguraban hasta el modo de operar de la mosca: "Sólo se escucha un sffff… interminable, que se hace cada vez más cercano hasta que plaf, algo te da por la cabeza, y no sabes más de ti". Artículos cada vez más escabrosos se publicaban en los diarios. La policía era presa de una fatal incertidumbre, estaba confusa porque los cadáveres que aparecían, ya no tenían impresas en su carne las huellas de una Colt; u otras pistas más comunes que le hicieran seguir una secuencia lógica del siniestro, dar con el verdadero móvil, hasta llegar al presunto homicida. Pero después las Colt fueron encontradas en el polígono de un tal Manolo Garnica: el sospechoso testificó que no sabía cómo habían llegado esas armas allí, sobre todo cuando no las había comprado nunca, y su número de serie no estaba en las facturas que tenía de las armas que si eran suyas. Un vértigo recorrió la espalda de Manolo cuando los funcionarios encontraron inexplicablemente en su caja fuerte, un legajo de facturas de las armas solicitadas con su nombre y apellido impreso. Ante la ley, él era el legítimo dueño de las Colt 3.8.

3

Carpio Manrique pudo utilizar nuevamente aquella sórdida magia basada en el soborno para salvarse de los malos negocios, de los asuntos peligrosos, de quedar expuesto en los crímenes injustificados de Iturrieta y los muchachos. Lo triste es que otra vez un inocente como Manolo, tendría que sacrificar treinta años de su vida porque un hombre más poderoso que él, con más contactos que él, movió aquellos hilillos invisibles en lugares inaccesibles, donde todo se sabe, se modifica, y se determina a conveniencia de unos pocos. La mirada acuosa de Manolo se dirigía a cada resquicio de su casa, cada rincón le recordaba su esfuerzo desde joven por alcanzar todo lo que había logrado, el clic aceitado de las esposas, era para su corazón el sonido de una marcha fúnebre, tenía que despedirse de todo, de su esposa que ya se desplomaba sobre su pecho mojándolo, quemándolo con sus lágrimas. Llamaría a sus dos abogados a ver qué podían hacer en una situación como esta donde todas las pruebas lo acusaban. Sabía que muy poco se podía hacer con aquellas facturas, las funestas Colt, y los fiscales de justicia que de seguro tratarían de comérselo vivo.

Un Whisky a las rocas sorbía Manrique en su oficina mientras detallaba por televisión el traslado de Manolo a la corte. Su corazón descansó del episodio, aunque un débil remordimiento le molestaba cuando veía las imágenes, la cara patética del supuesto criminal, su esposa llorando con el rostro manchado de maquillaje, los medios embistiéndoles con preguntas corrosivas, en fin, todo muy tétrico, pero un pensamiento de Manrique suprimió todo escrúpulo: "Lo siento señor Manolo, pero era usted, o yo, y en ese caso, prefiero que sea usted".

Minutos antes de que Manolo se introdujera a la corte, viéndose acorralado por los medios, las cámaras como perros de presa, los agrios comentarios que casi hacían doler los oídos, y nuevamente las preguntas, respondió lacónico: "Que no sabía quién lo incriminó, pero que todo sale a la luz en este mundo", de pronto, un griterío retumbó más allá de las cámaras, la gente que rodeaba al sospechoso se dispersó corriendo, la reportera se lanzó de bruces al piso mientras le gritaba a Crispín que tomara toda la escena donde, la mosca comecarne, aferró a Manolo con sus patas, y se lo llevó a gran velocidad hasta ocultarse entre las nubes.

No se trataba de una mosca diminuta, era casi de las mismas proporciones que un ser humano, pero lógicamente con todas las características de un pegajoso insecto. El ministro de defensa se pronunció en rueda de prensa media hora después del suceso, un individuo de mentón prognático, mirada ruda con el entrecejo fruncido todo el tiempo, voz rígida como si al responder a los reporteros estuviera dando órdenes a sus oficiales: __Ya tenemos todo calculado para atrapar al insecto, porque debemos recordar que es un insecto, piensa como insecto, así que no posee un ápice de la inteligencia humana. __Pero general, cree que será tan fácil, recuerde, es un monstruo, reiteró un reportero.__No me contradiga muchacho, que cuando le digo que las Fuerzas Armadas tenemos los pelos en la mano, es porque los tenemos. __ ¿Con cuanto se cuenta para atrapar a la mosca?__Sea específica señorita, reiteró el general haciendo un rictus de complacencia, sintiendo que controlaba la situación. __Me refiero, a tropas, armas, tanques…__Tenemos de todo, Ametralladora Browning, FAL, PGP, UZI, helicópteros, aviones: Cessna 182, Tucano T-27 y Mentor VT-34, granadas, de todo señorita. __ ¿Hasta chalecos?, digo, para protegerse de la probóscide del monstruo, mire que aquel insecto despide una especie de saliva que disuelve toda clase de sólido, incluso metales.__Ni modo que mi ejercito se ponga arneses señorita, desde luego usaremos algo que nos proteja. ¿Hay más preguntas? Inquirió un reportero que fungía de coordinador de aquella rueda de prensa improvisada. __Sí, respondió un tal Julio Rengifo: ¿Por qué las Fuerzas Armadas no han podido atrapar al asesino de los crímenes que hasta ahora han colmado los encabezados de los periódicos? Esa era la pregunta no esperada por el Ministro. __Puede repetir la pregunta por favor. __No es necesario repetirla, todos la saben. Me refiero a qué dice el Ministro de la Defensa sobre el asesino en serie que anda suelto en las calles de Caracas.__Usted habla, si no me equivoco, de la mosca gigante que acaba de salir en televisión, ese insecto es el verdadero criminal. Reiteró el Ministro.__No, general, al menos que pueda explicar porque una mosca sin inteligencia humana, que piensa como una mosca, puede usar un arma Colt 3.8. Había un gran silencio, todos dirigían la mirada al Ministro, la frente le sudaba, la cara se le tornó pálida, sabía que detrás de la cámara lo observaba toda la nación, pero entonces la respuesta le vino a la punta de la lengua, las pupilas le brillaron cuando dijo: __Esa pregunta suya esta muy buena muchacho pero no me corresponde a mí responderla, sino al Ministro del Interior y Justicia. Mi ministerio no se encarga de resolver casos de delincuencias urbanas. La Nación tiene que saber, y tener claro, que el Ministerio de la Defensa esta operando para un caso de índole mayor. Un caso especial que requiere de las Fuerzas Armadas. Acuérdense, que los militares son para la guerra, y esta mosca comecarne, es para nosotros, toda una guerra. Varias horas después, el Ministro del Interior y Justicia, adjudicó la responsabilidad de la investigación a los gobernadores y alcaldes, y así estos a sus subalternos, que posiblemente tendrían que prescindir de sus servicios, porque hasta ahora no habían resuelto el caso del asesino en serie. Se trataban entonces de dos casos: la mosca comercarne y el supuesto homicida que cargaba un arma Colt, facilitada o vendida por el señor Manolo Garnica, dueño de un polígono de tiro. Transcurrida una hora, el jefe de policía se defendió desde la puerta de la Jefatura, frente a otros reporteros: __Quiero hacer saber ante la opinión pública, que este cuerpo de policía está cumpliendo su responsabilidad ante las leyes desde el primer momento en que los cadáveres fueron apareciendo. 34 Pasamos cinco meses procesando esta información, esperado la aparición y aprensión de los posibles autores materiales de las muertes, pero todo se tornó cangrejo, y entonces procedimos a determinar la fecha y hora del juicio. Fue entonces que el mismo día del juicio, cuando nuestro hombre se aproximaba al tribunal donde sería juzgado por cargos de posible autoría intelectual, aquel animal volador se lo llevó in so facto del sitio. Quiero dejar claro, que este cuerpo de policía no descansará, hasta concluir todo lo que comenzó en la investigación, y dejar tras las rejas a todos los participantes en esta serie de homicidios culposos.

4

La mosca descendió frente a una hermosa casa del Litoral Central. Sentía a su presa rígida, helada, pero olía bien, muy bien, sobre todo cada vez que expulsaba aquellas flatulencias. Manolo entreabrió sus ojos, castañeando sus dientes, preso del pánico, sobre todo cuando oteó los prominentes maxilares del insecto, además haciendo aquel sonido cadencioso con sus alas. Entonces, Manolo castañeó con más fuerza, como si quisiera comerse sus propios dientes, sus ojos se agrandaron repentinamente del susto cuando la mosca lo lanzó violentamente hacia la puerta de la casa, señalándole con una de sus antenas la ubicación de algo (de las llaves). Movió sus manos tímidamente debajo del tapete, sintió el metal frío de las llaves, abrió la puerta, entraron, y lo que tenía apariencia de una hermosa quinta, por dentro, era en realidad un inmenso laboratorio. Los nervios le provocaron a Manolo una severa complicación estomacal, despidió petardos hediondísimos haciéndose más apetecible para la mosca. En efecto, la mosca se le acercó nuevamente pero no fue para engullirle, sino para emitir un sonido ininteligible, como de un radio mal sintonizado, procedente de alguna parte de su cabeza, lo hizo por un buen rato hasta que de pronto, en medio de ese chirrido ensordecedor, se percibió la voz humana de Rufus Viloria, el creador de la terrible formula: __No voy hacerte daño, de hecho, no como carne como dice la prensa sino, eses humanas. Desechos apestosos que para mi son manjares deliciosos. Aquel olor exquisito de tus emisiones me abren el apetito, uhmm, casi me provoca engullirte, oliéndote impregnado de pedos. Manolo quería salir de allí, pero no podía mover un sólo dedo del pánico que le causaba la apariencia de aquel monstruo, el movimiento guillotinante de sus maxilares, la baba corrosiva, sus ojos, por Dios, sus terribles ojos compuestos. Todo lo paralizaba como un muñeco de utilería, un sabor agrio recorría su lengua, luego su traquea, entonces tragaba, tragaba duro. Viloria lo vio turbado, tembloroso: __ No te asustes, aunque veas que mi baba que derrite las cosas que toca. Necesito tu ayuda para revertir los efectos del Vilorium. Intuyo que consumiendo la misma proporción que ingerí al principio, mi ADN volverá a acoplar los eslabones originales. Deseas decir algo, preguntarme alguna cosa, ¿qué dices?… Decir, decir qué, Manolo no podía decir nada, ese día fue violento, como parte de un relato de Stephen King, todavía su lengua estaba entumecida, sólo en los meses posteriores, pudo reírse de sí mismo junto a la mosca, al comprobar que, en efecto, era tan inofensiva como ella misma aseguraba.

5

La mosca Viloria pudo utilizar los servicios de Manolo para preparar de nuevo la fórmula. No fue fácil realizar el procedimiento de la primera vez, cuando se le hizo un mundo extraer la proteína y luego mezclarla con los sulfatos, en las proporciones exactas, sin equivocarse ni un ápice. Esta vez su trabajo dependía en gran parte de que Manolo ejecutara sus instrucciones, tal cual las expresaba. Pero, su voz disminuía día a día, sus pensamientos se hacían cada vez más difusos, el control que solía tener sobre su cuerpo, se hacía cada vez más débil. Ambos entendieron que los efectos del Vilorium, todavía permanecían activos, degradando con el transcurrir de los días y meses, la parte humana de Rufus Viloria, hasta quizás destruirla por completo. Era por eso el apuro de Viloria, su explosiva irritabilidad cuando Manolo fallaba en la proporción, y tenía que repetirse todo nuevamente. Entonces, tumbaba las pipetas, volteaba las mesas, volaba por el laboratorio golpeándose violentamente contra las paredes, tratando tal vez así de terminar con su existencia, de una buena vez, y suprimir el martirio que lo cauterizaba por dentro. Ese martirio consistía en su gran temor de perderse así mismo, de existir sin saber que existe, de ser absorbido completamente por la irracionalidad propia de los dípteros, y perderse irremediablemente de su mundo.

Manolo logró comprenderlo, así que se convirtió en un excelente asistente, incluso un químico formidable. Cada instrucción era ejecutada al pie de la letra, hasta que el Vilorium pudo terminarse. Así nació, no sólo la esperanza de Rufus por la vida, por una nueva vida, sino una amistad que se volvió con los años, en casi un nexo de fraternidad inquebrantable.

La mosca metió su probóscide en un amplio frasco de vidrio con la solución, y sorbió, sorbió exactamente 20cc al principio, luego aumentó a 30cc, 40cc, 60cc, 80cc, como lo había hecho dos años antes. Una tristeza atacó a Viloria, tenía la sospecha de que algo estaba mal, no sentía la compulsión del principio, aquella que le hacía beber más y más del Vilorium. Miró la cara risueña y esperanzadora de su amigo, tal vez esperando que le dijera algo, que qué sentía, por ejemplo, pero no, no sentía nada, ese era precisamente el problema. Viloria señaló la puerta a Manolo, él entendía bien qué significaba.

Manolo se fue dolorosamente, y aunque al principio había sido secuestrado por aquella mosca, había hecho una amistad profunda, había conocido a la persona que habitaba dentro de aquel monstruo. La preocupación de Manolo, ni siquiera se centraba en su posible detención por la policía, como posible autor intelectual de los sinistros por las colt aparecidas en su propiedad, sino en lo que le pasaría a su amigo Viloria dentro de aquel laboratorio. Lamentaría que viendo el fracaso del experimento se suicidara.

Manolo Garnica llegó a su casa de noche como un espectro, no entró por la puerta, quizá algún sistema de vigilancia policial lo detectara, la esposa como siempre, le hablaba antes de dormir como si él estuviera allí, luego, lloraba desconsolada y mencionaba su nombre una y otro vez, Manolo, Manolo, mi Manolo. Pero está vez él le respondió, ella quedó estupefacta, casi se queda muda de la conmoción: __No te me asustes mi chichita (como siempre le decía), estoy aquí, estoy vivo, la mosca no me comió. La esposa le brincó encima y le besó, era toda una novela de amor, él la apretó en su pecho, ella le pasó sus manos por el cuello, e hicieron el amor como nunca antes entre sollozos, palabras que no se terminaban de expresar, y chasquidos desperdigados de besos que habían sido retenidos por el tiempo.

Chichita le contó todo a Manolo, que ahora sí quedó sorprendido por las recientes noticias. Resultaba, que mientras él permanecía incomunicado por la mosca. Un cuerpo de inteligencia atrapó a Iturrieta y sus hombres, quedando al instante destituidos de la policía, y confesando que habían sido organizados por el famoso empresario Carpio Manrique, y no por Manolo Gárnica, para atrapar al profesor desaparecido Rufus Viloria. Reconocieron algunos asesinatos que intentaron justificar con legítima defensa, porque según, las victimas trataron de agredirlos, sobre todo en los momentos que le preguntaban sobre el paradero del profesor, entonces, decían sagazmente, detonaban el arma con mucha lastima. Lo más extraño es que la policía a trapó a los vándalos, porque éstos aparecieron inconscientes en la puerta de la jefatura, amarrados con tirro industrial ultra fuerte, y junto a sus pies, un fajo de vouchers correspondientes a las pagas del señor Manrique, por los sórdidos servicios prestados. Así lo consta la firma del mencionado, y con los nombres de Iturrieta y sus amigos.

Carpio Manrique fue llevado por fin a un tribunal, tras comprobársele suficientes indicios incriminatorios. Las colt encontradas en el polígono de tiro de Manolo Ganica, no eran del mencionado, porque las facturas halladas en su caja fuerte eran falsas, y anuladas de validez en la corte correspondiente. La sentencia fue única e irrevocable para el imputado Carpio Manrique: Treinta años por homicidio intelectual y premeditación en primer grado. Iturrieta y los nueve expolicías, fueron sentenciados a treinta años por homicidio culposo y premeditado en primer grado.

Manolo Garnica fue entrevistado en otra rueda de prensa donde limpió su imagen, y dijo que todo se lo debía a un gran amigo secreto. Los medios le preguntaron cuál, pero él cambió el curso de la entrevista hablando de su Chichita, y de cómo lo había esperado. __Pero señor Garnica, díganos, ¿por qué la mosca comecarne no se lo comió?__Les digo algo, esa mosca comecarne, como ustedes bien lo escriben en los diarios, se convirtió en mi amiga, nunca me hizo daño, y les aseguro, que no come carne.__¿Cómo lo regresó a su hogar, volando como superman?, preguntó alguien socarronamente. __No, sólo me dejó salir. __Y, díganos, ¿la mosca vive en una gran mansión, y le preparó una piña colada? , dijo un periodista carcajeándose.__ ¡Basta! , no he venido aquí a jugar, sólo a dejar claro que todo iba a salir a la luz en este caso, yo era inocente, y por lo que vemos, parece que se ha hecho justicia. Gracias a Dios. Hasta luego.

Así terminó Manolo, tomado de la mano de Chichita, montándose en su camioneta, moviéndose a ochenta para llegar a casa. Quería salir rápido de aquel mar de periodistas, y volver a la vida de siempre, del polígono a su cálido hogar. Pero la preocupación por su amigo, dirigió el curso de su marcha hacia el laboratorio, donde posiblemente estaría Viloria, probablemente abrumado por su condición de mosca, de mosca que come la existencia del hombre. Tal vez ya no le reconocería, decía Manolo a su Chichita, que ya sabía a dónde se dirigían por la expresión de su Manolo. Él la había puesto a cuenta de todo, hasta los detalles más insignificantes. Pero Chichita estaba nerviosa, temerosa, no podría imaginarse estar a sólo unos centímetros de aquel insecto gigante. Ella había visto aquella mosca por la tele, demasiado horrible para ser verdad. Cuando llegaron, Manolo detuvo la camioneta como a cien metros. Se bajó sin hacer mucho ruido al cerrar. __Quédate aquí mi Chichita, ya vengo. Chichita dijo, sí, y subió presurosa los vidrios de las ventanas.

Manolo caminó decidido hasta la gruesa puerta de madera. Tocó el timbre, lo tocó varias veces, tocó la puerta, estuvo unos minutos esperando sin decir nada, sin emitir siquiera una palabra, o llamarle por su nombre. Como por ejemplo, qué tal Viloria aquí estoy, mira, aquí está tu amigo Manolo, esperando a que le abras la puerta. Pero no, Manolo no profirió palabra. Sólo dio vuelta y se marchó.

Transcurrieron cinco años, y entonces recibió un paquete procedente de Inglaterra, dentro, estaba una carta que tardó en leer, porque se impresionó al ver un embase ya patentado de Vilorium. Era un embase de vidrio translúcido cuya solución pardusca evidenciaba una mezcla compleja de muchos elementos. Decía en la etiqueta: Vilorium: Fórmula Fortalecedora Del Sistema Inmunológico. Patentado Por La Sociedad De Médicos Británicos. S.M.B. Inglaterra.

Manolo, tomó el sobre y lo abrió tembloroso, sus dedos se deslizaron pronto sobre el papel, sus ávidas pupilas iniciaron la travesía por un camino cadencioso de palabras que por fin revelarían el paradero de Rufus Viloria.

Londres, 12 de Octubre 1997

Estimado amigo Manolo, hoy, luego de cinco años, le envío mis saludos y disculpas por no haber respondido a la puerta el día que me buscó. No le abrí, porque no me sentía dispuesto. Comprenderá que estaba bajo los efectos de la nueva fórmula, que por cierto, resultó todo un éxito como puede usted notarlo en el envío anexo.

Estuve al tanto de las noticias, y me satisfizo que el verdadero culpable, el miserable Manrique, experimentara en carne propia lo que padece la gente común, cuando no tiene dinero, ni influencias para evitar pagar un presidio, justo o injusto. Por cierto que ya no le debo nada al miserable, ¿recuerda?, sobre aquella deuda del financiamiento de los cinco meses para elaborar el Vilorium. Le envié un cheque de gerencia con mi contador. Claro, no lo recibió él, pues le faltan todavía 25 años para ver el sol, pero su administrador lo recibió con gusto.

Debo admitir que me olvidé de usted durante estos años. Fueron años terribles para mí, no porque la fórmula no me haya vuelto a la normalidad. Sí, soy tal como fui, en apariencia, soy el mismo Rufus de siempre, dentón, nariz respingada, estatura media, cabello ensortijado como una grama china. La fórmula revirtió los efectos metamórficos, sin embargo, sigo con el mismo apetito voraz de carne humana, mi estómago, no acepta siquiera fiambre cruda de vacuno, porcino, o reptil.

Está sorprendido, mi fiel amigo, lo presiento, pero es así, le mentí, le mentí desde el principio cuando le convencí de que no me alimentaba de carne sino de eses malolientes; pero dígame, cree usted que yo le diría la verdad, si me interesaba ganarme su confianza para tener comprometida su fidelidad. Necesitaba un ayudante que no me tuviera miedo, que no delatara mi paradero al menor descuido, sabiendo que en cualquier momento podría engullirlo. Ya mi horrenda apariencia me robaba puntos.

Luego de que lo rapté aquel día del juicio, trayéndole sin opción a mi laboratorio, era para que nunca ganara su confianza. Pero vio, lo hicimos, nos convertimos en grandes amigos. Revelándole yo, mis siempre genuinas intenciones de mejorar el Vilorium para volverme a la normalidad, usted trabajó incansablemente conmigo, convirtiéndose en mi discípulo, y yo en su maestro. De verdad, se volvió usted en un excelente químico práctico. Aprendió usted en esos dos años, lo que ninguno de mis alumnos hubiera aprendido en décadas de estudios intensivos.

Amigo Manolo, aquí viene lo duro, no crea que me he acostumbrado a esta forma de vida, donde por las noches soy un predador que caza con una fuerza sobrehumana a sus victimas, y durante el día soy todo un Gentleman. Aquí en Londres, he logrado convencerlos de mi genialidad gracias al Vilorium, que ahora sí es un superpotente inmunizador ya patentado. He sido elogiado por la prensa, abanderado por las academias y admirado por los londinenses. Sin embargo, mi vida oculta un secreto que sólo usted sabe ahora. Se preguntará entonces cómo pude soportar no comérmelo hacen cinco años en aquel laboratorio; pues, yo era el asesino en serie que buscaba la policía de Caracas. Esperaba a que usted se durmiera, incluso a veces le mezclaba un somnífero en alguna bebida para dormirlo, y luego, salir presuroso a cazar humanos. En ese momento, era todavía una mosca comecarne, y para confundir a la poli, lograba manipular una colt, parecida a las que utilizaron los matones de Manrique, durante aquellos días contra mucha gente inocente. Así que todo se veía confuso para el cuerpo de detectives, y para la prensa que pensaban en la posibilidad del surgimiento de otro destripador desequilibrado, con la misma fuerza de un monstruo, para desmembrar a sus víctimas, pero al mismo tiempo, armado hasta los dientes con otra colt 3.8, marcando a los cadáveres, ya sin brazos o piernas, o cabezas, por el simple morbo de embrollar a las autoridades.

Es hora de terminar esta carta mi querido Manolo. Espero haberte aclarado las cosas. Sólo confío en tu discreción. Lo que hice, necesito que lo entiendas así, fue producto de aquel primer Vilorium cuyos efectos aún sigo padeciendo en la lobreguez de la noche, cuando nadie se entera que este famoso hombre de ciencias, deja de ser gentleman, para convertirse en un monstruo come carne.

Con aprecio, Rufus Viloria.

Posdata: Si eres verdaderamente mi amigo, quemarás esta carta.

La musa del grano de café

"Me volví y ví todas las violencias que se hacen debajo del sol; las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consolara; no había consuelo para ellos, pues la fuerza estaba en manos de sus opresores. Alabé entonces a los finados, los que ya habían muerto, más que a los vivos, los que todavía viven. Pero tuve por más feliz que unos y otros al que aún no es, al que aún no ha visto las malas obras que se hacen debajo del sol."

Salomón

"Entonces, sería apropiado permutar la venganza por el amor, aunque al final no se tenga, sino tan sólo una bruma que se disipa en el aire."

Anónimo

I

Durante las tres últimas décadas del siglo diecinueve, la mayor parte de la producción se concentraba en el café. La sociedad venezolana era esencialmente agrícola, pero seguía siendo un país endeudado, empobrecido por las sucesivas revoluciones generadoras del desorden, del latrocinio generalizado, de la inestabilidad que a nivel político se reflejaba en el extranjero. Sin embargo, la nueva autocracia dirigida por un hombre culto, bien vestido, conocedor de las leyes, capaz de negociar con las hienas vandálicas sedientas de poder, y admirador de la cultura universal, trajo un cierto aire de aparente paz y bonanza. La credibilidad del gobierno del hombre de barba prominente, trajo consigo los empréstitos necesarios para inyectar a la esmirriada economía venezolana. Fue en esta misma época de paz y bonanza cafetera, cuando Alberto Federico Domínguez Domínguez se dio de baja con el grado de Capitán de las filas guzmancistas. Lo hizo para dedicarse al negocio de su padre, muerto por esos días de un balazo, por un antiguo enemigo de la revolución que había quedado pendiente para vengar a su hermano muerto en la misma guerra endemoniada.

Alberto Federico llegó exaltado con su caballo en el último día del velorio que le hacían a su padre don Alberto en la casa grande, llegó con su uniforme atiborrado de condecoraciones y una pesada talega de tela. Apenas posó sus ojos sobre su padre impertérrito dentro de aquel féretro vestido de coronel, con la cara lívida y ojeras mortuorias, juró delante de todos con el rifle en la mano que vengaría a su padre. Era el único familiar que le quedaba en la vida porque su madre y sus hermanas se las había llevado la peste durante la guerra. Sólo la negra Maguey era como una segunda madre, y le consoló el corazón con la ternura de siempre, y le quitó el rifle, y se lo llevó al cuarto, lo bañó y le acostó. Maguey le acariciaba el cabello y le aconsejaba que desistiera de aquella locura de venganza, que su padre había muerto porque él mató primero, que era, aunque tronara como el trueno, un justo arreglo de cuentas. Pero Alberto Federico se sentó en la cama de un sopetón y le agarró las manos a Maguey:__Negra, este que está aquí, matará al viejo Elías. Las chicharras sonaban estrepitosas aquella noche estival cuando Alberto Federico salió con el rifle mientras Maguey dormía y todo el servicio de la casa grande. Caminó con paso decidido hacia la cabaña del capataz: __ ¡Esteban, tráete unos hombres armados! Le gritó desde fuera.

De camino a la hacienda del viejo Elías, iban veintes hombres armados hasta los dientes, con rifles, algunas bayonetas de la revolución, machetes y pico e loros. Alberto Federico venía encendido con el uniforme de capitán lanzando palabrotas en contra del asesino de su padre. Espuelaba duramente a su caballo para apurar el paso, daba instrucciones de que eliminaran a todo vigía de manera sigilosa, que luego se replegaran en los linderos, mientras él se introducía por algún vericueto para buscar al miserable.

La madrugada estaba clara por una luna que brillaba como nunca antes, mostrando el sendero que dirigía al camino principal, y luego a los terrenos del viejo asesino, vigilados por hombres dormidos cansados de un día de sol fatigoso en los cafetales. Así que los hombres de Alberto Federico, no se preocuparon mucho por ser vistos sino por conservar el sigilo, querían agarrar por sorpresa al viejo Elías en su cama suntuosa labrada en madera de samán. Alberto entró a la casa con su rifle americano cargado, en posición de disparo, se introdujo por la ventana a hurtadillas después de derribar con la culata al único vigía despierto, pero con la mente dormida, que miraba el firmamento como si nunca lo hubiera visto antes, completamente lelo, abstraído por el inconmensurable eterium, aunque el tufo de aguardiente delató su desmedida borrachera. El intruso subió las escaleras, giró el picaporte, caminó casi de puntillas hasta la cama donde abrió el mosquitero, esperando ver con sus propios ojos llenos de ira al culpable de todas sus desgracias. Pero lo que vió, no fue precisamente al viejo cara de pasas, entrado en años, rubio y de cara roja, sino una preciosa mujer embutida en una blanca dormilona de satén. Alberto se asombró, evidentemente se había equivocado de cuarto, cerró el mosquitero, retrocedió lentamente con la misma precaución, pero cuando se dispuso a salir, la voz femenina de la mujer lo paralizó: __ ¿Qué hace usted aquí? ¡Váyase ahora mismo, o grito para que todos se despierten! __Pero es que usted, ¿me conoce? Preguntó sorprendido el intruso.__Claro que lo conozco señorito Alberto, ¿no se acuerda de mí? Soy la sobrina de mi tío Elías. Nos conocíamos desde chicos antes de la revolución, cuando su padre y mi tío eran casi la misma familia. Eran grandes amigos hasta que llegó Guzmán, y ya todo fue diferente, de repente se vieron luchando encarnecidamente el 27 de abril en dos frentes distintos. ¿No se acuerda? Alberto se quedó mudo por un momento mientras la mujer en dormilona le hablaba. Recordó que era la misma niñita que siempre le sacaba la lengua cuando venía con el viejo a la hacienda, y luego se ponían a jugar correteando a las gallinas del corral. Recordó que un día quedó como bobo por un beso que le dio en sus labios, y se ensució el pantaloncillo corto cuando cayó de nalgas en el lodo. Recordó que un día no la volvió a ver más. Pero ese último día la niña le regaló un grano de café rojo y maduro, como el sentimiento que creyó sentir. Alberto Federico la interrumpió: __Entonces, ¿tú eres Anamaría? __La misma que ven sus ojos, y ahora quiero que me responda claro, ¿qué hace aquí? __Bueno, yo, vengo a vengar a mi padre. __Pero, qué hace, mi tío lo hizo en justa retribución por la muerte de su hijo en el campo de batalla.__Sí, pero la muerte de tu primo fue durante una batalla, en plena guerra, ¿me entiendes?; y después de la batalla, todo termina, porque luchan por fines políticos, no por motivos personales. Tú tío cometió un grave error al matar a mi padre por un hecho de guerra. Anamaría se quedó meditabunda por un momento__Pero, aún es mi primo, y hay mucho dolor aquí en esta hacienda. __ ¿Qué pretende Alberto?, ¿continuar en esta noche un ciclo de venganzas interminables entre las dos familias? Alberto, bajó el rifle, pero le habló con una mirada penetrante: __ ¿Cómo quedo yo con mi padre? De seguro, desde el más allá, querrá vengar su sangre.__No Alberto, interrumpió Anamaría, él estará en un lugar, ahora mismo, donde no se desea la muerte de nadie. ¡Váyase, por favor! Insistió la chica casi con lágrimas en sus ojos. __¡Váyase de aquí, antes de que sea demasiado tarde para todos!. Alberto Federico la miró y le tomó las manos con fuerza. Está bien, dijo, y salió con el mismo sigilo con el que entró aquella noche de venganza, en las tierras cafeteras de Elías de los Valles Sarmiento.

II

Alberto Federico estaba enceguecido con la reverberación de los rayos del sol dentro de sus cafetales. Se metió con la peonada a sudar la faena como si fuera otro empleado más de la plantación, como solía hacer siempre que quería olvidar un recuerdo atravesado en el alma. Todavía tenía la espina de la venganza clavada en el corazón, era como una herida abierta que le amargaba la vida, le quitaba la risa, le maltrataba el alma. Pero algo más terrible era la resurrección de un amor sepultado por el tiempo, que comenzaba a ganar un vigor insospechado con la aparición de Anamaría. Un sentimiento ahora impensable para un hombre con tanto odio por dentro, con tantos planes de fustigar la existencia de aquel viejo que le quitó a su padre. De todos modos, pensaba, si mataba o no mataba al viejo, sería lo mismo, Anamaría no sería para él. Bien sea porque, si lo mataba, se convertiría en el asesino de su amado tío, o si bien, no lo mataba, su amado tío no le daría el permiso para casarse con su peor enemigo, o el hijo de su peor enemigo. Pero Alberto Federico sacudió la cabeza con fuerza, no era eso lo que quería pensar. Desde que se hizo hombre, nunca había planeado en casarse o encadenar su corazón a una mujer.

El pleno sol, el calor abrasador de las dos de la tarde, recogiendo los granos rojizos y maduros de los cafés, escuchando el tarareo de los campesinos, sudorosos, brillantes, que levantan los cestos llenos y escuchan sus instrucciones, que hasta aquí, que vamos por allá porque éstos están todavía tiernos, hasta que una buena carga llega al tostadero, y luego se desconchan, los granos se parten en dos, se lanzan a que se tuesten hasta que se tornan pardos, o casi negros, o negros.

Llega el ocaso, y Alberto Federico cree que ha triunfado, hundido en la faena de su riqueza, pero no, la soledad de la noche dentro de aquella inmensa casa de Los Aleros (así se llaman sus tierras, Los Aleros), lo conmina a pensar en la delicada figura de Anamaría. Recuerda en cuestiones de segundos las dos Anamarías, la niña con bucles estilizados, cara rechoncha y vestidos bombachas de su niñez, y la mujer adulta del presente, embutida en la dormilona larga de satén con gorro de dormir, que lo abordó con la valentía de una mujer de guerra, una especie de Luisa Cáceres o Manuelita Sáenz. Recuerda su olor aquella noche, un olor parecido a…no, no lo puede describir con su lenguaje rudimentario, afortunadamente aprendió a leer y escribir, pero, puede decir que es dulce, sí, es como dulce, un dulce que se le introdujo suavemente por los conductos nasales y le llegó al paladar. De pronto, llega Maguey, y se le queda mirando con una risa muda, parece que escudriñara sus pensamientos: __El niño piensa algo diferente a la venganza, dijo. __No te creas, respondió Alberto, el trabajo con mis peones me refrescó la mente por un rato, pero, luego verás negra. __Usted no me engaña con esos ojitos de amor. ¡Qué bueno que por fin consiguió su mitad!__ ¿Ojitos de amor negra? ¿Que conseguí mi mitad? ¡Qué disparate dices! Reiteró Alberto. Ojitos de amor para tí, que eres como mi madre.

Luego de un tiempo, Esteban le reveló a Maguey los pormenores de aquella noche peligrosa. El patrón había salido de la casa de los Sarmiento igualito como entró, sin disparar ningún tiro, sin sangre en las manos, o la cara golpeada. Que el patrón le dijo en secreto su decisión de respetar como los verdaderos machos a las mujeres de una casa, y que por ahora, no habría desgracia en el hogar de los Sarmiento.

Maguey sabía que al viejo Elías no lo quería nadie, sólo su sobrina Anamaría que había dejado de visitarle hacía años por causa de su madre Aureliana. La mismísima hermana del viejo, pero que tampoco lo quería porque siempre la había tratado como a los perros, lastimándola hasta con la fusta de su caballo. Hasta que un día Aureliana se cansó de recibir trancazos, y se casó con un inglés, llevándose a su hija a Inglaterra. Anamaría, no obstante, siempre quiso a su tío, nunca lo olvidó, y en el primer momento que pudo, regresó con un permiso forzado de su madre para unas cortas vacaciones; después de ocho años, exactamente al cumplir los dieciocho. La negra se enteró de esto último, sobre la súbita llegada de Anamaría, a través de la servidumbre de los Sarmiento. Siempre estaba enterada de todo en los alrededores, porque era muy popular, la gente la buscaba mucho para cualquier cosa, y los negros de las plantaciones la veían como una especie de madre de todos los venidos de África. Desde la guerra Federal, hasta la revolución del 27 Abril, había aplicado abluciones, curetajes, emplastos, torniquetes, y otras cosas necesarias e innecesarias, sin importar de qué bando estaba el moribundo. Así que cualquier desgraciado durante las guerras pasadas, probablemente habría ido a parar donde Maguey.

III

Elías Sarmiento se enteró por el vigía que cuidaba la hacienda, que Alberto Federico los visitó aquella noche escabulléndose con sigilo y logró golpearle en la cabeza desconectándole. Sólo consiguió verle el rostro antes de que el mundo se le borrara de repente. El viejo no supo cómo pudo entrar a sus vastos terrenos sin ser visto. Sobre todo porque se enteró que vino como con veinte vándalos. ¿Qué querría? No lo sabía, pero el mismo hecho de introducirse furtivamente, era ya una terrible ofensa. Una ofensa insoportable tratándose del hijo de su peor enemigo ya difunto. Pues entonces comenzaría la guerra nuevamente entre las dos familias. Él muchacho lo quiso así, masculló el viejo. Todos conocían lo cruel que podía ser Elías cuando se trataba de enfrentar a sus enemigos. Por eso no era extraño que buscara el punto débil de su oponente, entonces raptó a Maguey una noche tormentosa y la lanzó a un pequeño calabozo construido durante la independencia. La vapuleó propinándole latigazos ardientes, como lo hacía todavía con sus negros esclavos, (siempre resistiéndose a la ya antigua resolución del 23 de marzo de 1854, cuando José Gregorio Monagas decretó la abolición de la esclavitud, aunque que ya no era económicamente rentable), tratando de sacarle con violencia los supuestos planes de Alberto Federico. __¿Por qué se introdujo negra desgraciada, qué planes tiene ese mal nacido, pretende matarme como un cobarde, cuando esté sumido en el sueño, sin enfrentarme de frente, como un verdadero hombre? ¡Habla negra! Y le daba con saña, con una malicia que se le notaba en la mirada, algunas veces se lamía los labios con fruición, sobre todo con los quejidos de la pobre Maguey, ya envejecida por los años. __ ¡Maldita negra! Vociferaba el viejo a todo gaznate.

Por la madrugada, a eso de las tres, bajó Trinitaria con frutas y agua arriesgando su pescuezo, nadie se atrevía a contrariar las órdenes del viejo, pero aquella muchacha le debía mucho a Maguey, que la protegió cuando su murió padre durante la revolución azul, enseñándole todo lo que sabe de las artes de sanar con las plantas. Luego cayó en manos de Elías cuando una crisis económica arropó sin clemencia a la hacienda de los Domínguez Domínguez. Don Alberto vendió en aquella época muchos esclavos a su amigo Sarmiento. Cuando eran amigos, cuando por sus mentes nunca pasó siquiera un desacuerdo.

Trinitaria prometió a Maguey que le diría sobre su paradero al señorito Alberto, pero ella le dijo que no, que eso traería más sangre, que era mejor salir de allí por otros medios. Era factible, todos los campesinos de la hacienda, esclavos y no esclavos, le tenían ganas a Elías. Muchas veces pensaron en quemar la hacienda con el desgraciado adentro, pero no, temían perjudicar a su hermana, o a su sobrina, que eran dos almas de Dios. Incluso le prometieron un día, cuando ambas se marcharon a Inglaterra, (muy a sus pesares de hombres maltratados por un viejo de corazón malo), que cuidarían de don Elías. Pero era posible que esos hombres lesionados por el látigo, apoyaran a Maguey, por lo menos subrepticiamente. Y lo hicieron. No se supo cómo lograron sacarla de ese calabozo, tal vez con una poderosa mezcla indígena elaborada por Trinitaria a base de yare de yuca amarga, y otros elementos, durmieron a los guardas necesarios. Maguey llegó a Los Aleros, con la ropa roída y ensangrentada por los surcos abiertos de su espalda, llena de hematomas violáceos por todo su cuerpo de mujer vieja, levantada por dos campesinos, uno en cada lado, entraron por la cocina donde la recibieron las domésticas sorprendidas, con cara de terror, presas de incertidumbre. __ ¡Le diremos al señorito Alberto, ya verás, él denunciará esto al gobierno central, no te preocupes mama!__No me preocupo, dijo Maguey, y creo que no hay necesidad de decírselo a nadie, ni siquiera al mismísimo Guzmán. La negra había resuelto no decírselo a nadie, y nadie lo sabría.

Sin embargo, se supo, y lo supo Anamaría porque los negros se lo dijeron. Se enteró de las atrocidades de su tío. Atrocidades que siempre había cometido en contra de otros, o de muchos, pero ella nunca se enteró; y cuando algún campesino ebrio irrumpía en la casa a la hora de la cena, gritando a los cuatro vientos las vilezas de su tío, ella especulaba que era producto del aguardiente. Era lógico, lo admiraba, lo percibía como un prócer de la independencia, o un héroe destinado a proteger con su sable las tierras de Aragua y de toda Venezuela. Pero lo que le rebelaron los campesinos, fue la cruenta historia de un hombre que nunca conoció, que no era su tío, mucho menos el prócer que ella había idealizado desde niña. Fue por esto que no profirió palabra alguna cuando los hombres del general José Gregorio Vera (presidente de Aragua), allanaron la casa grande llevándose por la fuerza al otrora defensor de la revolución azul, su tío, el coronel Elías de los Valles Sarmiento. Se lo llevaron por los cargos de violación a la ley abolicionista del 23 de marzo de 1854, homicidio en primer grado contra cincuenta antiguos campesinos de su plantación, y conspiración comprobada y premeditada contra el nuevo régimen. Los que denunciaron estos acontecimientos a las autoridades del estado, fueron sus propios esclavos, hastiados del látigo, la poca comida y los maltratos propinados a su mama, la negra Maguey.

IV

Después de que las heridas y hematomas de Maguey se habían borrado de su piel, y se le vió otra vez en la cocina dirigiendo la cocción de las comidas, haciendo aspavientos sobre cómo debía cocinarse el guiso por ejemplo, o el arroz, o los frijoles negros, y sus niñas se reían estrepitosas, reafirmando que efectivamente había llegado el sosiego a los Aleros. Alberto Federico permanecía con sus empleados en el trabajo de los cafetales; como siempre, tratando de olvidar algo. En esta ocasión, ya no era la venganza pertinaz punzando en su corazón como antes. Ya la justicia se había aplicado por otros medios. Ha esta hora, probablemente, el viejo Sarmiento estaría aferrado a unos grilletes inmensos dentro de algún lóbrego calabozo del régimen; quizás, en la perentoria proximidad de su fusilamiento por conspirador. Lo que en realidad Alberto trataba de quitar de su mente, era la visión de Anamaría. Sabía que había regresado a Inglaterra, probablemente nunca la volvería a ver. Ya nada la ataba a esta tierra. Ya nada la ataba a los Valles Sarmiento después de tanto dolor y decepción.

Alberto Federico despidió a sus hombres en el ocaso, se apreciaba un crepúsculo color naranja vivo, la tierra húmeda por una incipiente lluvia cuyo relente humedecía las hojas de los cafetales, una niebla espesa comenzaba ascender lentamente flotando entre la tierra y los arbustos. Alberto Federico caminó hasta aquella planta de café, donde Anamaría, siendo niña, le besó por primera vez. Tocó las hojas, el tallo, las semillas aún tiernas, y recordó su cara lívida, las trenzas de sus cabellos, el tierno toque de sus labios sobre los suyos. En aquel momento, sacó el grano de café de su bolsillo, sorprendentemente, seguía manteniendo el color rojo vivo a pesar del tiempo transcurrido. De pronto, una voz lo interrumpió de sus pensamientos, creía que era Maguey que lo llamaba a comer como siempre, pero no, era la mismísima Anamaría, parada frente a él sin emitir sonido alguno, sólo le miraba como esperando una reacción. Él le mostró el grano y profirió: __Como ves, he conservado el grano que me diste de niño. Ella sonrió y extendió su brazo, pero repentinamente, comenzó a desvanecerse en el aire, como toda la niebla que inundaba el lugar.

"A veces, nuestros más grandes anhelos se convierten en una espesa bruma que se disipa en el aire; y cuanto más deseamos que las filigranas deshilachadas de un amor imposible, se adhieran definitivamente en un tejido completamente acabado, el hilo comienza agotarse, la pieza no se culmina, el deseo no se patenta, el sueño no se cumple. En el caso de Alberto, su más grande anhelo era Anamaría, deseó verla con tanta intensidad que, en efecto, la vió, pero la vió, bajo un engaño de su visión perturbada por una vehemencia desaforada, capaz de transformar aquella niebla, en la viva representación de su gran amor, su musa, la musa del grano de café."

El hombre de palo

Dedicado a mis amigos Alberto e Hilda de Zurita

Escrito bajo la sombra de su hospitalidad…

Aquella tarde cuando llegó de Caracas el señorito Gustavo del Tovar, el único hijo de mis patrones Petrica y Don Julián, hacía media hora que descendía una sirimiri fastidiosa que estropeaba el fogón externo donde se le asaba la parrilla a los patrones. Una parrilla por cierto de carnes mixtas como le gustaba a ese muchachito díscolo que se pasaba la vida explorando cada vez que lo traían a la hacienda de Cúa. Serían unas vacaciones largas como ocurría siempre todos los años cuando se acababan los oficios allá en Caracas.

Esta vez Gustavito vino cambiado con un bozo arriba de su boca abierta de pez, una mirada demasiado audaz como si quisiera ser hombre antes de tiempo, y una voz de gallito nuevo distorsionada que se confundía con un clavicordio descompuesto. Gustavito se pensaba poseedor de una corpulencia y fuerza mayor que la de su padre o de los negros cargadores de la hacienda. Siempre estaba dispuesto a llevarse lo que sea a la espalda, mostrando a todos que había heredado la fuerza peculiar de su padre. Su padre, don Julián, el único de los nueve hijos que había luchado para pagar las deudas de su abuelo el chicharachero Emeresgildo Antonio del Tovar, jugador empedernido de dominó y cartas bravas, jugador de todo y para todo, que casi juega hasta la hacienda Los Tovares, con esposa e hijo.

Don Julián era el único hijo que le había nacido a Emeresgildo en santo matrimonio, los otros ocho vástagos, eran parte de las tretas urdidas por sus enemigos anónimos, que decían cualquier cosa para cogerle en la debilidad de los culpables. Entonces, aunque las innumerables evidencias crecían y se desarrollaban con cara de Emeresgildo, él las negaba rotundamente con aquella mueca de indignación en su cara. Para él, su único hijo era Julián, su muchacho responsable que había nacido con la habilidad de la buena administración, y no era dado a los juegos como su viejo. Desde siempre Julián trataba de contener la pasión inconmensurable de su padre por la apuesta, pero nunca pudo con aquella paranoia que le movía hasta vender su alma si era posible. La cara se le hinchaba, sus manotas de gorila vibraban, temblaban, y entonces manipulaba su revolver como loco sacándolo de la funda, disparando como si estuviera en el viejo Oeste, amenazando con su violencia de vaquero todo aquel que se atreviera impedirle hacer, lo que siempre había querido hacer, jugar, jugar y apostar hasta su alma en las lides enfermizas del juego.

Cuando el viejo Emeresgildo perdió cuanta riqueza tenía en Caracas, cuando los bancos no le prestaban ni para el pasaje, cuando sus amigos le tartamudeaban en la cara que no, que no podían, cuando su señora casi le abandona por disoluto, cuando perdió hasta su caballo, su silla de montar, sus botas importadas, su sombrero, su fama de galán y de don dinero, Julián prodigiosamente consiguió venderle las reses que le quedaban, gracias a que su memoria no las registró el día que perdió en el dominó. Así que don Julián, su hijo de santo matrimonio, logró salvarle hasta la reputación de ricos a la familia Tovar.

Cuando el viejo Emeresgildo partió a aquel mundo translúcido de los espíritus, la esposa no le regaló ni una lagrimita, Antonia del Pilar había aguantado por muchos años los libertinajes de un libertino cruel y fanfarrón, amador de los juegos, del alcohol y las meretrices. Por muchos años aguantó las tropelías de sus otras mujeres cuando cruzaba la calle del mercado y le lanzaban esputos, palabrotas obscenas, amenazas sobre la posición de sus hijos en todo el asunto de la fortuna Tovar, sandeces de mujeres celosas que habían tenido un contubernio clandestino con el ahora difunto, y se pavoneaban como grandes señoras desde cualquier esquina del pueblo diciendo mentirotas que si, él me quería más, que si a ti te quería menos, cualquier majadería de limonera con los limones podridos. Y ya el cuerpo de Emeresgildo, pútrido, en aquel sepelio atiborrado de gente conocida y desconocida, los ocho hijos ya grandes de las otras mujeres de nadie, con las caras lánguidas, sufridos, como verdaderos dolientes de aquel viejo que casi nunca vieron, y que les negó hasta el apellido, porque para él, sólo existía uno, Julián.

Cuando el abogado leyó el testamento en la notaría frente a los nueve hijos, y aquellos ocho estaban con los ojos aguzados que casi traspasaban el papel, y las ocho madres con cara de beatas movían sus manos dándole una postura casi de confesionario, se enteraron que don Emeresgildo no les dejó nada, porque simplemente no tenía nada que dejar, toda la fortuna estaba en manos de su hijo Julián, el único que realmente se la merecía porque fue quien la salvó de aquel día funesto de las deudas perniciosas del viejo.

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