Este artículo pretende contestar lo más eficaz y sencillamente posible la siguiente pregunta, basada en los estudios profundos del Génesis: ¿Qué es la mente humana, y en qué sentido es ésta semejante a la de su Creador o Diseñador?
El concepto de "mente" es difícil de definir, puesto que busca transmitir la idea de algo intangible e impreciso que pertenece al dominio de las funciones pensantes y cuyo asiento físico o material escapa al escrutinio de la ciencia humana contemporánea. Según la Wikipedia: «La mente es el nombre más común del fenómeno emergente que es responsable del entendimiento, la capacidad de crear pensamientos, el raciocinio, la percepción, la emoción, la memoria, la imaginación y la voluntad, y otras habilidades cognitivas. La mente integra diversas facultades del cerebro que permite reunir información, razonar y extraer conclusiones. En psicología es común distinguir entre mente y cerebro, aunque la mente emerge del cerebro. Desde las neurociencias la mente puede considerarse una experiencia subjetiva creada por la actividad cerebral con el fin de producir un punto de referencia para el movimiento (Rodolfo Llinas en "El cerebro y el mito del yo"). Siendo así, la mente puede considerarse una función más del cerebro encargada de organizar la conducta hacia objetivos determinados y que produce una experiencia subjetiva conocida como "yo" alrededor de la cual se organiza el movimiento (conducta). La función mental sería una propiedad emergente del cerebro, como la función digestiva lo es del aparato digestivo».
La Wikipedia sigue diciendo: «Para Howard Gardner la mente consiste en un conjunto de mecanismos de computación específicos e independientes. La inteligencia emerge de la supraestructura conformada por las estructuras mentales. Las estructuras mentales serían acciones cumplidas o en potencia exteriorizadas en movimiento o interiorizadas en pensamiento… Existe la tendencia a comparar al cerebro con los constructos electrónicos del hombre. No se debe hacer, pues se suele caer en demagogia y alguna que otra falacia argumental. No existe base científica que logre demostrar sin margen de error que los datos de las comparaciones sean fiables al 100%, por lo que esos estudios son estimaciones por comparación entre conceptos equivalentes. Si bien las equivalencias pueden llegar a satisfacer los requerimientos de ciertos científicos, ellos mismos reconocen sus límites a la hora de entender el funcionamiento exacto del cerebro… El software es al hardware [, en el terreno informático,] lo que la mente es al cerebro [en el terreno biológico]».
El libro "¿Existe un Creador que se interese por nosotros?", impreso en varios idiomas en 2006 por la Sociedad Watchtower Bible And Tract, comenta en sus páginas 63 y 64: «La mente comprende las funciones de discriminación perceptiva, adquisición de recuerdos, razonamientos, resolución de problemas, así como la conciencia del yo. Tal como los arroyos, riachuelos y ríos desembocan en el mar, así los recuerdos, pensamientos, imágenes, sonidos y sentimientos fluyen de continuo hacia la mente o a través de ella. La consciencia, dice una definición, es "la percepción de lo que pasa en la propia mente de un hombre"».
El tomo 2 de la obra "Perspicacia para comprender las Escrituras", publicado en 1991 en varios idiomas por la misma Sociedad Watchtower, explica en su página 365: «[La mente es la facultad] del cerebro que permite reunir información, razonar y extraer conclusiones. El término "mente" traduce varias palabras griegas afines que expresan cualidades de la mente, tales como juicio, percepción, inteligencia, raciocinio, pensamiento, intención, recuerdo, estado mental, opinión, inclinación y actitud».
La revista "La Atalaya" del 15-10-2001, editada por la misma Sociedad, páginas 17 y 18, dice: «La palabra corazón se usa unas mil veces en las Santas Escrituras, la mayoría de ellas en sentido figurado. Por ejemplo, Jehová le dijo al profeta Moisés: "Habla a los hijos de Israel, para que recojan una contribución para mí: De todo hombre cuyo corazón lo incite, ustedes han de recoger la contribución mía". Y los que dieron contribuciones "vinieron, todo aquél cuyo corazón lo impelió" (Éxodo 25:2; 35:21). Es obvio que un aspecto del corazón figurativo es la motivación: la fuerza interna que nos impulsa a actuar. Este corazón también refleja las emociones y los sentimientos, así como los deseos y los afectos. Puede consumirse de ira o inundarse de temor, estar desgarrado por el dolor o rebosante de alegría (Salmo 27:3; 39:3; Juan 16:22; Romanos 9:2). Puede ser orgulloso o humilde, amoroso o malicioso (Proverbios 16:5; Mateo 11:29; 1 Pedro 1:22).
Por tanto, corazón a menudo se relaciona con la motivación y las emociones, mientras que mente tiene que ver en concreto con el intelecto. Éste es el sentido de tales términos cuando aparecen en el mismo contexto bíblico (Mateo 22:37; Filipenses 4:7). Sin embargo, el corazón y la mente no se excluyen entre sí. Moisés, por ejemplo, pidió al pueblo de Israel: "Tienes que hacer volver a tu corazón [o, según la nota, "tienes que recordar a tu mente"], que Jehová es el Dios verdadero" (Deuteronomio 4:39). Jesús preguntó lo siguiente a los escribas que conspiraban contra él: "¿Por qué piensan cosas inicuas en sus corazones?" (Mateo 9:4). Igualmente afines al corazón son las facultades del entendimiento, el conocimiento y la razón (1 Reyes 3:12; Proverbios 15:14; Marcos 2:6), lo que indica que el corazón figurativo también abarca el intelecto, es decir, la capacidad humana de comprender, conocer y razonar.
Según una obra de consulta, el corazón figurativo constituye "la parte central en general, el interior, y, por lo tanto, el hombre interior tal como se manifiesta en todas sus diversas actividades, en sus deseos, afectos, emociones, pasiones, propósitos, pensamientos, percepciones, imaginaciones, sabiduría, conocimiento, aptitud, creencias y razonamientos, memoria y consciencia". Representa lo que somos en nuestro fuero interno, "la persona secreta del corazón" (1 Pedro 3:4). Eso es lo que ve y examina Jehová. De ahí que David pidiera a Dios: "Crea en mí hasta un corazón puro, oh Dios, y pon en mí un espíritu nuevo, uno que sea constante" (Salmo 51:10)».
Corazón y mente.
En las Santas Escrituras encontramos una serie de textos que hablan del "corazón figurativo" y de la "mente", tales como:
«Escucha, oh Israel: Jehová nuestro Dios es un solo Jehová. Y tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza vital» (Deuteronomio 6: 4 y 5).
«Los fariseos, después de oír que [Jesucristo] había hecho callar a los saduceos, se juntaron en un grupo. Y uno de ellos, versado en la Ley, preguntó, para probarlo: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?". Él le dijo: ""Tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente". Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a él, es éste: "Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo". De estos dos mandamientos pende toda la Ley, y los Profetas"» (Mateo 22: 34-40).
«Ahora bien, uno de los escribas que había llegado y los había oído disputar, sabiendo que él les había contestado de excelente manera, le preguntó [a Jesucristo]: "¿Cuál mandamiento es el primero de todos?". Jesús contestó: "El primero es: "Oye, oh Israel, Jehová nuestro Dios es un solo Jehová, y tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas"» (Marcos 12: 28-30).
«Entonces, ¡mira!, cierto hombre versado en la Ley se levantó, para [poner a prueba a Jesucristo], y dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?". Él le dijo: "¿Qué está escrito en la Ley?
¿Cómo lees?". Contestando, éste dijo: ""Tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente", y, "a tu prójimo como a ti mismo"". Él le dijo: "Contestaste correctamente; "sigue haciendo esto y conseguirás la vida""» (Lucas 10: 25-28).
Parece que el término "corazón" utilizado en los escritos de Moisés abarcaría todo lo que hoy se considera "mente" en neurología (emotividad y racionalidad) y quizás algo más, como, por ejemplo, la dotación epigenética o memoria genética (características físicas y de la personalidad adquiridas por los padres y transmitidas a la prole). Incluso pudiera abarcar elementos corporales que no parecen afectar a la conducta del individuo, pero que tal vez sí lo hagan, como los sistemas hormonal e inmunológico, etc.
No tenemos constancia de que la noción de "mente" existiera en los tiempos de Moisés, al menos en la cultura hebrea. Por lo tanto, da la impresión de que con la denominación "corazón" aludía el profeta al aspecto interior de la persona, el cual no es observable a simple vista; a diferencia de la "apariencia externa" del individuo, visible a todos, la cual permitía hacerse una idea superficial de las características de la personalidad de éste. Desde este punto de vista, "apariencia externa" y "corazón figurativo" vienen a ser conceptos contrapuestos.
En cambio, en la época de Jesucristo, milenio y medio más tarde, la cultura hebrea había absorbido gran cantidad de ideas y vocablos procedentes de la civilización grecolatina. En dicho ambiente, la noción de "mente" hace su aparición, teniendo su etimología en el término latino "mens, mentis" y significando aproximadamente "conjunto de potencialidades y procesos intelectuales del ser humano". Es posible que el significado de "corazón figurativo" haya quedado reducido, entonces, al "conjunto de potencialidades y procesos emocionales del ser humano"; de esta forma, la cultura grecolatina iniciaba una difusa y dogmática disyunción entre "mente" (intelectualidad) y "corazón" (emotividad), la cual ha perdurado largo tiempo. Sin embargo, hoy día las neurociencias han eliminado tal disyunción artificial.
Es posible que ese nuevo estado de la cultura hebrea o judaica haya obligado a verter en la Septuaginta, en el siglo II antes de la EC, de una manera más actualizada, las palabras de Moisés "Escucha, oh Israel: Jehová nuestro Dios es un solo Jehová. Y tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza vital" (Deuteronomio 6: 4 y 5), haciéndolo, según citó Jesucristo: "Oye, oh Israel, Jehová nuestro Dios es un solo Jehová, y tienes que amar a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Marcos 12: 29 y 30).
De todas formas, lo que quizás está claro es el hecho de que las Santas Escrituras distinguen dos aspectos en la personalidad del individuo: uno interior (el corazón figurativo, aproximadamente equiparable a lo que actualmente la neurociencia llama "mente") y otro exterior (coincidente con la apariencia externa o la fisonomía de la persona, es decir, lo que de ella se descubre a simple vista o es visible a todos). La fisonomía puede ser engañosa, pero la mente (el mapa de las conexiones nerviosas) es real. Sobre este particular, es interesante lo que dice el siguiente relato sagrado, situado en una época hebrea anterior a la incorporación de la palabra "mente":
«Con el tiempo Jehová dijo a Samuel: "¿Hasta cuándo estarás de duelo por Saúl, en tanto que yo, por otra parte, lo he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y anda. Te enviaré a Jesé el betlemita, porque entre sus hijos me he provisto un rey"… Y Samuel procedió a hacer lo que Jehová había hablado… Entonces santificó a Jesé y a sus hijos, después de lo cual los llamó al sacrificio. Y aconteció que, al entrar ellos y al alcanzar él a ver a Eliab, en seguida dijo: "De seguro su ungido está delante de Jehová". Pero Jehová dijo a Samuel: "No mires su apariencia ni lo alto de su estatura, porque lo he rechazado. Porque no de la manera como el hombre ve [es como Dios ve], porque el simple hombre ve lo que aparece a los ojos; pero en cuanto a Jehová, él ve lo que es el corazón" » (Libro primero de Samuel, capítulo 16, versículos 1, 4-7).
Emotividad y raciocinio.
El concepto de emoción a lo largo de la historia ha dejado mucho que desear. El despertar de la razón, en la antigua Grecia, llevó a filósofos e intelectuales a considerar que las emociones eran antagónicas de la razón y una especie de parásito que perjudicaba al intelecto. Se creía, cada vez más fuertemente, que los sentimientos y las emociones constituían un obstáculo para el desarrollo o la expresión del raciocinio. Así, muchos pensadores de la Edad Media, herederos de la cultura grecolatina, veían al "hombre superior" vestido de intelectualidad y al "hombre inferior" esclavizado a las emociones, pasiones y sentimientos.
Por bastante tiempo, los temas vinculados con las emociones y los sentimientos no fueron estudiados ni examinados en profundidad, a pesar de la magnitud e incidencia de los mismos en la vida humana. Incluso, en épocas más recientes, ni la filosofía ni las ciencias de la mente y del cerebro concedieron un mínimo interés a estos rasgos de la conducta y de la personalidad del hombre. Sólo hacia fines del siglo XIX
Charles Darwin, William James y Sigmund Freud plasmaron extensos escritos acerca de diferentes aspectos de la emoción, otorgándole un lugar privilegiado en el discurso científico.
Pero durante la mayor parte del siglo XX, el científico de laboratorio desconfió de la emoción. Se decía que era demasiado subjetiva, esquiva y vaga. Se la juzgó antípoda de la razón, considerada esta última como la habilidad humana por antonomasia e independiente de la emoción. La ciencia del siglo XX, pues, esquivó el cuerpo y, aunque mudó la emoción al cerebro, relegó todo lo que olía a emocional a los estratos neurales más bajos, asociados con supuestos ancestros o humanos brutos que nadie respetaba. En último término, se creía que no sólo la componente emocional del ser humano era irracional: incluso estudiarla tal vez fuera irracional.
Sólo ahora, muy recientemente, las ciencias cognoscitivas y la neurología aceptan la emoción y le otorgan el merecido protagonismo que le corresponde. Para bien o para mal, la emoción es inherente al proceso racional y decisorio de la mente. Aunque esto parece contrariar nuestra intuición, hay evidencias que lo confirman. Los hallazgos fidedignos sugieren que la reducción selectiva de la emoción es por lo menos tan perjudicial para la racionalidad como la sobreabundancia de emoción. Ya no parece sostenible que la razón gane a la emoción a la hora operar intelectualmente y sin auxilio emocional. Por el contrario, quizá la emoción ayude a razonar, sobre todo cuando se trata de asuntos personales o sociales que presentan riesgos y conflicto.
Es obvio que los trastornos emocionales pueden desembocar en decisiones irracionales, y siempre se ha visto claro esto. Pero la actual evidencia neurológica también sugiere que la ausencia de emociones acarrea un problema no pequeño a la mente racional. Emociones bien dirigidas y bien desplegadas parecen ser un soporte imprescindible, sin el cual el edificio de la razón no puede operar adecuadamente.
Hasta casi principios del siglo XXI, la psicología social consideraba que la toma de decisiones tenía que ser consciente y guiarse por las leyes de la lógica. Afirmaba que, ante cualquier elección, lo más acertado era elaborar listas con los pros y los contras, analizarlos minuciosamente, sopesarlos concienzudamente y sólo entonces, después de dar estos pasos, éramos capaces de elegir bien. A tal efecto, las ciencias cognitivas solían menospreciar el papel de la intuición y de la irracionalidad. Sin embargo, ahora todo ha cambiado, en muy pocos años. Sabemos que esos impulsos irracionales o emocionales no tienen por qué fallar y que, en ocasiones, son mucho más eficaces que una elección racional.
Pese a los grandes avances de la neurociencia, en el su subconsciente colectivo permanece la idea de que las decisiones hay que tomarlas con "la cabeza fría", no dejándose llevar por las emociones, ya que, en este supuesto, nuestra decisión se verá teñida de subjetividad y, en consecuencia, corre un riesgo elevado de no ser una buena decisión. Frente a ello, estudios recientes, como los realizados por el doctor Antonio Damasio, niegan rotundamente esta creencia. Dichos estudios ponen sobre el tapete la idea contraria: una decisión tomada sin el concurso de la emoción es altamente probable que esté equivocada. Sin embargo, ello no garantiza que la decisión que tomemos con la emoción presente vaya a ser necesariamente buena.
En palabras del propio Damasio: "Determinados aspectos del proceso de la emoción y del sentimiento son indispensables para la racionalidad. En el mejor de los casos, los sentimientos nos encaminan en la dirección adecuada, nos llevan al lugar apropiado en un espacio de toma de decisiones donde podemos dar un buen uso a los instrumentos de la lógica. Nos enfrentamos a la incertidumbre cuando hemos de efectuar un juicio moral, decidir sobre el futuro de una relación personal, elegir algunos mecanismos para evitar quedarnos sin dinero en la vejez o planificar la vida que tenemos por delante. La emoción y el sentimiento, junto con la maquinaria fisiológica oculta tras ellos, nos ayudan en la tarea de predecir un futuro incierto y de planificar nuestras acciones en consecuencia".
Hay una anécdota relacionada con Charles Darwin, el padre de la teoría evolutiva, que sirve para ilustrar este asunto. Darwin tenía una mente tan analítica que incluso llegó a plantearse el amor como una cuestión científica. En 1838, dos años después de haber regresado a Inglaterra tras su épico viaje a bordo del Beagle por el Cono Sur, Darwin se planteó qué hacer con su vida: ¿buscaba una mujer y se casaba? ¿O mejor se consagraba a la investigación científica? Para entonces este naturalista tenía 28 años y a fin de ayudarse a tomar una elección cogió una hoja de papel que todavía se conserva, trazó dos columnas y en la de la izquierda escribió la palabra "casarse" y anotó todos los argumentos que se le ocurrieron a favor del matrimonio. En la de la derecha, listó todas las ventajas de la soltería. Las razones que arguyó eran curiosas. Por ejemplo, para desestimar casarse apuntó cosas como "quizás discutir, menos tiempo para conversar con hombres inteligentes, tener que hablar con la familia de ella, no poder leer por las tardes o menos dinero para libros". Y a favor, "hijos o compañía constante y amistad en la vejez". Tras revisar la lista, acabó concluyendo que si bien una boda supondría "cosas buenas para la salud de uno", era también "una pérdida terrible de tiempo". Así es que decidió que lo mejor sería "comprarse un perro".
Sin embargo, lo que no podía sospechar Darwin era que poco tiempo le iba a durar aquel convencimiento. Semanas después su cerebro le iba a jugar una mala pasada. Al cruzarse, quizás por desgracia o quizás por fortuna, con su prima hermana Emma Wedgewood, Darwin se enamoró perdidamente, a pesar de haber decidido concienzudamente que el matrimonio no le convenía. Emma se convirtió en el gran amor de su vida y con ella tuvo nada menos que 10 hijos. Al cabo de los años, se puso a escribir un libro en el que trató de explicar con ojos de científico el misterio del amor o del enamoramiento.
Lo que Darwin no percibió es que su cerebro tomaba decisiones por él sin que él pudiera remediarlo.
En el caso de Emma, su mente había escogido ya mucho antes de que el naturalista inglés pudiera plantearse siquiera si su prima Emma le agradaba o no. La frialdad con la que Darwin colocó los argumentos en una balanza teórica era más superficial que real. Y es que las decisiones, a diferencia de lo que se solía pensar hasta hace poco, no se rigen exclusivamente por las leyes de la razón y la lógica. Muchas veces, o la mayoría de las veces, son intuiciones que, sorprendentemente, se toman desde la subjetividad. Sí, buena parte de nuestras decisiones, por mucho que creamos que son fruto de valoraciones concienzudas, son en realidad intuiciones irracionales. De hecho, todo acto consciente, por paradójico que resulte admitirlo, es, en verdad, inconsciente. Aunque raramente se las asocie con nuestra inteligencia, las intuiciones son atajos racionales del cerebro para tomar decisiones rápidas o moderadamente rápidas; ya que de otro modo, la elaboración de una decisión tendería a eternizarse.
NOTA:
Esta anécdota en la vida de Darwin no parece tener demasiada repercusión para la ciencia, pero es posible que sí la tenga… y no sólo para la ciencia. Por ejemplo, cabe preguntarse: ¿Hasta qué grado la teoría evolucionista está sustentada sobre una plataforma emocional errónea o ha pasado por alto información emocional fidedigna?
La vehemencia fanática con la que la doctrina evolucionista es defendida por muchos científicos materialistas, hasta el punto de dar la impresión de que abanderan una cruzada o que están afectados de histerismo deportivo, hace sospechar seriamente que aquí hay demasiadas emociones en juego, y de que probablemente existe una especie de secuestro emocional en pro del materialismo y del ateísmo.
Por otra parte, no conviene eludir el "hecho religioso", es decir, la externalización colectiva de la necesidad aparentemente intrínseca que tiene el ser humano de vincularse con un Creador supremo. Muchas personas sienten un profundo deseo de dar reconocimiento reverencial a un Diseñador superlativo, y orientan sus vidas hacia la búsqueda de alguna conexión existencial con un Sumo hacedor. Estos sentimientos internos, emocionales, despectivamente calificados de "opio del pueblo" por algún simplista y apresurado teórico materialista, pudieran significar algo verdaderamente importante a la luz de la neurociencia. Quizás constituyan un mudo testimonio emocional que brota de un proceso profundo, de un sello grabado indeleblemente en el software encefálico a modo de marca distintiva o rúbrica de fabricación, procedente de un Arquitecto supremo, a saber, del Creador del hombre.
La mente inconsciente.
Como se ha mencionado anteriormente, el concepto que hoy día tiene la neurociencia de "mente" es aproximadamente coincidente, a la baja, con el concepto de "corazón figurativo" que poseían los israelitas del tiempo de Moisés. Pues bien, según la neurociencia actual, buena parte de nuestra vida mental es inconsciente (está fuera del ámbito de la consciencia o capacidad de nuestra mente de analizarse a sí misma) y se basa en procesos ajenos a la lógica, y en reacciones instintivas. Tenemos intuiciones sobre casi todo, es decir, decisiones rápidas y casi viscerales que aparecen en nuestra consciencia sin que sepamos de dónde vienen, pero que son tan fuertes que nos impulsan a actuar. Por eso nos enamoramos. Y a la sombra de todo ello pudiera haber existido una serie de deliberaciones en nuestro inconsciente, de las cuales nada sabemos. A nosotros sólo nos llega el sentimiento de "quiero estar con esta persona" y obramos en función de eso. En muchas ocasiones, tales impulsos o intuiciones nos conducen a la respuesta adecuada. Y es que frecuentemente se trata de atajos que tiene el cerebro, estrategias que ha desarrollado a través de los años y que hasta posiblemente incorporen algún elemento epigenético.
La actividad mental puede compararse a un iceberg, que sólo muestra el 5% de su volumen ante los ojos de la "consciencia".
Si realmente tuviéramos que decidir cosa por cosa, punto por punto, poniendo sobre una balanza los pros y los contras de cada caso, seguramente nuestra vida se haría insoportable. Nos consumiríamos haciendo cálculos y elucubraciones a cada momento, en una interminable secuencia rutinaria que reduciría nuestra existencia a una condena, a trabajo forzado de contable. La fuerza de la razón dominaría sobre la emoción, y se analizaría una situación y todas sus posibles opciones hasta el más mínimo detalle, pero con el inconveniente de ser incapaz de orientarse en el infinito océano de las posibilidades. ¿Qué camino sería el más conveniente en cada caso? ¿Habría algún criterio para responder a esa pregunta? ¿Cómo identificar dicho criterio, en el caso de que lo hubiere?
Para tomar una decisión es imprescindible el concurso de la emoción, es decir, un compromiso con la vida del individuo que decide. La emoción emana de las profundidades viscerales del individuo, de su subjetividad y modo de sentir y también de sus propios esquemas mentales. En los animales más básicos, la emoción está vinculada estrechamente con el instinto de conservación, de supervivencia, de nutrición, de procreación, etcétera. Pero en el hombre, ésta se complica y sublima, y puede impregnarse de altruismo, abnegación, solidaridad, etcétera. Una mente puramente racional se quedaría parada, sin capacidad para decidir o reaccionar. La razón sin emoción no sirve para nada.
"¿Me suicido o me tomo una taza de café?", se preguntaba el escritor francés Albert Camus. Y con esto quería decir que todo en la vida es elección. A cada segundo estamos escogiendo entre diversas alternativas. Y, de hecho, la existencia, al menos la humana, se define por las elecciones que hacemos. La intuición (impregnada de emoción) nos ayuda a resolver muchos de los dilemas cotidianos, desde si debemos o no casarnos hasta cosas mucho más triviales como qué pasta de dientes compramos, o atrapar las llaves que nos lanzan al vuelo o detectar si nuestro hijo nos miente cuando nos dice que ha salido tarde de la escuela. La neurociencia ha descubierto que la inteligencia funciona a menudo sin pensamiento consciente; de hecho, la corteza cerebral, donde reside la consciencia, está llena de procesos inconscientes, al igual que las partes más profundas o remotas del cerebro (es decir, las que están envueltas por el neocórtex o situadas bajo él). Así, lo que sucede ante una información es que nuestro cerebro decide o bien dejarla pasar, o bien expresarla o anularla, procesando continuamente información y haciéndolo por debajo del consciente; es como si el cerebro anulase o vetase todos los actos conscientes que pudieran traer consecuencias negativas o peligrosas. De otra forma, nos volveríamos locos; viviríamos en el caos debido al incesante tráfico de señales que nuestras neuronas captan, analizan y evalúan.
La memoria recurre a experiencias acumuladas y las coteja con la información que ha recogido el cerebro, quien, como si fuera un juez, delibera y sentencia. Se ha visto que los sentimientos, nuestro estado emocional, influye en esa deliberación. La neurociencia cree que el proceso de elección se basa en una serie de reglas generales que nuestro cerebro ha ido aprendiendo y que conforman una especie de libro de instrucciones al que nuestro inconsciente recurre ante cada situación. Allí encuentra respuestas rápidas y precisas. Lo único que debe hacer es escoger la regla adecuada para cada momento. Este procedimiento es indispensable para tomar muchas decisiones importantes, puesto que nos enseña a confiar, a imitar y a experimentar emociones, como el amor, sin las cuales la supervivencia individual y colectiva sería imposible. El investigador de psicología de la conducta del instituto "Max Planck", Gerd Gigerenzer, cuenta que eso es lo que ocurre, por ejemplo, con padres e hijos. Si cada mañana los progenitores tuvieran que decidir si van a seguir invirtiendo sus recursos en los niños, tras noches en blanco, berrinches y trastadas, podría ponerse en peligro la supervivencia de la familia. Por eso, el cerebro bloquea esa posibilidad de decisión, de valorar si vale o no la pena aguantar. Es como si la emoción, o el sentimiento de amor, prevaleciera sobre la razón.
Estas reglas se benefician de algunas facultades del cerebro, como la memoria de reconocimiento, la habilidad para localizar objetos móviles, el lenguaje o emociones como el amor. La heurística (técnica de descubrimiento e indagación empírica, no rigurosa y por tanteo, para hallar soluciones a un problema) acelera la toma de decisiones y posibilita la acción rápida, muy útil si caminamos por la selva, por ejemplo, y aparece un tigre. No es deseable pararse a pensar, sino activar un sistema que nos haga salir ileso. Una buena razón puede ser: escoge lo que conozcas. Nos fiamos de lo que conocemos y, en cambio, sentimos aversión por lo desconocido. Tenemos una capacidad extraordinaria para reconocer caras, voces e imágenes, que está adaptada a la estructura del entorno. Reconocer hace posible que reaccionemos rápidamente, y los publicistas usan esta particularidad al confeccionar sus eslóganes porque saben que esto hace que compremos una marca de leche u otra (habitualmente se adquiere la más conocida o anunciada).
Se ha observado en personas con lesiones en la corteza frontal que, aún siendo individuos con inteligencia normal, creencias normales, habilidades normales, con capacidad para imaginar el futuro y las consecuencias de sus actos… son personas que razonan mal y toman decisiones incorrectas. Por lo tanto, si no es la razón lo que aquí falla, ¿qué es lo que estropea el asunto? ¿Qué es lo que hace, entonces, que razonemos correctamente para tomar la decisión más beneficiosa?
Todo indica que las emociones son necesarias para razonar y tomar decisiones. Son necesarias, al igual que la razón, para dotar a la mente de la máxima eficacia posible. Razón y emoción van juntas en los principales procesos cerebrales. La realidad de este nuevo paradigma se está confirmando día a día con las investigaciones que se están realizando sobre el cerebro, a través de la resonancia magnética funcional cerebral. Todos somos una mezcla de razón y emoción, y ambas se complementan en procesos tales como la toma de decisiones o la planificación. Para una buena toma de decisiones es esencial utilizar equilibrada y armoniosamente los dos cerebros: el emocional y el racional. Por eso, cuando nos dejamos llevar exclusivamente por uno de los cerebros presentamos más riesgo de equivocación. Las emociones intensas pueden socavar (y, de hecho, socavan) la capacidad de una persona a la hora de tomar decisiones sensatas, aún cuando el individuo sea consciente de la necesidad de tomarlas de forma cuidadosa.
El comportamiento humano, pues, no está únicamente controlado por la deliberación racional o bien por la emoción, sino por los resultados de la interacción de estos dos procesos. El control emotivo es rápido, pero sólo puede responder ante una cantidad limitada de situaciones; mientras que la deliberación es mucho más flexible, aunque relativamente lenta y laboriosa. El cerebro humano vive un conflicto perpetuo consigo mismo: por un lado está su centro de emoción, que busca la satisfacción inmediata; y por el otro está el de la razón, que privilegia los objetivos a largo plazo.
Cuando nos preguntamos por el sentido de nuestra existencia es casi seguro que surgirán respuestas de alto contenido emocional, que impliquen la motivación. Las satisfacciones más primarias, como el amor de nuestra familia y amigos, la ilusión de alcanzar metas, etc., también tienen que ver con la emotividad. Es difícil imaginar una vida sin emociones, sin sentimientos, ya que sería presidida por la apatía, la monotonía y el tedio. Los humanos somos seres racionales, pero también somos seres emotivos, dependientes de motivaciones y de instintos primarios.
Si queremos conseguir la atención de una persona, o de un auditorio, nada mejor que tratar de emocionarles, pues aquello que nos emociona captura y aprisiona nuestra atención. Al gobernar la atención, las emociones y los sentimientos establecen prioridades en el pensamiento. Como lo que nos emociona suele ser importante, las emociones son un modo de llamar la atención y dirigir el pensamiento y la conducta hacia aquello que nos interesa. Los sucesos altamente emocionales se recuerdan como muy reales y con gran detalle. En general, cuanto más se activa la amígdala encefálica (sita en el cerebro emocional) durante una situación emotiva, mejor es el recuerdo que tenemos más adelante de la misma.
Aunque la deliberación consciente resulta adecuada para situaciones simples, no parecen favorecer demasiado la toma de decisiones en situaciones complejas. Las emociones son críticas y hacen que la toma de decisiones no sea un proceso puramente racional. Para facilitar el éxito, las emociones deben ser un componente imprescindible añadido a la maquinaria de la razón. Se equivocaban quienes argumentaban que razón y sentimiento eran procesos incompatibles, y que no se podía alcanzar un buen razonamiento si estaba contaminado por las emociones. El cerebro racional se apoya sobre el cerebro emocional, por lo que el razonamiento está siempre tamizado por los sentimientos y éstos a su vez pueden ser modulados por la razón. Y sin emociones no hay inteligencia que valga.
Mente emocional.
Desde la antigüedad se ha considerado que las matemáticas son el exponente máximo del raciocinio, un lugar donde la emoción es prácticamente inexistente. Pero, ¿es así realmente?
Un vistazo penetrante una de las áreas más abstractas de las matemáticas, el Álgebra, revela que el progreso de esta disciplina siempre ha estado afectado por el dueto emociónrazón. En efecto, los mismos fundamentos del Álgebra son una abstracción cuantitativa y relacional entre elementos construidos a partir de la realidad física que nos rodea, o mejor dicho: a partir de lo que nuestros sentidos y percepciones han tomado de la realidad exterior. Esto quiere decir que tales elementos están afectados por filtros perceptivos, de tal manera que no son plenamente objetivos sino abundantemente subjetivos. Actualmente se sabe que los filtros encefálicos intervinientes en estas construcciones hacen un papel de jueces o centinelas selectivos, los cuales tamizan la información que reciben de los sentidos corporales y la sesgan. Y esto sucede por razones incuestionables, con el fin de evitar una inundación de información que desbordaría la capacidad de captación de datos y terminaría produciendo bloqueos infranqueables.
Pero el proceso de toma de decisiones no se da sólo en estos niveles básicos y automáticos del encéfalo, sino a través de cada paso en el Álgebra. A cada momento hay que plantearse criterios de resolución de problemas o interrogantes y decidir cuál o cuáles son más relevantes y por tanto hay que darles prioridad. A veces sucede que el tricotaje racional discurre por senderos aparentemente libres de impregnaciones emocionales, pero a la larga siempre hay que decidir acerca de la valía o de la esterilidad de tales senderos; y ya sabemos que toda decisión, por nimia que sea, envuelve una componente altamente emocional.
La inteligencia, sea cual sea la faceta que se considere de la misma (inteligencia numérica, racional, emocional, quinestésica, artística, etc.), parece consistir en la capacidad que tiene una mente para resolver problemas. Dicha resolución involucra a la capacidad decisoria y esta última hace intervenir a las emociones. Por consiguiente, inteligencia y emoción están estrechamente vinculadas. No puede haber inteligencia si no hay emotividad envuelta con ella.
La mente divina.
A medida que avanzan la ingeniería de computadoras, la robótica y las neurociencias se hace cada vez más evidente que no es posible la inteligencia sin emotividad. Cualquier mente inteligente debe poseer al menos una componente racional y una componente emocional, actuando ambas como un dúo armonioso. La prevalencia de una sobre otra tiende al desequilibrio y éste produce caos o desorden mental, el cual lleva a error y quebranto.
El Génesis nos informa que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, al margen de la clase de substancia corporal que diferencia a la criatura de su Creador. También el Génesis nos muestra a Dios como un ser poseedor de emociones y sentimientos, pues el relato sagrado dice que poco antes del Diluvio se disgustó profundamente por el mal derrotero que la humanidad había emprendido sobre la Tierra. En consecuencia, nuestro Creador tiene una mente racional y emocional, y nosotros somos una copia de dicha mente. Sin embargo, una gran diferencia entre Dios y el hombre es que la mente divina está en equilibrio perfecto y consolidada en el amor, el poder, la sabiduría y la justicia. En cambio, el ser humano debe llegar a edificar su propia mente en el equilibrio y en las cualidades que armonizan con la mente divina. Para ello, el hombre necesita la guía de su Creador y frecuentemente también Su ayuda bondadosa y paciente.
Autor:
Jesús Castro