- Introducción
- Kant en Königsberg
- Introducción a la lectura de la Crítica de la razón pura
- El descubrimiento de la sensibilidad
- La Estética transcendental
- La lógica transcendental
- La Deducción transcendental
- El esquematismo
- Los principios del entendimiento
- La distinción de fenómenos y noúmenos
- La anfibología de los conceptos de la reflexión
- La Dialéctica
- Las ideas de la razón pura
- La doctrina transcendental del método
- Consideración de conjunto
- Indicaciones sobre bibliografía
- Nota a la traducción
Introducción
El contexto: el Iluminismo.
Visto desde las orillas orientales del Mar Báltico, el mundo ofrecía, en el S. XVIII, un aspecto que hoy nos resulta difícil de imaginar. La exploración de los mares del Sur reservaba incógnitas; quizá hubiese allí todavía algún gran continente que descubrir: "La región de Nueva Holanda hace sospechar fuertemente […] que allí se encuentra una extensa tierra austral".[1] "Al sur de Buenos Aires" la costa de América estaba "enteramente despoblada".[2] Más allá, la Isla de los Estados, por el aspecto "desierto y terrible" de sus montañas, y por la lluvia y la nieve casi perpetuas, presentaba "el paisaje más triste del mundo". Las maravillas que relataron Plinio y Marco Polo se habían perdido en su mayoría; de ellas quedaban sólo unas pocas rarezas: la descripción de un árbol que estaba en la isla Hispaniola (Haití), tan venenoso, que dormir a su sombra producía la muerte;[3] una extraña noticia sobre las mujeres africanas (probablemente vestigio de algún relato sobre la horrible práctica de la circuncisión femenina); un informe sobre hombres caudados en el interior de Borneo.[4] Pero el verdadero prodigio, que deslumbraba a las personas cultas, y que inquietaba, a la vez, a los soberanos absolutistas, ocurría en el continente europeo. Era una corriente de pensamiento basada en la razón y en ideas humanitarias y republicanas, la Ilustración o el Iluminismo.[5] El pensamiento -de raíces luteranas- de servirse cada cual de la propia razón como criterio último de la verdad, había sido desarrollado largamente por Descartes y por Spinoza. En el S. XVIII, ese pensamiento llegó a ser un modelo y un programa de cultura, que incluía la crítica racional de toda doctrina que pretendiera ejercer autoridad absoluta en materia de conocimiento teórico, de metafísica, de moral, de jurisprudencia, de interpretación de los textos sagrados, de política o de arte.[6] El conocimiento racional (no escolástico) de las ciencias, las técnicas y las artes tenía, para el Iluminismo, una función social; prometía a la humanidad la liberación de las ataduras de servidumbre, y un progreso incesante en la dominación de la naturaleza. Con ello se alcanzaría un cumplimiento pleno del destino humano. Este fue el espíritu con el que Diderot y D"Alembert publicaron, entre 1751 y 1772, la Encyclopédie, ou Dictionnaire Raisonné des Sciences, des Arts, et des Métiers.
Particularmente innovador fue el Iluminismo en los terrenos jurídico y social. La convicción de que el Derecho y la organización social se fundan en la razón se opuso a la concepción de que las leyes y la estructura de la sociedad se basan en un decreto divino. Las leyes racionales de la sociedad y de la moral se extraen del estudio empírico del hombre natural.[7] Rousseau explicó la desigualdad social como una mera consecuencia de la institución de la propiedad privada y de la división del trabajo.[8] El libro de Beccaria sobre los delitos y las penas promovió una justicia penal en la que el castigo fuese proporcional al crimen, sin consideración del rango social del reo ni del de la víctima.[9]A la teoría del origen divino del poder político se opusieron teorías contractualistas que enseñaban que el origen del poder estaba en los individuos comunes;[10] y se propuso la división de los poderes del Estado, como medio para contrarrestar el absolutismo.[11] En consonancia con estas ideas, la Asamblea constituyente francesa declaró los "derechos del hombre y del ciudadano" el 26 de agosto de 1789; antes, en 1776, el Estado de Virginia había hecho una declaración similar, que sirvió de modelo a la francesa.
También en otros campos: en la ciencia, en la técnica, en la medicina, en la educación, en la teología, hubo innovaciones de enormes consecuencias. La confianza fundamental en la razón condujo a una creencia optimista en el progreso indefinido de la humanidad.
El racionalismo de los ilustrados no es solamente aquel racionalismo escolástico que procede por deducciones a partir de principios abstractos; sino que toma su comienzo en los conocimientos concretos que ofrece la experiencia, y procura establecer las leyes racionales que rigen los hechos.[12] Junto a filosofías estrictamente racionalistas y sistemáticas, como la de Wolff, abarcó también otras empiristas, o escépticas, o materialistas, como las de Locke, Hume, Bayle, Condillac, D"Alembert, Holbach, Lamettrie, y muchos más. Kant se interesó por casi todos los aspectos del Iluminismo;[13] en política simpatizó con la revolución francesa y con la independencia americana, y sostuvo el sistema republicano de gobierno;[14] en filosofía, su evolución personal muestra que pasó por etapas en que predominaba el influjo del racionalismo leibniziano-wolffiano, y por otras en las que prevalecía el empirismo de origen inglés. Él mismo, en sus años maduros, concibió su filosofía transcendental como una síntesis de empirismo y de racionalismo, y a la vez como una superación de la oposición de ellos.[15]
Kant en Königsberg
La historia de Europa, en el siglo XVIII, está marcada por las tensiones que provocaba el Iluminismo en las instituciones políticas. Inglaterra, crecientemente industrializada, tolerante en las ideas, avanzada en las ciencias, se presentaba como un modelo de civilización.[16] Holanda seguía siendo, por su tolerancia, el lugar donde se editaban muchos libros que estaban prohibidos en otros países. En Francia la monarquía absolutista se encaminaba hacia su terrible final, con la Revolución y el Terror. Tres emperadores se sucedieron en este siglo en el Imperio Romano Germánico, una institución política hoy casi olvidada, pero que entonces daba su configuración política y jurídica a la Europa central. Dentro del Imperio las guerras eran incesantes. En el pequeño Estado de Prusia Federico Guillermo I Hohenzollern, el "rey sargento", destinaba dos tercios del presupuesto nacional a gastos militares.[17] Su hijo, Federico II, el "rey filósofo", reinó entre 1740 y 1786, que son los años en que se gesta y se realiza buena parte de la filosofía transcendental; pero la parte oriental de Prusia fue territorio ruso entre 1758 y 1762, sólo recuperado por el monarca prusiano tras el final de la ruinosa Guerra de los Siete Años. Los rígidos estamentos sociales y el espíritu militar se notaban fuertemente en Königsberg, la ciudad natal de Kant. Un viajero ruso que la visita en 1789 la describe así: "Königsberg, la capital de Prusia, está entre las ciudades más grandes de Europa, pues su perímetro suma más de quinientas verstas. En otro tiempo fue una de las famosas ciudades de la Liga, y aún ahora su comercio sigue siendo significativo. El río Pregel, junto al cual yace, no tiene más de 150 ó 160 pies de ancho, pero su profundidad es tan considerable, que lo navegan los grandes barcos mercantes. Se cuentan más de 4.000 casas, y aproximadamente 40.000 habitantes. […] La guarnición de aquí es tan numerosa, que se ven uniformes por todas partes. […] Había oído que entre los prusianos no había oficiales jóvenes […] pero aquí he visto por lo menos diez, que no tenían más de quince años […]. Los uniformes son azul oscuro, azul celeste y verdes, con solapas y bocamangas de color rojo, blanco y anaranjado."[18]
En una sociedad tan estratificada y tan militarizada como aquélla, no debió de haber sido fácil que el hijo de un artesano llegara a tener estudios universitarios. Kant fue el cuarto hijo del maestro talabartero Johann Georg Kant y de su mujer, Anna Regina. El bisabuelo paterno, Richard Kant, era oriundo del distrito lituano de Prökuls, al norte de Memel, cerca de la península de Curlandia, y tuvo una taberna. El abuelo, Hans Kant, se hizo talabartero en Memel; murió en 1715, como ciudadano respetado y pudiente. Su hijo menor (el padre del filósofo) emigró a Königsberg, y se casó allí, a los 33 años, con Anna Regina Reuter, originaria de Nürenberg, cuyo padre era también talabartero de oficio.[19] A su cuarto hijo le pusieron de nombre Emanuel, como correspondía según el calendario. El pastor Franz Albert Schulz, de cuya grey formaba parte la familia Kant, lo hizo ingresar, a los ocho años, en el Colegio Fridericiano, una institución de enseñanza secundaria de marcada orientación pietista. No se estudiaban allí las ciencias de la naturaleza, ni la historia; pero sí matemática, griego, hebreo, francés y polaco; veinte horas semanales se dedicaban al estudio del latín. El joven Kant se sintió inclinado al estudio de los clásicos de la antigüedad. A los dieciséis años, el 27 de septiembre de 1740, ingresó en la universidad. Había cuatro facultades en la universidad de Königsberg: la de Teología, la de Jurisprudencia, la de Medicina y la de Filosofía. Kant siguió cursos de ciencias naturales, de matemática, de filosofía y de teología. Martin Knutzen, pietista y seguidor de Wolff, fue uno de los profesores que tuvieron mayor influjo en la formación del joven estudiante, y quien le hizo conocer las obras de Newton. En 1746 Kant terminó sus estudios universitarios. Un tío, que era zapatero, ayudó probablemente al financiamiento de los estudios, y pagó la edición de la tesis, que apareció publicada en 1749.[20]
En 1746 murió el padre de Kant. Ese mismo año, el recién graduado se empleó como preceptor, primero en la casa del pastor Andersch, en la aldea de Judtschen; después, en 1750, en la casa del Mayor von Hülsen, en la proximidad de Osterode, y finalmente en la casa del conde de Keyserling; la condesa Charlotte Amalie Keyserling es la autora del primer retrato de Kant que poseemos (aprox. 1755). Pero en 1755 Kant abandonó esa actividad docente. Presentó en la universidad una tesis doctoral acerca del fuego, y el 27 de septiembre de ese mismo año publicó otro trabajo en latín sobre los principios del conocimiento metafísico.[21] Con eso obtuvo la habilitación para enseñar filosofía, en forma privada, en la universidad de Königsberg. El cargo no incluía un sueldo. Dio lecciones de matemática, de ciencias naturales, de antropología, de lógica, de geografía, de metafísica, de filosofía moral, de teología natural, y de otros temas; en el tiempo de la ocupación de la ciudad por tropas rusas dio también lecciones de pirotecnia y de construcción de fortificaciones. En 1765 obtuvo su primer empleo fijo, como subbibliotecario de la biblioteca del palacio real. Más tarde, en 1770, fue nombrado profesor titular de lógica y metafísica, y se dedicó por entero a la enseñanza universitaria.
Podemos establecer con alguna precisión el momento histórico de nacimiento de algunos de los elementos de la filosofía transcendental. En especial, la valoración de la intuición como un complemento indispensable del conocimiento racional, e irreductible a éste, parece haber ocurrido hacia el año 1769: "El año 69 me trajo una gran luz".[22] A eso le sigue casi inmediatamente la tesis de que el espacio y el tiempo son los principios formales del mundo sensible; que son representaciones que no se obtienen por medio de los sentidos, sino que están presupuestas siempre por éstos.[23] Al mismo tiempo, y en el mismo escrito, enseña Kant que el entendimiento, en su "uso real", produce originariamente ciertos conceptos que sirven para conocer la realidad inteligible.[24] Los diez años siguientes, hasta 1780, están dedicados a entender cómo es posible que estas representaciones originadas en el entendimiento puro, y no en los objetos, puedan aplicarse legítimamente a objetos.[25] Por los apuntes de Kant en ese tiempo (entre los que se destaca el llamado "Legado Duisburg" de 1775) se pueden reconstruir las etapas de esta laboriosa meditación. Ésta desemboca en la Crítica de la razón pura, que es a la vez la culminación del Iluminismo y el fin del racionalismo dogmático, es decir, el fin de aquella corriente de pensamiento que suponía que mediante el empleo exclusivo de la razón, de sus conceptos y principios, y de sus reglas de funcionamiento, se podía obtener conocimiento de los objetos puramente inteligibles, y se podía alcanzar, en general, conocimiento de objetos cualesquiera, sin que fuera para ello necesario recurrir a los sentidos.
Guiado por la investigación de estos problemas del conocimiento, Kant desarrolló la filosofía transcendental, con la que llegó a una profundidad nunca antes alcanzada en la exploración de los fundamentos del pensamiento y de las fuentes de la conciencia, y de las leyes primeras que rigen el universo sensible y le dan su peculiar modo de ser. Al explicar cómo es que productos de la mente tales como, p. ej., la matemática, se aplican necesaria y universalmente a los objetos, que son productos de la naturaleza, dio una fundamentación filosófica a la física de Newton, y en general, a las ciencias naturales.
La Crítica de la razón pura tuvo por consecuencia el final de la metafísica racionalista; pero no significó el fin de la metafísica en general. En la misma obra se encuentran los fundamentos de una metafísica nueva, teórico-práctica, que alcanza un conocimiento simbólico a través de la analogía. Los elementos de esta nueva concepción se desarrollaron en las obras sucesivas de Kant, especialmente en los Prolegómenos, en la Crítica de la razón práctica y en la Crítica de la facultad de juzgar. La exposición sistemática de la metafísica crítica se encuentra en el texto inconcluso de los Progresos de la Metafísica. Desde 1796 trabajaba Kant en una magna exposición de todo su sistema, para la que había pensado el título provisorio de Tránsito de los principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza, a la física. Esta obra quedó también inconclusa; se la conoce como el Opus postumum.
Kant murió el el 12 de febrero de 1804 a las 11 de la mañana. En sus últimos días lo acompañaron y asistieron su hermana Barbara Theuerin y su discípulo y amigo Ehregott A. Christoph Wasianski, quien dejó un emocionado relato de la muerte del filósofo. Su discípulo, colega y biógrafo Ludwig Ernst Borowski en su Relato de la vida y el carácter de Immanuel Kant (1804) narra los detalles de las honras fúnebres, en las que tomaron parte miles de ciudadanos de Königsberg.
Introducción a la lectura de la Crítica de la razón pura
En esta introducción no intentaremos exponer en detalle temas de la filosofía transcendental, ni tampoco trataremos de resolver problemas de interpretación de pasajes del texto, sino que nos propondremos la tarea, menos frecuentada, de poner a la vista la estructura de la obra en su conjunto, la articulación de sus partes y la función de éstas en la argumentación general. Trataremos también de explicar algunos conceptos fundamentales, para que el lector no versado en el tema pueda emprender por sí mismo la lectura. Naturalmente, ese lector deberá buscar el auxilio de los comentarios, tanto de los que presentan exposiciones de conjunto, como de los que resuelven problemas singulares; ya que es casi imposible adentrarse en la Crítica sin una guía.
Del título de la obra.
La Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft) se publicó en 1781 en Riga. Su autor tenía cincuenta y siete años. Una segunda edición, con considerables modificaciones, apareció en 1787, en la misma ciudad, y con el mismo editor: Johann Friedrich Hartknoch. Llamamos respectivamente A y B a estas dos primeras ediciones.
El libro lleva cifrado en el título su contenido. Se trata de un examen crítico de la razón, para establecer si acaso ésta, sin apoyarse en otra cosa que no sea ella misma, puede alcanzar un conocimiento que sea digno de ese nombre.
Esta empresa se revela en toda su novedad y audacia cuando se la considera en relación con la metafísica racionalista dominante en su tiempo. Para los cultivadores de esa metafísica —es decir, especialmente para quienes seguían las enseñanzas de Leibniz y de Wolff— la razón era un instrumento de conocimiento tan perfecto y autárquico, que bastaba con aplicar cuidadosamente las reglas de su uso, para alcanzar todos los conocimientos posibles. Descartes había mostrado que las ideas claras y distintas eran verdaderas; ahora bien, las ideas simples no pueden contener ni oscuridad ni confusión de sus elementos (pues no los tienen), de manera que son necesariamente claras y distintas, y por tanto, verdaderas. Quien tuviera un repertorio suficiente de estas ideas, y supiera combinarlas según reglas válidas (que no eran otras que las reglas de la matemática) podía estar seguro de llegar a proposiciones verdaderas. Por eso, si se lograse hacer un catálogo completo de las ideas simples, todos los problemas filosóficos podrían resolverse mediante un cálculo similar al del álgebra.[26] El cálculo lógico, que se identificaba con el matemático, era suficiente para resolver cualquier problema que pudiera interesar al espíritu científico. La intuición intelectual y la deducción a partir de axiomas, definiciones y principios, parecían ser todo lo que se necesitaba para alcanzar un conocimiento exhaustivo y cierto del universo. Si acaso había algunas verdades que sólo podían conocerse por experiencia y no por razonamiento puro, ello se debía más bien a la estrechez y finitud del espíritu humano, que a limitaciones de la razón misma.
Esto era la razón pura.
Estas convicciones optimistas permitían al investigador aventurarse en terrenos donde la experimentación y la observación no podían auxiliarle de ninguna manera: en el terreno de las cuestiones puramente metafísicas. El mundo de los fenómenos obedecía a las leyes de la razón matemática tanto como obedecía a esas mismas leyes el mundo que estaba detrás de las apariencias fenoménicas, que era el mundo donde residía el fundamento de éstas. Más todavía: el conocimiento obtenido por medio de la observación y de los sentidos resultaba ser un conocimiento confuso; si se lo reducía a la debida claridad y distinción, se volvía un conocimiento puramente racional, pero entonces sus objetos resultaban ser entidades metafísicas sólo accesibles a la razón pura.
Esta manera de pensar se llamó, por entonces, dogmatismo. Hoy esta palabra evoca en nosotros un sentido casi peyorativo: parece que con ella nos refiriéramos a una manera de pensar obcecada, poco receptiva a las objeciones. Pero en aquel tiempo se entendía que era dogmático un pensamiento que procediese a partir de principios, definiciones y axiomas, progresando mediante meros conceptos, de manera deductiva. Este dogmatismo alcanzó logros muy notables en la exploración de los fundamentos últimos de la realidad. Leibniz consiguió explicar con él todo el mundo real como una estructura de mónadas o substancias simples, perfectamente armonizadas entre sí por el Creador. Con ello, cuestiones metafísicas como la de la relación del alma y el cuerpo parecían resolverse de la manera más satisfactoria. El mundo natural y el mundo moral, la Naturaleza y la Gracia, revelaban obedecer a los mismos principios últimos, y estos principios eran accesibles a la razón.
La Crítica de la razón pura nace de la conciencia de la necesidad de fundamentar la legitimidad de estas pretensiones del dogmatismo, y sobre todo, de la necesidad de explicar las disonancias y contradicciones que, en el interior de él, dejaban perplejos a los pensadores. Esa Crítica no es, sin embargo, la primera expresión de desconfianza en el optimismo dogmático. Ya desde el Renacimiento, filósofos empiristas prefieren atenerse a los datos observables como si éstos fueran la única fuente válida del conocimiento. Con ello se ponen a salvo de los abusos en los que parece haber incurrido el dogmatismo, quizá demasiado estrechamente asociado, en ocasiones, al poder político. El empirismo puso pronto de manifiesto su escepticismo en cuestiones de metafísica; lo que es comprensible, ya que estas cuestiones escapan, por definición, a la observación empírica, que es la única fuente segura de conocimiento para estos filósofos.
La oposición de dogmatismo racionalista y escepticismo empirista llegó a ser enconada, y pareció insuperable. Los filósofos empiristas pronto descubrieron que algunos de los conceptos fundamentales del racionalismo, como los conceptos de substancia y de causa, carecían de fundamento en la experiencia, y los declararon obra de la imaginación. Y lo que es peor, encontraron en los sistemas racionalistas contradicciones insalvables. Kant, que era lector de los grandes empiristas ingleses, reconoce que les debe a ellos su abandono del dogmatismo. En 1783 escribe: "Lo confieso de buen grado: la advertencia de David Hume fue lo que hace muchos años interrumpió mi sueño dogmático".[27] Ya hacia 1764 había descubierto Kant que uno de los postulados fundamentales del racionalismo dogmático debía ser abandonado: ese año publica su descubrimiento de que el método de la filosofía no debe confundirse con el método matemático (como lo sostenían los racionalistas desde Descartes hasta Wolff).[28] Volveremos sobre este asunto del método de la filosofía, porque es importante para la correcta comprensión del texto de la Crítica de la razón pura. Pero Kant no adhiere sin reservas al empirismo. En particular, no comparte el escepticismo de los filósofos empiristas; y precisamente en aquellos temas centrales para la filosofía racionalista: en la cuestión de la causalidad y de la substancia, disiente del empirismo y encuentra que no sólo es posible, sino también necesario, fundar estos dos conceptos de manera firme y definitiva, aunque tenga que ser una fundación nueva que tome en consideración la crítica empirista a esos conceptos, para superarla. Por eso, Kant concibe su propia filosofía, el criticismo, como una superación tanto del dogmatismo como del escepticismo. La concibe como un momento completamente nuevo en la historia de la razón.[29] Después del criticismo, aquella oposición enconada de dogmáticos y escépticos debería perder toda su fuerza.
Kant concibe, entonces, su propia filosofía como algo enteramente nuevo, nunca intentado hasta entonces. Si la metafísica estudiaba las primeras causas y los primeros principios que son el fundamento de todo lo demás, el criticismo estudia los fundamentos de la metafísica misma. La razón pura era, con sus conceptos y sus leyes lógicas, el instrumento para construir la metafísica. Ahora se trata de examinar los fundamentos de la razón pura misma. Kant tiene clara conciencia de que llega así a una profundidad nunca antes alcanzada; a un terreno enteramente nuevo; y lo expresa repetidamente en sus textos.[30]
Es necesario formular este proyecto de examen crítico de la razón pura de la manera más precisa. La tarea de examinar la razón puede ser irrealizable, de tan amplia. Y aunque la continuáramos indefinidamente, en un progreso sin término, la razón que nos proponemos examinar podría tener aspectos que se sustrajeran a nuestro más cuidadoso examen, y que quizá fuesen decisivos para resolver el problema de la validez de los conocimientos racionales. Por eso, Kant da a su problema una formulación lógica tal, que todos los elementos del problema están contenidos en esa fórmula de manera explícita. Como se trata de establecer si son válidas las pretensiones de conocimiento que postula la razón pura, reduce su examen de ésta solamente a aquello en lo que esas pretensiones de conocimiento se expresan: a los juicios. Como son juicios enunciados por la razón pura, son independientes de la experiencia; a estos juicios independientes de toda experiencia los llama Kant juicios a priori; y como son juicios en los que no solamente se explican conceptos, sino que se enuncia algo acerca de los objetos, y en ellos se pretende alcanzar conocimientos nuevos, estos juicios no son meramente analíticos, sino sintéticos. El problema general de examinar aquella escurridiza facultad de la razón, para ver si acaso es válida como instrumento de conocimiento, se formula así de manera más rigurosa, con la pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? De esta manera, lo que constituye nuestro asunto no es ya una facultad misteriosa (la razón), sino una estructura lógica (el juicio sintético a priori), cuyos elementos todos están explícitamente expuestos en la fórmula del problema. Este tema lo encontrará desarrollado el lector en la introducción de la obra (especialmente en la segunda edición, B 1 a B 30), y en los Prolegómenos.
Preguntarse cómo son posibles esos juicios significa dos cosas: en primer lugar, cómo es que se puede unir, en ellos, el sujeto y el predicado; cuál es el fundamento que hace válida la síntesis de unos y otros conceptos en estos juicios. Ya hemos visto que los empiristas sostenían que ese nexo sintético se basaba solamente en la imaginación. En segundo lugar, la pregunta se refiere a cómo puede ser que esos jucios sean juicios cognoscitivos; es decir, cómo es que esas estructuras lógicas construidas con independencia de la experiencia (es decir, construidas a priori) se refieran, sin embargo, a objetos de la experiencia.
Hemos presentado así el sentido general del título de la obra. El desarrollo de la argumentación llevará, entre otros resultados sorprendentes, a advertir que el nexo que mantiene unidos los conceptos en el juicio sintético a priori es el mismo nexo que forma la trabazón del universo. Pero además, la respuesta a la pregunta de cómo son posibles los juicios sintéticos a priori nos permitirá establecer hasta dónde llega el uso legítimo de la razón pura como facultad cognoscitiva (uso que sólo puede expresarse en tales juicios). Por tanto, nos permitirá juzgar con fundamento acerca de las pretensiones de la filosofía dogmática en cuestiones de metafísica. Dicho de otro modo: la respuesta a aquella pregunta nos mostrará cuáles son los caminos que el espíritu humano puede seguir, para intentar resolver los enigmas de sí mismo, del universo y del Creador.
El modo de exposición. Una guía de lectura.
La Crítica de la razón pura, donde se plantean y se resuelven estas cuestiones, es un libro bastante difícil. Una de sus mayores dificultades se allana, sin embargo, si se tiene presente el modo de exposición que Kant mismo dice haber aplicado en la redacción de la obra.[31] Este no es otro que el método que en una obra anterior[32]expone Kant como el método propio de la filosofía en general. Este método de exposición, al que se llama aquí "sintético", puede describirse como un método de aislamiento e integración. A diferencia de la matemática, que pone al comienzo las definiciones, los axiomas y los principios, y deduce de ellos los demás conocimientos, la filosofía comienza por proponerse, como asunto de su investigación, algún concepto que se presenta oscuro y confuso. Su primera operación no es definirlo (lo que sería imposible en esa primera fase de la investigación), sino aislar dentro de ese concepto oscuro y confuso algún elemento que pueda ser llevado a claridad y distinción. Por tratarse de un elemento, es decir, de una parte de algo mayor, ese elemento remitirá a otros que están en necesaria conexión con él. Estos elementos nuevos no se introducen nunca de manera caprichosa, sino que tienen una relación necesaria con el elemento estudiado primeramente, ya sea por ser condiciones de éste, o porque de alguna otra manera resulten necesarios para el análisis completo de él. Será oportuno, entonces, llevar claridad y distinción también a estos elementos nuevos, e integrarlos con el primero, y entre sí.. Se obtienen de esa manera síntesis cada vez más complejas, hasta que finalmente, cuando todos los elementos del concepto estudiado se han tornado claros y distintos, y cuando es clara y distinta también la vinculación que los une, se puede, al final del trabajo de investigación (y no al comienzo, como en la matemática) formular la definición del concepto estudiado.
Este es el orden que sigue la exposición en la Crítica de la razón pura. Ése es el motivo de la introducción de capítulos cuyos temas son motivo de perplejidad para el lector desprevenido, y cuya conexión mutua no se advierte siempre fácilmente. Esa es la razón por la que la parte mayor de la obra lleva el título "Doctrina […] de los elementos".[33]
El concepto primitivo al que se le aplica este método de aislamiento es, en esta obra, el concepto de conocimiento por razón pura.[34] En concreto, ese conocimiento, como todo conocimiento, consiste en una representación. Por eso, es necesario empezar por la representación. No se la debe entender aquí a ésta como un hecho psicológico, sino como un hecho lógico.[35] Como lo primero que se puede aislar dentro de este concepto vago e impreciso es su presencia en la receptividad de la conciencia, el estudio de la representación conduce, en primer lugar, a aislar la sensibilidad (la receptividad pasiva), que es lo que se hace en la Estética transcendental. [36]La sensibilidad no puede explicar, por sí sola, la unidad de las múltiples representaciones contenidas en ella. Remite, pues, necesariamente a alguna facultad activa (y no meramente pasiva, como es la sensibilidad).[37] Así se introduce después un elemento nuevo: el entendimiento. La introducción de este elemento nuevo se efectua en la "Segunda parte de la doctrina transcendental de los elementos", que es la Lógica transcendental, es decir, la doctrina del entendimiento. Luego, en el capítulo correspondiente a la facultad de juzgar, se efectuará la síntesis de estos elementos (síntesis de sensibilidad y entendimiento). Tal es el orden general de la exposición en la Crítica de la razón pura. Ese mismo orden se observa en el interior de cada uno de los capítulos de la obra ; [38]por ello, éstos ofrecen también la misma estructura, desconcertante a primera vista, de aislamiento de elementos y de síntesis progresiva de sus temas.[39]
Tener en cuenta esta peculiaridad del texto puede allanar algunas de las dificultades que presenta la lectura.
El descubrimiento de la sensibilidad
El método de aislar elementos para después sintetizarlos nos conduce a aislar, en primer lugar, la forma sensible de la representación, y con ella, la capacidad receptiva que llamamos sensibilidad. Kant entiende por sensibilidad la capacidad de tener representaciones (y no solamente, p. ej., magullones, o movimientos reactivos), cuando uno es afectado por objetos.[40] La detección de la sensibilidad como uno de los elementos que resultan aislados al aplicar este método se basa en la suposición fundamental de que hay sensibilidad (lo que queda demostrado al haber representación), y en la tesis de que el conocimiento sensible no constituye, como quería Leibniz, un mero conocimiento confuso que se volverá no-sensible tan pronto como se torne claro y distinto. La sensibilidad plantea la pretensión legítima de ser tenida en cuenta junto con el entendimiento, y en igualdad con éste, como condición del conocimiento.
Es claro que Kant conocía las pretensiones, y si se puede decirlo así, los derechos de la sensibilidad, por su lectura de los filósofos empiristas. Pero ese conocimiento sólo podía conducirle a abrazar el partido de esos filósofos, o a rechazarlo, por una mera elección personal. Era necesaria una fundamentación racional que mostrara que las pretensiones de la sensibilidad son necesarias e ineludibles; una fundamentación que mostrara que la sensibilidad tiene una función necesaria en el conocimiento, independientemente de la opción personal por el empirismo o por el racionalismo.
Ese reconocimiento de la función necesaria de la sensibilidad en el conocimiento se fue formando desde temprano en el pensamiento de Kant. Algunas de las estaciones de ese reconocimiento son el descubrimiento de que el método filosófico no puede ser el mismo que el de la matemática, porque ésta construye sus conceptos en la sensibilidad (en la ya citada Untersuchung über die Deutlichkeit der natürlichen Theologie und der Moral, Investigación sobre la distinción de los principios de la teología natural y de la moral, 1764); el descubrimiento de que una descripción puramente conceptual no es suficiente para dar cuenta de todas las determinaciones de ciertos fenómenos, como p. ej. de las diferencias entre la mano izquierda y la derecha, o entre algunas figuras y sus imágenes especulares, de modo que hay que recurrir a la intuición sensible (en el artículo Von dem ersten Grunde des Unterschiedes der Gegenden im Raume, Sobre el fundamento primero de la diferencia de las regiones en el espacio, 1768);[41] la misteriosa "gran luz" de 1769, mencionada en la reflexión 5037, Ed. Acad. XVIII, 69;[42] y sobre todo, el reconocimiento de que el mundo sensible tiene por principios formales al espacio y al tiempo, que son principios independientes de la experiencia (en la Dissertatio de mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis, Disertación sobre los principios formales del mundo sensible y del inteligible, 1770).
La Estética transcendental
El primer elemento del conocimiento puro a priori que se logra aislar, según lo exige el método, es la sensibilidad. Sensibilidad es la capacidad de tener representaciones al ser afectados por objetos. No sabemos qué objetos serán esos; ni sabemos tampoco cuál será el mecanismo de la afección.[43] Pero sí sabemos que de ese encuentro primero con el objeto —encuentro en el que la mente se comporta pasivamente— resulta una representación.
Como la mente es finita, no puede crear objetos con sólo representárselos. El pensamiento conceptual se refiere a los objetos sólo indirectamente, por medio de otros conceptos y de otras representaciones. Un contacto intuitivo, inmediato, con los objetos reales, sólo se produce cuando el objeto afecta de algún modo a la mente. Para tener objetos reales, la mente tiene que esperar que éstos le sean dados; y ante esa donación se comporta pasivamente. La receptividad pasiva es la sensibilidad. En ella nos son dados los objetos, que son recibidos, entonces, como representaciones empíricas.
Por supuesto que esto no resuelve el problema de justificar nuestras relaciones con objetos metafísicos, suprasensibles, que no nos son dados en la sensibilidad, ni pueden serlo: almas simples e incorpóreas, Dios, los componentes monádicos del universo. La relación con estos objetos es el principal problema de una crítica de la razón pura. Pero sólo se podrá intentar su solución mucho después, cuando hayamos adelantado más en el conocimiento de los elementos del concepto de conocimiento.
Una representación de origen indeterminado es, pues, lo primero que nos es dado. A ella aplicamos nuestro método de aislamiento, y eso nos permite distinguir una materia de ella, y una forma. La materia depende del objeto. Es el contenido de la representación empírica: la sensación. Con respecto a ese contenido la mente es enteramente pasiva. La forma en la que el contenido es recibido lo determina a él también, de modo que el contenido debe adoptar necesariamente esa forma. Hay, por tanto, buenos motivos para suponer que tenemos aquí uno de los fundamentos de la posibilidad de conocimientos (o de juicios) sintéticos a priori; ya que si conocemos la forma de la sensibilidad, podremos conocer, antes de toda experiencia, algo del objeto: su forma sensible. Conviene, entonces, establecer cuál es la forma de la sensibilidad.
La forma de la sensibilidad no puede establecerse por vía empírica. Ella no es un dato más entre otros, sino que es la receptividad que permite que haya, en general, datos. Además, la forma de la sensibilidad no puede ser un concepto; pues en ese caso la sensibilidad no sería lo que es: la capacidad de recibir inmediatamente los objetos (el concepto se refiere a los objetos sólo mediatamente, a través de otras representaciones; nunca se refiere directamente al individuo singular). Ahora bien, hay dos representaciones que satisfacen, cada una, estas dos condiciones negativas.[44] Son la representación del espacio y la representación del tiempo. En los breves teoremas que constituyen la "Exposición metafísica" del espacio y de tiempo, Kant demuestra que espacio y tiempo no son conceptos, sino intuiciones, y que no son representaciones de origen empírico, sino que su origen es independiente de toda experiencia: son representaciones a priori. No tienen su origen en los sentidos, sino que son supuestas por éstos. Para poder recibir los objetos como objetos externos, exteriores unos a otros, hay que presuponer ya el espacio; de modo que no se puede aprender lo que es espacio a partir de la percepción de objetos exteriores unos a otros. Y lo mismo ocurre con el tiempo: para poder recibir los objetos, o los estímulos sensoriales, como elementos de una serie sucesiva, es necesario presuponer ya el tiempo; por tanto, tampoco se puede aprender lo que es el tiempo, a partir de la percepción empírica de series de objetos sucesivos; sino que para tener tales series, se debe contar de antemano (a priori) con la representación del tiempo. Espacio y tiempo son representaciones a priori; con eso, cumplen el primero de los requisitos para ser formas de la sensibilidad. Por otra parte, las representaciones de espacio y de tiempo no contienen bajo sí infinidad de ejemplares de espacios y de tiempos, tal como el concepto de caballo contiene bajo sí infinidad de ejemplares de caballo. Más bien, lo que parecen ser tiempos singulares o espacios singulares no son sino porciones del espacio o del tiempo únicos. No podemos decir lo mismo de los caballos singulares: ninguno de ellos es una porción del concepto de caballo. Espacio y tiempo son, pues, únicos, y no se los conoce a través de conceptos, sino por contacto inmediato con ellos (por intuición). Tales son las características de la intuición. De modo que espacio y tiempo son intuiciones, y no conceptos. Con esto, cumplen el segundo de los requisitos para ser formas de la sensibilidad.
No hay, por otra parte, ninguna otra representación que cumpla esos requisitos de manera universal. Espacio y tiempo son, por tanto, las formas de la sensibilidad; y dan forma a los contenidos de la sensibilidad. La forma que les dan es la de la dispersión: dispersión en la exterioridad recíproca, o dispersión en la sucesión. Como formas a priori de la sensibilidad, espacio y tiempo pertenecen, no a los objetos, sino al sujeto sensible. Los contenidos de la sensibilidad se acomodan necesariamente a esas formas. Conocerlas a ellas permite, pues, un conocimiento a priori de todo posible contenido de la sensibilidad. Pero el precio de ese conocimiento a priori es altísimo: todo lo conocido en la sensibilidad se habrá adaptado siempre ya a unas formas que pertenecen al sujeto; y por tanto, lo conocido en la sensibilidad no se presentará tal como es en sí mismo, sino solamente tal como se aparece al sujeto. Ningún objeto de la sensibilidad se presenta al conocimiento tal como es en sí mismo (como una cosa en sí misma), sino que todo objeto de la sensibilidad es sólo fenómeno: dato de la intuición sensible, configurado por la forma de la sensibilidad. Y como tenemos acceso a objetos sólo gracias a la sensibilidad, resulta que no tenemos acceso a las cosas en sí.
Podemos, entonces, decir que espacio y tiempo, como formas de la sensibilidad, son reales en la experiencia: todo objeto empírico lleva necesariamente esa forma; aunque no la tenga por sí mismo, sino que la adopte necesariamente al ser acogido en la sensibilidad. Pero podemos decir también que espacio y tiempo son ideales y no absolutamente reales: son sólo en el sujeto y por el sujeto, y no tienen ningún significado ni entidad para las cosas consideradas en sí mismas (es decir, consideradas con independencia del sujeto).[45]
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