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Cómo duele Chile! (página 2)


Partes: 1, 2, 3

El resto de la noche y gran parte de la mañana los pasé conversando con Viorel, con un sacerdote católico belga, quien en silencio permanecía sentado a su derecha, y con un peruano de nombre Guillermo, sentado a mi izquierda, quien llevaba más de cinco años de estar radicado en Chile, después de haber terminado sus estudios profesionales. Supe que Viorel era un Ingeniero Metalúrgico graduado en Rumania, donde trabajó durante sus primeros dos años de vida profesional. Su matrimonio con la chilena lo aprovechó para abandonar su país y radicarse en Chile. En este país, había estado trabajando con empresas dedicadas a la metalurgia, algunas de ellas relacionadas con el mineral de hierro. Supe que dentro del sistema socialista de Rumania había empleo para todos, pero con un inconveniente: el Estado decidía dónde debía ir uno a trabajar. En el caso de Viorel, según sus comentarios, cuando se encontraba en su último semestre de universidad, el Estado ya lo tenía programado para ir a trabajar en explotaciones metalúrgicas al norte del país y su deseo era otro, muy diferente. El quería trabajar en una siderúrgica, pero tenía que aceptar la programación del Estado con el argumento de que allí era donde lo necesitaba el país.

Supe que el sacerdote belga, de unos treinta años de edad y de nombre Philippe, llevaba más de un año de estar en Chile. En su natal Bélgica, cuando se enteró de los posibles cambios sociales en Chile con el gobierno de Salvador Allende, tomó la decisión irrevocable de viajar al país austral para trabajar con las poblaciones de los sectores más deprimidos. Con su español incipiente, nos transmitió su felicidad por haber estado en medio de tanta gente pobre, llena de enormes esperanzas por un futuro mejor si se consolidaba el gobierno de la Unidad Popular.

Supe que Guillermo era un médico peruano, graduado en la Universidad de Chile, casado con una dama chilena, con una niña de dos años y los últimos tres años los había pasado trabajando en varios centros de salud en Santiago. Su temperamento era nervioso. Con frecuencia y con voz temblorosa nos decía:

-¿Qué será de mi esposa y de mi hijita? ¡Dios mío, protégelas! Con urgencia, necesito salir de acá, porque ellas me necesitan.

Nuestra reacción siempre fue de apoyo solidario hacia Guillermo y tratar de convencerlo de que todo iba a terminar bien y que nada ganaba con desesperarse, en especial en aquellos momentos en que debíamos estar más tranquilos y serenos, a pesar de la total incertidumbre que vivíamos.

PRIMER SIMULACRO DE FUSILAMIENTO Era nuestro segundo día de permanencia en el Estadio Chile. No se sabía si era de día o de noche, pues allí se había perdido todo contacto físico con el mundo exterior, incluida la luz del sol. Por ninguna parte se apreciaba un claro de luz natural.

A media mañana escuchamos la protesta de un grupo de personas en las graderías ubicadas más arriba de la nuestra. Giramos para ver lo que estaba sucediendo y encontramos a un soldado gritando y golpeando la espalda de un anciano de cabello blanco,

con la culata de su fusil. El pobre hombre se había negado a salir al trote después de recibir el permiso para ir al baño, aduciendo imposibilidad física para hacerlo. La protesta sirvió porque llegaron varios oficiales y, al percatarse del estado del anciano, le permitieron caminar hasta el baño.

Eran las tres de la tarde, según respuesta de Viorel a mi pregunta por la hora. El lugar estaba en relativo silencio cuando, en la gradería ubicada frente a la nuestra, de repente, se levantó un chileno y con grito desgarrador dijo:

-¡Viva Chile, carajo! Abajo los milicos.

De inmediato le cayeron encima un oficial y un par de soldados. Le golpearon en los hombros y en la espalda con las culatas de sus fusiles. El oficial, con tono desafiante y vulgar, le dio la orden de ponerse de pie y salir detrás de él. Todo el estadio enmudeció y los militares presentes en el estadio tomaron posición de combate. El cuadro no tenía nada que envidiar al del apresamiento del más buscado y temido de los criminales, después de la ejecución de un plan de captura, con la participación de un grupo muy bien adiestrado para ello. Del sitio de los acontecimientos, desaparecieron la 'presa', el oficial y los dos soldados. El hombre nunca regresó.

Una hora después de ocurrido el evento anterior, y con el ánimo de mostrar su prepotencia y dominio, el comandante encargado de la operación y su grupo de oficiales iniciaron un recorrido de inspección por todos los lugares del estadio. Cuando llegaron al sector donde nos encontrábamos, un oficial le habló al oído al comandante y, de inmediato, éste se detuvo, levantó

su brazo derecho y gritó con el tono más alto de su voz:

-¡He ahí la cloaca latinoamericana!

Sabíamos que en ese momento éramos las personas más odiadas por los militares. Desde el comienzo, y así lo hicieron saber a través de un bando militar, los extranjeros fuimos calificados como los responsables de la situación de Chile en el último año. El mismo 11 de septiembre, las emisoras radiales dirigidas por los militares no ahorraron las expresiones en contra de los extranjeros. Para ellos, la culpa la tenía el marxismoleninismo, una ideología extranjera; la culpa la tenían los extranjeros que, en forma masiva, viajaron a Chile y se llevaron sus mercancías; la culpa la tenían los extranjeros residentes por su apoyo y trabajo con el gobierno de la Unidad Popular; la culpa la tenían los gobiernos comunistas extranjeros, en particular el cubano y el ruso, por su solidaridad con el pueblo chileno.

Todo chileno tenía la obligación de denunciar la presencia de cualquier extranjero. Así, sin más rodeos, lo ordenaba el bando militar. Para los militares, los extranjeros éramos los judíos de Hitler y sus nazis.

Desde cuando llegamos al estadio, me di a la tarea de mirar hacia todos los lados para tratar de encontrar una respuesta a la improvisada detención de tanta gente. Con Viorel, el sacerdote belga y Guillermo, decíamos improvisada porque para nada se tenía en cuenta el derecho elemental de todo ser humano a recibir alimentos cuando se le priva de su libertad; porque siempre nos trataban como personal de contingencia y no como población civil; porque no era justa la retención

de más de un día en un sitio donde, desde todo punto de vista, era imposible dormir; porque, a pesar de saber que estábamos por completo indefensos, con frecuencia consentían, a oficiales de bajo rango y a soldados, el empleo de las culatas de los fusiles para castigar los rostros, los brazos, las piernas y las espaldas de los detenidos.

-¡Huy hermano! ¿Quién le pegó ese golpe tan berraco en la oreja? -le pregunté a un ecuatoriano en la primera oportunidad que tuve de ir al baño. Su oreja y el pómulo derecho estaban amoratados e inflamados.

-Al llegar a los alrededores del estadio -dijo-, la orden de ingreso a las instalaciones la dio un militar golpeando con su culata al primero en la fila y ése era yo. Mire como me dejó ese hijo de puta. Y eso no es nada -dijo levantando la manga izquierda de su pantalón-, cuando estaba afuera, con las manos contra la pared, un hijueputa soldado me pegó tan fuerte con su culata que mire la hinchazón tan grande en esta pierna.

Sentí compasión por el muchacho ecuatoriano. En su rostro, que era el de un joven de 17 ó 18 años, se reflejaba patético el dolor. El hematoma en su pierna era impresionante y la cubría en casi toda su longitud hasta darle proporciones de gigantismo.

Al regresar a mi sitio, después de visitar el baño, le comenté a mis amigos lo sucedido al joven ecuatoriano. Todos estuvimos de acuerdo en nunca ubicarnos de primeros o de últimos en las filas que ordenaran los militares, porque siempre la orden de salir al trote la acompañaban con un culatazo al primero de la fila y la orden de ir más rápido, con un culatazo al último de ella.

Eran cerca de las seis de la tarde. Silenciosos y pensativos permanecíamos sentados en nuestros respectivos sitios. A lo lejos, y a nuestra izquierda, divisamos a un oficial y a un soldado acercándose a nuestro sector por el espacio correspondiente a la primera fila. Al llegar, a quien se encontraba más a nuestra izquierda, en la primera fila, le dieron la orden de pararse y seguirlos. El oficial salió adelante; luego, el detenido y cerró, la fila, el soldado. Desaparecieron de nuestra vista y unos cinco minutos más tarde, escuchamos el sonido de un disparo. De nuevo, aparecieron el oficial y el soldado y se fueron con el segundo de los nuestros. En este momento, todos pensamos en lo peor; parecía que el final había llegado; muchos reflejaban en su rostro un marcado sentimiento de pánico. Entre el primero y mi turno, me correspondió el número 19, se vivieron escenas dramáticas; tal vez, la más desgarradora fue la de un español residente en Chile y con hijos chilenos.

-El siguiente -ordenó el oficial con voz autoritaria.

-Señor, ustedes están equivocados conmigo -dijo el español al levantarse tembloroso-. Yo no tengo nada qué ver con lo que está sucediendo en este país. Soy un hombre trabajador, llevo doce años de vivir en Chile, mi mujer es chilena e igual mis hijos. Mi caso es diferente.

-No nos podemos poner a considerar casos particulares -dijo con prepotencia el oficial-. ¡Vamos, andando!

-No señor, por favor suplicaba sollozando el español-, conmigo van a cometer un error. Yo no puedo morir, mis hijos me necesitan.

El oficial esperó indiferente; su cometido era salir del lugar con la persona seleccionada. Era la situación más embarazosa presentada hasta el momento. De repente, el español tomó al oficial por la mano y el brazo izquierdo y llorando como un niño le pidió clemencia. Al besar su mano, y con un llanto inconsolable, le dijo:

-Por favor, por favor, considere mi situación. Yo quiero mucho a Chile y siempre le he deseado lo mejor. No, no me maten, mi familia me necesita.

Al final, el oficial logró abandonar el lugar junto con el español y el soldado detrás de ellos.

Llegó mi turno. Me levanté del sitio donde estaba sentado, caminé en dirección del oficial y en mi mente, de inmediato, surgió la imagen de un final seguro. Cuál mansa oveja caminé detrás del oficial y sentí, tocando mis talones, a un sumiso soldado con cara de hombre imperturbable. Abandonamos las graderías e ingresamos en una zona de oficinas. Entramos a una de éstas y detrás de nosotros se cerró la puerta.

-Manos contra la pared y piernas abiertas gritó el oficial, ubicado ya frente a mí.

Cuando me tenía en la posición deseada, dio la orden al soldado de permanecer detrás.

Güevón de mierda -dijo-. ¿Dónde hay armas?

-Yo no sé, señor -contesté con actitud sumisa.

-Qué señor ni qué nada. Me va a decir, ahora, dónde hay armas o va a morir.

-Señor, yo no sé dónde hay armas -le dije sin titubeos y con toda la seguridad posible para tratar de

convencerlo de mi verdad.

Güevón, última oportunidad. ¿Dónde hay armas?

-Señor, ya le dije, no sé donde hay armas.

-Soldado, ¡dispare! -ordenó el oficial con total frialdad.

Y el soldado, después de esperar unos pocos segundos, disparó al aire, lo más probable una bala de caucho o algo similar, pero con la plena certeza de producir el ruido de un disparo. Me puse frío y creí morir de verdad.

Mi alma volvió al cuerpo cuando, al ser trasladado a un cuarto contiguo, encontré a las dieciocho personas, víctimas anteriores de semejante tortura. Cuando ya todos los miembros del grupo de extranjeros habíamos pasado la prueba, fuimos devueltos a nuestras posiciones en las graderías. Una vez allí, comenté con mis vecinos sobre la tortura sicológica aplicada a cada uno de nosotros y sobre la obsesión que tenían los militares en relación con la existencia de armas. Con toda seguridad, en el presupuesto anterior al golpe, tenían visualizado como el más seguro escenario un pueblo chileno armado, luchando por la defensa del gobierno de la Unidad Popular. Por eso, tenían que obtener la información sobre la ubicación de las armas a como diera lugar.

DESEQUILIBRIO MENTAL, MUERTE SEGURA Todos nos veíamos fatigados y con hambre; en nuestros rostros y cuerpos comenzaba a reflejarse el efecto de la enorme carga emocional sufrida y de la falta de alimentación. Las condiciones eran propicias para

atacar el equilibrio de la salud mental de cada uno de nosotros y, de hecho, desde las primeras horas de la mañana de nuestro tercer día en tan lúgubre lugar, se comenzaron a presentar los primeros casos. Desde un segundo piso, y desde el tendido opuesto al nuestro, una persona emitió un grito desgarrador, se lanzó al vacío con el ademán de volar, y cayó dentro de las líneas de demarcación de la zona de juego de baloncesto. Por fortuna, no cayó encima de otra persona, a pesar de lo poblado del sector donde terminó su corto vuelo.

De inmediato, el hombre fue levantado por dos soldados, dirigidos por un oficial, y, a la velocidad del rayo, abandonaron el lugar.

Ese es un hombre muerto -dijo Viorel-. Los militares no tienen interés alguno en buscar tratamiento para las personas con desajustes emocionales. Parece que estas situaciones las están liquidando por el camino más rápido. Hace poco llegó, por acá, la noticia con los temores por la vida de Víctor Jara 6, retirado del sitio donde se encontraba dentro de este estadio, dizque porque se había puesto a cantar.

  • Destacado cantautor chileno, nacido en 1932. Participó en la campaña electoral parlamentaria de 1973, realizando conciertos en favor de los candidatos de la Unidad Popular. El 11 de septiembre de 1973 se dirigió a la Universidad Técnica del Estado, su lugar de

trabajo, donde estaba programado para cantar en la inauguración de una exposición, con la asistencia y las palabras al país del presidente Allende. Allí fue detenido, junto con los profesores, empleados y alumnos que se encontraban en su interior. Fue llevado al Estadio Chile y torturado. Murió acribillado el 16 de septiembre, pocos días antes de cumplir 41 años. Su cuerpo fue encontrado en la morgue como NN.

  • Sí, estoy de acuerdo contigo -dije-. Me preocupa mucho Guillermo, está a punto de explotar; no deja de pensar en su mujer y en su hija y cada vez lo noto más descontrolado. Tenemos que estar muy pendientes de él y evitar que los militares se den cuenta de su estado. ¿Y qué has sabido de Salvador Allende?

  • Cuando estuve en el baño -dijo Viorel, con un tono de voz tranquilo y pausado-, encontré varias personas hablando de Allende y me aseguraron su muerte, a manos de los militares, dentro del Palacio de la Moneda, durante el bombardeo de antier. De todas maneras, todavía no se sabe de versiones oficiales.

Quedamos en silencio y comencé a meditar sobre lo que representaba un desequilibrio mental en esos momentos. -Es muerte segura -pensé-. Sin embargo, estaba seguro de mi fortaleza mental. Recordé mis primeros semestres de Ingeniería Civil y, en particular, los períodos de exámenes, en los cuales las tensiones por materias como Aritmética, Álgebra, Geometría, Trigonometría, Física y Cálculo descontrolaron a más de uno de mis compañeros, pero, en nada afectaron mi estado emocional. Si nunca un examen de Cálculo -penséme afectó, a pesar de lo duro de la materia y de la absurda exigencia del profesor, esta situación que estoy viviendo no tiene por qué alterarme. Sí -me decía-, de mente, soy fuerte.

  • Las cuatro primeras filas de pie -gritó un oficial-.

Se colocan en orden y me siguen.

En completa fila india, nos desplazamos detrás del oficial, siempre descendiendo hasta llegar al sótano del estadio. Una vez en este nivel, caminamos en una forma lenta y con múltiples detenciones por largos

pasillos poco iluminados. Íbamos caminando a paso de tortuga cuando, al pasar cerca de un cuarto oscuro, iluminado por la luz del pasillo, percibí la existencia en su interior de una pila de cadáveres. Daban la impresión de estar acomodados en forma intercalada: dos en una posición y encima otros dos en posición perpendicular, y, así, hasta alcanzar una altura superior a medio metro. Con esta imagen en mi mente, continué la marcha hasta un sitio donde nos tuvieron esperando por más de una hora. Custodiados por oficiales y soldados fuimos, obligados a permanecer muy bien alineados y en completo silencio, hasta cuando llegó el momento de ingresar, en grupos de cinco, a un cuarto semioscuro donde esperaban personas vestidas de civil. Llevaban traje oscuro, camisa blanca y corbata, y parecían dispuestas a interrogarnos. Al entrar, sentí miedo. Llegué hasta el fondo del cuarto donde, sentado frente a una mesa, me esperaba un hombre de mirada fría y rostro duro. A su espalda, había una pequeña lámpara con los rayos luminosos orientados hacia la silla donde debía sentarme. Cuadro similar sólo había visto en el cine, en las películas donde los interrogatorios, previos a las torturas, eran dirigidos por seres con apariencia de desalmados. -¡Dios mío, ésto existe en la realidad! -me dije-, al tiempo que el frío invadía todo mi cuerpo.

-Nombre -dijo mi interlocutor con tono seco y prepotente.

-Germán Arboleda Vélez.

Tomó nota en su cuaderno de apuntes y sin cambiar su tono agrio y despiadado me preguntó:

-¿Cuál es el grupo político de su preferencia?

-No, no tengo grupo político de mi preferencia.

-¿Y por qué se encuentra usted acá en Chile? -dijo, sin ocultar el desagrado en su rostro.

-Señor, yo vine a Chile a estudiar en el Cienes, un centro de enseñanza de estadística auspiciado por la OEA7 -respondí.

-¿Dónde fue detenido? -dijo.

-En la Universidad Técnica del Estado -respondí. Iba a darle las explicaciones pertinentes, a decirle que allí trabajaba en el Departamento de Construcciones, pero, con un tono agresivo, comenzó a insultarme por estar quitándole el puesto a un estudiante chileno. Se refirió en términos despreciativos a los extranjeros y nos culpó de todos los males de Chile.

Al terminar el interrogatorio, me hicieron salir del cuarto para unirme a la fila, en el pasillo, con los otros extranjeros ya interrogados. Vi a Viorel, muy preocupado al lado del peruano Guillermo; éste había salido trastornado del interrogatorio y estaba diciendo cosas incoherentes.

-Germán, -dijo Viorel-, nuestro amigo peruano está a punto de explotar. No podemos permitir que lo descubran los militares; debemos permanecer a su lado y tratar de calmarlo.

-Hermano -dije a Guillermo-, fuerza, fuerza, hermano, todo va a salir bien. Nada te ganas con desesperarte; por el contrario, piensa en forma positiva. Tu

familia está bien, estoy seguro de ello. Ya pronto te vas a reunir con ella.

Guillermo daba la impresión de no estar escuchando mis palabras. Lo sentí desconectado de la realidad, no estaba con nosotros, estaba en otra parte; no era el Guillermo de la primera noche cuando llegamos al estadio; su mirada estaba fija hacia el piso y se le oía sollozar, preguntando por su esposa y su hija, creyéndolas en la peor de las circunstancias.

-Vamos, andando -ordenó un oficial.

Al mismo tiempo, un soldado golpeó con su culata la espalda del primero de nosotros en la fila y repitió la orden de su jefe. Al pasar el último, lanzó otro culatazo con la orden de agilizar el paso. Caminamos, casi al trote, de regreso a nuestros puestos en las graderías del estadio; al llegar a nuestro sector, Guillermo rompió en llanto y, con tono desgarrador y actitudes de persona desquiciada, suplicó libertad para ir a buscar a su esposa y a su hija. El oficial encargado de dirigirnos se percató de todo y sin ningún tipo de vacilación ordenó su retiro y fue tomado a la fuerza por dos soldados. Cuando se sintió agarrado, con violencia movió su cuerpo tratando de zafarse y llorando como un niño, con un gemido de animal herido, expresó su desagrado por sentir manos extrañas sobre su cuerpo. Logró zafarse y cayó al suelo. Uno de los soldados, sin piedad, lo chuzó en varias partes de su cuerpo con la punta de su fusil y, con el borde de la suela de su bota, le rayó la frente, abriéndole una pequeña herida por donde comenzó a brotar sangre. A pesar de los golpes y de ver la sangre en la palma de su mano, Guillermo rehusaba someterse. Dominarlo les

tomó a los soldados casi cinco minutos. Arrastrado se llevaron a Guillermo y nunca más regresó. Sentimos mucho dolor, sabíamos que era un problema para los militares y éstos iban a escoger el camino más fácil: desaparecerlo. La regla era clara y sencilla: desequilibrio mental, muerte segura.

CINCO DÍAS SIN COMER. CAMPO DE CONCENTRACIÓN Eran las primeras horas de nuestro cuarto día en el estadio y las condiciones seguían iguales. Dentro de un ambiente frío y con luz siempre artificial, continuábamos sentados en relativo silencio. Visitábamos con frecuencia los servicios sanitarios en busca de agua y con el ánimo de proporcionar descanso a nuestras caderas y cinturas ya adoloridas; los oficiales de rango y sus soldados, algunos estacionados en posiciones claves y otros desplazándose por los distintos sectores del estadio, permanecían atentos a cualquier movimiento y velaban por mantener el orden; continuaba la actitud de negación total de alimentos; nada se definía en relación con nuestra detención y, lo peor, la cosa parecía ir para largo.

-Viorel, ¡qué hambre! -dije bostezando.

-Tranquilo, hermano -dijo Viorel golpeando mi vocablo colombiano-. Cuando salgamos de acá nos vamos a desquitar; iremos a los mejores restaurantes de Santiago y pediremos los mejores platos.

-Yo creo que, primero, debemos preparar nuestro estómago -dije-. Para mí, desde el día del golpe hasta hoy son cinco días sin comer y cualquier comida fuerte me puede causar trastornos estomacales.

Estás en lo cierto -dijo Viorel-. Lo que vamos a hacer es ir a mi casa y, una vez allí, llenaremos la tina con agua caliente, tomaremos un buen baño y le pediremos a mi mujer un consomé de pollo con un poco de pan. Así, nos mantendremos dos o tres días hasta cuando nuestros estómagos estén listos para recibir alimentos más pesados.

Nuestra conversación se vio interrumpida por la presencia del comandante encargado de la operación en el estadio y su grupo de oficiales. Estaban en su recorrido rutinario por los distintos sectores del estadio y, de repente, un chileno se paró y llamó la atención del comandante.

-Señor -dijo-, ¿en calidad de qué estamos nosotros aquí?

-En calidad de prisioneros de guerra -respondió el comandante-. Este es un campo de concentración.

-Si estamos en calidad de prisioneros de guerra dijo el chileno-, ustedes nos deben dar de comer y deben respetar todos los convenios internacionales relacionados con el trato a prisioneros de guerra.

-Se están haciendo todos los arreglos para traerles algo de comer -dijo el comandante prosiguiendo la marcha.

Cuatro horas más tarde, ingresaron a la cancha del estadio varios soldados, cargando ollas enormes con alimentos para todos. Manifestaron, sin ningún recato, que traían instrucciones de repartirlos, primero, entre los chilenos y después entre los extranjeros. Comenzaron en un completo desorden con las personas ubicadas en la cancha del estadio. Desde nuestro sitio,

presenciamos la desesperación de la gente por obtener un plato de comida y cómo muchos repitieron más de dos veces. Las mismas escenas se vivieron en los distintos sectores donde llegaban los soldados con la comida. Nosotros esperábamos ansiosos la llegada de la porción que nos correspondía, pero, cada vez veíamos más lejana la oportunidad de recibir algo por la forma tan desbordada como los chilenos repetían.

La comida se acabó antes llegar al sector donde estábamos los extranjeros. Todos nos sentimos muy molestos y exigimos la presencia del Comandante del Campo de Concentración para ponerlo al tanto del asunto y protestar por la discriminación al dejarnos de últimos para la repartición de la comida. El comandante acudió a nuestro llamado y, después de escucharnos, prometió mandar a preparar alguna comida para distribuir sólo entre los extranjeros.

A las dos horas, nos entregaron un plato y una cuchara, procedentes de los comedores públicos del edificio Gabriela Mistral, y nos dieron la instrucción de pasar en forma ordenada a recibir una porción de comida. Eran unos garbanzos casi crudos y más duros que una piedra. Era imposible comerlos y, a pesar del hambre, nos vimos en la obligación de rechazarlos. La frustración fue total; por segunda vez, nos quedamos sin comer.

Los estragos de la falta de alimentación eran visibles en la pérdida de peso de cada uno de nosotros. Cada vez que me ponía de pie debía sostener el pantalón con las manos para evitar su caída. Mis pantalones no requerían correa, su diseño de ajuste a la cintura funcionaba mediante un botón en su parte central y una pretina de diez centímetros adherida al pantalón, con un ojal en su extremo libre que servía para reforzar el amarre contra un botón pegado al pantalón.

SEGUNDO SIMULACRO DE FUSILAMIENTO Las horas pasaban con lentitud. Los militares tenían la situación dominada por completo. Todo estaba entrando en una terrible rutina sin un final previsible y los niveles de agotamiento iban en ascenso, tanto por la constante presión sicológica como por la falta de movilidad y los largos períodos de permanencia sentados sobre unas graderías rígidas. Los efectos eran dolorosos sobre riñones, cintura y espalda.

Estaba silencioso y pensativo, desconectado por completo del lugar, cuando llegaron a nuestro sector de extranjeros un oficial y un soldado con la misión de salir con cinco de nosotros al mismo tiempo. A los quince minutos, regresaron por otros cinco y así, en forma sucesiva, hasta cuando llegó mi turno. Eran las siete y treinta de la noche.

-Ustedes cinco me siguen -ordenó el oficial.

De inmediato, nos levantamos. Como mansos corderos, en completa formación y con paso apresurado marchamos detrás del oficial, siempre custodiados por el soldado quien sostenía su fusil en posición horizontal, apuntando hacia nosotros. Todo el tiempo estuvimos descendiendo, a lo largo de corredores hasta cierto punto oscuros, hasta llegar a un salón donde nos esperaban tres oficiales y dos soldados, con sus correspondientes fusiles dirigidos de modo amenazante hacia nosotros.

El cuarto tenía una plataforma de madera contra la pared del fondo, levantada cincuenta centímetros en relación con el nivel del piso. Nos ordenaron subir los tres escalones ubicados en un extremo de la plataforma, para quedar sobre la misma con las manos contra la pared y las piernas abiertas. De los tres oficiales, dos se ubicaron a lado y lado de nosotros y el tercero por detrás, en medio de los dos soldados.

-Tenemos informes de inteligencia -dijo el tercer oficial-, de la existencia de grandes cantidades de armas por todo el territorio chileno. Confiamos en la colaboración de ustedes, diciéndonos dónde están escondidas las armas.

Todos permanecimos en silencio. Esta actitud puso bastante molesto al oficial ubicado a nuestra izquierda.

-Güevones de mierda -dijo-. ¿Es qué no han escuchado? Mi coronel está preguntando que dónde están escondidas las armas.

-A ver usted, güevón -dijo señalando al más cercano de los nuestros -, ¿dónde están escondidas esas malditas armas?

-Señor, yo no sé nada sobre armas -respondió nuestro compañero-. Nunca supe de armas. Créame, estoy diciendo la verdad.

-Bueno, güevones -dijo el oficial detrás de nosotros-, estamos perdiendo la paciencia. Ustedes nos tienen que decir todo lo que saben sobre la existencia de armas.

Nosotros permanecimos silenciosos. Ninguno tenía

respuesta o comentario alguno sobre el pedido. Sin duda alguna, era impresionante la insistencia de los militares por saber la ubicación de grandes cantidades de armamento, las cuales sólo estaban metidas en las cabezas de cada uno de ellos.

Todo lo justificaban porque no podían descansar hasta no encontrar las armas cuya existencia habían asumido los altos jefes militares y transmitido a sus subalternos para dotarlos con una excelente razón que legalizaba los repetidos atropellos contra la sociedad civil.

-Aquí parece que ninguno quiere hablar -dijo el oficial ubicado a nuestra derecha-. ¡Se me quitan los zapatos, las medias y toda la ropa!

Todos obramos según lo pedido. A pesar de estar desnudo y tiritando de frío, mi pensamiento fue muy claro y sencillo: -estos milicos nos van a matar, por eso nos quieren por completo desnudos, para poder deshacerse con facilidad de nuestros cuerpos. Así no tendrían ninguna identificación, aun en materia de vestimenta. Imaginé mi cadáver en una pila similar a la que conservaba en mi mente desde dos noches atrás, en uno de los cuartos del sótano del estadio.

-Quítenles los cordones y colóquenlos dentro de los zapatos -dijo el oficial-. A un lado, coloquen las medias. Quítenle la correa a los pantalones y enróllenla. Doblen los pantalones y cierren los botones de las camisas. Doblen las camisas -continuó vociferando el militar.

Procedimos de acuerdo con las órdenes. Estos milicos -penséquieren nuestras pertenencias en la

forma solicitada para poder almacenarlas por separado.

-Traigan todo y pónganlo en forma ordenada aquí -dijo, señalando el extremo anterior de la plataforma.

Parecían ser las últimas órdenes para nosotros.

Sí -penséésto ya va a llegar a su final. La forma como nos ordenan que organicemos nuestras cosas no tiene otra explicación.

-¡Contra la pared y piernas abiertas! -gritó un oficial.

Una vez contra la pared los soldados nos metieron las culatas de sus fusiles entre las piernas y las golpearon repetidas veces, junto con la orden de abrirlas más.

Allí desnudos, con frío, con las manos contra la pared, las piernas abiertas, la creencia de un final casi seguro y dos soldados detrás con sus fusiles en posición horizontal apuntando hacia nosotros, permanecimos cerca de diez minutos.

-Por ahora, estos güevones no quieren decir nada -dijo el coronel-. Recojan sus cosas y pasen al cuarto de enseguida, mi sargento los guiará.

Como autómatas, y con la sensación de estar en un lugar no terrenal, nos dispusimos a recoger nuestras cosas. En perfecta formación y con la ropa en nuestras manos, caminamos detrás del sargento.

-Entren, güevones -dijo el sargento, que se había parado a un lado de la puerta-. Reflexionen y canten porque la próxima vez les va a ir mal, cuando acaben con la paciencia de mi coronel.

Entramos y nos reunimos con muchos de los nuestros. Algunos de ellos permanecían aún desnudos, sentados contra la pared, con la ropa a un lado y pensativos miraban hacia el techo. Otros temblaban, incapaces de controlar el frío; unos pocos permanecían silenciosos, mientras algunos dialogaban con sus vecinos. Cuando terminé de vestirme, me acerqué a un grupo y escuché parte de la conversación.

-Ese uruguayo es muy valiente -decía uno de ellos-. Cuando le preguntaron sobre el grupo político de su preferencia, no dudó en decir que era comunista.

-No, fue torpe -dijo su interlocutor-. En estos casos y frente a estos milicos, uno debe hacerse el güevón y hacerles creer que es apolítico. ¿Viste cómo se lo llevaron? Ni siquiera le permitieron vestirse. Es muerto seguro. El militar a su lado, de haber estado solo, lo hubiera matado de inmediato. Reaccionó como una fiera al escuchar la palabra comunista.

En aquel cuarto, estuvimos reunidas cerca de veinticinco personas y permanecimos a la espera, bajo la vigilancia de dos soldados, durante más de una hora. Una hora convertida en una eternidad por el pleno convencimiento de estar aún dentro del proceso de tortura sicológica iniciado dos horas atrás. El agotamiento era total; el frío golpeaba con intensidad y como cosa curiosa, no sentíamos hambre, quizá, atenuada por la angustia que causaba la incertidumbre en que vivíamos. Hasta el deseo de hablar se había perdido. Cuando ingresó un oficial con la orden de salir, encontró el sitio en silencio casi absoluto. En perfecto orden, abandonamos el lugar y con sorpresa, unos minutos más tarde, nos percatamos de la dirección tomada. No era hacia las graderías, donde habíamos permanecido desde nuestra llegada, sino hacia una de las puertas de salida del estadio. En las afueras, antes de la puerta de acceso, con su motor encendido, esperaban estacionados varios autobuses. Sobre el andén, permanecían vigilantes varios soldados cuyos fusiles no dejaban de apuntar hacia nosotros.

Al primero de los autobuses, enviaron a tres de nosotros; el vehículo abandonó el lugar de inmediato. Algo similar sucedió cuando se aproximó el segundo autobús. Me correspondió abordar el quinto autobús, casi lleno y con sólo tres puestos libres para los nuevos pasajeros. Nos ordenaron arrodillarnos y colocar la cabeza sobre el asiento, tal como estaban los otros pasajeros del autobús. Apenas el conductor recibió la orden, nos pusimos en marcha.

ESTADIO NACIONAL

CAMA DE PIEDRA, HAMBRE Y FRÍO El recorrido tomó varios minutos. El destino final fue el Estadio Nacional, que es recinto para la práctica del fútbol, con capacidad para cien mil espectadores. El grupo militar encargado del recibimiento nos condujo por el interior de las instalaciones deportivas hasta dejarnos ubicados en uno de los baños. Entre los detenidos, sólo reconocí a Viorel, quien de inmediato me presentó a William, un campesino colombiano, que había sido su primer contacto en la nueva residencia. Los demás eran por completo nuevos para mí.

Era cerca de la media noche y cada uno de los ciento cincuenta detenidos en este sector del estadio comenzó a buscar dónde dormir. A pesar del frío tan penetrante, y debido, quizá, al agotamiento, muchos nos tiramos en el suelo sin importar dónde pudiera ser y logramos conciliar, después de muchos días, unas cuantas horas de sueño profundo. La misma intensidad del frío y la dureza del piso no nos permitieron dormir más allá de las cinco de la mañana. A esta hora, todos los días, estábamos despiertos, unos sentados contra la pared, encogidos por el frío; otros caminando a lo largo del pasillo, limitado por la pared del baño y la estructura de las graderías, y otros, de pie, conversando en corrillos de tres o cuatro. Las noches fueron de cama de piedra y de frío.

Las condiciones eran 'mejores' que las del Estadio Chile. Al menos había un pasillo disponible para caminar; también, la informalidad en la que permanecíamos, sin ningún tipo de disciplina militar; la posibilidad de ingresar a los baños en cualquier momento y, sobre todo, la oportunidad de un permanente compartir, aunque sólo fuesen experiencias, a través de las múltiples conversaciones que, de manera ininterrumpida, se sucedían. A pesar de lo reducido, el espacio proporcionaba más comodidad.

En el lugar estuvimos mezclados los chilenos y los extranjeros; por supuesto y en mayor proporción, los nacionales. No era permitido el ingreso a las graderías. En el punto de acceso a éstas, permanecía un soldado muy bien armado, con su fusil siempre en posición amenazante hacia nosotros. El corredor de acceso, entre la puerta de entrada al estadio y la llegada al pasillo, estuvo cerrado casi todo el tiempo. La parte del pasillo reservada a nuestro grupo estaba limitada en sus extremos laterales por rejas metálicas, cuyas puertas siempre permanecieron cerradas.

Durante mi permanencia en el Estadio Nacional, la dieta alimenticia siempre fue la misma, con excepción del día de la visita de la Cruz Roja Internacional. A las once de la mañana, seis horas después de estar despiertos, la orden era pasar a recibir, en riguroso orden, un jarro plástico con porotos o frijoles, el cual se nos entregaba a través de la reja que impedía el acceso al corredor de salida del estadio. A las tres de la tarde, se nos entregó una porción de pan.

Las manifestaciones de hambre eran de impacto indescriptible. Cada uno, después de recibir el jarro plástico con su contenido, en forma lenta, consumía uno a uno, los porotos. La tinta se ingería con una lentitud pasmosa, después de haberlos degustado hasta el máximo. Como en las paredes del jarro quedaba una lámina de tinta de fríjol, un bocado exquisito y digno del mejor de los rituales, en fila, frente a las llaves de los lavamanos de los baños, uno por uno pasaban y dejaban caer agua, golpeando las paredes de sus jarros hasta cuando los vestigios de tinta desaparecían por completo de la lámina. Después, como queriendo borrar cualquier rastro, se repetía la operación. Hubo quienes lo hicieron por cuatro y cinco veces.

Las manifestaciones de hambre después de la repartición del pan eran patéticas. Nadie lo ingería todo de un solo golpe. Quienes vestían camisa con bolsillo lo depositaban allí y lo comían a pellizcos mientras se desplazaban a lo largo del pasillo. Al final de la tarde, era común encontrar a varias personas con las manos en el bolsillo de la camisa, recogiendo las migajas depositadas en su fondo.

Dentro del grupo éramos varios los fumadores y muy pocos los cigarrillos disponibles. A través de una conversación con el soldado que vigilaba el acceso a las graderías, éste expresó su conocimiento sobre dónde adquirir cigarrillos y su disposición de comprar algunas cajetillas para nosotros. Más aún, dijo que, en ese momento, en los supermercados se podía comprar lo que uno quisiera. A partir del 11 de septiembre, habían desaparecido las colas y aparecieron, a precios oficiales, las mercancías escondidas.

Le entregué todo mi dinero con el cual esperaba comprar cerca de diez cajetillas, con la promesa de traerlas al día siguiente.

Unos minutos antes de la hora de iniciación de su turno, la expectativa por la llegada del soldado era enorme. En el momento de cambio de guardia, apareció un soldado diferente. -Se perdió mi dinero -pensé-. ¿Y, ahora, qué vamos a hacer sin cigarrillos? Sólo quedaban dos cajetillas. A pesar de todo, era firme mi esperanza de volver a tener al soldado vigilando nuestro sector. La hora de cambio de guardia se convirtió en un momento especial. En la mañana del tercer día de estar allí, con gran alegría reconocí al soldado.

-Hermano. -dije-. ¿Qué hubo de los cigarrillos?

-Ah, sí -dijo el soldado, haciéndose un poco el desentendido.

-Recuerde -dijeque le entregué mi dinero para que me comprara diez cajetillas de cigarrillos.

-Aquí le doy estas dos cajetillas -dijo sacándolas de sus bolsillos traseros-. No le puedo traer todas de una vez porque me puedo poner en problemas con mi sargento. Mañana le traigo otras dos.

Dos cajetillas recibí en total. En los dos días siguientes, el soldado me evadió con montones de excusas y, después, desapareció por completo.

El consumo de los cigarrillos era gradual y con el mínimo de desperdicio. Los fumadores, organizados en grupos de cuatro, recibían de mi parte un cigarrillo, lo encendían y lo ponían a circular en el grupo. La ración era de dos cigarrillos diarios por grupo.

Las manifestaciones de hambre eran permanentes, en especial de aquellas personas con apariencia de desempeñar labores pesadas, acostumbradas a sus tres

variadas y abundantes comidas diarias. Cuando el soldado sacaba de uno de sus bolsillos un pan y comenzaba a comerlo, más de uno le imploraba por un pedazo, casi siempre sin respuesta positiva. En cierta oportunidad, el soldado de turno sacó otro pan de su bolsillo y lo tiró al aire. No menos de cuarenta manos se levantaron con la intención de obtenerlo. Después de un forcejeo de más de tres minutos, el pan quedó convertido en polvo y sobre el polvo cinco hombres tendidos en el suelo.

Todo el tiempo estuvo presente el espíritu alegre de los chilenos, contagiado al de los extranjeros a través de chistes picantes e historias plagadas de mentiras, con los cuales matábamos el tiempo y se hacía menos tediosa la reclusión, en especial durante las horas de la noche. Éstas eran, quizá, las menos deseadas a causa del frío y por la imperiosa necesidad de poner a descansar nuestros cuerpos sobre un piso duro y frío y sin ningún tipo de cobijo. Sólo en la tarde, antes de la segunda noche, repartieron veinte colchones y veinte frazadas. Muchos quedamos frustrados a causa de los pocos elementos repartidos.

VISITA DE LA CRUZ ROJA INTERNACIONAL En la tarde del tercer día de permanencia en el Estadio Nacional, se corrió la voz de una pronta visita de la Cruz Roja Internacional a los distintos sectores del estadio. Vendrían con el ánimo de verificar las condiciones normales en el trato a los prisioneros, con toda seguridad garantizadas por los militares a toda la comunidad internacional. Recibimos la noticia con entusiasmo por los grandes cambios que podría traer en materia de alimentación, aseo personal, vestimenta y elementos para dormir.

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana y a través de un oficial, se nos comunicó para ese día la visita programada por la Cruz Roja Internacional y la repartición de leche, por primera vez, desde el inicio de la reclusión. También, se nos ordenó limpiar lo mejor posible el sitio y colocar los colchones y frazadas en orden, contra una de las paredes, pues, se mantenían dispersos en los sitios preferidos por sus propietarios.

Cuando escuché lo relacionado con la repartición de leche, pensé en los estragos que podía ocasionar en mi aparato digestivo y tomé la decisión de ignorarla.

A las diez de la mañana, colocaron dos vasijas enormes llenas con leche caliente cerca de la puerta de entrada al estadio. Dieron la orden de hacer una fila en el corredor de acceso a las graderías y cuando los funcionarios de la Cruz Roja Internacional ingresaron a nuestro sector, seguidos por cámaras de televisión y periodistas, hacía pocos minutos habían comenzado a repartir la leche. Acompañados por dos oficiales de alto rango, los visitantes recorrieron el sector, al parecer todo lo encontraron en orden y sin hablar con alguno de nosotros se retiraron pasados cinco minutos.

La fila para recibir la leche parecía no terminar. Muchas personas enloquecieron con la oportunidad de repetir y, con el jarro lleno de leche, volvían al final de la fila.

Algunas de las personas que no tomaron leche se refirieron en términos burlescos a aquellas que, con alegría, no descansaban de repetir. Les pronosticaron un final no muy agradable.

Los efectos gástricos no tardaron en aparecer. Cada vez eran más numerosas las visitas a los baños. Por la puerta principal de los baños, salió un chileno riéndose a carcajadas y cuando se pudo contener, describió la manera tan exagerada como las personas estaban expulsando gases. De inmediato, se organizó el 'campeonato nacional de expulsión de gases', toda una fiesta con participantes a granel y sin mucho esfuerzo para lograr sus intervenciones.

Por cada taza sanitaria, había un juez con reloj en mano.

El participante, con angustia y desespero en el rostro, a la velocidad del rayo, ingresaba al baño, con los pantalones casi abajo. Tras cerrar la puerta, comenzaba el bombardeo y el respectivo juez cronometraba el tiempo de duración del evento. Era una prueba a contra reloj y la ganaba quien mayor tiempo registrara. Los baños estaban numerados.

-El baño 3 registra once segundos -dijo su juez.

-El baño 1 -gritó su juez-, registra seis segundos. Los espectadores reían a mandíbula batiente.

La competencia duró más de una hora y hubo más de una pelea por querer participar antes que otro. Doce segundos de expulsión ininterrumpida fue el récord en esta primera olimpíada internacional. De otro lado, fueron muy aplaudidas y acompañadas de carcajadas la

expulsión más ruidosa y la más 'señoritera' 8.

Por lógica, los participantes en la olimpíada se abstuvieron de ir por su porción de porotos a la hora acostumbrada y muchos de ellos se mantuvieron quietos porque después de la flatulencia les sobrevino la soltura del estómago, con lo cual cerró el denominado 'efecto visita Cruz Roja Internacional'.

iOH RAYOS DE SOL!

La noche anterior sólo pude conciliar el sueño durante dos horas en total y en forma intermitente. En el sitio se sentía mucho el ambiente frío. Miré hacia el lugar donde estaba el soldado y observé cómo los rayos del sol golpeaban con toda su majestuosidad una pequeña área que hacía de proyección sobre el piso de la boca de acceso a las graderías. Me entró desesperación por pararme en dicha área y sentir el calor del sol.

Llevaba siete días sin sentir sus rayos sobre mi piel. De la mejor manera posible, supliqué al soldado que se moviera un poco hacia las graderías para que yo pudiera acceder sin ninguna dificultad a la zona deseada, pero se negó de una manera rotunda a permitirlo.

Mi deseo se vio satisfecho al día siguiente. Habíamos llegado al quinto día de reclusión en el Estadio Nacional y se nos concedió el permiso de salir, por primera vez, a las graderías del estadio. La mañana era hermosa. El sol brillaba con todo su esplendor. !Qué

felicidad! Como si estuviera en la playa, me acosté boca arriba en la gradería y me entregué por completo a disfrutarlo.

La tranquilidad que vivíamos se interrumpió de una manera brusca con los mensajes de paz, prosperidad y renacer del país, enviados a través de los parlantes del estadio, seguidos de marchas militares.

Cuando menos lo esperábamos, un médico detenido tomó el micrófono, se identificó y comenzó a hablar. En términos muy respetuosos, mencionó las posibles epidemias y problemas de salud que se podrían presentar si continuaban las condiciones higiénicas a que nos tenían sometidos. Manifestó que ya eran muchos los días con la misma ropa, sin podernos duchar, sin un adecuado aseo bucal, con enormes cargas emocionales, con pésimas condiciones de alimentación y sin tener un lugar apropiado para dormir. Sin ningún titubeo responsabilizó a las fuerzas militares chilenas de lo que pudiera suceder en materia de salud. Después de la intervención del médico, continuaron las marchas militares.

Sentí el mundo girar en mi cabeza. La fuerza del baño de sol y mi debilidad física me produjeron una intensa y desagradable sensación de desmayo. Sin perder tiempo, lo comuniqué a mis compañeros más cercanos, quienes de inmediato me levantaron y me condujeron a la zona de los baños, tomando todas las precauciones del caso para que no fuera detectado por algún oficial que pudiera ordenar mi envío a otra parte del estadio, donde podría correr la misma suerte de las personas retiradas en el Estadio Chile, debido a los trastornos mentales.

Me acostaron sobre un colchón, me dieron a beber un poco de agua y, cuando notaron que me estaba quedando dormido, se retiraron. Dos horas tomó mi recuperación. Muy alentadores fueron los gestos de solidaridad para conmigo. Sentí que todos éramos una verdadera familia.

FUMIGACIÓN MASIVA Transcurrieron varios días sin cambios en la rutina y sin permiso para salir a las graderías a recibir el sol. Sin embargo, lo volvimos a tener en el octavo día de permanencia en el estadio.

Ingresamos a las graderías en medio de la canícula. Las marchas militares eran la música ambiental, interrumpida algunas veces para darnos algunas noticias sobre todo lo bueno que estaba sucediendo en Chile, gracias a la intervención patriótica de las Fuerzas Armadas. Cuando confirmaron la presencia de todos los detenidos, suspendieron la música y comenzaron a explicar la operación aseo que se iba a adelantar.

La orden era formarnos en una sola fila y desfilar frente a unos recipientes llenos con champú. Una vez allí, inclinábamos la cabeza mientras un soldado pasaba varias veces sobre ella una brocha de albañil empapada con el líquido. Continuamos nuestra marcha hasta pasar por un lugar donde un soldado sostenía una bomba de fumigación agrícola llena con desodorante. Levanté mis brazos y el soldado bombeó cierta cantidad de desodorante sobre mis axilas. Después, pasamos a un sitio donde nos entregaron un pedazo de jabón para lavar la camisa y la ropa interior. De allí nos dirigimos de regreso a los baños para mojarnos la cabeza, hacer espuma con un leve masaje sobre el cuero cabelludo y terminar con el enjuague hasta dejar el pelo libre de champú.

La operación 'fumigación masiva' me hizo sentir como un verdadero animal. Recordé las jornadas en la finca de mi abuelo cuando, en forma similar, bañábamos al ganado. Las tinas con detergente, la brocha de albañil, la bomba de fumigación y nuestro desfile frente a todo lo anterior eran grotescos y rayaban en lo cómico. De todas maneras, la operación fue bienvenida; la condición higiénica de cada uno era deplorable, comenzando por la ropa. Todos, sin excepción alguna, llevábamos once días con las mismas prendas. A pesar de todos desearlo, la operación no se hizo extensiva a la higiene bucal. Ninguno de nosotros tenía un cepillo dental y, mucho menos, dentrífico. Al levantarnos en la mañana y, al final, en la noche, restregábamos los dientes con los dedos humedecidos en agua y hacíamos enjuagues bucales con agua que tomábamos en forma directa de la llave o recogíamos encocando la palma de la mano.

SITUACIÓN FAMILIAR EN COLOMBIA

Las agencias internacionales de noticias mostraban un panorama desolador en Chile. A esta visión no escapó el pueblo colombiano y, en particular, mi familia en Manizales.

Desde el 11 de septiembre, mis padres, hermanos y familiares más cercanos vivieron atentos a los noticieros de televisión y radio y de la prensa, en general. A través de ellos, supieron de la arremetida contra los extranjeros. Eso era lo que más les preocupaba.

Tres días después del golpe, mi padre tomó la decisión de llamar por teléfono a la pensión donde yo vivía en Santiago. La persona que contestó al otro lado de la línea no supo dar razón de mi paradero y sembró la duda sobre mi posible existencia con vida. Después de colgar el teléfono, mi papá transmitió los pormenores de su conversación y todos estallaron en llanto. Esa noche nadie durmió, fue una noche en vela y sólo abrigaban la esperanza de encontrarme muy pronto.

En medio del desconcierto, mi padre se comunicó con el Secretario General de la Presidencia de Colombia, el doctor C. Arboleda, quien manifestó que carecía de noticias y le prometió entrar en contacto con el doctor Juan B. Fernández, Embajador de Colombia en Chile.

Los días pasaban y, con ellos, crecía la incertidumbre sobre mi paradero. Mis padres, impacientes y angustiados, devoraban las páginas de los principales periódicos colombianos con la esperanza de encontrar en ellos alguna luz sobre mi existencia. A la hora de los noticieros de televisión, concentraban toda su capacidad de búsqueda en tratar de identificarme cuando, en la sección de noticias internacionales, mostraban las imágenes de las personas detenidas en diferentes sectores de Santiago, en especial en el Estadio Nacional. La angustia y el dolor se acrecentaban en el momento de ir a dormir y pensar que, de pronto, podía haber muerto.

Diez días después del golpe, apareció en el periódico El Tiempo, de la ciudad de Santafé de Bogotá, Colombia, el nombre de Germán Arboleda Vélez en una lista de colombianos detenidos en el Estadio Nacional. Mi padre fue el primero en verlo y de inmediato transmitió la noticia a toda la familia. La fiesta se prendió, unos gritaron, otros lloraron, otros se abrazaron. La alegría fue desbordante.

-Al menos ya sabemos que Germán está vivo -dijo emocionado mi padre.

-Debe estar sufriendo mucho -dijo mi mamá-. Las escenas presentadas por la televisión muestran una situación muy dramática, sobre todo en el estadio.

La tensión se redujo, pero surgió la impotencia por no saber cómo lograr mi liberación. Mi madre rezaba y pedía a Dios por el pronto regreso de su hijo. Mi padre pasaba horas y horas sentado en el comedor de nuestra casa sin poder ocultar el sufrimiento que vivía. En general, la situación era crítica, todos los miembros de la familia estaban afectados y la armonía había desaparacido.

DÍA DE LA SALIDA

Los efectos de una mañana primaveral se reflejaban en el espíritu de todos. Con las primeras luces del día, brotaron ánimos de charlar, de bromear, de contar historias y hasta de cantar.

La primera historia la narró, muy en la mañana, un amigo peruano de tez morena, quien lograba congregar a casi todos a su alrededor cada vez que se lo proponía, por el toque caluroso y lleno de emoción y de misterio de su narrativa. Cerca de media hora nos cautivó con la descripción de una de sus máximas conquistas amorosas en el centro de Santiago. No ahorró en los detalles y en la dramatización de sus emociones y sufrimientos. Con su fluidez en el hablar y la claridad para describir situaciones y hechos, nos contó lo sucedido día a día, durante un cortejo de casi una semana, motivado, en esencia, por la posesión material de la protagonista, siempre caracterizada en este tipo de historias por los rasgos exagerados de belleza. Por primera vez, contaba el peruano al final de su historia, después de seis días de conocidos, se encontraba en el apartamento de la dama, solos, con un fondo musical romántico, la calefacción en su punto y sobre la mesa central de la sala una botella de vino y algunos pasabocas preparados con cariño por la anfitriona. Después de una prolongada sesión de caricias, besos y roces pasionales, nuestro amigo mostró interés por conocer el cuarto de la dama y más tardó en expresar su deseo que en verlo satisfecho. La dama rehusaba quitarse sus prendas íntimas, pero ante las

habilidades y caricias magistrales de su galán, no tuvo opción diferente a posar desnuda sobre un lecho preparado para el mayor de los goces de nosotros los mortales.

Todo estaba ya dado -dijo con emoción el amigo peruano-, cuando en esas escuché a mi mujer que me gritaba:

-Negro, negro, mijo, levántese, ya van a ser las siete, hora de ir a trabajar.

Todos reímos a carcajadas. Hubo quienes tuvieron dificultad en parar de hacerlo.

Ese día cambiaron la rutina y a las nueve de la mañana nos repartieron un pan con un poco de café. Aprovechamos la ocasión para conformar los grupos de fumadores y acabar con los últimos cigarrillos que quedaban. En uno de estos grupos la conversación se centró en la importancia de los ambientes culturales y musicales como el de la Peña de los Parra y se recordó a Víctor Jara y a Violeta Parra. De manera espontánea, comenzaron a tararear algunas de sus canciones y terminamos más de veinte personas sentadas en el suelo escuchando la intervención de un asiduo visitante de la Peña y conocedor de casi todas las canciones de moda de Víctor y de Violeta. A las diez de la mañana, la sesión se interrumpió para salir a las graderías a tomar el sol, escuchar las noticias de los militares sobre los sucesos importantes acaecidos en Chile en el día anterior, conversar con las personas vecinas en el sitio escogido para descansar y de manera obligada soportar el fondo musical impregnado de marchas militares. Como en las oportunidades anteriores, el grupo debía permanecer unido y lo más cerca posible de

la entrada a los baños, siempre bajo la mirada vigilante del soldado asignado a nuestro sector.

Sentados a mi lado, estaban Viorel y William, el campesino colombiano. A éste le pregunté sobre la forma cómo había llegado a Chile y su respuesta, con un lenguaje de persona humilde y sencilla, se convirtió en una descripción de su viaje por vía terrestre, de casi un mes de duración, desde su natal Armero, en la provincia colombiana llamada Tolima, hasta su llegada a Santiago de Chile. En muchos sitios de su camino, realizó labores agrícolas para conseguir el dinero que le permitiera seguir adelante. Cuando llegó a Chile, entró en contacto directo con grupos de campesinos organizados en el manejo de la tierra entregada por el gobierno de la Unidad Popular y ofreció en términos incondicionales sus servicios como cultivador del agro. Por más de un año, estuvo laborando en varios campos cercanos a Santiago y en uno de ellos lo detuvieron el 12 de septiembre.

¿Por aquí hay alguien llamado Germán Arboleda?

-gritó un oficial, de pie frente a nosotros en la parte más baja de las graderías. Tenía un aparato de radio en la mano.

-Sí, -dije-, yo soy.

-Baje a la zona de los baños -dijo-, y espere allí que ya van por usted.

Mi cuerpo se puso frío, me levanté asustado y manifesté el temor que sentía. Con angustia miré a Viorel y a William y me despedí con un hasta luego.

Impaciente, esperé en el sitio acordado. Cada minuto que pasaba sentía más frío, por lo que me envolví

en la frazada que encontré más a mano.

Un oficial apareció por la puerta de una de las rejas metálicas laterales del sector donde me encontraba. Cuando confirmó que yo era la persona que buscaba, me dio la orden de seguirle. Caminamos a lo largo del pasillo interior del estadio, con algunas interrupciones porque cuando cambiábamos de sector de baños debíamos esperar la apertura de las puertas metálicas laterales. Llegamos hasta un sector de oficinas en cuyo pasillo había algunas sillas. El oficial me ordenó esperar sentado en una de ellas. Allí permanecí más de una hora, alejado de otras personas que también esperaban. En ese sector del estadio había poco movimiento de personal militar.

La puerta de una de las oficinas se abrió y un oficial, desde adentro, me hizo la señal de entrar. Ingresé cubierto con la frazada y tomé la silla que me ofreció, en el preciso momento en que él se sentaba detrás de su escritorio. La oficina era un cuarto pequeño, mal iluminado y con cierto olor a humedad. El oficial sacó un cuadernillo de uno de los cajones del escritorio, comenzó a interrogarme y a tomar nota de todas mis respuestas. Eran las dos de la tarde, así lo indicaba el reloj del oficial.

El interrogatorio duró una hora y media. Transcurrió en un ambiente normal, pues, gracias al tono de voz del oficial cuando preguntaba, me sentí rindiendo una declaración juramentada en un juzgado.

Primero, hizo las preguntas de rigor: nombre, edad, nacionalidad y fecha de ingreso a Chile. Luego, preguntó por todos mis estudios y actividades laborales en Colombia, por el estrato social y la composición

de mi familia colombiana y por las razones que me llevaron a viajar a Chile. Cuando le informé sobre todas mis actividades en Chile, se interesó sobre manera por las características de los estudios en el Centro Interamericano de Enseñanza de Estadísticas, Cienes; por mis preferencias desde el punto de vista político y mi participación en política en Colombia; también por la forma como llegué a trabajar de Ingeniero Estructural en el Departamento de Construcciones de la Universidad Técnica del Estado y de profesor catedrático en el Tecnológico Central de Santiago, así como por la familia chilena a donde llegué y con la cual estuve durante los primeros meses de mi estadía en el país austral.

Cuando el oficial terminó de escribir sus anotaciones, cerró el cuadernillo, lo tomó entre sus manos y me ordenó levantarme y seguirlo. Me condujo a un cuarto donde esperaba un fotógrafo, a quien le entregó el cuadernillo. Le dio instrucciones de llevarme de regreso con él cuando terminara con su trabajo.

El sitio estaba dotado con todos los elementos necesarios para tomar fotos de estudio: un telón de color azul que hacía de fondo, una cámara fotográfica con flash, montada sobre un trípode, lámparas especiales para iluminar la toma y un banco para sentar al 'paciente'.

El fotógrafo me hizo sentar en el banco, de frente a la cámara. Consultó en un libro y anotó en el cuadernillo, tomó una especie de caja de imprenta y con varias fichas sueltas, marcadas con letras y números, formó el código de identificación correspondiente a mi expediente. Me pasó la caja con el número e hizo que la

tomara por los extremos con mis manos y la sostuviera a la altura de mi pecho, se retiró y procedió a tomarme una foto de frente. Luego, me ordenó girar noventa grados y mirar con fijeza a la pared para tomar una foto de mi perfil izquierdo. Por último, tomó una foto de mi perfil derecho.

Cuando el fotógrafo pasó a informarle al oficial la terminación del trabajo encargado, el militar se encontraba ocupado con otro interrogatorio y tuve que esperarlo cerca de media hora.

El oficial llegó con un auxiliar a quien ordenó tomarme las huellas digitales de ambas manos en el lugar reservado para ello en el cuadernillo. Después me ordenó seguirlo y me condujo a un lugar donde se encontraban otras cinco personas custodiadas por dos soldados. Allí estuvimos por espacio de unos veinte minutos, separados y en completo silencio, hasta cuando los soldados recibieron la noticia de la llegada de un vehículo. Nos pusieron en marcha, en dirección a la salida del estadio, donde había transporte militar, tipo microbús. Éste partió tan pronto lo abordamos junto con un oficial y un soldado.

i… YO PISARÉ LAS CALLES DE NUEVO … !9 Volví a ver las calles de Santiago, casi desiertas e iluminadas por el sol del final de la tarde. No tenía idea de lo que podía estar pasando y no podía hablar con mis acompañantes, pues, nos habían ubicado en sillas diferentes, uno detrás del otro.

Después de un tiempo que me pareció una eternidad, divisé un letrero que anunciaba una zona militar Indicaba que estábamos cerca de un aeropuerto. Pronto me di cuenta de que nos dirigíamos al Aeropuerto Militar de Cerrillos.

El vehículo se detuvo una vez dentro de las instalaciones militares. Bajamos y nos condujeron a una especie de sala de espera donde no fuimos bien recibidos. Estaba confuso y asustado hasta que una persona de edad avanzada, muy bien vestida y con actitud cordial, me abordó y me dijo:

-¿Es usted Germán Arboleda?

-Sí, yo soy -respondí.

-Soy el Embajador de Colombia en Chile -dijo-. Su padre llamó al Secretario General de la Presidencia de Colombia, y él se comunicó conmigo y me pidió apersonarme de su caso. Me tomó cuatro días ubicarle y casi dos convencer a estos militares para que lo dejen abandonar el país, junto con los otros prisioneros que venían con usted.

-Muchas gracias, Embajador -dije, entendiendo con claridad lo que ocurría-, por todo lo que ha hecho por mí. ¿Logró liberar a todos los colombianos prisioneros en el estadio?

-No -dijo-. La labor no ha sido fácil. Me tomó mucho trabajo lograr que aceptaran su salida. Los militares están renuentes a dejar salir a los extranjeros. Usted bien sabe la actitud de ellos en relación con todos los extranjeros. ¿Se quiere ir para Colombia o se quiere quedar en Chile?

-La verdad, Embajador -dijeyo me quiero quedar en Chile, pero si usted me lleva esta noche para la Embajada.

-Si ése es su deseo -dijolo tengo que devolver a la Junta Militar y comenzar a hacer todos los trámites para su libertad con permanencia en este país. Me comprometí con la Junta Militar a responsabilizarme de usted hasta cuando tome el avión de la Fuerza Aérea Colombiana que está esperando por ustedes para partir hacia Colombia.

-Si las cosas son así -dije-, prefiero marchar para mi país.

-Entonces -dijo el Embajador-, pase a la fila y espere instrucciones. Cuando llegue a Colombia y esté con su familia, dígale a su papá que llame al Secretario General de la Presidencia y le dé saludos de mi parte.

El oficial encargado de despacharnos, me pidió el pasaporte. Cuando le dije que no lo tenía, que estaba en el Ministerio del Interior, su actitud se volvió agresiva y me manifestó que salía de Chile en calidad de deportado y así lo registró en el documento de salida.

Ingresé al avión militar colombiano, un Hércules de carga y para el transporte de personal militar, sin ningún tipo de silletería; allí me senté sobre una tabla que hacía el papel de silla improvisada. En su interior había cerca de cuarenta personas, la mayoría eran colombianos y extranjeros asilados en la Embajada de Colombia, con signos de preocupación porque el avión no partía y estaba muy cerca la hora de inicio del toque de queda correspondiente a esa noche.

La tardanza para salir era la llegada de los prisioneros del Estadio Nacional porque, a los dos minutos de encontrarnos en su interior, el avión comenzó su carreteo hacia la cabecera de la pista. La aeronave adquirió velocidad y cuando despegó y nos sentimos en el aire comenzamos a entonar el himno de nuestra querida República de Colombia. ¡Qué sentimiento de libertad! Pero, al mismo tiempo, ¡qué dolor! Dejaba un montón de amigos prisioneros viviendo en condiciones precarias y a un país descuartizado con cada familia viviendo su propio drama.

El avión alcanzó la altura de crucero y autorizaron el reparto de algunas porciones de comida. Me dieron pernil de pollo; me parecía mentira volver a ver un pedazo de carne después de trece días. De inmediato, vino a mi mente la imagen de la gente en el estadio y las condiciones de alimentación que soportábamos. Me pareció injusto comerme ese pedazo de pollo, pero, al final, pudo más el hambre que sentía. A pesar de poder comer más de un pernil, sólo ingerí uno, recordando mi conversación con Viorel sobre lo cautelosos que debíamos ser los primeros días para evitar trastornos estomacales. Como postre, me ofrecieron una chocolatina. La acepté, aunque sentí un poco de miedo por los efectos que ésta pudiera producir.

La primera hora del vuelo estuvo dedicada a presentaciones y a conocer un poco de cada uno de los viajeros. Entre los viajeros, había algunos políticos colombianos, entre los cuales sobresalía Gloria Gaitán, la hija de Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo asesinado varios años atrás.

A mi lado derecho, estaba sentado un abogado de Cúcuta, de nombre Alberto, que se encontraba de visita en Chile el día del golpe y había ido a la Embajada de Colombia a pedir apoyo. De inmediato, simpatizamos y hablamos mucho sobre la situación de las últimas semanas en Chile. Cuando vio el estado de suciedad de mi camisa, sacó de su maleta una camiseta de franela y me la regaló. La había comprado el día anterior en Santiago, antes de ir a la embajada.

Cuando dejamos de hablar, cerré los ojos y traté de dormir un poco, sin lograrlo en forma plena. Muy temprano en la mañana, llegamos al Aeropuerto Internacional Eldorado de la ciudad de Santafé de Bogotá.

LLEGADA A COLOMBIA

El avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Santafé de Bogotá a las cinco de la mañana, cuando la aurora apenas se vislumbraba en el horizonte. La temperatura era baja y sentí frío a pesar de tener alrededor de mi cuello la frazada que me acompañaba desde mi salida del Estadio Nacional. Contrario a lo dicho por algunas personas en el avión, muy pocos periodistas esperaban nuestra llegada. No eran más de dos o tres. Lo sorprendente fue la presencia en las oficinas del muelle internacional de un nutrido número de funcionarios del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, quienes nos abordaron con la misión de reseñarnos de todas las formas posibles, como si se tratara del regreso al país de unos delincuentes deportados. Nuestra reacción en contra de la actitud del DAS se hizo sentir de inmediato. Gloria Gaitán y otras personas, una de ellas, al parecer, familiar del Ministro de Gobierno de Colombia, se pusieron en la tarea de buscar por vía telefónica a todos sus contactos con el fin de lograr la suspensión de la operación prevista por el DAS. Esto sucedió cuarenta y cinco minutos más tarde por una orden directa del Ministerio de Gobierno. A los colombianos nos permitieron salir de la zona del muelle internacional y entrar al sector donde esperaban los familiares de los recién llegados. Allí me esperaba Julián, un amigo de mi familia a quien no conocía. Se arrimó y cuando confirmó que yo era la persona que esperaba, me comentó que tan pronto supieron que el avión había salido de Santiago, le habían pedido el favor de venir a recibirme al aeropuerto.

En el carro, camino a su casa, le narré pormenores del viaje y, en términos generales, la situación vivida durante los últimos trece días en Chile.

En su casa, estaban a la expectativa de nuestra llegada. Con su gran recibimiento y múltiples detalles, los padres de Alberto me hicieron sentir en familia.

Sin perder tiempo, satisfice mi primer deseo: tomar una ducha con agua caliente. Me parecía mentira. Como en un ritual religioso, con toda la pompa del caso y con los ojos cerrados, me entregué al placer que producían las gotas de agua tibia al golpear sobre mis hombros, pecho y espalda y, luego, deslizarse por mi cuerpo. Dos veces puse champú en mi cabeza y tres veces me enjaboné de pies a cabeza, sacando el máximo de espuma cuando al restregar la piel quería borrar la suciedad de trece días. Otro ritual fue la cepillada de los dientes y, en general, el aseo bucal.

Vestido con la camiseta de franela obsequiada por el abogado cucuteño y el resto de prendas con que había llegado, pasé al comedor. Me ofrecieron, ya servido sobre la mesa, todo tipo de comida común en un desayuno colombiano: huevos, carne, arroz, queso, mantequilla, pan, arepa, chocolate y café con leche.

¡Qué abundancia! Me trasladé a Chile y pensé en el hambre de tantos hombres detenidos. Por solidaridad y para tranquilidad de mi conciencia, debía rechazar tanta comida; volvieron a mi mente las prevenciones estomacales acordadas con Viorel. Al final, me decidí por una taza de chocolate con una arepa.

A las once de la mañana, abandoné la casa de mis amigos, llevando conmigo un pequeño bolso con la camisa y la frazada.

Tres días estuve en charlas sobre Chile por diferentes universidades y centros culturales de Bogotá. El cuarto día viajé con mi padre a Manizales donde, lleno de felicidad, me reuní con mi familia.

EPÍLOGO

Me fue posible escribir esta historia. Muchos, contados tal vez por miles, nunca pudieron hacerlo.

Sus existencias fueron enmudecidas por las balas, las torturas, los trastornos sicológicos y el peso de una dictadura instaurada en medio de un autodenominado Estado de Guerra, convertido en pretexto para justificar la designación de 'campo de concentración' asignada a los sitios destinados a la detención de todo presunto pensador de izquierda, donde, más de una vez, se violaron los derechos humanos. Su memoria nos obliga a reflexionar sobre el pasado y dejar en

claro las lecciones aprendidas, no sólo a nivel individual, sino también de familia y de país, para provecho de naciones signadas, hoy en día, por severos conflictos políticos.

Partes: 1, 2, 3
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