- Introducción
- El derecho y la moral en los órdenes primitivos
- Derecho Primitivo y Derecho Moderno
- La tesis del positivismo jurídico
- Dos conceptos de moral
- Los dos conceptos de moral y el Derecho Moderno
- El ejemplo del desarrollo jurisprudencial del Derecho Privado
- Intento de establecer una analogía con el Derecho Penal
- Naturaleza y justificación de la pena
- Obras consultadas
Introducción
En el presente escrito vamos a dedicar a uno de los problemas más clásicos de la filosofía del derecho, cual es la relación existente entre el derecho y la moral. Lo hago con la reserva que formuló un profesor danés a principios de este siglo -que aún hoy estimo válida-, en el sentido de que la peor de las disciplinas que uno puede imaginar es la filosofía del derecho, porque la filosofía del derecho, en el fondo, es un cajón de sastre en donde caen los que no son ni juristas ni filósofos, a pesar que ejerzo dicha disciplina. Voy a tratar de evitar este dilema orientando el análisis hacia problemas específicos que plantea la comprensión del derecho moderno. De este modo espero evitar la tentación de partir de problemas estrictamente filosóficos y no jurídicos.
Una segunda observación previa atiende al enfoque empleado. Ustedes han asistido a la clase del profesor Pedro Donaires Sánchez, mi ex compañero de trabajo en la UNC, donde se ha analizado el problema de los delitos económicos desde un punto de vista criminológico.
De acuerdo con este enfoque criminológico, la persona y el individuo son analizados en la perspectiva del grupo. El punto de vista específico de esta ciencia consiste en buscar las razones que motivan el comportamiento delictual.
Para la criminología, el delincuente o bien es un enfermo o bien es el producto del medio social. En el fondo es el grupo, son las instituciones económicas y las relaciones que existen al interior de la sociedad los factores que determinan el comportamiento delictual. La aplicación básica de la sociología jurídica, de la sociología criminal y de la criminología consiste en permitir la formulación de una política jurídica que permita eliminar las causas de la criminalidad. En el fondo, para el criminólogo o el sociólogo, el delincuente es el resultado de ciertas causas o motivaciones típicas. Por tanto, cuando se logra actuar sobre las causas, se logra terminar con la criminalidad o disminuirla notablemente, y la función de la pena, de acuerdo con esta perspectiva, no puede ser la misma que de acuerdo con las concepciones jurídicas clásicas, que parten de la base de que el sujeto es responsable porque ha cometido una acción libre. Por el contrario, la criminología y la sociología buscan las razones y motivos que "llevan" a los sujetos a actuar de esta manera. La idea de responsabilidad es sustituida por otra; la idea de resocialización.
El concepto de pena que emana de las corrientes criminológicas (como de las corrientes sociológicas) del derecho es naturalmente distinto del concepto usual en la moral y en la tradición jurídica.
Tanto el derecho como la moral, en la perspectiva clásica de las disciplinas humanísticas, se han basado en la idea de responsabilidad. La responsabilidad es probablemente el concepto jurídico más fundamental tanto en materia penal como en materia civil. Es probable que quien entienda el mecanismo de la responsabilidad civil sea en definitiva quien entienda correctamente el funcionamiento del sistema civil. Hay una cantidad de materias que se pueden desconocer en derecho civil y, sin embargo, permitir, desde un punto de vista jurídico, ser un abogado o un juez avezado. No ocurre lo mismo con la responsabilidad, pues ella constituye el núcleo del derecho privado. Quien no conoce los fundamentos de la responsabilidad civil, no puede comprender el derecho civil.
Igual cosa ocurre con el derecho penal. En el centro del derecho penal está también la idea de responsabilidad. A mí siempre me ha admirado que los penalistas hayan construido una teoría tan desarrollada del delito y de la responsabilidad a partir de unas pocas normas del Código Penal, que constituyen lo que podríamos llamar la parte general del código. Han construido todo un marco teórico y han llenado tratados para explicar conceptos básicos que en la legislación positiva no representan más que unas pocas normas. ¿Cómo se explica esto? Se explica sencillamente porque en la tradición jurídico-penal la idea de la responsabilidad ocupa un lugar absolutamente preferente. Los elementos del delito están concebidos sobre la base de que hay un sujeto que actúa libre y espontáneamente cometiendo un hecho ilícito. El derecho penal intenta definir las condiciones para hacer jurídicamente responsable a alguien de ese hecho ilícito. En otras palabras, la perspectiva clásica del derecho penal, como la perspectiva clásica del derecho civil, es exactamente la inversa de la sociología y la criminología. El derecho y la moral parten de la base de que lo usual es que las acciones sean libres y voluntarias, esto es, imputables a una persona. El enfoque sociológico y criminológico ve la conducta como el resultado algo fatal de las condiciones sociales externas o de fenómenos biológicos o psicológicos determinantes.
El derecho penal como el derecho civil parten de la base de que el sujeto que comete un hecho ilícito lo ha hecho, en general, libremente y, por lo tanto, se le puede adscribir la responsabilidad correlativa. Y el derecho penal como el derecho civil se preocupan de definir cuáles son las condiciones bajo las cuales es posible imputarles responsabilidad a estos mismos sujetos.
En la historia del pensamiento moderno, este enfoque clásico (que podríamos llamar en cierto sentido personalista) del derecho y de la moral ha tenido formidables embates. Un ejemplo de valor bastante significativo en el mundo moderno es el del marxismo. El pensamiento de Marx se basa en la idea de que la sociedad requiere de normas penales o de normas civiles para hacer valer la responsabilidad, en tanto ciertas estructuras objetivas en la sociedad capitalista motivan el comportamiento asocial. En otras palabras, el comportamiento asocial no es una posibilidad siempre latente en la personalidad humana que decide libremente, sino que es algo creado por las condiciones del ambiente. En la tradición marxista, el delincuente es un producto del orden económico. Por eso mismo no debe extrañar que en la tradición europea oriental es muy frecuente -principalmente respecto de los delitos más graves contra la seguridad del estado, de los delitos de opinión y de muchísimos delitos económicos- que sean considerados, no bajo el prisma de la responsabilidad, sino bajo el prisma de la enfermedad.
Desaparecidas las causas que provocan la criminalidad, esto es, la infraestructura económica de tipo capitalista, nadie que esté en su sano juicio puede delinquir. Aunque esta ortodoxia ha sido madurada con el tiempo, sigue siendo un ejemplo extremo de un pensamiento que parte de la base de que todo criminal es o bien un enfermo o bien un producto del medio social.
En una perspectiva distinta, el nacionalsocialismo alemán buscó otros criterios para determinar la razón por la cual las personas podrían tener un comportamiento criminal. Por ejemplo, se llegó a la fórmula de que el comportamiento asocial estaba determinado principalmente por factores racionales. Así entonces, la persecución de los judíos tuvo como fundamento no sólo el valor mitológico de la unidad de la raza, sino también el intento de evitar que en la sociedad conviviera gente que por su naturaleza, por su constitución natural, era proclive a la delincuencia.
Las clases del profesor González Berendique deben ilustrarnos acerca de la ingenuidad que subyace a estas teorías extremas que buscan explicar la conducta humana a partir de supuestos o causas simples. La criminología moderna es bastante más compleja que estas teorías ingenuamente sencillas. Por eso con estas observaciones no he querido plantear una objeción radical al enfoque de la sociología ni de la criminología. Simplemente he querido plantear que la criminología y la sociología -al tratar de explicar el comportamiento delictual sobre la base de la pertenencia al grupo o de las condiciones generales que priman en la sociedad- no son del todo consistentes con la tradición jurídica y moral. En nuestra tradición jurídica, como decía anteriormente, la base de las dos ramas formativas del derecho común, el derecho civil y el derecho penal está constituida por la idea de responsabilidad. Es un problema de enfoque: del mismo modo como la criminología y la sociología asumen como supuesto que la conducta criminal puede explicarse en razón de las circunstancias del medio ambiente o de elementos psicológicos o biológicos, así también el derecho o la moral han asumido clásicamente que a las personas se las puede hacer individualmente responsables de sus actos.
El derecho y la moral en los órdenes primitivos
Cuando hablamos de derecho y moral, en el fondo, ¿de qué estamos hablando? Resulta que en toda sociedad existe una serie de reglas. La mayoría de estas reglas son seguidas con toda naturalidad. Por ejemplo, existen reglas acerca del uso del lenguaje. Sería absolutamente imposible imaginar siquiera una sociedad en que cada persona siga sus propias reglas al hablar. Cuando hablamos, seguimos espontáneamente innumerables reglas y las seguimos automáticamente. Sin las reglas del lenguaje, reglas que han surgido espontáneamente y que son heredadas por la tradición, es obvio que la base de la comunicación humana sería imposible. En todo grupo social, además de las reglas del lenguaje, que son las más básicas, existen otras reglas, también de carácter espontáneo, que permiten o favorecen la vida social. La vida familiar, económica o política está regida por reglas que seguimos con toda naturalidad, sin percatarnos muchas veces de su existencia. Son reglas que han surgido espontáneamente y que, en su gran mayoría, provienen de la tradición, como en el caso de las reglas del lenguaje. Si nos preguntamos por la "fuente" de las reglas a que me refiero, uno tiende a identificarla con la costumbre.
En una sociedad primitiva, la base del orden social está constituida casi exclusivamente por reglas de tal tipo. En una sociedad primitiva -todos los estudios antropológicos que conozco llevan al mismo resultado- no es posible siquiera imaginar un sistema legislativo como el que conocemos en nuestra sociedad moderna En las sociedades primitivas, la función del poder no es dictar nuevas reglas. La función del poder es más bien el carácter simbólico. En una sociedad primitiva, las normas que se siguen y que rigen el comportamiento de los sujetos pertenecen aproximadamente a la clase de reglas del lenguaje: son normas que espontáneamente han surgido, que espontáneamente son seguidas por los miembros del grupo; son normas que no obedecen a un propósito o a una intención creadora deliberada. No hay alguien que en algún momento haya ordenado que los intercambios entre los sujetos, a partir del momento de la orden, se tienen que cumplir. Simplemente lo que ha ocurrido es que han surgido los trueques, y paralelamente con el surgimiento de los trueques han surgido las reglas que señalan cómo tienen que cumplirse esos contratos elementales. En otras palabras, en una sociedad primitiva las reglas surgen de una manera espontánea y no obedecen a un propósito preconcebido o deliberado de nadie que las crea. Las reglas son seguidas en tanto resuelven los problemas prácticos de convivencia; por eso su validez se basa muy directamente en la razón y en la experiencia.
La función básica de las reglas en una sociedad primitiva, como se ha demostrado en numerosos estudios etnológicos, consiste en asegurar las relaciones de reciprocidad entre los sujetos. Las reglas de conducta aseguran que nadie esté en una situación de abuso o de posición dominante injustificada. Incluso el poder al interior de una sociedad primitiva generalmente responde a relaciones de reciprocidad. Es usual que quien accede al poder sea el mejor cazador; quien es capaz, en consecuencia, de guiar las acciones de caza tiene títulos legítimos para ser el jefe. Así, los ejemplos pueden multiplicarse. Tanto el prestigio como el poder están fundados en la idea de reciprocidad, en tanto son entendidos como retribución a servicios prestados a la comunidad. En otras palabras, el papel que desempeñan los intercambios básicos en las sociedades primitivas es mucho más claro incluso que en las sociedades modernas.
Para el estudio de este tema es especialmente ilustrativo un pequeño libro de B. Malinowsky, uno de los más destacados antropólogos de este siglo. Se llama "Crimen y Costumbres en la Sociedad Primitiva", y muestra que son estas relaciones de reciprocidad, a la manera de los intercambios civiles, las que forman la base de la comunidad. Incluso muestra que estas relaciones de reciprocidad dominan el ámbito de la política, la familia y la amistad. En nuestro país, el profesor Julio Philippi ha mostrado algo semejante respecto de las relaciones económicas en un trabajo sobre "El Orden Social del Pueblo Yámana".
Derecho Primitivo y Derecho Moderno
¿Qué diferencias básicas existen entre las reglas que sigue una persona en una sociedad moderna y las reglas que se siguen en una sociedad primitiva?
Ante todo, el derecho moderno tiene por lo menos dos características que son distintas al sistema de reglas que rigen las relaciones al interior de una sociedad primitiva. La primera característica distintiva de las reglas del derecho moderno es que ellas no son necesariamente el resultado de sentidos de conveniencia amplia y espontáneamente compartidos al interior del grupo. El derecho moderno tiene la posibilidad de que las normas sean dictadas, de modo que los contenidos de las normas jurídicas de derecho pueden ser absolutamente aleatorios. Lo que es válido hoy, puede dejar de ser válido mañana. A lo que estamos obligados hoy, puede llegar a estar prohibido mañana. En una sociedad primitiva es inconcebible esta fungibilidad de las obligaciones jurídicas. En una sociedad primitiva no existen autoridades que puedan cambiar las normas vigentes. La existencia de un Diario Oficial en que son publicadas nuevas leyes es inimaginable para el hombre primitivo. Las normas valen en tanto corresponden a nociones generalizadas de deber. En otras palabras, la noción de que haya una autoridad facultada para dictar leyes es de origen muy reciente. En una sociedad primitiva, el contenido del derecho no se diferencia sustancialmente del contenido de la moral reconocida por la comunidad.
La segunda diferencia del derecho moderno consiste en que estas normas no sólo son fungibles, vale decir, cambiables, sino que además, están respaldadas por un aparato coactivo externo organizado.
Los dos caracteres distintivos del derecho moderno respecto del orden social primitivo hacen que el derecho moderno sea extremadamente más formal que el sistema de reglas que rige una sociedad primitiva. La existencia de procedimientos para generar nuevas reglas o cambiar las existentes otorga al derecho una gran plasticidad y dinamismo. Ya no es necesario que las costumbres evolucionen para que una norma sea sustituida. Basta que el legislador la derogue y dicte una norma nueva. Un cambio de similar magnitud ocurre con las sanciones. Estas son aplicadas institucionalmente a través de tribunales y ejecutadas coactivamente por órganos estables, lo que asegura la imparcialidad y la eficacia del derecho.
Ahora bien, esto hace que los criterios de licitud e ilicitud puedan ser muy distintos en el derecho moderno y en una sociedad simple.
El criterio de ilicitud en una sociedad primitiva está necesariamente vinculado a una opinión general acerca de lo que es lícito y de lo es ilícito. No es ese sentido inmediato de ilicitud lo que necesariamente constituye lo ilícito jurídico. Lo ilícito jurídico muchas veces está constituido simplemente por actos de autoridad. Tales actos de autoridad hacen que conductas que hasta ese momento han sido consideradas lícitas, pasen a ser consideradas ilícitas. Los contenidos del derecho son fungibles. Como dice Max Weber (probablemente el más destacado sociólogo de este siglo), la creación del derecho pasa a ser una función eminentemente burocrática. Mientras que en las sociedades primitivas son las tradiciones las que tienen fuerza obligatoria, en la sociedad moderna el derecho se burocratiza. La dictación de normas pasa a ser objeto de procedimientos especiales de lección y toma de decisión. Hay jueces burócratas; hay jueces que forman parte del estado y que tienen la ocupación, precisamente, de cuidar que el derecho se cumpla. Ese es el núcleo de la influyente teoría de Max Weber acerca del derecho moderno.
Este cambio de concepción del derecho, este cambio radical en la manera de obtener una regulación al interior de la sociedad, plantea interrogantes muy serias acerca de las relaciones entre derecho y moral. En una sociedad primitiva, es obvio que el derecho y la moral están extremadamente unidos: lo que es jurídicamente reprobable de alguna manera u otra es también moralmente reprobable. O al revés: se aplican sanciones públicas a quienes violan cánones morales básicos. Lo jurídicamente reprobable es aquello que, de acuerdo con los usos y costumbres, altera las relaciones sociales básicas principalmente de reciprocidad.
En una sociedad moderna, por el contrario, es obvio que muchísimas de las normas que rigen las relaciones jurídicas entre los sujetos no corresponden a este sentido general de ilicitud. No vamos a estas alturas a dar extensos ejemplos, pero quisiera que nos imaginemos muchísimas de las normas que rigen la actividad económica en Chile como en cualquier país del mundo. Que haya que publicar los balances con cierta periodicidad es conocido sólo por quienes leen el Diario Oficial o incluso están informados de las circulares administrativas sobre la materia. Para quien no conoce el Diario Oficial o las circulares de la Superintendencia de Valores, por el contrario, que haya que presentar un balance en una fecha determinada es algo obviamente ignorado. En el fondo, habiéndose transformado muchas reglas del derecho en instrumentos técnicos de regulación de la conducta, se ha debilitado la íntima relación entre el derecho y la moral. La relación, que en una sociedad simple aparece como evidente, pasa a ser relativizada, porque buena parte de lo que es considerado ilícito jurídicamente es, desde el punto de vista moral, absolutamente indiferente.
El problema básico que se suscita a este respecto en el derecho moderno, se puede expresar en una antigua distinción que en la tradición penal ha sido especialmente fértil, cual es la distinción entre la mala in se y la mala prohibita. De acuerdo con la tradición, con los usos y con los cánones morales generales -para no meternos en el problema filosófico de si son esencialmente correctas o no-, hay ciertas acciones que son consideradas malas, rechazables o ilícitas. Las normas que castigan los delitos básicos contra la propiedad y que castigan la violación corresponden a sentidos básicos e imprescindibles de conveniencia, sin los cuales la vida en común sería francamente imposible. De alguna manera u otra se tendrá que convenir en que esas reglas corresponden a las bases esenciales de la convivencia social. Dichas reglas, que constituyen el núcleo central del derecho penal clásico, tienen un profundo trasfondo moral, por la sencilla razón de que corresponden aproximadamente al sentimiento o sentido general de ilicitud, por un lado, y por el otro, tienen tal importancia que es muy difícil imaginarse la vida en sociedad si no se sancionan esas conductas. Es difícil imaginarse la vida en sociedad si no se castiga el homicidio, y es bien difícil imaginarse un orden social, por lo menos el que conocemos, si no se castiga el hurto. Estas reglas corresponden a lo que podríamos llamar las condiciones básicas para que cualquier ordenamiento social sea posible. Estas reglas no corresponden, por el contrario, a lo que podríamos llamar el propósito deliberado de alguien que las haya creado. Pensar que fue el legislador penal quien "inventó" el homicidio no corresponde a la realidad e. incluso, tampoco corresponde seguramente a lo que ha sido la doctrina penal. En este tema me declaro incompetente, pero sospecho que la dogmática penal de estos delitos básicos también recoge lo que es el sentido común generalizado acerca de la ilicitud.
Distinto parece ser el caso tratándose de infracciones a regulaciones, especialmente económicas. Las regulaciones establecen prohibiciones o imperativos que muchas veces corresponden a objetivos macroeconómicos que sólo son comprendidos por iniciados. El sujeto pasivo de la regulación sólo sabe por el Diario Oficial o a través de una mera circular administrativa que tiene que enviar una determinada información a una Superintendencia, que no puede comprar divisas, que tiene que construir su casa de conformidad a ciertas prescripciones, y así sucesivamente.
La ampliación de la actividad reguladora del estado produce, de este modo, la extensión de la mala prohibita hasta un límite en que es muy difícil establecer una relación general, desde un punto de vista de los contenidos normativos, entre el derecho y la moral.
Con lo dicho tenemos un primer punto de apoyo para explicar las relaciones entre el derecho y la moral. Hemos visto que buena parte de las reglas de derecho moderno tienen la forma de regulaciones, cuyo sentido normativo se agota en la mera circunstancia de provenir de una autoridad dotada de la competencia suficiente para dictar la respectiva prescripción de conducta. Es mérito de autores como Max Weber, Hans Kelsen o Niklas Luhmann haber percibido esta característica del derecho moderno, que adquiere un carácter altamente formalizado, predominantemente técnico. En tal sentido, estos autores están en lo cierto al afirmar que la sociedad moderna se caracteriza por la diferenciación del derecho y la moral como sistemas de reglas independientes entre sí. El trasfondo de esta tesis consiste en la afirmación de que las consideraciones de índole moral son irrelevantes para la comprensión del derecho.
Por muy persuasivas que parezcan estas tesis, ellas merecen, sin embargo, ser relativizadas. En la siguiente parte de esta conferencia intentare mostrar que aún en el derecho moderno se dan relaciones muy estrechas entre las normas básicas del sistema jurídico y ciertos cánones morales fundamentales.
La tesis del positivismo jurídico
Hemos visto que en una sociedad moderna tiende a desdibujarse la relación entre el derecho y la moral. ¿Significa esto que el derecho moderno puede concebirse de una forma por completo independiente de la moral?
Algo hemos avanzado en la respuesta de esta pregunta: el derecho civil y el derecho penal emplean conceptos como responsabilidad, culpa, dolo, buena fe, buenas costumbres, que son de profunda raíz moral. La cuestión, por consiguiente, no queda contestada en forma correcta si simplemente afirmamos que el derecho y la moral son sistemas de normas por completo independientes entre sí.
La circunstancia de que la pregunta tenga rasgos equívocos ha provocado que hasta hoy permanezca una discusión entre dos grandes enfoques para analizar el derecho: uno, el ius naturalista, afirma que no se puede comprender el derecho si se le analiza con independencia de criterios morales, otro, el positivista, afirma la tesis contraria, esto es, que el derecho es un sistema de normas cuyo cumplimiento está resguardado por el estado y cuya validez es por completo independiente de si sus normas corresponden o no con ciertos patrones morales.
Partiremos mostrando algunas de las razones de los positivistas. Ante todo, el positivista afirma que han existido sistemas jurídicos que han violado los cánones morales más elementales y que, sin embargo, no hay razones para negarles el carácter de derecho. Basado en esta evidencia, el positivismo tiende a afirmar que una cosa es el derecho que realmente rige en una sociedad, y otra muy distinta es la valoración moral que podamos hacer de ese derecho. El ius naturalista, de acuerdo con esta tesis, confunde los juicios relativos a lo que es efectivamente el derecho con los juicios acerca de cómo debiera ser el derecho.
La segunda observación del positivista ya ha sido formulada. EI derecho moderno se compone de infinidad de reglas que varían permanentemente en el tiempo. Lo que ayer era permitido, hoy puede ser prohibido. ¿Cómo puede establecerse una vinculación entre el derecho y la moral, en circunstancias que el primero está expuesto al cambio permanente? La idea misma de moral supone la permanencia de regla, lo que se opondría a la enorme plasticidad del derecho, cuyas reglas varían permanentemente.
La tercera razón de un positivista es aún más fuerte. El positivista tiende a afirmar que no puede ser tarea del estado el establecimiento coactivo de un determinado sistema moral. Una sociedad pluralista se caracteriza porque tolera que las personas tengan concepciones morales diferentes entre sí. Afirmar la identidad entre el derecho y la moral es, desde esta perspectiva, un signo de totalitarismo. En efecto, lo que caracteriza el afán totalitario es envolver a toda la sociedad en torno a patrones ideológicos o valorativos comunes. Una sociedad pluralista que acepta creencias, que las distintas personas tengan convicciones, preferencias y deseos diferentes entre sí, es incompatible con una concepción unitaria del derecho y la moral. Si se identifica al derecho, entendido como un orden apoyado por la coacción estatal, con una concepción moral definida, el papel del estado se extiende al terreno más personal de las creencias y de las preferencias de las personas. La gran dificultad de un sistema de tal naturaleza consistiría en que, por definición, es totalitario.
Las observaciones de los juristas positivistas deben ponernos sobre aviso acerca de las dificultades que encierra la identificación ingenua del derecho con la moral. En otras palabras, si bien se tiene la inclinación a plantear que el derecho debe tener una base moral, el tema es, si se analiza con rigor, bastante más complicado de lo que parece mostrarnos la mera intuición.
Dos conceptos de moral
El dilema que plantean los positivistas es formidable. Por un lado, muestran que la identificación del derecho con la moral es una ilusión; incluso puede llegar a ser una peligrosa ilusión. Pero, por otro lado, al desprender al derecho de toda raíz social y de razón, los positivistas terminan definiéndolo en términos exclusivos de fuerza y de poder. El derecho pasa a ser un instrumento absolutamente moldeable por quien posee el poder. ¿Es cierta esta concepción del derecho?
Si se revisa la historia del derecho privado y del derecho penal, se comprueba que, llevada al extremo, la idea que subyace al positivismo jurídico es errónea. Que los contratos deban cumplirse; que se deba reparar el daño causado injustamente a terceros; que se deba responder por los hurtos o por las violaciones, no es el resultado de una voluntad imperativa y altamente aleatoria del titular del poder político, sino que responde a una tradición jurídica que se ha mostrado como correcta. Por tal motivo es equivocado pensar todo el derecho como el resultado de actos de voluntad del soberano orientados a dirigir la conducta de los súbditos en una cierta dirección.
Si tomamos en serio las ideas de responsabilidad, de delito, de contrato -en general las nociones básicas del derecho privado y del derecho penal-, comprobamos que tras esas nociones subyacen principios y reglas cuyo contenido valorativo resalta de inmediato a la razón. ¿Es tan cierto, entonces, que el derecho y la moral son sistemas normativos independientes entre sí?
La mayor dificultad para plantear correctamente esta cuestión radica en que el concepto de moral es sumamente equívoco. En otras palabras, cuando hablamos de las relaciones entre el derecho y la moral, a menudo no tenemos suficientemente claro el tema al cual nos estamos refiriendo.
Siguiendo a un profesor de Derecho Civil y de Filosofía del Derecho de la Universidad de Harvard, Lon Fuller, vamos a distinguir entre dos conceptos de moral: la moral del deber y la moral de aspiración. Espero que la distinción resulte útil para comprender con cuál tipo de moralidad tiene que ver el derecho.
La moral de aspiración se fija como objetivo lograr que se haga realidad una sociedad ideal que provea a cada persona la felicidad y la perfección. Para conocer lo que es socialmente rechazable, de acuerdo a esta idea de la moral, tenemos que conocer lo que es absolutamente bueno. Lo que se desvía o aleja del ideal absoluto de lo bueno es imperfecto y, por consiguiente, sancionable.
La moral de aspiración se asocia siempre a un modelo final de la sociedad. El papel del derecho y del estado, de acuerdo a esta concepción, consiste en dirigir a las personas en la consecución de ese ideal. El planteamiento de la moral de aspiración es atractivo. De lo que se trata, ni más ni menos, es de orientar la sociedad hacia un modelo de perfección. Tal fue el objetivo explícito de Platón en La República. Luego de obtener la noción absoluta del bien, Platón se preocupa de idear las instituciones políticas y jurídicas que permitan la obtención de ese orden social perfecto. Las normas detalladas que Platón desarrolla acerca de la educación, el deporte, la guerra, la familia, el trabajo manual, las artes y el gobierno, tienen por objetivo la obtención de una sociedad sin vicios (al menos sin los vicios que él percibía en la sociedad ateniense de su época).
La sociedad aristocrática de Platón no ha sido, desde luego, el único modelo de moral de aspiración. Otras doctrinas aspiran a la existencia de una sociedad donde reine la más completa igualdad y libertad. El ideal de Marx de una sociedad comunista responde a esa aspiración. Otras doctrinas aspiran a una sociedad que realice plenamente ciertos ideales supraindividuales, como la pureza y dominio de la nación o de la raza. Otras aspiran, bajo una apariencia puramente pragmática, a la obtención de la felicidad para todos; tal es el caso del utilitarismo.
Mientras la moral de aspiración se fija objetivos muy elevados de perfección, la otra forma de mirar la moral, la moral del deber, es mucho más modesta en sus objetivos. El objetivo de una moral del deber es descubrir las reglas básicas sin las cuales una sociedad orientada hacia ciertos fines no puede funcionar. El objetivo de una moral del deber no es hacer de cada persona un héroe o un santo, sino un ciudadano cumplidor de los requerimientos básicos que plantea la vida social. Fuller encuentra que el mejor ejemplo de una moral del deber está en los diez mandamientos. Ellos nos imponen exigencias básicas de conducta, especialmente en la forma de prohibiciones. La moral del deber no nos prescribe imperativamente ser perfectos, sino más bien señala los requerimientos básicos de la vida social.
El supuesto de la moral del deber consiste en que no hay medios razonables para compeler a las personas a comportarse de acuerdo a ideales de perfección. De lo que se trata es de excluir el abuso y la mala fe y no de prescribir el altruismo y la perfección.
Si se analizan las formas jurídicas que comprenden ambos tipos de moral, se comprueba que la moral del deber actúa principalmente a través de atribuciones de facultades y de prohibiciones, en tanto la moral de aspiración actúa en la forma de imperativos.
Karl Popper, el conocido filósofo austríaco, ha planteado desde otra perspectiva la distinción a que nos estamos refiriendo. Ha señalado que el problema del estado y del derecho no consiste en obtener el reino de la felicidad, sino en corregir los errores y los males. Cada vez que el objetivo consiste en obtener que todos se comporten de acuerdo a patrones de excelencia, los medios apropiados para ese fin son necesariamente totalitarios. A la mentalidad totalitaria no le basta que las personas cumplan con sus deberes básicos de convivencia; se exige, además, un compromiso moral absoluto con los ideales que se propugnan.
El fracaso de las órdenes totalitarias radica en que no existen medios (ni aún el terror) para compeler a las personas para que se comporten de acuerdo a ideales de perfección (aún prescindiendo de la grave dificultad que plantea la pregunta acerca de cuáles son esos ideales). El derecho es capaz de excluir las formas más graves y obvias de abuso y de irracionalidad, pero no es el instrumento adecuado para compeler a las personas a actuar racionalmente. En otras palabras, el derecho fija el marco para que las personas puedan convivir y establecer relaciones recíprocas. En tal sentido, históricamente el derecho puede ser asociado más bien a la moral del deber que a una moral de aspiración. La conexión del derecho con una moral del deber tiene una larga tradición en Occidente. Dos ejemplos pueden ilustrarnos al respecto.
Ante todo, Santo Tomás de Aquino, para quien el objeto de la ley humana no consiste en prohibir "todos los vicios de los que se abstiene un hombre virtuoso, sino que sólo prohíbe los más graves, de los cuales es más posible abstenerse a la mayor parte de los hombres; especialmente prohíbe aquellas cosas que son para el perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad no se podría conservar, como son los homicidios, hurtos y otros vicios semejantes".
Un segundo ejemplo notable lo constituye un pensador ubicado en una línea distinta como en Kant. Para Kant, la función del derecho no consiste en obligarnos a actuar de modo que seamos perfectos, sino en fijar el, marco que permita que la actividad libre y espontánea de unos no entre en colisión con la actividad libre y espontánea de los otros. El problema de la teoría del derecho de Kant no consiste, por consiguiente, en definir objetivos sociales últimos referidos a una sociedad perfecta, sino, mucho más modestamente, en definir las condiciones bajo las cuales la vida social es posible.
Los dos conceptos de moral y el Derecho Moderno
Las referencias iniciales acerca del derecho primitivo y el derecho moderno pueden ayudarnos a comprender desde una nueva perspectiva el problema de las relaciones entre el derecho y la moral.
En las sociedades primitivas rige básicamente una moral del deber que se expresa en reglas que aseguran la reciprocidad entre las personas y entre los clanes familiares. A los pueblos primitivos les es ajena la idea de un orden orientado a obtener un estado final de las cosas en que reinen la felicidad y la abundancia. El objetivo del orden social es más modesto: se reduce a promover que cada cual cumpla con su deber. En la base del orden social se encuentra un sistema de expectativas recíprocas de comportamiento.
El desarrollo del derecho civil y del derecho penal moderno es del todo coincidente con este enfoque. Estas ramas clásicas del derecho han perseguido desarrollar las reglas que posibilitan y favorecen la convivencia social sobre la base de relaciones de reciprocidad. Ni el derecho penal ni el derecho civil han tenido como objetivo construir un mundo de perfección, sino que se han limitado a fijar los deberes recíprocos de las personas.
Desde un punto de vista económico, el derecho penal y el derecho civil clásicos constituyen la base normativa de una economía de intercambio en que las reglas no señalan imperativamente a las personas lo que deben hacer, sino que señalan el marco dentro del cual pueden actuar con libertad.
Distinto es el enfoque que subyace al plan utilitarista que ve como función básica del derecho y del estado la maximización del bienestar general. Este enfoque suele implicar que la conducta de las personas sea dirigida imperativamente de modo de alcanzar el objetivo final, que es aumentar el bienestar social. El tipo de moral que subyace a la planificación económica así inspirada es típicamente una moral de aspiración. De lo que se trata es de obtener la mayor cantidad de felicidad (en la forma de bienestar) sobre la base de la aplicación de los instrumentos técnicos apropiados para ello. El derecho es, en esta perspectiva, un instrumento racional de planificación.
La sociedad moderna puede estar ordenada preferentemente: o bien de conformidad a la tradición del derecho civil y del derecho penal -que se insertan en una moral del deber, que asegura que las personas cumplan con las reglas básicas de reciprocidad-, o bien sobre la base del derecho público, cuya forma de actuación es predominantemente imperativa.
El desarrollo de un poder imperativo del estado y el manejo de ciertas variables económicas claves a través de la política monetaria, fiscal, tributaria o cambiaria hacen que, en una sociedad moderna, se yuxtapongan la tradición del derecho civil y el derecho penal, por un lado, y los instrumentos jurídicos de intervención estatal, por el otro.
Lo anterior tiene gran importancia para comprender el llamado "derecho económico". La forma clásica del derecho económico es el derecho privado (civil y comercial) y el derecho penal. Se garantiza la eficacia de las promesas (contratos), se hace responsable a las personas por los daños causados injustamente a terceros y se sancionan penalmente las violaciones más importantes de las reglas básicas de convivencia (por ejemplo, hurtos, robos, estafas y abusos). Estas reglas constituyen el contenido de criterios muy generalizados de justicia, que nuestras sociedades modernas comparten en lo sustancial con los pueblos primitivos.
Distinto es el caso de la legislación que implementa las diversas políticas económicas del estado. Los contenidos de estas regías no corresponden a pautas morales generalizadas. Son de hecho "mala prohibita", y las nociones básicas de la responsabilidad jurídica, tales como ilicitud, culpa y sanción, presentan a su respecto diferencias importantes, por ejemplo, con la responsabilidad civil emanada del incumplimiento de un contrato o con la responsabilidad penal derivada de una estafa. El límite de lo lícito y de lo ilícito en estas reglas está dado por una decisión del legislador, o incluso de un funcionario, que, por ejemplo, determinan niveles de precios, establecen obligaciones de publicidad, fijan incentivos de producción o prohíben comprar moneda extranjera.
La preferencia por uno u otro modelo de ordenación está determinada por el orden constitucional económico que rija en la respectiva sociedad. En la tradición constitucional occidental, la existencia de derechos y garantías económicas implica que la actividad planificadora del estado tiene su límite en esas inviolabilidades constitucionales. El valor relativo del derecho privado es, en tales órdenes, muy alto. Distinto es el caso en una economía planificada, en que los derechos y garantías de las personas están subordinadas a la aspiración de obtener un resultado global por vía de la planificación. Aquí tiende a entenderse el orden público económico como el conjunto de reglas o normas que imponen una determinada manera de actual.
Como toda distinción demasiada general, la distinción entre orden de libertades y régimen imperativo, entre economía de mercado y economía planificada, sólo marca tendencias. En efecto, también en un régimen constitucional, que favorece, que las decisiones económicas se adopten descentralizadamente por las empresas y las personas, se requiere que el estado maneje ciertas variables macroeconómicas claves: se requieren políticas monetarias, fiscales, tributarias, etc.
La ejecución de estas políticas se realiza necesariamente a través de instrumentos jurídicos. Es lo que un economista ha llamado recientemente "institucionalidad macroeconómica". Estos instrumentos pueden otorgar amplias facultades discrecionales a los funcionarios de la administración económica del estado (como es la tendencia keynesiana) o fijar reglas generales, precisas y claras (como es la tendencia más consistente con la tradición del estado de derecho). Pero sea cual fuere la forma específica de estas regulaciones económicas no cabe duda que su fundamento es exclusivamente técnico. Su razón de existir se encuentra en la circunstancia de ser instrumentos apropiados para la obtención de ciertos fines de política macroeconómica (estabilidad, confianza, crecimiento, empleo, etc.). Estas reglas tienen usualmente una forma imperativa, respecto de los funcionarios que las deben aplicar y/o de las personas privadas, y pertenecen típicamente al derecho público.
Las observaciones anteriores nos muestran que no es posible una formulación unívoca de la relación entre derecho y moral. Si bien el derecho penal y el derecho privado responden a imperativos muy básicos de una moral del deber, el derecho moderno comprende, además, reglas dictadas por la autoridad y cuyo contenido normativo está inspirado en razones exclusivamente técnicas. Respecto de tales reglas no puede afirmarse que su sentido, alcance y validez tengan algo que ver con criterios morales. Su sentido se agota, en efecto, en las razones técnicas que las inspiran.
El positivismo jurídico, al poner su atención sólo en estas reglas, ha podido afirman que el derecho y la moral son órdenes por completo diferentes entre sí.
Con todo, si se pone la atención en el derecho civil y el derecho penal, es posible comprobar que no se justifica una distinción radical entre el derecho y la moral, entendida ésta como moral del deber. Ambas ramas básicas del derecho se apoyan en la idea de reciprocidad y acogen sentidos muy inmediatos de convivencia social.
Página siguiente |