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Inmigracion y literatura: El viaje (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Los que podían, traían ahorros. Cuando Lajos Fehér salió de su Hungría natal, "llevaba consigo todos los ahorros que había juntado en los últimos años, a los que había ocultado en dos partes diferentes: una mitad eran billetes cosidos dentro del forro de un inmenso sobretodo con el que acostumbraba enfrentar los rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes de divisa internacional que habían sido acopiados lenta y cuidadosamente a través de los escasos medios para conseguirlos con que se contaba en la Europa en guerra de esos momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que había colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono portátil que formaba parte de su equipaje, motor que estaba a mano dentro de una de sus valijas, para cuando fuese necesario demostrar que el aparato musical era bueno y en funcionamiento" (23). En América, el hombre se enterará de que los billetes eran falsos. Lo habían engañado.

Rocco Capezzone viajó con una máquina de escribir: "Soy un escribidor de cartas a la gente desde hace muchos años. Lo hago a la antigua, con una vieja Remington que traje de mi lejana tierra tirolesa natal, a la que… le falta la eñe" (24).

Arturo Lezcano me escribe que la madre de José María Martín trajo desde Galicia un cuadro titulado "La abuela y el niño", de Fernando

Álvarez de Sotomayor. Pensaba procurarse con su venta algún dinero para establecerse en América.

Un armenio viajaba con un recuerdo de familia: "la palangana de cobre que, vaya uno a saber por qué, era el único utensilio que Krikor había traído a la Argentina, luego de pasar trabajosamente algunas aduanas que, entre aclaraciones y confusiones le permitieron eludir el tax, palabra que nunca pudo comprender, aunque le sonaba a crujido o a vidrios rotos, y resultaba amenazante en boca de un empleado de Aduana. Aquella palangana era como un tesoro familiar, al que su padre enaltecía cada vez que se bañaban". Otro había traído un hammám tazé, el tazón de bronce, para el baño, parecido a un plato encasquetado. En ese recipiente cargaban el agua tibia que, partiendo desde la cabeza, servía para arrastrar todo lo que dejaba de pertenecer al cuerpo. (…) El hammám tazé era un obsequio de Aigás, ese recipiente de metal era su única pertenencia de desterrado".

Otros traían secuelas de la tortura. Un inmigrante relata a su hijo: "Tú sabes que los turcos nos hicieron sufrir muchas humillaciones. Entre ellas, la de clavar herraduras en los pies de algunos armenios, como si fueran animales. Durante el viaje a la Argentina, en el barco, conocí a uno de ellos. Caminaba rengueando y usaba zapatos con plataforma".

Y la culpa. Recuerda un armenio: en el barco "a los pocos días comencé a sentirme mal. No eran solamente los mareos. Sentía sobre mí una carga aplastante que iba creciendo. Mis compañeros creían que se debía a la alimentación y hasta me daban parte de sus escasas raciones. Yo no tenía apetito. Es sorprendente comprobar cómo las desventuras nos quitan hasta las ganas de comer y qué corta es la distancia entre el bienestar y las miserias. Yo escapaba mientras los míos quizás estaban muertos o muriendo, en el momento que más se necesita la compañía de los seres queridos. Pues, allí no estaba yo. Los muertos eran mejores que yo. Me di muchas respuestas que no sirvieron para aliviarme. Nacía en mí un sentimiento de culpa, pero la peor de todas, la más difícil de soportar: la culpa de sobrevivir a una tragedia familiar. Los otros polizones también escapaban, pero ninguno con mis cargas" (25). horas/ la cabeza/ que viajaba desde Italia/ dejando olas y vientos/ navegando en la piel" (26).

Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en los barcos. Venían también extraños personajes como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: "Con toda seguridad llegó acá en un barco. Lo habrá traído algún inmigrante en su bolsillo, en la bocamanga de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo habrá traído sin querer, sin darse cuenta. Porque uno puede mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a nadie se le ocurriría cargar a propósito con algo tan fastidioso como el Mamucca" (27).

El protagonista de Memorias de Vladimir, novela infantil de Perla Suez, trajo en el barco a su gallo, al que durmió con dos vasos de vodka (28). En cambio, el niño que protagoniza un cuento de Susana Goldemberg, no puede viajar con su perrito: "Y conmigo en el tren, conmigo en el barco, conmigo al otro lado del mundo, quise yo llevarme a Bouquet". Sólo puede llevar el recuerdo de "un ladrido tan triste como cualquier adiós" (29).

No pudo viajar con su muñeca la refugiada creada por Zahira Juana Ketzelman: "Cerró los ojos y se transmutó en aquella niñita de diez años, que en otro idioma clamaba por Hilda. Y la noche, y el miedo, y la voz de papá y mamá tratando de explicarle que no había tiempo, que era necesario huir. Y vivió nuevamente el largo viaje, y la tierra lejana y extraña. Los padres sacrificándose, y el empezar de nuevo, los nuevos rostros, las nuevas palabras. Y el tiempo, el estudio, y ser grande y estar sola" (30).

En Historias de inmigrantes, escriben María Cristina Alonso y Marta Pasut: "El mar es como una sábana grande, tan grande que no tiene bordes", decía la mamá de Catalina mientras guardaba camisas, manteles, cacerolas y herramientas en un baúl enorme. Y del otro lado de esa sábana sin bordes hecha toda de agua, le contaba, estaba América. ¿Serían los campos de América como una sábana grande sin bordes, toda llena de hierba? Catalina llevaba sus tesoros: una muñeca de trapo, un librito con flores y peces y una caja con piedritas de colores. Como tenía miedo de olvidarse de las cosas que amaba, había anotado en papelitos las palabras que nombraban su mundo. Le parecía que si escribía fuente, río, montaña, oveja, árbol, casa, se llevaría esas cosas con ella. Y junto a esos papelitos, llevaba otro muy importante para ella: ¡una carta de amor!" (31).

Al pasar la línea del Ecuador –relata Johann Bodemann–, los pasajeros debían someterse a una costumbre marinera: "El trece de junio habíamos pasado el ecuador, y estábamos del otro lado del hemisferio. Los marineros hicieron un gran fuego para festejarlo. Al día siguiente nos hicieron saber que todos debíamos someternos al bautismo de la línea, como era la costumbre sobre todos los barcos que cruzaban la línea del ecuador. Las personas adultas tenían que sentarse sobre una silla, mientras los marineros llegaban disfrazados: uno como cura con un gran libro en las manos, otro como peluquero con una navaja de madera, seguido por tres o cuatro hombres con grandes baldes de agua, y un último con una sábana mojada que arrollaba de esta manera: el peluquero pintaba de negro el cuerpo del bautizado y lo rascaba con un cuchillo de madera. De pronto surgían detrás de él, los hombres con baldes de agua que vaciaban sobre la cabeza del bautizado. Después el cura inscribía el nombre y el apellido en el gran libro. Una vez esto cumplido, el capitán llegaba y le hacía beber aguardiente. Fue así con cada uno de los hombres, fueran presidentes de la comuna o simples ciudadanos. Después le tocó el turno a los marineros, y para terminar, al capitán. Muchos rehusaron este juego, pero fueron más maltratados que los voluntarios. En cuanto a las personas del sexo femenino se les pedía solamente descalzarse y mojarse los pies en un balde de agua fría. A los chicos no se les hizo nada. Después los marineros nos pidieron la propina, se vistieron con trajes de fiesta y se divirtieron" (32). "Alguien le hizo una broma al napolitano –escribe Dal Masetto–: le robó un zapato. El napolitano está parado en cubierta con un pie descalzo. Anda así desde hace varios días porque no tiene otro par. Habla en voz alta, acusa, está dolorido y furioso. Los demás lo miran desde lejos, divertidos y expectantes. Por fin el napolitano se quita el zapato que le queda, lo levanta sobre su cabeza, lo muestra y después lo arroja al mar. En ese momento, venido desde alguna parte, el otro zapato cruza el aire y cae a sus pies. El napolitano lo levanta y lo tira también por encima de la borda. "Ahora", grita, "tendré que desembarcar descalzo" " (33).

Los aspectos desagradables de la travesía son evocados en muchos testimonios. "Había en ese barco a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón" (34).

"En la cubierta del barco –escribe Alicia Dujovne Ortiz, en El árbol de la gitana-, los judíos rezaban hamacándose hacia delante y hacia atrás. El movimiento del mar les cuadruplicaba el balanceo. Una hierática madre portuguesa derramaba sus senos sobre dos criaturas ya mayores, que mamaban sin pausa. De a ratos, los tres interrumpían la tarea para vomitar sobre un talit que alguna vez fue blanco, abandonado por su dueño que, por lo menos, vomitaba de boca al mar" (35).

Los olores no llegaban a la distinguida primera clase: "En el barco –relata Henestrosa–, los brillos y perfumes de los ricos estaban confinados en un salón, bien protegidos de los vahos de la chusma que se apiñaba en la bodega" (36). "Dicen que el aire de mar a unos les provoca náuseas y a otros unas peculiares ansias –continúa Scotti. Padrazo contaba que a él el viaje se le hizo harto breve, que no sentía las molestias ni los calores de cuando alcanzaron el Ecuador y los trópicos," (37).

En plena travesía, una mujer dio a luz. Lo relata Johann Bodemann: "Les tengo que indicar que durante el mareo, la mujer de Heimen, de Niederwal, tuvo familia, una hermosa niña. No pudimos ayudarla porque todos estábamos enfermos, nadie podía tenerse parado, y menos, caminar. Fueron los marineros quienes tuvieron que hacer de partera. El doctor mismo estaba enfermo. Menos mal que todo pasó pronto. En todo caso, a ese doctor le importaba un comino los pasajeros. Sin nuestro buen capitán el servicio hubiera sido muy miserable". Fue el capitán quién solucionó a Bodemann y los suyos el problema de la alimentación en el barco (38).

También el diario de un asturiano que emigra ilegalmente a la Argentina nos habla de la alimentación a bordo (39). Mal la pasó una asturiana de quince años, a quien "unas manzanas deliciosas de Río Negro (…) la mantuvieron viva, aunque perdió cerca de diez kilos en dos semanas" (40).

Viajando en esas condiciones, era fácil que se propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios en el mar, relata María Arcuschín: "Los niños, más pequeños, con la inestabilidad propia de su edad y desconociendo los peligros, corrían de popa a proa, perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles, quedaban atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los mayores, con sus llantos y quejidos. Todo se soportó estoicamente" (41).

Cuenta Isaías Leo Kremer que una mujer murió durante la travesía: "Dicen que su madre había fallecido en el barco que la traía desde Rusia y que quince familias judías se juramentaron para cuidar al niño hasta su mayoría de edad, pues no poseía parientes cercanos conocidos en la Argentina" (42).

Syria Poletti narra en Gente conmigo lo sucedido a una pareja italiana: "El llegó primero; trabajó duro y construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella tomó el barco. Un barco hacia América, hacia él, hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave. Debió conformarse con agitar el pañuelo desde el muelle cuando el buque zarpó de regreso a Italia". La narradora sabe bien por qué sucedió eso a la infortunada pareja de emigrantes: "Ella había contraído el tracoma por viajar junto a algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien alguien –un médico o un traductor– habría posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico" (43).

Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno del lazareto de la Isla Martín García. La novia que lo esperaba "pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano abierta, la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo…" . Esa fue la espantosa forma en que se suicidó" (44). quien afirma que la "fiebre inmigratoria" de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre (45).

Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido de Andrés Rivera, a quién se le aplicó la Ley de Residencia 4144. Dice el hombre: "Estoy aquí, en un camarote o calabozo, de dos por dos y medio, tirado en una roñosa cucheta, vestido, el cigarrillo en la mano, roja la brasa del cigarrillo, y sobre mí, encendida, una lámpara que ellos rodearon con tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a suicidas. (…) soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que los patrones de este desgraciado país, envían, como un saludo, a la bestia de la Romagna" (46).

El viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis León, "Izmir, Vísperas de Pésaj", judíos de Esmirna preparan su viaje hacia la "Aryintina, como Ierushalám, tierra prometida de leche y miel…" (47). En "Chacarita, Vísperas de Pésaj", del mismo autor, un hombre recuerda con pesar esos "cuarenta días en el vapor" que "no fueron menos que cuarenta años en el desierto" (48).

Interminable debe haber sido el viaje para la alemana Renate Schotellius, cuyo buque no llegó a tiempo, lo que alarmó a la adolescente: "Yo viajaría treinta y ocho días en barco y llegaría un día determinado, que mi tío sabía cuál era. El problema fue que el barco se atrasó tres días y, al llegar, era Carnaval. Me sentí muy asustada, porque pensaba que mi tío me dejaría allí y tendría que ir a los hoteles para inmigrantes. Finalmente llegó sin ningún problema, le habían avisado" (49).

Gyula Kósice dijo en una entrevista: " "He viajado 28 días en barco, y lo único que veía eran las estrellas y el mar. Evidentemente, quedé influenciado por esa travesía". Habla de su llegada a la Argentina, a los 4 años, proveniente de Kosice, un pueblo de Hungría" (50).

A Stéfano, protagonista que da el nombre a la novela de María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje accidentado: "En medio de la noche los ha despertado la tormenta, el ruido del agua contra la banda de estribor. El llanto de un niño viene del camarote vecino o de otro que está más allá. Aquí donde ellos esperan, nadie grita, sólo el hombre de jaspeado dice que el mar esta noche no quiere calmarse y es todo lo que dice; habla con serenidad, pero Stéfano sabe que está asustado. Al llanto del niño se han sumado otros, pero nadie ha de tener más miedo que él, que quisiera que a este barco llegara su madre y lo apretara entre los brazos y le dijera, como cuando era pequeño y todavía no soñaba con América, duerme, ya pasará" (51).

Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: "Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco" (52).

Nada tenían que ver con el clima las desventuras de los intelectuales españoles que llegaron a bordo del Massilia, el 5 de noviembre de 1939. Esta noticia apareció al día siguiente en el diario Noticias Gráficas: "Las medidas adoptadas contra el grupo de intelectuales y artistas españoles son de un rigorismo que sólo tratándose de peligrosos confinados se hubieran aceptado…. Un marinero nos informó que los españoles refugiados tenían orden de que nadie se aproximara a ellos y menos que se asomaran por los ojos de buey. Es lamentable lo que ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa saber quién ha dado la orden terminante de que ese grupo de gente que representa de modos distintos a la cultura y el cerebro de España permanezca en la sombría situación de los delincuentes incomunicados" (53).

El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a los exiliados gallegos, que "si Buenos Aires –y con ella la Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en 1939 vería llegar otra clase de viajeros: los exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas, científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que, firmemente afianzados en su colectividad, entonces ejemplar: Alfonso R. Castelao, no sólo líder político sino en realidad un humanista, durante décadas convirtieron a Buenos Aires en la auténtica capital de la cultura gallega enmudecida en su tierra por el franquismo" (54).

Notas

  • 1 Ottonello, Amalia: "Barco, barcos", en Taller literario Museo Histórico Sarmiento: La esquina literaria Año 1996 Profesora Nené D"Inzeo. Buenos Aires, Ediciones Tu Llave, 1996.
  • 2 Mansilla, Lucio V.: Mis memorias. InfanciaAdolescencia. París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1904.
  • 3 Boulgourdjian Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
  • 4 Méndez Muslera, Luciano: op. cit. Asturias en la inmigración, en www.telepolis.com/indianos.
  • 5 Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.
  • 6 S/F: "El negocio del hielo", en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.
  • 7 Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
  • 8 Ceratto, Virginia: "Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo", en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.
  • 9 S/F: "Una mamá que hoy celebra sus 100 años", en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2002.
  • 10 Peralta, Elena: "Clubes españoles", en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.
  • 11 Carballeda, Elsa: "El altillo de Elsa", en Floresta y su mundo, Año 9, N°
  • 106, Febrero 1999.
  • 12 Requeni, Antonio: Un poeta arxentino en Galicia: González Carbalho. Separata del Boletín Galego de Literatura.
  • 13 Lalanne, Bernardo: "Memorias", en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 1997, Revista N°3.
  • 14 Scotti, María Angélica: op. cit.
  • 15 Requeni, Antonio: op. cit.
  • 16 Bianchi, Alcides J.: op. cit.
  • 17 Olivari, Nicolás: "La violeta", citado por Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones tangueras", en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
  • 18 Pujol, Sergio: "El baile, una historia de sexo, violencia y tensiones sociales", en La Capital, Mar del Plata, 13 de febrero de 2000.
  • 19 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
  • 20 Itzcovich, Mabel: "De profesión, contadoras de cuentos", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.
  • 21 Alonso, Rodolfo: en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
  • 22 S/F: "Hotel museo para la memoria", en La Voz del Interior on line, Córdoba, 24 de julio de 2002.
  • 23 Weisz, José Martín: op. cit.
  • 24 Capezzone, Rocco: "Tienes un e-mail (II)", en La Nación Revista, Buenos Aires, 27 de noviembre de 2005.
  • 25 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
  • 26 Ponzo, Alberto Luis: "Dibujos de papá", en El Tiempo, Azul, 20 de junio de 1999.
  • 27 Wolf, Ema: "El mamucca" en Clarín, Buenos Aires, 22 de marzo de 1998.
  • 28 Suez, Perla: Memorias de Vladimir. Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1993. 69 pp. (Libros del Malabarista)
  • 29 Goldemberg, Susana: "El niño y el perro", en Cuentos de la bobe. Santa Fe, Librería y Editorial Colmegna, 1976 (Colección Entre Ríos). Prólogo de César Tiempo. Foto de tapa: Pedro Luis Raota (E.FIAP).
  • 30 Ketzelman, Zahira Juana: "Hilda", en Autorretrato al infinito. Buenos Aires, el gRillo, 2006.
  • 31 Alonso, María Cristina y Pasut, Marta: Historias de Inmigrantes. Ilustraciones: Mirella Musri. Editorial Homo Sapiens, 2005. (La Flor de la Canela)
  • 32 Vernaz , Celia: op. cit. Sudamericana, 2003.
  • 34 Scotti, María Angélica: op. cit.
  • 35 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.
  • 36 Henestrosa, María Guadalupe: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín- Alfaguara, 2002.
  • 37 Scotti, María Angélica: op.cit.
  • 38 Vernaz, Celia: op. cit.
  • 39 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.
  • 40 Fernández Díaz, Jorge: op. cit.
  • 41 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.
  • 42 Kremer, Isaías Leo: "Proveeduría "El Progreso" ", en Mundo Israelita, Buenos Aires, 8 de agosto de 2003.
  • 43 Poletti, Syria: op. cit
  • 44 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
  • 45 Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños", en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.
  • 46 Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Alfaguara, 2002.
  • 47 León Luis: "Izmir, Vísperas de Pésaj", en SEFARaires N° 1, mayo de 2002.
  • 48 "Chacarita., Vísperas de Pésaj", en SEFARaires N° 2, junio de 2002.
  • 49 Schotellius, Renate, en Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en Argentina, Colegio Schönthal, www.monografias.com
  • 50 Repar, Matías: "ENTREVISTACON GYULAKOSICE, INVENTOR FULL TIME DEL ARTE ARGENTINO "El mundo no me necesita, pero para el arte contemporáneo soy inevitable" ", en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.
  • 51 Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
  • 52 Rotstein, Enrique y Fabio: Fanny Dubroff y David Rotstein, en www.math.bu.edu/people/ horacio/anc-cast.htm
  • 53 Schwarzstein, Dora: "La llegada de los republicanos españoles a la Argentina", en Estudios Migratorios Latinoamericanos, 37. CEMLA. Buenos Aires, 1997.
  • 54 Alonso, Rodolfo: "La Galicia del Plata", en El Tiempo, Azul, 1° de diciembre de 2002.

En el puerto

"Mole de mundo,/ cargado de niñez, hombres y tumbos,/ arribaste", canta Carolina de Grinbaum en "Llegaste". (1). Por fin, se avista la tierra americana. "Un día el barco atracó en la ribera/ –dice el poema de Roberto Druetta– y dos mozalbetes bajaron de él,/ portando valijas llenas de ilusiones,/ repletas de sueños y de mucha fe" (2).

"Desde el vapor hasta la costa –relata el pionero holandés Diego Zijlstra, en Cual ovejas sin pastor– tuvimos que navegar en carro y lancha unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio… Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí…" (3).

El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: "Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que, finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida" (4).

A criterio de Delfín Garasa, "Una de las más cumplidas descripciones de un heterogéneo desembarco es la que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato documental, El conventillo. Llega el Christoforo Colombo y primero bajan los hombres de negocio con su apoplética cerviz, con el paso resuelto de los acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos, los turistas ingleses con sus máquinas fotográficas y algunas señoras un tanto perplejas por no ver en el muelle indios con plumas y taparrabos. Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a otorgar prestigio social, y los argentinos que regresan cambian opiniones en alta voz sobre los modelos de París, el mobiliario inglés o la sinfonía escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente, aparecen los inmigrantes, tan fustigados en los azares de las proclamas políticas, un "enorme hormiguero" que había viajado en el mayor hacinamiento. Rostros curtidos, exhaustos, azorados. En todos se presiente la pregunta:

¿Qué les deparará esta nueva tierra? De pronto, una mirada se ilumina o un brazo se agita en alto porque se ha reconocido a alguien en la muchedumbre que espera. Van bajando los hebreos de desgreñadas barbas y gastados levitones, los "turcos" con sus espaldas combadas, los nórdicos enjutos, los napolitanos pequeños y retorcidos como raíces, los andaluces gárrulos, los gallegos pacientes, los holandeses esponjosos, los genoveses de músculo recio e insaciable voracidad. Una mujer besa la tierra que los acoge y tras su actitud ritual se adivina un pasado de penurias y recelos. Y agrega Pascarella: "La gran ciudad de calles dirigidas hacia el Oeste recibe en su seno aquella semilla que purificada en un ambiente de libertad (…) se reproducirá en su inmensidad desierta" (5).

Desembarcan los inmigrantes en Irresponsable, de M. T. Podestá: "A lo lejos empezó a divisar una caravana de hombres, mujeres y niños, que parecían acudir a alguna feria. Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes que ellos mismos ayudaban a transportar. Jóvenes en su mayor parte, fuertes, vigorosos, con esa robustez peculiar de los hijos de las montañas. Vestían sus mejores trajes: los hombres, sus chaquetillas lustrosas, con botones de metal, colgadas del hombro derecho, y dejando ver su camisa blanca, amplia, de hilo crudo, sujeta al cuello con un pañuelo de seda multicolor; sombrero de fieltro, en cuya cinta habían colocado algunos una pluma; el brazo izquierdo desnudo, musculoso, férreo, caras plácidas, de hombres sanos, contentos, sanguíneos; hablaban fuerte en su dialecto especial, echando tal vez sus cuentas sobre la probabilidad de una próxima fortuna. Algunos llevaban en sus brazos criaturas rollizas, rubias, con la plasticidad exuberante de la buena pasta con que estaban amasados; otros iban encorvados, cargando sobre sus espaldas gruesas gotas de sudor sobre la arena caliente y brillante del suelo. Las mujeres, con sus trajes de aldeanas, de colores vivos, con sus caderas anchas, redondeadas, sobre las que apoyaban negligentemente su mano. De facciones correctas, y algunas hasta hermosas, con sus colores de manzana madura, sus grandes ojos negros, vivos y de mirar curioso; dentadura fuerte, blanca, compacta, y un seno elevado, turgente, capaz de alimentar tres chicuelos hambrientos; cubría su cabeza un pañuelo de lanilla de fondo gris con flores estampadas, atado delante con un nudo abierto: una simple vuelta para que los dos extremos de sus puntas simétricas caigan con igual armonía sobre los hombros; la garganta descubierta, blanca, ostentando vueltas de cadenas de gruesas cuentas de oro, en cuyo centro colgaban amuletos de coral o la imagen venerada de la madona de su aldea. Iban caminando lentamente detrás del carro y sus equipajes: un gran carro, en el que se había apiñado una pirámide de baúles, de valijas, cestas nuevas, en cuyos escalones iban sentados algunos de los inmigrantes, en mangas de camisa, con el pecho descubierto, quemado por el sol, y a la sombra de grandes paraguas verdes y colorados para proteger a los niños que estaban allí prendidos al pecho de las madres recostadas cómodamente contra las valijas. Era una especie de marcha triunfal a las doce del día bajo los rayos del sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la América, cuya fama corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la insignia de la mies y del arado.

¡Cuántos se acordarían de sus hogares y cielo, a quienes habían saludado por última vez al doblar el camino de sus queridas montañas; enviando una despedida cariñosa al campanario de su aldea que parecía asomarse empinado desde el fondo del valle para decirles una vez más: aquí los espero… ¡hasta la vuelta!" (6).

Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los extranjeros arriban a la nueva tierra: "Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos". Seguidamente, describe el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando las peculiares características de cada grupo.

Y el desembarco de un enfermo: "Llegó la segunda tanda de "polacos". Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás. (…) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir los ojos. (…) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto". Un largo rato después, el narrador recibe el legado del polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (7).

En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: "Mirad al colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter, el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por necias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer" (8).

La protagonista de Virgen, novela de Gabriel Báñez finalista en el Premio Planeta, aún anciana "podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y avergonzada" (9). del barco", donde escribe: "Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al "Génova" con sus dos banderas trenzando azules y verdes" (10).

La casa de Myra es la novela de Aurora Alonso de Rocha que mereció el Segundo Premio Xerox para autores inéditos, en 2001. En ella, la escritora relata qué sucedía, en el año 1874, cuando los inmigrantes descendían del barco: "Un mulato joven movía con el pie descalzo el pedal de la máquina. Con cada golpe una nube de cal pulverizada cubría la ropa, las manos, la cara, el equipaje de cada viajero" (11).

Más tarde, se utilizó otro procedimiento. En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance que sufrió el padre del protagonista, junto con otros pasajeros: "Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de indignación y afirmarse en los zapatos claveteados, agarrándose fuertemente del tirador negro, sobre el torso sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (…) En tropel, árabes y turcos aparecían y desaparecían alrededor de mi padre. Corrían, gritando, aullando, perros mojados, perros azotados a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá, rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o gritaba y gemía al mismo tiempo:

¡Piojosos! ¡Piojosos!" (12).

Otro escritor alude a esa práctica: "De aquella antigua inmigración que inspiró al dramaturgo Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de fumigadores de animales sobre los muelles de Puerto Madero donde hoy se come con inmaculada vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes –nosotros-, bruscamente sobresaltados", afirma Orlando Barone (13).

Aún en América, en muchos inmigrantes el miedo persiste. El capitán croata Miro Kovacic recuerda que, cuando desembarcaron, había "un fotógrafo que se ofrecía a sacar fotos a las familias. Más de uno huía cuando lo veían aparecer porque en su gran mayoría los pasajeros no querían precisamente hacer pública su llegada, ni que su cara quedara fijada para siempre en un papel que podría ser utilizado por alguien más adelante. Todos veníamos con la intención de iniciar una nueva vida. Habíamos sufrido demasiado. Estuviéramos del lado que estuviéramos. De la guerra ningún ser humano sale indemne" (14).

En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al arribar Raquel, "para poder bajar del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse" (15).

Y trámites que realizar: "Un pequeñísimo inmigrante ilegal. Así fue como arrancó su historia en este país Clorindo Testa, un bebé de tres meses que, a upa de su mamá, quedó demorado muchas horas en un barco mientras afuera, en el puerto de Buenos Aires, la discusiones en torno a su ingreso, que sí que no, arreciaban entre su padre y los funcionarios de migraciones. (…) Hijo de Juan Andrés, un médico radiólogo afincado en el país desde 1910, y de la argentina Ester García, Clorindo Testa (también Manuel José pero sólo de bautismo) nació el

10 de diciembre de 1923 en Nápoles, por designio romanticista de su papá, quien se embarcó con su mujer embarazada para que el primogénito conociera la luz en la tierra de sus mayores. "Pero al volver, al viejo no se le ocurrió que tenía que anotarme en el consulado argentino, pensó que si venía con ellos alcanzaría con el registro civil italiano", explica" (16). La ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca María Rosa Lojo, en su novela Finisterre. En 1832, "Buenos Aires era entonces una ciudad blanca y baja, quizá sólo atractiva desde la lejanía. Ilusionaba los ojos a la distancia pero a medida que los barcos iban acercándose a la entrada del río ancho y playo, donde resultaba imposible fondear, cedía el encantamiento. (…) Las calles eran irregulares y sucias, pantanosas de a trechos. Animales muertos y montones de desperdicios se acumulaban en algunas esquinas" (17).

A partir de 1912, "Cada vez que llegaba un barco al puerto de Buenos Aires, dos señoras del Patronato Español recibían a las jóvenes que llegaban solas o que no encontraban a sus familiares. Las ayudaban a hacer los trámites en el Hotel de los Inmigrantes, las acogían en el Patronato y les conseguían trabajos en casas de familias conocidas" (18).

Marcos Alpersohn destaca que, en 1891, "No se veía persona alguna en las calles. Edificios dañados, puertas y ventanas protegidas por rejas arterias céntricas, conduciendo a muy pocos pasajeros" (19).

Baldomero Fernández Moreno, en La patria desconocida, recuerda: "La primera impresión de mi madre, que tenía dieciocho años, y la de todos, fue formidable, ante aquel Buenos Aires chato de entonces, las veredas altísimas, las calles sin cloacas, así que cuando llovía se transformaban en verdaderos ríos y los transeúntes eran pasados a babuchas por alguien que se encargaba de ello. Las revueltas de la época, las calles empinadas en barricadas, las tropas que a todos les parecían siniestras después de los atildados soldados europeos. Aquellos días de lluvia interminables en que ni el pan ni la carne ni otro proveedor llegaban a las casas. En fin, los tranvías de caballos, con su cuarta y su corneta, y cuya dulce elegía a nadie he oído exhalar con tanta nostalgia como a mi madre" (20).

Oscar González, en "La anunciación", brinda otra visión de la ciudad: la que tiene una mujer italiana, quien "desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En un extraño puerto sin molinos ni cabras" (21).

Y Arcuschín, la de los judíos ucranios: "Al bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos. Buenos Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas, con un puerto pequeño y muy pocos medios de transporte. (…) Sin embargo, la primera impresión no dejó de desilusionarlos" (22).

Décadas después, el teniente coronel Walther Werner, de las fuerzas especiales nazis, intenta imaginar la ciudad en la que crece su hijo: "¿Cómo sería esa ciudad de Buenos Aires? Tengo referencias vagas, fotos vistas en un álbum de turismo. Imagino una ciudad de casas bajas, calles muy quietas, con avenidas largas y monótonas como las de ciertos barrios de Londres. Es un pueblo bastardo, pero casi blanco y amigo de Alemania". Lo narra Abel Posse en El viajero de Agartha, novela que obtuvo el Premio Internacional de Novela Novedades y Diana 1988-1989 en México (23).

Del barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: "Las escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de por aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban Damián Vich o Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne" (24).

Fruto de este accionar es el apellido de una familia de origen polaco. Así lo explica Ana María Shua: "ese Gedalia nunca se llamó exactamente Rimetka. El apellido Rimetka fue el producto de una combinación de la fineza auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado, sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito en una lengua desconocida, más su concepto personal sobre el apellido que debía llevar en el país un extranjero proveniente de Polonia: del empleado del registro civil que, en su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia para confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias de inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido intensamente nacional, un producto aborigen, mucho más auténticamente argentino que un apellido español correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que jamás existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que jamás existió en otro país ni en otro tiempo" (25).

"Hijo de Gerónimo, un capitán de barco yugoslavo apellidado Poklépovich, Caride llevó ese apellido hasta los 19 años, cuando harto de que lo transformaran en Lipoclepo o en Popoclopovich, se quedó con el Caride por parte de madre" (26).

En una reunión de inmigrantes armenios, "entre todos festejaron los errores de los apellidos actuales, ante la imposibilidad de los funcionarios de encontrar letras algunos sonidos del idioma armenio. No faltaban hermanos con distintos apellidos. El filoso sable del turco alcanzaba a seccionar algunos nombres. Esa primera generación llevaba nombres armenios, aunque o pasaran el riguroso examen del Registro Civil. Pero en familia se los llamaba por su nombre verdadero; el apócrifo era el de los documentos. Con las edades sucedía lo mismo. Algunos se agregaban años para poder viajar como mayores, porque no tenían ningún familiar. A otros, por falta de dinero, les quitaban años y pasaban como menores. Era cuestión de sobrevivir" (27). "mi abuelo materno llegó, a principios del siglo XX, al puerto de Buenos Aires; viajaban con él muchos parientes. Cuando el empleado de Migraciones le preguntó su nombre, él dijo "Moisés José Almendra". El empleado le contestó: "¿Cómo se van a apellidar Almendra, si son tantos?". En el documento argentino que recibieron, todos ellos se apellidaban Almendros. Y así se apellidan sus descendientes argentinos.

En "Historia de una inmigración", leemos: "Contaba una señora que el apellido de muchas familias tiene un origen particular: cuando comienza la inmigración, muchos no tenían siquiera un documento. Otros por cuestiones de la guerra dejaban a sus hijos a cuidados de otras familias, quienes los anotaban con el nombre de estas familias. Las familias representaban a los lugares de origen. La familia Huck, por ejemplo, era en alusión a un pueblo de nombre Huck en la zona de Rusia, Saratow" (28).

Notas

  • 1 Grinbaum, Carolina de: "Llegaste", en Inmolación. Buenos Aires, el grillo, 2002.
  • 2 Druetta, Roberto Antonio: "Inmigrantes", en Colonia Castelar. Su centenaria epopeya de trabajo y amor 1890-1990, citado en www.nalejandria.com/01/tarbut/novedad/pikudei/inmigr.htm
  • 3 S/F: "Historia de pioneros", en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.
  • 4 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.
  • 5 Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires. Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.
  • 6 Podestá, M. T.: Irresponsable. Buenos Aires, Editorial Minerva, 1924.
  • 7 Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.
  • 8 Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.
  • 9 Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.
  • 10 Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999. El Libro, 2001.
  • 12 Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
  • 13 Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.
  • 14 Anzorreguy, Chuny: op. cit.
  • 15 Watch, Ana: "Clara, una niña judeoargentina víctima del nazismo", en www.fmh.org.ar.
  • 16 Muzi, Carolina: "En el nombre del arte", en Clarín Viva, Buenos Aires, 22 de junio de 2003.
  • 17 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires, Sudamericana, 2005. 192 pp. (Narrativas)
  • 18 S/F: "Instituto Español Virgen del Pilar", en Fame Magazine, N° 24, julio de 2007.
  • 19 Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. CEAL, Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, 1984.
  • 20 Fernandez Moreno, Baldomero: La patria desconocida.
  • 21 González, Oscar: "La anunciación", en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
  • 22 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.
  • 23 Posse, Abel: El viajero de Agartha. Buenos Aires, Emecé, 1989.
  • 24 Báñez, Gabriel: op. cit.
  • 25 Shua, Ana María: op. cit
  • 26 Guerriero, Leila (texto) y Lucesole, Martín (fotos): "PERSONAJES Miguel Caride El pintor olvidado", en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de 2005.
  • 27 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.
  • 28 S/F, con la colaboración de Pablo Münter: "Historia de una inmigración", en www.basoenlared.com.ar.

Asi viajaban los inmigrantes hacia la "tierra de prornisi6n". Tristeza, incertidurnbre, enfermedades, los acornpafiaban, pero tarnbi6nla esperanza de que en la Argentina encontrarian paz, libertad y bienestar.

Bibliografía

Enciclopedias

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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