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La noticia rica del Paititi


Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. El impacto de una leyenda
  3. En la ruta hacia el Paititi
  4. El Paititi
  5. Palabras finales
  6. Apéndice I

edu.red

Introducción

El Perú encierra todavía muchos misterios. Algunos son de muy corta data y producto de la moderna moda esotérica que invade los mercados del desesperanzado mundo actual en que vivimos; otros, se remontan en el tiempo hasta alcanzar la época de los conquistadores españoles y sus crónicas, siendo éstos los que revisten mayor prestigio, manteniéndose firmes, permanentes, a pesar del inexorable paso de los siglos. El misterio del Paititi combina las dos variantes nombradas de un modo por cierto revelador, puesto que en dicha leyenda podemos observar la mezcla de elementos nuevos y antiguos en una yuxtaposición que se nos antoja sumamente interesante. Ejemplo claro de la perdurabilidad de un imaginario de estructuras duras, el Paititi denota la permanencia de los mitos de frontera; ésos que abren las posibilidades de una manera que, sólo estando en la selva, puede uno considerar con un espíritu tan amplio como subjetivo.

En el presente ensayo intentaré describir, explicar y entender toda la información recabada, a lo largo de la EXPEDICION VILCABAMBA "98, respecto de la legendaria ciudad perdida del Paititi, excitante realidad que nos acompañara a lo largo de toda la exploración practicada por la selva peruana (VÉASE APÉNDICE I).

Mar del Plata, 1999

El impacto de una leyenda

Dicen en el Cusco que más allá de los límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate no oficializado por la ciencia, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el Perú.

Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios años cuando, en un viaje al Perú, practicado en julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como guía turístico en el Museo de Arqueología y Antropología de Lima, me refirió sobre la existencia de una ciudadela incaica, protegida por la selva, en la que aún se conservaban, manteniendo sus más tradicionales y ancestrales costumbres, los últimos miembros de la dinastía inca, derrocada en el Cusco en 1532. Como por aquel entonces ningún libro de arqueología o de historia, que yo hubiera leído, explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan mentado Paititi, empecé a recabar información oral por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las que anduve. Fue recién entonces cuando entendí que su presencia, más allá del conocimiento libresco que había yo adquirido en mis primeros años de universidad, estaba profundamente arraigada y presente en todos los sectores sociales y culturales del país andino. Casi todo el mundo tenía algo que decir respecto de la perdida ciudad. Muchos "conocían" a personas que se habían adentrado en sus calles, sin poder conseguir las pruebas objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros, se disponían a organizar la búsqueda, impulsados por intereses que excedían lo meramente arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o ladrones de tumbas. Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de un espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban técnicas esotéricas y marihuana con el fin de comunicarse con los "Hermanos Superiores" que habitaban el Paititi.

Debieron pasar trece largos años para que yo mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me acompañó durante casi una década y media, y a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como también a las emocionantes descripciones de modernos exploradores peruanos, que invirtieran dinero y salud en pos de lo que muchos dicen es una quimera.

Mi primera opinión sobre el tema estuvo empapada de un fuerte racionalismo, ateniéndome, en parte, a la hipótesis que sostuviera, años más tarde, el historiador peruano Víctor Angles Vargas en su libro El Paititi no Existe [1]y en el que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado. Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas intelectuales, sus frías y documentadas opiniones derrumbaron gran parte de las románticas fantasías que albergaba en mi corazón. Muy dentro de mí me resistía a descartar la posibilidad de que, perdidas en la selva de la Amazonía peruana, pudieran seguir escondidas ciudades incas sin descubrir, siendo una de ellas el famoso Paititi. Fue entonces cuando orienté el ángulo de mis investigaciones hacia el campo de la historia de las mentalidades e intenté analizar la leyenda como parte del imaginario peruano. A través de este renovado enfoque historiográfico pretendí encontrar una solución a la lucha interna en la que me debatía: ¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue contundente: fantasía; pero una fantasía actuante, movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba perfectamente con los cánones académicos considerados "serios", me convertí, sin saberlo, en un detractor del Paititi y negué de plano su existencia.

Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a posibilidades que antes jamás hubiera permitido que entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que antes no me habría animado a discutir. La selva es tan inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir que no me parece descabellado contestar afirmativamente.

Pero, ¿qué es el Paititi? ; ¿cuáles son las diversas versiones que circulan sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ; ¿quiénes las protegen y por qué?

Estas, y otras preguntas, son las que intentaré responder en las páginas que siguen.

En la ruta hacia el Paititi

Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que íbamos a internarnos en una región en donde el Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten. Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y recabar, a lo largo del camino, toda la información posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y Pampaconas. Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero su presencia en cada fogón nocturno, en cada choza selvática, en cada anécdota relatada por los porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención, alejándonos del mundo concreto de la arqueología, para adentrarnos en una realidad tan mágica como atrayente; una realidad en la que los tesoros ocultos y las ciudades perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo estas líneas, parecerían ser sólo delirios, producto de la excitación emocional que acarrea la selva.

Aún no habíamos despegado de suelo argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la conversación y enterarse de nuestra expedición a las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que, escuchada una y otra vez por boca de otros informantes, terminó resultando arquetípica. De alguna manera, con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas, y que definieran, desde hace más de cuatrocientos años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el principio mismo del viaje, y por más que nos propusiéramos sopesar críticamente las historias que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar por el folklore local.

En cierta ocasión, el explorador inglés Percy Harrison Fawcett escribió: "no hay día, en el Perú, en el que uno no escuche historias sobre tesoros, oro y ciudades perdidas"; y es una de las pocas cosas ciertas que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos comprobado empíricamente, conversando con la gente; con personas que, como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran sucesos como los que a continuación consigno:

"Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un amigo personal, que tiene en su poder un dedo de oro que procede de la ciudad perdida que usted llama Paititi, y que nosotros denominamos Paykikin. Yo mismo lo he visto, lo tiene en su casa, y me contó que hace unos años, mientras se internaba en las selvas más allá de Paucartambo, se topó con una ciudad de grandes piedras y una amplia avenida. A lo largo de esa calle había estatuas, en tamaño natural, hechas íntegramente de oro. Como estaba solo y no podía cargar con semejante tesoro, le cortó con su machete el dedo pulgar a una de las estatuas. Tiempo más tarde me lo mostró. El Paykikin no es una leyenda, existe; pero no es la única fuente de oro que encontraran en el Perú. Todo el país tiene tapados escondidos en cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante mucho tiempo a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo de toda su vida encontró tres; uno de ellos en el piso de una pequeña iglesia [los tapados son tesoros, o pertenencias personales de gran valor, enterradas o escondidas en las paredes y pisos de las antiguas casonas coloniales; según el folclore, tanto los españoles como los incas, tuvieron la recurrente costumbre de esconder sus tesoros para luego olvidarlos o dejarlos abandonados]. Hay mucha riqueza en el Perú, caballero. Mire, sin ir más lejos, hace unos cuatro meses tres personas (dos peruanos y un inglés) se metieron en la selva en búsqueda de ruinas. Uno de ellos era el prefecto de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir ahogado. Bueno, eso es lo que denunciaron sus dos compañeros cuando regresaron, pero lo cierto es que se piensa que descubrieron el Paykikin y que ellos mismos mataron al funcionario para que no anunciara públicamente el descubrimiento y quedarse ellos solos con las riquezas".[2]

Son relatos como el precedente los que nos auguraban una experiencia exploratoria fascinante.[3] Las claras referencias a leyendas, que datan de épocas pretéritas, y la natural personalización que la gente hace de los mitos, nos indicaban que el Paititi permanecía enquistado en la cosmovisión andina contemporánea. Faltaban todavía varios días para que encamináramos nuestras botas por la selva; recién entonces, nosotros mismos, nos veríamos arrastrados por los comentarios referentes a la legendaria ciudad.

Generalmente, son pocas las personas que se cuestionan acerca de los gustos, creencias y valores que guían y dan contenido a sus actos. El pensamiento sistemático no siempre está presente a la hora de analizar el conjunto de actitudes y aseveraciones que cotidianamente actualizamos en sociedad. Esto es en parte una clara evidencia de que todos hemos heredado (y aprendido) un pesado y complejo bagaje de prejuicios, temores, esperanzas y sueños que, disparados de una forma u otra, los protagonistas de una época determinada comparten de acuerdo al contexto o coyuntura histórica que les toque vivir.

Así pues, intentar una interpretación que permita aclarar los extravagantes móviles que impulsaron, e impulsan, a cientos de exploradores en la búsqueda de fabulosas ciudades de oro y plata (quimeras siempre perseguidas pero nunca alcanzadas) implica analizar aquellos mitos de descubrimiento y conquista que aún siguen vigentes y que continúan recreando las sobremesas de infinidad de familias que, hoy como ayer, necesitan de sueños irrealizables para darle sentido a una vida repleta de necesidades insatisfechas. El Perú es uno de esos lugares.

Cuando aquel 18 de julio de 1998 arribamos a Cusco, antigua capital del Imperio de los incas, fuimos recibidos por una ciudad que renacía de sus propias cenizas, para el turismo internacional. Tras una década de guerrilla, terrorismo y cólera, el moderno Qosqo (así se escribe siguiendo la original pronunciación en lengua quechua) abría sus generosos brazos a los "gringos" de diversas partes del mundo. No era ya la ciudad triste y preocupada de hacía cuatro años. El temor a las bombas se había disipado y, aunque el consejo de muchos era que tomáramos agua mineral, el paralizante virus del cólera estaba perfectamente controlado. La región Inca se despojaba así de la etiqueta de "zona endémica", que tantas quiebras y problemas económicos había acarreado durante largo tiempo. Se respiraba un vivificante aire de esperanza, y no hubo hotelero, taxista o camarero que no nos hiciera llegar su mensaje de optimismo en el futuro. El orgullo cusqueño se tamizaba así de fuerza, buena atención y… dólares.

El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están los restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la América del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y admirando al más insensible de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada, según reza el mito, hacia el año 1200 de nuestra era por los héroes civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de aquella fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así fue.

Pero junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada rincón empedrado, es advertir la imposición de una cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y la música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad incaica. Una por encima de la otra.

Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que todavía le guardan los campesinos que llegan a él. Por ello, si uno es atento y para bien la oreja, todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la vieja capital imperial: "Napaykukuykim hatum K"osk"o" ("¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!").

Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis pies en tierra cusqueña.

A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente extraño. El aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan toneladas y a la agitación exagerada, de caminar sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca. Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente ofrecen todos los hoteles a los inadaptados turistas. La planta sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y por más que se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos del soroche (el mal de las alturas) se dejarán sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.

Para nosotros, gringos, los inconvenientes del Cusco los constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse a cada paso. Incluso el gusto de los cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a que el tabaco se quema de diferente manera que al nivel del mar. Por otra parte, el fumar se vuelve una tarea que implica atención permanente, ya que al menor descuido la brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor amargo, de consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos días para que el organismo se adapte a ese techo de América, generando la cantidad necesaria de glóbulos rojos que permiten oxigenar adecuadamente cada centímetro cuadrado del cuerpo. Cuando el físico entra en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso ecológico, recién ahí, puede uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad.

El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un puma, ya que los incas no eran ajenos a la tradición del culto al felino; animal mítico que encuentra sus más profundas raíces en las primeras culturas del área andina, como lo fueron Chavín de Huantar y Tiahuanaco. Y aunque para los señores del Cusco el felino no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una planificación urbanística, virtual y sagrada que tuvo al puma como principal personaje. La capital entera adquiría así un carácter simbólico, religioso y mítico; una prueba más del arte monumental de la América precolombina, y un evidente testimonio de que nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni siquiera el contorno de la gran urbe, o las montañas que la rodeaban.

Efectivamente, todo el Cusco está cercado por Dioses. Son los Apu, los Señores de las Montañas, los espíritus protectores de los cerros que no faltan en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben "pagos", es decir, ofrendas, para que, en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre devoto sus actos de fe sincrética, con buenas cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados.

Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios y, como bien señala Jorge A. Flores Ochoa, "sus alcances están en relación con su importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación con las cumbres circunvecinas" [4]En ellos, la vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que no dudó en representar a la Virgen con el contorno piramidal de muchos cerros[5]Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva religión.

Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia capital.

En primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación Sur, se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe andina: la procesión al santuario del Señor de Qoyllurit"i (el señor de las Nieves Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan, "El Sostén del Universo", a quien la gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía y merece[6]

A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio.

El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, "es la técnica del éxtasis"[7] por medio de la cual una persona "elegida" posee la extraordinaria facultad de comunicarse con los muertos, los "demonios" y los "espíritus de la naturaleza", sin convertirse por ello en un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el chamán "vuela" hacia el otro mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes le requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación, que sólo una minoría determinada logra concretizar con éxito al alcanzar la mística de la religión respectiva.

Este interesante fenómeno cultural y religioso ha venido siendo estudiado desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas encierran un riquísimo bagaje de información antropológica, que permite entender cosmovisiones tan ancestrales como vigentes[8]

En el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos y a ellos se acude para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una enfermedad; un "daño"; el dolor de un amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado. Por todo ello, es común que se empleen indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una misma realidad cultural y social.

Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos y drogas para facilitar el trance místico; de ahí que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas están directamente asociadas a la práctica chamánica. Cada región tiene sus propias técnicas, con variaciones peculiares, frases y "encantamientos" que les son propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto. Los hay "buenos" y los hay "malos", pero todos, en definitiva, encarnan (junto con sus acólitos y creyentes) una manera de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente es interesante.

Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo a alcanzar por la expedición eran las ruinas de Vilcabamba "La Vieja", nos recomendaron consultar al paco. Según ellos, era indispensable solicitar esa autorización sobrenatural y, al mismo tiempo, rogar la protección de los Apu que se levantaban a lo largo de un camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible. La idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán auténtico practicar sus esotéricos rituales no había estado dentro de nuestros planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca, por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de los funcionarios del gobierno, sino también de las etéreas entidades que, según los cusqueños, protegen el valle.

Desde la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas españoles registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de huaca. Según el historiador norteamericano Burr Brundage, que es quien proporciona una de las mejores síntesis de este concepto:

"Una huaca era al mismo tiempo una localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja narcótica de la montaña, era huaca".[9]

Aunque hoy en día el término suele asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana María Rostworowski, podemos darle a la palabra huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que contenía una variedad muy alta de significados, ya que en el ámbito andino lo sagrado envolvía el mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular[10]

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba signifique la "Pampa Sagrada" nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas creencias.

Pero nuestra situación se hacía aún más compleja.

El corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar en donde están emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es considerado como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la más importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser considerados por nuestros porteadores y amigos como impertinentes gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con espacios sacros.

Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono ceremonial, nos dijo:

"Lo cierto es que se cree que la región de Espíritu Pampa [nombre que actualmente reciben las ruinas de Vilcabamba "La Vieja"] es una de las entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía no está a la vista. Lo real es que muchos investigadores independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado a conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay mucho que rebanar por ahí". [11]

Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de los cafés y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear los pozos de la calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y golpeamos la puerta.

No sé qué es lo esperábamos encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida (aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las claras sus raíces cusqueñas. Nos invitó a pasar.

La recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre las paredes. En uno de ellos se encontraba una "cholita" (mestiza) con su pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando ingresamos y en ningún momento posterior se animó a mirarnos directamente a los ojos.

El "Maestro", como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese bebé que lloraba delante de mí también estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los juicios de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de esa mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis hijos a un chamán, y confiándole a un "brujo" la salud de ellos. Pero bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo más interesante es que ninguna era mejor o superior que la otra.

Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la "cabina".

Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos los cinco) era la materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú desde la llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de "poder" aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa (ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las montañas.

Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una dilatada tradición en la que se sostiene que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos reside en su relación con los espíritus. El altomesa puede conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras que el pampamesa sólo es guiado, por tener un poder menor. El término Paco (o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder y especialidad[12]

Don Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa.

Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las presentaciones formales, nos preguntó qué buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija de cerámica e invocar a la Virgen María, apagó todas las luces. Era la boca de un lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se empezaba a poner interesante.

En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Recuerdo que alcancé a ver al Paco manipular la vasija antes nombrada. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta desdibujada en medio de la total oscuridad. "Pólvora", pensé, "era pólvora lo que molía". No me equivoqué, al rato, el inconfundible olor a esa materia inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido, agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido, sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso aletear de lo que parecía ser un pájaro. El sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo que ese "algo" nos lastimara. Recuerdo que pensé: "Se nos metió una paloma en el consultorio". Pero no había, ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto). Inmediatamente después del "aleteo" el chamán habló.

Su voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino con el Apu Espíritu Pampa.

Según los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno de los momentos más relevantes del ritual: el del "vuelo mágico". En él, el altomesa, liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión que están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu es lo que generalmente se denomina vuelo y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu de un muerto, que también tiene la capacidad de convocar[13]Son estas transformaciones las que le dan a un chamán su más alta reputación; son las que marcan su calidad.

Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien estaba delante de nosotros no era Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI por funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien escribió:

"Entre los indios había otra clase de brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que las noticias lleguen o puedan llegar".[14]

El "mensaje" que Don Salvador nos trasmitiera fue más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a continuación:

"Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé…sean bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi. Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando allá.

(Pregunta: ¿Usted conoce la puerta hacia el Gran Paititi?).

¡Claro! Es una zona a la que hay que entrar por quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del sol, por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay que tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los nativos no dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo es ni a dónde es.

(Pregunta: ¿Qué nativos?).

Los chunchos, pues. Pero también hay otra entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero también hay guardianes. Allí los guardianes son víboras. Ahí no dejan pasar las víboras. Hay una catarata y por ahí hay que pasar, pero están las víboras. Se necesita un gran pago. Sí, de ahí salen cáscaras de plátanos, cáscaras de naranja y demás desperdicios. ¿Por qué? Porque ahí existen los incas. Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son incas"[15].

Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en nuestros oídos y en el sitio menos pensado. La voz de chamán se unía, así, a las voces del imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que, desde hacía siglos, escondía mucho más que animales y sociedades extrañas.

Dejamos la casa del altomesa con más dudas y suspicacias que respuestas ciertas. No pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje hecho en él nos revelaba mucho acerca de la importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir que nos introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y mitos.

El Paititi

Cuando Francisco Pizarro y sus socios tomaron prisionero al Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca, en noviembre de 1532, dieron por iniciado el fin de un ciclo político cultural de casi noventa y cinco años de duración conocido como el Tahuantinsuyu o Imperio de los Incas[16]

A la sorpresa y admiración, experimentada por los aventureros españoles, le siguió el despojo y el botín. Cusco fue repartido; el Qoricancha (Templo del Sol), desmantelado; las productivas y bien labradas tierras, expropiadas; la religión aborigen, perseguida; y toda una sociedad, obligada a trabajos forzosos sin recibir a cambio absolutamente nada. La vieja reciprocidad andina dejó de funcionar. Todo el mundo se desestructuró y cambió. Nada era igual a lo que fuera antes. Se empezaba a escribir una nueva historia: la de los europeos.

A escasos años de haber conquistado y controlado aquel inmenso universo aborigen, y cuando los tesoros esperados no alcanzaron para todos, el ideal de la riqueza fácil empezó a ser lanzado más allá de las tierras efectivamente controladas (que eran muchas). La ambición y la fantasía se conjugaron, y las tramas leídas en los libros de caballería empezaron a ser protagonizadas por sus propios lectores: los conquistadores españoles. No pasó mucho tiempo para que se divulgaran antiguos mitos, readaptándose a la realidad americana, y empujando, a cientos de soldados de fortuna y aventureros, en pos de tesoros ocultos, ciudades maravillosamente ricas, fuentes de la juventud o comarcas productoras de especias de gran valor. Incluso, eran los propios españoles afortunados, aquellos que habían recibido los honores, tierras e indios esperados, los que fomentaron esos cuentos con el fin de "descargar la tierra", es decir, quitarse de encima a sus antiguos compañeros caídos en desgracia (pero que seguían armados, constituyendo una fuente constante de alteración al orden público colonial), incitándolos a encarar "jornadas" tan fantásticas como demenciales.

Y eran muchos los desengañados. El grupo de conquistadores o sus descendientes que acaparaban las encomiendas (mano de obra india), cargos en los cabildos, tierras, ganados, obrajes, etc., representaban tan sólo menos del 10 por 100 de los vecinos de una ciudad. Por otra parte, el comercio interior y exterior a gran escala, pasados los años iniciales de la conquista, estaban controlados desde Lima, Panamá y Sevilla por fuertes, expertos y prepotentes grupos y casas comerciales. Las actividades mineras también fueron rápidamente manejadas por selectos grupos y el comercio en el ámbito local quedó en manos de los propios encomenderos. Los cargos más importantes de la administración pública eran digitados desde España y los rangos de segundo o tercer nivel copados por los grandes conquistadores. La rígida estratificación social española se había acomodado perfectamente en suelo americano, y aquellos vecinos o moradores europeos que no habían tenido la suerte esperada debieron dedicarse a un sinfín de actividades y oficios poco redituables y sin status alguno[17]

Muchos pasaron sus vidas esperando la oportunidad de nuevos repartos, en caso de producirse vacantes de algún tipo. Otros, viendo cerradas las vías de ascenso, prefirieron enrolarse en las nuevas expediciones de descubrimiento y conquista, con la esperanza de poder convertirse, en el futuro, en un nuevo Pizarro o en un nuevo Cortés. Fue en ellos en quienes los mitos de frontera ejercieron mayor influencia.

Partes: 1, 2
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