El día indicado para el viaje, los compañeros de Raúl se reunieron en el colegio. Algunos contaban con vehículo propio por lo que se hizo innecesaria la contratación de un bus. En total, ocho vehículos fuertes conformaron la caravana. En el último automóvil –un jeep Willies, propiedad de uno de los amigos-, viajaban los tres compañeros predilectos de nuestro informante. Salieron de Quito a la media mañana y se dirigieron al Sur. Al llegar a Ambato, tomaron hacia el Este, rumbo de la población de Baños. Sin detenerse, descendieron por la cordillera y arribaron a Puyo, unas seis horas después de haber dejado Quito. En el Puyo, se detuvieron para almorzar. Después se dedicaron a recorrer calles y mirar las perchas llenas de las artesanías tan características de aquella región. Los amigos de Raúl, localizaron una bien dotada cervecería y, en ella, enfrentaron al agradable calor de la tarde que, sin embargo, les exigía un refresco. A las 16H00 fueron sorprendidos por el profesor que, desesperado, intentaba embarcar a todos los jóvenes rumbo de aquella hacienda. Entre gritos y ademanes, les obligó a cancelar el costo de las cervezas consumidas y a trepar al viejo jeep que paciente, los aguardaba en la puerta. Logrado el difícil objetivo, el profesor recordó a los conductores que la propiedad se encontraba selva adentro, a unas tres horas de viaje, por un camino sin desvíos. Les pedía –mejor, les suplicaba-, no separarse ni retrasarse, pues el territorio era desconocido y, como tal, conllevaba peligros. Entendido este punto, los ocho vehículos arrancaron rumbo de la hacienda. Los amigos de Raúl, que siempre viajaban al final de la caravana, siguieron a los demás por espacio de unas cuadras y al notar que no eran observados, dieron vuelta en la siguiente esquina y retornaron a la cervecería de la historia. En ese lugar, permanecieron cerca de dos horas más.
Cerca de las 18H00, el más prudente recomendó reanudar viaje tras la caravana que ya estaría cerca del objetivo. Los otros escucharon el consejo. Cancelaron lo consumido, se despidieron del propietario, se embarcaron en el jeep y emprendieron el viaje. El copiloto encendió la radio y sintonizó la emisora de música juvenil. En unos minutos, se encontraban rumbo de la hacienda. Conforme avanzaban, el interés por la conversación que mantenían, no decaía. Sin embargo, uno de ellos hizo notar al resto que las emisiones de la radio se interrumpían por segundos, cada cierto tiempo. Intrigados los muchachos, pusieron más atención en ese detalle. En efecto, conforme avanzaban selva adentro, las interrupciones se hacían cada vez más frecuentes y las emisiones piratas se hacían cada vez más extensas. Finalmente, eran éstas las que ocupaban el espacio radial mientras la emisora local había desaparecido totalmente. El copiloto buscó otras estaciones en vano. Todas las frecuencias estaban invadidas por aquella extraña señal.
Era ya el crepúsculo y los tres muchachos especulaban acerca del posible origen de las extrañas señales. Sería una base militar o tal vez una misión religiosa. Pero, el idioma utilizado era, absolutamente, desconocido. No se parecía a ninguno de los que ellos hubieran escuchado jamás.
Hallándose en estos análisis, el pasajero de la parte posterior, pidió a los otros dos que mirasen hacia su izquierda, selva adentro. En efecto, una intensa luz verdosa escapaba de entre los árboles. El conductor detuvo la marcha del vehículo para poder mirar mejor. Todos descendieron e, instintivamente, quisieron adentrarse en el bosque. Sin embargo, primó la razón; el conductor detuvo a los otros. "Escuchen bien lo que haremos", -les dijo, sacando una linterna y una cuerda, de su caja de herramientas– "encenderé la linterna y la colocaré sobre la tapa del motor del auto, apuntando hacia la luz en el bosque. Acto seguido, ustedes dos se internarán en la jungla rumbo de la extraña luz, sin perder de vista el foco de nuestra lámpara. Cuando lo pierdan, vuelvan al último lugar donde lo vieron y, con la seguridad de estar mirándolo, amarren la cuerda a una rama o a un tronco. Ejecutada la última maniobra, intérnense en el bosque, rumbo de la extraña emisión, sin desprenderse de la cuerda. Si se les termina, regresen sobre sus pasos hasta descubrir el foco de la linterna y vuelvan al vehículo aunque nos quedemos con la duda del origen de ese destello verdoso y las emisiones de radio, que deben ser todos uno. No vale la pena arriesgar la vida por nuestra curiosidad. Ya bastante tenemos para contar, compañeros". Los temerarios amigos del conductor y de Raúl, aceptaron el plan y procedieron a ejecutarlo. No se despreocuparon del foco de la linterna, hasta que lo perdieron; ataron la cuerda en el último punto en el que la luz de la lámpara era aún visible. Con tino, avanzaron hacia la extraña e intensa fuente de claridad, notando que conforme ellos progresaban, la luz parecía retroceder bosque adentro. Desilusionados, miraban su cuerda acabarse y su objetivo alejarse como un arco iris ante nuestro avance. Súbitamente, la luminosidad se detuvo y los dos intrépidos jóvenes se encontraron frente a un claro en el bosque. En el centro de dicho claro, había una colinita que parecía artificial por su perfecta redondez y, suspendida sobre ella, una enorme y elegante máquina de unos cincuenta metros de diámetro. El aparato era metálico, tenía la forma de una lenteja achatada y estilizada y, en su mitad superior, mostraba una gran puerta rectangular como la de los aviones cargueros. En el interior, totalmente oscuro o negro, destacaban centenares de luces de muchos colores y tonos. Adicionalmente, algo como tres espaldares altos. En el exterior de la nave y al costado derecho de la gran puerta, aparecía algo como un emblema en color rojo; parecía la letra H pero dividida en su barra horizontal. El majestuoso aparato se encontraba inmóvil, a unos cinco metros sobre la superficie y a unos veinticinco de los chicos. Los jóvenes no podían salir de su estupor, cuando los tres espaldares empezaron a girar sobre sí mismos, sin emitir ruido alguno, hasta que sus ocupantes quedaron frente a ellos. Los dos muchachos no pudieron descubrir facciones o formas específicas en aquellos tripulantes dado la oscuridad de sus trajes, de la cabina y de la noche; sin embargo, notaron que eran de proporciones humanas. Mientras se hallaban en estas observaciones, los tres asientos se desprendieron de sus soportes y, sin hacer movimientos bruscos, avanzaron lentamente hacia donde se encontraban los perplejos observadores. Éstos empezaron a correr cuerda arriba, gritando y pidiendo auxilio al conductor que se hallaba aguardándolos al lado del viejo Willies. Al llegar, estaban sin habla. Su amigo les pidió que se calmaran. Cuando al fin lo consiguieron, le suplicaron que subiera al jeep y lo pusiera en marcha cuanto antes.
Hecho así, los muchachos empezaron a contarle acerca de su experiencia. No habían comenzado a ordenar sus ideas, cuando el copiloto volvió a gritar: "¡miren, nos está siguiendo!". En efecto, una luz intensa de forma oval, sobrevolaba los árboles al costado izquierdo del camino. Su desplazamiento en el aire, era extraño; parecía que avanzaba tres puntos para retroceder uno. Finalmente, se puso sobre ellos sin emitir ruido alguno. La radio seguía transmitiendo los mensajes de aquellas criaturas. En ese instante, el jeep se detuvo vaciado de energía y los chicos solo atinaron a quedarse mirando hacia el aparato. De pronto, se elevó, verticalmente, a vertiginosa velocidad, para desaparecer en cuestión de segundos, en el oscuro firmamento nocturno. El vehículo volvió a encenderse y, al volver a sintonizar la radio, pudieron escuchar la música trasmitida por la emisora de Puyo.
Sin recuperarse del susto, los jóvenes reanudaron el viaje a la hacienda a la cual llegaron un par de horas después. En ella, mientras tanto, el profesor tenía organizada una partida de búsqueda de los tres muchachos irresponsables. Cuando llegaron, se lanzó contra ellos exigiéndoles una explicación convincente. Los chicos relataron lo ocurrido ante el iracundo e incrédulo profesor y los sonrientes compañeros. Ante la incredulidad y la burla reinantes, un anciano sacerdote que hacía de anfitrión, se acercó a los tres muchachos, los miró con ternura, para luego volverse al profesor y solicitarle que se calmara y creyera en sus tres alumnos. "Son los Visitantes" –dijo, mirando al cielo-; "últimamente, se los escucha seguido en la radio o se los ve sobrevolar la región, en las noches despejadas como ésta".
Así concluyó Raúl su relato.
El Coco:
Finalmente, le tocó el turno a Marta Fernanda. Su extraña experiencia también se desarrolló en el Perú, allá por 1973, unos 30 kilómetros al Sur de la Lima de aquellos días.
Marta cursaba Cuarto de Media (penúltimo año del bachillerato peruano). Eran los últimos días del año académico así como del astronómico y el verano empezaba a sentirse con fuerza. Ella y siete compañeras, decidieron pasar el fin de semana en las ruinas de Pachacámac, a unos 25 ó 30 kilómetros al Sur de Lima. Llegado el viernes, salieron de clases, se embarcaron en la furgoneta de una de las muchachas y tomaron rumbo del Sur. Conforme abandonaban Lima, la aridez del paisaje se acentuaba. Ya en el complejo arqueológico de Pachacámac, les informaron que estaba prohibido acampar dentro del perímetro de las ruinas. Sin embargo, podían hacerlo unos dos kilómetros más al Sur y, en caso de requerir ayuda, podían acercarse al puesto de control del sitio arqueológico. En efecto, el grupo de jóvenes decidió seguir el consejo de los guardias y establecerse en el sitio señalado. Era un punto entre la playa y la carretera Panamericana. Marta estimó que ese lugar se encontraba a unos 150 metros de la carretera y a otro tanto de la línea del océano. Desde allí, lo único que bloqueaba la casi ilimitada visibilidad, eran los promontorios artificiales y naturales del complejo arqueológico, al Norte y las enormes dunas, al Este de la carretera. Al Oeste está el Pacífico y por el Sur, el desierto y la carretera son visibles en muchos kilómetros. Hacia el Norte, la Panamericana puede verse trepando, pesadamente, hacia el sitio arqueológico, en varios cientos de metros. El lugar es ideal para perder la vista en los arenales y en el espléndido espejo de agua del océano Pacífico.
Las muchachas colocaron la furgoneta hacia la carretera y la carpa hacia el océano, de suerte que desde el camino, el refugio era poco visible pues se encontraba cubierto por el bulto del vehículo. Una vez instaladas, ingresaron a la carpa con sus equipajes. Cuando se disponían a escuchar a una de las chicas interpretar una canción en su guitarra, un fuerte golpe en el techo del refugio que miraba hacia la furgoneta, las hizo salir, precipitadamente, en busca del responsable. Recuérdese que todas las amigas estaban dentro de la carpa al momento del golpe y que en el exterior solo podía verse agua salada y arena. Todas buscaron al culpable sin hallarlo. Finalmente, cuando una de ellas miró bajo el coche, descubrió que entre él y la carpa, reposaba quietamente un coco. Lo tomaron con cuidado e ingresaron a la tienda de campaña. Lo examinaron de arriba abajo y parecía normal. Estaba fresco como recién arrancado de su cocotero y estaba seco; es decir, no estaba mojado.
¿De dónde vino? ¿Quizá alguien lo arrojó desde la carretera? Imposible; lanzar un pesado coco a 150 metros de distancia con solo la fuerza humana, era improbable. ¿Quizá lo arrojaron desde un avión? No podía ser pues desde tal altura hubiera golpeado como una bomba, matando o, al menos, hiriendo gravemente a las ocupantes de la carpa. De arrojarse desde un avión o un helicóptero volando a baja altura, lo habrían escuchado primero, y visto después. ¿Tal vez lo arrojó el océano? Error; el coco estaba seco y si hubiera venido por el mar, hubiera tenido que ser lanzado por una enorme ola para alcanzar al techo opuesto de la carpa, a cuadra y media de distancia. Como salvedad, en esa parte de la costa peruana no crecen los cocoteros. Las posibilidades, como el día, se habían agotado. Presas de los más extraños temores y dudas, las mujeres aprovecharon del crepúsculo para levantar el campamento y regresar, cuanto antes, a la ciudad.
Marta Fernanda concluye agregando que un año después de aquella experiencia y cuando se despedía de sus amigas peruanas porque regresaba al Ecuador, pudo ver el coco ya maduro y seco, en calidad de adorno en casa de una de las chicas.
***
Son cerca de las 20H00 y hemos perdido nuestra hora de clase. Habrá que buscar algún compañero que nos ponga al día en lo que se dio. Pero qué nos importa; hemos disfrutado de las más extrañas, apasionantes y, hasta graciosas, historias. Sobra decir que todo esto queda como recuerdo de un alegre y despreocupado momento de un compañerismo que el tiempo logró borrar.
Bingo
La democrática corrupción, la guerra con los cholos, los apagones de a condecoración y hasta las bombas en el atolón, hicieron todas una en la agudización de la crisis en la pequeña república. ¡¡Qué días estos!", exclamaba la escandalizada población, mientras sus amados jerarcas entraban en la clandestinidad para poder estimar con calma, el producto de sus multimillonarios atracos. En medio de aquel relajo, Federico y Soledad veían impotentes el final de su sencilla y alegre existencia en común. Es que, como a muchos de sus paisanos, las desatinadas administraciones civiles los habían llevado al límite de sus posibilidades.
Desde los días de universitarios, en la universidad de los curas, soñaron con edificar, a propia mano, un espacio seguro en el que pudiesen acogerse juntos en el invierno de sus vidas. En ello se aplicaron y después de ocho años de matrimonio, entre sueldos flacos y gordas privaciones, lograron adquirir, digamos, algunos bienes que sin ser sinónimo de lujo, eran una base sobre la que continuarían edificando su redil. Mas, como ya se mencionó, la crisis a la que fueron arrastrados, echó por tierra sus aspiraciones. Aunque jóvenes y saludables, ya no podían mantener aquella isla de independencia que fue su vida. Las cuotas del automóvil y los costos de alimentación, sumados al alquiler del departamento y al del pequeño local que arrendaran meses atrás, para iniciar su propio negocio, los asfixiaban hasta enloquecer. A raíz de la tantas veces mentada crisis, las ventas habían caído y las opciones para laborar desaparecido, en un país en el que se pensó en cerrar las fuentes de trabajo sin meditar en alternativas para los nuevos desempleados. Es que los líderes no querían compartir ese excedente de sueldos con el pueblo que los eligió.
De ello lo que fuere, Federico y Soledad que nunca trabaron amistad con algún Vicepresidente, se vieron en la necesidad de tomar una decisión fatal. Al fin y al cabo, carecían de herederos a no ser por una cocker que un día prohijaron. ¡Pero no!; no piensen que se iban a suicidar o a huir como lo hizo el corrupto Canciller del Ecuador.
Como no eran tan malos para planificar, se les ocurrió una idea interesante: venderían todos sus bienes, sin guardar alguno y el dinero conseguido, lo dividirían en doce partes iguales. Luego, darían por terminado su matrimonio que solo era civil, no por falta de cristiandad que a ambos les sobraba, sino por falta de dinero para pagar al cura y para agasajar a los invitados que luego murmurarían de su humilde boda.
Efectuado todo aquello, tomarían las doce partes de su dinero y vivirían "a cuerpo de rey", por el siguiente año, gastando en cada mes, la totalidad de cada una de las partes en que habían dividido sus recursos. Concluido el año y los maravedíes, cada cual se encaminaría a un convento e ingresaría en él, para no abandonarlo. Al menos les quedaría la satisfacción de haber vivido, plenamente, su último año juntos y, de tener suerte, el poder mirarse, furtivamente, durante el servicio religioso de los domingos. Adicionalmente y, aunque separados, podrían envejecer con la seguridad con la que habían soñado.
Aunque lo anterior parezca triste, de concretarse, estarían algo mejor que muchos de sus conocidos.
Convencidos de su proyecto y después de minuciosa planificación, lo iniciaron.
***
Comenzaron con el mes de enero; así de metódicos eran. De la doceava parte de sus recursos, sacaron algo para alquilar una habitación en un pequeño hostal, propiedad de unos hermanos que se amaban entrañablemente. En el alquiler estaba contemplado un espacio y alimentación, para su mascota Cuqui que fue lo único que no vendieron. Cómodamente instalados, se dedicaron a consumir los recursos correspondientes al primer mes. Almorzaban en un pequeño restaurante, compraron algo de ropa en el centro de la ciudad y paseaban utilizando buses; algún viernes fueron al cine. Los días pasaban y la cuota asignada al mes de enero disminuía lentamente. Acostumbrados a ocho años de privaciones, en verdad, no sabían cómo gastar a manos llenas.
El último día de aquel mes, descubrieron que tenían dinero. Como no podían llegar a febrero con dineros de enero, decidieron contratar un automóvil lujoso para visitar una exposición artística. Luego, irían a cenar en algún restaurante de moda.
Llegada la noche, vistieron sus mejores galas –"Ipiales made"- y se dirigieron a la Casa de la Cultura.
Ya en la exposición y mientras un calvo con cara de muchos amigos, intentaba justificar la exhibición de tan mediocre muestra, recorrieron una y otra vez los salones como queriendo hallar algo que pudiera llamarse artístico en aquel lugar. Dedicados a esa pesquisa, les abordó un melenudo de ojos vidriosos, al que poco entendían. Era nada menos, que el "maestro" cuya obra se exponía. Este individuo los había visto llegar en el lujoso sedán y pensó que tenía allí a un par de patos a los cuales endilgar uno de sus abstractos.
"Alli tuta, tiucuna, o sea, buena noche, panas; soy Benito de Malacatos, el pintor de los ojos gatos".
"Buenas noches", respondieron Federico y Soledad, algo intimidados.
"¿Qué les parece esta sobra, perdón, obra?".
"Interesante maestro, pero, ¿qué significa?", respondieron ellos.
"¡No interesa!", exclamó el apasionado artista; "lo dejo en 100 dólares, con marco y todo".
"Solo tenemos 50 para la cena", anotó Federico.
"Que bien, están de suerte; por inauguración tenemos el 50% de descuento", afirmó el gato, mientras le arranchaba el dinero, pensando en todo el alcohol y la marihuana que podría comprar con esa mullapa. Sin agradecerles, el fumón se santiguó con los billetes y desapareció raudo tras de un mesero y su bien dotada bandeja de cubalibres.
Sorprendidos, Federico y Soledad, tomaron el cuadro y se retiraron con la sensación de ser los tontos de la noche.
Aunque en sus planes no estaba adquirir bienes, pues debían llegar con lo puesto a los respectivos conventos, once meses después, se alegraron de que ese greñudo les ayudara a quitarse de encima esos últimos dineros de enero.
Con la experiencia del mes anterior, Federico y Soledad, aprendieron que en febrero, debían de ser más cuidadosos; tendrían que derrochar mejor su dinero si no querían quedarse con remanentes. Se fijaron una cantidad diaria de egresos que les ayudaría a terminar el mes sin excedentes. No contaron, sin embargo, con los imponderables.
Pasó el tiempo y en los últimos días del mes, una noticia en el diario, los dejó perplejos. "Escucha esto, Federico", dijo Soledad. "Nueva York, febrero 18.- El mundo del arte ha sido conmovido. La crítica mundial, reunida en la Ciudad de los Rascacielos, ha declarado al artista Benito de Malacatos, el único del presente siglo. Su indescifrable pincel se ha constituido en la vanguardia de lo que la crítica ha empezado a llamar ESTILO BASURERESCO. Expresión de lo inexpresable… Ante tal descubrimiento, los más connotados coleccionistas del mundo, han adquirido sus sobras, perdón, obras. Todo su repertorio se agotó en cuestión de minutos y ante la insistencia de nuevas creaciones, Malacatos ha declarado que se retira del mundo del arte para dedicarse a una vida más contemplativa, en Las Vegas. ´Si me hacen falta los chinchulines, volveré sobre la brocha´, comento el profundo e irreverente pensador y artista de la súper New Wave… Sus óleos firmados, pasaron de 50 a 50.000 dólares, en cuestión de horas".
"Fede, ¿Malacatos no era ese delincuente que te arranchó los 50 dólares en la Casa de la Cultura? ¿Qué haremos ahora con ese cuadro que colgaste en el baño?", preguntó Soledad, angustiada.
"No lo sé", respondió él.
"No podemos adquirir bienes si queremos llevar a buen término nuestro proyecto", insistió Soledad.
"Ocultémoslo en el armario hasta ver qué se nos ocurre", anotó él.
Lo cierto es que ahora, además del dinero para el mes de febrero, tienen una pequeña fortuna en su Malacatos.
Los días pasaron y llegó el último día de febrero. Como en la ocasión anterior, les sobraba algo de dinero de ese mes y, además, estaba el fantasma del cuadro.
Pero tranquilos que Federico tiene una idea:
"Toma la funda de la basura y coloca en ella, el dinero sobrante y, por supuesto, el cuadro del ojos de gato".
"¿Qué haremos con eso?", replicó ella.
"Sencillo; vamos a la calle y se lo entregamos al primer menesteroso que encontremos", contestó decidido, Federico.
"Bien pensado querido; mañana mismo ejecutamos tu plan", concluyó ella.
Sin embargo, ¿no sienten ustedes que algo va mal en toda esta trama?
Con marzo iniciado, Federico y Soledad salieron a la calle en busca de algún necesitado. Querían entregar la funda al primer vagabundo que se les cruzara por el camino. Sin embargo, resultó que la Comisión más imparcial del planeta, la de los Derechos de los Delincuentes, declaró ese día como el de los Vagos; por tal motivo, no hallaron uno solo. Todos se habían entregado a un merecido descanso después de un año de brazo extendido en avenidas y plazas.
Bien entrada la mañana y cuando perdían la esperanza de encontrar algún antropólogo, ¡uuups!, perdón, quisimos decir pordiosero, Soledad vio uno arrojado en los jardines de la universidad de los curas.
"Mira Fede, allí está uno".
"Que bien Sole; vamos por él".
Se acercaron al perfumado sujeto y pusieron la funda al lado de su botella de aguardiente, para luego alejarse. Cuando alcanzaban la esquina, un par de individuos cubiertos por barbas postizas, luciendo lentes y trajes oscuros, les cortaron el avance.
"Buenos días, generosos ciudadanos", les dijeron con voz atronadora.
"Buenos días", respondieron Federico y Soledad, mientras se les aproximaba el mendigo con la funda.
"Somos de CÁMARA TRINCONA, señores", dijo uno de los sujetos, mientras sacaba un grueso sobre de su abrigo.
"Ay qué bueno, porque ya les iba a pedir un autógrafo pensando que eran los ZZ Top", les dijo Federico, mientras tomaba del brazo a Soledad, para volar.
"No tan rápido, estimados filántropos", replicó el mendigo –un tipo de apellido Trujillo, según se identificó.
"Esta es otra pasada organizada por nuestro gracioso programa, para medir el grado de generosidad ciudadana, en estos días de crisis; ustedes son los primeros en obsequiarle algo a este vago", añadió el tercer sujeto.
"Nos gusta colaborar con la humanidad, aunque no sea Navidad", dijo Soledad.
"Que bien, porque ahora la humanidad va a colaborar con ustedes, aunque no sea su cumpleaños. Tomen su funda y los 100.000 dólares del premio que nuestro generoso programa entrega, anualmente, a los buenos samaritanos", afirmó el del grueso sobre.
"Muchas gracias –les dijo Federico-, pero no podemos aceptar la funda ni el premio, porque somos discípulos de Siva, (el que destruye) y no profesamos la doctrina de Vishnú (el que conserva); onda bramánica ¿cachan?".
Los tres barbones rieron de buena gana, para luego ponerse serios de una sola.
"No se quieran pasar de listos; nadie le dice no a CÁMARA TRINCONA, tomen esto y pónganse tranquilos si es que quieren llegar a viejitos", les amenazó el Trujillo, mientras se embarcaban en una furgoneta llena de aparatos, con los vidrios velados y sin identificaciones.
"¿Qué pasó Sole?", preguntó Federico, mientras echaba el grueso sobre con los 100.000 dólares en la funda.
"No sé; estamos de malas. Tendremos que gastarlo todo si no queremos acumular un tremendo excedente", señaló atinadamente Soledad, mientras se dirigían al hostal.
Los días primero, las semanas después, pasaron. Corrían ya los últimos días de abril cuando Federico, angustiado por las cifras, tuvo otra feliz ocurrencia.
"Sole, vamos al casino y juguemos a perder".
"Simplemente genial", comentó Soledad. "Ninguno de los dos hemos pisado un sitio de esos; de seguro lo perdemos todo".
Ya en el casino, le apostaron todo a la ruleta. El plato empezó a girar y cuando la bolita quería acomodarse en el casillero de algún número, un sonoro "manos fuera de la mesa, somos de la Policía", echó por tierra las aspiraciones de los jugadores.
"¿Con que jugando en Semana Santa?", dijo el oficial a cargo de la redada, mientras reducía con su penetrante mirada a los tahúres.
"Que chévere Soledad", susurró Federico, mientras se convencía que ese policía debía pertenecer a la antigua escuela moralista de un lluroso Intendente que tuvo la Provincia del Guayas.
"¡Que lo oigan todos!", gritó el oficial, fijando su vista en Federico.
"Confieso mi culpa, señor inspector; aplique usted la sanción correspondiente a mi indelicada actuación", exclamó Federico, con aire seguro.
"He aquí un pecador arrepentido", ejemplificó el calvo oficial, mientras se le acercaba. "¿Cómo podría yo aplicarle castigo alguno, si usted es el primero en entregarme la prueba que he buscado desde que me gradué, para poder clausurar este antro?", completó el policía, con un tono que pasó de iracundo a paternal. "Por su decidida colaboración y, según reza el artículo modificado en la Ley, por la pericia del abogado Mamey, a usted se le entrega el total de lo jugado por esta grey", dijo en verso, el inspector, mientras rechazaba una copa de ron Caney.
"Pero General, no quiero el pecaminoso dinero, sino la justa sanción a mi horrendo crimen", exclamó Federico.
"¡Lex est lex", latineó el chapita, mientras perdía la vista en un tricolor nacional. "Tome los 350.000 dólares recaudados esta noche, pídale la bendición a su mamacita, no se olvide de comer Fanesca con bastante leche y marche contrito en la procesión del Jesusito del Gran Poder, si no quiere que a más del dinero, le haga entregar la propiedad del lote sobre el que está construido este garito; soy amigo del registrador de la propiedad, ¿sabía?", remató algo irritado, el insobornable servidor público, mientras le hacía entregar a Federico, una carretilla llena de dinero, fichas y otros objetos.
"¡Púchicas Sole, ayúdame a empujar este armatoste y volemos antes de que me entregue la administración de la manzana!", gritó el pobre Federico, mientras corrían en dirección a la calle y en busca de un taxi-amigo que pusiera mucha distancia entre ellos y el frenético funcionario público.
Ya en el hostal y mientras la cocker olfateaba el cuadro, las fichas, los relojes, las pulseras, el dinero y una funda de nieve, Federico y Soledad lloraban abrazados por causa de su mala…, qué mala…, pésima suerte. "Se ha ido la tercera parte del año y en vez de que se reduzcan los 15.000 dólares originales, contamos ahora con más de medio millón", pensaba en voz alta Soledad, mientras Federico se quebraba la cabeza pensando qué es lo que salió mal.
"Si seguimos así, llegaremos a tener más chochos que el multimillonario japonés Taiki Chiro Mori, que de "chiro" solo tiene el nombre. Fede, pensemos en algo si no queremos aparecer en la próxima edición de la revista FORBES de Ricos y Famosos".
Atormentados por el descontrol de sus finanzas y sin atinar en qué gastar los nuevos y abundantes recursos ganados, deambulaban por la ciudad, en busca de actividades costosas y poco lucrativas.
Sin embargo, todo tiene un punto de saturación y no había más nada que no conocieran o hubieran probado y, así con todo, la mullapa, en vez de disminuir, aumentaba y aumentaba.
Eran los últimos días de mayo, cuando Soledad, en uno de sus recorridos por las tiendas, descubrió a un vendedor de lotería. Este se le acercó y le ofreció varios números. Sin tener nada que hacer y después de revisarlos con desdén, como a quien no le interesan, halló uno que de seguro no ganaría; de comprarlo, perdería algo de su abundante dinero. "El 111111; que interesante, con éste fijo que pierdo", pensó. "Véndame el entero, por favor". El vendedor, que había perdido la esperanza de negociarlo, se lo entregó sin ocultar su satisfacción. "Gracias por sus datos y sobre todo por la compra, señorita", le dijo, antes de continuar con su camino.
De regreso al hostal, Soledad encontró a Federico tendido en la cama y mirando la televisión.
"¿Qué haces Fede?", le preguntó.
"Nada querida –contestó él-; aquí, mirando la tele. ¿Y a vos, cómo te fue?".
"Adivina, me quité de encima 50 grandes comprando un número de la lotería que jamás ganará", le respondió, orgullosamente, ella.
Preocupado por tan extrañas coincidencias, Federico preguntó "¿qué número es?".
"El 111111", contestó alegre, Soledad.
"¡Noo!".
"Siii".
"No, por Dios Sole; ese número le acaba de pegar al millón de dólares. Eso dijeron en la televisión".
"¡Qué!", exclamó ella, mientras se dejaba caer sobre una silla.
"Si, que el número 111111 acaba de ganar un melón de dólares".
"Chuta madre y compré el entero, Fede".
"Quémalo querida", sugirió él, mientras echaba mano de una fosforera.
"Aguarda Federico, alguien llama a la puerta", susurró ella.
"¿Quién es?", dijo Federico.
"Somos de la Lotería Nacional y estamos con la prensa para que registren el sin par instante de la entrega del millón de dólares que se acaban de ganar", dijo alguien del otro lado, mientras la recepcionista, inoportunamente, les abría la puerta con la llave calavera.
"Debe haber algún error", anotó Federico, mientras escondía la fosforera.
"Ningún error hermano; ¡su señora acabó de comprar el entero del 111111 y los datos están aquí!", gritó emocionado un enano que ya colgado del cuello de Federico, dirigía las cámaras contra la desafortunadamente pareja.
"Tenga su millón y no lo malgaste", continuó el retaco, que echó a reír como sonso.
"¿Registraron tucui, camaramens?".
"Yes piñuflita, todo está grabado; el país por fin, tiene ganadores quiteños", dijeron los técnicos de la tele, mientras los de la Lote le hacían firmar algo a Soledad.
Libres, por fin, de tan molestos intrusos, pero con un millón de problemas adicionales en la funda de basura, se quedaron mirando uno al otro, sin emitir palabra.
Pasaron los días y cada vez que intentaban gastar su dinero, solo lograban multiplicarlo. Cuando adquirían algo, resultaban ser los compradores número tal y los almacenes les premiaban con más mercadería, sin costo alguno. Cuando entraban a un restaurante, el dueño los reconocía y no les cobraba el consumo. Eran los invitados de honor en las reuniones de la alta sociedad y hasta eran propuestos para cargos de rango. Los países amigos y, hasta los enemigos, les hacían obsequios a través de sus embajadas. Mejor dicho, estaban fregados.
Sus nuevos amigos les aconsejaron cambiar de alojamiento y, antes de que se dieran cuenta, se hallaban instalados en una suite del mejor hotel de la ciudad, el Hotel Oro Puro (¿no era allí donde Rizzo quiso estrenar su…?, perdón, eso solo lo pensé)..
Bueno, al menos allí, podrían gastar algo de su ya cuantiosa fortuna. Mas, de poco les sirvió. Eran finales de julio y sus caudales sobrepasaban el millón y medio de dólares.
No me lo van a creer, pero en su angustia, intentaron algo descabellado. La Fiesta Nacional se acercaba y por ella, las delegaciones presidenciales de algunos países, se harían presentes. Las más importantes serían alojadas en el hotel en el que vivían Soledad y Federico. Por este motivo, la Gerencia canceló todas las reservaciones y despachó, discretamente, a todos los huéspedes ordinarios. No ocurrió lo mismo con nuestra pareja que gozaba de recursos y prestigio; podía codearse con cualquier mandatario, incluido un "chino".
Así se los comunicó la Administración. Ahí está la oportunidad para ellos:
"Cuando el hotel quede, completamente, vacío de pasajeros, haremos sonar la alarma contra incendios. El personal escapará por las escaleras de seguridad y nosotros tendremos unos minutos para iniciar un fuego, en la suite. Hasta que los bomberos lleguen, nuestro piso se habrá quemado y con él, nuestra pegajosa funda. ¿Qué te parece Sole?".
"No sé, parece peligroso; -respondió ella- ¿qué tal si nos descubren?".
"Bueno, en este estado de cosas, nos da lo mismo el convento que la prisión", añadió Federico, sin inmutarse.
"Que sea lo que Dios mande pero, ojalá, no haya heridos", continuó Soledad, con aire triste, por los daños que iban a ocasionar.
"No te preocupes; las personas tendrán tiempo para ponerse a salvo y el hotel tiene que estar asegurado; además, el fuego no alcanzará mayores proporciones", insistió Federico.
Llegado el día, Soledad escondió la funda bajo el lavaplatos y se dirigió hacia la alarma. Rompió el vidrio y activó el sistema.
En la suite, mientras tanto, Federico encendió una hornilla de la cocina e inflamó la cortina más cercana, para luego correr gradas abajo junto con Soledad, que ya tenía marcada a la cocker.
Al alcanzar la calle, los empleados los pusieron a salvo. En ese momento llegaron los bomberos, alejaron a las personas e ingresaron en el edificio que empezaba a echar humo por las ventanas de la suite. En pocos minutos, los servidores públicos mejor dispuestos y peor pagados, controlaron el flagelo.
Poco después, mientras Federico y Soledad se disculpaban con el Gerente del establecimiento por el supuesto accidente, se les acercó el Capitán de los bomberos.
Después de saludarlos, les explicó que el fuego había destruido buena parte de la suite y, con ella, la casi totalidad de sus pertenencias:
"Lo siento –les dijo-; todas sus pertenencias se consumieron en el siniestro. Solo sobrevivió esto".
¿Qué comen que adivinan?…
"¿No me diga que no se quemó?", exclamó Federico.
"No señor; como estaba bajo el lavaplatos y éste tenía una pequeña filtración, se humedeció evitándose la quema… Tenga usted".
Soledad intervino y, con tono contrito, le dijo al Capitán: "Gracias a usted y a sus subalternos, por tan efectiva intervención; su labor debe ser reconocida. Mi esposo y yo queremos donar al Benemérito Cuerpo de Bomberos, el contenido de esa funda".
"Muchas gracias señora, pero el reglamento no nos permite aceptar donativos de personas damnificadas. Tenga su funda y dos boletos para el baile anual de nuestra Institución. Puede que tengan mejor suerte y ganen algún electrodoméstico en el bingo; van a necesitarlo si quieren comenzar de nuevo", dijo el Capitán mientras se despedía, tocando la visera de su gorro.
Mientras tanto, alguien se acercó al Gerente del hotel y le entregó una nota. Este la revisó y se dirigió a la pareja. "En medio de todo, ésta ha sido una desgracia con felicidad. Nadie salió herido, el edificio está asegurado y lo más importante es que nuestros clientes tienen derecho a una indemnización cuando sufren lesiones físicas o psicológicas o pérdidas materiales. Nuestro seguro cubre todos los daños y, además, les entrega la cantidad de 10´000.000 de dólares como satisfacción por las molestias ocasionadas… Mientras se restaura la suite afectada, ustedes pueden utilizar la suite presidencial del hotel. Acepten por favor todo esto, con mis más sentidas disculpas y gracias por su comprensión".
Sin saber ni cómo ni cuándo, Federico y Soledad contaban con cinco meses para feriarse un fortunón que rondaba los once y medio millones de dólares.
Llegó septiembre y Federico y Soledad, que ya no salían de la suite presidencial porque cada vez que lo hacían ganaban algo, pasaban el tiempo pensando en el modo de librarse de su cuantiosa fortuna.
Un día, mientras ojeaba el periódico, Soledad tuvo una idea. "Mira Federico, en esta crónica dice que este pobre y raquítico caballo será sacrificado porque, viejo y cansado, ha perdido todas las carreras en lo que va del lustro. ¿Qué te parece si lo adquirimos y lo hacemos correr, apostando a él todo el dinero que tenemos?".
"¡Brillante querida; qué bestia, hoy mismo lo negocio y mañana lo ponemos a correr!", exclamó Federico, lleno de nuevas esperanzas.
En verdad que el pobre rocín inspiraba tanta lástima como la que produce un paciente pobre en hospital del Estado. Era flaco y temblaba cuando comía. Una vida entera dedicada a correr, lo tenía extenuado. Parecía presupuesto para la cultura. De ello lo que fuere, esta sería su última carrera; otra carrera aunque fuese para perder, era mucho para él. No obstante, ese era el precio que tendría que pagar si no quería ser sacrificado.
Llegado el momento, el Plumas, que así se llama el pobre jamelgo, fue preparado para la última carrera de ese domingo 13; debía enfrentarse a los mejores de la tarde. Al conocerse de su participación y de la generosa apuesta que hacían a su favor, Federico y Soledad, aficionados y no aficionados, se lanzaron a apostarlo todo en su contra, con la seguridad de llevarse algo de la fortuna de la pareja. Federico, con su poder de influencia, insistió en que la carrera se diera sin límite de vueltas, para que ganase el último de los caballos que quede con fuerzas para arribar a la meta. Conocedor del mal estado del Plumas, estaba seguro que éste sería el primero en desfallecer.
(Por Dios, ¡qué poco conocen Fede y Sole, de Hípica!).
Dada la partida, los caballos empezaron a correr como locos: el Plumas hizo lo suyo y, como recordando viejos tiempos, también corrió guardando sus pocas energías. Las vueltas se sucedieron una tras otra y el pobre animal fue quedando al último. La gente gritaba emocionada y subía las apuestas, notando el creciente debilitamiento del caballo. Sin embargo, la emoción nos les permitió ver el agotamiento que sufrían los otros animales. Poco a poco, los briosos corceles, acostumbrados a aplicar toda su energía en el arranque, para ganar en unas pocas vueltas, se fueron quedando rezagados. El Plumas, aunque lento, mantenía un ritmo y trote constante. El veterano y experimentado animal, guardó su energía en la partida y ahora la utilizaba en contra de sus adversarios; el incomprendido era corredor de segundo tiempo.
El delirante público bajó de tono cuando descubrió que el más lépero de la tarde, casi pisando a sus acalambrados y desmayados competidores, dio solo la última vuelta a la pista.
El público quedó inmóvil; Federico y Soledad palidecieron. El Plumas llegó a la meta por sus propios medios, después de pasear su oxidada hidalguía por el hipódromo.
"¡Huyamos querida!", gritó Federico, lleno de pánico.
"Vamos antes de que nos linchen", complementó ella.
Muy tarde para escapar de su trágico destino.
"¡Enhorabuena!", gritó un viejo con bigotes de brocha, que se decía el presidente del Club Hípico. "Qué estrategia la suya, señores; aplicar al cuadrúpedo en carrera de resistencia. Mis respetos", continuó el bocón, mientras sus socios de afición y, uno que otro compadre, empezaban a aplaudir.
"Permítanme abrazarlos", insistió, mientras los otros daban voces de aliento.
"¡Que vivan!".
"¡Que hablen!".
"¡Que se besen!".
"¡Que canten!".
"¡Que se candidaticen!".
"Que se mueran" (¿He?; a no, eso solo lo pensaron).
Rodeados por la muchedumbre, no pudieron hacer nada. Alguien les entregó el trofeo y un cheque con todo el acumulado de la tarde. Nada más y nada menos, que 89´000.100 dólares.
Llueven las fotos, los sombreros, los aplausos y los insultos de quienes no se resignan a perder. Los aturdidos vencedores fueron arrastrados por el presidente y sus seguidores, al casino del hipódromo, mientras un grupo de aguerridos guardias, amablemente, repartían cuescos y coños, a los colados, lagartos y "24.000 palabras", que en estas ocasiones, nunca faltan y siempre sobran.
Ya en el casino, Federico y Soledad fueron objeto de los más extravagantes halagos, propuestas y brindis, mientras en una esquina, el bigotón, algo mareado por los cocteles, recibía una descomunal patada, al intentar tomarle las medidas al Plumas, con el objeto de inmortalizarlo en un bonsái. No hay que olvidar que fue el bigotón quien sugirió sacrificar al ganador de la tarde, unos días antes.
Al día siguiente, el chuchaqui fue tenaz. Federico y Soledad tenían una nueva mascota, tan famosa como el Rocinante del Quijote y una fortuna frisando los 100´000.000 de porotos. Si no actuaban rápido, se volverían más ricos que un turco que vende telas en Costa Rica, o creo que es en Panamá.
Un día cualquiera de octubre y aburridos, Federico y Soledad salieron a dar un paseo por la ciudad. Sus pasos los llevaron por parques y calles, sin un destino fijo. En determinando momento y sin notarlo, se encontraban frente al edificio de la Bolsa de Valores. En la vereda, dos hombres hablaban, en voz baja, sobre la quiebra de la aerolínea de bandera del país.
"Que bestia ñañito, Ecuatorianita se fue al tacho", decía el primero, mientras sacaba una cajetilla del bolsillo.
"El Estado, loco; el Estado la – ca, brother", completaba el otro.
Federico y Soledad se acercaron, discretamente, para escuchar mejor.
"Sabes que todo el paquete accionario se va a vender a huevo; y no a de faltar algún gil que compre", decía el de allá, mientras el de acá asentía con la cabeza.
"¿Escuchaste eso Sole? –murmuró Federico-; he ahí nuestra buscada oportunidad", agregó.
"Buenos días caballeros; perdonen la molestia, ¿son ustedes corredores de Bolsa?", preguntó Federico.
"Si señor", contestaron ellos.
"Entonces ustedes pueden guiarnos; queremos invertir 100´000.000 de dólares", continuó él.
"Cómo no, encantados", respondieron los aludidos. "¿Por qué no invierten todo su dinero en Ecuatorianita?; en esa cantidad salen todas sus acciones", dijo uno, mientras el otro empezaba a enumerar los activos de la aerolínea: "Quince aviones, cinco cargueros, veinte helicópteros, diez jets ejecutivos, doce edificios, cuarenta sucursales en el país y fuera de él, una hacienda con caballos de paso, a más de cien vehículos con indios y todo".
Era la oportunidad que buscaban. Si Ecuatorianita terminaba de quebrar, como de hecho ocurriría, a no ser por un milagro, Federico y Soledad se encontrarían en la calle y encaminados hacia su plan original.
"¡Dónde hay que firmar!", gritó, entusiasmado, Federico.
"Sígannos, por favor", dijeron felices los corredores, mientras (no sé por qué) se imaginaban ganado caminando al matadero.
Minutos más tarde y con todos los papeles en regla, Federico y Soledad, se convertían en los flamantes propietarios de una línea aérea que no volaba ni con dinamita. "Lo hicimos Sole; ahora declaramos la quiebra y aquí no ha pasado nada", repetía Federico, mientras revolvía las acciones.
Al día siguiente y luciendo su más amplia sonrisa, la pareja se dirigió al edificio de la Bolsa, para declarar la quiebra.
Al llegar, encontraron revuelo. Sin importarles, entraron en la oficina, declararon la quiebra y fijaron en un centavo el valor de cada acción.
"No tan rápido", les dijo un flaco con traje tornasol. "El Gobierno del viejo decapitó a la línea aérea de la competencia; cosas de la política, señores. Algún enemigo del propietario de aquella aerolínea, le puso la cascarita. ¿Qué bestia no?, es la nota de las privatizaciones", dijo el mal nutrido, mientras intentaba removerse un moco.
"¿Y qué con eso?", interrumpió la Sole.
"Nada pues niña, que la otra línea ha sido anulada y todos sus activos, a más de un préstamo no reembolsable de 1.000´000.000 de dólares, le han sido entregados, sin condiciones, a Ecuatorianita para que retome su puesto de líder. Aquí está el decreto y los certificados que confirman lo que les digo y que ahora les pertenece a ustedes como únicos propietarios de la Empresa… Sus operadores se harán cargo de todo… ¿No desean un traguito?", remató el de perfil, mientras intentaba destapar una botella.
En ese instante, entraron dos hombres altos, ocultos los ojos tras oscuras gafas, que escoltaron a Federico y Soledad a una limosina de la aerolínea.
Cuando llegaron a la Matriz, ubicada en las Torres Almagro, había banda de música, camaretas y disfrazados. Hasta el abuelito estaba para recibirlos. Entre abrazos y aplausos, se dio inicio a la farra que duró tres días e incluyó paseo aéreo.
Ahora si se pueden buscar un convento tranquilo en medio del bullicio de Salinas o de Los Ángeles, no importa; el costo del pasaje ya no es problema, ¿si entienden cholitos?
En el penthouse de las Torres, donde ahora se encuentran alojados Federico, Soledad y la Cuqui (¿cómo pueden convivir con un animal?, se preguntará algún aseado), todo es angustia.
El día de su cumpleaños que, por coincidencia, resulta ser el mismo para ambos –y que estas coincidencias no nos llamen a sospecha-, la pareja está triste. Aunque sus sinceros y sencillos amigos del Gobierno, les han organizado una fiesta en Palacio, nada parece alejarlos de aquel sentimiento de frustración que sienten al no poder evitar su desmedido enriquecimiento. En la fiesta, todos hablan de ellos; ellos, de que tomarán uno de sus jets para viajar a las Islas Galápagos. Allí, ocultarán las fundas donde nadie pueda encontrarlas. Ya no harán más inversiones; sencillamente, enterrarán todas sus riquezas y desaparecerán. "Pero ya no digamos más, Fede; cambiemos de tema porque nos pueden escuchar", susurró Soledad, mientras se les aproximaban el Presidente y la Primera Dama, por primera antes que Eva.
A mediados de noviembre, ordenaron el jet para viajar a las Galápagos.
Ya en las Islas y después de un descanso en la suite ejecutiva de la sucursal de Ecuatorianita, salieron en un camión de la aerolínea, para buscar el sitio ideal. Eran las cinco de la tarde cuando lo encontraron. Una amplia caverna de angosta entrada, en un paraje desolado, les brindaba la oportunidad de desaparecer las molestas fundas llenas de riquezas y títulos.
Estacionaron el vehículo a la entrada, bajaron las fundas como quien carga un cadáver y, rápidamente, las ingresaron a la formación rocosa.
"¿Dónde?", preguntó Soledad.
"Allá, tras de esas rocas", contestó Federico, mientras acondicionaba una pala de soldado.
La cocker, que no podía perderse la aventura, ladró y Federico empezó a cavar.
¡¡¡Taaang!!!
"¿Qué fue eso?", susurró Soledad.
"No lo sé, es como metálico", murmuró Federico (Mamiticas, ojalá sea tan solo un OVNI a punto de despegar y desaparecer para siempre).
"Parece la tapa de una caja; no, es una puerta", dijeron los dos a la vez. "Ábrela despacio; toma la linterna", dijo Soledad.
La cocker volvió a ladrar.
"No, mejor no", dijo Federico, recordando su mala pata.
Pero sus palabras fueron interrumpidas. "Ábrala no más", dijo una tercera y desconocida voz.
Federico y Soledad regresaron a ver violentamente. Era un anciano bajito y flaquito, de dulce sonrisa que, con guayabera, bermudas y zapatos tenis, todo de blanco, los contemplaba, tiernamente, mientras se mandaba unas habas tostadas a la postiza.
"¿Quién es usted?", preguntó Soledad.
"Ahora no tengo tiempo para contestarle; abra esa puerta, por favor", insistió el vegetal.
"No tengo por qué hacerlo vejete y deje ser tan entrometido", enfatizó Federico, bastante molesto, mientras la cocker se rascaba y Soledad empujaba las fundas con su pie derecho.
"No se exalte amiguito y haga lo que le sugiero si no quiere verse envuelto en aclaraciones con la Oficina de Asuntos Culturales", continuó el sujeto, sin inmutarse.
"¡A si, ¿y qué nos va pasar? Yo no abra nada!", insistió Federico.
El viejo, entonces, pegó un tremendo chiflido y, al rato, ingresó una pareja. Eran tan delicados como un buque de guerra y no se distinguía el uno del otro, pues los dos llevaban cabellera larga y plateada.
"Son Gunter y Aldegunda, mis asistentes teutones de intercambio", dijo el anciano, sin perder su sonrisa. "Ayuden a abrir la puerta", complementó.
El enorme de Gunter apartó a Federico, mientras Aldegunda tomaba a Soledad del brazo.
"Disculpen mi falta de modales inicial; ahora si tengo tiempo para presentarme correctamente: soy el Embajador Mayoríco Díaz D´Maz, Director de la Oficina de Asuntos Culturales. Creo que ustedes han hecho un gran hallazgo… Abre la puerta Gunter", ordenó el alto funcionario, mientras el gigantón levantaba la cubierta.
"Profesorr, es entrada a cámara secreta. Dentro haber gran cantidad de cajones y objetos de oro, regados por todos lados", afirmó el Gunter, mientras descendía linterna en mano.
"¡Qué bien!, exclamó el viejito. Acaban de hallar el legendario tesoro del pirata Muergan".
"¿No es Morgan?, dijo Soledad, como quien no tiene nada que hacer en el asunto.
"Es Muergan, en español, señorita", reiteró el Director. "No saben el servicio que le han hecho a la ciencia. Ese tesoro tan largamente buscado por intrépidos y audaces exploradores como el becario Carlos Telmito, está avaluado en la bicoca de 18.000´000.000 de dólares (ay, no otra vez). Como ustedes lo han descubierto, tienen derecho a la mitad de ese valor; ¿no les parece grandioso?", concluyó el vejestorio, mientras observaba bajo lupa, uno de los objetos rescatados del fabuloso tesoro.
"No se ofenda pero no nos gustan las cosas viejas; pueden quedarse con ellas. Nosotros nos vamos con nuestra mascota", enfatizó Federico.
"¡Qué modestos!", exclamó el de la Tercera Edad… Glaciar. "Sin embargo, el asunto no es tan fácil, mis jóvenes amigos. Si nosotros denunciamos el hallazgo, el público murmurará de la tejada que le toca a la Oficina y entonces nos tendremos que enfrentar con el mal carácter del Gobernador. No ocurrirá lo mismo, si saben que los descubridores son dos particulares y, encima más, quiteños.
"¿Ven por qué tienen que ser ustedes los que hagan la denuncia?", insistió el Embajador.
"Y si no queremos, ¿qué pasa?", dijo Soledad, bastante irritada.
"Nada; que los obligaremos… Gunter y Aldegunda, acompañen a nuestros díscolos amiguitos ante el Gobernador", ordenó el viejo, mientras se acercaba a las fundas de la pareja.
Automáticamente, Gunter sujetó el cuello de la camiseta Adidas que usaba Federico y Aldegunda marcó a la pobre Soledad.
"Acompáñennos", insistió el viejo, amablemente.
"Así por las buenas, claro", exclamó Federico asustado y en puntillas.
"¡Raus, ecuatorianen untermenchen!, gritó el humanista del Gunter, mientras arrastraba a Federico hacia el vehículo de la Oficina. Tras de ellos, Aldegunda cargaba con Soledad quien, inútilmente, intentaba liberarse pataleando. El viejo iba tercero, cargando las fundas en un trencito minero que nadie sabe de dónde salió. Delante de todos ellos, la cocker daba un salto y se ubicaba al lado del chofer del vehículo de la Oficina. Los Comandos IWIA, mientras tanto, acordonaban el perímetro y ponchaban las llantas del camión de la pareja, para que no pueda ser utilizado por el enemigo.
Federico y Soledad acababan de sumar a sus caudales, la impensable cantidad de 9.000´000.000 de dólares, producto del pago de la incuestionable contribución al conocimiento de la historia infrahumana de las Islas Galápagos. Ni el gringuitillo del Darwin amasó tantos maravedíes con el rollo de las Especies.
En todo caso, perdidas todas las esperanzas, iniciaron el último mes. Tenían una treintena de días para gastar 10.000´000.000 de dólares. Era humanamente imposible. Y pensar que otros planificaban asaltos para obtener lo que ellos tenían sin desearlo. Por ejemplo, a finales de noviembre, una banda conformada por refugiados extranjeros, había robado 20.000´000.000 de dólares, a una empresa petrolera. Al respecto, Federico le decía a Soledad que, con gusto, les entregaría todo su dinero de saber dónde se escondían. "Ni lo pienses Fede; te apuesto que si los encontramos, nos confunden con la policía y nos entregan todo su botín, sin disparar un solo tiro", le decía Soledad, mientras revisaba los documentos del crecimiento inesperado de su empresa aérea.
Pasaron los días y llegó el 31 de diciembre. Con ese día, terminaba su sueño de llevar a buen término el plan. En su desesperación y haciendo un último intento, tomaron todo el dinero, joyas, cuadros, acciones y títulos y los echaron en todas las fundas que encontraron. Embarcaron éstas, en un camión de Ecuatorianita. Aguardaron hasta las once de la noche y vestidos y pintados de negro, se dirigieron al puente que salta sobre el río Machángara. Allí, descargaron el camión. "Que se vaya toda nuestra mala suerte con este año de locos", exclamó Federico, mientras Soledad miraba rodar las fundas. Ahí, estáticos, se quedaron mirando al oscuro fondo de la quebrada, bañado por el río; no cruzaron una palabra. De pronto Soledad reflexionó (¿será cosa del nuevo año?).
"Oye Fede, ¿por qué nos deshacemos del dinero? No lo hemos robado; tampoco hemos hecho daño a nadie, salvo al hotel, que ya lo restauraron con los dineros del seguro. Todo nos lo dieron de buena gana, sin que lo pidamos. Legalmente es nuestro… Olvidemos el proyecto y disfrutemos lo que nos resta de vida con estos caudales".
"En verdad Sole. ¿Por qué hemos de privarnos de sus beneficios, si con la milésima parte de todo ese dinero, podemos concretar el viejo sueño de nuestros días de universitarios, allá en la universidad de los curas?".
Sin meditarlo más, bajaron a la quebrada y, de poco en poco, recogieron todas las fundas que hallaron en medio de la oscuridad. Luego de recargar el camión, se alejaron del desolado lugar, poco antes de que amaneciera.
De vuelta en su departamento y mientras los restos de los "años viejos" de la noche anterior, terminaban de humear, se pusieron a ordenarlo todo. Fue entonces que Soledad notó algo extraño.
"No recuerdo estas fundas, Fede".
"Yo tampoco Sole; deben ser de la basura que los desaprensivos arrojan a la quebrada. Mira qué contienen".
"Es dinero, ¡más dinero, montañas de dinero, Federico!"
"¿No me estás haciendo una pasada?; verás que el Día de Inocentes ya pasó con el 28 de diciembre" –dijo Federico, preocupado.
"No, es verdad Fede", insistió Soledad.
"Haber, deja ver" –dijo Federico-; "pues claro, es el dinero que robaron los refugiados a la petrolera. Son los veinte mil millones.".
"De seguro, los bandoleros lo arrojaron al Machángara en su desesperada huida", replicó Soledad.
Federico tomó asiento, miró a Soledad y le dijo: "¿Sabes cuál es la situación Sole? Tenemos en nuestras manos 30.000´000.000 de dólares".
"¿Lo devolveremos?", preguntó Soledad.
"Ni lo pienses, Sole. Si lo intentamos, de seguro que algún esquizofrénico nos premia doblándonos la cantidad y nombrándonos mandatarios de la República que, con un poco más de mala suerte, la transformamos en un imperio universal de más de mil años" (Ni el Hitler soñó con tanto).
"¡No nos arriesgaremos más!, concluyeron al unísono.
***
Meses después…
Es hora de la cena. En el lujoso comedor del Palacio de Balmoral, en los ex imperiales reinos británicos, los nuevos propietarios Federico y Soledad, se aprestan a brindar un delicioso cariucho quiteño a sus invitados y antiguos propietarios Carlos y Camila.
Desde un costado del novelesco ambiente, se aproxima el mayordomo nubio de nuestra pareja e, inclinándose hacia ella, le comenta en voz queda: "Escarbando en el fino césped irlandés de los regios jardines de Balmoral, Lady Cuqui ha descubierto petróleo, mis Lords".
"¡Ouh nou!"
"¡Ouh yeah!"
MAURICIO NARANJO GOMEZ JURADO
(Retrato en carboncillo por Fernando Molina, 1989)
En el cuarto de siglo que transcurrió entre 1970 y 1995 –entre los catorce y los treinta y nueve años de edad-, las ideas primero y las anotaciones después, vinieron a dar forma a los cuentos que el lector encontró en las páginas interiores.
Inspirado en destellos de mi imaginación, estos cuentos son la materialización de lo que la mente humana puede crear.
En todo caso, su objetivo es el de divertir a los lectores con las imágenes fabulosas que en su momento, me entretuvieron. Valga aclarar que estas narraciones están dirigidas, sobre todo, a los jóvenes adolescentes para quienes no se ha desarrollado mucha literatura desde lo local.
Tiempo y esfuerzo tomaron estas líneas, quedando al final, la grata sensación de haber construido unas narraciones sencillas, divertidas e inteligentes. Sin lugar a duda, son la encarnación, a través de personajes fantásticos, de los alcances y limitaciones del ser humano.
En relación con estos cuentos y su autor, Mónica Carvalho –Gerente General de AMERICAN INTERNATIONAL PUBLISHERS, en carta del 17 de febrero de 1995, anotó que: el relato lleva encerrada una lección moral que llama la atención al lector experto y pone de relieve su profundidad espiritual y su increíble curiosidad por aspectos psicológicos de la personalidad. Estas palabras me llenan de satisfacción, por cuanto descubro en ellas, la realización de mi anhelo de llegar con un mensaje acerca de la naturaleza de nuestro ser.
Espero, sinceramente, que estos cuentos hayan llegado a distraer y por qué no, a inspirar a otros inquietos escritores, como en su momento me ocurrió a mí.
Gracias a los lectores por su interés y deleite. Allí está mi mayor recompensa.
El Autor
Dedicatoria
A mi hija Gabriela Vanessa, para que siempre guarde una fantasía.
Autor:
Mauricio Naranjo Gomez Jurado
Con la inscripción 006599 de 8 de septiembre de 1992, en el Registro Nacional de Derechos de Autor de la República del Ecuador.
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