Ureopa
Durante veinte mil años, desde que América fue poblada por diversos grupos humanos provenientes del Asia oriental, su evolución cultural fue equilibrada. En algunos casos, las tribus sucedieron a las bandas nómadas y los señoríos fueron reemplazados por los grandes estados antiguos. En otros y haciendo gala de una enorme capacidad de adaptación cultural, las bandas y las tribus se sujetaron a las exigencias de su entorno natural, permaneciendo durante siglos y milenios, sin alterar significativamente su forma de vida. Maravillosa capacidad de adaptar el entorno, en unos casos, y de adaptarse a él, en otros, demostraron los seres humanos en América. Esta fue la lógica consecuencia de dos hechos fundamentales: primero, debido a su antigüedad, los inmigrantes asiáticos no trajeron al continente americano modelos culturales desarrollados; fuera de los esquemas y prejuicios extranjeros, crearon sus propios y complejos patrones de cultura. Segundo, el continente guardó independencia geográfica con el resto del mundo, entregando respuestas propias y originales a los problemas locales. Nadie se sintió inferior al medio o subestimó a éste. De aquel equilibrio surgieron sus imponentes obras: conocieron y deificaron a la naturaleza con miras a su protección; desarrollaron el principio del cero; generaron variedades de un mismo cultivo para producirlo en diferentes lugares y momentos; sus textiles no envidiaron a los de otras latitudes; sus caminos no conocieron rival hasta el advenimiento del asfalto. En plena Edad del Hierro, trabajaron el platino; levantaron ciudades flotantes; desarrollaron formidables conocimientos astronómicos que les permitió elaborar uno de los mejores calendarios hasta hoy conocidos y organizaron la primera República en la que no hubo pobres ni desamparados. De este equilibrio matemático, que algunos extranjeros confundieron con el Paraíso de La Biblia, quedan importantes testimonios: "… no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos, porque, por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando", diría en 1550 el cronista español Pedro de Cieza al contemplar las ruinas aun humeantes del antiguo Señorío de los Incas.
En efecto, aquel viejo mundo americano, que parecía gobernado por dioses y no por hombres, al sentir de quienes desembarcando en América creían estar mirando la mítica Atlántida, se estremeció hace siglos, cuando en 1492, hombres de un mundo plano y oscuro, rodeado de enormes y monstruosas criaturas imaginarias, llegaron para juzgar y sancionar las obras de los mejores, ecólogos, agrónomos, matemáticos, artistas, arquitectos, ingenieros, filósofos y políticos, que el mundo había conocido. Entonces, prejuicios ideológicos, religiosos, sexuales, raciales y sociales, fueron impuestos a América: que los indios eran inferiores por que sostenían que la tierra no era de los hombres, sino que éstos eran propiedad de aquella; que ciertas ideologías políticas eran buenas porque eran extranjeras, sin saber que el extranjero que las propuso se había inspirado en formas políticas milenarias nacidas en los Andes sudamericanos; que la civilización americana tenía que ser de origen extraterrestre porque no podía haber sido creada por los indios; etc., etc. Estos y otros prejuicios fueron algunas de las miles de "ideas" que organizaron el nuevo desorden cultural impuesto a través de una instrucción de origen dudoso. Estos "brillantes e iluminados conceptos", propios de filósofos de la Edad de la Piedra, fueron los únicos aportes concretos y duraderos de los hombres de aquel mundo plano y absurdo que vinieron a juzgar las obras y los hechos americanos.
Durante el medio siglo que transcurrió entre la independencia de Norteamérica y Sudamérica, personajes de notable inteligencia y elevada moral, soñaron con la libertad y la unidad del continente como fórmula de solución a los problemas. Sin embargo, una población escasa e incomunicada no podía hacer realidad ese sueño. La independencia se conquistó pero la unificación política tuvo que esperar.
Entre los años finales del siglo XX y la primera mitad del XXI, grandes cambios políticos y económicos en todo el mundo llevaron a los americanos a pensar en la integración para así poder competir con los nuevos y poderosos bloques formados fuera de su suelo.
En el año 2086, todos los gobernantes americanos, reunidos en la ciudad de Panamá, firmaron el Tratado de América. En el documento se recomendaba extinguir las fronteras internacionales dentro del continente, nombrar un Consejo Americano de Regentes, erigir a la ciudad de Panamá como capital de la nueva República continental y unificar bajo un solo mando todas las fuerzas armadas de la región.
Aquellas resoluciones y otras más, fueron recibidas con beneplácito por todos los pueblos. Por fin, América sería un país continente. La unificación política, territorial, económica y militar estaba en marcha. El sueño de muchos americanos se cumpliría. Sin embargo, quedaban aspectos culturales diferentes que eran los que dificultaban el desarrollo y consolidación de la joven República.
Fue entonces cuando un instrumento americano para viajar en el tiempo, se concluyó con éxito. Su aplicación en la solución del problema cultural era básica: si retrocediendo en el tiempo se podía ordenar el proceso histórico de manera que las diferencias étnicas no fueran obstáculo a la unión, la integración total en su presente se facilitaría. Se decidió entonces desarrollar un proyecto para poner en acción esa idea.
Los jerarcas políticos, ayudados por científicos, propusieron una intervención pacífica pero efectiva en el pasado. Su propósito era reordenar los procesos históricos que obraban sobre el continente. Analizadas todas las etapas, se descubrió que la más importante, debido a sus efectos, era la tocante al desembarco europeo en las Antillas a finales del siglo XV. Era en ese momento, pues, en el que debían actuar. Decidieron enviar un equipo científico de su siglo a la Europa del Renacimiento. Su objetivo central enfocaba la posibilidad de asesorar a los regentes europeos del pasado para que desarrollaran en mejores condiciones, el proceso de colonización de América. Por supuesto que no faltaron americanos que se opusieron al proceso de colonización; sin embargo, visto desde un plano objetivo, tal colonización debía efectuarse. ¿De qué otra manera podía entonces existir una América mestiza, si no era permitiendo la llegada de Colón y sus aventureros, a tierras continentales? De interrumpirse ese hecho histórico, la América del siglo XXI dejaría de existir como tal y ningún proyecto americano tendría razón de ser. En tal virtud, la historia tenía que continuar, pero estrechamente controlada desde el futuro.
Ante la magnitud de la empresa, decidieron enviar un contingente militar para que garantizara la seguridad y las acciones de los asesores. Tal contingente debía estacionarse en la Europa del siglo XV y preparar el terreno para la llegada de la cúpula de asesores científicos del siglo XXI.
Fijados los detalles de la "Operación KAYNAMAN" que significa Hacia el Ayer en el idioma quechua, decidieron enviar una gran armada transportando cien mil efectivos, entre oficiales y soldados. Esta armada debía partir de la isla San Salvador, en las Bahamas, y tomar rumbo de las Canarias, siguiendo en sentido opuesto la ruta que hiciera Colón en 1492. La armada que llevaba las mejores muestras de su equipo tecnológico, debía estar el día 11 de septiembre del año 2092, en el punto donde se halló Colón ese mismo día y mes de 1492. De los cien mil efectivos de la armada, sin embargo, solo dos conocían el verdadero objetivo de la operación: el Comandante de la Fuerza de Seguridad y su Asistente en Historia. Llegados al objetivo, debían hacerse, pacíficamente, de la Europa renacentista y, una vez consolidada la protección de aquel territorio, proceder a la transferencia de los científicos asesores.
Los siguientes son los hechos vividos y descritos por la teniente de aeronaval e historiadora de la Operación KAYNAMAN, Cristina Meis:
Agosto 21 de 2092
Este fue un día que no olvidaré. Estando en la Base Guanahani, en San Salvador, el almirante José Sanesteban y yo, fuimos llamados a la ciudad de Panamá. Llegados al Ministerio de la Ciencia, tuvimos oportunidad de escuchar sobre la más extraña e inusual operación militar que ejército alguno haya previsto. Una máquina para viajar a través del tiempo ha sido perfeccionada por nuestros científicos. En ella o a través de ella, cien mil efectivos de guerra seremos enviados a la Europa occidental de 1492, para tomar posesión pacífica de aquella región. Hechos del control y sin ninguna violencia, generaremos las condiciones adecuadas para que un grupo de científicos y, sobre todo, asesores políticos de nuestra época, lleguen al siglo XV y reorganicen el proceso de colonización en América. A pesar de la magnitud de la empresa, únicamente el almirante Sanesteban y yo, conoceremos los detalles de esta operación. El almirante será el Comandante Supremo de la Seguridad y yo, la Cronista de los nuevos hechos.
Ante nuestros gestos de asombro, los del Ministerio aclararon que nuestra participación sería totalmente voluntaria; de no desearlo, nadie podría obligarnos a aceptarla. Como historiadora no podía excusarme de intervenir directamente en mi pasado y sé que el almirante Sanesteban no rehusó como oficial en extremo patriota y disciplinado que es. Nuestras respuestas coincidieron. El flamante Jefe Supremo se encargará de llevar a buen término la operación y yo de escribir las páginas de una nueva historia.
Agosto 24 de 2092
Hoy nos embarcamos en el portaviones "Santa María de los Buenos Aires", anclado en la rada de Guanahani. Mientras tanto, se nos ordena guardar absoluto silencio en torno a la operación; cualquier indiscreción podría delatar el plan y nos expondríamos a la crítica y pánico mundiales.
Septiembre 8 de 2092
Después de la agitación de finales de agosto cuando embarcamos con los efectivos de tierra, mar y aire, la más formidable muestra tecnológica de nuestro siglo, los días siguientes han sido de constante calma. La tropa toma los últimos baños de sol del agonizante verano septentrional en las cubiertas de las naves y por las noches baila y canta, alegremente, en las áreas de recreación de los buques. Los operadores, en cambio, se turnan en las tareas de navegación. El Comandante se ve, extraordinariamente, solitario. Muchas veces lo he visto escurrirse por las bodegas, como queriendo convencerse por sus propios ojos de la realidad de esta misión; otras, lo descubro con la mirada fija en la aurora, como queriendo adelantar los eventos. Es de un aspecto tan noble y sobrio, que todos lo queremos y respetamos.
Septiembre 11 de 2092
A diferencia de los anteriores, este fue un día de siglos. Amaneció con un tibio sol de otoño. Desde muy temprano, me ubiqué en el puente del "Santa María" para asistir, de ser cierto, a nuestro increíble viaje a través del tiempo. Como siempre, hallé al Comandante impartiendo todo tipo de instrucciones. Dijo que todos los miembros de la armada deberían lucir sus uniformes de gala y los capellanes sus sotanas. Después de vestir el traje gris con vivos blancos de la naval, regresé al puente. En los radares no se veían otras naves que no fueran las de nuestra flota. Quizá restringieron la navegación para evitar compañeros de viaje no autorizados, de última hora.
A las 10H00 y cuando todo transcurría con normalidad, algo extraordinario ocurrió. Por espacio de segundos, tuvimos la sensación de hallarnos inmóviles pero conscientes. Cuando el fenómeno terminó y pudimos movernos, descubrimos que los relojes de la armada habían dejado de funcionar. Solucionado el problema, el operador de uno de los radares detectó la huella de tres pequeñas embarcaciones navegando hacia nosotros, desde el sudeste. Miré a Sanesteban y éste, totalmente emocionado, pidió al operador que le proporcionase las dimensiones aproximadas de los tres objetos y el tiempo para avistar. El aludido los comparó con veleros o yates y pronosticó contacto visual en quince minutos. Sanesteban, más inquieto que antes, ordenó que todos los efectivos de la armada, sin excepción, subiéramos a las cubiertas y nos colocáramos en línea de recepción. Cuando salí del puente para ejecutar la orden, Sanesteban me tomó del brazo y, apartándome, me dijo emocionado: "¡lo hicieron, lo hicieron!". Le pedí que se tranquilizara y pensara en sus palabras a los demás, si es que la operación tenía éxito. Pareció no escucharme y, después de dejar a alguien al mando de la nave, bajó. Las guardias empezaron a formarse en las cubiertas, bajo las órdenes estridentes de sus oficiales y hasta los submarinos en superficie tenían gente de gala en sus plataformas, cuando en el horizonte sur oriental se vieron tres pequeños barcos a vela. Me emocioné y corrí gradas abajo para ubicarme al lado del Comandante.
Los minutos pasaban como horas y las pequeñas embarcaciones parecían detenidas por la distancia. Sin embargo y sin darnos cuenta, en un momento dado, estuvieron tan cerca que pudimos apreciar su estructura primero y a sus ocupantes después. Eran –o parecían- barcos y marineros del renacimiento español. El Comandante dio unos pasos y se sujetó a la baranda. No pasaron quince segundos, cuando las pequeñas embarcaciones abrieron fuego en contra de nosotros. La tropa sintió el impulso de contestar, pero Sanesteban ordenó calma. Continuaron disparándonos hasta que entendieron que sus esfuerzos eran inútiles o, quizá, porque agotaron su parque. Ante esa duda, nuestro Comandante pidió que se rellene un traje de buzo para descolgarlo lentamente, desde un helicóptero, sobre la embarcación más importante. Cuando el traje relleno empezó a descender sobre ellos, nadie disparó; solo un hombre intentó herirlo con su espada. Sanesteban, entonces, dio orden de que el monigote fuera retirado. Era evidente que el parque se les había consumido en su inútil intento por enfrentarnos. El Comandante dispuso la toma por asalto de las tres embarcaciones. Nuestros comandos cayeron sobre ellos, haciendo disparos al aire. Los aterrorizados marineros echaron al suelo sus armas y se acostaron boca abajo; esa era su forma de rendirse. Controlada la situación, Sanesteban pidió que el capellán bajara a la embarcación más grande y, en "nombre de Dios", pidiera hablar con el jefe de aquella expedición. Cumplida la demanda, salió un hombre de unos cuarenta años, enjuto, de cabellos blancos y aspecto hosco. Se acercó a nuestro cura y se arrodilló ante él. El buen sacerdote tomó del brazo al hombre huraño y le hizo incorporar. Le señaló hacia el portaviones y el hombre le extendió unos papeles. El capellán volvió a señalar nuestra nave y el hombre dio orden de colocar sus tres embarcaciones junto a la nuestra. Cuando esto ocurrió, las grúas del portaviones tomaron a las naves de madera y las subieron hasta los elevadores. Después, los elevadores las subieron hasta las mecánicas de nuestro buque. Allí, algunos de sus ocupantes se arrojaron e intentaron correr sin rumbo; nuestros hombres los rodearon y el hombre de cabellos blancos les ordenó detenerse.
En formación, Sanesteban, los diez coroneles del Estado Mayor, un centenar de soldados y yo, esperábamos, ansiosamente, a nuestros invitados. Fue entonces que el capellán tomó, nuevamente, del brazo al hombre de cabellos blancos y haciéndolo desembarcar de su nave, lo trajo hasta nosotros. Tras ellos, unos ochenta marineros desarreglados, incluidos los desertores, se nos acercaron. ¡Qué espectáculo tan extraño y maravilloso, a un tiempo! Los nuestros estrecharon el cerco y ya frente a frente, el jefe de los pequeños barcos, haciendo reverencia, se identificó como Cristóbal Colón. Todos estábamos sorprendidos, sobre todo aquellos que no conocían las características de la operación. Recuperándose, Sanesteban me pidió que nos presentara pues yo domino el castellano antiguo. Sin meditarlo dos veces, me acerqué a Colón y, besándole en la mejilla, le pedí que no temiera; le aseguré que éramos sus amigos y buenos cristianos. El olor de su cuerpo me hizo retroceder, instintivamente. De inmediato, me extendió los toscos y amarillentos papeles, explicándome que era comisionado de los Reyes Católicos para buscar un camino hacia el Oriente. Le indiqué que conocíamos de ese proyecto pero que, por ahora, quedaba suspendido hasta que pudiéramos entrevistarnos con sus Reyes. El hombrecillo quiso replicar pero lo interrumpí, presentándole a Sanesteban y pidiéndole que aceptara para él y su tripulación, nuestra hospitalidad y la invitación para retornar a la Península. Sanesteban tomó entonces al hombre y haciéndose entender, lo condujo a la sección de seguridad del portaviones. Allí, intentó explicar a Colón que primero debíamos hablar con su Rey y que de ello dependería el que le permita continuar su viaje en busca del Asia. Incluso le ofreció ayudarlo en su llegada a América.
"-¿América?"-, se extrañó Colón.
"-Sí, América. Un gran continente de ilimitadas riquezas que le ayudaremos a descubrir y colonizar.-", subrayó Sanesteban. Resignados o fingiendo resignación, Colón y sus aventureros quedaron alojados en aquella confortable pero inexpugnable sección del "Santa María".
Después de la merienda y cuando nos disponíamos para ir al casino de oficiales, el Comandante se dirigió a todos y les explicó los pormenores de la operación. Ya en el casino, tuve ocasión de recoger algunas impresiones. La mayoría pareció de acuerdo, mas no faltó un reducido grupo de inconformes. Entendí su postura cuando explicaron que para una tarea de tales dimensiones, usualmente, se solicitan voluntarios. Sin embargo, les dije: "¿no creen que hubiera sido imposible reclutar cien mil voluntarios para una operación de alcance desconocido?"
A las 21H00 y cuando nos retirábamos a descansar, un escueto bando conmocionó a la armada: "A las 19H30, Colón y sus acompañantes fallecieron por intoxicación con alimentos modernos; no hubo nada que nuestro hospital pudiera suministrarles para contrarrestar el envenenamiento".
Mi mente se desconcertó. Ahora temo por las consecuencias futuras de nuestra injerencia en este mundo tan nuevo para nosotros.
Septiembre 12 de 1492
Este día se prepararon y efectuaron las pompas fúnebres en honor al "descubridor de América". Colón, junto a sus compañeros de infortunio y sus tres embarcaciones, fue sumergido en el océano Atlántico, después de unas cortas y emocionadas palabras de Sanesteban.
Definitivamente, nuestra presencia en este tiempo, le restaron la gloria que lo acompañó por 600 años. No obstante, nuestra misma presencia, le ahorraron al continente americano, muchos sufrimientos y dolores. Decidan los lectores, qué fue peor o qué fue mejor, pues yo no sé decirlo.
Septiembre 15 de 1492
Cuatro días después de nuestro arribo al 1492, ya me he acostumbrado a colocar este año en mis anotaciones. No cabe duda que mi diario debe ser uno de los más extraños documentos que hayan existido jamás. En todo caso y siguiendo las órdenes del almirante Sanesteban, continuamos nuestro viaje hacia Europa.
Entre el archipiélago de Madera y el de Canarias, nos enfrentamos a un hecho, sumamente, desagradable. Íbamos rumbo a España, efectuando emisiones periódicas de radio sin ninguna respuesta, cuando avistamos cinco pequeñas naves de la flota portuguesa. Sanesteban ordenó que se las rodeara, cuando empezaron a dispararnos, hiriendo a un oficial de una de nuestras cañoneras. El Comandante, horriblemente irritado, dispuso la destrucción de una de esas embarcaciones y la libertad de las restantes cuatro para que puedan informar en Portugal acerca de nuestro poder de fuego. Le he advertido que su actitud podría causar malestar en Europa, mas parece no importarle.
Septiembre 18 de 1492
Esta madrugada alcanzamos, visualmente, las luces mortecinas de Cádiz. A las 03H00, el Comandante Sanesteban ordenó despertar a su población con haces luminosos de potentes reflectores. Al primer golpe de luz, la pequeña villa se nos apareció sumida en una tranquilidad inquietante. Unos instantes después, sin embargo, una campana empezó a repicar arrebatadamente. En el muelle, decenas de personas empezaron a reunirse para mirar y tratar de determinar el origen de las luces. El Comandante ordenó izar el estandarte de nuestra flota: la bandera rectangular de fondo azul marino, dividido en cuatro campos iguales por una delgada cruz de tono azul turquesa, representación estilizada de la Cruz del Sur (es que, salvo esta operación, usualmente esta flota navega por los mares del Sur).
"Cuando la miren, se tranquilizarán –dijo Sanesteban-; sabrán que somos cristianos".
Dicho esto, volvió a perder la vista en los relieves y claroscuros de la humilde villa. No fue hasta bien entrada la mañana, sin embargo, que las primeras embarcaciones españolas se echaron al mar para acercársenos tímidamente. A las 11H00, estábamos rodeados por decenas de minúsculos navíos emplazados a prudente distancia. En el puerto, en cambio, había un público curioso e inmóvil. De haber existido, el Doctor Gulliver se hubiera sentido como yo ahora. Cuando empezábamos a sentir nerviosismo por aquel curiosear silencioso e intransigente, una embarcación pequeña, pero mejor decorada que las demás ("cascarilla de nuez bien pintada por un niño", al decir de una de las guardias), salió del puerto y se dirigió, perezosamente, hacia nosotros. Hicimos señales con banderas de aviso, para que se dirigieran hacia nuestra Capitana, el portaviones "Santa María de los Buenos Aires". Al aproximarse, descubrimos a un grupo de personas lujosamente ataviadas. Sanesteban ordenó la formación de una comitiva para recibir a los distinguidos personajes, en el supuesto de que estos desearan abordar nuestra nave. El capellán, luciendo su oscura sotana, apareció por una de las salidas del "Santa María" y amplificando su desusado latín con un megáfono, invitó a los de la lujosa embarcación. Ellos se acercaron y un puente fue tendido entre las dos naves; entre las dos épocas, para decirlo mejor. Por él, pasamos el Comandante, el capellán Ortega, diez soldados y yo. Una vez llegados al pequeño barco, un hombre viejo se acercó y besó la mano del capellán, mientras musitaba algo en latín; hizo después una extensa venia y, retirándose, se identificó como el alcalde de Cádiz. Sanesteban, removiendo de la muñeca izquierda su reloj, lo colocó en la del anciano administrador, diciéndole, por mi intermedio, que en nuestro país aquello era señal de gran amistad. El ingenuo alcalde miró el reloj y, maravillado, agradeció al Comandante. Acto seguido, tomó un pesado collar de metal y piedras preciosas y lo echó al cuello de Sanesteban, besándole luego sus guantes. Finalmente, tomó la espada del capitán de su guardia y se la entregó a Ortega, explicando que aquello era símbolo de que aquella espada jamás sería utilizada en contra nuestra. El sacerdote le agradeció y Sanesteban, abrazando al alcalde, le suplicó autorización para desembarcar fuerzas al sudeste de Cádiz. El buen anciano aceptó la petición y nos invitó a la cena donde, dijo, estarían los personajes más distinguidos de la población. Agradeciéndole, regresamos al portaviones.
A las 14H00, Sanesteban despachó a tierra un batallón de mil efectivos a las órdenes del capitán Peterson para que instale una cabeza de playa, en un punto bien protegido de la costa y a dos kilómetros del pueblo.
A las 20H00 y cuando la noche densa había caído sobre la inquieta Cádiz, vestidos con nuestros mejores uniformes, Sanesteban, el capellán, los coroneles del Estado Mayor y yo, armados fuertemente pero con discreción, en compañía de un pelotón de diez comandos, subimos a la lancha del almirante y nos dirigimos a puerto. Adicionalmente, embarcamos gran cantidad de encendedores y linternas de bolsillo. Cuando desembarcamos, nuestra comitiva y la del alcalde, sufrieron en el avance; una muchedumbre de gesto estúpido, hizo penoso nuestro camino al intentar tocarnos. Ya en el palacio del alcalde, las personalidades locales nos fueron presentadas. Era un grupo multicolor de asombradas personas que nos preguntaban con la mirada pues, evidentemente, no se animaban a hablarnos. Sus rostros de expresión tonta consiguieron ponernos nerviosos. Para entablar una relación más equilibrada, Sanesteban, ayudado por uno de nuestros guardias, empezó a obsequiar las baratijas; parecían niños cuando hallaron el modo de encender las linternas y los encendedores. Todo el ambiente, escasamente iluminado por velas y antorchas, pareció adquirir otra dimensión cuando lo inundaron los rayos de luz de las linternas y las llamas quebradizas de los encendedores. Hubo música y bailarines que alegraron nuestra permanencia. Abundante vino y comida sin sazón, también hicieron acto de presencia. Tocándonos la oportunidad, les invitamos algo de nuestro irritante ají. Después de probarlo, no quedó botella de vino en pie. Al cabo de poco tiempo, empezaron a hablar en voz alta, primero, y a reír y discutir, después. En ese momento nos retiramos, no sin antes despedirnos del gentil administrador, suplicándole nos obsequiara siempre con su afecto. Así lo prometió y nos marchamos en paz.
Al salir, dos de nuestros guardias intentaron explicarnos, en medio de risas, cómo asustaron a algunos curiosos, con el humo de sus cigarrillos. Esas son las reacciones que genera este encuentro de dos mundos que no podrán entenderse jamás.
Al regresar al "Santa María", Sanesteban dispuso que la armada se dividiera en dos cuerpos: el primero, dirigido por él y el segundo, por la coronel Lartes. La flota al mando de Sanesteban, avanzará hacia Barcelona en busca de los Reyes Católicos; la de Lartes, hacia Lisboa para que la coronel se entreviste con Juan II de Portugal.
Septiembre 30 de 1492
En estos últimos días me he convencido que nuestra operación no alcanzará el éxito esperado. La violencia y no la concordia, marcan los pasos de nuestras acciones. Un ataque de los portugueses contra la guardia del palacio de la coronel Lartes en respuesta a la destrucción de una de sus unidades navales cuando nos aproximábamos a Europa, fue el pretexto para que se detenga a Juan y su familia. Todo eso ha generado un ambiente de aversión en Portugal. Pero, más grave aún, la actitud de Sanesteban frente a estos hechos. En vez de ordenar la libertad inmediata de la familia real, ha dispuesto la ocupación militar del reino lusitano y la conformación de un gobierno interino a más del traslado del Rey Juan y su familia, a un lugar seguro y secreto. Posiblemente, a la sección de seguridad de uno de los portaviones de la flota de Lartes.
Sumado a lo anterior, nuestro fallido intento por hablar con los Reyes de España. Llegados a Barcelona, nos dirigimos al palacio donde los monarcas residían. Allí, intentamos dialogar con ellos, pero fue imposible. Preguntaron por nuestro lugar de origen y los fines que perseguíamos; luego, indagaron por nuestro desembarco de tropas en Cádiz y, finalmente, por la suerte que correría el monarca de Portugal y su casta. Sanesteban intentó explicarles que veníamos de un lugar y tiempo diferentes. Ante la duda de estos, Sanesteban tomó un libro de historia tratando de que comprendan el porqué de nuestro viaje. Fernando –mal llamado El Hermoso- tomó el libro y lo ojeó, para después estrellarlo contra el suelo, acusándonos de ser grandes Magos y emisarios del demonio. En ese instante, su guardia intentó agredirnos. El pánico se apoderó de los cortesanos y los nuestros de los Reyes Católicos. El trajín y el griterío fueron tales, que no pude controlarme y comencé a disparar contra todo el que venía hacia mí. Fue tal la tensión, que un soldado tuvo que ayudarme a soltar el arma después de concluida la furiosa batalla. ¡Todo esto fue cruel, espantoso e innecesario! Había cortesanos muertos por decenas. Sus Altezas habían perdido el habla y su color natural, mientras eran arrastrados, por nosotros, hacia un vehículo. Durante la refriega y la salida de la población, nuestras fuerzas descargaron tal ataque que, incluso en la noche y desde la flota, podíamos mirar las explosiones reflejadas en el cielo y escuchar el tableteo de las armas automáticas de los comandos que quedaron para pacificar al pueblo.
Nuestras quejas y súplicas, no han conseguido que el Comandante detenga el ataque y libere a los prisioneros. Todo lo contrario, ha ordenado la invasión de la península Ibérica, la deportación de todos los nobles hostiles a la isla Formentera y el reclutamiento de muchachos de ambos sexos para integrarlos a nuestras fuerzas. "Esto –ha dicho Sanesteban-, refiriéndose a los últimos-, tiene dos ventajas: una, separar a los jóvenes de los vicios de los viejos; dos, contar con gran cantidad de reclutas para garantizar nuestra intervención en Europa".
Octubre 21 de 1492
Muchos nos hemos convencido de que Sanesteban ha perdido la objetividad sobre el proyecto original. En estas tres últimas semanas, la ocupación de la península Ibérica se ha concretado. Así mismo, pretextando los ataques piratas a Chipre y Sicilia, ha invadido el norte de África y capturado la zona petrolífera. Con eso ha logrado mucho combustible para nuestros aparatos, a más de que los turcos declaren la guerra y hostiguen, permanentemente, a nuestras guarniciones establecidas en su territorio.
Por su parte, ha iniciado la ocupación de las islas Británicas con el apoyo de Carlos VIII de Francia. A través de este absurdo plan, lo que ha logrado es la muerte de Enrique Tudor y el desarrollo de guerrillas en buena parte de las islas. Ha entregado el mando de Francia e Inglaterra al coronel Enríquez, después de haber acusado de conspirador a su antiguo aliado Carlos VIII, quien ha sido depuesto y encarcelado.
Con la orden de anexar Francia a su plan de intervención, de derrotar a las guerrillas inglesas, de controlar a los turcos, de ocupar el norte de Europa hasta Varsovia y de poner tras los muros de un edificio que ha acondicionado para el efecto y que, pomposamente, ha bautizado como la Sabina de Formentera, a todo noble y eclesiástico rebeldes, en este momento, nos dirigimos al Vaticano.
Octubre 26 de 1492
Esta mañana entramos en Roma, ante el pánico de la población. Ya en el Vaticano, nuestros efectivos cubrieron las mejores posiciones para evitar que la guardia papal nos sorprenda. Con Sanesteban, el capellán y el coronel Egüez, ingresamos a la residencia del Papa Alejandro VI; pero éste demoró en presentarse y nuestra espera se hizo larga, hasta que, finalmente, apareció rodeado de sus cardenales. Primero en latín y luego en un castellano muy antiguo y difícil de comprender, nos dio una fingida bienvenida. El capellán agradeció en nombre de todos y pasó a presentar a Sanesteban como el Comandante de un proyecto de inspiración divina. El Papa, sin mirar al pobre capellán, sonrió.
"¿Qué proyecto divino es este que pone en cadenas a príncipes cristianos?", preguntó, con sorna, a sus cardenales.
Sanesteban, entonces, con fingida moderación, dijo que por razones de seguridad, esos reyes serían nuestros huéspedes hasta que entendieran el carácter del proyecto.
"¡Qué proyecto es ese!", gritó el Pontífice.
"Es una idea brillante concebida por hombres de buena voluntad que viven en el siglo XXI y que, únicamente, anhelan garantizar la paz y la concordia en el futuro", replicó en mal tono, Sanesteban.
"El futuro, el futuro" –musitó el Papa. Después, colocándose de espaldas a nosotros, añadió como pensando en voz alta: "el único futuro que le queda al hombre es el cielo o el infierno".
"Con nuestra ciencia podemos adelantar el cielo o el infierno –dijo el Comandante-; coróneme emperador del mundo cristiano y yo llevaré la fe al mismo infierno".
Todos palidecimos. ¡Sanesteban emperador! Era sencillamente ridículo. Había perdido la razón. El Pontífice, por su parte, perdió el color, mientras los cardenales murmuraban no sé qué entre ellos. Después de semejante oferta, Alejandro VI señaló a Sanesteban con un dedo y, acercándose lentamente, le contestó en latín que él, Rodrigo Borja, el Sumo Pontífice, jamás pondría en manos del Anticristo el gobierno del mundo. Fuera de sí, el Comandante llamó a gritos a los guardias y lo hizo arrestar. Luego y a viva fuerza, logró que los cardenales nombraran Papa a nuestro capellán. La noticia corrió por Roma: ALEJANDRO VI, NUESTRO AMADO PONTÍFICE, AGONIZA; ANTE LA CRISIS Y LO DELICADO DE LA SITUACIÓN, UN NUEVO PAPA HA SIDO NOMBRADO. El capellán Ortega, más aturdido que el resto del mundo, se convirtió, así, en Pío III.
Luego de todo eso, Sanesteban se hizo coronar Emperador de Occidente y fue nuestro pobre "Pío III", quien colocó los laureles en su cabeza. ¡Qué bochorno! Y pensar que hace dos meses escasos, era un ejemplo de cordura.
Pasado su minuto de gloria, el Comandante ordenó a Egüez concentrar fuerzas en la península Itálica para ocupar la Europa central y arrebatarle a Turquía sus posesiones yugoslavas y griegas. Me ha pedido, en tono paternal, que acompañe al coronel Egüez, para que, como historiadora, cuide y realice un inventario del patrimonio del continente.
Diez meses después…
Agosto 20 de 1493
El tiempo pasa lento y, en ocasiones, me vienen deseos de volver a mi patria y a mi tiempo. Sin embargo y a pesar de la locura de Sanesteban, sé que los pocos cuerdos que aún quedamos, debemos continuar trabajando por el proyecto original. Casi a un año de haber llegado a este mundo, Sanesteban se ha extendido sobre toda Europa continental e insular hasta el río Volga, por el oriente, y sobre África, en todos aquellos países al norte del Trópico de Cáncer. Ahora, con los turcos fuera de Grecia y Yugoslavia, pretende atacar Constantinopla. No obstante, ha hecho un alto en sus conquistas y se ha dedicado a organizar su extenso imperio.
Porque el descontento apareció entre sus diez coroneles, dividió el territorio en diez gobernaciones para entregarlas a éstos. Las capitales de gobernación se asentaron en las poblaciones de Lisboa, Roma, Túnez, Cairo, Atenas, Viena, Francfort, Bergen, Kiev y Moscú. Para su corte ha reservado Barcelona.
A medida que recluta jóvenes para el ejército, Sanesteban ha dispuesto de una enorme fuerza laboral para construir carreteras, aeropuertos, guarniciones, hospitales y urbanizaciones; comenzar factorías de diverso índole y mantener un sistema eficiente de apoyo a nuestras fuerzas armadas. Esto tiene un lado bueno, pero fundamentalmente, ha sido nocivo porque los chicos, alejados de sus hogares, aprenden todos los vicios de los soldados que, aunque pelearon arduamente, hoy viven relajados. Adicionalmente, el usar trajes de tela sintética, consumir alimentos precocidos, fumar, beber y habitar en edificios limpios y de diseño moderno, ha traído, en muchos casos, graves enfermedades físicas y psíquicas. Algunos han escapado de los cuarteles y, ante la imposibilidad de volver a sus pueblos y ranchos de origen, se han dedicado a vagar por los bosques asaltando a nuestras caravanas y patrullas, robando en las poblaciones y casas apartadas e, incluso, vendiendo armas robadas a nuestros enemigos. De esto último ha surgido un comercio clandestino de armas que, en manos de nuestros adversarios, nos dan mucho que hacer.
A pesar de los sustos y sobresaltos originales, hoy, en toda Europa, se fuma tabaco cultivado en las Canarias. A pesar de no tener la calidad del americano, es muy apetecido por las personas que han empezado a imitar de nosotros, no solo esta costumbre, sino también, la forma de vestir, peinar, hablar y hasta reír. De alguna manera, hemos retomado la vida civil y muchos de los nuestros se dedican a establecer consultorios médicos, asilos y escuelas para ayudar a una población ignorante, enferma y miserable y sin ninguna luz de civilización, a salir del subdesarrollo. Es gente desarreglada que debe aprender modales.
Otros, a diferencia de Sanesteban, han enloquecido, pero por causas buenas. Hace unos meses, un grupo de oficiales y soldados mestizo-negros, viajó al África ecuatorial. Algunos mercaderes que llegan a Túnez o el Cairo a negociar con la tropa, les han contado que este grupo de idealistas ha formado todo un gobierno civilizador en medio de aquellas naciones y benefician con nuestra tecnología y conocimientos, a las tribus y señoríos que se les suman.
Por mi parte, durante estos meses he recorrido casi todo el territorio conquistado por Sanesteban. A veces como cronista, otras, comandando grupos de asalto o de control, he conocido lugares y, sobre todo, personas que para mí vivían solo en los libros. Por ejemplo, estando en Valladolid a comienzos de 1493, conocí a Tomás de Torquemada. Es un hombre enérgico a pesar de sus setenta y tres años. Cuando hablé con él, estaba enfadado porque Sanesteban había ordenado, a través de su Papa, el fin de la Inquisición. Primero justificó la necesidad de esa Hermandad, mas como notó que yo nada no podía hacer, pasó a preguntarme por nuestras creencias. Le conversé de cómo en muchos otros aspectos, la religión se había vuelto sumamente personal y privada.
Le dije que las personas, cualquiera sea su origen, pueden llegar a creer o no creer en algo, con total libertad.
Quería que entendiera que lo que ocurre con nuestra religiosidad, sucede igualmente con la política, la nacionalidad o el sexo. Que viviendo con una obligación lo único que se obtiene es el engaño y la traición a los ideales; que las personas deben querer lo que tienen para poder luchar por ello. Él me preguntó, entonces, si en los vicios y liberalidades que hemos traído, existe algo de ese humanismo, porque no podía entender de qué otro modo aceptamos este tipo de actitudes que no solo hunden a la persona, sino también a la sociedad.
Le respondí que el ser humano es de naturaleza imperfecta, de ahí, su necesidad de conocer lo bueno y lo malo.
De esta manera, pasé discutiendo durante horas y días, con este dominico cuya personalidad se aleja bastante del concepto que de él me había formado durante mis días de estudiante en la Facultad de Historia.
Así es este nuevo mundo que ha empezado a formarse a partir de nuestra llegada.
Septiembre 9 de 1493
Por orden de Sanesteban, he viajado a Barcelona para escuchar las palabras más necias. Sospecha de la lealtad del buen coronel Egüez y cree que este destacado oficial puede estar en conversaciones con los reyes y príncipes que Sanesteban tiene cautivos en la Sabina. Adicionalmente, piensa que esos príncipes y el mismo Egüez, están levantando los ánimos de la población en contra suya. Por lo tanto, ha tomado la enfermiza determinación de enjuiciar a todos sus rehenes bajo el cargo de "Crímenes contra la Historia y la Cultura de América". De este modo, se ha convertido en otro Pizarro. Le he dicho que todo eso es absurdo y que ese no era el proyecto original.
Jamás –le he dicho- me prestaré a semejante crimen.
Y dado que estoy en contra suya, ha dispuesto que me haga cargo del destacamento de cien efectivos de las Canarias. En realidad, me ha confinado por no acatar sus procedimientos.
Septiembre 30 de 1493
Aquí, en Canarias, no soy más que una prisionera de mis subalternos que, bajo el pretexto de cuidarme, controlan todos mis movimientos. En el continente europeo, todas son malas noticias. En juicio sumario, el tirano Sanesteban ha condenado a muerte y ejecutado, a los más destacados hombres de la nobleza y realeza de Europa y África. Según él, porque éstos tuvieron mucho que ver en la agresión europea contra América; para mí, porque él no puede arriesgarse a tener competidores para su trono. En todo caso, las reacciones no se han hecho esperar; la población nativa, en su gran mayoría, ha conformado movimientos de resistencia y han empezado a atacar a nuestros efectivos. Por su parte, los turcos han aprovechado de la situación y presionan sobre la frontera sur oriental, intentando desalojar a nuestros soldados.
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