Desde antiguo, se caracterizó a la filosofía o deseo de saber, por esta admiración, filosofar es admirarse. Lo vemos ya al leer los primeros párrafos del primer capitulo de la METAFÍSICA de Aristóteles. Este pensador griego del siglo IV a.C. intenta ofrecernos una descripción de la filosofía fundamental. El hombre, a diferencia de la bestia, conoce la experiencia que brota del manejo técnico de las cosas. Y razona sobre los fenómenos que percibe. La filosofía se encarga de preguntar el sentido y el porque de todo eso. La admiración – como acentúa Aristóteles repetidas veces – es lo que da impulso a la filosofía. Así que disponer de la filosofía en un privilegio más que humano (980ª21 – 983ª23).
Esta misma idea la encontramos ya en el maestro de Aristóteles, Platón. En un famosos pasaje de su dialogo TEETETO (155C), hace él que Sócrates establezca relación íntima entre la admiración y la filosofía, y presenta él a la admiración como un mensajero de los dioses. Y en otra parte, en el SIMPOSIO, atribuye a la filosofía un papel en las relaciones entre los dioses y los hombres. También Platón cree que esta en juego algo más que humano cuando se ejercita la filosofía. Y la persona que, en el dialogo mencionado en primer lugar, está hablando con Sócrates, describe su experiencia de esta admiración como un sentimiento de vértio. Realmente, en la admiración propio del filosofar, el hombre se orienta hacia una perspectiva que da vértigo. Realmente, en la admiración propia del filosofar, el hombre se orienta hacia una perspectiva que da vértigo, a una perspectiva que se revela dentro de la evidencia rota.
El preguntar filosófico es la actitud por la cual el hombre adquiere distancia de lo cotidiano. Y la adquiere precisamente al dedicarle mayor atención. En todo ello queda comprometido el hombre que se admira, ya que este – al preguntarse – se cuenta por lo que sobrepasa la cerrazón factual de su existencia. El sustantivo "filosofía" o el verbo "filosofar", los encontramos ya en la primitiva literatura griega ().
Tuvieron al principio el significado de contemplar las cosas con atención e interés. Mas tarde este termino significa principalmente el reflexionar sobre estas cosas y también la meditación acerca de las cosas elevadas.
El filosofo Heraclito (hacia el 500 a. C.) emplea ya la palabra "filosofo" (frag. 35), pero hace notar al mismo tiempo que solo a la divinidad se le puede llamar "salva" y "conocedora" (frag. 32), más tarde Platón enunciara esta misma idea, con mayor énfasis aún: los dioses no son filósofos, por que poseen la sabiduría. Únicamente el hombre desea la sabiduría, porque nunca la podrá adquirir por completo.
Así que el conocimiento filosófico brota de la experiencia cotidiana y del trato con los hombres y las cosas. Como tal, el filosofar se realiza en medio del acontecer ordinario. Y, por su esencia, permanece ligado con la reflexión cotidiana. Por eso, la filosofía no tiene propiamente un comienzo. Hace miles de años, encontramos ya reflexión filosófica entre los chinos y los indios. Mientras que la reflexión filosófica, como ocupación independiente y por el gozo de adquirir inteligencia, la encontramos en el ámbito de la cultura griega del siglo VI a. C. Pero, en el fondo de las cosas, toda experiencia humana tiene una perspectiva filosófica. Inversamente, toda problemática filosófica, por abstracta o universal que sea, y ora se refiera al hombre ora al ser, está engarzada en el que indaga, el cual se halla en medio de la experiencia diaria y de la historia humana.
Por eso, la filosofía no conoce el cero absoluto. No comienza nunca con una pizarra limpia, con una tabula rasa, si no que en ella se encuentra siempre en camino el hombre filosofante. Karl Jaspers, un filósofo actual de la existencia, formula esta misma idea al comienzo de su obra principal que se titulo Philosophie. En la filosofía, dice Jaspers, ocupan el primer plano las preguntas últimas: ¿Qué es el ser? ¿Quién soy yo? Sin embargo, con tales preguntas no se halla uno nunca al principio, continua Jaspers. Él filosofo, que viene de un pasado, que vive dentro de una cosmovisión determinada, este filosofo, el hombre, plantea esas preguntas desde su propia situación. Aunque me encuentro entre el comienzo y el fin, a los que yo nunca podré abarcar, planteo la pregunta acerca del comienzo y acerca del fin. La situación humana no será nunca una situación terminada, y por eso, el filosofar, que brota de esa situación, no llegara jamás al fin. Como tampoco podríamos señalar nunca un comienzo absoluto.
El conocimiento filosófico y el conocimiento procedente de la vida cotidiana son inconcebibles sin el lenguaje. En toda palabra nace algo de admiración. En las palabras humanas, las cosas y los acontecimientos adquieren si fisonomía movible, la cual no llega nunca a un perfecto acabamiento, mientras las voces humanas palpen y marquen su impronta sobre las cosas, y mientras los labios infantiles estén anunciando sin cesar – con una renovación constante – los hallazgos del lenguaje.
El hombre es definido desde antiguo por los pensadores como el ser que está dotado de lenguaje (animal rationale, ser racional: definición que procede de la expresión griega : un ser dotado de palabra, de razón, de lenguaje). El término griego logos indica, entre otras cosas, el sentido de una acción o de un gesto, lo que se dice de una cosa, de un relato, de una palabra, de una estructura. Logos, por tanto, señala al hombre que dice algo sobre aquello que le rodea. De ahí que los pensadores griegos hablen, al mismo tiempo, del logos del hombre (palabra, razón) y del logos del mundo (significación, estructura del cosmos, sentido). Logos es hablar –en-relación-con-algo. Y, por tanto, es "acomodarse a", "escuchar", por que se esta indicando al mismo tiempo la expresabilidad de la realidad.
El hombre es hombre sólo por el lenguaje, como dijo Wilhelm von Humboldt, el gran pensador acerca de la esencia de la palabra y del lenguaje. Únicamente por el lenguaje llega el hombre a hacerse consciente de su mundo. El lenguaje es otra cosa y más que los sonidos o las señales emitidas por el animal. En el lenguaje se encierra algo y se revela algo.
El lenguaje tiene intencionalidad, mira hacia una realidad con significado. Tan sólo cuando podemos nombrar a las cosas, es cuando ellas adquieren su rostro y cuando nosotros podemos instalarnos en este mundo expresable. La palabra hace que la realidad sea nuestro mundo.
El hombre no puede entrar directamente en el mundo, irrumpiendo mecánicamente en él o situándose en él con su instinto vital. El hombre necesita el símbolo del lenguaje, necesita la palabra. La palabra es nombrar, explicar, interpretar. Vivir conscientemente, pensar, existir espiritualmente, todo eso lo puede hacer el hombre únicamente expresándose acerca de la realidad, entrando en ella con facundia.
Las cosas y los acontecimientos no representan para el hombre lo que pueden ser para el animal. En su propio lenguaje, el hombre tiene que hacer esas cosas respondan a un sonido articulado; las cosas son únicamente en los nombres que él les da, desde el momento en que aplica su atención auditiva.
El hombre es lenguaje. La palabra caracteriza su modo de existencia. Ésta es algo así como un diálogo que nunca termina. Con las palabras el hombre se vincula a las cosas, llega a hacerse consiente de ellas. Pero también se distancia de las cosas. Las palabras cambian rápidamente; las indicaciones de la esencia se modifican rápidamente aunque las palabras sigan siendo las mismas. Las palabras son ambiguas, se pueden tomar en muchas acepciones: el lector no lee siempre lo mismo que escribió el escritor.
El niño escucha el lenguaje de manera distinta a como lo escuchan los adultos. La palabra tiene gran libertad de movimiento: puede ser trasladada a otras cosas; tenemos entonces la metáfora. Éste lenguaje figurado puede ser engañoso, puede incluso sugerir realidades que no existen. Pensadores muy diversos, como Berkeley y Max Müller (un pensador del siglo XIX, acerca del lenguaje), y también los neopositivistas modernos han llamado la atención sobre ese punto.
Algunos, con Nietzsche, han dicho que el hablar era mentir. Por otro lado, la mayoría comprenden que – en cada palabra – se halla encerrada ya la imagen. Un lenguaje totalmente exacto, que fuera reflejo perfecto de los hechos, no existe. La palabra es, ni más ni menos, una distancia con respecto a los hechos, un distanciamiento peligroso, ¡ qué duda cabe!, pero imprescindible para la interpretación del sentido. Es la distancia que hace precisamente que los hechos sean el dato factual. El hombre, con su lenguaje, es el exegeta de la realidad, aunque en el ejercicio de esta función le amenacen la mentira, la ilusión, la hipostización(= el conceder realidad a algo que solamente existe como concepto), en una palabra la idololatría o latría de las imágenes.
La palabra es la formación de una imagen, y con ello es también acción. Por medio de las palabras puede alterarse el mundo circundante. Con sus denominaciones el hombre penetra en la realidad, hacia una dirección determinada. Explicar es, de algún modo, interpretar. La palabra sale al campo del mundo. Toda palabra esbozada, ordena y con ello define, delimita. En su lenguaje, el hombre hace algo con el mundo. Porque la palabra no es una constatación objetiva, sino un agudizar, un definir, un valor, más aún, la medida de un valor.
El lenguaje indica siempre un mundo comunitario. No se trata del hombre, sino de los hombres que hablan el lenguaje. La palabra significa contacto entre los hombres, comunicación (véase el capítulo xiv). Con el lenguaje el hombre se halla en el seno de la comunidad, se halla en comunicación incluso con generaciones anteriores. El leguaje es el recuerdo de la humanidad (Lavelle). La vida cotidiana y la reflexión filosófica, la evocación poética y la anotación logística se compenetran mutuamente en el matizado lenguaje humano. Por medio de las palabras, incluso el mundo circundante recibe el sedimiento de la labor del pensamiento a través de los siglos.
El hombre está caracterizado por la palabra. Su mundo es un mundo de lenguaje. Y, por tanto, está poseído por la esperanza y la desesperanza, por la verdad y la mentira, por la gracia y la culpa, que dan rumbo a su existencia. De ahí que el mundo no sea nunca un mundo natural, inmutable e incoloro, sino un mundo constantemente renovado, un mundo al que hay que interpretar: el mundo de la cultura.
Cuando los griegos, para designar a la "luna", utilizan una palabra que está íntimamente relacionada con "medir", y cuando los latinos utilizan otra palabra que tiene conexión con "lucir2 (ejemplo tomado de von Humboldt), hallamos entonces aquí dos aspectos distintos de la luna.
Cuando el griego del siglo VII utiliza para designar el "cadáver" la misma palabra que los griegos que vivan posteriormente han de utilizar para designar el "cuerpo" (ejemplo tomado de B. Snell), entonces vemos que aquí se ha modificado la concepción de la vida. Cuando determinadas lenguas bantúes señalan un momento de tiempo haciendo referencia a la distancia temporal y no al pasado o al futuro, y emplean por tanto la misma palabra para decir "ayer" y "mañana", y otra distinta para decir "anteayer" y "pasadomañana" , etc. (ejemplo tomado de H. P. Blok), entonces ahí tenemos una indicación de que se trata de una vivencia del tiempo orientada de manera distinta. Cuando una lengua esquimal posee muchas palabras para designar a una sola clase de foca, según que ésta vg. Esté nadando o esté echada sobre un témpano de hielo, tomando el sol, entonces encontramos allí – evidentemente – un mundo articulado de manera distinta: un mundo que esta relacionado con la caza.
Así que el lenguaje es el close-up (una toma en "primer plano") de aquellos aspectos de la realidad que están relacionados directamente con la forma de la existencia, con la manera de vida, con el campo de los intereses de la época, y con el sector cultural.
Cada lengua lleva implícita una visión del mundo, una valoración e interpretación del mundo, que está íntimamente relacionada con la concepción del mundo y la orientación de la vida. El lenguaje "significa" (es señal indicadora de) la correlación entre el hombre y la realidad. En la palabra, la inagotable riqueza de cosmos encuentra su revelación y apertura dentro de la orientación existencial del hombre.
La filosofía como radicalización
La experiencia cotidiana del hombre no es una generalidad. Va cambiando según los tiempos y lugares. Es una experiencia común para todos los que viven dentro de una misma situación histórica, y llevan la impronta de una cosmovisión dada y de una estructuración social. Es decir, la experiencia cotidiana es también una experiencia personal, es distinta para ti o para mí.
Hay gran diferencia entre los distintos periodos culturales. El hombre primitivo, aunque esto sea propiamente una generalización ilícita, vive en medio de un intercambio espontáneo y evidente con los poderes que dominan el mundo que hay dentro de él y fuera de él. El hombre primitivo no se conoce a sí mismo como individualidad, sino que vive desde la comunidad tribal. El mundo interior y el mundo exterior confluyen el uno en el otro.
El "alma" del hombre primitivo puede habitar a veces en un árbol. Y el mundo de las plantas se reproduce en las entrañas de él. Lo material y lo espiritual no está aún diferenciados. El griego vive en la pequeña comunidad política y social, desde la cual él contempla el mundo que hay derredor. Tiene la pericia de la artesanía y del arte. Y el cosmos y las cosas de alrededor son descritas con palabras que recuerdan esta circunstancia (aleación, imagen, forma, retrato, cuerpo organizado, etc).
El hombre medieval vivía imbuido del carácter sacramental de la realidad. No se trataba de una doctrina teológica o filosófica, sino de una experiencia existencial en la que – según la descripción colorista de Huizinga – las rosas hablaban de los mártires en medio de sus perseguidores (las espinas), la nuez, al abrirse, mostraba la cruz e incluso las dos naturalezas de Cristo. En una palabra, las cosas ordinarias se habían convertido en símbolos obvios.
Con el renacimiento surge la idea de la materia puramente objetiva y que, por su esencia, se puede definir matemáticamente (es decir, de la extensión). Y, así una descripción más detallada ofrecería una imagen mucho más clara todavía de la vida ordinaria, tal como se vivió de manera distinta en los diversos tiempos.
Todo esto no es filosofía. Cuando esto mismo lo desarrolla un filósofo, haciendo de ello una doctrina, entonces ellos implican una modificación. Un filósofo moderno como Klages enseña que las cosas ordinarias son una concreción de poderes que, en su esencia, son primitivos, y que son afines al alma humana cuando ésta no ha llegado aún a hacerse racionalmente consciente Jaspers habla de que las cosas y los acontecimientos adquieren una dimensión de profundidad, cuando se las experimenta como cifras, es decir como estructura misteriosamente simbólica, de la divinidad oculta. El materialismo enseña que todo esta constituido por materia que puede analizarse científicamente. Sin embargo, en estos pensadores ha quedado rota precisamente la evidencia y espontaneidad. Y crean un sistema filosófico que pretende mostrar una orientación a los hombres, y que quiere darles la posibilidad de interpretar de una determinada manera su experiencia cotidiana. Esto, como filosofía, se halla y en un plano distinto que el de la vida cotidiana. Y cuando uno de estos pensadores se refiere a la cosmovisión ordinaria, por ejemplo, a la cosmovisión de la sociedad primitiva, entonces él ha "cuadriculado" – como quién dice – tal noción de la existencia, y la ha integrado dentro de la visión consciente de una filosofía.
Por otro lado, no ocurre como si la experiencia cotidiana estuviera desligada de la filosofía. En este sentido, no existe una experiencia pura de la vida. La vida humana está influida ya desde siempre por la "doctrina". El hombre de la edad media, en la noción que tiene de la vida, esta determinado – incluso sin saberlo – por concepciones filosóficas y teológicas de aquella época.
El hombre moderno experimenta como evidentes muchas cosas que, en su esencia misma, proceden de una cosmovisión influida por las ciencias. Aún el hombre primitivo vive y lo experimenta todo a partir del mito, que hace que el mundo sea para él habitable y explicable. Y así ocurre sin cesar. En la piedra que está en el campo y en la nube que flota en el aire están sedimentados los pensamientos de Platón, Leibniz y Kant: así expresa Fink esta misma idea, de forma muy significativa.
De esta manera, la filosofía puede influir en la experiencia ordinaria de la vida. Por lo demás, esta experiencia, como ya hemos visto, esta dirigida y revelada ya desde siempre por medio de la tradición, el mito, la ciencia; de lo contrario, no sería una experiencia humana. Por eso, una filosofía puede también elevar al cuadrado una experiencia, elevándola hacia la conciencia de un sistema. Pero puede también extraer, como quien dice, su raíz cuadrada, investigando que cosmovisión y qué orientación de la vida se encuentran y implícitas en la aparente evidencia y espontaneidad de la experiencia cotidiana. Entonces, el filósofo puede estar de acuerdo con esta vivencia, y desarrollarla en un sistema (la elevación al cuadrado, de la que hablábamos antes), o bien puede volverse contra ella y mostrar otro camino, influyendo de manera filosófica y también de otras maneras en esa cosmovisión aceptada universalmente.
Generalmente, todo esto será – ¡qué duda cabe! – más complicado, porque también el filósofo emplea el lenguaje y, con ello la cosmovisión de su propia época, mientras que, por otra parte, no existirá (desde luego, no existe en la cultura actual) una única visión obvia de la realidad, y la tradición y la educación, la actitud social y la convicción religiosa contribuirán a diversificarla y darle sentidos diferentes. Claro que puede suceder también que una determinada actitud religiosa acepte como obvia una cosmovisión que en la esencia no le pertenece (el cristiano que, en cuestiones de ética, alma y cuerpo, tiempo y eternidad, adopta una visión que se apoya más en el terreno griego que en el terreno bíblico; el humanista, que parte de una idea racionalista, más bien que del ser concreto del hombre, etc). En tales casos, la investigación crítica filosófica puede proporcionar mucha claridad, con tal que esta misma crítica filosófica, esta "extracción de raíces" esté enraizada – ella también – en una justa actitud existencial.
Así que, en este aspecto, la filosofía pertenece también a la existencia cotidiana del hombre. Porque esta posibilidad de apertura, a la que podríamos designar con el nombre de "radicación" (extracción de raíces) está íntimamente relacionada con la estructura de la conciencia de cada individuo. El hombre es consciente de sí mismo y de su mundo. Ésta conciencia es algo así como una concomitancia de sí mismo, como un diálogo interno, que envuelve con cierta aura toda acción y todo sentimiento del hombre. El hombre no se deja absorber, sin más, por lo que está haciendo, porque existe siempre la noción de que hay algo que él no esta haciendo. El hombre no se halla nunca solo sino dentro de una situación. Porque en su noción de la misma él refleja la situación. Y, también en este aspecto, se halla o fuera o dentro de la misma situación. Principalmente en la filosofía, esta experiencia de las cosas puede llegar a una ulterior claridad.
La pregunta filosófica señala hacia las cosas. Y, al mismo tiempo, en un movimiento de retorno, señala también hacia el hombre. El mundo, en relación con el hombre, se evidencia como un mundo experimentado dentro del horizonte cotidiano del lenguaje y de la cosmovisión. El filosofo tiene que desempeñar, aquí, una función crítica y radicalizadora: una función que se remonta hasta la actitud existencial y la orientación religiosa que constituye su fundamento.
Conflicto entre la experiencia cotidiana y la filosofía
En la historia de la filosofía vemos expresado con frecuencia un conflicto entre la experiencia cotidiana y la filosofía. Entonces, la crítica filosófica no es ya o apenas es ya una dilucidación o una ulterior estructuración del mundo que se experimenta cotidianamente, sino que es más bien una repulsa de ese mundo.
Antes de Sócrates hallamos algo parecido en pensadores como Heaclito y Parménides. El primero de estos dos, Heraclito, compara las concepciones aceptadas universalmente, con el mundo ficticio de las personas que sueñan. El segundo, Parménides, habla de los distintos caminos que el hombre puede recorrer en su opinión acerca de la verdad. En su poema didáctico, él indica cual es el único camino verdadero, que no es el del mundo cotidiano, el del mundo que se experimenta por el testimonio de los sentidos.
Parménides habla luego del ser inmutable, del ser que no puede conocerse a partir del mundo cambiante atestiguado por los sentidos, sino que únicamente se puede descubrir dentro de un pensamiento en lógica consecuencia consigo mismo. El acceso a esta verdad, lo describe Parménides como el navegar del pensador hacia la diosa que habita detrás de las puertas del día y de la noche. En todo ello utiliza Parménides, lo mismo que en su descripción de los caminos, las imágenes que eran corrientes en las religiones mistéricas de su época. El tono religioso de su escrito acentúa con que él radicaliza el mundo de la existencia cotidiana, y pretende desenmascararlo en su inestabilidad.
También en Platón hallamos un severo rechazo de la experiencia cotidiana, rechazo que, tanto en él como en Parménides, se efectúa por medio del procedimiento de contraponer la intención del pensamiento al mundo contemplado por el testimonio de los sentidos. Éste último es el mundo del devenir, un mundo perecedero y sometido al no ser. Frente a él, la reflexión filosófica nos señala el verdadero ser: el mundo de las ideas. Es verdad que, en Platón, hallamos todavía conexión entre ambos mundos. Por lo demás, el mismo Parménides, en la segunda parte de su poema didáctico, había indicado ya algo la afinidad que existe entre el mundo del ser inmutable. En Platón, esta afinidad la hallamos más acusada todavía. El mundo sensible es la silueta de las ideas y participa en el genuino ser de ellas. Más aún, el hombre necesita incluso la percepción sensible de ese mundo perecedero. Y la necesita, finalmente, para recordar por medio de ella la genuina realidad, esa realidad que nos es visible sino para el ojo del espíritu.
Y, de esta manera, en distintos pensadores hallamos algo de un contacto entre la realidad denotada por la filosofía y la realidad que se experimenta en la vida cotidiana. En los pensadores que hemos mencionado, desempeña además un papel importante la contraposición entre el testimonio de los sentidos y el entendimiento. Esa frontera puede existir también en otra parte.
En pensadores posteriores a Kant, principalmente en varios neokantianos, se rechaza la cosmovisión de la vida cotidiana, no sólo la que se conoce por medio del entendimiento. Se habla entonces de la "experiencia ingenua". Se trata de la cosmovisión en la que el hombre cree que, por medio de la percepción (ver los colores en el espacio, oír los sonidos, etc.) y por medio del entendimiento (reconocer la conexión que hay entre causa y efecto, etc.), está conociendo la realidad, tal como ella es en sí misma. Estos pensadores, en vez de eso, presentan la concepción – resultado de su epistemología – de que todo ello no se refiere a la realidad en su misma (an sich), sino al mundo de los fenómenos, es decir, a la realidad, tal como ésta se le manifiesta al hombre dentro del marco de la conciencia humana.
Hegel, pensador alemán del siglo pasado, trata aquí también de superar este punto, y contrapone el entendimiento y la percepción sensible a la razón. La razón es la inteligencia suprema que puede expresarse en el hombre, y que contempla propiamente este mundo como el producto de la propia actividad lógica. En otro capítulo, más adelante, estudiaremos con más detalle la doctrina de Hegel. Pero ahora, al menos como una especie de resultante de las concepciones que acabamos de mencionar, vamos a reflejar brevemente el cuadro que él traza de la insuficiencia del entendimiento, tal como él ofrece en la primera parte de su obra Phanomenologie des Geistes ("fenomenología del espíritu").
El entendimiento es objetivo. Conoce las cosas como lo que está frente a él (obsectum). La unidad que el filósofo, impulsado por la razón, reconoce entre el espíritu y la naturaleza (materia), es una unidad que no se da todavía en el entendimiento. Es verdad que el entendimiento puede considerar como fenómeno lo que se experimenta por medio de los sentidos. Y puede verlo como fenómeno de una realidad más elevada, como ocurría en Platón. Entonces, lo que se experimenta por medio de los sentidos pierde, como quien dice, su propio peso y adquiere una significación negativa: este mundo experimentado inmediatamente (lo Diesserts, la "aquendidad") es pues, un mundo que desaparece, porque la conciencia intelectiva descubre en él "más allá" (lo permanente Jenseits, la "allendidad"). Es verdad que, con ello, la conciencia humana adquiere seguridad interna, como espíritu que es para sí y consigo (Fürsichsein). Pero todavía no se conoce a sí misma como el fondo (Grund) de lo que, en cuanto naturaleza, existe en sí mismo (an-sich).
Con ello Hegel quiere darnos a entender que el descubrimiento filosófico de una realidad más alta y verdadera, detrás del mundo cotidiano y experimentable por los sentidos, no debe ser el punto final de la reflexión de la razón.
Para Hegel, este mundo más alto es, lejos de eso, la subdivisión de un movimiento que el pensar filosófico experimenta. Y entonces la significación de esta fase de transición reside en la inteligencia de que el mundo sensible no tiene existencia en sí mismo, sino que es únicamente una realidad fenoménica. Por eso, a esta realidad suprasensible, tal como fue enseñada por diversos pensadores, él la denomina "la verdad de lo sensible". Sin embargo, lo suprasensible, en sí mismo, no tiene significación definitiva. Esta significación definitiva le corresponde, según Hegel, a la razón. A la que reconoce como espíritu absoluto en todas las fases de la propia evolución. Por eso, al mundo suprasensible Hegel lo denomina "la manera imperfecta de manifestarse la razón".
Incluso en la filosofía más reciente hallamos este distanciamiento con respecto a la experiencia cotidiana. En Martín Heidegger, filósofo de la existencia, la preocupación no gira, como en Hegel, en torno al espíritu absoluto y suprapersonal, sino en torno a la existencia concreta y estrictamente histórica. Pero tampoco esta existencia se da en la vida cotidiana. ¿Qué es, entonces ese vivir cotidiano? Heidegger lo describe como una determinada manera que tiene el hombre de vivir, como un determinado modo de existencia. ¿De qué modo, entonces, se realiza el existir? Tendremos conciencia de ello en cuanto atendamos al sujeto de ese existir, al portador de esa existencia. Ahora bien, en el vivir cotidiano, ese sujeto, ese portador no es "yo" mismo, sino el "sé" impersonal (man): el hombre vive de manera impersonal.
A este modo de existencia del vivir cotidiano lo caracterizan la "corriente", los medios masivos de conducción, el seguirlo que "se" hace ("lo que hacen todos"), y el conformar la propia opinión con lo que "se" piensa (con "lo que piensan todos"). En este punto, Heidegger no pretende hacer críticas, sino únicamente describir. Ese "se" impersonal (el man) pertenece también – así afirma este pensador – a la estructura positiva de la existencia. Pero él pretende llegar más allá. Y su filosofía aspira a dilucidar el existir auténtico, el existir genuino. Este existir personal no está desligado del existir en la forma del "se" impersonal. Sino que, según Heidegger, es una modificación existencial del mismo. Se trata, pues, evidentemente, de una modificación de la actitud general, la cual, no obstante, sigue estando íntimamente relacionada con todo ello.
En las concepciones que acabamos de exponer, y que no siempre son sencillas, se escucha no obstante un tema común. La filosofía, en ellas, es una orientación que, algunas veces, conduce mucho más allá de la experiencia cotidiana de la vida, y que en algunas ocasiones llega incluso a contradecirla. Se habla, pues, con aprecio de la función crítica y radicalizadora de la filosofía. Nos llama la atención el hecho de que se tracen de manera muy distinta los límites entre la experiencia cotidiana y la actitud filosófica (sentidos – entendimiento, preepistemológico – epistemológico, intelectual – racional, impersonal – personal), según el camino que cada filosofía emprende.
El peligro que algunas veces amenaza claramente, es el de alinearse de la experiencia cotidiana, en vez de dilucidar crítica y filosóficamente dicha experiencia. Y entonces, con su sistema, el filósofo queda al margen de la vida, como figura incomprendida, que no es capaz de hacer eficazmente su aportación al curso de la vida del hombre.
El retorno a la experiencia cotidiana
Sin embargo, podríamos ver claramente que también en los filósofos que hemos mencionado más arriba, por lo menos en algunos de ellos, pervive la conexión con la vida ordinaria. En el cuadro que Heidegger nos ofrece, hay – ¡qué duda cabe! – una posibilidad de ahondar la vida práctica, el vivir cotidiano. Pero esto hay que aplicarlo especialmente al pensamiento de Platón. Es verdad que, a veces, parece que su filosofía vuelve las espaldas a este mundo perecedero. Pero, no obstante, está haciendo que ese mundo reaparezca sin cesar en el horizonte.
En su diálogo Teteeto, Platón nos pinta algo de la alineación en que el filósofo puede caer con respecto al mundo. Y lo hace, contándonos la historia de Tales, el filósofo, que, embebido en sus pensamientos, iba mirando las estrellas y cayó en un pozo. Una esclava de Tracia, que lo presenció, se burlo del filósofo: la actitud de la vida simple. Y efectivamente.
Afirma Platón, el filósofo eleva su mirada hacia el conjunto del universo y hacia el ser. Pero entonces se encuentra un poco desvalido penas sabe defender sus derechos, porque no conoce los trucos y gitanerías que son corrientes.
A veces, el filósofo no sabe siquiera quién es su vecino, porque anda investigando cuál es la esencia del hombre en general. Pero si el hombre llega a hablar, entonces se descorre ante el una amplia perspectiva. Un diálogo sobre la cuestión de si estoy cometiendo injusticia contigo, o tu conmigo, le inclina a reflexionar acerca de qué es lo justo y lo injusto, acerca de cual es su contenido esencial. El problema de si un rey que posee muchos tesoros es feliz, se convierte – para el filósofo – en una investigación acerca de lo que es la realeza y acerca de lo que significa felicidad. Las personas habilidosas en la vida práctica tienen alma tortuosa y, en su esencia, son esclavos. Su norma es que el hombre es la medida de todas las cosas. Pero el filósofo, en cambio, pretende llevar al hombre hacia el impulso de seguir a Dios.
Así, pues en Platón hay una incipiente alineación que le lleva a apartarse del curso de la vida simple. Y la hay, porque la medida de todas las cosas no es el hombre sino la divinidad. De ahí parte el camino de regreso hacia la formación y dirección del hombre. La ordenación jurídica de la sociedad merece también toda la atención de Platón. Y, así él es capaz de reconocer debidamente los matices de la realidad simple, hasta el punto que , en las Leyes, Platón distingue, por ejemplo, entre la valentía que se muestra en una guerra civil y la que se muestra en la lucha contra los enemigos de fuera. Platón ofrece numerosas directrices para la educación y la política.
Esta fuerza educativa de la filosofía desempeña un gran papel en la cultura de la comunidad política griega. Werner Jaeger, en su estudio del mismo nombre, habla de la paideia, de la formación humana, que constituye la esencia griega. También la filosofía entraba dentro de este concepto. La filosofía era theoría. Ello no significa una "teoría" pobre en experiencia. Sino que quiere decir literalmente: contemplación. Y contemplación de un modelo, de una idea, de una ley que abarca la totalidad, incluso cósmicamente.
Mucho después de Platón encontramos también este regreso a la experiencia, en lo que se refiere al carácter formativo y práctico de la filosofía en el campo de la vida social. En los tiempos modernos, hallamos la experiencia dentro de un terreno, a veces, un poco más reducido. En la esfera de la América moderna, con su impulso afectivo y su anhelo de efficiency (eficacia), apareció el pragmatismo, en la segunda mitad del siglo pasado. Esto nos enseña que el pensamiento no reproduce, no copia, en una palabra, no es pasivo, sino que hace algo. C. S. Peirce, de quien vamos a hablar más en un capítulo ulterior, ve la tendencia, el sentido, de un concepto en la relación que dicho concepto tiene con el comportamiento de la vida. Otro ejemplo de filosofía como formación nos lo ofrece la filosofía nacida dentro de la esfera del comunismo: la filosofía del materialismo dialéctico. La filosofía se describe allí como "praxis", y ocupa un puesto central el efecto político y social de la doctrina.
Parece, pues, que la filosofía está íntimamente relacionada con la experiencia cotidiana, aunque a veces surja entra ambas alguna alineación. La filosofía no acepta ya al mundo como algo obvio. Sino que la filosofía, en él, es expresión del hombre, el cual es consciente constantemente del mundo y de sí mismo, y por eso esta en condiciones de hacer una investigación crítica. La filosofía es el hombre, en cuanto éste se halla en camino hacia la última respuesta, que da orientación al curso cotidiano de su vida. La filosofía radicaliza y dilucida la experiencia de cada día.
Ocurre con ello como con la persona que escucha y disfruta de la música. Esta persona puede sentir entonces la necesidad de saber más acerca de la estructura de semejante música, de cómo está compuesta una sinfonía, de lo peculiar de cada uno de los instrumentos. Este conocimiento puede integrarse dentro de se vivencia musical y llevarla a una valoración más rica de la música.
Por eso, la filosofía debe estar conduciéndonos incesantemente hacia esa experiencia cotidiana, de la que brota su propia capacidad de juicio. En su obra Erfahrung und Urteil ("experiencia y juicios"), Edmund Husserl († 1938) señala la necesidad que el filósofo tiene de adquirir una visión exacta de la experiencia familiar de la actuación y valoración práctica, y del peligro de interpretar ya de antemano esa experiencia en una dirección determinada, como hace, por ej., el positivismo, que la describe a partir del método de la ciencia como una serie de facticidades positivas.
La filosofía que dilucida así la experiencia, descubrirá que ésta posee ya una estructura y tendencia, que están vinculadas con la orientación del ser del hombre. El hombre es un ser orientado en sentido religioso y social. La filosofía, al hacerse consciente del hacia dónde y del cómo, se realiza como orientación espiritual dentro del horizonte de la historia.
Ahora que nosotros hemos visto, de modo bastante general, cuáles son las relaciones entre ciencia y filosofía, parece conveniente que intentemos algunas aproximaciones al problema de los vínculos entre la filosofía y el sentido común.
Sin entrar en las discusiones histórico-sistemáticas a propósito del sentido común, podemos significar, con esta expresión, esa especie de saber común a todos los hombres en cuanto seres dotados de razón, de entendimiento. No queremos decir que el saber del sentido común sea un saber general, simplemente porque todos lo posean, de hecho, por un proceso de divulgación, de popularización, para ciertas verdades o ciertos errores. Por ejemplo, aunque todos sabemos, ahora, que la tierra gira sobre si misma, éste no es un conocimiento de sentido común.
Llamamos saber común, en cambio, a ciertos puntos de partida de todo conocimiento, a lo que la inteligencia posee de modo connatural por el hecho de serlo. Y es muy importante, para nosotros, investigar las relaciones entre sentido común y filosofía, porque la filosofía, en cierto modo, puede entenderse como una radicalización, como un ahondamiento en profundidad de ciertas nociones que, por connaturales al hombre, entran en la esfera del saber correspondiente al sentido común.
Por otro lado, si ustedes ponen un poco de atención en lo que acabamos de decir, esta continuidad entre sentido común y filosofía plantea un problema muy importante: plantea el problema de que la filosofía no es sino la realización, por modo explícito y como hábito subjetivo, de la tendencia constitutiva del hombre. La filosofía, como saber último, en cuanto echa raíces en el ser del hombre caracterizado por su espiritualidad, no es, en sus niveles autoconscientes, sino el modo de realización, de actualización, de cumplimiento y epifanía para ese espíritu – y, por eso, para el hombre en su ser.
Si existe tal continuidad entre filosofía y sentido común, pues, es porque la filosofía, la inteligencia actualiza en reflexio, en reflexión y crítica de sus conclusiones, la tendencia ontológica que la constituye: el descubrir lo que es, acceder al ser de las cosas como un abrirse paso de la existencia humana en el contorno que la rodea.
La inteligencia es el foco que ilumina el paso del hombre y lo precede haciendo lugar a sus posibilidades de autodesarrollo y cumplimiento. Por eso, cuando se niega radicalmente la vinculación entre filosofía y sentido común o saber común, lo que niega, en verdad es el estatuto constitutivo de la existencia humana; su nivel ontológico.
Bien: para los clásicos, por eso, el sentido común puede concebirse como la inchoatio scientiae, como la proa del conocimiento en cuanto expresa el abrirse paso fundamental de la inteligencia. Y la inteligencia se abre paso descubriendo lo que las cosas son – su verdad, alétheia, descubrir -, porque ella es el lugar natural de los primero principios, de los dinamismos elementales del conocimiento. En cuanto el saber común expresa ese nivel elemental del abrirse paso, los clásicos llamaban a la inteligencia locus principiorum, el lugar de los principios. ¿De qué principios? De los primeros principios de la inteligencia.
Hay que repetirlo siempre: llamamos primeros principios, primeras leyes o primeras normas de la inteligencia, a ciertos juicios que no necesitan demostración por evidentes y que son, en cuanto primeros, los fundamentos de toda demostración. Por ejemplo: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en la misma relación: todo lo que comienza a existir tiene una causa: todo lo que obra, obra por un fin.
Claro; no queremos decir que el sentido común posea explícitamente la conciencia de estos juicios; al contrario, el agricultor, un empleado, un niño, no entenderían lo que queremos decirles se les habláramos el lenguaje simbólico de la lógica; pero ellos aplican esos juicios. Viven aplicándolos, instalados en ellos, pues son juicios en los cuales uno puede instalarse: con propiedad son el habitáculo de la inteligencia y la intangibilidad.
Por eso, llamamos común al saber que proporcionan, tan pronto el hombre es hombre y funciona como centro descubridor de la realidad; tan pronto el hombre se abre paso en la existencia, existiendo como quién conoce y sin poder existir de otra manera. De aquí otra diferenciación y vinculación, sin embargo, entre filosofía y saber común; el saber de la filosofía es el saber que se conquista, que se obtiene por la vonatio definitionis, por la caza de la definición. El saber del sentido común es el saber en el que se está. Pero el saber que se conquista no puede prescindir de su propio suelo, del saber en que se está, porque es el estar ya, siempre, conociendo, lo que hace al hombre en su ser, lo que establece sus cimientos diferenciales en el complejo mundo de todo lo que hay. El suelo en que se está es la aptitud, la posibilidad del conocer y las leyes originarias que movilizan ese conocimiento. Lógicamente, son leyes, principios normativos: Ontológicamente, son juicios, simplísimos juicios de inherencia.
En la vida concreta de cada hombre, estos juicios funcionan sobre los datos inmediatos de la sensibilidad, dando origen a ciertas conclusiones que constituirán el saber del sentido común como un todo. Hay que fijarse bien: no queremos decir que los juicios primeros, o primeros principios de la inteligencia, sean leyes a priori, que al elaborar el dato de la sensibilidad lo tornaran intangible. No: eso sería explicar el hecho idealisticamente.
Para nosotros se dan los datos de los sentidos y yo que los tengo; pero, en ese tener, actúan, desde los datos y desde la inteligencia, unas leyes que son ontológicas precisamente por eso: porque expresan el logos del ser, la racionalidad del ser. Como son principios de todo el ser, valen para el ser exterior, que capturo con los sentidos; pero valen también para el ser inteligente que está en potencia frente a la inteligebilidad objetiva. Diríamos que tanto el dato exterior como la inteligencia "están en el ser " y que por esa primacía óntico-ontológica del ser no pueden ser extraños a las leyes de ese ser. Habitus rum principiorum est partim a natura, partm ab exterior principio; est naturals secundum inchoationem; vienen desde la inteligencia y desde el exterior, dice Santo Tomás. (S. Th. I-II, q. Ll, a. I)
Veremos el desarrollo de la cuestión. Decimos que, en el saber de sentido común, hay: a) datos de los sentidos; b) la inteligencia que los recibe y elabora según c) los primeros principios, que lo permiten d) extraer conclusiones. Podemos comprobar en todos los estadios de la cultura, en la psicología del hombre primitivo o del hombre de ciencia; en el dinamismo del interrogar elemental que constituye la característica del niño.
Las primeras explicaciones de los fenómenos naturales, la interpretación de los sueños, todo está conmovido por esta dialéctica del abrirse paso que es la interpretación de lo intangible por la inteligencia. El primitivo puede equivocarse de hecho cuando dice que, en los sueños, es un nuevo mundo mágico el que se revela. Pero no se equivoca en cuanto al esquema originario que, de sí, en función de realizarse como tal, aplica la inteligencia. Frente al dato puro, frente al hecho del sueño y su mundo con insólitos personajes, la inteligencia desata su propia ontología: todo lo que acontece, todo lo que ocurre, tiene causa. El sueño también la tiene. Si el saber no posee, todavía, los elementos controlables que le permitirían una explicación científica del hecho, no importa. Apela a otra explicación: pero pela. La inteligencia apela siempre y apela según las leyes que hacen posible fundamentar. Por eso podría plantearse el problema de una riquísima investigación sobre los descubrimientos de Lévy-Brühl, con la simple corrección de sus interpretaciones. Sin duda que a innumerables problemas de la realidad, el sentido común puede responder con errores científicos, pero ésa no es la cuestión. La cuestión no es saber, por ahora, qué responde la inteligencia, sino, simplemente, que responde.
Podríamos decir que el saber común, con respecto a los datos del sentido, se equivoca en las respuestas concretas que da: pero no se equivoca, nunca, en el hecho de que exige respuestas. El sentido común sabe – sin tomarlo auto consciente – que las cosas poseen inteligibilidad: éste es su parentesco esencial con la filosofía. Que cada cosa posee su ser y que no es lo mismo, para cada ser, ser una cosa que ser la otra.
Por eso se establecerán puntos de contactos muy profundos con la filosofía en ciertas conclusiones como éstas:
1) Que debe distinguirse un ser de otro ser.
Tal afirmación, que se desdobla en pensamientos populares, en proverbios, alcanza su hondura más significativa en el plano metafísico cuando comprendemos la pluralidad de las esencias unidas por el ser análogo. El sentido común quiere decir que las cosas no deben confundirse: será muy difícil explicarlo científicamente, pero no se debe confundir el mundo inorgánico con el orgánico, y en éste, los vegetales con los animales o la vida humana. Si bien tienen algo de común – por ejemplo, los vegetales, los animales y el hombre poseen la vida -, los superiores no deben reducirse a los inferiores. Las cosas no deben explicarse por abajo, por su materia sola.
Por eso, en la cultura de sentido común, en pueblos con profundas tradiciones en la vida agrícola, en la faena a la naturaleza, hay sentido tan vivo de lo concreto y lo particular, de las diferencias y las jerarquías de lo real.
2) Que debe distinguirse el bien del mal.
Aquí hay que señalar cierta vinculación específica del sentido común con la filosofía, que no alcanza a la ciencia en el sentido experimental de la palabra. Para la ciencia no se hace nunca cuestión con la moralidad, pero la filosofía sí se la hace. Precisamente, una de las tareas más altas de la filosofía será la de establecer cuál es la raíz ontológica de aquella diferencia que el sentido común afirma tan inmediatamente. El sentido común lo que quiere decir, sin poderlo fundamentar críticamente, es que en las cosas mismas, no en mi apreciación, hay bien y mal. La filosofía dirá que esto es así porque, ontológicamente, el bien es idéntico al ser y el mal es la carencia, la privación, la insuficiencia e incumplimiento del ser.
En este valor objetivo de los problemas morales se funda el sentido de la responsabilidad y del castigo o el premio, tan exagerados, a veces, en los niveles populares de cultura, aunque no desacertados en su ontología. En las culturas sofisticadas, es evidente el paso que lleva del escepticismo, en el orden del ser, al escepticismo en el orden moral. Si los seres se confunde, también se confunden los valores.
Aquí se explica, también, el sentido jurídico de la realidad, tan pronunciado en el saber común, y algunos principios morales que son como la estructura fundamental para toda convivencia: dar a cada uno lo suyo, por que es bueno ser justo y en aquel principio se expresa la justicia: mantener la palabra dada, la promesa, porque la posibilidad de cumplirla implica la permanencia, la identidad de nuestro ser. Por eso, inclusive, es tan evidente para todo el mundo que la mentira es mala: porque la mentira niega el ser, niega la realidad.
3) Que toda la realidad exige una causa.
El sentido común, como se ve en la vida inmediata, como se ve ejemplarmente en el despertar de la inteligencia infantil, responde aquí a los más profundos y específicos requerimientos de la filosofía. Nada puede concebirse, pensarse, sin su fundamentación causal. Ésta es la función fundamentalmente de la inteligencia. El niño ve algo, tiene la presencia el dato, el hecho de que algo está allí; pero el niño pregunta por qué, para qué, etc. Es decir, el niño necesita fundamentar, explicar, cumplir lo que la palabra inteligencia significa: la inteligencia, siempre, intenta penetrar en la cosa, analizarla, constatar su constitución. Por eso la historia de la filosofía y de la ciencia no es sino la historia de fundamentar y sólo se fundamenta cuando se establece la causa de algo. Todo lo que hay es algo, viene de algo, es de algo, dice Aristóteles.
Por eso se dice, con razón, que el sentido común es realista. Y por eso debe decirse, además, que el sentido común responde a la tendencia ontológica diferencial del hombre en el orden del entendimiento: responde a la necesidad de pasar siempre a los fundamentos causales: a la arché de las cosas.
A esta altura quisiéramos reiterar esto: no se trata de reivindicar los derechos del sentido común en cuanto se refiere a la explicación de las cosas según ciertas apariencias visibles: `por ejemplo, no se trata de dar la razón al sentido común y no a Copérnico, porque a primera vista parece que es el sol el que gira alrededor de la tierra: de lo que se trata es de algo más importante: sostener los principios sobre los cuales se mueve el sentido común, porque son principios. Para aquel caso, por ejemplo, no importa haberse equivocado; lo que importa es haber visto que todo fenómeno tiene causas, que hay no sólo el hecho de que el sol salga, sino otro hecho que es ley: el por qué sale el sol. Así, estará equivocado el sentido común en cuanto a la rotación, pero no en cuanto a la casualidad que los impulsa, ontológicamente, a vincular unos fenómenos con otros.
4)Que la realidad implica un mundo.
Saltemos otras primeras evidencias: por ejemplo, que debe distinguirse lo verdadero de lo falso, que no es lo mismo la belleza que la fealdad, para pasar a un problema más grave y que no ha sido casi tratado en los trabajos sobre el sentido común: la idea del mundo. Sostenemos que implícitamente, siempre, hay un reenvío ontológico que, en el sentido común, pasa de la circunstancia, del contorno, como mera proximidad, a la idea de mundo como sentido unificador de esa realidad y de la experiencia humana. Es la idea de un entourage que, en cuanto correlato de la inteligencia, es uno, e incluye todas las esferas de lo real.
El problema es grave, pues supone la aplicación de los primeros principios no a órdenes particulares, no a ciertos aspectos de las cosas, sino al ser de esos aspectos y de esas cosas. Cosa viene de causa; las cosas son reducidas a sus causas por la inteligencia. Y todas las causas, a su vez, son reducidas a sus causas por la inteligencia. Y todas las causas, a su vez, son reducidas a la arché, a un principio que unifica la realidad entera. Unificar quiere decir unum facere, hacer una la realidad. Para el realismo, la idea de un mundo domo unidad, como unificación, como continente de todo lo que hay, supone la confusa idea del ser trascendental que estudiaremos en metafísica. Todo lo distinto, lo referente, lo irreductible, es reducido porque, en sus bases, una misma cosa lo sostiene: el ser. Todas las cosas son semejantes en cuanto son. Por eso, el mundo es todo, aquí, y se desdobla en dos dimensiones: la dimensión del mundo visible y la dimensión del mundo invisible. Ambos se implican dialécticamente y nos remiten, como en los presocráticos, a una apasionada búsqueda del fundamento que los unifique.
Esta idea de mundo, que incorpora a la presencia o a la proximidad del hombre, tanto los objetos inmediatos como las más lejanas constelaciones, aunque se exprese mítica y antropomórficamente en los estadios elementales de la cultura, apunta al fundamento mismo de la metafísica. El mundo no es el contorno de resistencias, ni el conjunto de los estímulos inmediatos. Todos éstos son mundos particulares, esferas accesibles, pero adquieren su sentido objetivo precisamente porque pueden ser siempre incluidos en algo más amplio. Eso más amplio es el ser, que el sentido común puede confundir con un espacio o un tiempo indefinidos, por ejemplo, pero cuya raíz está en la trascendencia, oscuramente capturada.
Ahora bien, la reducción del contorno a la idea de mundo y la idea de mundo invisible, vinculada con otro mundo, con el mundo de Dios, con el más allá – cuyos límites son siempre muy imprecisos – hace que el sentido común afirme una serie de realidades que serán los problemas mismos de la filosofía. Por ejemplo, la distinción entre mundo visible o invisible, y el sentimiento de que, por algún lado, el hombre depende del segundo, tiene sus raíces en el problema de la espiritualidad y de la subsistencia: la idea de que hay una gradación de dependencias, una jerarquía que funda el sentido moral, fundamenta la exigencia del derecho y el deber: la idea de la dependencia causal, etc., hace que el sentido común trascienda sin dificultades a la idea de Dios. Aquí, Dios se vincula con el ser, y es por el ser que todas las cosas dependen de Dios. Hay mundo porque todo está en ser, pero como para cada caso y para cada esfera la idea de ser es la idea de ser dependiente, todas estas dependencias necesitan fundamentarse en la idea de un Ser Supremo.
Por lo demás, esta idea de la totalidad como dependencia se vincula también con otro problema muy profundo: el problema del sentido de la realidad en cuanto tal, en cuanto mundo, como todo que criábamos en la lección anterior. Esto da lugar a una dialéctica muy sutil en los saberes populares. Por un lado el saber común sabe, confusamente, que no sólo cada acto, sino la conducta entera y el mundo mismo tienen sentido: son teológicos. De aquí que haya siempre esa, a veces, inconfesada conciencia del destino. Uno está también enmallado en la trama de algo que se despliega y avanza hacia su menta y su cumplimiento.
Por eso, porque todo, al fin, marcha hacia un cumplimiento y tiene sentido, el tiempo, para los griegos, no quiere decir simplemente lo que pasa. Cronos viene de krainein, que significa madurar, llevar a término, cumplir. El tiempo, entonces, no significa lo que pasa, repetimos: significa, más bien, lo que queda (Marías).
Pero, sin embargo, par el hombre, ese destino, o el sentido, se cumple como personal apropiación en libertad. El sentido común tiene una gran conciencia de la libertad y, por eso, de la responsabilidad. De allí los tabú, las prohibiciones y los mandatos. En las más originarias legislaciones morales, los mandatos empiezan, precisamente, por prohibir algo. Prohibir algo supone – aunque no se trate de un supuesto autoconsciente – la libertad de realizarlo. Y la prohibición se vincula, en el fondo, con la idea del sentido. No hay que hacer tal cosa porque tal cosa atenta contra el destino de sí mismo, de la tribu, de la realidad entera. El pecado es una herida, no sólo en mi carne y en mi alma, es una herida interminable en todo lo que hay. Para el sentido común, pues, se dan ambas ideas a simultáneo: la de sentido o destino y la de libertad.
En la misma exigencia de reducción a una inteligibilidad total, adquiere su sentido el problema de la Weltanschauung entendida tanto en su aspecto individual como colectivo. En el fondo, todo hombre posee una Weltanschauun, una concepción del mundo, como la poseen las colectividades y las culturas: inclusive cuando se niega la posibilidad de entender unitariamente el mundo: cuando se sostiene su irracionalidad y su no reductibilidad a centros significativos, esta misma afirmación es unificadora y constituye una Weltanschauung.
La diferencia entre la idea especulativa de mundo a que llega la filosofía y que se fundamenta, últimamente, en la idea de un supremo principio inteligible que es Dios, y la idea de la Weltanschauung, del sentido común es que la primera puede justificarse a sí misma, según las exigencias críticas de la razón, mientras la segunda expresa, muchas o la mayor parte de las veces, tanto el orden de la inteligencia como el orden de los apetitos no sólo racionales, sino sensibles.
Sin embargo, debemos decir que el modo como la filosofía puede enfrentarse pormenorizadamente con la realidad del sentido común y sus afirmaciones, no es problema para mayores detalles en un curso de introducción.
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JOSE FERNANDO VASQUEZ AQUINO
DOCENTE DEL BACHILLERES "CITLALLI" DE ORIZABA, VER.
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