Es necesario, como señalan los estudios de M. Petit, tener siempre en cuenta las condiciones socioeconómicas que rodean al niño (también al joven), en la medida que actúan como condicionantes -nunca determinantes- en la formación del habito lector. Petit ha estudiado casos de lectores que se han formado en las situaciones más adversas. Y, por otra parte, todos sabemos de hogares de relativa solvencia económica donde la lectura no goza del mínimo atractivo.
Sin embargo, no basta con la materialidad satisfecha para que los seres humanos se sientan atraídos por lo que pertenece al plano de la espiritualidad, dentro de lo cual está la lectura. Se requiere del factor afectivo, que posee una importancia realmente decisiva. Tendremos oportunidad de apreciar su importancia cuando entremos en contacto con testimonios muy valiosos de intelectuales de nuestro tiempo, hoy ávidos lectores, que adquirieron el hábito lector a través de la relación afectuosa con sus padres, los cuales no necesariamente fueron, ni tiene que serlo, grandes lectores. Lo importante es sentir y transmitir amor. La relación amorosa que se establece entre padres e hijos permite que se facilite la adquisición de habilidades y hábitos. Si un niño vive con padres que leen y que le leen, va a ir creciendo interiorizando la lectura como parte de su personalidad. Lo ideal es que un niño se desarrolle en un entorno familiar, propio o sustituto, rodeado de afecto. Los padres deben saber que es casi imposible que sus hijos sientan atracción por la lectura si ellos no leen, si ellos no les leen a sus hijos. Se puede argumentar que existen lectores que durante su niñez no recibieron de su entorno familiar las condiciones que favorecieran la formación de ese hábito. En este caso, que no es lo más frecuente, alguna persona cercana al niño (profesor o bibliotecario) ha jugado el papel de agente propiciador del hábito lector.
El papel que juega la familia en la formación del hábito lector es clave, fundamental, aunque presenta algunas connotaciones complejas. Como dicen Andricaín y Rodríguez:
"Los padres se relacionan con los niños antes que cualquier otro miembro de la sociedad. Ellos son, pues, los primeros promotores de lectura, los que siembran tempranamente (o no) la semilla del amor al libro, los que más pueden hacer para cultivar desde las más temprana infancia esos hábitos. …Si el niño, desde sus primeros años de existencia, observa cotidianamente en la casa normas y modelos de conducta relacionados con distintas actividades, de manera instintiva, orgánica, tenderá a imitarlos. ¿No imitan los menores el modo en que se conducen los adultos, no tratan de copiar la forma en que se mueven, visten y hablan?… Cuando, desde que abre sus ojos a la vida, el niño encuentra la presencia del libro como un elemento insoslayable dentro de su entorno, se está contribuyendo a establecer un vínculo natural y cotidiano con el acto de leer. El niño que ve leyendo a sus padres, exigirá también un libro o un periódico para sostenerlo delante de su nariz (con frecuencia al revés) y jugar a que él también comparte la placentera experiencia de la lectura. …"
Testimonios de connotados lectores acerca de cómo se formó en ellos el hábito de la lectura los encontramos en sus autobiografías, así como en artículos o conferencias que desarrollan el tema de la lectura. El caso de Michèle Petit es muy especial, porque -connotada estudiosa de la lectura- ha escrito su interesantísima autobiografía de lectora: "Del Pato Donald a Thomas Bernard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra", incluida en "Lecturas: del espacio íntimo al espacio público". Su lectura es muy amena y deja muchas e importantísimas enseñanzas, por lo que toda persona interesada en el tema del hábito lector deberá leerla.
Para acercarnos al importantísimo papel que juega la familia en la formación de lectores, hemos escogido trabajos de intelectuales cuyos testimonios como lectores pueden ser sometidos a un análisis desde el punto de vista de la influencia del entorno familiar en la creación del hábito de la lectura y que pueden ser de gran utilidad para padres, profesores y, en general, para todas aquellas personas que, de una u otra manera, estén vinculadas con el fomento de la lectura. Todos los que han analizado la lectura desde la óptica psicopedagógica, se han enfrentado con el problema de qué es lo que realmente se tiene que hacer para crear el hábito lector, para fomentar la lectura.
Unánimemente han concluido algo que suele desconcertar tanto a los profesores como a los padres: no existen fórmulas mágicas. Esto es fundamental aceptar y comprender. Sergio Andricaín y Orlando Rodríguez señalan un hecho muy corriente cuando padres y profesores se ponen en contacto con personas especializadas en la lectura: el deseo de recibir orientaciones concretas, directas, de cómo lograr incentivar el amor por la lectura.
Como que las explicaciones del fenómeno de la lectura, de los aspectos psicosociológicos que intervienen en la adquisición del hábito lector fueran muy teóricas y, sobre todo, muy gaseosos, que no resultan prácticos para su aplicación. Sienten la necesidad de contar con algo más que análisis, recomendaciones, sugerencias. Desean acciones concretas, acciones que produzcan un efecto inmediato y totalmente positivo. Si bien es cierto que existen recomendaciones generales muy útiles, sin embargo no constituyen "recetas ni esquemas para lograr que se haga realidad, en un dos por tres, un estrecho vínculo emocional, intelectual y lúdico entre el niño y la lectura. Lograr tal conquista es posible, por supuesto, pero siempre a mediano o largo plazo, con esfuerzo y persistencia…"
Veamos algunos pocos pero significativos testimonios de importantes lectores de la actualidad, los cuales los hemos seleccionado porque en forma expresa y relativamente extensa refieren cómo sus padres determinaron su amor por la lectura.
El prestigioso intelectual mexicano Daniel Goldin nos cuenta que los libros siempre han estado cerca de él, como una promesa, como una puerta, como un cofre y también como invitación al viaje, como viaje en sí mismos, aunque de hecho "pocas veces las promesas se han cumplido, las puertas se han traspasado o el cofre me ha permitido llegar al verdadero tesoro. Y cuando lo he logrado, la completud ha sido efímera". Goldin nos dice:
"He vivido rodeado de libros toda la vida. Me es difícil imaginarme sin ellos, y de plano desconfío de una casa en la que no lo haya. Mi padre fue bibliotecario (y además ávido lector), mi madre es bibliotecaria (y no muy buena lectora), en mi casa siempre ha habido libros y en la casa de mis padres, más que los propios (que eran muchos), lo que se leía eran los libros prestados por la biblioteca".
El testimonio de Goldin es importantísimo porque nos habla, por ejemplo, de un sentimiento, muy de su infancia, de cierta molestia hacia los libros porque, en cierta manera, ellos concitaban la atención de su padre en detrimento de la prestada a él. Goldin dice al respecto:
"Por todo esto sé que estuve ligado a los libros desde mi primera infancia, aunque dudo que haya tenido una relación muy estrecha con ellos antes de aprender a leer: durante muchos años sólo fueron objetos raros que ocupaban un lugar en la sala y, lo que era más molesto, la atención de mi padre".
Asimismo nos relata que su padre, tal vez por su infancia "dura y poca rodeada de afecto", no leía a sus hijos los clásicos infantiles. "Los cuentos clásicos de Andersen, Perrault o de los Grimm, me llegaron pero no sé cómo. Dudo que haya sido a través de libros". Hablándonos de la lectura que hacía su padre a él y a sus hermanos, nos dice que era "como una ceremonia en la que pactábamos un armisticio temporal para escuchar a mi padre. Hoy pienso que no sólo me gustaba el relato: me encantaba ver a mi padre de otra forma. Al leer en voz alta, su presencia se expandía hacia un territorio inhóspito, lejano y tentador que era desde donde nos hablaba. Su figura crecía aún más porque, intuía yo, lo que nos leía era importante para él por alguna razón que nunca explicitó y que, como tantas cosas, se llevó a su tumba. Su voz de cierta forma nos abrigaba en su misterio, nos trasladaba a su silencio. Tiempo después, siendo ya lector, por ese mismo sendero me interné en la literatura buscando su afecto y siguiendo las lecturas que él me recomendaba, los sábados en la biblioteca de la que él había sido bibliotecario fundador. Estoy seguro que creía que era una vía de acercarme a él, de compenetrarme en su misterio. No sé hasta que punto lo logré, a juzgar por la distancia que mantuve con él y sobre todo por mi dificultad para hacer de la lectura un placer compartido, creo que muy poco…." (Goldin, Daniel: "Los textos y los días")
Como se puede apreciar claramente en esta cita, el factor afectivo, con todas sus complejidades, constituye el aspecto más significativo de la relación familia-lectura. El ser humano queda marcado indeleblemente por esta relación familiar lectora.
Acerquémonos ahora al caso del colombiano Pedro Sorela, profesor de Literatura y periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Tomamos este caso porque nos permite un testimonio personal acerca del tema tan controvertido sobre el hábito lector y la televisión. Es innegable que la televisión es un medio de comunicación extremadamente atrayente. Sólo en estos últimos tiempos la computadora e internet han concitado un grado igual o superior de atracción, pero sin que ello implique que «esto matará a aquello».
Hoy en día está bien estudiada la coexistencia de dos o más medios tecnológicos que cumplen, o terminan por cumplir, funciones diferentes, generando sus propios «nichos de atención». Tanto profesores como padres se enfrentan a estos nuevos medios a los cuales se les suele atribuir parte (algunos consideran una gran parte) de la responsabilidad del porqué los niños y jóvenes leen hoy menos que antes. En realidad el problema es mucho más complejo de lo que suele aparentar y a él nos hemos referido en un anterior trabajo. Lo que no se puede negar es que las nuevas tecnologías generan un poderoso atractivo y es por ello que se suele hablar de adicción tanto a la televisión como a internet, aunque al respecto no existe unanimidad de opinión El tema, como hemos dicho, es muy polémico y las diversas posiciones que existen tienen sus argumentaciones muy sólidas y respetables.
Sorela nos cuenta que su infancia transcurrió en una casa en la cual no existió televisor. Y no era porque su familia fuese pobrísima. Fue una voluntaria y, al parecer, meditada decisión de su padre, hombre que vivió en un mundo de viajes (procedía de una familia de diplomáticos) y que por ello, según interpretación de su hijo, veía la televisión como un pobre sucedáneo de la realidad. Sorela atribuye a esa decisión de su padre el haber adquirido el hábito de la lectura. Él se refiere a varias circunstancias que explican que desde muy tierna edad adquiriese el hábito de la lectura. En primer lugar menciona el hecho de que era un niño que, permanentemente, tenía que guardar cama debido a "haber nacido con la garganta muy vulnerable, propenso a las anginas" lo cual hacía que fuera presa fácil del aburrimiento, al cual, él piensa, debería levantársele un monumento porque sin él no es posible el acceso a los libros. Sorela escribe:
"… solo el aburrimiento genera el estado de ensoñación necesario al esfuerzo que supone en el niño toda lectura".
Pero el factor decisivo para la adquisición del hábito lector fue el no haber contado en su casa familiar con ningún televisor. Refiriéndose a esto, Sorela escribe:
"Es verdad que yo fui niño en los año cincuenta, pero no lo es menos que, aunque la televisión comenzaba, era el tema obligado en los recreos del colegio, y que por consiguiente yo pedía una televisión casi con la misma insistencia que podría poner hoy un chico. Pero mis padres no cedieron. Mi padre aceptó una que le regaló un amigo… durante un par de días. Creo que miró un poco, debió comprobar algo que ya intuía, y luego la devolvió. Lo que son las cosas, ese episodio es uno de los decisivos de mi vida, pues determinó mi vocación de escritor, que, al menos en mi caso, lleva incorporada como una nariz, un corazón, unos ojos, la de lector. Yo no quería leer, al comienzo. Y si llegué a la lectura, fue porque, a la vista de la actividad de sus moradores, en mi casa no había otra cosa que hacer, como si la lectura fuese un modo de vida (lo es)."
El problema está planteado. ¿Qué hacer aquí y ahora? ¿Podríamos prescindir de la televisión? Pretender ir contra el vertiginoso avance tecnológico, en pleno siglo XXI, es una verdadera estulticia. El propio Sorela nos cuenta su experiencia ya como futuro padre: "(He de reconocer que, llegado el momento, cuando me fui a casar yo también hice planes para continuar con mi vida sin televisión… pero no me fue posible: no sin razón, fui convencido de que no podía imponerles a mis futuros hijos el prescindir de uno de los principales lenguajes de su tiempo.)"
Profesores y padres tenemos que aprender a sacar partido de todos los medios tecnológicos con los cuales contamos. Tenemos que tomar conciencia que si la televisión está jugando un papel negativo en los niños y jóvenes lo es porque la vida familiar ha cambiado en una forma nunca antes vista. El tiempo dedicado por los niños a la televisión está en relación inversa al tiempo que los padres dedican a sus hijos. El tiempo dedicado a la televisión por los integrantes de la familia constituye un valioso indicador de cómo la estructura y funcionamiento de la familia se ha modificado. Por otra parte, la cultura posmoderna, mediática, que nos ha tocado vivir está centrada en el predominio de la imagen, del no esfuerzo y del arrobamiento. Es imprescindible conocer, y muy bien, el tiempo que nos ha tocado vivir, porque es la única manera de poder superar los problemas que nos agobian. Sorela, siguiendo a Sartori, señala:
"A riesgo de ser acusado de utópico, elitista o apocalíptico (en la acepción de Umberto Eco), no puedo por menos de advertir de una conclusión que he ido sacando en 20 años como profesor de escritura en la universidad: los jóvenes, que son tan inteligentes y aprenden tan rápido como siempre, están perdiendo capacidad de abstracción y también imaginación. Y el que lo dude, que intente razonar en ideas sin confundir ese ejercicio con los pseudo debates de ínfimo nivel de la televisión, y sobre todo que lea los ejercicios de creación que escriben los jóvenes ( y a menudo que leen)…"
Sorela tratando de explicarse y explicarnos cómo nació en él su vocación de lector y escritor, llega al punto nuclear del papel que jugó su padre, contador de anécdotas, recuerdos e historias, pero contadas como algo vivido, aunque dejando la sospecha que era realmente imaginado. Sorela escribe:
"…tenía (se refiere a su padre) un gran sentido del drama y de la mise en scène, y se colocaba de entrada en el centro de la historia. "Una vez en Berlín…", empezaba, o El Cairo, Lima, Inglaterra cuando la guerra, y así. Pero cuando terminaba y uno quería completar el cuadro -¿Porqué estabas en Berlín?-, entonces se reía, feliz como el mago tras el truco que por supuesto no descubre"
A esa virtud de narrador el padre de Sorela añadía su talento para incitar a la lectura y leer los mismos libros al tiempo con sus hijos, "como quien no quiere la cosa, y al amparo de ese sigilo irnos metiendo la idea de que realizábamos algo único, valioso, extraordinario. Como en efecto era leer a Julio Verne, Dostoievski, Víctor Hugo a según qué edades es uno de los acontecimientos decisivos de una vida –lo fue en la mía en cualquier caso-, y con la misma impavidez, los libros de Enyd Blyton de ese año y también los Tintín, cuya publicación mi padre acogía cada año como un acontecimiento, con un procedimiento muy sencillo: en Navidades nos regalaba el de ese año… pero competía con nosotros para ver quién lo leía antes. Ese subrayado reforzaba el valor extraordinario que bajo muchos puntos de vista tiene los álbumes de Tintín".
De esta cita rescatemos algo que sólo muy de pasada menciona Sorela, pero que es muy importante saber cuando queremos, tanto padres como profesores, crear y fomentar el hábito de la lectura, y que tiene un poderoso sustento psicológico: «como quien no quiere la cosa». He allí la clave. Debe llegarse al niño a través del afecto, creando nuevos intereses compartidos. Lo que le proporcionemos al niño debe satisfacer su natural curiosidad, sus intereses. Recordar que el niño siempre necesita cariño y que todo aquello que se basa en una relación afectuosa cala profundo en el psiquismo del niño. Esto lo apreciaremos claramente en el testimonio que a continuación reseñamos.
Juan José Hoyos es un escritor colombiano nacido en Medellín, en 1953, y que se desempeña como profesor de la Universidad de Antioquia. Nos cuenta Hoyos que de muy pequeño veía a su padre, a altas horas de la noche y bajo la luz amarilla de una lámpara -mientras todos los demás miembros de la familia dormían- leer con pasión un libro, que era nada menos que un viejo diccionario Larousse, verdadera reliquia porque constituyó la única herencia que el abuelo de Hoyos legó a su padre. Veamos como impactó en el niño Hoyos ese diccionario y cómo de una manera directa la relación padre-hijo-libro, fue cobrando una significación trascendente:
"Todavía recuerdo el olor a polvo y a humedad que se desprendía de sus hojas cuando yo las repasaba, maravillado por las tardes, a mi regreso de la escuela. Pasaba horas enteras, tirado en el piso, contemplando los grabados. Era un Larousse ilustrado de comienzos del siglo XX.
Con el paso de los días, el libro, para mí, alcanzó un valor extraño. Era la época en que le preguntaba a mi padre por todas las cosas del mundo, Él respondía casi todas mis preguntas con una sonrisa en los labios. Y yo me preguntaba, asombrado: ¿dónde pudo él aprender tantas cosas? El secreto comenzó a revelarse el día en que después de escuchar una de mis incontables preguntas, se levantó de la cama, abrió el armario y tomó en sus manos el diccionario…
Cuando por fin aprendí a leer, las primeras lecturas alucinantes que recuerdo fueron las de ese libro que, aun así, descuadernado, parecía contener todas las respuestas a todas las preguntas. Con ellas empecé a descubrir el mundo. …" (Hoyos, Juan José "Historia de un diccionario")
Padres, profesores… aprendamos a brindar tiempo a nuestros hijos, a nuestros alumnos. Parece una tarea tan fácil, pero, en la actualidad, por múltiples razones, les dedicamos poco tiempo a nuestros hijos, poco tiempo a nuestros alumnos. Nos ganan nuestras obligaciones laborales, sociales, los contenidos programáticos, nuestras obsesiones metodológicas, las exigencias de los planes y programas, así como las mil y una preocupaciones y angustias de todo tipo. Lo que se resiente con todo ello es la relación afectuosa padre-hijo, alumno-maestro, y con consecuencias gravísimas. Reflexionemos en la expresión -tan sentida- de Hoyos: "El respondía casi todas mis preguntas con una sonrisa en los labios". Es la relación amorosa tan necesaria para que pueda surgir el hábito de la lectura.
Hoyos nos cuenta cómo empezó a devorar novelas, siempre acompañado del viejo diccionario Larousse, como un amigo silencioso, inseparable, que lo ayudó a resolver todos los misterios de las palabras con las que deliraba al leer don Quijote. Y aquí aparece la ternura de la madre. Ella, preocupaba porque su hijo permanecía encerrado ya varios días, leyendo nada menos que El Quijote, "tocaba la puerta del cuarto y me decía: «Mijo, no lea más que se va a enloquecer…»". Jorge Larrosa dice que la verdadera lectura se caracteriza porque hace que algo le pase al lector: que lo forme, transforme o deforme. Y eso ocurre con Hoyos: "Cuando salí de aquel lugar, hasta la luz del sol tenía para mí otro color. No podía ser el mismo después de andar tantos días por los campos de Castilla velando las armas con don Quijote, durmiendo en posadas miserables con olor a establo, peleando con molinos de viento y recibiendo en la costillas las palizas de los pastores".
Convertido en un joven lector y ya habiendo conseguido empleo, Hoyos pudo comenzar a adquirir sus primeros libros y, lo que es más significativo, compartirlos con su padre: "Él se quedaba con la mitad de los libros. Cuando acababa de leerlos, yo le entregaba la otra mitad".
El relato de Hoyos alcanza gran expresividad y ternura al referirnos la relación con su padre, cimentada por la pasión común por la lectura:
"… Poco a poco nuestra pequeña biblioteca fue creciendo. Hasta que tuvimos que trasladarla a uno de los cuartos de atrás, adonde él se fue a vivir. Allí pasaba los días y las noches, como don Quijote, leyendo novelas… Cuando acababa una tanda de novelas, volvía a empezar con la primera. Esa era la señal silenciosa que me recordaba que hacía tiempo que yo no compraba nuevos libros. Cuando llegaba con el paquete, … la cara de mi padre se iluminaba. …En especial le gustaban los escritores rusos. Pasaba con esos libros semanas enteras. Recuerdo que William Shakespeare lo leyó completo en dos o tres ocasiones. Yo trataba de leer a la misma velocidad… Solamente en las vacaciones de fin de año lograba alcanzarlo. Entonces nos sentábamos a conversar. Y hablábamos de madame Bovary y de Raskolnikov como si fueran personas vivas que hubiéramos conocido semanas antes. Como si a los dos se nos hubiera contagiado el mal de don Quijote".
Hoyos nos narra que sus inicios como escritor coincide con la etapa en la cual su padre se estaba quedando ciego. Cuando tiene en sus manos su primera novela publicada corre para entregársela a su padre:
"… Años más tarde, cuando una editorial aceptó publicar mi primer libro, y lo tuve entre mis manos, ya impreso, corrí a llevárselo. Era domingo. …Entré en su cuarto. … Le di un abrazo y le entregué el libro. Él lo miró asombrado, con una sonrisa. Ya casi no podía ver. Pero en su cara apareció de pronto la misma luz que iluminaba sus ojos cuando yo llegaba con los paquetes de libros y los dos nos sentábamos a destaparlos. Recuerdo que me pidió que le leyera en voz alta una o dos páginas. …"
Me he extendido en el bellísimo relato de Juan José Hoyos, porque es muy ilustrativo en lo concerniente al sentimiento afectuoso que caracteriza la relación familiar lectora. De paso Hoyos nos da un dato sumamente importante. Su padre, que había vivido en un pueblito campesino de un lugar recóndito de Antioquia, había tenido que leer a escondidas porque un sacerdote había prohibido, bajo pecado mortal, leer novelas, pasando por las casas para recogerlas y luego quemarlas en una hoguera, en las afueras del pueblo.
Como estamos apreciando por los relatos que venimos reseñando, el papel de la familia es fundamental en la formación de los lectores. Pero la tarea es compleja. No basta con ser lectores. Tiene que darse una empatía que haga posible la pasión lectora ¿Cómo se logra ello? No hay fórmula secreta. Demanda esfuerzo, creatividad, paciencia, comprensión y, sobre todo, mucho amor.
El relato siguiente nos permite acercarnos a cómo se da la preocupación de los padres por conseguir que sus hijos lean y cómo este interés puede aparecer de un momento a otro, por influencia de una obra determinada, la cual, muchas veces, es motivo de polémica entre los adultos y los especialistas, por diversos motivos.
El trabajo del polígrafo español José Antonio Millán titulado "La piedra filosofal. Las razones de Harry Potter" permite analizar la preocupación que en muchos padres genera el deseo de hacer que los hijos sean lectores. Millán nos habla de algo muy importante: del oficio de padre, que es paralelo a nuestros otros quehaceres. Ese oficio, tomado con responsabilidad, exige tratar de llegar a nuestros hijos y, para ello, tenemos que leerles lo que consideremos que ha de concitar su atención, su interés. Tenemos que vivificarles la lectura. Tenemos que ser comprensivos y abiertos a los intereses de nuestros hijos y de nuestros alumnos. Millán, al respecto señala:
"…he leído también incontables libros infantiles pero -¿cómo decirlo?- no los leía para mí, sino como una tarea más de mi oficio paralelo de padre, de modo que tampoco se puede decir que sea un degustador del género. En él actuaba más bien al modo de un médium: infinidad de autores, la mayoría difuntos -supongo- dialogaban a través de mis labios con mis hijos…mientras que los ilustradores podían establecer contacto directamente con sus destinatarios: ventaja de la imagen sobre la letra…"
Y es en esta tarea docente-paterna que Millán entra en contacto con una obra de especial significado por su influencia entre los niños y jóvenes, justo en el momento que más se habla que nuestros hijos y estudiantes leen cada vez menos, que prefieren obras muy ilustradas y de muy pocas páginas. En este sentido Harry Potter, la obra de Joanne Kathleen Rowling, es desconcertante y, por otra parte, ha desatado una gran controversia. La escuela y la familia de pronto se ven frente a una obra -considerada por algunos como un clásico del posmodernismo- que produce un gran impacto editorial, en la medida que se publican cientos de miles de ejemplares y en un tiempo muy corto. Padres y docentes, de pronto, se ven ante el hecho desconcertante que hijos y estudiantes se enfrascan en la lectura de una obra muy voluminosa y concebida en varios volúmenes, lo cual no los arredra. ¿Qué había pasado? Existen diversos estudios acerca de este fenómeno. Deseamos aprovechar el testimonio de Millán para tener un acercamiento desde la óptica de un padre lector, preocupado por fomentar el hábito de la lectura entre sus hijos.
Refiere Millán que su hijo Bruno, cuando tenía siete años, "ya leía con soltura en un par de lenguas: quiero decir, que sabía juntar las letras para conseguir palabras, y palabras para construir frases, y que era capaz de coger un tebeo, y partirse de risa, o un libro ilustrado y recorrerlo despacio, pero aún no le habíamos descubierto leyendo con linterna debajo de las mantas, y eso nos preocupaba…¿Sería nuestro hijo, el hijo de un matrimonio libresco, un simple lector de tebeos? Pero de pronto, ese niño que había recibido de sus padres repetidas ofertas de clásicos y no clásico, infantiles y no tan infantiles y que los había rechazado porque eran aburridos, porque no le gustaban, comenzó a devorar Harry Potter. Millán nos cuenta algo que deseamos resaltar:
"Nos acercamos despacio, y le hicimos una pregunta casual, del estilo de "¿Qué tal?". Y entonces levantó la cabeza y dijo, con la mirada aún vidriosa y soñadora:
-Esto es como la tele.
¡Como la tele! Bruno había descubierto repentinamente que las letras convocaban personajes, sucesos, paisajes y climas, de forma tan rica y tan simple que uno podía, sencillamente, pararse a mirarle. Porque el esfuerzo y la mecánica de la lectura -esa trabajosa combinatoria de signos para evocar fonemas que despertarán palabras, con sus cargas sintácticas y semánticas que apuntan a hechos y seres que no eran necesariamente de este mundo- había disminuido hasta tal punto (o quizás había adelgazado tanto, en comparación con la riqueza de los frutos obtenidos), que sencillamente, no importaba, y quedaba sólo la vivencia ajena y vicaria, pero vivísima…"
«Esto es como la tele». Y tanto criticamos a la tele y talvez no nos hemos percatado adecuada y suficientemente lo que en el fondo tiene ella de atractivo. Tiene que ver con la mentalidad fantástica y fantasiosa del niño y en general de todos los seres humanos. Existe un componente tanto ontogenético como filogenético que hace que nos subyugue la oralidad de las narraciones fantásticas de los cuentos, donde aparecen seres cuya existencia y actuación no tiene nada que ver con las leyes normales del espacio, del tiempo, de la causalidad y que, por lo tanto, constituye otro universo, el cual se abre con las palabras mágicas "Érase una vez…". Me viene a la memoria lo que nos cuenta el afamado helenista francés Jean-Pierre Vernant en su obra titulada, en español, "Érase una vez. El universo, los dioses, los hombres. Un relato de los mitos griegos", acerca de cómo esta obra, cuya primera edición en francés es de 1999, tuvo su origen cuando unos veinticinco años atrás, encontrándose de vacaciones con su esposa y su nieto Julien, el pequeño todas las noches, con impaciencia, le decía:
"¡Abuelo, la historia, la historia!". Yo me sentaba a su lado y le narraba una leyenda griega. Hurgaba sin demasiado esfuerzo en el repertorio de mitos que me dedicaba a analizar, desmenuzar, comparar e interpretar para tratar de comprenderlos, pero se los transmitía de otro modo, espontáneamente, como me venía a la mente, a la manera de un cuento de hadas. Mi única preocupación era seguir el hilo del relato del principio al fin, en su tensión dramática: érase una vez… Julian (sic) me escuchaba, parecía feliz. Yo también lo era" (Vernant, Jean-Pierre, 2000, p. 7).
Volvamos al análisis muy perspicaz de Millán. El ingreso al universo fantástico que subyuga a los niños, pero no solo a ellos, admite otras leyes espaciotemporales, pero no así contradicciones lógicas ni psicológicas. Millán nos dice: "Mientras las leyes naturales y físicas son cuidadosamente transgredidas, las lógicas y psicológicas deben mantener su puesto, pese a todo". Pero hay otro aspecto que remarca Millán: la identificación con el héroe o protagonista. "El sufrimiento vicario, o el triunfo por delegación, es el elemento emocional –el hilo de tensiones- que engancha al pequeño oyente, le hace temblar de expectación o de deseo, le aterra o le exalta y es, en definitiva, la constante que le mantiene prendido de la historia".
Harry Potter, según interpreta acertadamente Millán, se viene a inscribir en la tradición de literatura popular que desde siempre ha concitado la atención de los seres humanos, precediendo a la propia lectura, porque es lectura oral e incluso oralidad sin lectura, oralidad pura, como cuando se relatan cuentos, historias que se han ido transmitiendo de generación, que varían con los pueblos y con los tiempos, pero que poseen un sustrato común. Muchas veces también se les relata a los niños pequeños historias inventadas. Cuanto más fantásticas sean estas narraciones más concitarán la atención. Millán, al respecto, con la sencillez pero profundidad que logra en este trabajo, nos dice:
"Sí: como se ha señalado con frecuencia, los hijos te obligan en la práctica a rehacer no solo tu propia historia (ontogenia), sino una gran parte de la historia de la Humanidad (filogenia). Y cuando has acabado la revisión, te mueres…"
Sobre Harry Potter se ha escrito bastante. Para algunos es una obra intrascendente, en tanto que para otros es dañina, peligrosa, porque es un producto diabólico que estimula, en niños y jóvenes el aprendizaje de sortilegios y hechicerías. Según nos narra Fernando Báez, para el pastor Jack Brock, Harry Potter es un producto diabólico y está destruyendo a la gente. Se llegó al extremo, el domingo 30 de diciembre de 2001, en Alamogordo, al sur de Nuevo Méjico, en Estados Unidos, de quemar cientos de ejemplares de la serie juvenil que impulsó el prestigio del inolvidable Harry Potter. (Cfr. Báez, Fernando, 2004, p.275). Más allá de estas posiciones fanáticas, que la encontramos principalmente en grupos cristianos protestantes, queda el hecho innegable que es una obra que ha logrado que muchísimos niños y jóvenes que no leían, ahora lean.
La lección está dada. Tenemos que ser lo suficientemente perspicaces para darnos cuenta que en el niño lo mágico, lo fantástico juega un papel muy importante y que debe ser aprovechado para lograr que se acerquen a los libros, a esos libros voluminosos puro texto, carentes de ilustraciones, que muchos consideraron que nunca más volverían a ser leídos por niños y jóvenes. No olvidar que esos libros han de desempeñar el papel -que siempre ha jugado- de sentar las bases lectoras que hagan posible la lectura de obras, llamésmole mayores, pero sin perder de vista que el fomento de la lectura no debe estar pensada sólo en función de ese tipo de obras.
Las obras menores o livianas también tienen su encanto, aunque innegablemente hay que diferenciar también matices de calidad. Pero conforme se vaya leyendo más y más, la sensibilidad lectora se irá cultivando y llegará el momento que se pueda transitar en búsqueda de las mejores obras de todos los tiempos, géneros, estilos. Pero ello ya implicará un nivel lector que no todos alcanzarán. El papel de los padres es muy importante.
La lectura en los niños tiene que ser sembrada y cultivada (cuidada) con dedicación y sobre todo con mucho cariño. Millán nos cuenta como sus dos hijos fueron al acto de presentación de la cuarta entrega de la saga de Potter. Al entrar al recinto, una señora les preguntó: ¿Contraseña? Y los dos niños contestaron: ¡Caput draconis! Y así pudieron ingresar. Es nuestra tarea, nada fácil por supuesto, de conseguir que nuestros hijos, nuestros alumnos, dispongan de la contraseña que les permita ingresa al mundo de la lectura, porque una vez que transpongan su umbral han de permanecer, por toda la vida, en ese maravilloso mundo. La lectura es un mundo sin retorno.
Alberto Manguel, prestigiosísimo intelectual argentino nacionalizado canadiense, autor de la importante obra titulada Una historia de la lectura, que lo ha catapultado a la galería de los escritores más famosos de estos últimos tiempos y nada menos que con una historia de la lectura, al parecer un tema muy especializado, pero de tipo autobiográfico, que es lo que le da el toque de singularidad. Al estar muy bien escrita y ampliamente documentada alcanza gran prestancia.
El papel que el entorno familiar de Manguel ha jugado en su formación como lector es, por un lado, perfectamente claro, pero, en otro sentido, en el que se refiere al factor afectivo que lo ligó a su padre en su relación con la lectura, existe una marcadísima parquedad, lo que se explica, y el propio Manguel lo señala, por la profesión de su padre: diplomático. Cuando habla de sus lecturas se refiere a que esta le proporcionaba "una excusa para aislarme o quizá daba sentido al aislamiento que se me había impuesto, ya que, durante toda mi temprana infancia, hasta que regresamos a Argentina en 1955, había vivido aparte del resto de mi familia, al cuidado de una niñera en una habitación separada de la casa…." (Manguel, 1999, p. 24) Y al hablar de su padre y de los libros como parte constitutiva de su hogar, escribe: "Como mi padre era diplomático viajábamos mucho, y los libros me proporcionaban un hogar permanente, en el que podía habitar como quisiera y en cualquier momento, por muy extraña que fuese la habitación en la que tuviera que dormir o por muy ininteligibles que fueran las voces al otro lado de la puerta". (Manguel, 1999. p. 25).
Si es cierto que no encontramos, en forma explícita, en los testimonios de Manguel que hemos podido consultar, un referente al aspecto afectivo paterno filial en su relación con la lectura, sin embargo la influencia de su entorno familiar fue decisiva. Creció entre libros, gozando, además, de todas las facilidades para acceder a ellos. Refiere que su padre tenía en Buenos Aires una biblioteca que casi nunca se utilizaba, pero que su padre había encargado a su secretaria "de que la equipara y ella procedió a comprar libros por metros y a hacerlos encuadernar de acuerdo con la altura de las estanterías, de manera que la parte superior de las páginas en muchos casos había desaparecido y, a veces, hasta faltaban las primeras líneas". (Manguel, 1999, p. 27). Esa biblioteca paterna Manguel la descubre en su adolescencia y comienza a consultar artículos y obras vinculadas al tema de la sexualidad.
Un entorno familiar en el cual las condiciones económicas hacen posible vivir rodeado de comodidades y, en este caso, rodeado de libros, constituye, innegablemente, un medio totalmente favorable para la formación del hábito lector. Pero ello no basta. Porque no existe una relación causal necesaria entre solvencia económica y hábito lector. En una entrevista realizada por Javier Rodríguez Marcos, Manguel al tocar el punto de cómo fomentar la lectura, de si realmente puede hacerse algo para conseguir formar lectores, señala que es poco, por no decir nada, lo que se puede hacer: "Tal vez poner libros a la disposición de la gente. Decirles a los estudiantes que eso les pertenece. No imponer literaturas oficiales. No hablar de clásicos, de reglas, de alta y baja literatura. Son categorías que alejan de lo que debe ser la libertad del lector ante el texto". Aquí vemos reflejada la influencia de su entorno familiar. Él creció inmerso en los libros y gozando de plena libertad para acercarse a ellos. En él se cumplió aquello de que nos habla Fernando Báez: "Los libros no deben llegar a los niños; los niños deben llegar a los libros".Por lo general esto se facilita cuando el niño vive en un mundo en el cual los libros y la lectura es lo cotidiano.
Manguel, que se declarara lector voraz, -aunque no erudito- y poseedor de una biblioteca de más de cincuenta mil volúmenes, cuenta que a los cuatro años pudo percatarse que había "podido transformar unas simples líneas en realidad viva, me había hecho omnipotente. Sabía Leer". (Manguel, 1999, p. 19). Llegó a la lectura, como lo hizo también Savater, porque había tenido acceso desde sus primeros años de vida a los libros, leídos en su entorno familiar y en el caso de Manguel, por su niñera. Este aprendizaje marca definitivamente a Manguel: "Una vez que aprendí a leer las letras, lo leía todo… Cuando descubrí que Cervantes, por su afición a leer, leía "aunque sean los papeles rotos de las calles", entendí perfectamente la necesidad que lo empujaba a esta pasión de basurero. El culto al libro (en pergamino, papel o pantalla) es uno de los dogmas de una sociedad que lee y escribe. El islam aún lleva más lejos esa idea: el Corán no es sólo una de las creaciones de Dios, sino uno de sus atributos, como su omnipresencia o su compasión". (Manguel, 1999, p. 21)
Hijo de padre diplomático viajó mucho desde sus primeros años de vida. Al mes de nacido viajó a Israel, cuando su padre fue enviado a dicho país, y allí estuvo bajo el cuidado de una nodriza checa de lengua alemana que le enseñó alemán e inglés. Acostumbraba a leer en soledad y, como él dice, cada libro era un mundo y en él se refugiaba. Los primeros cuentos que recuerda haber leído son los de los Grimm, los cuales releyó, según sus propias palabras "mil veces". Manguel dice que uno de los encantos de la lectura, común en los libros y en los lectores de cierta edad, es la repetición, la tendencia de los niños y de los viejos es a releer, porque probablemente "pensamos que si un texto nos hizo feliz puede volver a hacernos feliz".
De adolescente, a los doce o treces años, descubre la biblioteca paterna en Buenos Aires, en la cual comienza a leer, en la enciclopedia de Espasa-Calpe, "los artículos que, por una u otra razón, imaginaba relacionados con el sexo: "masturbación", "pene", "vagina", "sífilis", "prostitución". Allí leería -tiempo más tarde- para completar su educación sexual (son sus palabras) El conformista, de Alberto Moravia; La impura, de Guy Des Cars; Peyton Place, de Grace Matalious; Calle Mayor, de Sinclair Lewis; y Lolita, de Vladimir Nabokov. (Cfr. Manguel, 1999, pp. 26-27)
El gran filósofo español Fernando Savater en su importante y sabrosa autobiografía titulada "Mira por dónde. Autobiografía razonada", nos proporciona valiosa información sobre cómo en el seno de su familia fue generándose el gran lector en el cual se convirtió desde muy temprana edad. Su padre, notario de profesión, era muy aficionado a la poesía y a ello atribuye Savater su "adicción temprana y sempiterna al modernismo proviene en gran parte de las poesías que me recitaba -y muy bien por cierto- cuando yo aún no tenía ni diez años. Disfrutábamos especialmente, él declamando y yo bebiendo la música verbal del nicaragüense, (se refiere a Rubén Darío)…" (Savater, 2003,p. 33). Savater nos cuenta también que su padre solía contarle cuentos, protagonizados por un perrito llamado «Pirulo» que acompañaba y ayudaba al gran «Rin-tin-tín». Fue su padre quien le obsequió «El tesoro de la juventud» "probablemente la mayor fuente escrita de información y deleite que he tenido en la vida".
Savater también destaca el papel de su madre, la gran lectora del hogar: "La inmensa mayoría de mis primeros libros me los compró mi madre, la lectora de la casa (a papá, en cambio, nunca le vi leer más que el periódico; en él la literatura era ya pura memoria, por eso probablemente prefería las rimas a otras formas poéticas). Pero fue mi padre quien me regaló Platero y yo, el mismo año en que dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. …" Su madre le leía un cuento ilustrado de animales parlantes, cuyo protagonista era un león, "que yo escuché una y mil veces hasta aprendérmelo de memoria" y que le permitió aprender a leer antes de los cinco años. Es a su madre a quien Savater ha dedicado un bellísimo y muy emotivo reconocimiento titulado Lo que te debo, capítulo tres de sus memorias. Allí leemos:
"Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la última que aún se resiste a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me leías a mí…incluso mucho después de que supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su autor o una conferencia leída (que frente a una espontáneamente recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre". (Savater, 2003, p. 47)
Jorge G. Paredes M.
Lima-Perú
Noviembre 2004
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Autor:
Prof. Bladimir Aguilera O.
Centro de Investigación, Difusión y Educación de Benítez (CINDIEB)
Universidad Nacional Experimental "Simón Rodríguez" (UNESR)
El Pilar, Estado Sucre, Venezuela
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