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La (des)territorialización del ciberespacio: la vigencia de la metodología etnográfica en el entorno virtual

Enviado por Djamel Toudert

    Abstract

    Este artículo plantea algunos de los problemas con que se enfrenta la metodología etnográfica en los entornos virtuales. Partiendo del concepto de "comunidad" como locus de trabajo de la etnografía, propongo que el proceso de la desterritorialización, evidente en el ciberespacio, no debe implicar un paradigma insuperable para la Antropología Social. Al contrario, este proceso puede conllevar una nueva territorialización virtual y, con ello, no solamente nuevos retos en la adaptación de las técnicas y métodos etnográficos a las comunidades virtuales, sino que también permitiría a la Antropología situarse en la vanguardia de la investigación de un mundo basado en las tecnologías digitales, que será la sociedad hegemónica en las próximas décadas.

    La etnografía es una metodología de investigación que no es exclusiva de la antropología social, pero sí le dota de la mayor parte de su identidad como disciplina, casi desaparecidas las culturas llamadas "primitivas" que fueron en su momento su tradicional objeto de estudio. La etnografía se despliega en el campo como un conjunto de técnicas que los antropólogos aplican, orgullosos de buscar el dato observado y contextualizado, y la historia de vida desde dentro del sentido de la comunidad a la cual pertenece el sujeto de estudio.

    Pero la etnografía enfrenta nuevos retos en el ciberespacio. Con la volatilización del concepto clásico del espacio socio-cultural, directamente vinculado al espacio físico entendido como un territorio acotado, geográficamente limitado, el trabajo de campo etnográfico está pasando, desde hace aproximadamente una década, por una reconceptualización que haga posible su aplicación en un entorno virtual. En este texto voy a presentar algunas razones, basadas en la propia experiencia de campo en el ciberespacio, para confiar no solamente en que la etnografía pueda adaptarse al nuevo entorno virtual, sino para insistir en la necesidad y la conveniencia de que lo haga si quiere estar en la vanguardia de las ciencias sociales.

    1. El territorio, los espacios y la territorialidad

    Para empezar, recordemos que en antropología social, el concepto de espacio no coincide con el de territorio físico. Existe el espacio social, el espacio cognitivo, el espacio simbólico, el espacio estructural, y pueden, o no, estar basados o coincidir más o menos con el espacio entendido como un lugar geográfico —con sus coordenadas exactas. Por ejemplo, dos poblados pueden ser vecinos a una distancia de unos centenares de metros, pero debido a que pertenecen a otra lenguaetnia, la distancia social y la representación cognitiva y simbólica de su ubicación, la convierten en una distancia estructural equivalente a decenas de kilómetros físicos.

    José Luis García García, un pionero de la antropología social de la Universidad Complutense de Madrid, lo explicaba ya a mitades de la década de los setenta en su investigación Antropología del territorio (1976), basándose en trabajos de campo llevados a cabo en dos comunidades rurales de Asturias. Argumentaba García, que "espacio" en antropología implica el espacio físico territorial, pero también el tratamiento sociocultural que se le da al mismo. Esto significa que el territorio, como concepto antropológico, es el espacio donde ocurren las relaciones socioculturales—que tiene en cuenta el núcleo habitado, pero también el entorno donde la vida comunitaria transcurre (García, 1976: 19). Estas relaciones le imprimen al territorio un carácter subjetivo, ideológico, simbólico, ya que actúan como una mediación capaz de semantizarlo. Por eso, todo territorio habitado es un espacio socioculturalizado, y en consecuencia, es a partir del espacio social que cobra sentido el territorio (ibíd.: 21).

    Existen dos formas de semantización territorial, vinculadas desde el estructuralismo a dos mecanismos fundamentales del pensamiento humano: la territorialidad metonímica y la metafórica, si bien ambas nunca aparecen desconectadas la una de la otra (ibíd.: 97). Está última hace referencia a la formalización simbólica que hace que un campo semántico sea relativo a una estructura social; o en otras palabras, que ciertos símbolos connoten mediante el proceso metafórico ciertas relaciones humanas. Por ejemplo, en una comunidad social físicamente localizada, unas creencias o mitologías están asociadas a lugares concretos o a cuerpos determinados, como las cosmologías antropomórficas que recaen sobre animales, vegetales y accidentes geográficos, y son representaciones simbólicas de jerarquías sociales o de reglas de conducta. Por eso, la semantización metafórica apela a una estructura formal estática y tiende a la sincronía.

    Por otro lado, la territorialidad metonímica, apela al significado del espacio en el proceso temporal, en el contexto cultural de su realización concreta. Se trata de lo que García llama la "movilización de los signos", dónde se dan substituciones de sentido, desplazamientos y condensaciones semánticas (ibíd.: 142). Por ejemplo, durante un ritual de iniciación, todos los miembros implicados tienen prescritos ciertos movimientos espaciales por el territorio, donde cada lugar va adquiriendo un distinto sentido en cada fase: el significado del espacio va mutando (aldea, bosque, choza de exclusión, casa de solteros) y substituyéndose según los papeles sociales que asigna el ritual (neófito, grupo de iguales, iniciado, niños, adultos, mujeres, etc). Por consiguiente, la semantización metonímica nos remite a una estructura contextual y tiende a la diacronía.

    Las investigaciones sobre la territorialización no dudan en confirmar los procesos socioculturales donde el espacio cobra sentido y nos habla de la sociedad que lo ocupa. Pero ¿cómo el espacio cibernético, aquel basado en bits de información que se mueven de un lugar a otro a través de la fibra de vidrio, saltando de servidor en servidor, como si pasaran por territorios apenas conformados, en estancias efímeras, cómo este espacio cibernético, digo, puede revestirse de un significado expresivo que nos hable de la estructura sociocultural humana que lo habita? ¿Cómo el territorio virtual puede ser semantizado por la cultura si faltan los referentes físicos del espacio, o si estos son muy precarios? ¿Cómo se organiza el territorio virtual en un espacio repleto de sentido basándose en las relaciones sociales desterritorializadas que se dan? Y ¿cómo el etnógrafo puede dar cuenta de todo ello?

    Recordemos en primer lugar, qué hace habitualmente un etnógrafo, preparado para recorrer el campo con una mochila y una grabadora, en un lugar como el ciberespacio.

    2. ¿Por qué los etnógrafos se acercan a Internet?

    Algunos etnógrafos dan sesudas razones para justificar el hecho de atreverse a husmear en el ciberespacio, por investigar en el complejo entorno de las Comunicaciones Mediadas por la Computadoras (CMC), entre los cuales yo también me incluía. Aunque muchas de estas razones están escritas con un aire de "no tuve más remedio", resultan coherentes y lógicas, como si el hecho de hacerlo sin más no fuera sostenible. A pesar de todo, los inconvenientes siempre amenazan con superar a las ventajas.

    Por ejemplo, Robin B. Hamman (1997b), en su estudio sobre el cibersexo en salones de chat de America On Line, se encontró con varias dificultades, la principal de las cuales fueron las malinterpretaciones que se derivaron de un diálogo basado en el texto. Así, sin la comunicación no verbal que proporciona la entrevista cara a cara (gestos, tono de voz, mirada), que también intentó sin éxito, la literalidad de lo textual lo llevó a interpretar una solicitud sincera de ayudarle en su investigación como una proposición sexual. En este sentido, la necesidad de limitar sus entrevistas al entorno virtual, por la dificultad de trasladarse a todos los remotos lugares a los que pertenecían los miembros de un salón de chat, fue para el autor el principal obstáculo de su trabajo. Otro inconveniente que encontró Hamman fue la imposibilidad de localizar los parámetros de la población que puebla los entornos virtuales: cuántos son, quiénes son, de dónde proceden, a qué edad, sexo, raza, etnia, clase social pertenecen, etc. Sobretodo por un sencilla razón: la gente en Internet miente sobre su identidad; o más que mentir, ensaya nuevas identidades en una especie de laboratorio de subjetividades-aunque aquí nos adentramos en otro tema. De hecho, en este punto estoy totalmente de acuerdo con él: en mi propia investigación, la imposibilidad de identificar estas variables con una mínima fiabilidad se convirtió en uno de los escollos más grandes hacia la sistematización de los datos.

    En el caso de Hamman, después de intentar visitar cafés Internet para entrevistar in situ, pronto se dio cuenta que, debido a la naturaleza de su temática, la entrevista on line, anónima, relajada y espontánea, era el mejor procedimiento de acceder a cierta información íntima y delicada. Pero, a pesar que la metodología etnográfica reconoce que la investigación no puede ser totalmente diseñada en la fase previa al trabajo de campo sino que debe ser actualizada durante el mismo (Hammersley y Atkinson, 1994: 41), ¿por qué no haber diseñado la investigación desde un comienzo con la idea de trabajar en el ciberespacio, ya que su objeto de estudio se localizaba en el mismo? ¿Por qué, en vez de dar razones sobre por qué hacerlo, no procedió a instalar una metodología, más o menos precaria, para conocer como investigar las CMC desde su interior, sin salir de ellas y sin violar barreras éticas?

    Antes de llegar a estas preguntas, que más bien parecen conclusiones, en mi caso también pasé por estas fases de acercamiento al ciberespacio. Entre los años 2001 y 2003 llevé a cabo una investigación sobre la construcción de la subjetividad de los adultos interesados sexualmente en niñas: así, fantasías pedofílicas en forma de literatura popular y biografías donde no faltaba el abuso sexual sufrido o infringido, se convirtieron en mi objetivo etnográfico.

    Inicialmente, diseñé el nuevo trabajo, sobre los llamados "pedófilos", intentando aprovechar un estudio previo realizado en varias ciudades mexicanas sobre la Explotación Sexual Comercial de Niños, que había sido coordinado desde el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, en la ciudad de México. En esta investigación, a causa de sus objetivos, me orienté básicamente hacia las niñas y niños sexualmente explotados en las ciudades turísticas de Cancún y Acapulco (Ruiz Torres, 2003a). Entonces, ahora, ¿por qué no hacerlo también con los explotadores? Pero el primer problema fue insalvable: ¿cómo localizar a los adultos con una orientación sexual perseguida y estigmatizada, y que voluntariamente quisieran colaborar? ¿Cómo hallar a gente dispuesta a participar sin asustar a los sujetos de estudio, o simplemente, sin invocar el silencio y secretismo en el que usualmente viven—fuera de Internet? La respuesta cayó por su propio peso: encontrarlos en el ciberespacio, un lugar donde chats y comunidades virtuales están poblados de jóvenes y adultos dispuestos a compartir, además de sus materiales ilegales, sus historias y fantasías acerca de contactos sexuales con niños y niñas.

    Así pues, en un primer momento, había emprendido un nuevo proyecto con una metodología concreta para hablar con los pedófilos, consumidores de los servicios sexuales de las niñas y adolescentes que había entrevistado, o poseedores de las imágenes de pornografía infantil que ya había interpretado en otro lugar (Ruiz Torres, 2003b). Pero debido a las dificultades que se hicieron evidentes bien pronto (imposibilidad total de encontrar participantes en el espacio físico, aquellos mismos de los que me hablaban las niñas entrevistadas en la primera investigación, o de los que conseguí las imágenes en la segunda, se convertían ahora en inaccesibles e invisibles), reorienté la metodología etnográfica hacia el ciberespacio: entrevistas online, observación participante, e historias de vida. Pero, ¿cómo iba a desarrollar todo este programa? Otras investigaciones sobre temas de pedofilia en Internet (Muntarbhorn, 1996; Mahoney y Faulkner, 1997; Calcetas-Santos, 1997, 1998; Arnaldo, 2001; O’Connell, 2001; Jenkins, 2001; Silverman y Wilson, 2002) ya habían sido diseñadas desde el principio para trabajar en el ciberespacio y, aunque fueron de mucha ayuda por lo que respecta a los hallazgos, poca información proveyeron sobre cómo hacerlo, sobre la metodología (excepto, quizás el magnífico texto de Jenkins): ¿cómo contactar? ¿Cómo presentarse? ¿Cómo ser aceptado? ¿Cómo lograr que los sujetos de estudio quieran ser entrevistados?

    Con la idea en mente de que moverse en el ciberespacio era la mejor forma de acceder a este sector social fuertemente perseguido y estigmatizado, además de disperso en varios países hispanohablantes, el proyecto en el entorno virtual siguió adelante con un éxito suficiente, como veremos más adelante. Pero ¿son éstas las únicas razones válidas para substituir la grabadora por la entrevista textualizada en formato digital, que el acceso sea imposible por los medios tradicionales de la etnografía? Obviamente, existen claras ventajas para desarrollar la etnografía en el ciberespacio cuando el tema de estudio (interés centrado en conductas desviadas o delictivas) hace del anonimato y de la mediación digital, que permite Internet, una bendición para las pesquisas sobre estos sujetos de estudio.

    Algunos autores, todavía en etapas tempranas de la eclosión social del ciberespacio, dieron la bienvenida a la etnografía al entorno virtual, detallando los diversos campos en lo que la antropología podía desarrollarse exitosamente en Internet, y sin necesidad de buscar justificaciones (Escobar, 1994). Y es este el punto que precisamente me gustaría reivindicar aquí. Además de la ventaja en objetivos de estudio concretos, trabajar en el ciberespacio es más que un medio de acceso a la información mediante la imitación o emulación de los métodos tradicionales sino hay otro remedio. Con un moderado optimismo pienso que, al contrario, el ciberespacio y, en general, la hipermedia digital y el hipertexto, también pueden proveer de metodologías renovadas para la obtención de los datos, el análisis y la intepretación hecha por el autor (y otros participantes/autores), así como la propia lectura de los textos etnográficos. Y todo esto pasa por la renuncia a entender el territorio geográfico como una condición necesaria para el desarrollo del trabajo etnográfico.

    El ciberespacio, como medio de comunicación basado en las tecnologías digitales, puede hacer posible una nueva "etnografía multisemiótica" (Mason y Dicks, 1999) gracias a que: (a) logra nuevos procedimientos de acceso a la información; (b) consolida la validación de los datos al crear nuevos cruzamientos para contrastar las fuentes, algo que la etnografía clásica denomina "triangulación" y considera vital para evitar confiar en apenas una sola fuente de información (Hammersley y Atkinson, 1994: 39); (c) facilita la yuxtaposición de medios entre lo escrito, lo visual y lo aural (realidad virtual) sin que éstas últimas funcionen solamente de apoyo; (d) permite analizar e interpretar la información sin pasar de lo oral a lo escrito, sin salir de una formato textual, ya que las entrevistas y las conversaciones, son directamente escritas; (e) también abre nuevas maneras de organizar la interpretación y la argumentación; y (f) permite las referencias cruzadas y el desarrollo de vínculos [links] hacia diversos medios (texto, fotografía, vídeo, sonido, etc.) en todas las fases de la investigación. Tal y como arguyen Mason y Dicks (1999), se trata de un "arte de dar mucha más autoridad [authoring]) a la etnografía", como ya ha sido hecho en los libros y en las películas. Dar más autoridad en el sentido de dar más autores, más perspectivas, más lecturas, más potencial creativo e interpretativo. Como veremos más adelante, a esta nueva perspectiva de la etnografía se la conoce como "hipertextualidad".

    Para Mason y Dicks, las tecnologías computacionales como la web y el multimedia permiten que los textos etnográficos converjan con las "preocupaciones de la teoría crítica y el postparadigma etnográfico" (1999), capaces de acentuar el multiperspectivismo (la lectura y construcción de la realidad desde diversos ángulos) y la intertextualidad (la conexión con otros textos ya escritos o con cualquier referencia vinculada). Incluso podríamos llegar a afirmar que el ciberespacio viene a reforzar el concepto holístico que siempre ha tenido la etnografía.

    No obstante, todo esto suena demasiado optimista. El proceso de adaptación de la etnografía al entorno virtual y los medios digitales no será fácil, ni estará exento de errores, novatadas y simplificaciones, así como desmesuradas experimentaciones multimedia. Pero, lo que sin lugar a dudas no se puede negar es que, esta ciberetnografía que viene, permitirá a la antropología social estar en la primera línea de la investigación en la era de la información. Las nuevas maneras de comunicación, las nuevas formas de construir identidades personales y colectivas y las nuevas formas de interacción, van expandiéndose e inundando otros espacios tradicionalmente ocupados por las formas antiguas de socialización y subjetivación, basadas en un territorio geográfico. Las peculiaridades de la subjetivación en la era digital alcanzará a toda la población de mundo occidental y no occidental (por lo menos a sus clases dirigentes), por lo que la investigación en el ciberespacio es la investigación de algo a lo que nos acercamos, que no sabemos en qué se convertirá, pero sí desde dónde parte.

    3. Territorio y comunidad en la etnografía clásica

    Las definiciones que las ciencias sociales nos han dado de "comunidad", durante más de un siglo de investigaciones, son extremadamente variopintas (por no decir pintorescas): hay muchas según autores y corrientes sociológicas, y algunas de ellas llegan a ser contradictorias. Los pocos estudiosos que se han dedicado a recabar las definiciones han concluido con pesimismo que "comunidad" es más una "palabra ómnibus" (Poplin, en Hamman, 1997b) que un concepto científico.

    En la antropología social, muchas veces el concepto de "comunidad" ha sido identificado metodológicamente con el objeto de estudio. Esto es síntoma de cierta herencia naturalista de la antropología, la cual ve los lugares naturales, identificados como un territorio concreto, como objetos de estudio (Hammersley y Atkinson, 1994: 56). Se trata, por ejemplo, del caso de muchas etnografías clásicas, conocidas como "monografías" o "estudios de comunidad".

    Esto quiere decir que para algunas escuelas de pensamiento social, como el funcionalismo, estudiar todos los aspectos de una comunidad, de tamaño reducido, donde predominan las relaciones cara a cara y, por tanto, más accesible para el etnógrafo, llegaba a ser el propio requisito del holismo inherente a la etnografía: recoger todos los aspectos de la vida social (económicos, religiosos, políticos y de parentesco) para que conductas, representaciones o simbolismos y artefactos materiales pudieran tener un sentido en una totalidad significante. De esta manera se llegaba a identificar el objeto de estudio con la población estudiada y a la pregunta: "¿qué has estudiado?" se le respondía muchas veces con el nombre de un lugar, o la denominación de los indígenas. ¿Por qué pasaba esto?

    En primer lugar, porque la etnografía se vinculaba tanto a un territorio físico, cuyas fronteras estaban muy bien definidas, como a una comunidad "cerrada", cuyos límites sociales estaban bien constituidos, o eso se creía entonces. Los lugares de estudio eran aldeas o comunidades tribales, con un número de habitantes por lo común de varias decenas, y aunque los intercambios con otras comunidades también existían (eran, de hecho, parte de la explicación de, por ejemplo, el parentesco) el etnógrafo tenía a su alcance las relaciones de todos los individuos y, por tanto, la comprensión de toda la actividad social y cultural. Así, para comprender la institución del kula, Malinowski estudió todos los aspectos de la cultura de las islas Trobiand como requisito metodológico. Esto era favorecido por la pervivencia de comunidades con altos grados de aislamiento (real o ideológico) respecto al mundo occidental, o a las potencias coloniales—aunque posteriormente se demostrara que las presuntas comunidades cerradas ya estaban siendo transformadas por su contacto con ese mundo "exterior". Por tanto, desde la antropología social, "comunidad", tanto en la teoría como en la práctica del trabajo de campo, era el instrumento metodológico por excelencia: "comunidad" y objeto de estudio, usualmente eran confundidos.

    Desde hace unos años, con la generalización de la llamada antropología urbana, donde las investigaciones se realizan en sociedades complejas con borrosos límites físico-sociales, así como con la renovación de las corrientes teóricas, esta identificación entre comunidad y objeto de estudio cayó en desuso. Es más, llegó a convertirse en blanco de las críticas de ciencias sociales afines: sin objeto de estudio no hay problema de investigación. De hecho tenían razón. Como afirman los autores de una excelente guía del etnógrafo (Hammersley y Atkinson, 1994), ni es posible dar una informe exhaustivo de ningún objeto, ni tampoco el objeto de investigación puede ser isomórfico con el medio en el que se ubica: "un medio es un contexto determinado en el cual ocurren los fenómenos, que pueden ser estudiados desde varias perspectivas", por lo que un objeto de investigación siempre es un fenómeno visto desde un ángulo teórico específico. Y eso depende en mucho de la pregunta de investigación que hagamos y de nuestra orientación teórica. Además, el objeto de estudio puede no circunscribirse a un territorio limitado y entonces, puede ser necesario salir fuera del lugar (1994: 57).

    Aunque ahora la antropología sigue conservando su vocación holística, usualmente, las monografías son escasas, y los estudios se vinculan a un problema de investigación bien definido, para el cual se identifican los actores sociales y las dinámicas de interacción involucradas en el problema, y nunca se estudia toda la comunidad como tal y como un todo. Holismo se entiende más como una totalidad de comprensión para resolver un problema de investigación, que como una totalidad exhaustiva de la vida social vinculada a un territorio.

    Pero lo que ha sido constante en la etnografía, hasta hace pocos años, es la vinculación de la comunidad de análisis (dónde se plantea un problema de investigación) con un territorio físicamente determinado—y eso a pesar de que, en antropología, el espacio social no se corresponde con el físico. O como mucho con dos territorios si se trataba de estudios comparativos, o transculturales—por ejemplo, los estudios de migración. Pero las etnografías necesitaban estar localizadas en el espacio, a ser posible en un territorio no muy grande—sea aldea rural o barrio urbano. De alguna manera, incluso como requisito para demostrar que sí se "estuvo ahí" (Geertz, 1990).

    4. La comunidad virtual ¿emulación o innovación?

    Algunos autores (Hamman, 1997; Reinghold, 2000) han relacionado el auge de las comunidades virtuales en el ciberespacio con la pérdida de lo que se conoce como "terceros lugares", lugares que sin ser los espacios familiares y de trabajo, son vitales para la socialización, la vida pública informal. Así, centros de ocio, iglesias, plazas, parques, paseos, son espacios cada vez más escasos—proceso muy evidente en los EE.UU, a causa de las características de su urbanización. Pero, debido a que estos espacios en recesión constituyen sitios imprescindibles para la vida comunitaria, estos sociólogos afirman que las relaciones y el intercambio en el ciberespacio y la formación de comunidades virtuales a través de las tecnologías digitales, han venido a yuxtaponerse e, incluso, a substituir las funciones tradicionales de los terceros lugares localizados físicamente.

    Pero también hay otras razones para el auge de chats y salones virtuales. Estos nuevos espacios de socialización, definidos por Reinghold como "agregaciones culturales que surgen cuando un número suficiente de gente se topa con otros el suficiente tiempo en el ciberespacio" (2000: 413), emergen, no obstante, al calor de intereses compartidos. Estos intereses son, obviamente, de todo origen y color y, lo que es más importante, la mayoría de ellos se comparten también en el mundo físico, aunque con otros estilos y asiduidad, por lo que toda la gente puede formar parte de estas comunidades en algún momento de su vida. Sólo basta con tener acceso a una conexión a la red mundial de Internet. Es decir, que haya una continuidad mínima en la comunicación es un requisito indispensable para hablar de comunidad virtual, pero también que exista un interés compartido por sus miembros, así como visitantes eventuales, como causa fundacional y leiv motiv de su dinámica interaccional.

    No obstante, muchos de estos intereses también pueden ser tan poco comunes o tan extraños e inusuales, e incluso ilegales, que obligarían a sus aficionados a grandes desplazamientos geográficos, o a reuniones clandestinas, para tener una conversación en tiempo real, o llevar a cabo un intercambio, con sus camaradas. En el caso de las comunidades dedicadas al intercambio de pornografía infantil y opiniones de pedofilia, la pertenencia a las comunidades virtuales, o por lo menos, el meter las narices en este mundo, representa para la mayoría de sus miembros algo más que un afición para sus ratos libres. La participación en estas comunidades, con más o menos implicación, con el tiempo, puede llegar a significar para sus miembros —exceptuando, quizás a los curiosos— la posibilidad de desarrollar nociones tan importantes como la identificación personal positiva con el estigma que perciben y sufren, y la continuidad y coherencia de una orientación sexual normalmente inconfesable. En estos casos, en definitiva, es necesario que exista una fuerte motivación, pero que sea también experimentada como una necesidad insoslayable y fuente habitual de ansiedades vitales.

    Pero, ¿cuáles son las características básicas de las comunidades virtuales, y sobre todo, aquellas que las distinguen de las comunidades de base territorial? He aquí algunas de ellas:

    (a) La "territorialidad" se basa en la red o, más coherentemente, son comunidades desterritorializadas. Esto puede llegar a significar, paradójicamente, que las personas y las informaciones de las que son portadoras son virtuales, y por tanto, no "están ahí". Es la antítesis del "estar ahí" etnográfico de Clifford Geertz (1990), razón por la cual, este paradigma podría ser demoledoramente cuestionado en la era digital si la antropología social no es capaz de prescindir de esta presencialidad territorial para dar constancia de su saber.

    (b) La geografía es contingente pero no determinante. Se deduce que entre la textualidad (o iconicidad, en el caso de las webcams) de la pantalla y un individuo situado en un lugar hay una relación de correspondencia, ambos físicamente existentes, cuerpo y territorio. Pero el lugar del que se trate, ni el cuerpo de que se trate, no determinan la existencia de la comunidad, no son su "punto de partida o constreñimiento" (Lévy, 1998: 29) —así como sí ocurre, en cambio, con las comunidades de base territorial y con los cuerpos presenciales. La comunidad virtual no está fundamentada en el territorio, sino que es desde el principio "guiada por pasiones y proyectos, conflictos y camaraderías" (ibíd.: 29).

    (c) La ubicuidad de sus miembros y la irrepresentabilidad de su conjunto. No se trata de que la gente esté en todas partes, sino que la comunidad virtual se identifica simbólicamente con cualquier lugar del mundo—o del dominio lingüístico del inglés, español, etc. No se puede representar sobre un mapa o plano, sino que hay que imaginársela "irrepresentable" desde el punto de vista icónico. Por consiguiente, es imposible crear un mapa de una comunidad virtual, porque no se puede componer un icono como un signo que mantenga una relación de semejanza con ella.

    (d) Los nuevos sistemas de comunicación digital imponen un ritmo diferente a los intercambios en las comunidades virtuales. Así, la velocidad del registro y la transmisión se ha revolucionado, así como los planos comunicativos y sus cualidades. Con ello, nuevas formas de relacionarse surgen en las comunidades virtuales, como las conversaciones paralelas en pantallas simultáneas de atención jerárquica, los diálogos caóticos, arrítmicos, desiguales e irrecíprocos de los chats, o los intercambios vinculados al hipermedia (fotos, vídeos, canciones).

    (e) La interacción social tiene poca inercia y suele carecer de lugares referenciales fijos. Los intercambios carecen de un punto de orientación estable, que en el espacio presencial suele ser un sitio determinado de un territorio. Sus móviles y nómadas miembros pueden aparecer cuándo y dónde quieran, o sólo hacerlo una vez y esfumarse. No hay puntos centrales, sino parábolas caprichosas: "la virtualización reinventa una cultura nómada, no mediante un regreso al Paleolítico o a las tempranas civilizaciones de pastores, sino creando un medio de interacción social en el cual las relaciones se reconfiguran con un mínimo de inercia" (Lévy, 1998: 29).

    (f) Los sujetos son anónimos y se presentan con identidades múltiples. Existe una subjetividad creativa, una formación de identidades sociales "a la carta" según los caprichos o los fantasmas de los individuos. Si es cierto aquel dicho de que "nunca llegas a conocer del todo a una persona", el ciberespacio es el lugar ideal para comprobarlo.

    Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo con la corriente hegemónica de pensamiento que habla con euforia de la nueva sociedad del conocimiento basada en las tecnologías digitales. Ciertamente, las nuevas comunidades virtuales, con un presencia y dinámica social capaz de substituir las tradicionales relaciones cara a cara y los encantadores espacios históricos de socialización informal, pueden generar en algunos muchas dudas.

    Robert Nirre (2001), pseudónimo de una programador informático de San Francisco, se muestra muy escéptico al respecto. Quizás fastidiado de tanto optimismo cibernético, para él, las comunidades virtuales no son más que una ilusión, un espejismo de sociedad, que en realidad están basadas en un espacio inexistente, que sólo consiste en información e interfaces. Así, cuando nos conectamos a Internet, abrimos un vínculo, hacemos una búsqueda, o charlamos con alguien, no existe un espacio físico, pero tampoco un espacio conceptual: "existen lugares, pero nada entre ellos, no hay interespacialidad" (Nirre, 2001). La distancia ordena, la distancia hace visible y provee de zonas neutrales; la falta de estas cualidades del espacio hace que las "marcas registradas" sean el principal principio ordenador. Para crear la condición de realidad "los cavernícolas del no-espacio deben imbuirse en los medios de topología tradicionales donde pueden adquirir la visibilidad que la web no ofrece". Por eso los cibernautas novatos se sienten al principio tan desorientados (ibíd.).

    La existencia de las comunidades también es cuestionada por Nirre. Para él, el cibernauta, encerrado en un bucle permanente a través de la unión de la pantalla, el ratón y el teclado, interactúa solo. Más aun, "la web existe para proveer acceso a la información, no a una comunidad" (ibíd.). Las tecnologías digitales no pueden crear espacios, sólo presentar interfaces que conducen a una información. Por tanto se pueden usar, pero no estar dentro de ellas. Las distancias son arbitrarias y los lugares vacíos.

    Pero más grave todavía es la acusación que Nirre lanza contra el mundo virtual como devorador de la realidad, de la historia y del mito ¿Es posible que el territorio virtual sea un no-espacio incapaz de recibir una ordenación simbólica? ¿Es posible que la metáfora y la metonimia, funciones básicas de la mente humana para el estructuralismo, no puedan significar el ciberespacio ni otorgarle sentido, por estar fuera de la historia, fuera del mito, fuera del contexto real, en un lugar no simbólico?

    5. El nuevo territorio virtual o la (des)territorialidad metonímica y metafórica

    Conocemos ya algo del acercamiento de la etnografía a los entornos digitales, de cómo el concepto de comunidad ha sido el "niño mimado" de la antropología social y se ha convertido en un escollo para la ciberetnografía. También qué podemos entender ahora por comunidad virtual, así como del escepticismo con que algunos, desde dentro, acogen la euforia ciberespacial. Llegados a este punto lanzamos la pregunta: ¿Es posible para la etnografía localizar y describir una comunidad virtual en los términos de un territorio semantizado? Nosotros creemos que sí, y lo vamos a intentar mostrar con un ejemplo propio.

    Todo espacio semantizado implica un centro cualitativo desde el cual parte el proceso de formalización espacial para crear lo que se conoce como un campo semántico (García, 1976: 167). Este centro cualitativo puede significar (dotar de sentido) dentro de un campo semántico organizado alrededor de la edad, la religión, las creencias políticas o cualquier tipo de variable.

    Según la etnografía clásica, que necesita un espacio físico y real como imprescindible materia prima para la simbolización de las relaciones sociales, y según algunos críticos de la web, como acabamos de ver, sería imposible encontrar un campo semántico sin una base territorial. Pero, con poco que naveguemos en Internet, lograremos convencernos que una comunidad virtual es un locus perfectamente simbolizable, donde miles de individuos se buscan, se encuentran, entran, salen, se presentan, se conocen, dejan regalos y los reciben, se agradecen, se insultan, se lamentan, se despiden enojados o regresan contentos, nada que un contemporáneo Marcel Mauss no pudiera reconocer como un lugar de intercambio simbólico.

    Por ejemplo, el centro cualitativo de nuestro campo semántico on line en las comunidades virtuales dedicadas a la pedofilia —y también el centro simbólico y generador del orden político interno, no cabe duda— se deriva de la posesión o no de imágenes de pornografía infantil para poder compartir. Por lo tanto, son los espacios dedicados a la exposición de esas imágenes los centros cualitativos —buzones de fotografías y vídeos o links en MSN, así como messenger privados. El espacio aquí, el lugar donde están las imágenes para compartir, ilocalizable territorialmente (algún servidor fantasma, o una delirante ruta de servidores) es semantizado también, por lo que podemos hablar de un espacio sociocultural en un territorio virtual, o quizás en un no-territorio espaciovirtual.

    A partir de este centro cualitativo cristaliza una oposición, y se reconocen (todos aprenden a reconocer y a ser reconocidos) dos categorías de miembros, con los cuales se establecen diferentes relaciones sociales: a) los poseedores de imágenes (los iniciados); b) los no poseedores de imágenes (los neófitos). Entre los primeros se consolida una exclusividad positiva, mientras que entre los novatos, desposeídos de imágenes, se instaura una exclusividad negativa (García, 1976: 77). Esto quiere decir que los primeros tienen derecho a ocupar el espacio de la comunidad virtual, mientras que los segundos o no lo han tenido nunca, o lo han perdido por negligencia.

    Por poco que observemos, nos daremos cuenta que estamos frente a una territorialización semantizada, aunque facilitada, no cabe duda, por el hecho de que a estas comunidades se accede mediante aprobación del "administrador", el creador —con lo cual tiene la potestad de expulsar a quien quiera en todo momento. Hay, por consiguiente, un centro cualitativo capaz de generar segregaciones y exclusivismos, y prohibiciones de penetrar o permanecer allí dónde no se le permite a alguien.

    Parece evidente que aquí nos movemos sobre una territorialidad metonímica. Los mismos espacios adquieren significados diferentes para los mismos sujetos según la posición que ocupen éstos en la (proto)estructura social de la comunidad virtual, y según ésta vaya creciendo, aumentando de miembros y reconociéndose su importancia entre los rumores de los "nómadas" —cibernautas antiguos que recorren muchas comunidades según avanza el proceso de apertura y cierre de las mismas. El contexto en esta provincia de Internet está en constante transformación, y con ello el significado del espacio.

    Por ejemplo, si la comunidad dura mucho tiempo y el administrador decide protegerla prohibiendo la exposición directa de imágenes ilegales, el buzón de fotos pasa de ser el centro cualitativo a un cuchitril sin nada interesante y, además, simbólicamente peligroso, un lugar donde mejor no entrar; mientras que el buzón de mensajes, donde están los links hacia los archivos digitales, se convierte en el nuevo centro cualitativo y el espacio de paso obligatorio. Por otra parte, si un miembro gana posiciones porque aporta muchas imágenes y se muestra solidario, su estatus cambia, y los espacios para él se resignifican. Así, el administrador lo puede convertir en ayudante del administrador, y así goza de los mismos privilegios que él para aceptar o rechazar miembros. Entonces, puede pasearse por dónde quiera. Y lo que es más importante, gana puntos para acceder a los míticos grupos de élite, grupos de administradores escogidos donde supuestamente se comparten materiales de primera calidad, sólo al alcance de unos pocos.

    En este punto, vemos que también es posible interpretar una territorialidad metafórica en las comunidades virtuales. Aparte de la estructura social que se expresa en el lenguaje, y que es evidente en las clasificaciones jerárquicas, existe también una estructura mitológica en este sector del ciberespacio, que aunque sería material para un estudio propio, podemos esbozar aquí.

    Esta estructura mitológica está basada en personajes, historias y lugares que se oyen comentar en muchas comunidades, llevadas de oasis en oasis por los nómadas del desierto, y que siempre hacen referencia a un mundo de fundaciones heroicas, comunidades que duraron años con miles de miembros, y de historias de cómo los mejores, los sabios miembros de la élite, han llegado dónde están. También se hace referencia a websites, buzones de fotos o comunidades, de momento inalcanzables, donde la pornografía es inacabable y perfecta; a territorios prohibidos, páginas web que son preámbulos del infierno del pedófilo públicamente descubierto, donde uno nunca debe de meter las narices porque son trampas de policías. Y por supuesto, a conductas de riesgo personificadas por individuos con los que nunca hay que hablar, sujetos peligrosos que se muestran solidarios pero, en realidad, son traidores "antipedos".

    También existen procesos rituales que obligan a conductas protocolarias, obligatorias, a ritos enraizados en la estructura social y derivadas de la mitología ciberpedófila. Por supuesto, el ritual de iniciación en la comunidad, sobretodo si el nuevo feligrés hace patente su ignorancia, consiste en bromas crueles y humillaciones, imponiéndole la dura prueba del aprendizaje autodidacta o con poca ayuda, a ver si es capaz de conseguir la destreza técnica necesaria para moverse en este medio. No obstante, también hay miembros que ofrecen sus conocimientos desinteresadamente a los recién llegados—o quizás con el interés de agradar al administrador.

    Otro tipo de conductas rituales consisten en el cumplimiento de reglas, lo que hay que hacer para exorcizar el ser virtualmente eliminados o literalmente cazados por los ciberpolicías. Tales son, por ejemplo, el uso de eufemismos en el lenguaje (sobre todo para nombres de comunidades y buzones de fotos); el no alardear demasiado ni poner a la venta la pornografía que uno posee; y la exigencia continua de solidaridad, aunque sea con una sola fotografía, pese a que, en realidad, ello no demuestra que alguien no sea un "espía" de los enemigos.

    Casi toda esta estructura mítica apela a las normas de comportamiento exigidas para que las comunidades no sean eliminadas. En definitiva, a las normas que permitirán al grupo y a sus miembros sobrevivir, representadas en forma de relatos, personajes y lugares míticos. Una interpretación, salvando las distancias, no muy lejana de la que dio Lévi-Strauss (1987) al mito de la gesta de Asdiwal de los indígenas pescadores de la costa oeste del Canadá.

    Pero, quizás haya llegado demasiado lejos en este análisis ¿Es posible considerar el buzón virtual un territorio donde opere una semantización, aunque este espacio carezca de existencia física? ¿Es posible interpretar un territorio donde lo simbólico carece de referente espacial físico? Nosotros creemos que sí es posible. Es más ¿se necesita la existencia real para ser virtual?—sería la pregunta seminal detrás de esta discusión. Según Pierre Lévy, no, ya que para lo virtual es suficiente a veces con literalmente "no existir" (Lévy, 1998: 27).

    6. Investigar el ciberespacio o en el ciberespacio

    Estudiar en el ciberespacio no está exento de muchos de los problemas que también posee la metodología etnográfica tradicional; y en algunos casos, incluso se acentúan. Uno de los más acuciantes es del involucramiento del etnógrafo en la forma de vida de los sujetos entre los que estudia, algo que también conlleva aspectos éticos que no se pueden olvidar.

    En el mundo presencial, el trabajador de campo, una vez ha logrado ser aceptado en la comunidad donde realiza su investigación, rara vez pasa desapercibido o es tratado siempre como un extraño. A medida que pasa el tiempo y se suceden las entrevistas y las observaciones, y se acrecientan las empatías (o antipatías), los sentimientos de amistad y reconocimiento pueden aflorar, tanto desde las personas anfitrionas como del propio etnógrafo. Con ello, los habitantes de la comunidad se suelen interesar por aspectos de la vida personal del investigador, y en reciprocidad, es común compartir estos intereses que parten de la necesidad de reconocimiento en la interacción personal. Usualmente, el problema, si es que lo hay, se reduce si desde un primer momento se dejan bien establecidas las intenciones del etnógrafo, su tiempo de permanencia y el uso que se hará de la información. Por lo demás, todo depende de las capacidades personales para en el buen trato con la gente, así como la voluntad de ser generoso y respetuoso. Pero en el ciberespacio las cosas son un poco diferentes.

    Para empezar, no es lo mismo investigar sobre el ciberespacio que hacerlo en el ciberespacio. Estudiar sobre el ciberespacio lo puede hacer alguien que jamás haya navegado en Internet, sería suficiente con dotarse de una buena bibliografía—aunque dudo mucho que a algún antropólogo le permitieran hacer esto. También puede ser un trabajo etnográfico cuya pregunta de investigación esté centrada sobre el propio entorno digital, por ejemplo, cuáles son las nuevas reglas de comunicación (la famosa Netetiquette) que se establecen en una comunidad virtual.

    En cambio, estudiar en el ciberespacio es otra cosa. Quiere esto decir que el ciberespacio es propiamente un canal, un medio, el contexto, un lugar marco, de hecho un nuevo territorio virtual donde la vida social se desarrolla y no un objeto de investigación en sí mismo. Entonces puede uno estudiar entre los aficionados a las armas, o los creyentes en los OVNIS, y acercarse al ciberespacio porque es el lugar donde los sujetos están—al igual que acudiríamos a un club de caza o a una asociación de observadores del cielo, en la realidad presencial, sin mostrarnos muy interesados en la arquitectura de los edificios que albergan tales asociaciones.

    Cuando se está investigando en el ciberespacio para un tema controvertido y tabú, como la pedofilia, porque es el lugar donde está la gente que buscamos, los "habitantes" de un entorno virtual, muchos de ellos de simple paso, y la mayoría desconfiados y poco corteses, son muy diferentes a los que encontraríamos en un trabajo de campo presencial durante meses. Nadie ha visto al etnógrafo, no saben qué quiere, ni tampoco les interesa mucho y, sobre todo, no se fían de lo que un internauta les diga acerca de su persona a través de la pantalla.

    Al mismo tiempo, el ciberetnógrafo está constantemente tentado a ser menos respetuoso que en la vida presencial: uno puede cerrar la pantalla si en un chat se ponen las cosas feas, se atrevería uno a mentir sobre las propias intenciones para conseguir el propósito deseado, y se permite a uno mismo, en el mejor de los casos, no fingir pero tampoco decirlo todo. Al fin y al cabo, el territorio virtual no conlleva desplazamientos del propio cuerpo, y uno puede ir y venir del mismo sin levantarse de la silla, y sin exponer la integridad física. En el fondo, algún convencimiento profundo parece susurrarnos que, en realidad, ese lugar no existe, y todo se trata de un simple juego.

    En mi caso, las preguntas, los acosos, las groserías, los insultos hacia mi persona(je) fueron bastante frecuentes, sobretodo en la fase inicial de la etnografía—algo que ya ha sido reconocido por psicólogos de Internet como una tendencia de la comunicación no presencial: las "guerras sañudas" (Wallace, 2001). Uno está ahí, pero no tiene nada que hacer en ese lugar si no "eres como ellos" y compartes sus intereses. El primer contacto en el chat se saldaba con infinidad de solicitudes compulsivas de imágenes de pornografía infantil, por parte de todos y hacia todos, y escasas conversaciones de interés. Algún diálogo iniciado por el etnógrafo, tipo "¿han tenido experiencias reales con niñas?" o "¿cómo son sus fantasías sexuales?" en alguna ocasión dieron pie a intervenciones de interés. Pero hasta no establecer conversaciones más directas mediante el uso del messenger, después de meses de acercamiento y negociación, los diálogos fueron casi siempre banales. Aun así la demanda de pornografía no cesaba, no solamente por interés personal, sino para certificar que yo era uno como ellos y no un infiltrado, un policía. También las preguntas personales e íntimas se sucedían, en una más que comprensible exigencia de reciprocidad a cambio de sus intimidades: "¿y a ti, cómo te gustan las niñas?" me preguntaban.

    Las situaciones fueron a menudo complicadas, pero la solución más cabal siempre pasaba por explicarles cuál era mi intención, sin asustar necesariamente al personal. Una especie de "me interesa conocerles porque les entiendo" pero sin entrar en actividades ilícitas, como compartir imágenes. Al final, siempre me quedó la impresión de que alguien de los dos había sido poco ético con el otro, o de que el "territorio" que pisaba era extrañamente incierto y liviano.

    7. El acceso a la información: técnicas clásicas para un nuevo entorno virtual

    Más atrás me preguntaba cómo sería posible aplicar las técnicas clásicas de la etnografía (la observación participante, las entrevistas y las historias de vida, entre otras) en el nuevo entorno del ciberespacio, donde los sujetos de estudio no están localizados, aparecen y desaparecen, y su identidad se muestra como zigzagueante, incierta, espectral, servida a la carta. Además, donde los signos más pertinentes para localizar el engaño o la suplantación, el lenguaje no verbal, están ausentes por el monopolio de lo textual —excepto en las webcams, nunca usadas por los ciberpedófilos.

    La observación participante es bastante accesible. Sólo hay que encontrar un salón de chat sobre pedofilia, que son muy numerosos en idioma español en rooms de temática libre —escogida por los internautas. Pero es necesario, (a) o bien pasar desapercibido y estar sólo de observador o, (b) de alguna manera, hacerte pasar por uno de ellos, siempre y cuando nos abstengamos de compartir imágenes —además de la falta de ética y su ilegalidad, entraríamos en una espiral de demandas hacia nosotros. En los chats sobre pedofilia, la posibilidad de presentarte como un investigador social está totalmente fuera de lugar: provoca la indiferencia o el rechazo explícito.

    Para los que se inician, los salones de charla provocan una descorazonadora impresión de caos, de falta de reciprocidad y de egoísmo: nadie habla con nadie en el sentido de mantener una conversación, la gente suelta preguntas, reclamos y se dirige a alguien sin esperar respuesta inmediata y sin obtenerla. Sólo, de vez en cuanto, Vergón se dirige a Comeñinas para recordarle algo que nos resulta inteligible; pero se trata de un asunto entre ellos, y después otra vez el caos. Dan ganas de mandar un grito para reclamar la atención, pero esto también resulta totalmente inocuo. Luego descubres las conversaciones con los usuarios a través de los canales privados, y aquí ya es posible hablar como siglos de evolución cultural nos han educado para hacerlo. De todas maneras, con el tiempo, se aprende a participar de estas pseudoconversaciones, y es posible conducir, mediante preguntas provocadoras, ciertos debates interesantes entre dos o tres cibernautas.

    Por supuesto, la segunda opción, la de la mímesis y la inmersión, es mucho más interesante, siempre que no se superen ciertos límites éticos. La primera, la de mantenerse como un curioso mirón silencioso, es válida para la primera fase del trabajo de campo, cuando nos estamos situando y reconociendo el territorio, para rectificar algunos objetivos inalcanzables de nuestro interés etnográfico programado. Pero, tarde o temprano, el etnógrafo debe empezar a entablar contacto con los sujetos de estudio, y hacerlo de la mejor manera para que ellos se muestren interesados y participativos.

    El problema de los salones de chat, además del desorden y la casi ausencia de información interesante, es que la gente usa pseudónimos diferentes cada vez que ingresa en ellos, con lo que resulta casi imposible rastrear a los sujetos de estudio. La excepción son los pseudónimos "famosos", aquellos que ves repetirse cada día y que sus portadores se muestran orgullosos de ellos; es muy probable que detrás esté la misma persona: un engreído administrador de comunidades virtuales, o algún fanfarrón en busca de imágenes. Pero lo más importante en esta fase de trabajo de campo es poder entablar contacto con ciertos pseudónimos (vía canales privados de los chats) y, después de una conversación ligera y espontánea, de presentación y cambio de impresiones, conseguir una dirección electrónica para futuras conversaciones en messenger, mucho más centradas y aprovechables.

    La observación en las comunidades virtuales es diferente. Una vez se es miembro de una de ellas, la participación puede ser diseñada con más tiempo. Se podía usar el chat interno hasta octubre de 2003, cuando fueron cancelados por MSN. Pero además, se pueden dejar anuncios en el buzón de mensajes reclamando gente interesada en intercambiar opiniones sobre pedofilia, se pueden leer los otros mensajes y contactar con aquellos que nos resulten dignos de personas dispuestas a comunicarse, ya que también hay un listado de todos los miembros de la comunidad con sus correos electrónicos.

    Otros tipos de observaciones en la web, mucho menos participantes, se pueden llevar a cabo en portales y websites de pago (sin entrar, sólo viendo su presentación), donde se recaba información general sobre itinerarios y rincones donde los cibernautas interesados en la pedofilia pueden andar husmeando.

    Como ya vimos en el caso de Hamman (1997), hacer una entrevista con la sola mediación del texto, obliga al etnógrafo a ser precavido y en cierta manera, si ya estás familiarizado con las malinterpretaciones que se suelen dar al hablar con los amigos en el messenger, asusta. Sin el encuentro presencial en un lugar físico, que para los antropólogos sociales representa el 50 % del cómo llegar a la información, de cómo romper las barreras de la tendencia de las personas a protegerse de los desconocidos, la sola habilidad de la palabra enviada al vacío virtual la sientes insuficiente o torpe para lograr hacerte entender, y sobre todo, para conseguir la química suficiente para entrevistar ¿habrán entendido lo que quise decir? ¿Habrá sido aquella pregunta o palabra malinterpretada? Efectivamente, coincidiendo con Hamman, mis primeros encuentros en el ciberespacio con mis sujetos de estudio con fines de entrevista, estuvieron repletos de malentendidos, pero sobre todo, de preguntas insistentes de su parte para entender cuál era mi propósito —cosa también de sentido común en el caso de un orientación sexual perseguida por las agencias anticrimen. Estos son los principales problemas con los que me encontré en las ciberentrevistas que llevé a cabo:

    (a) En primer lugar, hay que subrayar que existen dos tipos de entrevistas: la "espontánea" llevada a cabo en el messenger y donde los temas van surgiendo según evoluciona el diálogo y según se captan los intereses del otro. Y por otro lado, la "programada", que consiste en un patrón extenso de preguntas que se envían por e-mail a cibernautas con los que ya se ha logrado cierta confianza. La primera tiene el problema de que si no estás alerta para dirigir la conversación, puedes terminar hablando de algo irrelevante, además de que en cualquier momento el sujeto decide marcharse, o se cansa de hablar "en serio". La segunda, por su parte, tiene un inconveniente obvio: la gravedad que puede transmitir a alguien que tantea siempre con pies de plomo el terreno ¿para qué tantas preguntas explícitas? Obviamente, la entrevista programada se debe de enviar después de haber explicado bien de qué se trata para que no hayas sorpresas. Pero aún así, el ciberpedófilo es tan prudente y desconfiado que tiende a ser escueto y perezoso.

    (b) Otro problema ligado a éste es el de la confianza. Si el etnógrafo se muestra como alguien con un pie adentro y otro afuera, como alguien que no pertenece a su mundo y que sólo está husmeando, el rechazo está casi garantizado. La única manera de lograr una mínima confianza con los sujetos es presentarse como uno de ellos, como alguien que tiene interés en conocer como son los camaradas y en comprobar si lo que tienen en sus cabezas (imágenes, fantasías, expectativas, estrategias) coincide con las propias cavilaciones. Sólo así el entrevistado se sentirá identificado con el etnógrafo y podrá incluso desear hablar de algo de lo que normalmente no lo puede hacer con nadie.

    (c) Pero si el entrevistado te cuenta su intimidad ¿qué hay de la tuya? Los problemas de la reciprocidad del etnógrafo son tanto y más graves como los anteriores. Pero, entonces ¿qué les cuentas para que puedan sentir la identificación necesaria para la afinidad y empatía? En mi caso, inventando historias, tomadas de aquí y de allá, del material ya recopilado o leído. Quizás poco ético pero, o estás o no estás, o compartes o no compartes ¿Qué alternativa hay? También intenté a veces cambiar de tema. La mayoría siguió ahí, pero más tarde o más pronto, volvieron a interesarse por mis gustos y experiencias. Algunos se enfadaron y rompieron el contacto.

    (d) Otro de los problemas, ya mencionado en varias ocasiones, es el de la heterogénesis identitaria. Realmente ¿quiénes son estos tipos? ¿Son realmente lo que cuentan de sí mismos? ¿O se esconden tras máscaras y roles fantasmáticos con los que se identifican? Y todo esto, sin dejar de olvidar que ellos al mismo tiempo se preguntarán algo parecido: realmente ¿quién es este tipo que se interesa tanto por mi "perversión"? La presencia en el ciberespacio, un lugar sin localizadores de lo corporal y lo territorial, implica siempre virtualización. Y la virtualización lleva a la heterogénesis, al cambio de identidad, el convertirse en el otro, en el que no eres, en el que desearías ser, en el que odias, en lo que detestas de ti mismo, o en aquel que amas y aspiras cada día a ser. El territorio virtual, es sin duda, un lugar donde se experimenta con las subjetividades y los géneros, y las comunidades dedicadas a la pedofilia son espacios que, por sus condiciones de marginalidad y liminalidad, son idóneos para el cambio de identidad, la suplantación, la substitución, el jugar a ser otros. Pero también, paradójicamente, el de la sinceridad extrema, el de la necesidad compulsiva de hablar con alguien de los secretos inconfesables —aunque esto, cuando sucede, puede que no lo logremos detectar.

    (e) Por último, las entrevistas en el ciberespacio tienen el problema, general a toda la etnografía, de la representatividad: ¿son las pocas personas que he entrevistado representativas de toda la diversidad que existe en una comunidad virtual de pedofilia? ¿Cuántos sujetos se habrán quedado fuera y que hubieran podido aportar una información valiosa para detectar la diversidad, y con ello, las tendencias generales? Preguntas bizantinas en la etnografía. Se trabaja con lo que se tiene, y a ello se le dedican todos los esfuerzos para evitar la información superficial, estereotipada y banal.

    Por su parte, las historias de vida, entrevistas repetidas para lograr reconstruir la experiencia vital de un sujeto de estudio, son difíciles de lograr. Los cibernautas pueden ser muy repetitivos en sus obsesiones, y en sus movimientos ritualizados; pero poco constantes a la hora de ser entrevistados en profundidad. Y las autobiografías hechas por los ciberpedófilos, usualmente consisten en colecciones de experiencias sexuales con niñas, de las que nunca sabes que porción es ficción y qué otra relato de vida.

    8. Etnografía, hipermedia e hipertexto: la digitalización del "campo"

    La etnografía no puede ignorar la digitalización de los medios de comunicación humanos. Ya lo hemos podido ver en el caso de un estudio sobre comunidades virtuales, movilizadas por una fuerte motivación personal, la atracción sexual por las niñas, y organizadas en el espacio cibernético a causa de sus claras ventajas respecto al asociacionismo tradicional territorializado. Pero la digitalización avanza, y poco a poco alcanza o otros colectivos de intereses comunes (incluidas las instituciones sociales tradicionales) que, aparentemente, no obtienen tan sustanciales ventajas con la incorporación a los medios computerizados. Dentro de unas décadas, cualquier trabajo de campo etnográfico no podrá permitirse el lujo de desdeñar los entornos virtuales: aunque trate de los más pobres entre los desarraigados, no desatenderá qué hay acerca de ellos en el ciberespacio.

    Pero el trabajo de campo en el ciberespacio, y la adaptación de sus técnicas tradicionales a este nuevo entorno, no es el único impacto de la cultura digital en la etnografía. Existen dos conceptos interrelacionados con la nueva noción de territorio virtual y que son básicos para comprender al ciberetnógrafo, que poco a poco, se va desprendiendo del peso de la narrativa tradicional, lineal en el espacio y en el tiempo, y arraigada a un territorio físico. Son el hipertexto y el hipermedia.

    Antes de la era digital, de las últimas décadas del siglo XX, el hipertexto ya existía. Las fichas de los libros de biblioteca, donde constan sus palabras clave, vinculan a otros textos relacionados. El propio índice bibliográfico de cualquier análisis científico es en sí un hipertexto que nos habla de lo que ya ha sido dicho por otros al respecto. Y si llegamos al extremo, todo texto remite a una intertextualidad, ya que nada de lo dicho por alguien está exento de referencias (implícitas o explícitas) a otros textos anteriores. Pero los medios digitales muestran mucha superioridad sobre los hipertextos precomputerizados: la búsqueda y la navegación en el ciberespacio, por muy infructuosa que resulte a veces a causa de la precariedad de algunos buscadores, son mucho más efectivas y rápidas para encontrar una información que de otro modo quizás tardaríamos meses o años en localizar.

    Al contrario de una ficha de biblioteca, el hipertexto digital es multilineal y multidireccional. Sus vínculos a otros textos, a otros autores, a otras páginas web, crean interminables asociaciones en forma de malla tridimensional de ida y vuelta, con diferentes instancias y formas de texto, e incluso con diferentes soportes mediáticos. El hipertexto del ciberespacio esta basado en nodos y vínculos entre esos nodos; la representación más cercana de un hipertexto digital es, sin duda, la de una red social, donde ego se relaciona con varios individuos que a su vez forman conglomerados de vínculos por su cuenta e independientes de ego.

    Además, como es evidente, el hipertexto digital no está localizado físicamente; o dicho con más propiedad: aunque "todavía es posible asignar un domicilio a un archivo digital, esta dirección es transitoria y relativamente insignificante" (Lévy, 1998: 28). Es la evolución natural de un texto cuando ya no permanece impreso y depositado en su versión definitiva, sino en muchos lugares y siendo permanentemente reproducido y borrado, citado y actualizado, leído verticalmente, de la bibliografía hacia al principio, troceado y pegado con extrema facilidad, descifrado de un medio a otro, de una lengua a otra por traductores amateurs, siendo recreado con cada lectura y según los nexos previos que al lector le han llevado hasta él —de hecho, el síndrome del escritor nunca satisfecho con su texto, está relacionado con su formato digital: ¡es tan fácil intercalar una nueva palabra! El hipertexto es el texto eminentemente desterritorializado.

    Cuando un texto sufre tantos avatares y recorre tantos caminos virtuales, el autor, el que lo lanzó al ciberespacio, pierde "autoridad" sobre su producto. La creación empieza a concebirse entonces como hecha por varios autores, anónimos, desconocidos entre ellos, que recortan, añaden, censuran o enlazan al texto con aquello que más les invoca o les gusta: "un variado continuum se extiende entre la lectura individual de un texto específico y la navegación dentro de amplias redes digitales en las cuales una multitud de personas anotan, aumentan y conectan textos por medio de vínculos de hipertextos." (Levy, 1998: 56). Son textos iniciados por uno y completados por otros —como ocurre con las canciones del folklore tradicional, creadas por varios artistas, mientras sembraban, durante generaciones. El texto, cuando navega por el ciberespacio, se convierte necesariamente en hipertexto. Incluso la idea de autoría personal, y del copyright de la creación intelectual, podría llegar, en pocos años, a considerarse desfasada y caduca dentro del entorno digital. De alguna manera, podríamos relacionar también al hipertexto con lo que Tanzi (2000) llama la "inteligencia colectiva", compuesta de "una combinación de personalidades involucradas en una labor de metabolización mutua".

    Esta misma transición también podría alcanzar en algún momento a las etnografías, cuando trabajar en el ciberespacio sea la regla y no la excepción. Una forma de metodología aplicada al campo digital podría llevar a los textos etic por recorridos impredecibles, para recolectar una multitud de voces emic y de las interpretaciones de los actos descritos por parte de los propios sujetos interesados. Así, las etnografías podrían ser iniciadas o sugeridas por el etnógrafo, y completadas como un palimpsesto imborrable durante un proceso temporal y territorial complejo a través del ciberespacio, sin programación ni planificación, con la aportación de los sujetos de estudio que por el entorno virtual fueran creando más hipertexto. Por supuesto, esto nos recuerda el giro hermenéutico de las propuestas posmodernas que para una nueva etnografía fueron hechas por James Clifford, Paul Rabinow, Dennis Teddlock, Stephen Tyler en los años ochenta (Geertz, Clifford et al., 1991). En éstas, con diferencias notables, estos etnógrafos reivindicaban que las etnografías eliminaran al máximo la voz déspota del autor, para incorporar las propias interpretaciones de los nativos. La polifonía era la metáfora sonora más acertada, y la ficción, el género etnográfico por excelencia.

    Además del momento propiamente creativo, el hipertexto también tiene la cualidad de su multinterpretación y de sus multilecturas. Aquí entramos ya en la fase posetnográfica—aunque las nociones de "momento" y de "fase", pensadas en el ciberespacio, no debería recordarnos un tiempo lineal, sino cíclico o regresivo: la etnografía se puede reiniciar, refundar. Tal y como nos lo recuerdan Mason y Dicks (1999), y en el sentido de una polifonía interpretativa, el hipertexto "debe de incorporar la posibilidad de integrar las voces de los participantes y el autor, haciendo que el acceso y proximidad a los textos de datos abra canales para interpretaciones innovadas".

    Tratamos aquí con una cuestión fundamental, ya que este proceso involucra la interpretación de unos significados dentro de unos campos semánticos que pueden ir cambiando según el hipertexto viaje a otros contextos virtuales y sea sometido a diferentes miradas (Tanzi, 2000). Por lo que toda ciberetnografía pasaría inevitablemente por la pérdida del significado, la resemantización, y como no, el conflicto entre diferentes interpretaciones. Volviendo otra vez a la antropología posmoderna, recordemos como Clifford Geertz (1990), en su conocida "descripción densa" [thick description] hablaba de la variedad de niveles de significado de todo comportamiento humano, variedad que debe ser interpretada por las diferentes perspectivas humanas implicadas. O también, como Dennis Tedlock concebía a los "otros", los nativos, no sólo como productores de textos, literales o figurativos, sino también como interpretes de textos (Tedlock, en Geertz, Clifford et al., 1991).

    Por otra parte, el hipertexto, en su fase de lectura, implica que el autor también pierda el control de cómo el lector construirá su propia ruta a través de los vínculos del entorno virtual. Y por tanto, carece de toda autoridad para imponer una lógica narrativa: "el lector se aproxima a un entorno etnográfico como una matriz de conexiones cambiantes más que una narrativa fija y autocontenida (Mason y Dicks, 1999). Frente a la tradicional lectura en papel, lineal y estructurada, la hipertextualización "multiplica nuestras oportunidades de producir significados y convierte el acto de lectura en algo considerablemente más rico" (Lévy, 1998: 56).

    Como se puede observar, la hipertextualización, mediante la validez interpretativa de ambas, convierte en casi indistinguibles las funciones de escritura y lectura, "la intimidad de un autor y el alejamiento del lector con respecto al texto" (ibíd.: 58). Al participar estructurando, vinculando e interpretando el hipertexto, el lector puede convertirse en autor, y las fronteras de estatus entre ambos se vuelven confusas. En consecuencia, los hipertextos del entorno virtual participan de un "proceso colectivo de lectura-escritura" donde "cada acto de lectura es una acto de escritura" (ibíd.: 59).

    Otra característica del hipertexto es la simultaneidad de la lectura, ya que varios espacios escritos e interactivos pueden aparecer en la pantalla simultáneamente —como es el caso de los chats o messengers simultáneos, que requieren un proceso de aprendizaje para el novato. Por otra parte, el lector siempre posee alternativas múltiples para seguir su itinerario entre la información. Toda página web tiene vínculos. Por ejemplo, el itinerario que un usuario del ciberespacio ha seguido para congregarse en una página de pornografía infantil puede ser muy diverso en cada sujeto: búsqueda concienzuda, casualidad, curiosidad, recomendación, persecución, etc.

    Pero el entorno digital también cuenta con otro concepto que ha impactado a la etnografía, y lo va hacer mucho más en el futuro. Se trata del hipermedia. Un hipertexto se enriquece todavía más al contar con varios canales o medios de transmisión, que pueden haber sido creados por el autor, o haber sido añadidos posteriormente. La etnografía hipermediática incorpora en su hipertextualidad imágenes fotográficas, de vídeo, sonidos, gráficos, y por supuesto vínculos a otros textos y otros espacios.

    Aunque ya existen muchas etnografías de realización clásica (en la realidad presencial) que han elaborado una interpretación y una presentación con desarrollo multimedia, todavía son escasas las ciberetnografías hipermediáticas. Para ello deberían de incorporar análisis de información multimedia proveniente del mismo ciberespacio. Un modesto ejemplo podría ser el pequeño ensayo que realicé sobre la interpretación cultural de imágenes de pornografía infantil obtenidas en la web (Ruiz Torres, 2003b), aunque por razones éticas obvias nunca incorporé en la presentación hipervínculos fotográficos de las propias imágenes obtenidas. La principal ventaja de este tipo de etnografías es que la información multimedia basada en la red puede ser fácilmente e intuitivamente navegada (Lévy, 1998: 57). No se necesitan expertos informáticos para ello, ni para conseguirla ni para presentarla.

    9. Conclusiones: hacia una ciberetnografía del territorio virtual

    Es evidente que el ciberespacio, en términos de la etnografía clásica, está desterritorializado, es un lugar sin base física en el mundo de los objetos y de los espacios cotidianos —si entendemos como irrelevantes los servidores donde la información materialmente, pero de manera provisional, permanece, en forma de organización de millones de bits. Pero es posible, y quizás necesario, volver a territorializarlo aunque sea a afectos metodológicos.

    El ciberespacio es un lugar; y si la principal herramienta de adaptación social de los seres humanos constituye su capacidad simbólica, es innegable que el ciberespacio es un territorio semantizable, un espacio donde procesos metafóricos y metonímicos lo convierten en un lugar repleto de rincones prohibidos, personajes míticos y rituales de exorcismo. A partir de ahora debemos de empezar a hablar de ciberterritorio y ciberetnografía sin temer que alguien piense que hablamos solamente de ciencia ficción—entre ellos, algunos antropólogos.

    El mundo contemporáneo ha sido interpretado, opuesto al espacio físico, como el espacio de los flujos (Castells, 1996: 467), donde la distancia geográfica se disuelve ante las redes de información. Estos flujos se entrelazan en una multitud de redes integradas globalmente que reparten constantemente la información por todo el planeta. Por supuesto, la principal de estas redes es Internet. Para este sociólogo, el espacio de los flujos se caracteriza por el "tiempo eterno" y el "lugar ubicuo", esto es, "disuelve el tiempo al desorganizar la secuencia de eventos y convertirlos en simultáneos" (ibíd.: 467). El ciberespacio, efectivamente, convierte la linealidad temporal, a la que nos ha acostumbrado durante siglos la narrativa secuencial, en innecesaria; mientras que la coherencia espacial se desintegra ante la simultaneidad de los lugares.

    Pero no todo el mundo tiene acceso a la red de Internet. Es más, la mayoría de la población mundial permanece ajena al ciberespacio, preocupados por la supervivencia diaria. No obstante, eso no significa que sus vidas, y las de sus hijos, no se vean afectadas por los cambios radicales que la cibercultura trae a las sociedades del siglo XXI. Se trata de algo semejante a lo que ocurrió con la Revolución Industrial en sus inicios: apenas afectaba a unos pocos millones de europeos en el siglo XVIII, pero más de doscientos años después ¿quién osaría a afirmar que el industrialismo no ha conformado el mundo global en que vivimos? De la misma forma que somos herederos de la revolución industrial, con el capital transnacional y las redes globales actuales que condicionan nuestra existencia, las generaciones futuras serán herederas de la cibercultura, y los movimientos que condicionaran sus vidas se llevaran a cabo en el ciberespacio.

    Así, aunque las comunidades de base física y presenciales siguen siendo las predominantes en el mundo, y en las que se identifican la mayoría de las poblaciones, las comunidades virtuales, así como el espacio de los flujos en el que se instauran y del que provienen, expresan la lógica social dominante en la sociedad de la información. No cabe duda, el ciberespacio fue creado por las élites y para las élites, pero las clases emergentes que actualmente están accediendo masivamente a Internet, hacen que la digitalización de la comunicación salga de las vanguardias y se convierta poco a poco en aquello que debe ser "normalizado" y adoptado para pertenecer a este mundo.

    Por otro lado, el ciberespacio, con su capacidad de movilización social y su eficiencia comunicativa, puede ser usado por las resistencias socioculturales que se niegan a integrarse al orden hegemónico mundial. De la misma manera que el hipertexto nunca es el mismo por estar en constante actualización y permanentemente acogiendo voces, el nuevo territorio virtual puede ser una puerta a la inestabilidad ideológica y social, a través de la crítica y la discrepancia des-autorizada por el mismo hipertexto.

    Ante todo esto, ¿qué cabe esperar de la antropología social y de la etnografía, su principal herramienta metodológica? Sencillamente que estén ahí donde se mueve el mundo, en los nuevos ciberterritorios, plenamente semantizados y politizados, donde siempre se agradecerá un especialista en la interpretación de las culturas.

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    Este artículo es obra original de Miquel Àngel Ruiz Torres y su publicación inicial procede del II Congreso Online del Observatorio para la CiberSociedad: http://www.cibersociedad.net/congres2004/index_es.html"

    Miquel Àngel Ruiz Torres