La vinculación entre los valores heroicos y los valores sociales es básica para comprender la transformación que se produce al llegar a la época contemporánea. Señalemos un punto de partida: para que aparezca el héroe la sociedad debe ser lo suficientemente conciente para que exista unos valores reconocidos y comunes. Sin valores no hay héroes; sin valores compartidos, precisando más, no puede existir un personaje que permita la ejemplificación heroica. El héroe es siempre una encarnación de ideales. La condición de héroe por tanto, proviene tanto de sus acciones como del valor que los demás le otorgan. Esto permite que la dimensión heroica varíe en cada situación histórica dependiendo de los valores imperantes. La sociedad engendra sus héroes a imagen y semejanza o, para ser más exactos, conforme a la imagen idealizada que tiene de sí mismo.
La existencia del héroe depende de la adhesión social a los valores. En la época medieval, por ejemplo, los valores eran los cristianos y se personificaban en el ideal caballeresco, por lo tanto, el héroe tendrá entonces que luchar no sólo contra sus enemigos, sino contra la opinión de sus lectores. Tendrá que convencerlos a ellos, en primer lugar, de que es un héroe. Esta idea permitiría elaborar una gran distinción entre los héroes que han existido a lo largo de la historia: los héroes de lo establecido y los héroes alternativos o enfrentados (Superhéroes). Los primeros son productos del acuerdo existente entorno a los valores que encarnan; los segundos luchan por sustituir a los primeros.
Los héroes no solamente están constituidos de valores y virtudes sino también de distancia, de añoranza y del deseo de escapar de la realidad viviendo sólo en los sueños y ficciones creados por la sociedad. Esta distancia permite ennoblecer a los personajes históricos y olvidar su propia existencia. Hace mejores a los amigos y peores a los enemigos. Purifica las intenciones de los hombres desvistiéndolas de los ropajes de la ambición y el deseo. Con los héroes la sociedad tiene la oportunidad de fabricarse sus sueños de ser mejor. Cuando nos planteamos que tiempos han sido mejores, miramos a sus héroes. En ellos tratamos de ver lo mejor de cada época, aunque sólo veamos sus deseos de ser de una forma o de otra y nuestras propias carencias.
El tiempo que analizamos es, probablemente, el último que quiso tener héroes y, además, se propuso vivirlos o hacerlos vivir, casi siempre trágicamente. Son producto de un mundo ya desengañado que no cree en la posibilidad de lo heroico o cree en la inutilidad de su existencia por eso nos atrevemos a decir que el heroísmo es el resultado de las vivencias del hombre a través de las distintas épocas en la literatura.
Muchos aspectos de nuestra vida actual, tienen sus remotos orígenes en el mundo clásico. La democracia, la república, la filosofía, la poesía, la tragedia e inclusive el atletismo, las olimpiadas y la escuela nacieron hace muchos siglos atrás, en las costas del Mediterráneo. Cada cultura tiene una explicación diferente sobre el origen del hombre y del mundo. Los griegos lo representaron a través de bellísimos MITOS. Los personajes de estos mitos son los dioses y los héroes. Los dioses eran inmortales y sumamente poderosos, pero también tenían mucho parecido con los humanos e inclusive compartían con los hombres sus virtudes y sus defectos: celos, envidia, rencor, etc. Otros mitos eran protagonizados por los llamados héroes, hombres que tenían cualidades extraordinarias por ser hijos de un dios con un mortal. Los dioses griegos, inagotables fuentes de inspiración para los poetas, fueron adaptados posteriormente por los romanos y desde entonces hasta la actualidad, durante siglos y siglos, los mitos griegos han inspirado muchas manifestaciones artísticas de poetas, escritores, escultores y pintores.
El principal problema del prototipo del hombre griego radica en el concepto de virtud, la cual, otorgaba la fuerza y destreza de los guerreros y luchadores y, ante todo se manifestaba en valor heroico. Homero lo aprovechó para denominar la excelencia humana y la superioridad de los dioses. La característica primordial del noble en Homero era el sentido del deber. La virtud era un atributo propio de la nobleza y de las clases dominantes. El hombre común no poseía virtud.
En la lucha y la victoria estaba consagrado el verdadero sentido de la virtud humana, mediante ellas los héroes épicos buscaban conseguir la más alta virtud y destacarse de los demás, un ejemplo claro lo podemos encontrar en la Iliada donde el hombre que quería ser perfecto tenía que realizar muchas acciones y ser grande de espíritu : El viejo Fénix le dice a Aquiles que recuerde para lo que fue educado para ambas cosas, para pronunciar palabras y realizar acciones; en la unión de estas dos estaba el verdadero objetivo. Por otro lado, en la Odisea, el héroe era aquel que poseía el don de la palabra, aquí demostraba su inteligencia y astucia, esto quiere decir que tenia la soberanía del espíritu.
El concepto de virtud estaba relacionado con el honor, antes este estaba ligado a la habilidad y al mérito, el héroe sólo tomaba conciencia de su valor cuando era reconocido por la sociedad a la cual pertenecía y si le negaban su reconocimiento podría considerarse como la más grande tragedia humana. En la Iliada, vemos como Agamenón, El rey de los Aqueos le denegó el honor de su virtud a Aquiles incitando a los dioses a castigar este pueblo con dureza, provocando así que sucumbieran en la guerra contra Troya.
En fin, en el periodo clásico los pueblos griegos anhelaban tener un modelo perfecto a seguir buscando de este modo la más alta virtud, todo lo contrario sucede en nuestra sociedad actual en la cual se tiene un concepto equívoco del hombre perfecto siendo originado este por los medios de comunicación, en donde se nos da entender que el hombre ideal es aquel que vislumbra belleza física y posea riquezas.
Tiempo después, la nueva literatura que se componía para ser leída ya no necesitaba estar emparentada con la historia, a pesar de que se siguiera aludiendo a los hechos acaecidos en el pasado. Existía ahora, una conciencia clara de que su objetivo era distraer o moralizar acerca de los valores más importantes para el bien de la sociedad, tales como: la generosidad, la lealtad, la valentía, el deber, etc. Pero estos varían de una cultura a otra. El héroe prefería o anteponía la justicia a la venganza y deseaba llevar a juicio a sus enemigos; era constante y grande en las artes de la guerra, era un fiel vasallo, devoto de su familia y ejemplo de la primacía del derecho formal sobre la venganza primitiva; se destacaba por ser un caballero en todo el sentido de la palabra; siempre conservaba el coraje ante las más adversas situaciones.
La historia del Caballero como héroe, con su espíritu encarna el prototipo medieval del ideal caballeresco. España estaba con el Campeador, como Aquiles fue el héroe de Grecia y Roldán el heroico y esforzado caballero, el Cid encarnaba todas las virtudes y hasta todos los defectos de su raza, realzaba la valentía y el arroja que él infundía sus caballeros, dando a la historia una ambientación majestuosa. El Cid es para el mundo del espíritu, el héroe que encarna, se trata de un protagonista poético modelo del gastado ideal caballeresco según se concibió en la Edad Media.
En el Cantar del Mío Cid se perfila el tipo de un heroísmo que sin despojarse de su valor individual, toma una personalidad propia y luminosa, genial y atractiva que se convierte en símbolo representativo y en la figura mítica de toda una literatura. Muy por encima de lo que han escrito sus historiadores contemporáneos, la figura célebre del Cid no podrá ser nunca la de un santo ni tampoco la de un rufián y forajido, ya que ni lo uno ni lo otro podría ser el resultado de la epopeya genial de un pueblo.
De todos los mitos que la literatura castellana aportó a la Universal, sin duda es la del Cid la más trascendente, convirtiéndose el héroe no solo en un ser de ficción, sino entroncándose como una figura representativa de todo un pueblo y una cultura.
Por otra parte, surge el temple moral del héroe en quien se enlazan y juntan los más nobles atributos del alma castellana. Su llana y familiar cortesía ingenua, nos brinda a grandeza sin énfasis y la imaginación más sólida que brillante, la piedad más activa que contemplativa y la ternura conyugal más honda que expresiva. Ya aquí aparece la dama a la cual el héroe está sujeto, dedicándole sus luchas. Estaba a sus servicios y cuando se encontraba ausente la anhelaba. Los refinamientos de este amor ideal representaban una reivindicación de la libertad y la dignidad femenina, juntos cometía un adulterio galante y secreto. Los caballeros andantes, impulsados por una gran sensibilidad y generosidad, se proclamaban humildes ante los caprichos de las altivas damas y exaltaban tal sumisión. El caballero debía luchar contra las fuerzas del mal: brujos, encantamientos, pociones, engaños; que como Merlín, protegían a los caballeros en peligro. Todo lo anteriormente mencionado nos hace caer en cuenta de que ya el héroe no era el mismo, era aquel hombre que soñaba y luchaba hasta el final por alcanzar lo que anhelaba, ese que jamás se rendía y que a pesar de que sabía que estaba derrotado, continuaba combatiendo aún contra aquello que no podía luchar, un ejemplo claro es el personaje Don Quijote de la Mancha, aquí Cervantes crea un personaje lleno de ironía que iba completamente en contra de esta monotonía de la época. "En este sentido el Don Quijote es una síntesis del mismo Cervantes, ferviente católico, soldado valiente, cautivo resignado y rebelde a la vez, hidalgo conocedor de todo el mundo rastrero de la picaresca".
Miguel de Cervantes temía que su obra no fuera aceptada por la mayoría del público, esto se debió al hecho de que la sociedad estaba obsesionada con el ideal de caballería y por lo tanto este tipo de novelas. La creación de este personaje y su notable éxito fue algo asombroso para Cervantes el cual nunca se esperaba que su obra gustara tanto. Mas que la caricatura de lo heroico, lo que es, es un trozo de la propia carne y sangre del autor, lo que es una sátira doliente es la reacción de un alma noble y luchadora ante la sociedad corrompida de la burocracia y de la picaresca.
El personaje del Quijote se fue perfilando y formando poco a poco, a medida que Cervantes escribía a partir de su objetivo principal, el cual era el mismo que el de la novela picaresca. Don Quijote a medida que va actuando en sus aventuras va tomando su dimensión, Cervantes no nos los impone de una vez completamente formado, sino que nosotros mientras vamos leyendo la historia vamos aumentando su imagen, la cual se moldea como una criatura humana, como una forma de vida la cual podemos adaptar a nuestro estilo de vida
El Quijote representa una concepción del amor caballeresco sustentada en la tradición del amor cortés. Por eso, antes de cada aventura, Don Quijote invoca siempre a su amada Dulcinea y pide su amparo, porque ella es su señora y por ella se fortalecen las virtudes del caballero. En este sentido, Dulcinea del Toboso es una de los ideales más sublimes de cuantos a creado la mente humana.
Don Quijote es también un modelo de aspiración a un estilo ideal de vida. Se hace caballero andante para defender la justicia en el mundo y desde el principio aspira ser personaje literario, además, quiere hacer el bien y vivir la vida como una verdadera obra de arte. El Hidalgo entrega su vida a un ideal sublime y se estrella contra la realidad porque los demás no cumplen las reglas del juego. Para ello acude a los libros de caballería, transforma la realidad y la acomoda a su ficción caballeresca: imagina castillos donde hay ventas ve a gigantes en molinos gigantes, etc.; " Y cuando se produce la derrota también lo explica según el código caballeresco: los malos encantadores le han escamoteado la realidad, envidiosos de su gloria".
Pero, no sólo el héroe se valía de su fuerza física y de su espíritu, este también necesitaba de una ayuda sobrenatural: La Magia, acción del hombre sobre el mundo, producto del deseo voluntario y firme del ser humano de comprender, influir y cambiar el entorno en que ha nacido. Por esto se puede decir que el héroe también es un mago, que es aquel que con instrumentos intenta manejar esas energías, con el fin de crear y transformar el mundo e influir en él, es un ser especial que tenía como secreto sus prácticas, se aliaba a las fuerzas naturales y conocía las realidades superiores. Su objetivo primordial era conocer lo profundo de las cualidades ocultas de las cosas y la capacidad de ejercer dominio sobre ellas. Un fuerte ingrediente mágico en la literatura son las famosas leyendas celtas acerca del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, allí se destaca Merlín, mago de la corte del Rey.
Otro elemento que fácilmente se combina con la magia es la poesía la cual tenia una intención inminentemente mágica, se componía de formulas milagrosas y sentencias de magos y plegarias y conjuros. La magia corresponde a un tipo de pensamiento, y como tal es una forma de entender y asumir el mundo. Dentro de los campos épicos se encontraban poesías aristocráticas que trataban de los hechos y aventuras de la aristocracia guerrera y reflejaba su amor propio y sus conceptos morales, trágico-heroicos. En esta época ya los autores no eran guerreros cantores sino poetas profesionales quienes eran indispensables para la naturaleza.
Resulta paradójico que las aventuras de caballería hayan tenido su mayor auge en siglo XV y XVI, cuando la edad media estaba llegando a su fin y el renacimiento ya empezaba. Pues bien, el hecho que las clases sociales ligadas o los caballeros y al orden feudal medieval se sentía amenazadas por la irrupción de la burguesía en el poder y el anuncio de una nueva época. La literatura caballeresca no era, desde este punto de vista, sino una extensa campaña de imagen para rescatar el orden social medieval, que parecía condenado a desaparecer en el transcurrir histórico.
En el afán de rehuir a los nuevos tiempos, que arruinaban a los hidalgos y arrumaban a los héroes, la literatura caballeresca se refugió en el mito. El mundo de los hombres idealizados, de los hechizos del mago Merlín, de la búsqueda del Grial y de tantas aventuras contra gigantes y espíritus maléficos, fue el resguardo de una imaginación decepcionada por la realidad. La nueva clase social representada en los poderes del mal siempre derrotada en la literatura; un "final feliz" aseguraba a los caballeros y a su clase social el triunfo eterno de las fuerzas del bien. Sin embargo, resultó más fácil deshacer los entuertos de los magos en la novelas que el avance de los burgueses en la realidad.
Doblemente paradójico resultó el éxito de esta literatura creada por una clase social decadente en una época equivocada. Las novelas de caballería fueron un intento fracasado por rescatar una mentalidad "pasada de moda". Sin embargo, la fascinación que aún ejercen sus personajes y el actual gusto por su temática, es uno de los milagros de esta literatura, a la que, tal vez, tengamos que reconocer como la fundación de los relatos de ficción y policíacos que tanto agradan a los lectores del siglo XX.
Pero antes de poder reconocer esta fundación, debemos conocer acerca de las etapas evolutivas después del medioevo, como fueron el renacimiento y el barroco, las cuales fueron originadas por el entrecruce de la cultura cómica popular quienes veían el mundo como imperfecto y la burguesía reinante de esos tiempos que veían el mundo unido, equilibrado, autónomo, en pocas palabras perfecto con el uso de la razón y la ciencia. En vista, de que en estos tiempos el desarrollo de la razón trajo consigo la Revolución Industrial el mundo evolucionó y como consecuencia los escritores dejaron a un lado los héroes y dieron paso a los antihéroes que son los modernos, ambivalentes, complejos y contradictorios. Empieza la vacilación del héroe entre el idealismo, que lo aleja del mundo material y real, y el racionalismo, que se acomoda plenamente a esa realidad. Aquí desaparece el héroe que en épocas posteriores se le denominó antihéroe.
En el medioevo, la consideración cristiana de la vida humana impedía la tragedia, pues en dicha concepción, el más allá tenía mayor importancia que la vida terrenal, y cualquier suceso, por grave que fuera, quedaba bajo el amparo del plan divino, por lo cual la tragedia no llega a consumarse. Pero el mundo cambió, apareció el renacimiento y fue cuando la concepción medieval se hizo inadecuada y la muerte se convirtió en algo desconocido, en un lugar incierto.
La vida y la muerte siempre han sido el gran dilema de este mundo, debido a que no sabemos a ciencia cierta de donde provenimos y adonde vamos después de la muerte, pero lo único que conocemos son las diferentes teorías que han tratado de darle explicación a estos sucesos inevitables como la creación divina, la evolución del mono, El Big Bang, la teoría de Charles Darwin, la reencarnación, la resupresión, etc. Como cristianas católicas aceptamos el hecho de que Dios fue nuestro creador y que después este fue evolucionando hasta llegar a nuestra vida actual que aún sigue transformándose y en continua evolución.
Posteriormente, se da origen a la novela libertina, la cual tenemos una visión del mundo materialista y todavía regida por unos sistemas políticos que aún no han sufrido la tormenta igualitaria de la Revolución Francesa. Se está gestando un mundo que aspira romper las barreras sociales y que se resolverá en un baño de sangre; un mundo que, como señala nuestros historiadores, es el inicio de lo contemporáneo.
En el siglo XVIII confluyen, entre otras muchas-pues es un siglo rico en las más variadas teorías y polémicas-, dos doctrinas de signo contrario. Por un lado, existe una corriente de carácter igualitarista que desea romper las barreras que la sociedad ha ido levantando a lo largo de la historia. Para sus teóricos, la historia no ha sido más que un continuo proceso de dominación que a impedido, por la fuerza de las armas, doctrinas e instituciones, la felicidad del hombre. Cuando Rousseau señala que no ve más que cadenas alrededor del hombre desde la cuna a la sepultura, está recogiendo este sentimiento. El hombre ha venido al mundo a experimentar el mayor grado posible de felicidad y, sin embargo, no encuentra más que obstáculos a su alrededor. El hombre ha sido desprovisto, enajenado, de su finalidad en la vida, la de buscar la felicidad. Este derecho, que proviene de su propia naturaleza, que es una aspiración instintiva, es refrenado por las instituciones que la sociedad ha creado. Se vincula en el derecho de cada uno a buscar la felicidad por sus propios caminos y, así, desemboca en una petición de libertad. Se desea la libertad para poder ser feliz. En la libertad, cada hombre puede elegir el modo de encontrar su felicidad, ya que ésta es competencia individual. Considerándose la felicidad como un estado propio de cada uno, no valen aquí consideraciones generales que pudieran satisfacer a todos. Todos debemos ser libres, para que cada uno pueda ser feliz. Lo político es la condición previa de lo individual.
Este ambiguo derecho que desemboca en el deseo de libertad tiene otra lectura de carácter opuesto y que es la que se genera en la novela libertina. Si la felicidad es un deseo que habita el corazón de cada hombre, ¿Por qué tiene que ser la felicidad una condición necesaria? La libertad es la que hace iguales a los hombres pero ¿Es natural esa igualdad? ¿En qué lugar del universo se encuentra algo igual, es qué la naturaleza desea igualdad? Sí se trata, como parece ser de uno de los deseos constates del siglo, el de ser naturales, es inaceptables pretender ser iguales. La igualdad no es más que otras barreras que los hombres han fabricado a lo largo de la historia, lo único que pretende es poner freno al único deseo auténtico, el de felicidad, término moral que no sirve no más para exaltar lo real, el deseo en su estado puramente animal.
No es difícil realizar aquí una pre-lectura de Nietzschie, de hecho, el héroe libertino tiene mucho del superhombre nietzscheano. La lectura no puede ir, mucho más allá. Quedémonos con la idea que en la novela y el pensamiento libertino se reconoce de manera explícita la relación de superioridad como estado más cercano a lo natural que el de la igualdad.
Determinadas vanguardias de este siglo y algunos intelectuales han querido ver en el pensamiento libertino visos de libertad y, más concretamente, en el caso de Sade. Nada más lejos, en nuestra opinión, de la realidad. Permitan que les leamos un fragmento de Justine, una de las obras del Marqués de Sade en la que se reúnen con más claridad los elementos propios de la filosofía libertina. En él, un personaje-un conde-, explica a Teresa el funcionamiento del mundo:
"La primera y la más bella de las cualidades de la naturaleza es el movimiento que incesantemente la agita, pero ese movimiento no es más que una perpetua sucesión de crímenes. Solamente se conserva a través de los crímenes, luego el ser que más se le parezca y por consiguiente el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya superior agitación sea la causa de más crímenes, mientras que, lo repito, el ser inactivo e indolente, e decir el ser virtuoso debe ser a sus ojos el menos perfecto sin duda alguna, ya que solamente tiende a la apatía, a la tranquilidad que sumiría de nuevo a todo en el caos si prevaleciese su ascendiente. Es preciso que se conserve el equilibrio. Y sólo se puede mantener a través de los crímenes. Los crímenes sirven, pues, a la naturaleza y si la sirven, si ella lo exige, si lo desea ¿Acaso pueden ofenderla? ¿Y quién puede ofenderse si ella no lo está?".
En el texto de Sade se aprecia claramente que no se eleva ningún grito de libertad o liberación, sino que, al contrario, se reivindica la más ciega necesidad de la naturaleza. Cuando el hombre mata, no lo hace en nombre de la libertad, sino siguiendo las leyes de la naturaleza. Los hombres son distintos de los otros animales de la creación y el orden social es la negación del orden natural. La naturaleza no es más que una máquina ciega que sólo se puede perpetuar por medio de la destrucción de los débiles. Los hombres que niegan el orden social son los más naturales y, por lo tanto, los más perfectos.
La negación del orden social no tiene ningún motivo altruista ni carácter revolucionario como algunos les ha gustado señalar. El libertinaje se da siempre entre nobles y no como crítica a un estamento, sino como muestra el espíritu refinado necesario para captar las leyes profundas de lo natural. El libertino no sólo actúa contra la jerarquización social-contra la sociedad estamental propia del Antiguo Régimen-, sino que encuentra en ella su refugio perfecto. Amparándose en los privilegios de la cuna, que le garantizan un alto grado de impunidad, el libertino puede destruir y dar rienda suelta a sus instintos. En una carta de principio de junio de 1780, desde la cárcel, Sade exclama: "¡ Cualquiera que sea el gobierno bajo el que nos encontremos, la ley mejor será siempre la del más fuerte!". No, no hay ningún libertador en de Sade, no hay ningún revolucionario. Sólo hay un noble que aprovecha su posición social para dar rienda suelta a sus fantasías bajo un envoltorio filosófico en el que reúnen prácticamente todas las doctrinas de un siglo confuso.
El ser más perfecto nos dice Sade, el héroe libertino, sigue la naturaleza; el virtuoso en cambio, sólo puede producir la paralización de la maquinaria natural. El héroe libertino no es ya, pues, la encarnación de los valores sociales, como habíamos indicado inicialmente, sino quien sigue los principios de la naturaleza y que son los enunciados por los filósofos, los economistas, los científicos, etc. De la época. Y esa naturaleza es la Gran Máquina ciega, compuesta por ruedas trituradoras que pulverizan todo a su paso. Los sentimientos humanos, el amor, la amistad, los valores morales, los principios éticos, no son más que débiles piedras que intentan introducirse entre los engranajes de la Maquinaria y cuyo destino no es otro que el de convertirse en polvo. El amor- nos dice la marquesa libertina de Las relaciones peligrosas, Chordelos de Laclos-es "Sólo el arte de ayudar a la naturaleza". El marquéz de Sade define exactamente igual el crimen: una forma de ayudar a la naturaleza en su camino.
El héroe libertino, pues, rompe los vínculos con los valores comunes de la sociedad y sólo se ofrece como modelo a una minoría a la que intenta llevar a su lado. Su propósito es un desenmascaramiento de lo social como algo meramente convencional y la proposición de lo natural como lo auténtico. Sin embargo, el libertino ha descubierto que si la forma de ayudar a la naturaleza es la violencia y el crimen, esto se pueden desarrollar mejor desde su privilegiada posición social hay un aspecto capital en los libertinos: la hipocresía. Aunque se haya descubierto que la esencia de la sociedad es la mentira, esa misma mentira debe servir para proteger sus desmanes. El héroe libertino vivirá engañado, utilizando la hipocresía como arma. Su exterior, la máscara con la que se presenta ante los otros, suele ser el virtuoso. Es difícil ver en un libertino actuando a cara descubierta. Es más probable verle presentándose como un noble respetable, disfraz que le resulta más útil para conseguir sus propósitos.
Ya no tenemos, pues un héroe de la sociedad, sino un héroe que se define contra la sociedad, un héroe profundamente antisocial. Este giro, como tendremos ocasión de analizar, se seguirá manteniendo, si bien con signo diferente, en las nuevas propuesta heroicas.
Ahora bien, el héroe romántico se comienza a movilizar en un terreno de ambigüedad. Éste rechaza a la sociedad pero a la vez desea ser seguido por ésta misma. Respecto a lo dicho sobre los libertinos, el héroe romántico es casi su opuesto. Se presenta de la manera más estruendosa ante los demás y reclama ser seguido por todos. Su vocación es la de líder, pero los demás ignoran su voz.
Si alguien ha tenido en su interior el deseo de ser héroe, éste ha sido un romántico.
Frente a la espontaneidad de los héroes de antaño, el romántico desea serlo fervientemente.
El romántico –y no es casual que reivindicaran a Don quijote como uno de sus antepasados y modelos– se lanza a la búsqueda de su destino de héroe y casi siempre tiene un referente, un ídolo más o menos declarado al que se propone imitar, de la misma manera que Alonso Quijano se lanzó al camino con la cabeza llena de héroes librescos a los que deseaba emular.
El heroísmo romántico procede, en gran medida, de su soledad. El héroe se encuentra dolorosamente solo con una verdad que le llena pero es incapaz de hacer comprender de los otros. Se asemeja a la figura de los profetas, cuya voz retumba en los espacios pero no conmueve el corazón de los hombres. La función profética romántica es la de transmitir a los demás hombres la verdad que le ha sido revelada. Cuál sea esta verdad es algo que varía de unos románticos a otros, pero es común en la mayoría sentirse despreciados por una sociedad insensible que se ríe de su patetismo.
El héroe romántico por excelencia es el artista. Nunca se había elevado tan alto como durante el romanticismo la consideración de genio artístico. Su propia naturaleza de genio le convierte ya en un rebelde: no sigue las normas de los otros, son los otros los que deben seguirle a él.
Como podemos aprecias, sus actitudes son opuestas a la del libertino. Este se negaba a seguir las normas sociales, pero fingía cumplirlas para poder alcanzar mejor sus fines. El romántico, por el contrario, prefiere dejarse matar antes de fingir ante los otros que se dobla a sus designios si cree que éstos son falsos. El concepto de honor calderoniano tuvo un gran atractivo para los románticos y es fácil entender el por qué. Cualquier hipocresía, cualquier convencionalismo, es motivo de lucha para el romántico. El Werther goethiano es expulsado de la sala de baile de los nobles que no lo quiere entre ellos. Werther se va, y se va orgullosamente; se va despreciándolos a todos profundamente, sintiendo que son ellos los que no son dignos de estar en su compañía.
La soledad del héroe romántico tiene su carácter trágico que se expresa en la figura del Empédocles holderliniano arrojándose a las llaves de Etna después de haber sufrido el rechazo de su pueblo. Sin embargo, el romántico consigue hacer de su fracaso social un signo de triunfo. Ser rechazado acabará siendo síntoma de estar en posesión de una verdad profunda que, por su propia grandeza, se vuelve incompresible a los demás a todos aquellos que no están a su altura.
El poeta Friedrich Höderlin manifestó ese rechazo a los que les desprecian en su poema en su poema El consenso público:
"¡Ah! La muchedumbre prefiere lo que se cotiza,
las almas serviles sólo respetan lo violento.
Únicamente creen en lo divino,
aquellos que también lo son".
Podemos apreciar en estos versos cómo se reniega de la sociedad, cómo el romántico abre brecha entre él- y los que puedan ser como él- y el resto. A partir de este momento, se eleva una barrera entre el artista y la sociedad. El arte dejará de servir a los fines integradores que tenía con sus orígenes y se situará en un espacio permanente de denuncia contra la sociedad. Entender este cambio es fundamental para comprender el desarrollo del arte Occidental en los últimos dos siglos. Ya no se hace "arte" para que la comunidad identifique como tal alrededor de unos objetos simbólicos, sino para denunciar, para atacar los cimientos de esa misma sociedad pasamos del fenómeno integrador al arma arrojadiza, de la celebración común al juicio crítico. Se inicia una profunda renuncia de la función originaria del arte a favor de un arte individual que no asume la visión de la comunidad, sino la visión subjetiva. Ya no veremos representado el espíritu de una época en el objeto artístico, una plasmación colectiva, sino una crítica parcial de ese espíritu desde la subjetividad, un universo múltiple y poliforme en donde el hombre pierde el apoyo de lo común y se ve lanzado a la búsqueda de lo individual.
La identificación con el héroe ya sólo puede ser parcial y significa tomar parte en la lucha contra los otros, contra la mayoría; significa renunciar a la comunidad a favor del grupo. Estos grupos se definen por su antagonismo, por utilizar el término de Trilling; la adhesión de estos grupos implica siempre la negación de otros, es una definición tanto positiva como negativa, siempre una a favor y una en contra.
La tipología heroica romántica es rica en modelos. Ofrece una variedad de gama que compone un olimpo de figuras solitarias que se enfrentaron de forma diversa a la época en que vivieron. Podemos analizar algunas de estas figuras representativas.
Si hubo un tipo de héroe romántico que fuese reconocido en su propia época fue el que se creó en la figura e Lord Byron. En Byron podemos encontrar de forma perfecta todo el proceso de surgimiento del héroe romántico. Vida y obra, en Byron, se convierten en una unidad en donde es difícil separar lo que es historia, ficción y leyenda. Las relaciones entre estos tres elementos son esenciales para entender lo que Byron significó en su tiempo. Lord Byron tuvo su historia, pero también tuvo su leyenda, leyenda que surge de la relación de su vida y sus ficciones. La "Leyenda Byron" nace socialmente del cruce de dos imágenes la producida por los hechos que configuran la vida del poeta y la creada por la visión que él mismo dio de ellos en las páginas de sus obras. Byron fue víctima tanto de sus propios excesos como el tratamiento poético que ofreció de ellos al mundo. Odiado por muchos y admirado por otros tantos, su dimensión heroica es un ir y venir entre sus personajes y él mismo.
Byron y sus personajes fueron, a los muchos ojos, héroes, y lo fueron en un sentido bien distinto al que se había hasta entonces. Podemos calificar a este nuevo tipo como héroes del rechazo, héroes del "non serviam". Personajes orgullosos que son capaces de vivir su diferencia de forma arrogante. Conscientes de su superioridad, se alza sobre las normas y las desprecian. Si la sociedad reniega de ellos y los acusa, ellos devuelven el ataque y reconocen su grandeza en la magnitud de sus enemigos. En el canto III de sus Peregrinaciones de Childe Harold, la obra que lo levantó al inicio de su carrera, Byron ya perfila lo que será su actitud hacia la sociedad: Nunca fui amigo de la sociedad; tampoco ella se mostró amiga mía. Nunca intenté alcanzar votos; jamás se me vio doblar pacientemente la rodilla ante los ídolos, ni forzar la sonrisa en mis labios, ni unirme al eco de los aduladores. Viví como extraño entre los hombres; estando entre ellos parecía ser perteneciente a una especie distinta; envuelto en el sombrío velo de mis pensamientos, muy diferentes a los de mis semejantes, continuaría siendo aún el mismo de no haber dominado y moderado mi alma.
La imagen del joven que, pudieron tener la felicidad al alcance de su mano, se deja tentar por lo prohibido, prende con un gran atractivo en el público. El atormentado Childe Harold, como otros héroes de Byron, es el poseedor de un gran secreto que le atormenta desde lo más profundo de su corazón. Cuál puede ser esa falta cometida que era en el ámbito de la imaginación del lector. Este sólo puede apreciar el efecto del tormento, no su origen. Así, con astucia, Byron invita al lector a imaginar su pecado o, lo que es lo mismo, a proyectar los suyos sobre el dolor del héroe estableciéndose un hermanamiento por simpatía. El mismo autor lanza en el Canto I una negativa retórica hacia la supuesta demanda de información por parte del lector: Y, ¿Qué desgracia es ésa? No lo preguntes; tenle lástima; dígnate no interrogarme sobre ello: continúa sonriente y no te empeñasen descorrer el velo que oculta mi corazón, en el que hallarías un infierno.
Si los personajes de Byron se niegan a desvelar sus pecados –ese maravilloso "no lo preguntes; tenme lástima"-, el propio escritor no se preocupó mucho de esconder lo suyos sobradamente aireados. Así, lo que los personajes ocultaban se veía recreado en la opinión pública por las informaciones procedentes de sus escándalos. El público tenía donde elegir a la hora de buscar las culpas del héroe. El Byron torturado que los lectores podían apreciar en sus obras, se complementaba perfectamente con el Byron escandaloso de la vida real. Vida y obra unidas indisolublemente: hecho y confesión, acto y remordimiento, pecado y penitencia.
La consecuencia inevitable fue que, aún pasado mucho tiempo, no se pudiera desligar una y otra, que el Byron hombre se entrelazara siempre con el Byron poeta-ideal romántico, por otro lado-. Tenemos un buen ejemplo de la pervivencia del mito byroniano en la obra de James Joyce, Retrato del artista adolescente, en la que –casi cien años después- la valoración de Byron se sigue viendo afectada por su vida privada. Los jóvenes escolares siguen discutiendo entre ellos y polemizando con sus maestros sobre la valía del poeta sin poder prescindir de los hechos de su biografía.
Byron encarnó la figura del héroe demoníaco, una figura típicamente romántica. Es el renegado, el rebelde orgulloso que cierra tras de sí violentamente las puertas de la reconciliación social. La superioridad del héroe se vierte en su capacidad de sufrimiento y en unas cotas sublimes, alejado de las penas cotidianas, aunque quizá fuera mejor decir que el victicismo romántico lleva elevar cualquier pena diaria hacia niveles grandiosos. El dolor es el signo de los que son sensibles y el poeta es el más sensible de los hombres lo que los demás viven superficialmente, el poeta romántico lo vive de forma trágica. Los mitos románticos recuperan aquellas figuras en las que el dolor y el castigo se hermanan. Los mitos de los osados, de los que desafían a los dioses o por las de los que traspasan los límites de lo permitido –ya sea por las leyes de los dioses o por las de los hombres-, son las favoritas de los románticos, que los utilizan para proyectarse en ellos. Figuras prometeicas, castigadas por una fuerza que proviene de su interior morboso, acaban siendo destruidas por la misma fuerza que las eleva. Prometeos, Icaros, Sísifo , sólo se mide el héroe con rivales de su talla; desafiando a los dioses, se participa de su divinidad.
Si Byron fue un renegado, el poeta alemán Friedrich Hölderlin nos ofrece otro ejemplo de vida romántica, que enlaza con las últimas ideas expresadas. Byron fue castigado por las leyes sociales. Hölderlin fue castigado con la locura por su osadía, por desafiar a la divinidad.
En el texto que escribió el joven estudiante Wilhelm Waiblinger después de peregrinar hasta la casa en que estaba acogido el poeta enloquecido nos dice refiriéndose a su correspondencia.
A lo largo de sus cartas hay una lucha y una batalla contra la Divinidad o el destino, como él gusta de llamarlo. En un pasaje dice lo siguiente: "Celestial Divinidad, ¡cómo nos vimos las caras cuando te planteé diversas batallas y te arrebaté algunas victorias nada insignificantes!"
Hölderlin encarna la lucha interior. Su campo de batalla no es el de Byron. El inglés fue un hombre de acción y tomó las armas en su mano; Hölderlin, en cambio vivió todas sus guerras en su interior y los enemigos que allí habitan pueden ser gigantescos e invencibles. Los enemigos interiores nunca se baten en retirada, no tiene otra guarida que lo profundo del alma y allí termina su labor destructiva. La locura de Hölderlin es típicamente romántica, pero la admiración del joven Waiblinger no es menos y es también representativa de una forma de sentir.
Wilhelm Waiblinger, joven estudiante de apenas dieciocho años, visita al poeta en 1822. Siente la fuerte necesidad de escribir una novela sobre un loco. Hölderlin se le ofrece como modelo. El 9 de agosto anota en su diario: "¡Hölderlin es uno de esos hombres ebrios, inspirados por Dios, como pocos engendra la tierra. El sacrosanto sacerdote de la sagrada naturaleza!". El primero de septiembre, pocos días después, decide definitivamente que es Hölderlin el loco que necesita.
Un espíritu como Hölderlin -escribe-, que es la causa de un trastorno horrible cayó de la celestial inocencia en la mancilla más atroz, es superior a las personas débiles que se quedaron a mitad de camino. Hölderlin es mi hombre. Su vida es el grande, terrible enigma de la humanidad. Este espíritu sublime hubo de sucumbir o no hubiera sido tan sublime.
Es interesante ver a Hölderlin a través de los ojos de Waiblinger, independiente de que los biógrafos del poeta hayan introducido correcciones a lo que afirmaba. No se trata tanto la exactitud histórica como de la sensibilidad propia del momento. Waiblinger mirando a Hölderlin es la imagen del que desea ser romántico frente al que lo es por naturaleza. Podemos considerar a Hölderlin un grandioso poeta, pero Waiblinger lo consideraba algo más. Veía en él la encarnación de un tipo de héroe, el sublime, el que lo es por abandonar los límites de lo cotidiano para elevarse hasta los más altos lugares que el hombre puede pisar. La locura no es sino el reconocimiento de la lucha terrible, el enfrentamiento entre el hombre y lo que se le resiste: es, sin duda, el signo del combate, el castigo de los osados.
La locura, como había sucedido con el rechazo a Byron, es contemplada como la marca del héroe, como el signo de una superioridad trágica que destruye a quien lo lleva. Como sucederá más de cien años después con los personajes de Hemingway, el hombre está condenado a la destrucción, pero es en ella en la que se redime. Destruido, pero no derrotado. Participar en la batalla salva al héroe y le permite entrar en la leyenda. El sino del héroe romántico es necesariamente su destrucción, pero con ella se garantiza la pervivencia en el recuerdo la verdadera lucha del hombre es contra el olvido, nada devoradora que atrae a la mayoría de los hombres. La lucha es el juego que los elegidos practican para sustraerse a esa nada. Por eso, si algo asusta al héroe romántico es la ausencia de diferencia, al verse confundido, atrapado por el infierno de la igualdad; en definitiva, el ser uno más en un coro anónimo que pregona su vaciedad a lo largo de la historia. El canto romántico es el cisne, la voz trágica que precede a la destrucción y resuena como un eco en la memoria de los hombres. La soledad, el aislamiento, la diferencia es preferible ser el acusado único que uno más entre los jueces.
Otro tipo de héroe que encontramos a lo largo de la historia de la literatura, es el héroe realista, el cual desplaza al romántico que necesita sublimes campos de batalla que permitieran salir del ámbito de lo social, el realismo nos muestra un escenario que sólo puede ser social. La lucha describe, ya no es una tragedia del hombre enfrentando a lo absoluto o a sus demonios interiores, a grandes enemigos que determinaban su talla de luchador, sino que presenta un entrecruzamiento con las fórmulas anteriores. El héroe realista es consciente de dos cosas: que los límites de la batalla son los de la historia, y, en segundo lugar, de la debilidad del enemigo.
El mundo que nos describe no es el de las grandes batallas, sino el de la mezquina lucha cotidiana por sobresalir. Los héroes realistas no quieren la gloria, como los románticos; quieren los beneficios de la fama, el reconocimiento social. No quieren elevarse a regiones solitarias; quieren, sencillamente, sobresalir. El tema central de la novela realista del siglo XIX es el ascenso social. No se busca entrar en la historia, sino entrar en los salones de Wherther se fue de ellos dado un portazo; los jóvenes héroes del realismo utilizan cualquier puerta, cualquier ventana o trampilla para poder introducirse de nuevo en ellos.
Se parte del principio de que la sociedad es una entidad mediocre, el espacio del engaño, en el que cada uno ocupa un lugar conforme a lo que tiene y no a lo que es realmente. El héroe ya no necesita ser noble. La astucia es la condición necesaria, la premisa que permite ir subiendo puestos en la escala social recurriendo a cualquier tipo de artimaña. La novela realista no se puebla de jóvenes vociferantes que proclaman su desprecio a los filisteos redomados, de fingidores, que entienden que la sociedad no está conformada por seres burgueses, como sucedía con los románticos, sino de jóvenes seductores, de hipócritas auténtico sino por máscaras que esconde la mediocridad general. El héroe prototipo del realismo no es revolucionario, sino que, por el contrario, necesita del orden existente para poder desplazarse.
Es fundamental para comprender el mundo que nos describe la primera novela realista, tener en cuenta el efecto de la Revolución y la Caída del Antiguo Régimen. La promesa de la igualdad debe ser entendida no como un igualitarismo y uniformante, sino como un pistoletazo de salida en la carrera por el ascenso. En el fondo, su lucha es contra el derecho de la cuna, contra el papel determinante que en una sociedad estratificada tenía el nacimiento. Ascender socialmente es desplazarse desde el puesto que corresponde por el nacimiento hacia los lugares que el individuo entiende que le corresponden por sus méritos y condiciones. La frustración del héroe realista es la que se produce al ver que seres mediocres están por delante de él en la escala social. Su energía se empleará en convencer a los otros, a los que están arriba, de que él es su igual, que olviden su origen y vean sus cualidades. Sin embargo, a pesar de la caída del Antiguo Régimen, el cuerpo social sigue constituyéndose sobre la cuna y la posesión. La pérdida de privilegios es más formal que real. Los que se enriquecieron con anterioridad pueden haber perdido sus títulos, pero no su dinero y es éste el que determina ahora las posiciones de cada uno. Porque, como mostraba Balzac, el gran dios de esa sociedad que nos refleja la novela realista es el dinero, auténtico título nobiliario de esa nueva sociedad generada no ya sobre la posesión de la tierra, sino sobre el comercio y la especulación.
El joven héroe realista ya no necesita principios, sino cuentas bancarias; no necesita apoyarse en la verdad, sino en amigos influyentes; no necesita musas inspiradoras, sino aburridas esposas de acaudalados burgueses a las que poder seducir para entrar en el gran mundo a través de las alcobas.
Los consejos que el criminal Vautrin da al joven Rastignac en Papá Goriot son prácticamente el credo del héroe advenedizo del realismo: Si aún he de darle un consejo, hijito, es que no se empecine ni en sus opiniones ni en sus palabras. Cuando se las pidan, véndalas. El hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que camina siempre en línea recta, un majadero que cree en la infalibilidad. No existen principios, sólo acontecimientos; no existen leyes, sólo circunstancias: el hombre superior se amolda a los acontecimientos y a las circunstancias para encaminarlos. De existir principios y leyes fijas, los pueblos no cambiarían de ellos como cambiamos de camisa.
El héroe que se nos muestra ya no necesita, como le dice Vautrin a Rastignac, ningún tipo de principios. Los principios no ennoblecen, sino que son más bien un lastre en la carrera hacia el dinero y la posición elevada. La novela realista se hermana con la libertina en la creencia en que los principios sociales no son más que máscaras, y la superioridad sólo es posible a partir de ese conocimiento. Superioridad es ahora dominio, poder, capacidad de seducir.
El héroe no quiere cambiar la sociedad, no trata como los románticos de cambiar las normas, de convertirse en un líder regenerador que la saque de su error encaminándola hacia la verdad. La novela realista se construye sobre el modelo de la novela de aprendizaje romántica: un joven aprende cuáles son los auténticos principios que rigen el cuerpo social para poder moverse en él. Aprende que los principios que los libros enseñan sobre el hombre no son más que falsedades, que la realidad social es una jungla en la que hay que utilizar todas las armas disponibles para evitar que nos destruyan; que ascender es pisar, pasar sobre otros sin detenerse para alcanzar las metas. Aprende a fingir, a controlar sus sentimientos en beneficio de sus objetivos. Se fija en aquellos que lograron subir para tratar de reproducir sus métodos y llegar tan alto como ellos. El Vautrin balzaquiano, maestro del pragmatismo en la formación, describe a Rastignac cómo se debe entrar en ese juego del poder: ¿Sabe cómo se abre aquí camino la gente? Pues echando mano al talento o a las dotes de corrupción. En esa masa humana hay que entrar como una bala de cañón o infiltrándose como una plaga. La honradez de nada sirve. La gente se doblega ante el poder del genio, le odian, intentan calumniarle porque toma sin compartir, pero si persiste terminan inclinando la cerviz. En una palabra, le adoran de rodillas cuando no han podido enterrarlo bajo el barro. La corrupción gana terreno, el talento escasea. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad imperante y su punta la notará usted en todas partes.
Esa imagen del individuo superior entrando como una bala de cañón en el cuerpo de la sociedad recoge de forma clara el sentido de agresión que tiene el movimiento social. El genio, santificado durante el romanticismo como rasgo del héroe creador, se transforma aquí en la capacidad de dirigir el propio destino. Dirigirlo es poder alejarse de la fuerza de gravitación social que atrae hacia la mediocridad. El núcleo del cuerpo social es la estupidez y esto puede ser favorable o peligroso, según se sea capaz de aprovecharla.
La novela realista traza una imagen de la sociedad muy distinta a la que ésta tiene de sí misma. El siglo XIX, el siglo del progreso, tiene una imagen elevada de lo que significa en la historia. La industrialización, las mejoras en el transporte, los descubrimientos científicos… lo convierten en un siglo optimista y pagado de sí mismo. La imagen que la novela realista ofrece es la del reino de la mediocridad satisfecha, la de la mediocridad envidiosa, celosa del talento. El hombre superior, el hombre de talento, en cualquiera de sus manifestaciones, se siente agredido, frenado en sus expectativas, en su deseo de triunfar, de salir de esa masa agobiante que todo lo devora anulándolo. En su prefacio a las poesías de Louis Bouilhet, Gustave Flaubert escribía: ¡Mirad cómo el desierto se extiende! Un aliento de estupidez, una tromba de vulgaridad, nos envuelven, prestos a recubrir cualquier elevación, cualquier delicadeza. Se sienten felices de no respetar a los grandes hombres…
Esa extensión del "desierto", ese avance de la mediocridad, hace añorar desde las primeras obras del realismo decimonónico una figura en la que se ve de forma emblemática la lucha del genio con lo vulgar. Es la figura de Napoleón. En Bonaparte se ve el ideal del joven ambicioso, dotado de genio, capaz de salir de la nada y llegar poner a sus pies el mundo. Napoleón enseña la fuerza del genio y también su destino: cómo el talento despierta el deseo de anulación por parte de los mediocres. Nos señala el mito-crítico Gilbert Durand que la activación de los símbolos al final del siglo XVIII y al principio del XIX en Europa, permitió, en medio de un mesianismo mítico evidente, el resurgir literario e ideológico del viejo mito de Prometeo y la encarnación histórica de este mito en Napoleón Bonaparte.
De Stendhal a Dostoievski, se crea el Napoleón literario, el punto de referencia de tantos jóvenes con el deseo de rendir a la sociedad a sus pies. Balzac, nos cuenta uno de sus biógrafos contemporáneos, Léon Gozlan, "en el pedestal de una estatua de yeso de Napoleón I cierto día con su pluma temerarias palabras: Hay que terminar con la pluma lo que él empezó con la espada. El Julián Sorel de Stendhal esconde como un tesoro un retrato de Napoleón bajo su lecho, sacándolo cada noche para contemplar a su ídolo. Raskolnikov, el héroe de Crimen y castigo, toma a Napoleón como modelo en sus especulaciones sobre los derechos del individuo superior frente a la masa.
La caída de Napoleón es la caída del héroe, el triunfo de la mediocridad. El mecanismo que se nos describe es el doble movimiento del éxito y la envidia. El héroe beneficia con sus grandes acciones para ser destruido posteriormente por los mismos que se aprovecharon de sus logros. La sociedad eleva y destruye, no estando nadie a salvo de este movimiento. Pero el haber conseguido el éxito, aunque sea por un sólo día, confirma la superioridad, confirman la astucia, el arrojo, la decisión, cualidades necesarias para sobresalir. El drama del héroe realista es que, despreciando a la sociedad, aspira a situarse en su cima. El héroe realista, al contrario del romántico, no tiene una posible retirada a la interioridad, es siempre un hombre de acción, de acción social. No le puede satisfacer una retirada despectiva como Byron, un refugio en la naturaleza, un recogimiento en la locura, ya que su ambición es la del poder y éste necesita de los inferiores.
Cuando la poderosa máquina social descubre a los que quieren ascender los destruye. Los devuelve humillados a su posición; castiga cruelmente su osadía exponiéndolos a la vergüenza pública; los desplaza de la carrera señalándolos con la infamante marca de los perdedores. Jóvenes de talento que logran ascender y son destruidos; jóvenes sin talento, que creen tenerlo, y viven trágicamente su mediocridad. En cualquier caso, la crueldad de los mecanismos sociales no permite el más mínimo fallo. Un paso en falso y lo que tantos esfuerzos, tantas villanías, tantas infamias ha costado conseguir se pierde definitivamente.
Permítanme que concluya con un fragmento célebre dentro de la novela realista decimonónica, las palabras de un joven que ha sido descubierto en sus maquinaciones por huir de sus orígenes sociales, las palabras de quien se vio sorprendido cuando estaba a pocos metros de conseguir el éxito definitivo. Casi rozándolo, lo perdió todo. Las mentiras, la hipocresía, los disfraces, las seducciones que había utilizado se perdieron por un instante de falta de control. Son las palabras de Julian Sorel, el héroe de El rojo y el negro stendhaliano, ante su tribunal: Señores, no tengo el honor de pertenecer a su clase; en mí ven ustedes a un aldeano que se ha rebelado contra su mezquino porvenir. No les pido ningún favor -continuó diciendo Julien, con voz cada vez más firme-. No voy a hacerme ilusiones, me espera la muerte: será justa. Puede que haya atentado contra la vida de la mujer más digna de respeto, más digna de alabanza, que existe. La señora de Rênal se había portado como una madre conmigo. Mi crimen es terrible y fue premeditado. He merecido, pues, la muerte, señores jurados. Pero aun cuando fuere menos culpable de lo que soy, veo a hombres que sin pensar en la piedad que pudiera merecer mi juventud, querrán castigar en mí y escarmentar para siempre a ese tipo de jóvenes que, habiendo nacido en una clase inferior y en cierto modo oprimidos por la pobreza, tiene la dicha de lograr una buena educación, y la audacia de entrar en eso que el orgullo de la gente rica llama sociedad. Ese es mi crimen, señores, y será castigado con tanta mayor severidad cuanto que, de hecho, no estoy siendo juzgado por mis semejantes. No acierto a ver en los bancos de los jurados a ningún campesino enriquecido, sino únicamente a una serie de burgueses indignados… Julian Sorel, Emma Bovary, Raskolnikov, Federico de Rastignac… ya no se enfrentan a la divinidad, como nos decía Waiblinger del poeta Hölderlin, se enfrentan a un enemigo mucho más duro y cruel: la sociedad. Una sociedad que les rechaza, una sociedad que no critica los principios -que no existen- sino los resultados. Ellos fallaron y fueron condenados por una sociedad tan hipócrita como ellos.. Simplemente.
Ahora si podemos entrar ya a lo que es el siglo XX, éste se caracteriza por la industrialización, la tecnología y la barbarie, por la mezcla del mundo del ensueño con el real; cuyo eje central son las guerras y la miseria con las cuales se convive diariamente, además el ser humano se vuelve irracional. Por otro lado, existe una nueva concepción sobre la literatura, especialmente en la novela, en donde se valora y expresa los aspectos particulares e individuales de los seres y las cosas más conocido como individualismo, a diferencia de escritores anteriores que solían escribir objetivamente el nuevo novelista ha empezado utilizar la subjetividad. El saber, el gusto, el sentimiento y la existencia son para los hombres contemporáneos relativos, es decir, que no existe una verdad absoluta para los individuos.
El siglo XX es una época, en donde todo puede suceder, en la cual el hombre a tenido que sobrepasar sus propios límites para poder superarse y alcanzar un nivel científico muy importante, al mismo tiempo, la literatura cambió, se convirtió en el símbolo de la desesperación del hombre ante la enajenación deshumanizadora, usando como instrumento la ironía con el fin de auto-conocer sus pasiones y relajarse, de burlarse de sus propios actos.
Se le da un nuevo giro al héroe, en el que a éste le toca contar sus propias aventuras llenas de un humor negro, ideas críticas e imágenes corrosivas. Esta clase de personaje aventurero ya no es el héroe noble y valiente guiado por los dioses para cumplir con alto destino, como ocurre en la tragedia griega o la epopeya, por ejemplo. Es un "Antihéroe" es decir, un ser humano que se encuentra sólo, degradado, "abandonado por los dioses", sin otra alternativa que la de defender su vida y tomar sus propias decisiones. El antihéroe lucha pero tiene miedo, muchas veces fracasa en su intento por lograr la felicidad. El antihéroe sabe de antemano que puede perder el juego, pero su voluntad lo anima a seguir jugando, sólo la fe en sí mismo le permitirá ganar algún día.
Ya para finalizar, nos resultaría casi imposible trazar los límites entre la verdad histórica y la imaginación turbada de los escritores; entre otras razones porque casi los únicos documentos que nos dan testimonios sobre la vida de estas épocas, son textos literarios. En todo caso, la literatura recreó e imaginó una visión del personaje heroico que llegó a superponerse, como una máscara a la misma realidad. Hoy no sabemos a ciencia cierta los límites entre la literatura y la historia.
Cabe suponer que la imagen del héroe medieval que llegó hasta nosotros no debió ser tan fiel a la realidad, pues esta literatura, que en todo caso partió de hechos históricos, transformó los acontecimientos y personajes, acomodándolos a la imagen que los gobernantes y a los mismos poetas les convenía mostrar. Luego, en épocas posteriores, pero sobretodo en el romanticismo y durante nuestro siglo esa imagen ha seguido transformándose, hasta hacer adquirir al héroe medieval un perfil casi mitológico.
Como si estuviéramos conectados en red con el pasado literario, los héroes medievales influyen de manera directa sobre la imagen del héroe que hoy deseamos tener en nuestra sociedad. No por casualidad muchos de los dibujos animados, de las series de televisión y de las películas de cine se inspiran en estos personajes. Nuestros gustos e ideales en este sentido, parecen remontarse como en una máquina del tiempo por lo menos 5 siglos atrás.
Podemos concluir, que a lo largo de la civilización humana, han transcurrido muchos hechos que han sido acaecidos por los escritores de sus respectivas épocas y en cada uno de sus escritos vemos reflejados nuestros ideales de acuerdo a lo vivido.
A través de todo esto hemos podido aprender que el héroe no era lo que imaginábamos, un hombre cubierto con una armadura de metal siempre en busca de la justicia y el bienestar común sino que es una persona que día a día trata de sobrellevar sus problemas, conflictos y demás realidades que lo afectan tanto a él como el medio en que se desenvuelve por medio de máscaras que lo convierte en un ser mentiroso, hipócrita, insensible, asocial y con una doble personalidad.
No podemos confundir los verdaderos héroes con los antihéroes aunque ambos luchan por sobrevivir en esta sociedad, tienen fines distintos como son: los héroes antiguos que lidiaban contra los monstruos, dioses y demás personajes encantados mientras que los antihéroes buscaban de una posición social, poder y dinero sin importar el daño que pudieran causar a otros ni los obstáculos que les tocara derribar.
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Autor:
Marly Reyes
Natalia Corwin
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