El trabajo del P. Ángel Peña es una síntesis doctrinal, de iluminadas reflexiones, de ejemplos prácticos que estimulan a las almas a redescubrir el inmenso don de la presencia de .Jesucristo en la Eucaristía, del encuentro personal con El, sea n la celebración de la Santa Misa sea en la adoración personal o comunitaria.
Las almas encontrarán en estas páginas una segura orientación y un sólido alimento espiritual.
PRIMERA PARTE
Misa, sacerdocio y comunión
Este libro, dirigido, en primer lugar, a todos los consagrados, quiere llevar un mensaje a todos los católicos: Jesús los espera en todo momento en la Eucaristía. Ahí está el amigo del alma, el amigo que nunca falla, el amigo fiel, que es Rey de Reyes y Señor de los Señores. Esta verdad no la deberíamos olvidar nunca. En la misa se hace palpable el amor infinito de Jesús a los hombres y sigue actualizando el gran milagro de la Encarnación. En la consagración de la misa se renueva el gran prodigio del Emmanuel, «Dios con nosotros». Y en la comunión nos unimos al Dios Omnipotente, hecho pan por nosotros. ¿Qué más podemos pedir? Jesús nos está esperando en el sagrario para fortalecer nuestra amistad con El, porque quiere bendecimos mucho más de lo que podemos pedir o imaginar (Cf[1]Ef 3,20). «En El están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3).
Si al final de la lectura, sientes un poco más de amor a Jesús Eucaristía, no te lo guardes para ti solo. Es un tesoro para compartirlo con los demás y que aumentará en ti en la medida en que lo comuniques a otros. Conviértete en apóstol, en amigo, en un enamorado de Jesús. El te ama y te espera en la Eucaristía.
En esta primera parte, vamos a profundizar un poco sobre la Eucaristía a través de textos de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia. Veremos la importancia de la misa como sacrificio del altar y la necesidad de unirnos a Jesús en la comunión y con nuestro ofrecimiento personal, para formar con El un solo corazón y una sola alma. De todo ello, podremos apreciar la grandeza del sacerdocio ministerial… Pero comencemos primero por conocer y amar al amigo Jesús de Nazareth.
EL AMIGO JESUS DE NAZAREI
a) Nuestro Amigo
Jesús es el amigo que nunca falla. El amigo, especialmente de los pobres y necesitados, de los enfermos y de los despreciados en una palabra, de todos los que buscan un consuelo y una razón para vivir. El aprendió en carne propia a sufrir por la incomprensión de los poderosos. Siendo niño tuvo que huir de su país. Más tarde, fue perseguido y encarcelado. Hasta lo consideraron como un blasfemo y profanador del sábado y de las leyes judías establecidas. Algunos lo querían de verdad y lo aclamaban como al Mesías, pero cuatro días antes de su muerte todos lo abandonaron, hasta sus más íntimos amigos. Y se quedó solo ante la cruz. Solamente su madre y el discípulo amado y algunas pocas mujeres lo acompañaron hasta el final.
Sin embargo, después de veinte siglos, cada año hay miles y miles de hombres y mujeres que lo dejan todo, familia, patria, bienes… para seguirle sin condiciones, como aquéllos sus doce primeros amigos. El nos enseñó con su vida la más grande y hermosa verdad que el hombre pudo conocer: DIOS ES AMOR. Jesús es Amor, porque es Dios, y te ama a ti y a mí y a todo ser humano que existe, ha existido y existirá desde el principio del mundo hasta el final.
Jesús te conoce por tu nombre y apellidos y te ama tal como eres. No necesitas cambiar para que te ame. Por eso, si nadie te quiere, si todos te rechazan, si eres demasiado anciano o enfermo o pobre o ignorante o pecador… El te ama y te dice: «Hijo mío, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). «No tengas miedo, porque tú eres a mis ojos de gran precio, de gran estima y yo te amo mucho» (Is 43,4-5). El vino a sanar a los enfermos, a perdonar a los pecadores, a dar libertad a los oprimidos, a dar amor y paz a los que tienen destrozado el corazón (Cf Lc 4,18; Is 61,1).
Por eso, en este momento, respira hondo y sonríe: Jesús te ama. Tu vida está llena de sentido, vale la pena vivir y morir por El. Vale la pena apostarlo todo por El, que espera tanto de ti y cuenta contigo para la gran tarea de la salvación de tus hermanos. Jesús te abre sus brazos con su infinito amor y te dice: Ven a Mí, si estás agobiado y sobrecargado; Yo te aliviaré y daré descanso a tu alma (Cf Mt 11,28). «No tengas miedo, solamente confía en Mí» (Mc 5,36). Tú eres mi amigo, si haces lo que yo te mando (Cf Jn 15,14).
¡Qué alegría ser amigo de Jesús! El es «el más bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,3). Según la sábana santa de Turín, medía 1,83 m de estatura, musculoso, con rasgos claramente semitas, cabello abundante, que le caía sobre la espalda, con raya al medio, barba corta, ojos grandes y nariz más bien larga y aguileña. Ciertamente que es la belleza personificada y «en sus labios se derrama la gracia» (Sal 45,3). Por ello, podemos decir que es hermoso, infinitamente hermoso, más que el sol, cuando brilla en todo su esplendor (Cf Ap 1,16). Con su porte sen-. cillo, que inspira confianza y, a la vez, majestuoso. Con una voz poderosa y, a la vez, melodiosa, que infunde terror a los fariseos, pero que atrae a los humildes. Con una sonrisa que cautiva a los niños, que irradia ternura a los enfermos, compasión a los pecadores y para todos un inmenso amor.
Así es nuestro amigo Jesús, que nos espera en la Eucaristía. En cada hostia consagrada está realmente presente. Por eso, la Eucaristía es el sacramento inefable de la presencia amorosa de Jesús entre nosotros. El está ahí y te espera. Vete a la misa a encontrarte con Jesús, vete a sellar tu amistad con El en el momento de la comunión y, todos los días, vete a visitarlo y a adorarlo, porque es tu amigo y es tu Dios.
b) El- Rey del Universo
Jesús es tu Dios. El es el Rey del Universo y con El vivimos en el centro mismo del Corazón del Dios. El Corazón de Jesús es un Corazón eucarístico y también cósmico, pues a El y en El converge todo lo que existe en un flujo y reflujo constante. Por El nos viene la salvación y la santificación. «En El fueron hechas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra… Todo fue hecho por El y para El… Por El quiso reconciliar todo lo que existe y por El Dios estableció la paz en el cielo y en la tierra» (Col 1,15-20).
«Sus ojos son como llamas de fuego, lleva en su cabeza muchas diademas y tiene un nombre escrito, que nadie conoce, sino El mismo, y viste un manto empapado en sangre y tiene por nombre Verbo de Dios. Le siguen los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones y El las regirá con vara de hierro… Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de Reyes y Señor de los Señores» (Ap 19,12-16). «Es semejante a un hijo de hombre, vestido con una Túnica talar y ceñidos los lomos con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos, blancos como la lana blanca, como la nieve… Su voz, como la voz de muchas aguas. Su aspecto, como el sol, cuando resplandece en toda su fuerza» (Ap 1,12-16).
A El se le dio «el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron y su dominio es dominio eterno, que no acabará, y su imperio es imperio que nunca desaparecerá» (Dan 7,14). Y el Padre «lo exaltó y le otorgó un Nombre sobre todo Nombre, de ,nodo que, al Nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y en el abismo y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2,9-11). Si lo viéramos en todo su poder divino, como los apóstoles el día de la transfiguración, sentiríamos miedo ante la grandeza de su divinidad.
S. Juan en el Apocalipsis nos Cuenta que «así que lo vi, caía sus pies como muerto; pero El puso su diestra sobre mí y me dijo: No temas, yo soy el primero y el último, el viviente que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (1,17-18).
Y, sin embargo, a pesar de su inmensidad y majestad divina, no quiere que le tengamos miedo. Y se ha acercado a nosotros pequeño, sencillo y escondido bajo la humilde apariencia de pan, porque es «manso y humilde de corazón» (Mt 11 ,29). Cuenta Sta. Angela de Foligno que ante la visión de la humanidad gloriosa de Cristo recibió: «una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y deslumbrante que sobrepasa todo entendimiento».
c) La humanidad de Jesús
Jesús es el hombre Dios. Como Dios, Verbo de Dios, Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, ya estaba en el mundo desde toda la eternidad y no necesitaba venir a la tierra, pero quiso venir también como hombre para hacerse amigo nuestro, y ahora está como hombre y Dios en lugares concretos: en el cielo con su cuerpo glorificado y en cada hostia consagrada en la Eucaristía. Porque «en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9).
Ya la misma palabra «Cristo», que quiere decir ungido, o Jesús, que quiere decir Salvador, nos está hablando de su humanidad; pues para salvar y ser ungido tuvo que hacerse hombre y tomar nuestra naturaleza humana. El quería ser amigo de los hombres para que pudiéramos sentir el calor de su mano, la dulzura de su VOZ, el amor de su corazón… Para que pudiéramos sentirlo cercano y no le tuviéramos miedo. Por eso, ahora esconde su divinidad bajo las apariencias de un poco de pan. El es el «Emmanuel», que quiere decir, Dios con nosotros (Mt 1,23; Is 7,14). El es «el mediador de la nueva alianza» (Heb 12,24), es decir, el puente entre la humanidad y la divinidad. Pero sólo es mediador en cuanto hombre, como dice 5. Agustín (C. de Dios 11,2). Por esto, 5. Pablo nos dice con toda claridad: «Uno es Dios y uno también es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2,5). Aquí recalca Pablo la palabra el hombre Cristo Jesús para que no prescindamos de su humanidad y no busquemos solamente a un Cristo divino y espiritual. El es el único mediador necesario entre Dios y los hombres. María y los santos son colaboradores, intercesores o mediadores secundarios para llegar por Cristo al Padre.
Sobre este punto de la importancia de la humanidad de Jesucristo, nos habla mucho y profundamente la gran doctora de la Iglesia Sta. Teresa de Jesús: «Una vez, acabando de comulgar se me dio a entender cómo este sacratísimo cuerpo de Cristo lo recibe su Padre dentro de nuestra alma y cuán agradable le es esta ofrenda de su Hijo.., porque su humanidad no está con nosotros en el alma, sino la divinidad, y así le es tan acepto y agradable y nos hace tan grandes mercedes (en la comunión)» (CC 43). «Y veo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta humanidad sacratísima en quien su Majestad se deleita. Muy, muchas veces lo he visto por experiencia y me lo ha dicho el Señor He visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos» (V 22,6). Y «yo comencé a tomar amor a la sacratísima humanidad de Jesús» (V 24,3).
Ella misma nos dice que podemos dejar a un lado las imágenes de Jesús, cuando estemos delante de El, vivo y presente en la Eucaristía. Dice así: «No veis que es bobería dejar en aquel tiempo la imagen viva y la misma persona para mirar al dibujo? ¿No lo sería, si tuvieseis un retrato de una persona que quisiereis mucho y la misma persona os viniese a ver dejar de hablar con ella y tener toda la conversación con el retrato? ¿Sabéis para cuándo es bueno y santísimo y cosa en que yo me deleito mucho (tener imágenes)? Para cuando está ausente la misma persona, entonces es un gran regalo ver una imagen de N. Señora o de algún santo, a quien tenemos devoción, cuánto más la de Cristo… Desventurados estos herejes que carecen de esta consolación… Pero, acabando de recibir al Señor teniendo la misma persona delante, procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraos al corazón» (CP 61,8).
Y, sin embargo, ¡cuántos católicos prescinden fácilmente de las bendiciones de Cristo Eucaristía! Entran a una Iglesia y se van directamente a su santo favorito y se olvidan del jefe de casa, de Jesús sacramentado, y salen de la Iglesia sin haberlo saludado siquiera. ¿Por qué? Porque no conocen a Jesús y su fe en El, presente en el sagrario, es tan pequeña que no le dan importancia y prefieren sus imágenes a su persona viva y real entre nosotros. Un lamentable error, que debemos corregir en nosotros y en los que son ignorantes de tan gran realidad.
Una vez, alguien le dijo a Sta. Teresa: Si yo hubiera podido vivir en tiempo de Jesús y hubiera podido hablar con El y tocarlo y verlo… mi vida hubiera sido diferente. Y ella respondió: ¿Pero es que no tenemos en la Eucaristía al mismo Jesús? ¿Para qué buscar más? Por eso, S. Pedro Eymard decía: «Ahí está Jesús. Por tanto, todos debemos ir a visitarlo diariamente».
Muchas veces, me he preguntado qué sería del mundo sin la Eucaristía, sin el amigo, Dios y hombre, Cristo Jesús. Yo, personalmente, después de haber podido disfrutar de su presencia gloriosa en este sacramento, sentiría que me faltaba algo, nuestras iglesias me parecerían vacías sin esa presencia sublime de Jesús Eucaristía. Nadie me podría llenar ese vacío ni con toda su oratoria ni con toda su oración.
Unas tres o cuatro veces he visitado iglesias protestantes, ¡ qué frío se siente en ellas!… Son solamente salones llenos de sillas, como los hay en cualquier hotel, colegio o institución. Allí está Dios como en cualquier lugar del Universo, allí se puede orar como en cualquier lugar del mundo, pero… Cristo, el amigo humano divino, no está allí. ¿Acaso Cristo vino solamente para quedarse con nosotros treinta y tres años? El nos prometió: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Y lo está cumpliendo no sólo como Dios, como cuando dice: «donde están dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20); lo está cumpliendo verdaderamente como hombre también, al quedarse en la Eucaristía para siempre.
Por eso, ¿qué podemos decir a quienes no aceptan a Cristo Eucaristía? Ellos son como aquellos esposos que sólo quisieran amarse por teléfono por creer que no necesitan de su presencia física. Así son todos los que creen no necesitar la presencia física de Jesús eucarístico para amarlo en plenitud. ¿Acaso no nos hubiera gustado vivir en tiempos de Cristo y haberlo conocido y ser sus amigos?
Supongamos que un buen día se apareciera Jesús de nuevo en la tierra y fuera predicando y haciendo milagros por pueblos y ciudades. ¿No sería soberbia de nuestra parte decir: yo ya tengo a Cristo en mi corazón y no necesito nada más? Una cosa es decir «creo en Cristo» y «amo a Cristo» y otra cosa es la plenitud de vida con El, que se logra con más facilidad e intensidad a través de la unión con El en la comunión eucarística. Y, sin embargo, nuestros hermanos separados hablan mucho de Cristo, pero no tienen a Cristo completo, pues les falta esta dimensión humana de Jesús; ya que, en nuestra alma, está sólo Cristo como Dios y no como hombre, y debemos ir a la Eucaristía para poder unir nuestra humanidad con la suya y por ella unirnos a la Trinidad.
La Vble. María Celeste Crostarosa, afirmaba: «La humanidad de Cristo es siempre la puerta para entrar a Dios… Nadie puede olvidarse de ella por muy sublime que sea el grado de unión con Dios que haya alcanzado». Y le daba tanta importancia a la humanidad eucarística de Jesús que indicaba «como punto de llegada de todo camino espiritual, la plena transformación eucarística» (Juan Pablo II a las redentoristas, 31-10-96).
Por esto, estoy plenamente convencido de que, quienes prescinden de la Eucaristía, no pueden alcanzar las más elevadas cumbres de la santidad, a las que han llegado tantos y tantos santos católicos, que han centrado su vida y su amor en el Cristo del sagrario. Podemos decir con seguridad y firmeza que la Eucaristía es el lugar privilegiado de nuestro encuentro con Dios, es el lugar más importante, más deslumbrante y emocionante para encontrarnos con El. No puede haber en el mundo presencia más importante de Dios que la que tiene lugar a través de Jesús Eucaristía. Este es el lugar de máxima cercanía con Dios. Allí lo encontramos más cercano y amigo de los hombres. Por ello, la Eucaristía es el mayor medio de santificación que pueda existir para el hombre, que quiere amar a Dios con sinceridad de corazón. Jesús desde el sagrario te está diciendo: «Te he amado desde toda la eternidad» (Jer 31,3). «Tú eres precioso a mis ojos, muy querido y YO TE AMO… No tengas miedo, porque yo estoy contigo» (Is 43,4-5). Pero ¿crees tú en la presencia real de Jesús en la Eucaristía? ¿Eres amigo de Jesús? ¿Estarías dispuesto a dar tu vida por El?
En la guerra civil española (1936-39), los marxistas sorprendieron a un niño de 11 años, llevando la comunión a los enfermos. Y, por no dejarse arrebatar las hostias ni renegar de su fe, lo mataron. El pequeño mártir murió, besando y adorando a Jesús, apretándolo contra su corazón. El, al igual que S. Tarsicio en los primeros tiempos del cristianismo, murió antes de dejar profanar la Eucaristía. Pero ya había logrado distribuir en los últimos meses más de mil quinientas comuniones.
Un Jueves Santo de 1939, cerca del Polo Norte, cuenta el P. Llorente, jesuita de Alaska: «Había una tormenta de nieve fiera de lo común con más de 40 grados bajo cero. Me preparé para celebrar la misa yo solo en nuestra pequeña capilla. De pronto, oigo un toque a la puerta. Era una mujer esquimal de cincuenta años totalmente cubierta de nieve, pues venía de lejos, que me dice: Padre, no podía resistir y me eché a la calle, confiando en Jesús. No quería perderme la comunión en este día. Me he extraviado varias veces por el camino y creí que iba a morir en algún ventisquero; pero me encomendé a Dios y luego torcí por el camino y no sé cómo, de repente, me encontré a la puerta de la Iglesia. Todo lo hice por comulgar». ¿Estarías tú dispuesto a exponer tu vida por amor a Jesús Eucaristía?
UN REGALO DE AMOR
La Eucaristía es un regalo de amor de Dios a los hombres, es el tesoro de los tesoros. Es el regalo de los regalos. Es Dios mismo que se da como don y alimento a los hombres. ¿Podríamos haber imaginado mayor muestra de amor? La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Jesús, del amigo divino, que viene a nosotros a ofrecernos su amistad y a pedirnos un poco de amor. La Eucaristía (misa, comunión, adoración) es la mejor manera de encontramos con Dios, de renovar nuestra amistad con Jesús… Es el mejor alimento espiritual, es la mejor oración. Y, sin embargo, cuánta falta de fe en dejar abandonado al Dios escondido. Precisamente, no pensar en la Eucaristía, no vivir la Eucaristía, es el mayor pecado o deficiencia de nuestro catolicismo. La mayor parte de las iglesias están cerradas casi todo el día, escondiendo así al mayor tesoro del Universo y al mejor medio de santificación: Jesús Eucaristía.
Debemos tener bien claro que la Eucaristía no es algo, sino Alguien. Alguien que te ama y te espera. Su nombre es JESUS. Por eso, toda tu vida cristiana debe ser una vida de amistad con Jesús, lo que significa que debe ser una vida eucaristizada, con una relación personal con Jesús Eucaristía,
Sin embargo, la mayor parte de la gente, cuando tiene problemas, busca solamente la salud en médicos, siquiatras o curanderos de cualquier clase. Se van a cualquier grupo o religión para buscarla.., y dejan solitario al médico de los cuerpos y de los corazones, Cristo Jesús. ¿No es esto como para llorar de pena? Se busca la felicidad en tantas cosas, a veces costosas, cuando tenemos tan cerca al Dios de la felicidad. ¿Por qué? ¿Por qué no creemos un poco más? ¿Por qué no comemos el «pan de los fuertes»?
¡Qué pena la de Jesús, viendo tantas almas que se debaten bajo sus ruinas y que ya no sienten el calor del sol ni oyen el trino de los pájaros ni perciben el perfume de las flores!… ¡Tantas almas frías y egoístas para quienes ya no existe la paz ni la alegría y casi no tienen fe! ¡ Con lo fácil que les sería acercarse al sagrario para pedir ayuda! ¡ Cuánto amor y cuánta paz encontrarían para superar las dificultades de cada día!
En 1937 varios exploradores rusos lograron pasar unos meses en las proximidades del Polo Norte, en el reino del hielo eterno, o, como solía decirse, de la «muerte eterna». Hasta entonces, se creía realmente que allí no podía crecer ninguna planta. Por eso, la sorpresa de los, exploradores fue enorme al encontrar en el mismo Polo Norte una flor… Era una especie de alga diminuta, del tamaño de la cabeza de un alfiler, de color azul. Quisieron descubrir su raíz y empezaron a cavar. Cavaron nueve metros de profundidad y todavía no dieron con el final de la raíz… Ciertamente, esa flor es un ejemplo para nosotros. Por todas partes, le rodeaban el hielo y la muerte y no se asustaba ni retrocedía. Iba taladrando el suelo y se lanzó, en el reino de la oscuridad y de las tinieblas, hacia arriba en busca de la luz… hasta que la encontró. No le importó, si tuvo que subir veinte metros. Valió la pena llegar a la luz y poder alegrar la vida de unos exploradores y alabar a Dios en las solitarias y heladas regiones del Polo Norte. Por eso, tú no te desanimes, no importa cuántos metros estés bajo el peso de tus pecados. Jesús te espera en la confesión y en la luz del sagrario, sigue subiendo, El es la luz del mundo y te está esperando para darte una nueva vida.
Allí, en el sagrario, vela Jesús todas las noches en silencio, esperando la llegada del alba y de algunas personas que lo amen para repartirles sus tesoros de gracia escondidos, en su Corazón, Porque el sagrario contiene todos los tesoros de Dios, ahí están los almacenes llenos y son inagotables. ¿Por qué no vas a misa? ¿Por qué no comulgas? ¿Por qué no te arrodillas ahora mismo, en el lugar donde te encuentras, y te diriges al Jesús del sagrario? Mira hacia la iglesia y dile así:
Jesús mío, ¿qué haces ahí todo el día en la Santa Eucaristía? ¿Qué haces en las noches silenciosas, solitario en la blanca hostia? ¿Esperándome? ¿Por qué? ¿Tanto me amas? ¿Y por qué yo me siento tan angustiado por los problemas y creo que Tú te has olvidado de mí? ¿En qué pienso? ¿En qué me ocupo? ¿Por qué me siento tan solo, si tú eres mi compañero de camino? Ahora, he comprendido que tú me amas y me esperas y seguirás esperándome sin cansarte jamás, porque tienes todo tu tiempo exclusivamente para mí. Señor, aumenta mi fe en tu presencia eucarística. Lléname de tu amor ven a mi corazón. Yo te adoro y yo te amo. Yo sé que tú estás siempre conmigo y que contigo ningún vendaval y ninguna tempestad podrá destruirme. Dame fuerza, Jesús, YO TE AMO, perdóname mis pecados. Yo sé que, si estoy contigo, tengo conmigo la fuerza del Universo, porque tú eres mi Dios.
¡Oh misterio bendito, prodigio de amor sacramento admirable, fuente de vida… Jesús Eucaristía! ¡Qué vacía estaba mi vida sin Ti! Ahora he comprendido que tú eres mi amigo y quieres abrazarme todos los días en la comunión. Por eso, yo te prometo ir a visitarte todos los días y asistir al gran misterio de amor de la Eucaristía. Quiero ser tu amigo. ¡AMIGO DE JESUS EUCARISTÍA!
LA EUCARISTIA ES VIDA
Dice Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Y la Eucaristía es el mismo Jesús de Nazareth, que viene a traernos vida y «vida en abundancia» (Jn 10,10).
¿Estás vacío, triste, angustiado, desesperado? Ahí está Jesús que te espera. No le tengas miedo. Acude a El con confianza. El es tu Dios y te dice: «No tengas miedo, solamente confía en Mí» (Mc 5,36).
La Eucaristía es la fuente de la vida, de la verdadera vida, de la vida eterna. ¿Estás sediento de amor, de paz, de alegría, de comprensión? Ahí está Jesús que te saciará tu hambre y tu sed. El te dice: «Yo soy el pan de vida, el que viene a mí ya no tendrá más hambre, el que cree en m1 jamás tendrá sed» (Jn 6,35). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, si alguno come de este pan, vivirá para siempre y e/pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51). «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en El… el que me come vivirá por mí. El que me come vivirá para siempre» (Jn 6,53-59). Jesús es fuente de vida y quiere, a través de nosotros, serlo también para los demás. Por eso, nos dice: «El que cree en mí, ríos de agua viva correrán de su seno» (Jn 7,38). Asistamos, pues a la celebración eucarística a colmarnos de vida divina para que podamos después compartirla con nuestros hermanos. Recordemos a todos lo que dice Jesús: «El que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida» (Ap 22,17). «Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le daré gratis de la fuente de agua de vida.., y seré su Dios y El será mi hijo» (Ap 21,6-7). «Si alguno tiene sed, que venga a Mí y beba» (Jn 7,37).
Sí, Jesús es la vida de nuestras almas, pero ¿cuántos creen en El? ¿Cuántos lo reciben con amor? Y Cristo sigue gritando a los cuatro vientos: «Esto es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros, haced esto en memoria mía… Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). Y S. Pablo insiste: «Sed vosotros jueces de lo que os digo: el cáliz de bendición que bendecimos, ¿ no es acaso la comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos, ¿no es acaso la comunión con el Cuerpo de Cristo?» (1 Co 10,16).
«Yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado tomó pan y después de dar gracias lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros, haced esto en memoria mía. Y asimismo después de cenar tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre, cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía… Así pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor Examínese, pues, cada uno a sí mismo y coma del pan y beba del cáliz, pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11,23-26).
La Eucaristía es «el manjar de los ángeles» (Sab 16,20), «el pan de los fuertes» (Sal 78,25), «e/pan de los cielos» (Sal 105,40), «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6,51). Es por esto que el que comulga con frecuencia, sentirá en su alma una fortaleza extraordinaria para afrontar los problemas de la vida diaria y se conservará fuerte y joven espiritualmente, porque estará recibiendo vigor del Dios eternamente joven, que nunca envejece y que es fuerte sobre todas las cosas.
El año 1901 se cerraron en Francia todos los conventos y expulsaron a los religiosos, pero se permitió que continuasen en el hospital de Reims las religiosas enfermeras. Un día llegó allá la comisión inspectora del Concejo municipal y le invitó a la Superiora a enseñarles todas las salas. Abrió la primera sala: todos eran enfermos de cáncer, ellos pasaron de largo… Abrió la segunda, la tercera, la cuarta.., todos eran enfermos de gravedad. Los miembros de la comisión no se detuvieron en ninguna sala. Uno de ellos, al despedirse, le preguntó a la
Superiora: -Usted ¿cuánto tiempo lleva aquí?
-Cuarenta años.
-Y ¿de dónde sacó fuerzas para aguantar?
-Comulgo todos los días. Si no estuviese conmigo Jesús sacramentado, no habría podido resistir.
Sí, allí en la hostia santa, está el poder infinito de un Dios, que no ha querido escoger el rayo para manifestar su poder, ni el diamante con todo su brillo cautivador. No escogió el rocío, tan dulce y agradable para acercarse a los hombres. Tampoco escogió la rosa tan hermosa. Quiso escoger, para esconderse y acercarse a nosotros, un pedazo de pan. Y nosotros ¿por qué estamos tan hambrientos y sedientos, cuando hay tanto alimento en la Eucaristía? Por qué helarnos de frío espiritual, cuando hay tanto fuego ante el altar? ¿Por qué perdernos en las tinieblas del pecado, cuando hay tanta luz y tanta vida en Jesús Eucaristía?
Que no te pase a ti como a aquellos pasajeros de un barco averiado en alta mar. Iban a la deriva y llegaron a las costas del Brasil, pero se estaban muriendo de sed… Cuando llegó el barco salvador, todos a una exclamaron: ¡Agua! Agua! ¡Dadnos agua, que morimos de sed! Y los del barco les dijeron: ¿por qué no beben el agua del mar? Están rodea a dos por todas partes de agua y esta agua es buena, porque es del río Amazonas, que hace potable el agua del mar varios kilómetros después de la desembocadura. ¡Bebed, bebed y quedaréis saciados! Se estaban muriendo de sed, como tantos católicos, que tienen la fuente de la vida a su disposición, y no saben o no quieren beber del agua de la verdadera vida, que es Cristo Jesús.
Te puede pasar también como a aquel hombre que tenía una finca, donde había un salto de agua muy grande. Durante muchos años, sus amigos le decían que pusiera una turbina para generar corriente eléctrica, y El no hacía caso. Cuando ya fue viejo, un día se le ocurrió seguir los consejos de sus amigos y se admiró del tesoro que había tenido tanto tiempo olvidado. Pudo obtener electricidad para todos los ueb1os cercanos e, incluso, para varias fábricas que se establecieron en el lugar. Y entonces pudo decir: Cuánta energía perdida! Sí, cuánta energía espiritual perdida por desidia, por ignorancia o por comodidad. Acude a la Eucaristía. La comunión te dará fuerza y alegría al alma. Te llenará de una nueva vida y te rejuvenecerá el espíritu.
¡Ven Jesús. Ven, a mi corazón Dame tu vida y lléname de amor! Tú eres fuente inagotable de aguas vivas. Tú eres la vida de mi vida. Tú eres mi Señor y mi Dios.
EUCARISTIA. DON DE DIOS A LA IGLESIA
Juan Pablo II decía que «la Eucaristía es el más grande don que Cristo ha ofrecido y ofrece permanentemente a la iglesia» (3 1-10-82). Es el «tesoro más precioso» (MF 1). En la celebración eucarística, «por la consagración de/pan y del vino, se opera el cambio de toda la sustancia de/pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Nuestro Señor y de toda la sustancia de vino en la sustancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transustanciación» (Cat 1376). De ahí que, en la Eucaristía, bajo las apariencias de pan y vino se hace presente una nueva realidad: Jesús, vivo y resucitado. «Esto quiere decir que, después de la consagración, no queda ya nada del pan y del vino, sino solas las especies; bajo las cuales está presente, todo e íntegro, Cristo en su realidad física, aun corporalmente presente, aunque no del mismo ¡nodo como están los cuerpos en un lugar» (MF 5).
«La Iglesia enseña y confiesa claramente y sin rodeos que en el venerable sacramento de la santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente Nuestro Señor Jesucristo, bajo la apariencia de esas cosas sensibles» (Trento, Denz 1636). En este sacramento está «Cristo mismo, vivo y glorioso.., con su Cuerpo, sangre, alma y divinidad» (Cat 1413). Esta presencia real de Cristo en la Eucaristía «se llama real, no por exclusión, como si las otras presencias no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro» (MF 5). Y está presente «no de una manera transitoria, sino que permanece en las hostias, que se conservan después de la consagración, como pan bajado del cielo, absolutamente digno, bajo el velo del sacramento, de honores divinos y de adoración» (Pablo VI en Burdeos 12-4-66).
Por eso, el sagrario, donde está Jesús, «debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la Iglesia y debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo sacramento» (Cat 1379).
«La Eucaristía es la fuente y cima de toda la vida cristiana… La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decii Cristo mismo» (Cat 1324). Por eso, «para que la Iglesia pueda desarrollarse, es preciso poner de relieve el carácter central de la Eucaristía, en virtud de la cual y alrededor de la cual, la comunidad se forma, vive y llega a su madurez» (carta aprobada por Juan Pablo II, 1-10-89). Según el ritual de la Eucaristía fuera de la misa: «La celebración de la Eucaristía es el centro de toda la vida cristiana y el manantial y la meta del culto que se brinda a Dios» (Nº 1 y 2).
«La Eucaristía es el centro de la comunidad parroquial. Permaneciendo en silencio ante el Santísimo Sacramento es a Cristo, total y realmente presente, a quien encontramos, a quien adoramos y con quien estamos en relación. La fe y el amor nos llevan a reconocerlo bajo las especies de pan y de vino al Señor Jesús… Es importante conversar con Cristo. El misterio eucarístico es la fuente, el centro y la cumbre de la actividad espiritual de la Iglesia. Por eso, exhorto a todos a visitar regularmente a Cristo presente en el Santísimo Sacramento del altar pues todos estamos llamados a permanecer de manera continua en su presencia. La Eucaristía está en el centro de la vida cristiana… Recomiendo a los sacerdotes, religiosos y religiosas, al igual que a los laicos, que prosigan e intensifiquen sus esfuerzos para enseñar a las generaciones jóvenes el sentido y el valor de la adoración y el amor a Cristo Eucaristía» (Juan Pablo II, 28-5-96).
La Eucaristía debe ser también el centro, especialmente, de cada casa de religiosos. Dice el canon 608: «Cada casa ha de tener al menos un oratorio, en el que se celebre y esté reservada la Eucaristía y sea verdaderamente el centro de la Comunidad». «1 en la medida de lo posible, sus miembros participarán cada día en el sacrificio eucarístico, recibirán el Cuerpo Santísimo de Cristo y adorarán al Señor presente en este sacramento» (Canon 663). La Eucaristía es la perla preciosa, el tesoro escondido de que habla el Evangelio.
¿Qué más podemos decir, si tenemos entre nosotros tan cerquita al propio Dios en persona, al mismo Jesús de Nazareth? Por eso, en la plegaria Nº 1 de la misa, pedimos que «cuantos recibimos el cuerpo y la sangre de tu Hijo, seamos colmados de gracia y bendición».
Hagamos de nuestra vida, una vida eucarística, es decir, agradecida, pues Eucaristía significa acción de gracias. Allí está Jesús, irradiando rayos luminosos de amor, que, aunque invisibles, no por ello son menos reales y eficaces.
La Eucaristía no es un trozo del árbol de la cruz, donde clavaron a Jesús, sino Cristo mismo. No son sus escritos personales, sino su misma persona, no es su fotografía o su imagen, sino El mismo, vivo y resucitado con su corazón palpitante. En la Eucaristía no tenemos sólo el recuerdo, las ropas o la corona de espinas, sino su propio Corazón traspasado, su propia cabeza, su propio cuerpo. Es Jesús, nuestro amigo y Salvador.
Por eso, la Eucaristía es el punto de apoyo que mueve el mundo, como diría Arquímedes. Y nosotros necesitamos de este punto de apoyo para mover nuestras almas a la santidad. La Eucaristía es el centro de energía espiritual del catolicismo, es como una central eléctrica o atómica del espíritu. ¿Por qué no aprovechar tanta energía que tenemos a disposición? Decía un hermano separado: yo no creo en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero, si creyera, me pasaría la vida de rodillas. Y tú ¿qué haces? ¿Qué importancia tiene la Eucaristía en tu vida? Se necesitaría toda una vida para prepararse a recibir la comunión y toda una vida para dar gracias. Y, sin embargo, comulgamos Con tanta tranquilidad que parece indiferencia.
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico, Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración… No cese nunca nuestra adoración» (Cat 1380).
¡Oh Jesús, gracias por la misa de todos los días! ¡Gracias por el regalo inmerecido de ser católico y poder conocerte y amarte en este sacramento del amor!
LA MISA
«La misa es una acción que tributa a Dios el más grande honor que puede tributársele; es la obra que más abate las fuerzas del infierno; la que más apacigua la encendida cólera de Dios contra los pecadores y la que procura a los hombres en la tierra, el mayor cúmulo de bienes» (S. Alfonso Mª de Ligorio). «Todas las buenas obras, tomadas juntas, no pueden tener el valor de una santa misa, porque aquéllas son obras de los hombres, mientras que la misa QS obra de Dios» (Cura de Ars). Por tanto, «hay que confesar que el hombre no puede hacer obra más santa que celebrar una misa» (Trento SS 22).
«La misa es el acto más sagrado. No se puede hacer otra cosa mejor, para glorificar a Dios ni para mayor provecho del alma, que asistir a la misa tan a menudo como sea posible» (S. Pedro Eymard). «Sin la santa misa ¿qué sería de nosotros? Todos aquí abajo pereceríamos, ya que únicamente eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente, la Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido y sin remedio» (Sta. Teresa de Jesús). «Yo creo que, sí no existiera la misa, el mundo ya se hubiera hundido en el abismo, por el peso de su iniquidad. La misa es el soporte que lo sostiene» (S. Leonardo (le Pto Mauricio). «Sería más fácil que el mundo sobreviviera sin el sol que sin la misa» (P. Pío de Pietrelcina).
¡Vale tanto la misa! Un santo obispo decía: «¡Qué gozo siente mi alma al celebrar la misa! Por muy ofendido, despreciado, blasfemado e injustamente tratado que sea Dios de parte de "muchos hombres… tengo la dicha de dar a Dios infinitamente más gloria que ofensas puede recibir de los pecados de los hombres. ¿Nos explicamos ahora, por qué no se ha roto en mil pedazos al golpe de la ira divina esta tierra pecadora? ¿Nos explicamos por qué hay sol en los días y luna en las noches y lluvias en el tiempo oportuno y comunicación de Dios con los hijos de los hombres ? HAY MISAS ENLA TIERRA y en todos los minutos del día y de la noche se está repitiendo a lo largo del mundo: Por Cristo, con El y en El… todo honor y toda gloria». (Mons. Manuel González).
«Si supiéramos el valor de una misa, nos esforzaríamos más por asistir a ella» (Cura de Ars). «Uno obtiene más mérito asistiendo a una misa con devoción que, repartiendo todos sus bienes a los pobres y viajando por todo el mundo en peregrinación» (S. Bernardo). «Sí comprendiésemos el valor de una misa, andaríamos hasta el fin del mundo para asistir a ella» (Sta. Magdalena Postel). Por eso, «el ángel de la guarda se siente muy feliz cuando acompaña a un alma a la santa misa» (Cura de Ars).
Así piensan los santos ¿y tú? ¿Crees todo esto? La misa es la Suma de la Encarnación y de la Redención. Es el acto más grande, más sublime y más santo que se celebra todos los días en la tierra. La misa es el acto que mayor gloria y honor puede dar a Dios. Todos los actos de amor de todos los hombres que han existido, existen y existirán, no son nada en su comparación. Porque la misa es la misa de Jesús y, según Sto. Tomás de Aquino, vale tanto como la muerte de Jesús en el Calvario, ya que la misa es la renovación y actualización del sacrificio de la cruz. «Es el memorial de la muerte y resurrección de Jesús» (Vat II, SC 47). Memorial es hacer vivo y real ahora entre nosotros, un acontecimiento salvífico que tuvo lugar en tiempos pasados.
Supongamos que hubieran tenido estudios de cine y TV en aquellos tiempos de Jesús y hubieran filmado su pasión, muerte y resurrección. ¡ Qué emoción sería para nosotros ahora poder contemplar con nuestros ojos lo que sucedió hace dos mil años y poder ver a Jesús resucitado! Pues bien, la misa es algo más que una película, por muy bonita que sea, es un memorial, es decir, es la misma realidad actual y palpitante, aunque expresada de otra manera, de modo sacramental, sin derramamiento de sangre. Por eso, decimos también que la misa es el memorial de la Pascua de Cristo, el memorial de la Redención o de su Pasión, muerte y resurrección. En una palabra diríamos que es el memorial de su infinito amor, pues en cada misa el amor infinito y eterno de Jesús se hace palpable y se sigue ofreciendo por nuestra salvación. Este amor de Jesús se hace presente al entregarse a cada uno en la comunión y al encamarse de nuevo entre nosotros, como en una nueva Navidad, en el momento de la consagración.
La consagración es el corazón de la misa, sin ella no habría adoración ni sagrarios ni comunión. Por eso, cuando en otros tiempos no se acostumbraba a comulgar todos los días, los fieles estaban bien atentos y miraban a la hostia en la elevación, con deseos de comulgar, para hacer así una comunión espiritual.
Cuando tú asistas a la misa, procura estar atento a este momento cumbre del gran prodigio de amor. Toda la misa converge en este momento sublime, en que todo un Dios se acerca a nosotros como en una nueva Navidad. Para este momento supremo viven todos los sacerdotes, para esto se celebra la misa. Sin la consagración, la misa no sería misa. "Vive conscientemente este gran acontecimiento y agradece a Dios por este gran milagro que sucede cada día. Piensa en lo que sucede: unas breves palabras pronunciadas sobre la hostia y, en el mismo instante, esta hostia viene a contener un tesoro mayor que todos los tesoros de la tierra.
Dice S. Agustín: «Recítense las preces para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y sangre de Cristo. Suprimidas las palabras no hay más que pan y vino. Lo repito, antes de pronunciar las palabras (de la consagración) sólo hay pan y vino; al pronunciarlas se convierten en el sacramento» (Sermón 6,3). El autor de esto es el Espíritu Santo, que también lo es de la consagración sacerdotal. «Lo que Cristo realizó sobre el altar de la cruz y que, precedentemente estableció como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. El sacerdote se halla corno envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la última Cena» (DM 8). ¡Qué admirable misterio! ¡Oh, si pudiésemos ver lo invisible del mundo espiritual!
Jesús baja a la tierra, obedeciendo las palabras de un humilde sacerdote. Y lo mismo sucede esto en las grandes catedrales de los países ricos como en las humildes casitas de esteras de los pobres de África o de América Latina.
Un sacerdote, amigo mío, me manifestaba lo que le había pasado un día en el momento de la consagración del vino. En ese momento, ante sus ojos asombrados, vio cómo el vino del cáliz empezó a burbujear y miles de burbujas se movían, mientras decía las palabras: Éste es el cáliz de mi sangre… Así Dios le hizo entender, de un modo extraordinario, la maravillosa realidad de la conversión del vino en su sangre divina. A partir de ese momento, su fe en la Eucaristía se reafirmó para siempre. No dudemos, digamos como Sto. Tomás: «Señor mío y Dios mío». Y procuremos, en esos momentos, estar ile rodillas ante nuestro Dios. No seamos meros espectadores, indiferentes a lo que se celebra. ¿Acaso estamos de pie para que no se manche nuestra ropa? Alguien ha dicho que nunca es el hombre más grande que cuando está de rodillas. No te avergüences de estar de rodillas ante tu Dios.
Sta. Margarita María de Alacoque cuenta en su Autobiografía que su ángel de la guarda: «no soportaba la menor falta de modestia o de respeto ante Jesús sacramentado, delante del cual lo veía postrado en tierra y deseaba que yo hiciese lo mismo". Y tú ¿le negarás el respeto y amor que se merece? ¿Le negarás hospedaje en tu corazón? ¿Le negarás obediencia a su deseo de que vengas a la misa los domingos?
La misa ha sido siempre la devoción de los santos por excelencia. Nuestra Madre María nos decía en Medjugorje el 25-4-88: «Haced que la misa sea parte esencial de vuestras vidas». Por eso, no digas que no tienes tiempo. Cuando le decían esto a S. José de Cotolengo, El respondía: «malos manejos, mala economía del tiempo». Tú, asiste a la misa para unirte a Jesús y alegrarte en la celebración de los grandes misterios de la humanidad, y para orar por tus familiares vivos y difuntos. A este respecto, decía 5. Alfonso María de Ligorio que la misa «es el más poderoso sufragio para las almas del Purgatorio». Ya desde los primeros tiempos del cristianismo se celebraban misas por los difuntos. Tertuliano, en el siglo II, nos habla de la costumbre de celebrar la misa en el aniversario de la muerte. Ahora, existe la buena costumbre, en algunos lugares, de la misa a los ocho días, al mes y al año. Orar por nuestros familiares difuntos es una obligación, no sólo de caridad, sino también de justicia. Debemos ayudarlos, pues según Sta. Catalina de Génova, llamada la doctora del Purgatorio, allí se sufre mucho más de lo que podemos sufrir en este mundo.
S. Agustín, en varias de sus obras, nos habla de esta costumbre antigua en la Iglesia y afirma que su madre Sta. Mónica, antes de morir, le manifestó el deseo de que se acordara de ella en la santa misa (Cf Conf. IX,36). Porque «es bueno y piadoso orar por los difuntos… para que sean liberados del pecado» (2 Mac 12,46). Y la mejor oración es la santa misa. Por eso, si algún día tienes algo especial que pedir o agradecer a Jesús, ofrécele el regalo de la misa y comunión, donde renovarás tu amistad con El.
Jesús, Tú eres mi amigo más querido, el Amado de mi alma, lo más grande de mi vida. Gracias Jesús, por tu amistad y por la misa de cada día.
EL SACRIFICIO DEL ALTAR
Sacrificio, en sentido etimológico, es hacer sagrada una cosa. Para que haya sacrificio se requieren tres cosas: una cosa ofrecida (víctima), alguien que la ofrece (sacerdote) y Dios a quien ofrecerlo. Pues bien, la misa es verdadero sacrificio, porque en ella Cristo es, al mismo tiempo, víctima y sacerdote, y se ofrece al Padre.
Lo esencial de la misa es el ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo al Padre. Así lo dice Pío XII en la encíclica Mediator Dei con estas palabras: «el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina víctima». Aquí inmolación incruenta hay que entenderla como ofrecimiento de Sí mismo sin derramamiento de sangre, porque es un sacrificio sacramental. Por eso, «las especies eucarísticas simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre» (MI) 2,1).
Ahora bien, este ofrecimiento de Sí mismo al Padre lo hizo Jesús desde el primer instante de su existencia y lo seguirá haciendo por la eternidad, porque es sacerdote eterno. Este ofrecimiento, que se hizo palpable el día de Navidad al aparecer entre nosotros, siguió siendo realidad durante toda su vida, especialmente en el momento de la última Cena, al hacer partícipes a sus discípulos de su destino y unirlos en su misma ofrenda, pues quiere que su ofrenda sea compartida con toda la Iglesia. De ahí que la misa sea también un banquete sacrificial, en el que hay que unirse a Cristo en la comunión. Esta comunión «atañe a la integridad del sacrificio y es enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, pero para los fieles es tan sólo vivamente recomendada» (MD 2,3).
Según esto, Cristo, sacerdote eterno, sigue ofreciéndose y, en cierto modo, celebrando una misa místicamente en cada hostia consagrada en la que se encuentra y dentro de nosotros, en el altar de nuestra alma, en el momento en que lo recibimos en comunión. Sin embargo, hablar de esta misa mística es hablar del sacrificio eucarístico en sentido muy general. Estrictamente hablando, la misa es renovación y actualización del sacrificio de la cruz, pues ése fue el momento supremo, el momento cumbre en el que Cristo se ofreció totalmente a Sí mismo al Padre.
Y no sólo se ofreció a Sí mismo, sino que unió a su ofrenda a toda la Iglesia. Por eso, la misa es también un sacrificio eclesial, pues se ofrece con su Cuerpo, que es la Iglesia. Es el Cristo total, Cabeza y Cuerpo, quien celebra la misa. Ya decía S. Agustín que «la plenitud de Cristo es la Cabeza y los miembros: el Cristo total» (In Jo Ev. 21,8).
«La Iglesia entera, ejerciendo juntamente con Cristo la función de sacerdote y víctima, ofrece el sacrificio de la misa y en El se ofrece a sí misma» (MF). Por eso, «los fieles deben tomar parte activa en la misa, ofreciendo la divina víctima a Dios Padre y uniendo la ofrenda de su propia existencia» (Carta de Juan Pablo II, 1-10-89). Pues como dice S. Agustín: «es también nuestro misterio el que se celebra en el altar» (Sermo 272).
Ahora bien, ¿por qué, si Cristo murió una sola vez, podemos celebrar diariamente el sacrificio eucarístico? Cristo es sacerdote eterno y se ofrece sin cesar al Padre, su voluntad no cambia. Sigue entregando en cada momento su cuerpo (persona) y su sangre (su vida) como ofrenda permanente que hizo de una vez para siempre. Por eso, el sacrificio de la cruz es propiamente el único y eterno sacrificio. En realidad, no hay muchas misas, sino la única misa de Cristo. Las misas no se repiten, aunque haya concelebración, sólo hay participación repetida en el único sacrificio de Cristo, que sigue vivo y actual. La misa, como el sacrificio de Cristo, tiene valor infinito.
«Los méritos del sacrificio de la misa son infinitos e inmensos, se extienden a todos los hombres de todo lugar y de todo tiempo. Porque el sacerdote y la víctima es el hombre-Dios» (MD 2,1). Sin embargo, la aplicación de los méritos infinitos de Jesús a los hombres concretos depende de su receptividad y disponibilidad. No podemos decir: Cristo pagó por nuestros pecados, ya estoy perdonado y ya todo está perdonado para siempre. Eso sería como decir que todos estarían, por adelantado, ya salvados independientemente de sus obras y que no importaría ser buenos o malos. Lo cual va en contra de toda sana Teología. «Para que la redención y salvación de todos se haga efectiva, es necesario que todos establezcan contacto vital con el sacrificio de la cruz y, de esta forma, los méritos que de El se derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario un estanque de purificación y de salvación que llenó con la sangre vertida por El; pero, silos hombres no se bañan en sus ondas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no pueden ciertamente ser purificados y salvados» (MD 2,2).
Cristo ha querido dejamos el sacrificio eucarístico como renovación constante de su infinito amor y como remedio de nuestra debilidad. El nos ha concedido la gracia inmensa de hacer diariamente nuestro, el gran acontecimiento de la salvación. Pero tengamos presente que la salvación más que un acontecimiento histórico es una persona: Cristo. El es la salvación. El es sacerdote, víctima y altar (Prefacio pascual y). Su existencia es una misa perpetua, una misa viviente, una misa sin fin. Todas las misas, celebradas por los sacerdotes, son participaciones de la única misa de Jesús. Para que ello ocurra es necesario que el sacerdote sea «arrebatado» por el Espíritu Santo y sea transformado en Jesús y se identifique con El y sea, en algún sentido, transportado al Corazón de Jesús, para vivir la misa de Jesús en El, con El y por El.
Estamos acostumbrados a decir que, en la misa, el sacerdote hace presente o actualiza «aquí y ahora» el sacrificio de Jesús, pero quizás sería más exacto decir que el sacerdote, al ser Jesús e identificarse con El en la misa, se hace presente a la misa eterna de Jesús. Para comprenderlo mejor pongamos el ejemplo del sol. Decimos que el sol «sale» todos los días, pero el sol no «sale», está ahí, es la tierra la que va a su encuentro y se hace presente a El. Eso mismo pasa en la misa.
Vayamos también nosotros con el sacerdote cada día a metemos en el Corazón de Jesús, ofreciéndonos con El al Padre, para vivir la misa de Jesús. De este modo, seremos otros cristos en la tierra y El podrá vivir en nosotros, de nuevo, su pasión, muerte y resurrección. Digamos con S. Pascual Bailón: «Soy feliz al unir el pobre sacrificio de mi vida al sacrificio de Jesús». Si somos amigos, debemos estar unidos en las alegrías y en las penas, llevar juntos el peso de la salvación de los hombres y formar así una sola alma y un solo corazón. Vivamos la misa de Jesús y hagamos de nuestra vida una misa viviente, una misa sin fin.
LA MISA VIVIENTE
Cada uno debe vivir su propia misa por su ofrecimiento continuo con Jesús al Padre. El concilio Vaticano II nos recomienda: «Aprendan los fieles a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con El» (SC 48).
De esta manera, «nuestra humilde ofrenda, insignificante en sí, como el aceite de la viuda, se hará aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús» (Juan Pablo II, 7-11-82). Un buen momento para ello es cuando el sacerdote dice: «Por Cristo, con El y en El a 7Y Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén». Mejor aún, si lo hacemos en el momento central de la consagración y repetimos en privado con Jesús y el sacerdote: ESTO ES MI CUERPQ, que será entregado por vosotros… ESTE ES EL CALIZ DE MI SANGRE… que será derramada por vosotros. Y, al decir esto, nos ponemos en total disponibilidad a los planes de Dios y decimos de verdad: este cuerpo mío, con todo lo que soy y tengo, mi vida, mis trabajos y dolores.., los entrego por la salvación de mis hermanos. Ofrezco también mi sangre gota a gota, o a raudales, día a día, con mis sudores y lágrimas, con los sufrimientos y humillaciones, incomprensiones y calumnias… TODO lo entrego con Jesús al Padre. Otro momento importantísimo para renovar este ofrecimiento de nosotros mismos es el momento de la comunión y de nuestra íntima unión con Jesús; en ese momento, se unen nuestras vidas y nuestros corazones y debemos tener1os mismos sentimientos de entrega total al Padre por los demás.
Haz como aquella religiosa que me escribía: «La misa es el centro de mi vida entera. En el momento de la consagración, Jesús me sumerge en El, y con El me ofrece al Padre corno víctima de amor Cuando el sacerdote dice ESTO ES MI CUERPO Y ESTA ES MI SANGRE, es como si me lo hiciera repetir con El, pues todo lo pongo en sus manos. Estoy en permanente comunión con El y pienso en las misas que se celebran a lo largo y ancho del mundo y renuevo mi entrega en unión con cada misa que se celebra».
Y otra me aseguraba: «Cuando asisto a la misa, me pongo con todo mi ser en la patena con Jesús, en total disponibilidad para dejarme transformar por El y dar la vida, como El, por la salvación del mundo. Entonces, le digo: Haz de mí lo que tú quieras, sea lo que sea te doy las gracias, porque te amo y confió en 7, porque Tú eres mi Padre, mi Señor y mi Dios». Vivir la misa de nuestra vida es ofrecerlo todo por la salvación de los demás.
Reflexiona en el cuento de aquel hombre pobre, que iba muy triste por los senderos de la vida. Un buen día, pasó por su camino la carroza real y el rey, al verlo, se bajó a saludarlo y le dijo: qué puedes darme? Aquel pobre hombre, asombrado, sólo atinó a darle un granito de trigo. Por la noche, al ir a descansar, se dio cuenta de que tenía en su alforja un granito de oro. Y entonces, lo comprendió todo. Si El hubiera sido generoso y le hubiera dado todo su trigo, ahora sería inmensamente rico. Y si se hubiera ofrecido a sí mismo para servir al rey? ¿No hubiera cambiado su vida errante por una vida más feliz? Pues bien, Dios no se deja ganar en generosidad. ¿Por qué te contentas con darle pequeñas cosas, cuando El quiere todo tu corazón? «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov 23,26). «El que da (siembra) poco, poco recibirá; el que da en abundancia, en abundancia recibirá… Dios ama al que da con alegría y es poderoso para llenaros de todo género de gracias, para que teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en todo lo bueno» (2 Co 9,6-8). ¿Estás dispuesto a darle todo… a darte TODO, sin condiciones?
Una religiosa contemplativa, víctima de amor, me contaba un caso concreto de cómo vive su entrega total: «Un día supe que iba a venir a nuestra ciudad un grupo rockero de mucha fama y que fomentaba cosas diabólicas. Yo sentí mucho dolor interior y, pensando en cómo ofenderían a Jesús y en cuántos pecados se iban a cometer sentí dentro de mí una gran necesidad de consolar a Jesús y acompañarle en su dolor y renovar el ofrecimiento de mi vida para evitar tanto pecado. Era en el momento de la comunión, cuando me ofrecí para consolarlo y le dije que me diera lo que quisiera, que lo aceptaba todo por su amor En ese momento, nos amábamos mucho los dos.
A las dos horas, más o menos, de pedírselo, empecé a sentirme muy mal, con mucho frío, me subieron a mi cama y ardía en fiebre. Parecía como si me mordiesen por dentro, pero al mismo tiempo, sentía una alegría interior y una paz inmensa. Me sabían los dolores a amor no sé describir lo que me pasaba, pero mi alma estaba envuelta en un amor tan grande que parecía fuego. Me sentí muy feliz de haberme ofrecido para consolar a Jesús… Otro día, estaba sola en el coro, y me sentía abrumada ante el amor desbordante de un Dios, que se ha entregado por nosotros y no ha regateado ningún sacrificio para salvarnos. Me perdí en su amor y, en ese momento sublime, sentí con qué ternura infinita el Padre acogía el sacrificio de su Hijo. Mira, yo no sé expresarlo con palabras. Era un amor tan grande… y en ese amor del Padre al Hijo, también me amaba a mí y aceptaba mi victimación en Cristo. ¡Qué sublime es esto! El Padre nos ama en Cristo y quiere que vivamos nuestra misa con El».
Y es que vivir la misa es un morir a nosotros mismos en cada momento y ponernos sin condiciones en las manos de Jesús. Pero esto solamente lo llegan a comprender las almas víctimas y, sin embargo, debería ser normal en la vida de todo auténtico cristiano y, sobre todo, de los religiosos. Deberíamos ser todos hostias, que se dejan consagrar y transformar con Jesús en cada misa, Deberíamos decir en cada misa como Sto. Tomás: «Vayamos también nosotros para morir con El» (Jn 11,16). Pero hay almas que nunca serán hostias, que no se dejarán consagrar jamás, aunque sean oficialmente «consagradas». Y es que hay almas que se contentan con la mediocridad y no quieren verdaderamente ser santas y prefieren seguir una vida cristiana cómoda y sin compromisos. Jesús te dice en la Imitación de Cristo: «Si buscas pertenecerte a ti mismo y no te ofreces espontáneamente a mi voluntad, entonces, no serás una ofrenda completa ni se podrá dar una perfecta unión entre nosotros… Tú también debes ofrecerte a Mí cada día en la misa en ofrenda pura y santa» (IV, 9).
Cuando no puedas asistir personalmente a la misa «adora a Jesús con los ojos del espíritu y envía allí tu corazón para asistir espiritualmente y renovar así tu ofrecimiento» (S. Francisco de Sales).
A fin de cuentas, tu sacrificio y el de Jesús son UNO. Tu misa y la de Jesús son UNA. Une tu misa a la de Jesús, pues la misa que se celebra ante el trono de Dios, donde está Cristo con su cuerpo glorificado, la que se celebra en nuestras Iglesias y la misa de tu vida es una sola. Y esta misa debes celebrarla a lo largo de todo el día por tu ofrecimiento permanente, siendo una misa viviente. Por eso, decía Orígenes que el alma cristiana «es un altar donde se ofrece un sacrificio de alabanza a Dios día y noche». Piensa y medita que «nuestra entrega personal, como la de Cristo y en cuanto unida a ella, no será inútil, sino ciertamente fecunda para la salvación del mundo» (Juan Pablo II, Sol. rei Socialis N° 48). Abre las puertas de tu corazón a Jesucristo. No tengas miedo de lanzarte a sus brazos divinos y dejarte llevar. Confía en El. Es tu amigo y tu Dios, tu Dios amigo.
LA CENA DEL SEÑOR
Un aspecto importante de la misa es que Jesús la instituyó en el marco de una cena familiar para indicar así que todos formamos una sola gran familia en El. «El pan es uno, somos muchos, pero un solo cuerpo, porque todos participamos del único pan» (1 Co 10.17). Y 5. Gregorio Magno afirma «todos estamos incorporados al mismo y único Cuerpo de Cristo». Por eso, el valor de la misa desborda el circulo de participantes a la celebración y se extiende a todos los hombres de todos los tiempos. Desde el primer hombre hasta el último, desde la primera partícula creada hasta la última, desde este lugar en que me encuentro hasta el más remoto lugar del universo. Es una misa cósmica y universal.
En cada misa y comunión unimos nuestras vidas y nuestros destinos con Cristo y con todos los hombres, que son también nuestros hermanos. Precisamente, cuando Cristo celebró la última Cena, les partió un único pan y les dio a beber de un único cáliz para significar que todos estaban unidos en el mismo destino y en la misma ofrenda. Lo mismo ocurre ahora al participar todos del mismo «banquete pascual del amor», llegando a ser por la comunión «cuerpo de Cristo y sangre de Cristo». Por eso, asistir a la misa y no comulgar es como asistir a un banquete y no querer comer.
En la comunión es donde mejor se realiza el deseo de Jesús de que todos sean UNO. «Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectamente UNO» (Jn 17,23). «Para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos» (Jn 17,26). Todos formamos una UNIDAD en Jesús y, por eso, debemos amar a los hermanos con el amor de Jesús. Y esto debe manifestarse en el respeto, comprensión, perdón, compasión, caridad… Jesús nos dice: «Lo que hiciereis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hacéis» (Mt 25,40). Sería una contradicción amar a Cristo Eucaristía y no amar a los hermanos. «Si alguno dice amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente» (1 Jn 4,20). «El que ama a su hermano está en la luz, pero el que lo aborrece está en tinieblas» (1 Jn 2,10).
Al comulgar, dejamos que los demás entren también en nuestra vida junto con Cristo. Esto quiere decir que debemos asumir y hacer nuestras, de alguna manera, sus alegrías, penas, sufrimientos y necesidades. Ser de Cristo es también ser de los demás y para los demás. Por eso, necesitamos llenar nuestro corazón del amor de Cristo para compartirlo con los demás. Debemos demostrar en nuestra vida diaria que amamos a Jesús con todo nuestro corazón, amando sin excepción a todos como hermanos. Para mejor hacerlo esto realidad, necesitamos e alimento diario de la Eucaristía.
En la misa decimos: «Te pedimos que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo». Esta unión era una verdadera realidad entre los primeros cristianos que hasta ponían todos sus bienes en común y, en determinados días, hacían mesa en común, poniendo los ricos los manjares y siendo invitados los pobres, que carecían de todo. Después, esta costumbre se fue perdiendo y quedó la colecta de las ofrendas en la misa para repartirlas a los pobres.
Ya en el año 155 S. Justino afirma que en la misa «los que poseen bienes dan espontáneamente lo que quieren y lo recogido es consignado al sacerdote que preside, el cual ayuda a los huérfanos, a las viudas, a los necesitados, a los enfermos, a los prisioneros, a los forasteros, en una palabra a los que están en dificultad» (Apología 5,67).
Nosotros no podemos comulgar con Cristo y despreciar a los demás, pues «todos somos un mismo cuerpo de Cristo y una misma sangre por participar todos del mismo pan y ser concorpóreos de Cristo». (S. Juan Damasceno, De fide Ort 4,13). El mismo S. Agustín llama a la Eucaristía «signo de unidad y vínculo de caridad». Por esto, S. Juan Crisóstomo, ya en su tiempo, ataca a quienes quieren ser cristianos y no tienen caridad con el prójimo y les dice: «Cristo dio a todos por igual su Cuerpo y tú ¿ni siquiera das tupan? ¿Qué dices? ¿No temes hacer el memorial de Cristo y desprecias a los pobres? ¿No les das a los pobres participación alguna en tu mesa?» (In 1 Co hom 27,4). También S. Agustín afirmaba: «come indignamente el Cuerpo y Sangre de Cristo quien no vive el amor la unidad y la paz, exigidos por el Cuerpo de Cristo… En ese caso, no recibe un misterio que le aprovecha, sino más bien un sacramento que lo condena» (Sermo 227).
Todos formamos una sola y gran familia en Cristo. Todos estamos unidos al mismo Jesucristo. El es el anfitrión que nos invita a su mesa. El está sentado a la mesa con nosotros, como un amigo, en cada Eucaristía, que es el «banquete pascual del amor». La Eucaristía es una fiesta de familia, donde todos comemos juntos como hermanos, sin exclusivismos ni marginaciones, y donde se crean lazos de amistad. Por eso, la Eucaristía es fuente de solidaridad y fraternidad. Jesús quiso que todos los hijos del Padre estuvieran sentados a la misma mesa, judíos y no judíos, amos y esclavos, hombres y mujeres… Eso significa que hay que superar las diferencias raciales, sociales, culturales o nacionales para unimos en la misma mesa y crear unidad. En los primeros tiempos, hasta ponían todos sus bienes en común (Cf Hech 2,44; 4,34). Y se llamaban «hermanos» (Cf Hech 6,3; 11,1.29; 15,32).
La misa es una fiesta familiar con Cristo y los hermanos. Vayamos bien vestidos a esta fiesta con Jesús, con la mayor limpieza posible de cuerpo y alma. Nuestro Padre Dios nos espera, al menos todos los domingos. ¿No seremos capaces de obedecerle? ¿Le diremos que tenemos cosas más importantes que El?
Si en cada misa repartieran mil dólares, seguramente que se llenarían las iglesias y no habría sitios vacíos, pero no creemos que las bendiciones que recibimos valen muchísimo más, inmensamente más. que todos los dólares del mundo. Si no vemos, no creemos, porque nos falta fe. Y nos pasa como a los habitantes de Nazareth, que no recibían milagros de Jesús, por su falta de fe. Tú, cuando vayas a misa, no vayas como si fueras a la playa o al mercado o a un espectáculo público. Se debe notar hasta en tu porte exterior.
Decía el Bto. Escriba de Balaguer: «Deberíamos ir a la misa y comunión con el alma limpia, pero también con el cuerpo limpio, con el mejor traje, la cabeza bien peinada, un poco de perfume.., porque vamos a una fiesta y debemos tener delicadezas de enamorados con Jesús, sabiendo pagar amor con amor Todo lo que hagamos para demostrarle nuestro amor será poco… No escatimemos tiempo para prepararnos para la comunión y para darle gracias. Jesús nos va a bendecir mucho más de lo que podemos imaginar… Amad la misa, hijos míos, y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda. Comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad… No ama a Cristo, quien no ama la santa misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño».
¡Qué grande es la misa y la comunión! «Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Y sigue repitiéndose el milagro de la Encarnación. Y Jesús se hace el Emmanuel, el Dios con nosotros, y se queda para siempre entre nosotros. Y sigue celebrando su cena de amistad todos los días con nosotros. ¿Por qué no le damos más importancia?
Si el hombre llegara a pisar Marte, sería una noticia mundial, que recorrería todos los rincones del mundo a través de los medios de comunicación social. Pero el que todos los días Jesús venga a la tierra en cada misa, no es noticia y ni siquiera se cree en ella. Si se apareciera en algún lugar del planeta, aunque sólo fuera a través de una imagen milagrosa, todo el mundo iría a verlo y a buscar milagros, pero nos falta fe para creer que El está muy cerca, demasiado cerca, para que lo podamos ver con los ojos del cuerpo, pues sólo es posible verlo con los ojos del alma.
Supongamos que un solo hombre, el Papa por ejemplo, pudiera celebrar misa solamente una vez al año. ¿No nos gustaría poder asistir alguna vez a este gran milagro del amor? Y ahora que se celebran misas a todas las horas y en todas las partes del mundo ¿Por qué somos tan indiferentes? Cuando asistas a la Iglesia, piensa que ahí está Jesús, habla con El y renueva tu ofrecimiento. En cuanto de ti dependa, procura que haya silencio y, sobre todo, mucha limpieza en el templo, en los ornamentos, manteles y vasos sagrados. Ayuda en esto a los sacerdotes. Y, si te es posible, lleva muchas flores, porque a Jesús le gusta la alegría y la sonrisa de nuestras almas. En tiempos de 5. Agustín, los fieles cogían las flores, que habían adornado el altar, y las conservaban como reliquias, pues habían estado junto a Jesús. Jesús te recompensará todo lo que hagas por El. Y El te dice cada día a ti y a los tuyos para que asistas en familia:
«Venid y comed» (Jn 21,12). Sé agradecido y dile con S. Pablo: «Gracias sean dadas a Dios por este inefable don» (2 Co 9,15). «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales» (Ef 1,3). «Venid y veréis» (Jn 1,39).
FORJADORA DE MARTIRES
La Eucaristía es el sacramento de la santidad o, como decían en los primeros siglos, el sacramento que hace a los mártires. 5. Agustín decía que «el misterio de la última Cena recibe su más plena eficacia, cuando derramamos nuestra sangre por Aquél, del que hemos bebido su sangre» (Sermo 304,1). Por eso, los primeros cristianos les llevaban la comunión a los prisioneros, listos para el martirio, para que recibieran la sangre de Cristo y tuvieran valor para derramarla por El.
El martirio es una misa vivida en plenitud, una ofrenda total. Hay que vivir el martirio de cada día, derramando nuestra sangre gota a gota, para prepararnos para la gran ofrenda, si es que Cristo nos pide la ofrenda total de nuestra vida por el martirio. Una religiosa me decía:
«He entendido que todos mis dolores, fatigas, penas y humillaciones… son ritos de la gran misa que tengo el honor de celebrar cada día». Viviendo así, la muerte será como la última celebración de nuestra misa terrena. Y entraremos en la etapa del banquete celestial, de la misa celeste, en la que seguiremos ofreciéndonos por los demás y amándolos con todo nuestro ser. Por ello, decía Sta. Teresita: «Siento que mi misión va a comenzar.. Derramaré sobre el mundo una lluvia de rosas».
Cuando el P. Niel Pinault, fue llevado al cadalso en tiempo de la Revolución francesa, pidió llevar los ornamentos litúrgicos de celebrar misa y comenzó sus oraciones como en la misa, antes de ser guillotinado. El martirio para El era una celebración eucarística. Vivamos nuestra misa y digamos con Jesús: «Yo por ellos me consagro para que ellos sean santos de verdad». (Jn 17,19). Ofreced «vuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios». (Rom 12,1). Ser santo significa ser amigo íntimo de Jesús y amarlo con todas sus consecuencias, en la vida y en la muerte, con salud o enfermedad, sin condiciones…
¿Estás dispuesto a dar tu vida por El"? Así 1 hizo el alemán Karl Leisner, que amaba a Cristo con todo su corazón. En su diario de juventud había escrito: «Cristo, Tú eres mi pasión». Se integró en el movimiento de jóvenes católicos alemanes y empezó a descubrir el amor a María y el tesoro de su amigo Jesús Eucaristía. A la hora de decidir su futuro, tuvo fuertes luchas vocacionales hasta el punto de escribir: «Ha sido una lucha entre la vida y la muerte. Pero mi vocación es el sacerdocio ypor esta vocación lo entrego todo». Se ordenó de diácono el 25-03-1939. Siendo diácono, se le declaró inesperadamente una tuberculosis pulmonar, teniendo que internarse en un sanatorio. Así se iba preparando para la entrega total. La Gestapo lo arrestó como persona peligrosa para el Estado. Lo internaron en diferentes cárceles hasta que en Diciembre de 1940 fue trasladado al campo de concentración de Dachau como prisionero con el N° 22356.
La mala alimentación y los trabajos forzados hicieron avanzar su enfermedad, que se manifestó en frecuentes vómitos de sangre. Lo internaron en la enfermería, donde había 150 moribundos. El joven diácono se aferró en aquellos difíciles momentos al amor de María, la Madre amorosa, en quien encontraba refugio en su debilidad; pero, sobre todo, se aferró a Jesús Eucaristía, a quien llevaba siempre consigo, lo escondía debajo de su almohada y lo repartía a los moribundos en comunión.
El 17 de Diciembre de 1944, el obispo francés Gabriel Piguet lo ordenó de sacerdote, con peligro de muerte, en la barraca 26, participando 300 sacerdotes, que estaban también prisioneros. Allí Dios manifestó su poder sobre los orgullosos del mundo y reafirmó la fe de aquellos sacerdotes, que estaban siendo vejados y humillados. Cristo, de nuevo, manifestó su victoria sobre el mal y se identificó con un pobre moribundo, a quien elevó a la dignidad del sacerdocio. El día 26, Karl celebró su primera y única misa, pues estaba demasiado débil. El 29 de Abril de 1945 llegó la liberación, pero tuvieron que internarlo de inmediato en un sanatorio, donde murió el 12 de Agosto, ofreciendo su vida por la salvación del mundo.
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