Desde luego tiene que ser mucha responsabilidad, tener una familia tan numerosa, como la de mi hermano y con los tiempos que corren: es para no pegar ojo. Estuvieron más de media hora tumbados sobre la manta y Frasco, dirigiéndose a su hermano, le dijo: te parece bien que vayamos a darle otro toque a nuestro abrevadero y así: lo podremos iniciar con el huerto, que tu quieres hacer mañana. Bueno, le contestó Juan: cuando tú quieras y así, tú también: le preparas la pila de lavar a María, que espero: la tengas terminada antes -de que yo acabe- de plantar el huerto. Juan se acordó de que tenía en casa, sobre un rincón de la casa una barras de hierro, pesada, -de unos doce kilos-: de las que se usan para sacar las piedras sueltas que están bien enterradas; era una barra con la que se podía hacer buena palanca y seguro, que les ayudaría mucho a profundizar aquella zanja, que empezaba a presentar grandes bloques de pizarras duras, mezcladas de cuarzo. Cuando la trajo, le dijo a su hermano, con esto vamos ha hacer sudar todo el jugo que tengan aquellas pizarras, seguro que no se nos resisten. Eso está bien, le dijo.
Por el camino fueron liando otro cigarrillo, de la petaca de Frasco, que éste lo ofreció a su hermano y estaban llegando al sitio, cuando se lo acababan de fumar.
La pequeña zanja, casi se había llenado de agua, pues a pesar de haber dejado un trozo sin cavar hasta el manantial, ésta se había rezumado y tenía casi todo -lo que antes era tierra– cubierto de agua. Ahora ya puedes empezar a poner tus pimientos, porque no se te secaran por falta de agua. -Le dijo Frasco a Juan-.
Creo que hemos acertado con el sitio, imagínate lo que se va a liar, cuando consigamos profundizar la zanja, por lo menos metro y medio más.
Con la barra de hierro, hicieron un pequeño canal, por la parte más baja de la zanja -hasta más abajo-: donde Juan empezó a verter las primeras tierras.
Fue por allí: por donde se escaparía el agua acumulada o resumida y por el sitio que posteriormente se iría desaguando todo el contenido acumulado de lo que se embasara desde el manantial a partir de entonces; sólo tendrían que poner un murete, que tuviese un boquete y un tapón, para cerrar la zanja. Volvió Frasco a coger el azadón para inicial una nueva cava, pero el orejón de la herramienta revotaba en el suelo, se presumía que la pizarra estaba empezando a salir mezclada con pedernal, que la hacía mucho más dura. Entonces empezó a aplicar con fuerza la barra de hierro, aprovechando algunas zonas, por donde se veía veteadas de arcilla discontinua. Clavando y torciendo la barra fue avanzando y sacando grandes trozos de pizarra, que Juan iba desalojando de la Zanja y echándolas sobre un lado de la cañada, pero cerca de donde estaba formando el huerto, porque con ellas pensaba hacer un albarraz, sobre el filo de debajo de la tierra acumulada, antes de extenderla de forma horizontal, para que quedase el huerto bien llano.
Con la aplicación de la barra, es trabajo, se hizo un poco más lento, pero estaban más cómodos, porque el que cavaba no estaba inclinado, ni tenía que hacer grandes esfuerzos para clavar el pico o la lengüeta, ni tenía que hacer palanca para arrancar la tierra. La barra con su propio peso casi se clavaba y también arrancaba los trozos de pizarra al doblarla, el que iba sacando los trozos, si tenía que doblarse para cogerlos, pero a ellos les parecía que había sido un gran acierto traerse la barra. Aquella tarde, les pareció que les había cundido mucho más que por la mañana y cuando quisieron dar de mano, la zanja que habían hecho, casi tenía un metro de profundidad y casi otro de ancho; si seguían en esas mismas condiciones al día siguiente, seguro que casi la tendrían acabada al día siguiente y podrían acumular el agua, para poder regar con afluencia de agua las cuatro tablas de los huertos. Con el cacillo que Frasco había dejado al lado del manantial, tres días antes, llenaron la espuerta de caucho y le dieron de beber a los mulos, pues los animales ahora con la zanja, no podían pasar por allí, al menos hasta que estuviese el manantial listo y cubierto, no podrían beber directamente. Ambos hermanos estaban muy satisfechos del trabajo que habían realizado y de la cantidad de agua que podrían almacenar en la zanja, que después sería mina, según comentaba Frasco, porque la bocana de la mina, empezaría por debajo de la cepa del sauce, hacia el interior de la tierra y tratarían de dejar el chorrito colgado y canalizado con una teja, para poder llenar los cantaros directamente y sin que hubiese tenido el agua contacto con nada extraño.
La zanja que ahora estaban haciendo, quedaría de almacenamiento y para que sirviese de abrevadero a los animales y al final de todo iría una pileta para el lavado de la ropa. A Juan le iba gustando mucho la idea que tenia en mente su hermano y que poco a poco le exponía, siempre procurando que el recipiente para que se fuese depositando el agua, fuese lo más amplio posible, ya que, de ello iba a depender todo lo que cultivara en los huertos y hasta los árboles que pusiesen en los alrededores, sobre los taludes, como contenedores de las tierras.
Si sacaban bastante agua y sabían almacenarla bien, seguro que el huerto podría producir mucho más que la propia finca, en la que se daban los cultivos de almendros, olivos, las viñas y algunos frutales para el consumo de la casa.
Si todo iba bien, podrían poner: muchos tomates, pimientos, berenjenas, habichuelas, pepinos, zanahorias, acelgas, alcachofas, lechugas e incluso otras hortalizas que no se usaban por las rozas de aquellos lugares, como las coles, las coliflores, los apios, las fresas, melones, sandias, calabacines, etc. Incluso pensaba plantar en el centro de cada tabla de huerto un nogal -de esos que llaman californianos- porque echan una nueces parecidas a las bellotas, muy grandes y fáciles de pelar. Le habían hablado, de que son: muy productivos y crecen con gran rapidez, porque echan las raíces en forma de flechas y se dirigen muy profundas, si encuentran el terreno propicio. También decían de ellos, que daban muy buena sombra para proteger los cultivos, que se podían dar con bondad, bajo su cobijo, porque no esquilmaban la tierra de su ruedo, precisamente porque sus raíces iban siempre muy profundas. Había uno de sus más amigos en el pueblo, que podía conseguir las nueces en Málaga, para poder ponerlos en una maceta, porque tardaban un poco en germinar. De todas formas, le había informado muy bien, para que saliesen antes del tiesto; lo mejor era: tener las nueces en remojo un par de días por lo menos y luego: se podía hacer un boquete, para que cupiese la nuez, colocándola vertical y con el extremo más picudo hacia arriba. Así le habían contado a él y que la semilla echaba el tallo muy rápidamente. El nogal se extendía algo más que el ciprés, pero trataba de subir mucho menos, aunque, había que estar pendiente de cortarle los principales chupones y tenerlo aireado. El fruto era abundante, muy fácil de recoger, varear y el kilo de nueces, valía casi tres veces más de lo que llegaba a alcanzar las castellanas en el mercado.
Aún se conocían pocos por la zona de la Axarquía, pero en la Olla y en la Vega de Málaga; sobre todo por la parte de Coin: había muchos agricultores, que desde hacía bastante tiempo, tenían plantaciones de esa variedad y con mucho éxito.
Juan estaba bastante ilusionado con arreglar los huertos, estaba convencido, de que: serían muy productivos, porque si había agua para regarlos, por lo menos dos veces por semana; la tierra era buena -bastante arcillosa, rica en hierro- y drenaba muy bien en la capa superior, para mantener la humedad al llegar a los cuarzos pizarrosos- y sobre todo, estando muy bien abrigados de los fríos invernales y de los vientos, saldrían con fortaleza y sería muy productivos.
Sabía que aquella cañada, formaba una recacha que mantenía el calor del día. Pensó: en encargar medio kilo de este tipo de nueces a su amigo, para que las trajese lo antes posible; él mientras tanto prepararía los tiestos y colocaría por lo menos una docena de estos plantones alrededor de las tablas del huerto, sobre todo la parte baja del terreno y los terraplenes de los mismos. Bueno -se dijo- quizás una docena sean pocod, pondré: en un vivero, todas las nueces que traigan, porque seguramente alguno se perderá y si me sobran, puedo colocarlos en varios sitios húmedos y abrigados de la finca. Volvieron a la casa anocheciendo, tanto su hermano como él, se habían tomado -muy a pecho- llevar a cabo la realización del manantial; -sobre todo: procurarían que no se perdiese una sóla gota de agua, no se debía desperdiciar nada, que no fuese a utilizarse para el consumo de ellos y de los animales y que finalmente la mina y la alcubilla que hicieran, quedasen muy bien comunicadas, con una buena capacidad de almacenamiento por su propia afluencia y empuje del manantial, que serviría de abrevadero a los animales, en la parte más alejada del chorro, que abastecería la llenada de los cántaros, pues llegaría un buen día en que pudieran tener cabras en número suficiente, como para fabricar el propio queso que consumieran y deberían beber alejadas de la salida del agua. Cenaron temprano y se fueron a sus respectivos camastros, casi de inmediato; los niños ya estaban durmiendo, cuando ellos llegaron y María tenía todo preparado, para que no hubiese demoras, pues pensaba -con acierto- que llegarían cansados. Durante la cena, María le estuvo comentando a su marido, que pronto iban a necesitar harina, sal, algunas leguminosas: -garbanzos, lentejas, habichuelas, algo de maíz, un par de pastillas de jabón y un poco de café-; ella pensaba que el recovero pasaría pronto, pero muy posiblemente todavía no se habría enterado de que ellos estaban viviendo en el lagar y, si no pasaba, la harina -para hacer el pan-, los garbanzos y las habichuelas, eran lo más urgente y necesario. Juan se adelanto -antes de que hablara Frasco- para decirles: que él pensaba ir por el pueblo mañana por la tarde, para encargar algunas semillas para el huerto, traerse la radio -que él mismo sabría montar en el lagarillo, porque se había fijado muy bien, cuando se la instalaron- y que al ser de pilas, servía perfectamente allí; también quería desocupar la casa y entregarle las llaves a su dueño, que estaba advertido de antemano, le avisó: cuando se enteró, de que ellos, volvían al campo.
Entonces se pronunció Frasco: mejor nos vamos pasado mañana, por la mañana temprano, compro lo que haga falta, mientras tu desmonta la antena y con los dos mulos nos podemos traer todo lo que tengas que cargar; porque pienso: que en un mulo sólo, no te lo podrás traer todo y si te llevas los dos mulos, te va a ser más difícil barajar las cargas; pero si te apañas con los dos mulos, tú mismo puedes hacer las compras, que no te será difícil y yo sigo con el hueco de la mina.
Juan, como tenía ganas de encargar las nueces, puso poco reparo a ir sólo con los dos mulos, aunque, lo que si hizo, fue: adelantar la ida para después del almuerzo del día siguiente. A María también le pareció buena la idea, que propuso su cuñado, porque así tendría a su marido cerca de la casa y no le causaría preocupación alguna, estando en la construcción del manantial, porque, como consecuencia, de todo lo que habían organizado los comités, que se habían formado por todas partes, la intranquilidad se había generalizado y extendido, sin límites.
Ella era una mujer cargada de hijos -aún pequeños- y no podía admitir, que su marido tuviese algún contratiempo, o que se metiese en algún jaleo, con posibilidad de apartarle de ellos, aunque sólo fuese temporalmente. Como tampoco Frasco, tenía muchos deseos de aparecer por el pueblo, donde pensaba, que se habían enfrascado más los problemas, asintió en que su hermano fuese con los dos mulos para recoger sus pertenencias y comprase aquellas cosas, que encargaba María.
Al día siguiente, como de costumbre, todos los mayores estaban retomando sus quehaceres, con la llegada de la luz del día.
Lo primero que hizo María, fue: preparar un buen plato de torreznos (tocino de cerdo curado en sal) fritos y un cacillo grande de chocolate caliente -no quiso gastar el poco café que le quedaba, porque pensaba ponerlo, después del almuerzo. Frasco y Juan, se habían ocupado de recoger sus mulos, que amarraron a la manilla redonda de la fachada, mientras ellos, se sentaron el poyete para tomar el desayuno. Ninguno de los niños se había levantado, cuando ellos se marcharon camino del tajo del manantial, y echaron de menos sus presencias. Bueno, -dijo Frasco- luego, después de almorzar, nos quedaremos un rato más con los niños, bajo el olivo verdial, y además, yo les quiero hacer un mecedor y prepararle unas conejeras.
También aquella mañana les había cundido el tajo a ambos, el uno por estar ilusionado con su nuevo huerto y con las plantas que pensaba ver ya sobre la tierra y el otro, porque cada vez veía salir más agua, hasta el punto, que se descalzó y se quitó los pantalones, para meterse dentro del cibancón, que se había formado en la zanja y no tener que desaguarlo; así podía proseguir la cala del terreno, que ahora se le había puesto en un plano casi vertical, por debajo de la cepa del sauce.
A medida que sacaba pedruscos con la barra, estos caían sobre la zanja que estaba rebosante de agua y hacía que esta se fuese escapando por el surco que al principio había hecho para vaciarla. Al manejar la barra, para escavar en la pared casi vertical, se cansaba mucho más y tenía que descansar -en pequeños intervalos- y más frecuentemente, pero le parecía que el tajo avanzaba mucho más, porque los pedruscos que sacaba eran más grandes. El mismo los iba sacando del interior de la zanja y Juan los llevaba hasta el comienzo del albarraz -de la tabla del huerto- que pensaba formar, donde ya había acumulado gran cantidad de buena tierra arcillosa. Cuando decidieron parar y volver a la casa para almorzar: ya llevaba Juan, casi media pared hecha con las piedras, que Frasco estaba sacando del boquete, y éste, se había colocado por debajo de la cepa del sauce en más de un metro; la mina se estaba formando a muy buen ritmo. Cuando volvían para la casa, montados en sus bestias, Frasco le dijo a su hermano, que no se olvidase de comprar dos arrobas de cal viva, porque tendrían que hacer alguna mezcla con la arcilla más fina, para darle forma al abrevadero y a la pila de lavar para María; y, si encuentras cemento, también te traes un saco de 50 kilos.
La mezcla de los tres elementos -arcilla fina, cal y cemento- dicen: que es la mejor argamasa, que se conoce, para que no se filtre el agua.
Poco antes de llegar a la altura de la casa las tres niñas salieron corriendo a su encuentro y los dos hermanos se alegraron mucho de ello, hasta el punto de olvidar los esfuerzos, que habían hecho aquella mañana y todos los problemas sociales, que pensaban: estar esperando al acecho. María con Haxparcol en brazos, también salió al filo del camino, que daba acceso al llano, toda ella sonriente y el niño hacía gestos ostensibles, para ir con el padre y montarse, con él, sobre el mulo.
La madre lo alzó y el padre lo recogió y lo montó sobre sus muslos, al tiempo que le dejaba el cabestro del mulo, que: ni hizo, el más mínimo movimiento de extrañeza -muy posiblemente-, si el animal, hubiese podido expresarse, también habría manifestado su contento. En este ambiente familiar, la vida transcurría sin contratiempos. María ya tenía preparada la comida y los estaban esperando para comer todos juntos, pues sabía de la marcha de su cuñado Juan, hacia el pueblo, tan pronto como hubiesen almorzado. Ambos hombres bajaron de los mulos en la misma puerta de la casa, llegando a amarrar los cabestros de los animales, en las argollas de la fachada. No quisieron ni tan siquiera quitarles los aparejos.
CAPÍTULO XI
Juan viaja al pueblo, recoge sus cosas y hace las compras
Después del almuerzo, -donde María, se había esmerado toda la mañana en preparar un buen cocido andaluz, del que había sacado parte del caldo y un poco de la pringada, para servirla durante la cena- su cuñado sin demorarse más, besó a todos sus sobrinos y saludó a los padres, subió en su mulo y agarrando el cabestro -en reata- le siguió el otro. Partió a buen ritmo, camino del pueblo y la familia estuvo pendiente de él, hasta verlo desaparecer, cuando traspuso por el recodo del camino, que giraba a la izquierda, para evitar el ramaje de la higuera. Hacía bastante calor, porque el sol empezaba a bajar de su zenit, pero llevaba el sombrero de palma puesto y se había arremangado la camisa de muselina y al buen ritmo que llevaban los mulos; notaba el fresco, que le producía aquél movimiento rítmico de ir montado sobre el aparejo de su animal. Al rato, todos, lo vieron trasponer por el viso de la loma de enfrente, que era la colindante del este y que unía con el camino del lagar vecino, también denominado y desde mucho más antiguo: la Fuente de la Teja, donde pastaban una pequeña manada de becerros, únicos existentes de la zona. Cuando llego hasta la bajada de la cañada, acercó a los dos mulos a los pilones que estaban repletos de agua cristalina y fresca, que salía directamente de la bocamina; los animales bebieron; también se bajó él y, bebió del chorro que hacía la teja árabe -puesta para este fin- y, cuando los dos animales habían bebido: apoyando la punta de su pié derecho en el filo del pilón, volvió a ocupar su asiento encima de su mulo. Reemprendió la marcha y fue todavía a buen ritmo, por el camino entre llano, que le acercaría a la cuesta del lagarillo de Chaparro, que le conduciría al entronque de los caminos de Solano, las Piletas y el propio que llevaba hasta Colmenar; tomando éste y dejando los Lagares de Galán a sus espaldas, dejó cabalgar los animales a su aire, por el camino que se extendía -en una ligera, pero larga pendiente- hasta llegar a los visos de la Chamiza, a la entrada del pueblo. Las vistas se hacían muy amplias e inigualable, con las sierras bordeando los campos de campiña y olivares, que salpicados de pueblos blancos, hacían un encanto el entorno y conformaban, casi la mitad de la zona, conocida por la Alta Axarquía. Mientras caminaba, se entretuvo en contar todos aquellos pueblos que veía en la lejanía -no los había contado hasta ahora-, eran siete u ocho, los que podía contar desde un mismo punto fijo, pero no se preocupó mucho y sí, le sorprendió alcanzar a ver, hasta Alfarnatejo, perdido en la lejanía, en medio de las sierras peladas.
Riogordo, era el más cercano y parecía estar estancado en medio de dos grandes vertientes; algo más subido hacia el Cañón de Zafarraya, estaba extendido hacia el sur Periana, como una gran pieza de bacalao; tostándose al sol de la tarde.
Bajo el manto de la Sierra Tejeda: estaba Alcaucín y, casi a su misma altura, pero más al sur, se veían: algo salpicadas, las casas blancas de Canilla de Aceituno.
No llegaba a ver con claridad Sedella, ni Competa, pues se había levantado un poco de neblina por el este, a la altura de Nerja. Algo más cerca -extendida sobre el llano- podía apreciarse parte de Vélez-Málaga, que era: como una segunda capital para la provincia y sobre todo para toda aquella zona axarqueña.
Los grandes tajones de vides, salpicados de almendros y olivos, se podían ver por todas partes: espléndidas cepas, llenas de salud, con sus racimos aún vergueando, tratando de esconderse bajo los pámpanos y los sarmientos.
Ya podía ver los eucaliptus de la parte más alta del pueblo, donde se ubicaba la Ermita de la Santísima Virgen de la Candelaria y de San Blas, ambos patronos de la localidad y el cementerio, que permanecía, como protegido por la frondosidad de aquellos árboles y amparado por la tranquilidad que reinaba sobre la ermita.
Bajaba ligeramente el camino -lleno de piedras sueltas, algo más amplio, pero muy dificultoso, incluso para las bestias de cascos, no así para las de pezuñas-; se iban formando pequeños caminitos por todo los alrededores del camino principal, que seguramente eran debidos: al paso continuo de las piaras de cabras, que se recogían en muchos de los patios o corrales de las casas del pueblo.
Se bajó del mulo, nada más entrar por la calle empinada y empedrada -peligrosa para seguir subido, pues desde allí era una cuesta abajo muy pronunciada, en contradicción a su nombre, denominada la calle que Sube.
Dejó directamente en la cuadra el mulo de Frasco y con el suyo, fue -sin pérdida de tiempo- a comprar los encargos, que le había dicho su cuñada, antes de que cerrasen los establecimientos comerciales, donde tenía que hacer las compras.
Al final se llegó hasta la casa de su amigo Joseito a quien encargó, como un medio kilo de nueces californianas, porque había ideado poner un vivero, lo antes posible. Su amigo, le dijo que hacía mucho calor, para poner ahora el vivero, pero que si lo situaba en un sitio fresco y que no le diese el sol directamente, cuando empezasen los brotes a salir, posiblemente podría sacar algunos adelante, con riegos continuos todas las tardes, después de que se pusiera el sol. No se te ocurra regarlos cuando la tierra esté caliente, porque entonces se te cocerán, -le dijo enérgicamente-.
Allí mismo, le sacó su amigo, como una talega llena de nueces, que él había conseguido, porque las había probado y, como eran fáciles para quitarles las cáscaras o cortezas, se las iba comiendo poco a poco. Yo las repondré pronto, le dijo, pues creo que han salido otras, que: al injertar el árbol que producen esta variedad, salen mucho más gordas, aunque dan menos cosecha.
Bueno le dijo Juan, a mi me valen estas y si fracaso con el vivero, pondré en noviembre, o cuando sea mejor su tiempo, otro vivero de las nuevas que dices. Dime Joseito: ¿cuánto te debo?; pero éste le contestó: estas te las regalo yo y si te salen algunos plantones, que te sobren, me proporcionas tres o cuatro, que yo los ponga en mi viña, cerca de la alcubilla, que tengo hecha en la cañada.
Como quieras, le contestó Juan. Ahora te dejo porque tengo prisas, aún tengo que ver a Felipe el dueño de la casa donde estoy alquilado, pues quiero devolverle las llaves de su casa, esta misma tarde, tan pronto como saque las pocas cosas que tengo allí y me quiero volver a la Fuente de la Teja, donde se ha venido a vivir mi hermano Frasco con toda la familia, y me esperan para la cena. Rápidamente se volvió al patio de su casa, sacó al mulo que estaba en la cuadra y metió al otro, para que comiese algo, mientras cargaba al de su hermano con las cosas menos voluminosas; casi todo útiles de cocina y algunas viandas, chacinas fundamentalmente y algunas salazones que tenía enterradas en un cajón, fruto de la última matanza que había hecho. Posteriormente volvió a sacar su propio mulo hacia el patio y lo cargó con el resto de los enseres; dentro de los capazos, colocó sus ropas y otros pocos de utensilios pequeños; también le echo encima el colchón y la cama desarmada, lo amarró todo bien y la mesa y dos sillas, las colocó sobre el serón del otro mulo. Parecería que las cargas -sobre los mulos- eran enormes, pero realmente, algo voluminosas: sí que lo eran, aunque de poco peso. Cerró bien todas las dependencias de la casa, después de haberle dado un buen repaso, asegurándose de que no quedaba nada de valor y que fuese de su propiedad. Traspuso con los dos mulos por el portón del patio, tomó la calle contigua a la suya y al llegar a la altura de la casa de Rafael -que era el propietario de la casa que venía ocupando-: pegó en la puerta y salió la hija Emilia, quien le dijo: que su padre estaba en el campo todavía; pero ella sabía todo sobre el tema de que iba a dejar la casa alquilada, como ya lo tenía advertido su padre y también sabía, que todo, desde hacía más de 15 días: estaba liquidado, no había problemas. Juan le dejó la llave de la casa a la hija de su arrendador, quien se hizo cargo de ella, para dársela a su padre, tan pronto llegase del campo. Siguió su marcha hacia la salida del pueblo; subiendo seguidamente por el camino del Matacallar, hacia la ermita y empezó a desandar el mismo camino que había traído, aquella misma tarde, pero esta vez, caminando delante del primero de los mulos, el otro lo seguía en reata. Se le fue casi una hora en llegar a la puerta de la casa, donde le esperaban su hermano y familia; quedaba muy poca luz diurna, para que oscureciera, por lo que se dieron prisas en descargar todos los enseres que traían los dos mulos; guardando dentro de la vivienda de Juan todas las cosas, aunque dejaron en la puerta, sobre el llano, aquellas más voluminosas, como la cama, la mesa y las sillas, también dejaron sobre el llano -boca abajo- dos enormes tinajas de barro, que Juan había comprado en cierta ocasión a un arriero, que se dedicaba al comercio de ese tipo de cerámica. Las pensaba colocar: incrustadas en el suelo, para guardar el mosto, que aquel año, cuando fuese la vendimia: pensaba almacenar, haciéndose su propio vino, pues la uva difícilmente se podía vender; sólo la moscatel podría extenderse en pasero y deshidratarlas para hacer pasas; la uva tempranilla o Pedro Ximen, el las quería convertir en vino y que fermentara dentro de esas tinajas. Había oído a gente entendida en etnología, que enterradas en el suelo y bien tapadas, eran el mejor sitio para conservar el vino, sin que se avinagrase, hubiese que echarle alcohol o tener que trasegarlo, para evitarlo.
Ya tenía casi listo el lugar, que había preparado y elegido, como lagar de pisar las uvas de la próxima cosecha, incluso había ojeado el árbol de cuyo tronco sacaría el palo que le serviría de varal -haciendo de punto de apoyo: un hueco, que había abierto en la pared de frente a la puerta de entrada y le pondría como contrapeso, unas angarillas de palo, con grandes pedruscos dentro, para poder prensar los caldos; también se había agenciado una larga pleita de esparto de unos cinco metros, ideal para contener la masa de la pisa de la uva, encima le colocaría un gran tablón cuadrado que tenía un amigo suyo y que ya se había traído hacía meses al lagar. Una vez sacado el mosto, luego podría hacer con los escobajos y el orujo saliente -dejándolo en remojo un día-una buena partida de buen vinagre. Los desperdicios, que quedasen: los dejaría cerca del corral de las gallinas, que se los irían picoteando, durante todo el otoño. Aquella idea se la estuvo exponiendo a su hermano, dos días atrás y a éste le había parecido muy buena, por lo que le ayudaría, en terminar con aquél emprendimiento. Además Frasco ya había visto las dos tinajas, cerca de las escaleras de subida a la casa del pueblo, la tarde que llegaron con los mulos por primera vez; llegó a pensar, que: era muy difícil hacerse con dos vasijas de aquellos calibres y habría que tener mucho cuidado para que no se desgraciase ninguna.
Tan pronto como tuvieron todas las cosas descargadas y colocadas en sitios que no fuesen a sufrir deterioro o roturas, Juan se encaminó al llano de la casa, con una cuerda larga y suelta, pero entrelazada de una punta y la lanzó sobre las ramas más altas del olivo verdial, que estaba frente al llano. La cuerda sobrepasó una de las más altas y se deslizó -hacia el suelo- por entre el gran árbol, para llegar casi a la altura del suelo del llano; allí le hizo un nudo corredizo, ahorcando al otro ramal, al tiempo que enganchaba la una de las puntas de la antena de la radio, para que al tirar, fuese subiendo con el nudo corredizo; de tal forma, consiguió llevar la antena y anudó a la rama: el extremo, por donde había pasado la cuerda; posteriormente cogió el otro extremo de la antena y lo anilló en la reja de la ventana que daba a la fachada de la casa, dejando un tramo suficiente largo, para llegase hasta donde pensaba colocar el aparato. Cuando lo tuvo todo listo y preparado, encendió la radio y funcionó. ¡Soy un artista, decía en voz alta y dirigiéndose a sus sobrinas!; que estaban las tres: pululeando alrededor de él, mientras arreglaba las conexiones. Consiguió sintonizar con una emisora que estaba dando un programa de música española y todo el mundo estaba encantado de poder oír aquél chisme, como le empezó a llamar Frasco. Ninguno de ellos entendía de la música que ponían, pero, como estaba llena de sentimientos y era tan patriota y melodiosa, sobre todo María y sus hijas, estaban con el oído pegado, que no perdían puntada. Juan fue a su casa y trajo el quinqué y lo encendió, poniéndolo encima de la mesa redonda; allí, María puso la cena para los niños, mientras los hombres y ella tendrían que esperar a que terminasen. Las niñas querían estar escuchando la radio, hasta que terminase el programa de la música y la madre se lo consintió. El pequeño, ya llevaba como media hora dormido, pues había tomado su tazón de leche migada de pan y miel y cayó con la última cucharada, como si fuese un lirón. Sobre el escalón de la fachada, los dos hermanos, estuvieron comentando, sobre: el resto de la tarea que había hecho Frasco en el manantial aquella tarde, el tema de las nueces -y que, precisamente en estos momentos, recordó Juan, que: tenía que ponerlas en remojo, antes de irse a dormir, con objeto de no perder mucho tiempo-también le comentó Juan, que ya había dejado la casa alquilada y desde ahora se desvinculaba del pueblo. No había tenido oportunidad de hablar con nadie de todo aquello, que preocupaba a todo el mundo, parecía: como si los ánimos se hubiesen calmado un poco, pero si se notaba muy pocas gentes fuera de las casas y el personal poco se entretenía. Las calles estaban desiertas y todo parecía muerto; en la tienda, cuando fue a comprar los encargos, así como cuando fue al molino a recoger la harina, no había nadie. Frasco, le comentó a su hermano, que cada vez que perforaba más el boquete de la mina, por debajo del sauce, parecía que manaba más agua y el chorrito que salía de la parte de arriba, todavía permanecía cayendo en idéntica cantidad que al principio, porque él ni lo había tocado. Debe ser un buen manantial, que baja extendido desde arriba y se va filtrando poco a poco, por las grietas del pedernal pizarroso. Eso es bueno, porque si no se nos corta y hacemos un buen recipiente, podemos ampliar el huerto, hasta el límite de la finca y seguro que todo lo que plantemos, si lo regamos con periodicidad, podrá darnos muy buenos rendimientos. Esta tarde sólo estuve perforando la pared de la mina, y la zanja está toda llena de pedruscos, pues pensé, que si los iba sacando, tenía que estar media tarde desescombrando, el agua se iba acumulando y mañana, cuando volviésemos: estaría de nuevo lleno rebosando. Así que opté por seguir sacando pedruscos de la pared, también porque mañana cuando vayamos a sacarlos, podremos ponerlos directamente sobre la pared que estás haciendo en la parte más baja del huerto y podrás extender la tierra, que tienes acumulada.
Cuanto antes termines el huerto, mejor, porque los nogales, ya pronto se te van a brotar, si como dices echas en remojo las nueces que has traído.
Efectivamente y para que no se le fuese a olvidar, Juan se levantó y sacó la talega con las nueces y las echó en una lata vacía, que estaba al pié de la entrada a la corraleta; le echó agua de uno de los cantaros, hasta llenarla por la mitad y la colocó sobre la cruz, que formaba el olivo verdial de enfrente. Allí nadie podría alcanzarlas y no sufriría del calor, que estaba haciendo…
Las niñas terminaron de cenar y dieron paso a los mayores, los tres tomaron sendos cuencos de sopa del puchero, con arroz y algunos garbanzos sueltos, que María -había apartado- del puchero que hizo para la comida del mediodía.
Le había agregado el arroz, para darle más consistencia y le echó un poco más de agua, por el consumo de caldo al hervir, que siempre se producía durante la cochura del arroz; posteriormente estuvieron comiendo la pringada y de postre, tomaron: unas pocas de brevas, que las dos hijas mayores habían cogido al comienzo de la mañana, antes de que se calentasen con el sol. Después de finalizar el programa de las canciones españolas y que las niñas se hubiesen acostado, esperaron -a petición de Juan- al comentario, que todas las noches hacía el locutor, sobre los acontecimientos políticos y sociales; era el Noticiero de las 22 horas. María, ya se había cerciorado de que todos los niños estuviesen dormidos y -cuando lo hubo comprobado: así se lo comunicó a los dos hermanos, por si tenían que darle algo más de voz al aparato; pero lo que hizo Juan, tan pronto, como comenzaron las noticias, fue: ponerlo en el mínimo volumen audible. Seguían los comentarios sobre las reformas que tenía previstas el Gobierno Republicano Socialista -en su mayoría- recién creado y del cual, se anunciaba un beneficioso programa de reformas, si se aprobaba en todo su contenido; aunque se esperaban muchas enmiendas por parte de la oposición. Se refería el locutor a las reformas que iba a llevar rápidamente a cabo el Ministro de Trabajo Largo Caballero; en la que los trabajadores, serían muy favorecidos en sus trabajos, apoyados por todos los gremios laborales y los sindicatos.
Otras reformas, muy importantes, que se llevarían a cabo de inmediato, sería: la enseñanza gratuita para todos, independientemente de la proveniencia o cuna del individuo; para ello se iban a crear más de 7.000 escuelas y se contratarían otros tantos maestros, para que las pudiesen atender y, con sensibles, mejores sueldos, que los habidos ahora. Siguió expresándose el locutor en estos términos, que empezaron a causar cierto estupor entre los tres oyentes: la enseñanza de la religión, dejará de ser obligatoria en las escuelas y cada cual podrá escoger libremente el credo que considere de su interés. Al régimen republicano, tendrán que prestar fidelidad, todas la fuerza militares existentes y los que no estén de acuerdo con ello, se les dará la oportunidad de a voluntad propia, teniendo derecho a la paga completa que tengan en la actualidad.
Después, y a medida que la sociedad lo vaya necesitando: se irán haciendo cuantas reformas sean oportunas, para el buen desarrollo y desenvolvimiento del país.
El locutor, manifestaba también, que: todos los monárquicos y elementos de la derecha, se habían diluido al proclamarse la II República, muy posiblemente temerosos -sus miembros- de hacer el ridículo ante la pujanza del poder establecido por el pueblo; en las Cortes, la derecha estaba representada, por algunos grupos de Asociaciones Patronales y el Partido Radical, que tenían muy pocas fuerzas, totalmente en desorganización, muy restringido y perseguido.
Ya tenemos bastante por hoy dijo Frasco, levantándose del poyete y al momento su hermano apagó la radio, ambos se salieron a la esquina de la casa para liar un cigarro y rápidamente se pusieron a comentar las tareas para el día siguiente.
Mientras tanto; María había recogido todas las cosas y se había ido a dormir.
Juan comentó a su hermano, si sería conveniente que los mulos se quedasen también atados durante toda la noche al sereno; estaban algo más alejados del llano de la casa, pero tenían bastante pasto alrededor del tronco de los árboles, donde los habían atado; no creo que les pase nada -le contestó su hermano- y, la noche está bastante calurosa, no hay humedad; estarán bien, mucho mejor que en la cuadra estarán. Cuando terminaron el cigarrillo, se fueron a dormir, cada uno a su parte de la casa, que habían dividido por la mitad.
Juan se llevó el quinqué que aún permanecía encendido encima de la mesa. Durante un buen rato, Frasco se quedó pensativo, al lado de María, que ya había cogido el sueño y respiraba profundamente. Repasaba una vez y otra vez aquellas palabras que tan sentidas y abiertamente, había pronunciado el locutor aquella tarde: -reformas profundas para los trabajadores- y cómo iban a conseguir eso, con la espantada, que habían dado los señoritos, adinerados, que -en definitiva- eran los dueños de las tierras y los que realmente podían dar trabajo a la clase obrera. Seguramente, pasará igual por todo el país -pienso yo-, se decía reflexivamente. ¿Qué iban a hacer los trabajadores, si los poderosos terratenientes, se habían escondido o trasladado a otros sitios, donde pudiesen pasar desapercibidos, como por ejemplo: mi antiguo patrón, de qué forma le iban a obligar a contratar mano obrera? Lo que sí harían, es: esconderse y llevarse todo lo que pudiesen con ellos y procurar no tener problemas, mientras tanto: las aguas volvían a su cauce.
No llegaba a entender todo aquello de las reformas y, si el Gobierno Republicano, pretendía que los militares le juraran lealtad, era porque temían algo del ellos y les querían dar: -sopas con onda- pretendiendo que se creyesen, que aquellos que no lo hiciesen o no estuviesen de acuerdo, se podrían jubilar voluntariamente, con todos los derechos y sueldos; era increíble, todo lo que estaba diciendo el locutor.
¡Qué barbaridad, ni el más tonto de los reclutas se lo va a creer!; cuando más, aquellos, que tienen estrellas en las bocamangas desde hace muchos años y han estado siempre viviendo al servicio del Rey. ¿De donde van a sacar el dinero, para crear tantas escuelas y poner tantos maestros, si antes, la mayoría de los curas y las monjas, se dedicaban a enseñar y ahora los han asustado, maltratado o arrinconado, para que se vuelvan unos renegados del Gobierno y pongan todo su empeño, en llevarles la contraria. Finalmente se quedó dormido, mientras pensaba, que: lo más positivo, que él podía hacer, era: permanecer en su campo, criando a sus hijos, pendiente del bienestar de toda la familia, procurando no entrar en contradicción con nadie, atendiendo a todo el que se acercara por allí: con honradez, honestidad y diplomacia.
Con la ayuda y presencia de su hermano, los días malos serían más llevaderos; ahora, que había decidido estar también en la finca y dejarse de cualquier otra actividad o influencia, que sólo podrían traerles problemas.
Pensaba también: que Juan había hecho muy bien, con dejar la casa del pueblo, así ahorraba el dinero del alquiler y estaría mucho más pendiente de sus tierras.
A la mañana siguiente; los hombres marcharon para seguir con los trabajos del manantial y la tabla del huerto, mientras tanto, después de haberles dado el desayuno; María se dedicó a preparar una buena masa para hacer panes, con la cuarta parte -aproximadamente- de la harina que había traído Juan, la tarde anterior; para ello: volcó sobre el lebrillo más grande, que tenía unos tres casillos de harina -de aquél que usaba para hacer el café-, que calculaba en unos tres kilos- en total-, calentó el agua, en una de las ollas más grandes que tenía y rayó un poco de pan -del más antiguo- del que le había dado su cuñada Josefita, cuando se venían -el trozo de pan rayado, le serviría: como levadura al nuevo pan-; cuando comprobó, que el agua estaba tibia, la vertió con lentitud sobre el lebrillo y fue removiendo el contenido, hasta que consiguió mezclar bien y sin grumos todo el contenido. Las dos niñas mayores, mientras tanto, habían arrimado un buen haz de leña (bolinas, ulagas y alguna retama seca), hasta la puerta del horno y fueron troceándola e introduciéndola dentro del medio huevo del horno y cuando la tuvieron toda dentro, se lo advirtieron a la madre, para que le prendiese fuego. María se encontraba todavía en plena faena de amasar toda la masa, ya se había solidificado bastante, hasta el punto, que: pudo verterla sobre el hule de la mesa -que previamente había limpiado a conciencia– y sobre aquella superficie lisa, ruleteó toda la maza -con un mazo cilíndrico, que le había hecho Frasco en sus primeros días de convivencia para tal fin- hasta que consideró, que no le quedaban ningunos grumos. Dejó la masa reposar unos minutos a la que previamente: le había echado un paño limpio, por encima, para que no pudiese carearla ninguna mosca u otro tipo de insecto. Mientras tanto las niñas y el niño, cuidado siempre por sus hermanas, estaban sobre la manta, que habían vuelto a extender sobre el suelo del olivo verdial situado frente a la puerta. Estaban trenzando un hilo tonto, que ensartaban en los dedos y la que estaba al lado tenía, que formar otras figuras, arrastrándolo con sus propios dedos, hasta que volvían a deshacerlo, de forma repetitiva. El pequeño Haxparcol, estaba jugando con una burra de cartón con aguaderas y cántaros pequeñitos, que su padre le había comprado para los últimos Reyes Magos, que celebraron en la finca de la costa. El juguete, ya tenía varias rozaduras y había perdido el color grisáceo de muchas de las aristas, también le faltaba una de las cuatro ruedas, pero el padre no había tenido todavía tiempo de colocarle una sustituta de madera, para lo que María lo consideraba, muy manitas. Siempre les decía a sus hijas, cuando algo se rompía o estropeaba: recoged bien todos los trocitos, que luego lo arreglará vuestro padre, que es muy arregloso. María volvió a la mesa, donde estaba preparando el pan, después de haber comprobado que todo estaba en orden con sus hijos, aprovechó para poner de nuevo la olla con agua, sobre el fuego que aún estaba ardiendo, al que atizó con esmero y procedió a prender fuego al horno, tapándolo con una chapa, que tenía la misma figura que la entrada, casi semicircular; por el tiro de atrás empezó a salir una humareda negra -al principio de la combustión– para ir menguando hasta de desaparecer por completo al cabo de algunos minutos.
Mientras ardía y se caldeaba el horno, ya se había calentado el agua de la olla, que había puesto momentos antes y estaba lista para recibir los ingredientes necesarios para preparar un cocido, con arroz y garbanzos, que había puesto a remojar la tarde anterior, un par de papas medianas, la sal, un trozo de costilla salada, un trozo de jamón con tocino, del que le había echado su hermano, un hueso de cerdo añejo y un trozo de corteza añeja, todo aquello lo lavó bien previamente y lo fue echando dentro del agua de la olla, que ya estaba burbujeando, como había ideado, sería la comida principal de aquél día. Posteriormente a tener el puchero en plena ebullición: empezó a formar las piezas de pan, que pretendía hacer con aquella masa; finalmente le salieron ocho panes redondos y dos medios, además guardó un poco de masa fresca en una taza -muy bien tapada- para que le sirviese de levadura la próxima vez que tuviese que hacer pan. A cada pieza de masa que formaba, le iba haciendo una hendidura por la mitad de del canto, de forma horizontal y circular, alrededor de cada pieza de masa quedaba un buen surco, por donde fogaría mucho del vapor al cocerlo, además con una aguja de hacer calceta, punzó muchas veces cada pieza, para que a su vez, cuando estuviese cociéndose la masa, también se pudieras escapar los vapores del agua de la masa y no se llegase a deformar la pieza, por la formación de aire dentro del pan cocido. Terminada la tarea, volvió a tapar las piezas con el trapo y ojeó a sus cuatro hijos nuevamente, que permanecían tranquilos bajo el árbol.
Había considerado que la leña del horno, ya se había quemado completamente, por lo que destapó la bocana y con una larga escoba, formada por retamas verdes, fue barriendo todo el suelo interior del pequeño horno, arrinconando toda la lumbre y cenizas, hacia el interior y hecho esto lo volvió a cerrar con la tapadera.
Poco a poco fue trayendo sobre una pala de madera, de las de aventar las mies, cada una de las piezas de la masa del pan y las fue colocando en el centro del horno -cada vez que ponía una pieza dentro, volvía a tapar la entrada, para que no se fuese el calor- y, así siguió, hasta que hubo metido todas las piezas dentro del horno. Lo volvió a cerrar herméticamente para que se fuese cociendo la masa y se transformase en el nuevo pan, que comerían durante toda la semana venidera. Posteriormente, revisó la comida que estaba cociendo -a fuego lento- dentro de la olla; le fue sacando, con mucho cuidado, la nata que se le formaba alrededor del caldo y terminó de agregarle algunos elementos para hacerla más apetitosa; la sazonó adecuadamente, hasta que consideró que la preparación básica del cocido estaba en su punto. Ella pensaba poner aquella comida con alguna verdura, pero aún no tenían los tallos de alcachofas, que tanto le gustaban a su Frasco, pero si le picó algunos tronchos de acelgas, después de limpiar las pencas muy concienzudamente, para que no apareciese posteriormente los hilos, que tan desagradables podían parecer, porque daban la sensación de que la comida tenía pelos. Aquella comida, pensaba ponerla para el almuerzo y sacaría como siempre unos pocos de garbanzos y bastante caldo con algunos trozos de patatas, para que le sirviesen de sopa o agregándole un poco de fideos o arroz, también sería una comida fuerte para la cena. Atizó un poco la lumbre con algunos trozos medianos de retama seca y colocó la tapadera a la olla; posteriormente probaría el caldo que se formase, para darle la sazón adecuada, si la necesitaba. Se quedó al cuidado del niño y mando a las tres niñas al cercano albarraz que estaba junto a la calera, un poco más arriba de la casa y era un lugar donde abundaban las cerrajas -muy apetecible por los animales-, para que trajesen un poco de yerba para los dos conejos, que había dejado el vecino Alfonso, cuando pasó temprano camino de su trabajo y ella, los había soltado sobre el piso de la corraleta, donde sólo le había podido poner una lata con agua.
CAPÍTULO XII
La vida se desarrollaba sin grandes contratiempos
Finalmente los hermanos Frasco y Juan, acaban la construcción del manantial, que a partir de ahora también se llamará de la Fuente de la Teja, porque ambos acordaron ponerle al chorro por donde salía el manantial al exterior, una enorme y larga teja, que antes estaba atravesada sobre el tejado de la casa: esperando su turno para sustituir a otra, en alguna ocasión oportuna; no desarrollaba ninguna función propicia, seguramente habría sobrado y la colocaron allí, en espera de poder servir de repuesto. Habían perforada tierra adentro hasta unos seis metros bajo el tronco del sauce, con una altura aproximada de un metro treinta centímetros y una anchura de más de ochenta centímetros. Le fabricaron un murete de entrada de unos sesenta centímetros de ancho, dejándole una luz de unos cincuenta centímetros, hasta el mismo tronco del sauce -hecho con las mismas piedras que sacaban y mortero, formado: por seis partes de arcilla fina rojiza, una de cemento y una de cal líquida y espesa-, lo que le daba bastante consistencia, impermeabilidad y dureza.
Le dejaron al murete de entrada un enfoscado perfecto y un desagüe en el fondo del murete de nueve centímetros de diámetro, perfectamente circular, para poder taponarlo con un corcho, liado en un trapo -de algún menor diámetro- al que se taponaba desde dentro, estando el contenido vacío; desde fuera: baqueteándolo el tapón hacia dentro, con un palo liso o algo parecido al astil de un azadón, se empezaría a desaguar el recipiente interior de la mina y la presión ejercida sobre el tapón, serviría de regulador de salida del agua.
Allí mismo habían apagado la cal viva, en un bidón, que llevaron al efecto y blanquearon las paredes laterales de la mina, para desinfectarla y evitar por algún tiempo sanguijuelas arañas y otros pequeños insectos o animalitos parásitos. Del murete hacia el exterior, quedaba una gran zanja, que revistieron hasta alcanzar el nivel del murete -dando una profundidad media de casi ochenta centímetros y algo más ancha que la mina; de forma que toda el agua que salía de la mina, podía llenar aquella zanja y quedaba perfectamente ajustada para que los animales pudiesen beber sin dificultad, sobre un metro del suelo. Desde el chorrito de agua inicial, que no había menguado su caudal y que salía desde el principio, donde colocaron la teja, hicieron una buena pileta para el lavado de la ropa, donde además se podía llenar cualquier tipo de vasija, que no superase los ochenta centímetros de altura. El agua que caía en la pila de lavar, también podía estar taponada para formar un buen abrevadero para animales más pequeños, pues lo habían construido entre el murete interior de la zanja y el talud del propio terreno, de forma tal, que: pudiese llegar cómodamente a lavar la ropa, sin necesidad que hacer difícil el acceso y alcanzando al restregado de la ropa, sobre el plano inclinado, con toda comodidad -seguro que se sentiría muy contenta de su pila, comentó Frasco a su hermano, una vez que la había terminado de construir.
Ellos calcularon, que en total: se podían almacenar unos diez o doce metros cúbicos de agua y que todo tardaría en llenarse, unas treinta y seis o cuarenta horas, lo que suponía agua suficiente para las cuatro tablas de huertos, que habían hecho y adaptado. Durante el período que duraron estos trabajos, Juan ideó sacar el estiércol que tenía el suelo de su cuadra, almacenado desde que compró el mulo, que no era poco; para ello cada vez que salían de la casa camino del trabajo en el manantial, llevaban ambos mulos con los serones cargados de estiércol y un saco atravesado en el centro. En pocos días tuvieron todos los huertos abonados, cavados a fondo y preparados para poner las semillas, que le había dado su cuñado a Frasco y Juan ya había colocado el vivero, con todas las nueces brotadas, claro que preparó un buen sitio y hasta cernió la tierra y el estiércol mezclados. El manantial daba agua, como para regar casi cuatro veces por semana, suficiente para la superficie que habían preparado.
Cuando se fue acercando la época de la vendimia, algo pasado el mes de agosto, tenían preparadas las tinajas: para almacenar el zumo que consiguieran en la pisa de las uvas y el pasero: donde pensaban extender algunos canastos de uva moscatel de la mejor, para luego conservarlas y consumirlas como pasas.
María había conseguido sacar hasta dos empolladuras de una de la gallina que le regaló su cuñada y al cabo de muy poco tiempo, llegó a juntar, un gallinero de más de veinte gallinas y otros tantos pollos de los que se suministraría durante el invierno entrante, para hacer buenos caldos y guisos. Los conejos que cuidaba su hija María, se habían multiplicado increíblemente bien y hasta les habían preparado los dos hombres un recinto amplio, donde estaban mezclados con las gallinas, el gallo y los pollos; las aves, pernoctaban sobre unas escaleras de varillas de sauce, que le habían colocado sobre una de las paredes y cuando aclaraba el día podían saltar por lo alto de la tapia, pero antes de que anocheciese, había que procurar: meterlas dentro del corral, por una especie de gatera y procurar que los conejos no se escapasen. En alguna de estas ocasiones, llegaron a escapársele tres a María, pero volvieron al día siguiente cuando las gallinas se estaban recogiendo en el corral y volvieron a entrar por la misma gatera que se escaparon; seguramente, se sentían más protegidos o mejor atendidos dentro de su encierro. Durante las noches, estos animales estaban a salvo de cualquier zorro o garduño y durante el día las gallinas saltaban por una de las tapias -que constituían un gran obstáculo para que fuesen trepados desde el exterior- y estaban todo el día careando en campo abierto, por los alrededores de la casa. En la corraleta, ya habían colocado dos lechones, que posiblemente estarían listos para la matanza, que se acostumbraba a hacer durante la Navidad o poco más. Junto a la corraleta, habían adaptado un corral cubierto para la cabra y la chiva, que habían acostumbrado a estar siempre en los alrededores de la casa careando y al mediodía volvían sólas al corral para sestear y cuando iba anocheciendo ellas solas se iban al corral, buscando el agua, algo de grano o simplemente para sestear, cuando hacía mucho calor; a la cabra: le habían colocado al cuello una buena cencerra, que siempre delataba el lugar por donde se encontraban madre e hija.
Toda la familia se había dedicado, casi por entero a la recogida de las almendras, María se quedaba con el niño en la casa, preparando las comidas, pero luego en los ratos libres, avanzaba mucho con el descapote de las almendras y tenía ya amontonadas a la entrada de la casa una buena pila, que cuando apretaba el sol, solía sacar al llano de la puerta y las extendía, para que se oreasen bien. Los capotes los iba amontonando en el recinto de las cabras, pues éstas se los comían con cierta satisfacción, seguramente tendría para todo el invierno. Cuando terminaron de recoger todos los almendros, María tenía casi todo el fruto descapotado y la mitad o más oreados y metidos en sacos, esperando una buena oportunidad para vender el fruto. Ya tenían todo el lagar de pisar, terminado, todo limpio y dispuesto; sólo estaban esperando unos días para que las uvas madurasen más, pero tampoco querían correr el riesgo de que viniese una tormenta y estropease los racimos; por lo que, ambos hermanos decidieron comenzar la vendimia con la entrada de la semana siguiente -se acercaban a la última decena de Septiembre- y el riesgo de lluvia era bastante grande, porque ya empezaban a viajar las nubes desde el poniente. Habían preparado unos buenos bidones, que cabían perfectamente dentro de los capazos de los serones y cada mañana daban por lo menos dos viajes de uvas hasta depositarlas en el centro del lagar de pisar. Tres días estuvieron recogiendo uvas, luego más tarde, tendrían que darle una vuelta a las cepas, para recoger los reviso, que habían ido dejando atrás porque aún tenían muchas uvas verdes y en muchas ocasiones, porque no los habían visto.
Los mejores racimos de uvas moscateles las fueron extendiendo -las niñas- sobre el pasero y les daban vuelta cada tarde, los mejores de la variedad de Pedro Ximen, las fueron colgando del techo, pues aireándolas bien, duraban hasta bien entrado el mes de Diciembre y otras y las más voluminosas de la pisa, iban al aguardiente. Durante el período de la vendimia, aprovechaban algunas horas -en penumbra- antes de que entrase la noche de lleno: para pisar las uvas, allí dentro del lagar de pisar, hasta se metían las niñas, pero claro está, siempre con los pies muy limpios, para ello tenían una de aquellas vasijas, que les habían servido para traer las uvas, media de agua y todo el mundo, que entraba a pisar uvas, se tenía que lavar los pies antes y después de entrar.
Habían colocado las tinajas de tal forma, que desde el lagarillo de pisar las uvas, el zumo entraba directamente en cualquiera de las tinajas, por estar un poco más bajas del nivel del suelo del lagarillo de pisar, y podían: enchufar al tuvo de salida una goma, que ellos -a voluntad- podían dirigir a cualquiera de las tinajas, a las que Juan ya había preparado perfectas tapaderas. Todo el lagarillo de pisar las uvas, las tinajas y todos los aperos y almacenaje de los frutos del campo, estaban situados debajo de la casa de Juan, al igual que la cuadra de las bestias, ocupaban semejante recinto en la parte de Frasco -eran simétricos los espacios y con sendas ventanas enrejadas al sol poniente-. Aquellos días y noches fueron de un trajín importante y de mucho trabajo, donde todo el mundo arrimaba el hombro. Comenzaban las jornadas al amanecer y terminaban con la puesta del sol, y a pesar de ello, siempre estaban pensando en que les faltaba tiempo para terminar la vendimia. Cuando llegó el mes de octubre, ya tenían a buen recaudo, hasta el pasero y se tranquilizaron bastante, pero sobre el día cuatro, que era la onomástica de Frasco y del niño empezó a llover y estuvo tres o cuatro días que no paraba.
En el campo, poco había que hacer, tendrían que esperar un poco para que orease el suelo y empezarían ha hacer los suelos de los olivos – con el rastrillo, para luego poder recoger las aceitunas, con mayor comodidad, mientras se iban turnando los hermanos, en la arada, que simultáneamente estaban dando a la arboleda-.
Una tarde que hizo muy buena temperatura y el cielo se había aclarado, dispusieron de acercarse todos a la fuente, pues además tenían que traer los cantaros llenos de agua y darles de beber a los mulos y a las dos cabrillas.
Ahora disponían de cinco cantaros, dos garrafas de cristal de arroba cada una y dos botijos, con cuya capacidad, sería suficiente, como para dos días de uso. Los huertos estaban resplandecientes, pues los hombres no habían dejado de hacerles mejoras y cada vez que iban con los mulos y las cabras para que bebiesen, se traían buenas verduras y alguna fruta de la viña, como estaban recolectando ahora, mientras las dos Marías se encargaban de llenar todas las vasijas. Los nogales, que Juan había plantado en el vivero, iban a todo tren y aunque no contó las nueces que plantó, a él le parecía, que no se habían perdido ninguno.
El manantial estaba lleno y rebosaba por la parte más baja, casi el doble del agua que ellos apreciaron al principio y esa tarde, después de que todos terminaron en la zona de hacer sus pequeñas obligaciones y los animales habían bebido sobradamente; Juan decidió: darle un buen riego a las tablas de los huertos. El resumidero, lo habían encauzado hacia la cañada limítrofe y sobre ella empezaba a destilar el agua que ya no podían retener la mina y la alcubilla; por eso, pensó: que lo mejor era vaciar los recipientes sobre las hortalizas, aquella misma tarde, para que no se desperdiciase el agua del manantial, que empezaba a salir hacia la cañada, que aún permanecía completamente seca y, no llevaba todavía agua, a pesar de que había llovido bien; era buen síntoma, pues demostraba -a las claras- que la tierra se había tragado la que llovió que cayó.
Las lluvias persistentes de los días anteriores, no habían causado daños sensibles en las verduras y hortalizas del huerto, sino: todo lo contrario, aparentemente ofrecían éstas: un verdor más limpio y las matas se veían mucho más saludables. Hubieron de ponerles algunos lazos a los conejos, que abundaban por la zona.
Casi desde los comienzos de la plantación en el huerto, comenzaron comiéndose los tallos nuevos, pero fogó muy pronto la costumbre de los animalillos: al instalarles algunas trampas de lazos en sitios estratégicos del huerto y seguramente al asustar sus entradas al recinto, empezaron a dejar de frecuentar la zona; aunque conejos silvestres, eran animales muy inteligentes, precavidos y llegaron a constituir un grave peligro para el cultivo hortofrutícola de los alrededores; desacostumbrarlos a venir al huerto a comerse los brotes tiernos de algunas plantas, constituyó una de las estrategias mejor montadas por Juan en toda su vida y ahora: parecían que habían remitido sus destrozos completamente. Bien es verdad, que durante el comienzo del otoño: eran más frecuentes sus andanzas, pero con ello: les habían proporcionado carne, en mayor proporción de la que necesitaban; hasta tal punto, que María -en más de una ocasión tenía que conservar los trozos de carne de aquellos conejos, frita en aceite, al igual que mantenía el lomo o los chorizos de cerdo, que le regaló su cuñada Josefita. Aquella tarde de domingo, la familia se había tomado un respiro para visitar sus tablas de huerto. Juan se quedó terminado de regar, con sus tres sobrinas, aunque las tablas de los huertos: estaban bien humedecidas, de la lluvia caída en los días anteriores; mientras Frasco, María y el pequeño Haxparcol, se llevaron los dos mulos y las cabras, para llegar antes a la casa, descargar a los mulos y adecuarlos en el lugar donde pasarían la próxima noche, al tiempo que María empezaba a preparar la cena de la próxima noche, cuyos síntomas, empezaban a notarse. Cuando volvieron los demás a la casa, estuvieron sentados, alrededor de la mesa en el llano delante de la fachada, tomando un poco de sol otoñal, que aún no se había ocultado del todo, por los cerros del lejano Torcal, al tiempo que María indicó a la mayor de sus hijas, que tomase un libro -de aquellos que habían encontrado en el baúl- y leyese en voz alta para que la escuchasen todos. Así lo hizo la niña, quien comenzó su lectura en voz alta, leyendo: "John Gaunt procedía de la clase baja del pueblo. Sus primeros recuerdos le traían a la memoria una gran suciedad en la Bowery, en la compañía de una abuela borracha, que charlaba constantemente acerca de su vieja patria y del esplendor en que transcurrió su vida antes de tener "la caída"… La obra de Elinor Glyn y titulada "Ello": llamó inmediatamente la atención de todos, pues parecía ser el relato de algo serio, muy distante y que seguramente había ocurrido en un periodo agitado, similar al que se estaba avecinando en los momentos actuales y aunque aquella palabra de borracha -pronunciada por su hija- había puesto en alerta a Frasco: la dejó seguir, porque atisbaba que el contenido podría encerrar muchas verdades, de las que se podrían presentar en la vida diaria y era necesario que las niñas, fuesen aprendiendo de todo un poco, para no llevarse muchas sorpresas, durante el tiempo que les tocara vivir; por ello no la interrumpió, como al llegar a ese punto, le relampagueó en su mente, aquello mal sonante de borracha. Cuando terminó la hija María de leer el primer capítulo, la madre dijo a la segunda Antonia, que tomase su lugar y siguiese leyendo. Ésta también leía con soltura, pero se le notaba una peor entonación y descontrol en las pausas que debía hacer en cada signo, pero se le entendía perfectamente; así transcurrió el resto de la tarde y mientras los dos hombres, estaban plácidamente: saboreando un baso del buen mosto del cuñado Pepe el de las Encinillas. Cuando Antonia leyó el segundo capítulo, la madre -le dijo- a la pequeña Salvadora: bueno ahora sigue tú, que tenemos la cena lista y al terminar le indicó: ya está bien por hoy de lectura, ahora ayudadme a poner la comida sobre la mesa, que se echa la noche encima. En esto estaban, cuando, como tantas otras tardes, vieron nuevamente aparecer por el recodo del camino al vecino Alfonso, que procedía del pueblo. Frasco dirigiéndose a él le dijo, en tono cariñoso: chiquillo, pero ni los domingos descansas… Hoy ha sido un caso excepcional, porque la lluvia nos ha cogido con una de las cámaras sin terminar de tejar y hoy, que no ha llovido, hemos estado terminándolo, por si persiste la lluvia, no nos ha hecho mucho destrozo, pero era muy necesario terminarlo, porque mis padres, se quieren mudar para el pueblo este próximo invierno y los fríos también estarán pronto sobre nosotros. Pero siéntate un poco y toma un sorbo de vino, ya nos queda poco del que trajimos de mi cuñado, pero no tardará en estar listo el mosto nuestro de este año.
Bueno tomaré un buche, pero me tengo que marchar pronto, para hablar con mi padre, antes de que ellos se acuesten, que se recogen como las gallinas, al oscurecer. Como quieras, pero si te da tiempo puedes comer algo con nosotros.
No, de verdad, -le contestó- otro día me quedaré algún rato más; ahora me tengo que marchar… Tomó un trinque de vino -sin sentarse siquiera- y se marchó, saludando a todos con unas buenas tardes y la sonrisa en los labios, como siempre. María y las niñas, siguieron poniendo la comida encima de la mesa; como hacía ya varios días, sobre la mesa colocaron una buena fuente de trozos de carne de conejo fritos con tomates. Aquél era uno de los platos favoritos de los dos hermanos y tan pronto como llegó a la mesa, tomaron sendas sopas de pan que fueron pinchando en la punta de la navaja y cucharearon, pequeñas porciones de tomate frito, al tiempo que con la mano derecha cogían un trozos de conejo, para irlo alternando. Después de la lectura, Juan había conectado la radio, para que la música de esas horas amenizase la terminación del día y complacer, una vez más, a sus sobrinas; las niñas sonriendo, estaban siempre muy felices, cuando su tío recordaba, que: era el momento musical de las tardes y, en todo momento, cuando sentían cualquier tipo de música o canciones del folklore español estaban sonriéndoles. El tiempo transcurría sin grandes contratiempos, los niños iban creciendo en el ambiente familiar -dentro de la rusticidad, que da el campo- pero María comprendiendo claramente, que sus hijas, no volverían a tomar clases en ningún centro escolar, comenzó a esforzarse ella misma, y se fue transformando en su maestra, a pesar de los pocos conocimientos, que ella misma: sabía que tenía; pero se animaba, diciéndose mentalmente, que la precisa es un pincho, y se llega clavar como una lezna. Algunas de las niñas, sobre todo la pequeña -Salvadora- la animaba mucho e inducía a las otras dos, más mayores, a tener sus tareas acabadas, para que: no se fuese a disgustar la madre a la que debían animar. Todas las tarde mientras el padre y el tío estaban ocupados en las tareas del campo, la madre, las tres niñas y el niño, se sentaban a la puerta en la mesa redonda y estaban -por lo menos una o dos horas diarias- escribiendo al dictado, haciendo algunas cuentas básicas de aritmética o leyendo las frases de algún libro interesante, del que: haciendo paradas intermitentes, cada una de ellas, tenía que manifestar en voz alta, la interpretación, que había obtenido de las frases leídas. Aquellas primeras tardes, reunidas con su madre en las tareas de las clases, muy a su modo y los ratos posteriores escuchando la radio del tío: llegaron a ser los momentos más felices de toda la familia, que estaba, como apartada de los avatares del mundo. Los mayores, cuando los niños se habían ido a dormir, no llegaban a comprender muchas de las manifestaciones, que: -en el noticiero de las 22 horas- daban puntualmente los locutores; muchas de las noticias de días anteriores se contradecían posteriormente, con las radiadas, como más frescas. Indudablemente el mundo está cambiando mucho y nosotros nos hemos aislado, como los conejos en sus madrigueras -decía Juan- en ciertas ocasiones, pero la inseguridad, que se atisbaba por las ondas, con los sucesos que estaban ocurriendo y las revueltas (que seguramente no eran, ni la mitad de lo que ocurría en la realidad), les llevaba a todos a pensar, que el sitio más seguro para vivir: era allí. Apartados del mundanal ruido, como se dice en las frases hechas, para describir una forma de tranquilidad, donde deberían permanecer, en la espera de tiempos mejores y ¡ojalá!: llegasen pronto todas aquellas libertades y bienestar para todos. Siempre se estaban diciendo -los más adultos- en los pensamientos más internos. La finca de la herencia de ambos hermanos, estaba situada, casi al final de un territorio, por el que no pasaba nadie, pues el lagar de Villegas, tenía mejor entrada por el río, que por aquellas lomas y hasta parecía ser más corto. Frasco: no se explicaba aún los motivos por los que Alfonso, volvía cada tarde del trabajo, por aquellas lomas, aún cuando las pasaba, haciéndolo también con bastante claridad; muy posiblemente: sería por algún otro motivo: ¿le habría cogido recelo? Muy posiblemente el camino estaba más luminoso por allí, como él: llegó a decirle, en alguna ocasión; por las crestas de las lomas: siempre aguanta más la luminosidad del día, que por los cañadones del río, donde siempre hay mucha más penumbra y anochece antes, o quizás también porque: como era mucho más transitado -todo el camino del río- él, que no era ningún tonto, prefería cruzarse con la menor gente posible, en aquellos días, para evitar cualquier mal contacto. Cuando terminaron las obras de la casa del pueblo, los padres de Alfonso se mudaron a vivir en ella y de tarde en tarde, Alfonso y el hermano mayor Pedro, alcanzaban a pasar por el camino de la Fuente de la Teja, que conducía al pueblo. Al regreso, si era al final de la tarde, siempre se venían por las lomas y tenían que pasar forzosamente por la puerta de la casa del vecino Frasco Infantes, para llegar a su lagarillo, pero casi siempre que esto ocurría venía el muchacho sólo. En muchas ocasiones, María, si necesitaba algo urgente del pueblo, se lo encargaba a alguno de los dos hermanos, que solícitos le atendían en aquello, que ella les demandaba, pues en todas las ocasiones, que se presentaban, los atendía lo mejor posible y, frecuentemente, los invitaba a cenar con ellos, sobre todo, cuando sabía que: se quedaban solos en el lagarillo y la madre no les podía poner la cena. Ambos muchachos eran muy condescendientes con los Infantes y hasta -en muchas ocasiones- se prestaban a ayudar a Frasco y a Juan en tareas del campo o para prestarles algunas herramientas -como en aquella ocasión: en la que les dejaron todos los aperos de arar- para que labrasen las tierras, después de las lluvias.
Pasado el tiempo, Juan apareció una tarde con una maquinilla nueva que había comprado en el pueblo, ya sólo tendrían que pedir prestado el resto de los aperos. Al final del otoño, Juan se empeñó en limpiar el tajón de manchón, que estaba frente a la casa, pues decía que era una zona alta, situada en la solana y por tanto muy abrigada para una buena plantación de almendros, pero como le había correspondido a su hermano Frasco en la herencia, él no quería presionarle; pero su hermano Frasco, no le puso objeción alguna y una tarde le dijo: puedes poner lo que quieras, pero tu lo trabajas y luego vamos a media en los frutos.
Claro, le contestó Juan, que nunca mostraba interés en las cosechas, pues desde que se fue a vivir con ellos, lo compartían todo, claro está, excepto la cama. Después de pasado el mes de noviembre, cuando la tierra estaba empapadita de agua, se le podía ver a Juan, todo el día arando el tajón de manchón frente a la casa. Al mismo tiempo, había puesto un montón de almendras agrias a remojar dentro de la espuerta de caucho y cada dos días las renovaba por otra tonga, llevando las primeras al tajo donde estaba arando, para irlas poniendo sobre el terreno arado; para ello: cortó unas brazado de cañas -de un moño, que estaba cerca del camino a los huertos- y las fue troceando en tres partes. Cuando tenía unas dos besanas aradas, hacía un alto en la tarea, para que descansaran los mulos y marcaba con las cañas lo arado, clavando un caña cada cinco metros en cuadrículas perfectas. Al día siguiente, volvía ha hacer lo mismo, pero sacaba cada caña y primero colocaba un poco del mantillo, donde había tenido el vivero de los nogales; luego colocaba una almendra encima, que estaba a punto de abrirse, por haberlas tenido en remojo, con la parte más picuda hacia arriba, para que germinarse con mayor facilidad al exterior y cubría nuevamente con mantillo unos quince centímetros, hasta la superficie del suelo, dejando hecha, como una especie de poza, para en caso de lluvias, que se le acumulase el agua en la superficie. Así llegó a plantar todo el tajón de almendros y se quedaron señalados por las cañas, que volvió a hincar al lado de cada puesta, marcando los sitios, que debería tener muy en cuenta, cuando fuese a pasarles el arado nuevamente a aquellas tierras la próxima primavera, evitando la proliferación de las nuevas plantas. El invierno fue duro, pero aprovechando las tardes soleadas, se iba toda la familia y recogían las aceitunas, no tenían muchos olivos en producción, pero, los hermanos pensaban, que eran suficientes para producir el aceite necesario para el consumo de todo el año. María y las niñas mayores, se encargaron de limpiar el bidón de chapa que Juan tenía en su casa y que desde antiguo, venía sirviendo para almacenar el aceite del lagarillo, tenía hasta su tapa metálica con un bisagra, que lo dejaba hermético. Vertió el contenido de aceite rancio -que contenía el fondo- en una gran lata, que en su día había servido de recipiente para carne de membrillo, al objeto de poder hacer jabón con aquellos restos de aceite, para lo cuál, debía acordarse de: decirle al recovero o a los vecinos, cuando pasasen, que le trajesen un kilo de sosa caústica.
Cuando estuvo bien limpio y seco el bidón, volvieron a colocarlo -Frasco y Juan-, con gran esfuerzo, sobre los dos trozos de madera, en los que estaba apoyado, para que no cogiese la humedad del suelo, en evitación del oxido o para, que se pudiesen limpiar bien las partes bajas del suelo. María volvió a encalar todo alrededor del bidón y ya estaba listo para recibir la cosecha de la molienda, o aceite del año. Juan y Frasco, una tarde llevaron – con los mulos- doce cargas de aceitunas al molino del lagar de Cornelio y cuando les llegó el turno, procedieron a moler su cosecha, el aceite resultante se lo llevaron en las garrafas de arrobas de cristal y las fueron vertiendo dentro del bidón; tuvieron que dar varios viajes, pero no llegó a llenarse completamente; aunque faltó poco -si la cosecha hubiese sido algo mejor, seguro que lo habrían llenado y, hasta era muy posible, que habrían tenido que dejar las garrafas llenas. Ya habían podado las viñas -recogidos los sarmientos-; talado algunos olivos, almendros y algunos otros frutales – llevando la leña, cerca de la casa; todas las faenas de podas, la hacían -según costumbre- con la luna en su fase menguante: antes de que, la sabia se pusiese nuevamente en movimiento, según decían y cuando se habían ido los fríos, injertaron algunos arboles al canutillo. Los riparios de la vid -que no eran muchos- los injertaban con espigas de la variedad que deseaban que produjeran y algunos olivos bravíos -acebuches del manchón, que había roturado Juan- los injertaron con yemas de las variedades más productivas.
Nunca les faltaba labor que hacer y ya, por el mes de mayo, Juan se dedicó unos días plenamente a retirar todo la broza y los matojos, que había tumbado con el arado en el manchón, donde plantó los almendros y los fue quemando en los claros. Mientras tanto, Frasco estaba ocupado con el huerto y en sulfatar las viñas, este año no las habían cavado, pues como eran aún nuevas posturas, no deberían tener muchos barbones; las cepas: habían sido muy bien podadas y los brotones ya se estaban convirtiendo en fuertes sarmientos, con los racimos de uvas venideros manifestándose claramente, de vez en cuando tenía que ir capando los tallos largos de los sarmientos -que llevaban mucho vicio, como él decía- para que engordaran las uvas y no se fuese toda la sabia por las ramas. La tierra tenía muy buen jugo pues había llovido adecuadamente y de forma persistente, sin hacer destrozos y si todo iba bien, la cosecha de uvas que se esperaba, sería bastante buena, pero tendrían que darle una buena vina, antes de que fuesen a granar las semillas de las hierbas malas, que se chupaban la sabia.
Los almendros, también habían cuajado bastantes almendras, y aunque el invierno había sido muy crudo, pero no habían aparecido las heladas de otros años; nunca aparecían por aquellas lomadas, si no hacía mucho frío y el ambiente estaba totalmente en calma, si hacía frío, pero se movía algo de viento, nunca helaba.
Ya se acercaba -a pasos agigantados el verano- y las tareas se repetían en similares tiempos y con los mismos ritmo -ya aprendidos de antemano, por ellos desde la niñez-; los dos hombres cuidaban con esmero el huerto, sacándoles muy buen rendimiento y hasta se permitieron aquel pasado invierno, hacer una buena plantación de habas, que les estuvo dando habas verdes, toda aquella primavera y ahora las habían cortado para sacar un parva de habas, donde le darían paja para los dos mulos, al revolverla, con la de trigo que aún conservaban en el pajar; también le sacarían, cuando menos, dos o tres cuartillas de semillas, para escogiendo las mejores, volver a plantarlas en otra de las tablas y tener grano para las dos cabras, que ya habían parido dos chivas. Realmente: no faltaba que comer en el lagarillo, aunque las tareas eran duras y la dedicación era continua; la tranquilidad reinaba por todos aquellos cerros, excepto por las noticias de cada noche captaban del Noticiero de las 22 horas, parecería que, todo se estaba desarrollando normalmente, como ocurría en sus juventudes.
Afortunadamente todos tenían buena salud y pensaba que no podía pedirle más a la vida; ya se habían aclimatado a esa vida campestre y se sentían mucho mejor, que cuando estaba al servicio del patrón, en aquella finca de la costa.
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