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Memoria histórica de Frasco (página 3)


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No sería raro -comentó otro de los pasajeros- que: cuando lleguemos a nuestro pueblo, la gente no esté tan alborotada, como lo están en Málaga, pero se tendrán muchas ganas unos y otros. En este momento se despidió Frasco de todos los presentes -incluido Enrique- y, a toda marcha emprendió la vuelta a la casa del Meléndrez, para no perder mucho tiempo allí y poder salir cuanto antes hacia sus tierras, donde pensaba poder llegar sin contratiempos, antes de que anocheciese aquél día y le pudiese dar tiempo, de al menos: buscar un sitio adecuado, donde poder acoplar al mulo, llenar las vasijas con agua y preparar alguna dependencia de la casa -limpiándola previamente-, para pasar la noche venidera. Tendría que decirle a María: que le preparase algo para comer por el camino y para la noche cuando llegase a su finca, pues no le quedaría tiempo para preparárselo él y la noche se cerraría pronto. En poco rato, estaba descargando del mulo las cosas que pensaba dejar a María, todo lo fue poniendo cerca de la puerta de la casa de su cuñado Pepe o encima del poyete; después, con la ayuda de Josefita y de las niñas: María metería los colchones y las demás cosas, dentro de la casa, para subirlas después a la cámara y poder extender los colchones, donde poder dormir los días siguientes. Sólo dejó Frasco, para llevar en los capazos del serón, aquellas herramientas, que él consideraba totalmente imprescindible para realizar algunas labores en el campo. También dejó el cántaro, el botijo y las botas de becerro con suelas de cubierta de camión. Sin que él le tuviese que decir nada, María: ya le había preparado algo que llevar para comer por el camino de ida y dos chorizos, con dos huevos cocidos para tomar por la noche. Aparte le aprovisionó de un buen trozo de tocino veteado, que aún no se había puesto añejo, un gran queso de cabra, unos pocos de chorizos en aceite, algunos trozos de lomo en manteca blanca, unas pocas de patatas, algunos tomates, cebollas, pepinos, una botella con aceite de oliva, otra con vinagre y un buen cuenco -formado por un calabacín de cuello- con la sal; un par de fuentes de graná, dos platos finos, dos vasos y una cuartilla de vino, del que guardaba su hermano Pepe -el mismo que ya había probado la tarde anterior-.

La mayoría estas viandas y pertenencias, se las había proporcionado su cuñada Josefita y unas pocas de semillas de varios tipos de legumbres y hortalizas, para que las empezase a cultivar cuando llegase a la finca.

Todo lo tenía preparado María, a sabiendas de que Frasco emprendería de inmediato la marcha hacia su finca.

Cuando lo tuvo todo dispuesto, ya era media mañana y se dijo, que no podía perder más tiempo. Josefita intentó convencerle para que se quedase al almuerzo, pero él aseguró que había mucho camino por delante y difícil -por la cantidad de cañadones y tramos sin camino, que habría que pasar-; además parte del mismo no lo recordaba o muy someramente por el tiempo transcurrido, por lo que no podía demorarse, evitando llegar de noche, sin luz. Una vez cargado todo en los capazos del serón, los ató fuertemente y los cinchó de los vértices inferiores, se despidió de los niños -indicándoles que debían obedecer a su madre y a los tíos en todo momento, que no fuesen a crear riñas entre ellas o su primo-; se despidió de Josefita y dio dos fuerte besos cariñosos a su María; desató al mulo de la anilla de la fachada y apoyándose en el pollo cercano, se subió de un mediano salto en el animal y comenzó la marcha, empezando a bajar por la colina lindera del nordeste hacia la cañada más cercana.

Con la mano saludó y se despidió de su cuñado Pepe, que andaba vigilando el ganado, mientras careaba en las cercanías de la carretera; pero a un mismo tiempo, estaba viéndolo salir montado en el mulo; le correspondió al saludo que le hizo Frasco con la mano y de un bocinazo le deseó mucha suerte. Vociferó Frasco a su vez: un ¡hasta pronto! y, se centró en darle riendas al mulo, para que instintivamente el animal fuese por el caminito de herradura más frecuentado. El sabía que los animales, tienen un instinto especial, para caminar por aquellas sendas que ofrecen menos dificultades y a veces, adivinan las intenciones del que los conduce, sin que éste, tenga que corregirle, ni en la dirección, ni en el paso que deben llevar. Parecerá increíble, pero Frasco había criado a su animal, con todo cariño desde que se destetó de la yegua del vecino Juan -al que se lo compró- hacía ahora unos seis años, por ocho reales. El animal había estado siempre muy tranquilo, transportando a las niñas, cuando iban o venían del colegio, acompañando a María; nunca había dado ningún sobresalto, ni se había espantado de los coches o los ruidos extraños.

Frasco siempre había tenido mucho cuidado de darle los mejores pastos y piensos y cuidarle de cualquier herida o sobadura que pudiesen producirle el aparejo o las cargas; jamás lo había visto temblar o dudar en los caminos.

Siempre que lo aparejaba, trataba de hacerlo con sumo cuidado, para que al apretarle la cincha, el animal la tomase sin recelo y sin inflarse, para que al soltar el aire, le quedase más floja. Era un animal noble en demasía, porque los niños se cruzaban por sus patas, sin que él, ni siquiera hiciese los menores movimientos o extrañezas.

Sabía indicar el peligro de antemano y cuando lo vieses parar en su caminar, seguro que se avecinaba algo extraño, que podía poner en peligro la integridad de alguien -en cierta ocasión antes de cruzarse con otro mulo, que iba cargado con una angarillas de mies de trigo, se apartó en un recodo del camino, para dejar paso al otro que venía cargado-; Frasco se sorprendió tanto, que muchas veces hasta le hablaba; parecía que le entendía perfectamente y le obedecía a cualquier orden que le decía. Nunca se había tenido que enfadar con el animal, si siguiera cuando en ocasiones, durante su época de muleto, rompía la cuerda en la que estaba atado y se iba hacia las cañadas, más frescas o de pastos más tiernos.

CAPÍTULO V

Frasco se enfrenta al duro comienzo, una vez más

Algunos de aquellos caminos o veredas que llevaba el mulo, nunca habían sido pisados por el animal, pero denotaban las huellas de otras herraduras anteriores que hacían el camino de bajada hacia el arroyo más profundo, que era el que venía proveniente de Colmenar y en sus vertientes confluyentes hacia el sur. La mayoría de de las tierras de los lagares por los que iba transitando, se habían formado en el continuo deambular de las personas y animales entre las casas vecinas y en ocasiones de las recogidas de frutos, más significativos, para el transporte de las propias cosechas. Así, por ejemplo: existían zonas, donde el camino era bastante más profundo y las huellas de las herraduras habían producido mayor erosión, como consecuencia de las cargas pesadas que transportaban las bestias: barcinas, arenas sacadas del río para la construcción o en época de recogida de aceitunas -cuando el camino está más blando- debido a las lluvias del otoño-invierno, se hacían más presentes al tener que transportar los sacos de aceituna hasta los molinos de aceite, poco existentes por la zona. En aquella época: existía uno de cierta importancia en el lagar de la Breña, cercano al río de la parte de Los Gallegos, noreste de Comares, y el del lagar de Cornelio, situado más hacia el norte, en la vertiente opuesta y a mitad de camino entre la población, la zona de Solano y la denominada de Jardarin. Para acercar las aceitunas a cualquiera de ellos había que atravesar largas y empinadas cuestas o viceversa, que casi siempre eran las propias veredas que usaban entre sí los vecinos, para sus comunicaciones.

Frasco iba montado en el mulo y se sentía incómodo, por la inercia que cogía el peso de su cuerpo en la bajada, donde tenía que ir cogido de la parte posterior del albardón del mulo, si no quería salir por las orejas del animal.

Finalmente, se bajó de la bestia y fue caminando delante del animal, como a dos metros de distancia y con el cabo del cabestro echado por encima de los hombros. Ahora el animal hacía menos polvo en el camino de bajada, al no tener que frenar su inercia sobre el piso. Al cabo de una media hora aproximadamente, ya se encontraba en el arroyo, que en estos momentos, del final de la primavera, estaba seco en muchos tramos de su cauce; tan sólo, cuando asomaban algunos tramos de pizarras, se podía apreciar pozas de agua, que normalmente no eran absorbidas por el subsuelo, constituyendo las propias pizarras -azules o de cuarzo- la capa freática que las contenía; en la mayoría de las pozas de agua formadas, se podían apreciar los renacuajos pululando en su interior y nadando por entre las madejas verdes de camas de ranas; no quiso acercar al mulo a ninguna de aquellas pozas, temiendo que su animal pudiese coger algún parásito, sanguijuela, etc., y esperó algún tiempo más, para dar de beber a su mulo.

Volvió a montarse de nuevo en el mulo y empezó a notar una ligera brisa que se desplazaba en el mismo sentido que el llevaba; muy posiblemente el cauce del arroyo, le servía de cañón al viento, que arrancando desde la costa, subía hacia aquellas vertientes empinadas y la calima de los aledaños, no le permitían otra trayectoria, que el propio cauce del río.

Recordaba de su mocedad, que no lejos de allí había un manantial permanente, que hacía como una alcubilla y tenía un buen chorro de agua fresca, donde podría dar de beber a su animal, refrescarse él y hasta podría renovar parte del agua que María le había puesto en el botijo, ya que la notó excesivamente templada, pues seguramente le habría venido dando el sol de frente en la bajada de la cuesta.

Ya llevaba un buen trecho recorrido por el cauce del arroyo y al salir de uno de sus meandros, vio aparecer -inconfundibles- un grupo de eucaliptus centenarios, cuyos troncos lisos, seguramente no podrían ser abarcados con los brazos de un solo hombre. Al instante recordó que allí muy cerca estaba la alcubilla del agua que necesitaba, a la altura del lagar de Cornelio -el que tenía el molino de aceitunas. Efectivamente, hacia su derecha, se podía apreciar, como salía de una grieta -de la roca pizarrosa- un chorrito de agua -no más grueso que un cigarrillo- y caía en un gran pilón totalmente blanco -encalado con cal viva-; bajo él: -había sido hecha o fabricada una amplia alcubilla, que se alargaba por el lateral, formando una pileta de unos dos metros de largo, con unos cuarenta centímetros de alto y ancho, para atender a los transeúntes y animales de paso que lo necesitase, por aquella zona. Buen sitio para comer algo, se dijo, y bajando del animal, lo acercó al pilón para que bebiese, al tiempo que él sacó de uno de los capazos el botijo y lo vació del agua que traía, lo tuvo un breve tiempo presionado sobre las aguas del pilón y creyó que ya se había refrescado el barro, lo colocó bajo el hilo de agua y lo llenó completamente, dejándolo rebosar un par de minutos. Posteriormente dio un buen trago de agua del propio botijo, pues nunca bebía directamente de un chorro de agua natural, por la posibilidad de tragarse alguna sanguijuela, que pudiera venir mezclada o que normalmente se suelta al detectar la sangre caliente. Aflojó un tanto la cincha del mulo y lo dejó carear a sus anchas por aquellas frondosas yerbas, que crecían en los alrededores del derramadero de la alcubilla. Mientras tanto él, se lavó bien las manos al final de la pileta y se sacudió firmemente las manos y levemente se las secó en el pañuelo; se aprovisionó de la comida que le había colocado su mujer y fue a sentarse sobre una especie de poyete que a tan fin, seguramente habían construido allí.

Cortó un buen trozo al pan redondo y le puso un buen trozo de lomo sobre la propia sopa, apoyando su dedo pulgar izquierdo sobre el mismo; atrapado sopa y lomo, lo fue cortando en rodajas, a medida que se lo comía.

Cuando se sintió satisfecho, tomó una manzana como postre, que lavó previamente bajo el chorro de agua y partiéndola por la mitad con la navaja, se la comió rápidamente, mientras se dirigía hacia el mulo, para cincharlo fuertemente. Volvió a acercarlo al abrevadero, pero el animal sólo mojó los labios.

Al poco, se montó en el animal y prosiguió la marcha arroyo arriba.

La brisa se hacía sentir con más intensidad en el movimiento de las hojas de aquellos eucaliptus y algunos gorriones que habían estado esperando la marcha de la fuente de los dos intrusos, bajaron a beber o a seguir jugueteando con sus baños en las pequeñas charcas que formaba el resumidero. Algunas cogujadas ya se habían instalado también junto al resumidero de la alcubilla que iba dejando a sus espaldas y hacían sentir sus presencias por sus cantos inconfundibles. El camino por el cauce del riachuelo, iba sorteando las grandes piedras clavadas en el suelo y las otras muchas, más pequeñas, que estaban sueltas y a veces amontonadas a los lados de la vereda que formaban.

No dio -en todo el recorrido-, ni un solo traspiés con aquellos peñascos, se le veía un animal fuerte y con todas sus facultades, que iba muy pendiente de no rozar con ninguna aristas de las que le presentaban las piedras.

Muchas de las cañadas de las vertientes aledañas, estaban cubiertas de adelfas de distintas variedades, que daban un colorido especial al entorno; eran mucho más grandes y menos frecuentes los ramilletes de ellas, en el cauce principal del arroyo, que se adornaba -en ocasiones- con grandes madejas de zarzales, que apuntaban las moras silvestres aún rojas y blanquecinas; seguramente al final del verano: estarían en su sazón, negras y relucientes, con las que se podían hacer riquísimas confituras. Ya había pasado el recodo del lagar de la Seana y su alcubilla, igualmente de fresca agua cristalina, donde volvió a llenar el botijo y dejó al mulo que bebiese al tiempo, que él, también lo hacía, pues ya no encontraría otro manantial, hasta llegar a sus tierras y desconocía en que estado se encontraría éste, desde su larga ausencia.

Subió de nuevo en la bestia y al poco abandonó el camino que iba serpenteando el arroyo, para tomar sobre su derecha un camino empinado, que se dirigía al Lagarillo de Villegas; cuando llegó a la puerta del lagar, se paró unos minutos, mientras correspondía al saludo, que le ofrecía su futuro vecino Miguel y su mujer Josefa; ambos estaban sentados a la puerta -en sendas sillas, hechas de palos de olivo, con una tarima de madera, como asientos- a la sombra de la pared que formaba la habitación de la cocina, que se situaba -como tantas otras- cerca del llano y adosada a la fachada principal de la vivienda. Quiso ofrecer Josefa a su nuevo vecino -después de preguntarle por toda la familia y los consabidos saludos- un refrigerio y café, pero aunque Miguel también insistió en ello, Frasco se excusó ante ambos, argumentándoles que tenía bastante prisa, pues aún tenía que acoplar al mulo y arreglar un poco la vivienda para poder pasar la noche, antes de que se hiciese de noche y sólo faltaban unas dos horas para que se pusiese el sol; así que, después de este preámbulo, prosiguió la marcha, subiendo por aquellas tierras de Villegas -que aparecían muy bien cuidadas y pobladas de frondosas vides, almendros y olivos. Frasco, también se había interesado por los hijos de este matrimonio, tres mujeres y tres hombres, todos ellos bastante más mayores que los suyos y que llevaban perfectamente las labores del campo; aún les quedaba uno -Miguel- un poco más pequeño, que estaba cuidando una piara de cabras en el manchón de enfrente; efectivamente, desde allí se oían en la lejanía y desacompasadamente el agradable sonido de las cencerras de algunos animales.

Al pasar por el borde oriental de la era comprobó el buen cuidado que tenía aquella finca, expresado a través de la salud que mostraban sus plantas.

De la era para arriba, hasta llegar al límite con sus propias tierras: había un tajón de olivos jóvenes que estaban doblados de la cantidad de aceitunillas verdes, que se le habían cuajado; posiblemente tuvieran que ponerles -a algunas ramas- horcones para que sostuviesen el peso de la cosecha, cuando madurasen, evitando su rotura.

Todos sus árboles tenían una salud sorprendente, a pesar de lo pecho y pizarroso del terreno, se les notaba en la tersura de la cáscara de los troncos, pareciendo lisos y lustrosos, con muy pocas secas del ramaje anteriormente caído o talado, porque el propio empuje de su sabia los había ido ocultando, seguramente tenían un fondo bien alimentado por el estiércol echado en sus posturas. Algunas de las higueras que se fueron presentando durante el camino hacia el próximo lagar de Villar, estaban repletas de brevas y muchos pajarillos del entorno, las tenían asediadas, como medio de conseguir de sus preciados frutos, el rico alimento, que ellas les proporcionaban. Algún conejo, que aplastado por la tarde calurosa pasada, se escapó asustado de las cepas de algún ripario, dejando su siesta para mejores tiempos.

Cuando llegó hasta el mismo ruedo del Lagar de Villar, giró hacia la izquierda y apreció que no había nadie por el entorno, dando la sensación, que en aquella vivienda no habitaba nadie, desde hacía tiempo. Al poco rato, ya se estaba apeando del mulo en la misma puerta de la casa de su finca, la cual estaba recién encalada y el llano bastante limpio.

Hasta el horno había sido adecentado y su fachada y laterales encalado.

La otra parte de la casa, perteneciente a su hermano Juan estaba cerrada, pero como él le había advertido por carta, dirigida a su casa en el pueblo, le había dejado las llaves del candado pasador, debajo de una losa de piedras que estaba junto al pié del olivo verdial, que estaba frente a la fachada de la casa. La llave estaba muy bien liada en un papel impregnado en aceite y un trapo envolviendo el paquetito, para evitar que se oxidase con la humedad o la lluvia; fácilmente pudo poner de par en par las dos hojas de la puerta de la casa; también pudo apreciar que le habían limpiado todo el habitáculo e incluso le habían colocado unos cuadros familiares, cuatro sillas y una mesa -todo rústico en palos de olivo y la mesa con un gran tablero, formado por tres tablas de igual calibre, que formaban una tarima rectangular y además estaba cubierta por un hule de cuadritos blancos y azules, con una cenefa o ribeteado en color amarillo. En el hueco sobre la pared de entrada, estaba bien formada unas cantareras de palos de madera, sobre las que había colocados dos cántaro, que a la sazón estaban vacíos, pero tenían sus tapones de corcho, para que no se les colase ningún bicho (normalmente lagartijas, salamanquesas o insectos), de cualquier forma: cuando él fuese a llenarlos, los enjuagaría bien y procuraría que no tuviesen nada extraño dentro, también se llevaría el colador que colgaba de un clavo en la cocina, para ponerlo como filtro, cuando fuese a llenarlos.

Aún tenía el botijo lleno de agua de la alcubilla del Larga de la Seana, por lo que no iría esa tarde a llenar los cántaros, lo dejaría para la mañana siguiente y de camino le daría de comer al mulo y posteriormente lo pondría, trabado, a carear por aquellas inmediaciones. Bajó todas las cosas que traía en los capazos del serón y los fue colocando en los respectivos lugares, que él imaginó podrían ocupar en el futuro.

Las viandas que le había puesto su María para mantenerse los próximos días, las colocó de forma que estuviesen bien aireadas, dentro de un canasto de caña y colgando de una alcayata del techo, en la punta de un trozo de alambre liso, como de medio metro. Así cualquier animalito extraño -que normalmente abundan en los campos-, no tendría oportunidad de acceder a ellos. Dejó las botellas y el botijo bien tapados y se dispuso a acomodar al mulo en la cuadra, que estaba justo debajo de la casa en un semisótano, aprovechando el desnivel del terreno y a la que se accedía desde el exterior, por puerta independiente en la parte de atrás de la vivienda. Desaparejó al animal y colocó todo el aparejo, volteándolo en un giro de 180º de forma que la parte interna del albardón, quedó expuesta hacia arriba, para que todo el sudor que había transmitido el mulo al aparejo, durante el recorrido, se pudiese orear y secar durante toda las noche, al efecto había un pequeño cobertizo, cerca del horno, que se utilizaba para estos menesteres -cuando no se quería meter algún enser dentro de la casa y en previsión de lluvia, viento o sol- se colocaban al cobijo del cobertizo. Cuando creyó haber acabado de instalarlo todo, preparó su chinchorro o hamaca, que siempre utilizaba cuando estaba en la costa, para dormir alguna siesta que otra, entre los árboles frondosos de la explanada frontal y que se acordó de sacarla de la carreta, cuando recogió los colchones que le dejó a María. Pasando el extremo de una buena cuerda, que llevaba en el serón, por entre las cañas y una de las vigas de un extremo del techo, donde hizo un nudo corredizo; tensó fuertemente la cuerda y allí ató un extremo del chinchorro; el otro extremo lo amarró a la reja de la ventana que daba acceso a la habitación más grande, que constituía el salón, donde estaba la mesa, las cantareras y una pequeña cocina para los días de invierno.

Finalmente se salió a la puerta de la casa y recogió del aparejo un saco vacío para dirigirse a las albarradas de delante de la casa, que estaban con bastantes yerbas -muy apetecibles de los animales- y prácticamente lo lleno en breve espacio de tiempo; dirigiéndose posteriormente a la cuadra -con él al hombro- y vació la mitad en la pesebrera del mulo. Allí quedó el animal suelto por toda la noche y su dueño volvía a la casa; vació medio botijo en una palangana y le adecentó adecuadamente, refrescándose y pensando en dar por acabada la jornada. Ahora se dispuso a comer un poco y tomar un vasito del vino de su cuñado Pepe. Mientras comía, recordó que nadie le había referido nada de la situación, que tanto le había preocupado la noche anterior -es verdad que sólo pudo hablar unos momentos con sus vecinos cercanos al río -Miguel y Josefa- y seguramente ellos no habían tenido oportunidad de enterarse de nada; seguro, que si hubiesen estado al corriente de los acontecimientos, se lo hubrían referido.

No quiso volver a pensar en ese asunto, porque se decía: que era mucho mejor desconocer tan malas noticias.

Cuando acabó de cenar y de tomarse el vasito de vino, cortó un trocito de queso de cabra, que estaba bien curado y lo saboreó a modo de postre, quedando satisfecho y un poco entristecido, al no tener a su familia a su lado.

Se propuso desde entonces hacer todo lo posible, para en el menor tiempo posible, ir a recogerlos y arrancar de nuevo allí, todos juntos.

Se salió al llano de la casa, cuando ya empezaba a oscurecer a pasos agigantados. Se sentó en el poyete de la entrada y sacando su petaca, lió un cigarrillo, que fumó tan apaciblemente, que empezó a darle sueño.

Apagó bien la colilla, entró en la vivienda, la atrancó por dentro -echándole el pestillo y poniéndole la tranca de madera a la otra hoja y se introdujo dentro de su chinchorro. Cuando se acostó, empezó a pensar en las tareas que tenía que hacer al día siguiente: recoger un poco de leña, para que el horno estuviese bien abastecido cuando María, dispusiese hacer el pan. Traer los cántaros llenos de agua de la fuente -no podía olvidarse del jarrillo, para recoger el agua de la poza y del colador- porque si no los llevaba, tendría que volver a por ellos. En breve espacio de tiempo, estaba traspuesto por los siete cielos de Marte.

CAPÍTULO VI

Frasco mejorando su finca

A la mañana siguiente, se levantó al ser de día, no había por los alrededores ningún gallo que cantase anunciando la madrugada de una mañana que se vislumbraba espléndida, pues aunque en el lagarillo de enfrente, más hacia el este, sí que había una buena piara de gallinas y varios gallos de vivos colores, como pudo comprobar más tarde, sus cánticos: no llegaban hasta la estancia donde se encontraba Frasco. Lo primero que hizo al bajarse del chinchorro, fue: tomar del botijo un buen trago de agua, la que notó, excesivamente fresca; posteriormente, desató el chinchorro, del extremo que tenía atado a la ventana y lo enrolló, sobre el otro extremo, de forma que no estuviese estorbando por en medio de la sala; tomó un par de manzanas, las limpió bien con la servilleta y se encaminó hacia la parte de atrás de la casa, donde estaba el mulo encerrado, lo cepilló un poco por encima de los lomos con un trozo de saco y le puso la jáquima, lo sacó a la calle -dejando la puerta de la cuadra abierta para que se orease con aires nuevos y se secasen los posibles orines que el animal había dejado sobre el suelo empedrado; lo llevó hasta el llano frontal de la fachada del lagarillo y lo ató en la anilla redonda que estaba entre la puerta principal y el quicio de la ventana; volteó el aparejo del animal y lo sacudió: apaleándolo con bastante cuido con una vara de acebuche que tenía a mano; cuando creyó que había soltado parte del polvo que lo impregnaba, empezó a poner -pieza a pieza- el aparejo sobre los lomo de Pajarito (al mulo desde este momento empezó a llamarle por este nombre; anteriormente nunca había pensado en designarle al animal ningún nombre); era un buen momento, -se dijo, a sí mismo internamente, sin pronunciar ni una sóla palabra- y pensó: a partir de ahora, tengo que procurar, que todo sea diferente, se avecinan tiempos muy difíciles y habré de ordenar -en todo lo posible- a toda mi familia para que con muchos pequeños esfuerzos y ordenamientos, hagan más llevaderos los sufrimientos que se avecinan. Pajarito, quedó finalmente bien cinchado y listo para recibir el serón sobre sus lomos, que amarró con una fina cuerda, entrecruzando en forma de X por los filos de la jalma del aparejo y cuando lo tuvo bien firme sobre el aparejo, le colocó los dos cántaros, uno dentro de cada capazo -no olvidó el jarrillo para llenarlos, ni el colador, para evitar que el agua -vertida para llenarlos- tuviese impurezas visibles. Tomó al mulo del cabestro y apoyándose con el pié izquierdo sobre el filo del poyete, se montó muy fácilmente sobre el serón, encima del animal y se encaminó por la vereda, que llevaba hacia el manantial, hacia el sureste; al llegar muy cerca de la cañada, de la afrontada de la casa, se desvió levemente hacia la derecha, en una pequeña cuesta, que le llevó hasta los pies de un gran sauce, bordeado por varias cornicabras, muchos jaramagos y un gran zarzal, que cubría parte de cuenca de aquella cañada, que siempre estaba fresca, gracias a la pequeña destilación de agua que, en todo momento, salía del pié del sauce.

Desde aquél manantial, donde se situaba la linde este de la heredad que había correspondido a su hermano Juan, se extendía una de las mejores viñas de la comarca -según él lo recordaba: era mucho más frondosa y, ahora podía comprobar que parte de la viña estaba perdida, aunque aún, permanecían muy bonitos y activos algunos de los frutales, que en su juventud habían plantado su hermano Juan y él, en compañía de su padre.

Bajó de Pajarito y mientras el animal bebía en la charca que se formaba a los pies del sauce, se sentó un buen rato al pié de aquél hermoso árbol de ramas caídas hasta el suelo, cubierto de helechos y verdín por todos sus laterales.

La paz era total en aquél ambiente y la saboreaba Frasco con especial énfasis, al tiempo que recordaba a los suyos, tan sólo interrumpida por los cantos de los mirlos saltando por entre los zarzales -expectantes a los movimientos del mulo y de su dueño-, de una pareja de ruiseñores -que estaban practicando sus cantos, cortejándose o retándose, desde la copa de un álamo blanco- y del sonar lejano de alguna piara de cabras, que con sus cencerras, hacían quebrar la paz y la monotonía de un hermoso día primaveral. Recordaba también, muchos de los aspectos de su juventud, cuando con sus padres y hermano, gozaban de la estabilidad perfecta, estaban muy bien unidos, como agricultores humildes, cultivando aquellas tierras duras, sabiéndoles sacar el pan de cada día.

Le vinieron al pensamiento los acontecimientos que se estaban desarrollando en la capital en los últimos días y anunciados con tanta preocupación por aquel locutor de radio. ¡Que diferencia, tan abismal existía!: si comparaba los tiempos de su juventud, cuando él y su hermano montaban algunas trampas para los conejos, en total libertad y, los tiempos que le esperaban a sus hijos, como para tener que estar siempre alertas, preocupados y en peligro de ser asaltados. Se decía con empeño, que en cuanto tuviese a toda su familia acoplada en estas tierras, dejaría de pensar en todos esos problemas. Él no lo entendía, ni les iban a representar ningún beneficio; hay cosas que el hombre no debe tratar -se decía, una y otra vez, mentalmente- ni debe perder su tiempo, si no las entiende y -se le hacían muy difíciles- por más empeño que él pudiese poner, nunca: llegaría a entender los desmanes que comete el hombre, sin provecho de los resultados. En cierta ocasión escuchó decir a su patrón -que era un hombre muy instruido: quizás el más instruido y buena persona, de todos los que llegó a conocer en su vida-, que: cuando el hombre hace daño, sin obtener hada a cambio, es que es un tonto, ignorante y estúpido y, cuando hace daño en beneficio personal o de los suyos, entonces es una mala persona, malvado, inhumano, pero listo y pillo.

Ahora pareciera que la mayoría de los hombres se habían vuelto tontos, ignorantes y estúpidos al servicio o serviles para fortalecer a los malvados, inhumanos, listos y pillos, que actuaban metidos en la política o en el Gobierno.

No se atrevió a profundizar mucho más en estos pensamientos, porque: ni entendía mucho de los comportamientos del hombre en circunstancias especiales, ni su instrucción alcanzaba a comprender esos temas de la política y del Gobierno.

Él sólo sabía trabajar de sol a sol, como lo había acostumbrado desde que era un niño y respetar a todos las demás personas, en un ámbito de cordialidad.

Siempre había visto, observado y se había criado; dentro de la honradez, el respeto y el trabajo, porque así se lo habían inculcado sus padres y era la norma común de conducta de la mayoría y la que, consideraba adecuada para transmitir a los suyos.

En ese aspecto, estaba muy contento de los comportamientos de sus hijas, para con los demás; eran muy perseverantes en sus tareas, muy aplicadas y obedecían sin rechistar. La madre había tenido mucho cuidado en eso y no les dejaba pasar una falta por alto, aunque también, debía reconocer, que las monjas habían colaborado en todo ello. El niño, aun estaba en su etapa de bebé y aunque se le veía un chaval muy despierto, activo en todos sus movimientos y observador de los mayores, a los que solía imitar con mucha frecuencia: llevaba similares enseñanzas.

Ahora empezó a sentir cierta preocupación de haber dejado a su familia en la casa de su cuñado Pepe, sobre todo al comprobar que la casa: había sido cuidada por su hermano y con poco esfuerzo: se habría podido habitar sin gran problema. Afortunadamente su hermano, había sido previsor en ese aspecto y ahí es donde le demostraba todo el cariño que sentía; bien es verdad, que nunca habían tenido ninguna riña y sus caracteres eran muy similares; quizás esa sea la suerte de vivir en el campo; aislados, en cierta forma de los avatares de los pueblos o las ciudades. Bien es verdad, que los avances, que se notan en las grandes poblaciones y las expectativas inmejorables en el trabajo y en los medios para llevarlos a cabo, son mucho más seductoras, pero en cambio, se pierde la relación familiar y muchas normas o costumbres, imprescindibles para una correcta convivencia. Creo que el hombre se debilita en sus valores, se vuelve más fiero, competidor y egoísta, cuando se agrupa en manadas; llega a desarrollar su astucia y tozudez, muchas veces en perjuicio de los demás y se dedica más al pillaje fácil, quizás: por sentirse más protegido al estar masificado y diluido en la masificación. Todas estas ideas pasaban por la mente de Frasco, mientras estaba relajado y con los ojos cerrados semi tumbado al pié del sauce y en la frescura que irradiaba el pequeño manantial, cuando sintió unos ligeros ruidos, que poco a poco se fueron incrementando en intensidad, hasta que llegó a reconocer, como eran, las pisadas de una bestia, que se acercaba por el caminito, dirigiéndose hacia la poza de agua. Se incorporó y entre las ramas de algunos olivos, que se asentaban en los taludes de unas viejas tablas del huerto, pudo distinguir a su hermano Juan, que venía montado sobre un mulo y se dirigía a donde él estaba. A su llegada a la altura, donde él estaba, bajó del mulo y los dos hermanos se abrazaron y se estrecharon la mano derecha, que mantuvieron un largo rato apretada. La emoción en ambos era manifiesta y sincera. Hacía más de dos años que no se veían; la última ocasión fue: cuando Juan estuvo de visita en su casa de Jarazmín, para comunicarle los resultados de su herencia y se quedó a pasar la noche, ya que no alcanzaría a tomar de nuevo el corsario para volverse al pueblo. Nunca habían tenido recelos o desavenencias los dos hermanos y siempre se les notaba: que el uno procuraba el bien del otro y viceversa; por lo que tampoco tuvieron dudas en la repartición de los bienes de sus padres fallecidos.

Desde que Frasco se marchó a la costa para hacerse cargo de su nuevo trabajo, su hermano Juan, se quedó viviendo en el lagar, pero al poco tiempo, como era un hombre soltero y sin familia allegada, se trasladó al pueblo, donde alquiló una pequeña vivienda para tener algo más de comodidad y aunque frecuentaba diariamente el campo y lo cuidaba con esmero, era raro que se quedase a dormir por la noche, aunque tenía toda la casa bien instalada, con los enseres de sus padres, que vivieron permanentemente en aquella casa.

Hacía algún tiempo que estaba pretendiendo a Frasquita -una mujer solterona, como él-; quién también había perdido a sus padres, a los que cuidó, hasta que murieron ambos. Era muy remisa a formar pareja, pero no lo espantaba de su lado, considerándose ambos muy buenos amigos, sin haber llegado nunca al contacto físico, más comprometido. Ambos se protegían, se comunicaban sus cosas más personales, como si fuesen seres de la misma camada e incluso se apoyaban en las temporadas de recolección de los frutos del campo, pues ella también había heredado de sus padres otra muy parecida propiedad en un lugar más cercano al pueblo, denominado de las Chamizas.

Ella, había atravesado por similares circunstancias, al haberse dedicado al cuidado de sus padres -ya mayores-, y cuando ellos murieron, se conformaba, pensando: que se le había pasado las fechas de mocear y mucho menos las de admitir pareja, para rehacer la vida en común. Estaban en un desdén continuo, por falta de decisión. Juan, tampoco era capaz de coger el impulso suficiente, para tomar la determinación de un casamiento, aunque éste no se desalentaba y trataba de conseguirla, con ese pensamiento entre ceja y ceja: siempre estaba dispuesto a estar presente por los lugares que ella frecuentaba y era una de las razones, para dar de mano -en el trabajo- antes de lo previsto, con objeto de estar temprano en el pueblo para hacer por verla o visitarla.

Lo cierto es que los dos hermanos, siempre se habían querido y respetado, sin dar cabida a ningún tipo de dudas o mala intención hacia el otro -que es como suelen llegar las desavenencias entre hermanos y familiares-; Juan -que era el mayor de los dos- había estado en la costa para que su hermano le informase de la parte del lagar, que más podría interesarle y Frasco, después de insistirle varias veces, con que: a él le parecería bien cualquier partición que Juan llevase a cabo; ambos terminaron por acordar: que Juan dividiría la casa en dos mitades -lo más parecidas posibles- y desde la casa, que se encontraba -prácticamente en la línea medianera o mediatriz de la finca, pondría unos mojones encalados para que su división fuese lo más proporcional posible. Posteriormente -ellos por carta-: confirmarían su reparto y puesto que Juan se dedicaría a dividir físicamente el terreno y la casa por su mitad; sería Frasco el primero en escoger la parte que mejor pudiera interesarle. De esa forma, ambos aceptaría la división y no habría problemas de futuro.

Sin ningún contratiempo, llevaron a cabo su reparto y como Frasco estaba ausente en la costa y no podía cuidar la finca; fue su hermano Juan, quien estuvo cuidando la parte de su hermano con la misma dedicación, que daba a la parte suya, aunque, para nada, lo tenia advertido a su hermano, a pesar de que se habían carteado frecuentemente. Ahora que se encontraron nuevamente, después del saludo efusivo y de las preguntas pertinentes sobre la familia de Frasco; Juan, le expuso de una forma somera, la mayoría de los avatares y cuidados que había hecho sobre la propiedad de su hermano. Allí mismo le dio cuenta de los rendimientos y gastos que había tenido la finca en su conjunto y sacando su cartera, quiso entregarle a Frasco los rendimientos de ese par de años, desde que se llevó a cabo la herencia, pero éste no quiso admitir el dinero que le ofrecía Juan –producto del rendimiento de su parte- y le agradeció toda la dedicación y esmero que había puesto, para conserva su parte en tan buen estado, como había comprobado, que se encontraba.

De cualquier forma, Frasco sabía que su hermano estaba volcado con beneficiar todo lo de él y especialmente a su familia, teniendo especial debilidad por los sobrinos. Aquel día ambos hermanos estuvieron dedicados a las tareas más perentorias de la finca; almorzaron juntos y aquella tarde Juan no volvió al pueblo, dedicándole a su hermano toda la actividad que podía desarrollar y comentando muchas de las tareas que debían emprender. Entre las muchas cosas de las que hablaron, surgió el tema de los acontecimientos políticos de los últimos días, con la proclamación de la II República.

Juan estaba mucho más informado de los temas y acontecimientos que Frasco; quizás: por no haberse mantenido tan aislado y sentir -en muchas ocasiones- la necesidad de saber, con más detalle, de cómo se desarrollaban los acontecimientos. Juan le comentaba a su hermano, que ahora que él volvía al campo con su familia, también él pensaba volverse y dejar la vivienda alquilada que tenía en Colmenar. Estarían los dos más compenetrados para hacer las labores en conjunto, ahorrando mucho más tiempo, el único problema es que resultaría un obstáculo para su mujer. María tendría otro comensal a la mesa y mucha más ropa que cuidar (lavar y coser); pero Frasco le comentó: huelga que digas eso, sabes que mi María no pondrá ningún inconveniente en cuidarte y arreglar tus cosas, además los niños estarán encantado de que convivas con nosotros.

Una vez aclarados ese pequeño asunto, Juan, siguió comentándole a su hermano: que la situación en el pueblo se iba deteriorando a pasos agigantados y él estaba muy contento de que se hubiesen vuelto para el lagarillo y con ello: él, podría vivir con todos ellos; porque al igual que estaba ocurriendo en la ciudad y parece ser, que en todos los pueblos está ocurriendo igual: se había extendido un malestar y enfrentamiento entre los obreros y los patronos; en los bares no se habla de otra cosa y la gente anda sobresaltada, los terratenientes más poderosos, no se atreven a salir a la calle; muchos individuos se están armando y no es raro el que ya: sale a la calle, con la escopeta colgada del hombro. Allí también se comenta -yo lo escuché antes de anoche en la barbería: que lo mismo está ocurriendo por los otros pueblos vecinos de los alrededores; dejando las gentes de trabajar y, los señoritos asustados, ni siquiera: se atreven a salir por las mañanas de madrugada a la plaza, para contratar gente obrera, que vayan a recoger sus cosechas. Todo el mundo está aplazando la siega y hay muy pocos barbechos hechos.

Los obreros pululan por las tabernas y los ventorros del pueblo, tratando de hacer causa común, con la idea de que pronto van a darles los campos de algunos terratenientes y hasta llegan a entablar discusiones serias, sobre las apetencias de unos o de otros y en qué condiciones se harían los repartos. En la barbería el tema continúo, son los hechos y sucesos que están haciendo esos locos de la capital, que andan quemando las iglesias, los conventos y todo lo suene o huela a religiosidad. Creo que en muy poco tiempo, no vamos a estar seguros ni aquí en la finca, que se encuentra tan apartada de todos los follones.

Bueno Juan, yo creo que lo mejor, será: no pensar en los tiempos malos, que se nos avecinan y dedicarle todos nuestros esfuerzos y empeño a procurar vivir aquí, lo mejor posible, sin meternos nosotros en esos follones. Yo creo que: toda esta fiebre pasará pronto y volverá alguna tranquilidad, orden y tolerancia, cuando menos nos lo esperemos; desde luego que habrá que estar con un ojo bien avizor, porque al ritmo que llevan las cosas: en el campo, ni en las casas, quedará nada seguro, porque son muchos los desmanes y poca la gente que se dedica a trabajar. Esta locura tiene que pasar y pagando una gran factura por ello, como pasan las enfermedades -siendo ésta voluntaria-, si no es que nos mata, antes de encontrar el remedio para sanarnos. Yo me he anticipado para venir a arreglar la casa un poco y he dejado a la familia en la casa de mí cuñado Pepe -allí en la Encinillas-, pensando que tendría que adaptar un poco la vivienda, pero he visto que tú te has ocupado de todo, hasta me la has dejado limpia; si llego a saberlo, me hubiera traído al día siguiente, como tenía pensado, a todos ellos.

Mañana mismo me vuelvo para recogerlos, porque estoy que no vivo separado de ellos; lo que si me haría falta, es que: tú me ayudes con el mulo a traer las cosas, desde los Lagares de Galán, porque como los traigo en una carreta, que me están guardando Enrique en la Casilla del Lince, los podré acercar tirando de ella con el mulo, hasta lo alto de la Cuesta de Chaparro, pero a partir de ahí, sólo hay un camino de herradura; pienso que no habrá otro sitio más cerca, por donde pueda entrar la carreta. Si no traes muchas cosas en la carreta -le contestó Juan- bien podríamos dar un par de viajes con los dos mulos y dejabas la carreta allí, porque el camino desde el pueblo hacia Solano, no está totalmente transitable para una carreta; tiene tramos, por los que podría circular, pero hay muchas piedras y tropezones, que no harían fácil el camino y seguro que nos quedaríamos arriados en las primeras curvas del Convento. De todas formas, yo te aconsejaría, que para cuando vuelvas, si como me dices, vas a volverte mañana; deberías volverte por Colmenar y hacer el recorrido de ida, como el que traerías, si te vinieses con la carreta: así podrás comprobar con tus propios ojos las dificultades que te encontrarías, de tomar ese camino. Si quieres -le dijo Juan a su hermano-: esta misma tarde, nos marchamos para el pueblo, nos quedamos en mi casa y mañana temprano salimos para las Encinillas; yo me llevo el mulo, por si, resultase más conveniente venirse por los montes del lagar de Lo Rute o de la Justa, para -una vez llegados al río- subir por Lo Minijo hacia la Cuesta de Jardarín o hacia las Guájaras. Ese recorrido, también nos servirá, para ver cómo se están desarrollando los acontecimientos en el pueblo y en la carretera, que tu trajiste viniendo de Málaga, por la Cuesta de la Reina; te aseguro: que debe tener bastante movimiento de gente, escapando de la ciudad.

No son fáciles los tiempos que se nos avecinan y te aseguro, que: será mucho mejor para todos nosotros, estar bien informado de lo que está ocurriendo, para que no nos cojan las cosas de sorpresa y evitar cualquier lio posterior; no se puede esconder la cabeza bajo el ala. Siempre se ha dicho que un hombre precavido: vale por dos; y, creo que nos va a costar muy poco más esfuerzo, llegar a las Encinillas por un sitio, que por el otro.

CAPÍTULO VII

Ambos hermanos se ponen en marcha

Allí bajo el sauce, se les había ido media mañana y mientras ellos estaban en este tipo de plática, los mulos habían repasado los cuatro taludes del huerto, careando las hierbas que más les apetecían y ya: se encontraban muy cerca del camino principal; entonces acordaron que Frasco fuese llenando los dos cántaros de agua, mientras Juna iba a recoger a los dos mulos, que parecían también hermanados. Bajo el chorro de agua del manantial, entraba algo tumbado un cántaro, por lo que Frasco, le quitó el tapón a uno de ellos, le colocó el colador, a forma de sombrerete en la bocana y lo tumbó ligeramente hacia el interior del sauce, para que de esta forma se fuese llenando el cántaro; en breves momentos estuvo casi lleno y puso al otro, como había hecho con el primero; finalmente los colocó totalmente vertical y fue llenando el cacillo bajo el chorro y pasándolo por el colador, hasta que llenó completamente los cántaros, los tapó firmemente y los alejó un par de metros hasta terrenos secos, para que fuesen escurriendo y no le mojasen luego los capazos, cuando estuviesen dentro del serón.

Llegó Juan con los mulos y colocaron cada uno de los cántaros dentro del serón, no tuvo, ni que amarrarlos, porque entraron perfectamente firmes dentro de cada capazo. Uno tras el otro se fueron en fila camino de la casa, a la llegada: amarraron en las argollas las dos bestias y colocaron los cántaros en sus correspondientes huecos dentro de la cantarera. Ya hacía calor para emprender cualquier faena y a pesar de ello, no habían previsto nada especial, así que lo mejor que hicieron y se lo comunicaron uno al otro, fue sacar la mesa al llano de la puerta, poner al botijo en medio de la tarima y acercaron un par de sillas, para continuar la plática lo más cómodamente posible. Frasco le comunicó y explicó a su hermano, la idea que tenía, de hacer una bocamina -en la olla- detrás de los tres olivos verdiales.

Allí, él calculaba, que: podría dar con agua con cierta facilidad y estaría mucho más cerca de las casas, donde ellos pensaban habitar de nuevo. Sí, le contestó Juan; pero yo creo, que el mejor sitio: sigue siendo el manantial del Sauce, pues allí hay un sitio, algo más arriba de donde sale el chorrito, donde se ve, como una rocalla de pizarra azul ( de reaní) y si consiguiéramos hacer un buen pozo o una mina, que llegase hasta la parte de atrás, seguro que encontraríamos -por lo menos- el doble del agua de la que: ahora mana en la cepa del sauce; además están las tablas del huerto hechas por debajo, con lo que podríamos fácilmente regar las hortalizas, que pusiéramos allí; en cambio, si empezamos una bocamina donde tú dices: muy probablemente tengamos menos agua, aunque está más cerca, pero tendríamos, que cavar mucho para hacer las tablas de huerto, que ya tenemos hechas mas abajo del chorro del sauce.

Para salir de dudas, podemos hacer un buen intento de sacar agua ahí donde dices, pero si no lo vemos claro, nos trasladamos, donde yo te indico.

Allí tenemos seguro el manantial y podemos ampliar mucho más su caudal, muy posiblemente, hasta con menor esfuerzo, pero sobre todo y lo más importante, es: que tiene: tres o cuatro tablas de huerto hechas y en buenas condiciones.

Si tienes razón, ese es el mejor lugar y en cuanto traigamos a mi familia a vivir aquí, nos pondremos mano a la obra, porque de inmediato hay que empezar: por poner en marcha, la producción de una buena tabla de hortalizas, que siempre es el sustento principal de la casa, junto con la matanza de algún cerdo, que habrá que preparar para el próximo invierno. Un par de cerdos -dijo Juan- hay que buscar, para que se vayan engordando para finales del año y vayan aprovechando todos los restos de hortalizas, chumbos, higos, afrechos, restos de comidas, etc.

Las corraletas, están bien y no hay que prepararles ninguna reforma; pueden albergar dos o tres cerdos, sin ningunas estrecheces.

También habrá que preparar un buen gallinero donde María se entretenga y saque buenas nidadas, además de los huevos necesarios para la casa.

Entre tanto, se les hizo la hora de comer algo, como almuerzo; Frasco entró a la casa y sacó los utensilios necesarios para hacer una buena pipi rana, que fue preparando en una de las fuentes de graná, que María le había puesto junto con los utensilios de la cocina. Lavó superficialmente la fuente con un chorro de agua que volcó del botijo y seguidamente: limpió una cebolla, dos pimientos, dos tomates y un pepino, los lavó dentro de la fuente y los apartó en un extremo de la mesa, dejó unos momentos escurrir el hermoso plato -con filigranas azules por los bordes y una gran granada pintada en el centro- y volvió a la casa, para traer consigo, los ingredientes de sazonar las hortalizas: la sal, el vinagre y el aceite de oliva; picó una cebolla en trocitos pequeños dentro de la fuente, tres dientes de ajos, después procedió de igual forma con los dos pimientos, con los tomates y con el pepino; agregó como una cucharada de sal, un buen chorreón de vinagre de vino y otro más gran de aceite; luego lo removió todo dentro de la fuente con la cuchara de madera. Sacó un buen frasco de cristal que contenía los chorizos fritos en aceite, extrajo de la talega el pan cateto, que ya había comenzado el día anterior y puso el gran queso de cabra sobre la tarima de la mesa. Mientras tanto Juan fue y sacó su talega que venía en el fondo del serón de su mulo y la colocó encima de la tarima.

Ambos hombres soltaron a las bestias, para que fuesen careando por los ruedos de la casa, previamente les habían sacado los aparejos, que colocaron juntos en el llano de la casa boca arriba, para que se oreasen.

Habían ocupado sus respectivos sitios, alrededor de la mesa y mientras Juan destorcía su talega, para sacar sus viandas, Frasco fue al interior de la casa para traerse la botella de vino, que le había echado su María del vino de su hermano Pepe y, la puso sobre la mesa, junto con un vaso de cristal, que llenó hasta el borde. Juan también traía queso, una tortilla de patatas, que él mismo se había confeccionado la noche anterior, dos naranjas y algunos huevos cocidos. Sin cortedad alguna, ambos comensales, tomaron de aquello que más les apetecía, sin tener en cuenta de quién provenía y mientras iban dando buena cuenta de parte de la comida, se hacían mutuamente preguntas, especialmente referentes a los acontecimientos acaecidos durante la ausencia de Frasco, como por ejemplo, las personas conocidas que habían muerto, los casamientos que se habían contraído entre los conocidos de la zona y algunas cosas y hechos sociales de aquella zona. Juan se interesaba mucho por el trabajo, que había desarrollado su hermano y la calidad de las gentes, que él conocía por aquel entorno; poco, pero bien, siempre le contaba Frasco de su larga estancia, fuera del terreno. Y fue Frasco el que intentó profundizar más en temas personales, dirigiéndole a su hermano Juan, casi de sopetón, lo siguiente: ¿y tú, como andas de amoríos…; es que no te piensas recoger nunca; seguro que algo habrá por ahí escondido…?. No, le contestó Juan, hay mucho trabajo aquí en la finca y, aunque me fui al pueblo, para tratar de conseguirme una mujer, que me cuide, no consigo lo que quiero, porque estoy detrás de la Frasquita, sí, la hija de aquel que era muy amigo de nuestro padre y medio pariente de nuestra madre -le aclaró Juan-: también le comentó sincera y ampliamente sobre su amistad y, del cortejo que venía haciéndole desde algún tiempo a esta parte; pero a la hija solterona-vieja de su conocido Sebastián -aquél que era medio pariente de su madre -según ella misma decía, cuando lo refería y que, se había quedado sóla, como él: no tenía ningún deseo de unirse a ningún hombre, pues con frecuencia decía, que: había terminado hasta el pelo de soportar a su padre, cuando estaba en vida. Ambos habían llegado a ser buenos amigos, pero nada más, porque ella no quería comprometerse con nadie y a él le faltaban agallas para llevarla al altar; ahora menos que nunca, tal y como se estaban poniendo las cosas. Ella también se ha quedado sóla, pero es una mujer bastante triste y no quiere compromisos de ningún tipo, dice que su tiempo ya pasó, que se le fueron las ganas y terminó bastante harta de cuidar a sus padres y no quiere echarse ninguna obligación. Era muy repetitivo Juan, cuando se refería a las relaciones con Frasquita, porque de alguna forma, quería echarle toda la responsabilidad a ella, del fracaso de su estancamiento sentimental.

Hablaba con ella de vez en cuando, pero no se atrevía a liarse la manta a la cabeza o decirle: conmigo, pan y cebolla; pero esta realidad, no llegaba, ni tan siquiera, a insinuárselas a su hermano Frasco. Y continuaba diciéndole: muy posiblemente se anime más, ahora que vosotros os vais a establecer aquí y con todos los problemas, que se están presentando en el pueblo, con estas últimas revoluciones, es muy posible que se decida y, si esto se arregla un poco, hasta la convenceré para que se case conmigo; nos vendríamos a vivir también aquí. Sea como fuere, yo desde luego voy a dejar el pueblo y la casa en alquiler, que tengo allí y me estableceré definitivamente aquí. Cuando se aplacó algo el calor, acordaron recoger un canasto de caña para llenarlo de brevas, que ahora estaban en su punto, con objeto de llevarlas al hermano de su mujer para la familia; en poco tiempo llenaron el canasto.

Frasco, volvió a repetirle a su hermano: que como él había cuidado mucho de todas sus cosas, ahora no encontraba mucha tarea por hacer, así que este primer día, casi se lo habían tomado de descanso total, pero también era necesario para ellos dos, recuperar un poco el tiempo perdido por la ausencia y la distancia.

Ya habrá tiempo suficiente para llevar a cabo las tareas del campo, le dijo su hermano Juan; lo importante, es que: te traigas cuanto antes aquí a todos los tuyos, por lo menos estaremos más unidos y nos cuidaremos mejor.

Allí, sentados al fresco de la recacha, que hacía la sombra de la casa y donde siempre soplaba una ligera brisa, que en las ocasiones propicias, les servía para aventar las parvas de mies, que recolectaban en las cosechas del verano, pasaron toda la tarde: ideando algunas faenas para realizar en la finca, relatos que les habían sucedido a algunos vecinos y algunas cosas personales de ambos. Estaban a punto de ser las seis de la tarde, cuando acordaron recoger las cosas y tomar los mulos para encaminarse hacia el pueblo, donde podrían averiguar como se estaban desarrollando las cosas y se quedarían a dormir en la casa de Juan.

Así lo hicieron: se ocuparon de recoger todas las cosas y de colocarlas en buen sitio, lejos del alcance de cualquier animalillo, que pudiera tener ocasión de alcanzarlas, por tal motivo, todo lo comestible, fue a parar dentro de un canasto que Frasco colgó del techo y sólo estaba unido al asa por un alambre fino y liso cuya punta terminaba enganchada en una alcayata, clavada en una de las vigas. Solamente los insectos voladores, tendrían oportunidad de acceder al canasto, pero como éste estaba muy bien tapado, con un buen trapo, no les sería fácil introducirse dentro de los contenidos. Cuando todo estuvo recogido, a satisfacción de ambos, recogieron a los mulos y los aparejaron -sacudiendo, como siempre lo hacían, las partes internas del aparejo, para que éste soltase los pelos y las impurezas formadas con los sudores de los animales, con los esfuerzos realizados anteriormente-. Frasco colocó el canasto de las brevas en uno de los capazos del serón y en el otro metió al botijo, lleno de agua; cerraron bien las dos viviendas y repasaron el entorno, hasta comprobar que no se quedaba nada de los útiles, fuera de la casa. Entonces cada cual saltó sobre su mulo, se espatarraron sobre los aparejos y emprendieron el camino en dirección al pueblo.

Cuando iban llegando a la vertiente aledaña de la finca vecina, se encontraron al dueño de aquella propiedad, que venía de dar de beber a unos tres o cuatro becerros, dos mulos y un burro y ya los llevaba para meterlos en los corrales, que tenía acondicionados frente a la casa; estuvieron hablando -después de los consabidos saludos- un buen rato, especialmente de que Frasco había decidido venirse a vivir a su finca permanentemente con toda la familia.

Este vecino, se interesó por toda la familia y hasta preguntó por el número de hijos que tenía Frasco, al que llevaba muchos años sin verle. Haz hecho bien de venirse. El vecino Antonio, le dijo: que se enteró de su casamiento, con una muchacha de Maz Mullar (Comares), para irse de Guarda o Encargado a una finca de los alrededores de Málaga, para llevar un cortijo de un patrón bastante importante.

Frasco y Juan mantuvieron un excelente diálogo, sobre toda la familia, sobre los campos, información sobre sus cosas personales, pero para nada salieron a relucir los acontecimientos, que debían estarse dando en la capital.

El tiempo se les echaba encima dijeron y quedaron para ayudarse mutuamente, en el momento que cualquiera de ellos los necesitase.

Se despidieron y prosiguieron la marcha y fueron bajando un poco más hasta llegar al centro de la cañada, donde había un buen manantial de agua fresca, denominada la Fuente de la Teja- porque en aquella misma cañada habían recogido las aguas del manantial -que daba muy buen rendimiento-, porque ya habían llevado a cabo la mina que recogía casi todo el manantial desde sus raíces y estaba encauzado para que diese un buen chorro de agua desde una teja morisca, que a su vez caía sobre unas piletas donde iban a beber la mayoría de los animales de la zona. Allí dejaron beber a los dos mulos todo el tiempo que quisieron y ellos mismos bajaron de sus aparejos y bebieron debajo de la teja. Al pasar junto a la casa del -saludado vecino Antonio, momentos antes- situada unos cien metros más arriba de la siguiente vertiente; la mujer de éste, también les saludó -alzando el brazo, con tal intención- al tiempo que deba de comer a una buena piara de gallinas, pollos y pavos, que acudían raudos y en tropel a las grandes almorzadas de grano -posiblemente trigo- que desparramaba sobre el llano de la casa; el contenido del medio cubo de cinc -seguramente una media cuartilla de granos de trigo- quedó esparcido por todo el llano. Aún no se había traspuesto el sol, cuando llegaron a la parte baja de la cuesta de Chaparro, que tendría unos 500 ó 600 metros de pendiente, algo pronunciada, pero como iban montados cada uno en su propio mulo y estos no iban cargados, ellos no notaron el esfuerzo y los animales iban subiendo con bastante facilidad.

Cuando llegaron a la parte alta de la cuesta, todo el camino se ensanchaba bastante -casi al triple, del que traían-, pues a la derecha se desviaba un tramo que iba hacia Solano, otro que penetraba -casi de frente- seguía hacia las Piletas y el que torcía hacia la izquierda -era el principal- que se encaminaba hacia el pueblo.

Estos caminos, aún no eran transitables para vehículos de ruedas con tiro o a motor, (quizás para alguna bicicleta, hubiese sido posible) pues aunque -en algunos tramos- era suficientemente ancho, en otros no daba paso suficiente y sólo era utilizado por los peatones o las bestias y animales de pezuñas. En tres o cuatro ocasiones se cruzaron con personas y animales, que venían del pueblo y se correspondían con saludos, a la usanza.

Mucho más adelantados, que ellos: iban un grupo de unas cuatro personas, a pié, pero la distancia de separación, entre ambas comitivas, era bastante considerable, por lo que, no llegarían nunca a darles alcance, manteniendo el paso que llevaban. Cuando ya llegaban a la entrada del pueblo, por la parte, que se bifurcaba el camino, hacia la calle que Sube, el camino del Cementerio y el de la Ermita de la Patrona -la Santísima Virgen de la Candelaria-, el piso ya si era transitable para cualquier tipo de vehículo. Juan se bajó del mulo y Frasco lo siguió: entraron a pié por la calle que Sube, pendiente abajo, hasta llegar a las Pizarrillas, allí se desviaron hacia una calle perpendicular de la izquierda, que los llevó de nuevo a las afueras del pueblo y entraron por un corral, que tenía la puerta semiabierta, atrancada con un palo, pero que Juan, muy fácilmente pudo quitar y con ello abrir la puerta- de par en par- por la entraron a un gran patio, algo inclinado hacia el campo abierto. Bueno ya estamos en casa, dijo Juan a su hermano, y empezó a quitar el aparejo a su mulo, lo mismo fue haciendo Frasco y los fueron colocando sobre sendas estacas grandes, que estaban clavadas en la pared de la casa.

Metieron a cada mulo en una de las cuadras, por separado, pues había un par de dependencias de cuadras más -seguramente, en alguna ocasión el lugar era el dormitorio, por lo menos para tres o cuatro yuntas de bestias.

Les echaron un pienso de paja de trigo mezclada con una alpaca de veza, que fueron extendiendo por el pesebre, de forma que los animales, no pudiesen tirarlos fácilmente al suelo. Atrancaron las cuadras y el portón trasero del patio y se subieron por las escaleras interiores de la casa, hasta llegar a la cocina, donde soltaron todo lo que traían: botijo, canasto de las brevas, comida, la botella media de vino y algo de pan. Debajo de las escaleras estaba la cantarera, con dos cantaros, por delante se subía a la parte superior -donde estaban las cámaras, donde normalmente se guardaban algunas cosas de las cosechas anteriores-: Vertieron agua en una palangana, que estaba situada sobre una repisa y se estuvieron lavando en ella progresivamente, el agua la fueron extrayendo de una orza el agua con un jarro y no de los cántaros, que según manifestó Juan: estaban vacios; cuando terminaron de asearse, dieron una vuelta por el pueblo, llegándose a la barbería, que es donde ellos creían que, podrían informarse sobre las últimas noticias de las revueltas de la capital. Frasco quiso afeitarse, pues tenía la barba de dos días y con esa excusa entraron en el establecimiento, procurando recabar más información de los acontecimientos. A esa hora de la tarde, ya empezaba a estar concurrida y en breve estaría de bote en bote -cuando anocheciera completamente-; la barbería: tardó mucho menos en estar -a rebosar, como vulgarmente se dice-; no había terminado el barbero con el cliente que tenía en el sillón, cuando ellos llegaron, y se le llenó a topo la estancia; todo el mundo iba buscando la misma información: las últimas noticias, que se sabían, sobre las quemas de las iglesias, de los conventos y de otras muchas propiedades de la Iglesia Católica, de los monárquicos, de los ricos, de los beatos o allegados al clero -fuesen laicos o seglares-; todos: estaban sorprendidos de dichas actuaciones y, muchos que se habían considerado -hasta entonces- sus propios amigos y vecinos, se comportaban como enemigos acérrimos. Uno de los que allí estaba, esperando, que le llegase el turno, para pelarse, comentaba, que: había estado temprano en la capital y aquello parecía un infierno; la gente andaba desmadrada y sin control, no sólo atentando, sobre todo aquello de los curas, monjas y otros muchos anti-republicanos, sino que, mucha gente se estaba ocupando de hacer: pillerías en los comercios, almacenes o tiendas, que aunque estaban cerradas, rompían las puertas y las saquean sin miramientos. Nosotros íbamos tres del pueblo y dos que se subieron al coche en la Venta de la Nada -siguió diciendo- pero cuando vimos el trajín, que se traían, la mayoría de los individuos, dispusimos de volvernos para el pueblo, temiendo vernos metido en algún lío, sin comerlo ni beberlo y os puedo decir: que nos vimos negros para salir.

En la barbería, no se hablaba de otro tema y muchos de los allí presentes, parecían alegrase de aquella especie de revolución, que según ellos, iba a cambiar todo; decían, que: a la tortilla, se le iba a dar la vuelta, como asegurando que los ricos de antes, pasarían a ser los pobres a partir de ahora y, que todas las tierras, las riquezas y bienes de cualquier tipo de los poderosos: iban a ser administradas por un comité nombrado al efecto, desde el Ayuntamiento.

También decían que muchos de los ricachones, se habían encerrado en sus casas, -cagados del miedo- que les había entrado con la llegada de la II República. Efectivamente, cuando bajábamos hacia la barbería, que estaba en la zona conocida, como la pescadería, muchas casas de las familias más importantes de entonces, permanecían cerradas y sin que se observara ninguna luz en su interior.

Ya en la barbería: el barbero no daba abastos para atender a tantos clientes, como se le presentaban a aquellas horas y todos éramos -más o menos- curiosos, tratando de buscar información de los acontecimientos, que se estaban desarrollando -dentro y fuera del pueblo- desde que se proclamó la II República. Uno de los que estaban presentes, esperando su turno, y seguramente de los mejor informados o más instruido en la materia, decía que: en Madrid, ya están preparando los republicanos, que se vaya pronto el Rey de cualquier territorio español y esperan, que lo haga desde la Base Naval de Cartagena en poco tiempo. Mucha gente está continuamente en las calles esperando ese acontecimiento para abuchearlo y está entusiasmada proclamando la II República, recién instalada por todo el territorio nacional y con muchísima alegría; es que no se puede estar tanto tiempo manipulando al pueblo -decía-; es hora de que: los poderosos sin corazón, ni escrúpulos: paguen caro todo nuestro sudor y avasallamiento, durante tantos años -manifestó otro de los presentes en la barbería- echando su gorra por alto, que rebotó en el techo y cayó muy cerca del barbero, donde éste estaba atareado en afeitar a otro pueblerino. -Señores -gritó el barbero-: hagan el favor de aguantar sus alegrías, porque me van a llevar a cortar a alguien. Los cinco o seis más adelantados y cercanos al barbero, seguramente entendieron la petición que acababa de formular, pero el resto, unos ocho, que ocupaban hasta el escalón de entrada a la barbería, no entendieron, ni media palabra. Todos comprendían, sin embargo, aunque no lo manifestasen exteriormente, que: en este desorden incontrolable, como el que, también se estaba dando en la barbería, poco iban a avanzar en el bienestar social; se veía a las claras, que dentro de cada uno de estos hombres: florecía un intento de revancha social, en contra de las penalidades diarias, que tenían que soportar para vivir, en el servilismo laboral al que estaban sometidos y que se manifestaba abiertamente hacia la intolerancia de los regímenes políticos anteriores, a la monarquía, y a todas aquellas opresiones sobre la mano obrera, que había sufrido nuestro país, hasta entonces y durante tantos años, en beneficio de los poderosos, los políticos y los religiosos. Tanto se estaban caldeando los ánimos dentro de la barbería, que Juan y Frasco, tomaron la determinación de volverse para la casa, tomar algún, tente en pié y oír un rato la radio, que tenía instalada Juan en su casa, al lado del camastro.

No tuvieron ocasión, ni de acercarse al barbero, para manifestarle sus deseos de volver en otra ocasión, que hubiese menos gentes, al estar tan abarrotada la sala. Poco antes de llegar a su casa, acordaron entrar en la casa de un vecino -pequeño cosechero particular de vino- que además de hacerse el suyo propio, expedía alguno en su propia casa por vasos sueltos o por compromiso en medias cuartillas. Aquellos vasos deberían tener alrededor de 250 cm3 y con uno de ellos, seguro que iba uno bien servido o al menos, para poder alcanzar un sueño feliz. Cada vaso, costaba un real y en muchas ocasiones servían un platillo pequeño de aceitunas verdes, partidas y aliñadas, claro que: cuando se acaba la orza grande que preparaba el dueño, dejaban de ponerlas como aperitivo, pero no bajaban el precio. Entraron en la gran sala y alrededor de una gran mesa redonda, con hule, se habían situado -con anterioridad a ellos- unos tres o cuatro vecinos más, que estaban tomando sus respectivos vasos. El dueño de la casa, los atendió sirviéndoles sus correspondientes vasos y un platillo de aceitunas aliñadas, al tiempo que les comentaba a los recién llegados: ya me quedan pocas, pero aún están buenas y duras. Resultaba, que el dueño de la mini taberna casera, tenía una de las mejores viñas de la zona, por donde estaban situadas las tierras de rozas de Juan y Frasco y los conocía desde pequeños, por éstos tenían que pasar por el camino que atravesaba sus viñas, cada vez que disponían de ir al pueblo o volver de él. Cuando ambos entraron, los saludó con sincera amistad y sentimiento; preguntó a Frasco por su familia y por los hijos que tenía, pues hacía años que no había tenido ocasión de saludarlo; ambos se comentaron algunas de las incidencias familiares y posteriormente a servirles el vino y las aceitunas; aprovechando que los otros clientes, se habían marchado, apareció con una mediana fuente de loza blanca con unos caracoles caldosos, guisados con bastante picante, un trozo de pan y tres o cuatro palillos de dientes. Esto es cortesía de la casa, para que os acostéis con algo caliente en el cuerpo: dijo Blas -que así se llamaba el vecino-. Bueno Frasco -le dijo- : dirigiéndole de nuevo la palabra; ¿cómo te va por esas costas..; entonces Frasco, le comentó algunos de los aspectos, otros se los reservó, pensando que no venían al caso y finalmente, terminó por comentarle que se iba a quedar en sus propias tierras, con toda la familia o al menos hasta que criasen sus cuatro hijos, porque pensaba: que los tiempos venideros, se avecinaban bastante difíciles. Era el único motivo, que le había obligado a dejar el trabajo de la costa, donde estaba muy bien mirado y sus niñas, asistiendo a un muy buen colegio de pago. Haz hecho lo justo, con venirte a tu campo, la cosa se está poniendo muy complicada y aquél que tiene una familia, como la tuya, se debe por entero a mirar por su bienestar, hasta llegar a criarlos, por lo menos; pero la cosa, no está, nada bien, y lo que ahora nos estamos tomando a la ligera y sin grande responsabilidad, nos llegará a pesar muchísimos años. Yo a mi edad, les dijo Blas, no me preocupo mucho por mí, pero tengo hijos y nietos, que empiezan a vivir y esos son los que sufrirán por culpa de todas las sandeces que nosotros los mayores estamos cometiendo ahora. Se pronunció Juan, que era el mayor de los dos hermanos y el más tratado por el vinatero, para decirle, que: tenía toda la razón, pero que la gente, cuando se agrupa en multitud, se vuelve intransigente y actúan por el impulso vengativo, como para desahogar todo el sufrimiento que encerramos dentro, cuando sufrimos en soledad los avatares de la vida diaria.

Sí, le aseguró Blas a los dos, estamos perdiendo los pocos valores, que nos quedaban de respeto, de los unos para con los otros y eso lo pagaremos muy caro.

Esta situación no puede terminar bien; -continuó asegurando Frasco- que no había abierto la boca hasta entonces… Se ve venir un cataclismo, si esta situación no se endereza pronto, porque es muy fácil apropiarse de las cosas de los demás, cuando deja de existir la autoridad para prevenir los desmanes o la justicia para corregir.

Si al menos: fuésemos capaces de guardarnos el respeto, como personas y, todo el mundo: se aplicara en sus respectivos trabajos; todo mejoraría y llegaríamos a salir de la situación de miseria social y laboral, que tanto daño, está haciendo a la clase trabajadora de España y desde hace tanto tiempo -agregó Blas-. Pero en este descontrol, que ahora se ha desatado, los pocos valores que teníamos, se van a terminar de perder y sólo sobrevivirán los más poderosos y sin escrúpulos. Los recelos domésticos: escondidos y soportados por muchas familias, sin grandes problemas, saldrán a relucir con saña y venganzas por todas partes, donde los más fuertes y protegidos por los comités, que se están formando, harán de las suyas: tomándose venganzas y ejerciendo poder sobre la humillación del propio hermano. Hay un buen dicho, que más lo es, por lo viejo y juicioso: "con la Iglesia hemos topado…"; y es muy cierto; nunca se debía permitir, la quema de las iglesias, los conventos y otros muchos rasgos significativos del clero, porque un gobierno, que se impone por la fuerza, rompiendo las creencias, de gran parte de la población, nunca es duradero y terminará también saliendo por la fuerza.

Lo que está permitiendo esta II República, recién instaurada, ni es lógico, ni bueno socialmente para la clase obrera, ni debería ser aplaudido por ninguno de sus miembros. Yo escucho también los comunicados, que están dando por la radio y la quema, se ha extendido por toda la Nación; muchos religiosos y creyentes están siendo perseguidos, saqueados y violentados, como en la época de la quema de Roma. A Blas, se le notaba, que estaba bastante instruido y seguramente era uno de los paisanos mejor informados de todos los acontecimientos, por lo que Frasco y Juan, sin pronunciarse al respecto, le dejaban hablar, asintiendo con un simple movimiento de la cabeza. Aquella noche, se explayó Blas con los dos vecinos, raramente tenía oportunidad de hacerlo con otros, pero en esta ocasión lo hacía, porque además de saberlos de mucha confianza, también él había moceado con el padre de ellos y los estimaba como a hijos propios. Le comentó también, lo de aquél político cercano al Rey Alfonso XIII, que aseguraba, que los españoles eran muy cambiantes, dependiendo de la parte que les sople el viento; el político (creo que un ministro), había asegurado: "España se acuesta siendo monárquica y se levanta siendo republicana"; como asegurando que dependiendo del entusiasmo, que le llegue a las masas, estas cambian su curso muy fácilmente, como las veletas.

Eso mismo estaba ocurriendo ahora -aseguró-: al proclamarse la II República en Éibar, el fanatismo y dos deseos de revancha, se mezcló con el entusiasmo republicano de los socialistas, comunistas, ateos, anarquistas etc., para retomar viejas venganzas retenidas e incontroladas. En muy poco espacio de tiempo (sólo horas) los votantes que habían sido monárquicos hasta entonces (5 a 1) en las elecciones municipales, se habían vuelto republicanos acérrimos y permisivos de tantos desordenes Era como un contagio que transmiten los mayores a los niños. Ya estaban acabando su vaso los dos hermanos y se sentían algo cansado de escuchar a Blas y aprovechando, que entraron otros dos hombres, también conocidos de Blas, nuestros dos hermanos abandonaron el salón y después de pagarle los dos reales al dueño del local, se despidieron hasta una nueva visita. Cuando los hermanos llegaron a la casa; Juan dispuso que tomaran otro vaso de vino de una garrafita de una cuartilla, que él tenía y que había comprado a Blas, hacía unos días, lo acompañaron de unas arencas, ajo y aceite de oliva.

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