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Jeremy Bentham y la ética eudemonista (página 2)

Enviado por Cornelio Cornejín


Partes: 1, 2

Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que está en poder de un hombre producir, aunque sea el más poderoso, es corta si se compara con la suma de males que pueda crear por sí mismo o por otro. No es decir que en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la de la dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la desdicha por la voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su disposición medios de aligerar sus males (p. 31).

No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser, haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero creo que definitivamente la opción inversa es la que se da en la gran mayoría de los casos, a la vez que creo ver un aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme transcurre la historia de la vida en el planeta.

El que se procura un placer o se evita una pena, contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que procura un placer o evita una pena a otro, contribuye indirectamente a su propia dicha (p. 31).

La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la benevolencia efectiva se hacen oír y nos dicen: Procurad la dicha de los otros; buscad vuestra propia dicha en la dicha ajena (p. 32).

El objeto de todo ser racional es obtener por sí mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más íntimo y más querido a sí mismo que pueda serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta seguridad que sea él mismo el primer objeto de su solicitud. El propio interés debe a sus ojos preferirse a otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este estado de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la dicha; porque ¿cómo se logrará la dicha de todos en la mayor proporción posible, si no es con la condición de que cada uno obtendrá para sí la mayor cantidad posible? ¿De qué se compondrá la suma de la dicha total sino de unidades individuales? (pp. 32-3).

¿Qué importantes deducciones sacaremos de estos principios? ¿Son acaso inmorales en sus consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario filantrópicos y benéficos en el más alto grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su dicha? ¿Y cómo podrá obtener su afecto, sino convenciéndolos de que les da el suyo en cambio? ¿Y cómo les comunicará esta convicción, sino profesándoles un verdadero afecto? (p. 34).

No hay otro medio de impedir que las personas que no están suficientemente imbuidas en el principio, que no han subido aún a las alturas en que la utilidad estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas despóticos del ascetismo, o por las simpatías de una benevolencia imprudente y mal dirigida (p. 35).

El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como único fin el mortificar el cuerpo por considerarlo inmundo, tal como era la idea de muchos de los primeros ascetas cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo de atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro del no-ser, tal como lo hacían y lo siguen haciendo los gimnosofistas hindúes. Pero si el ascetismo está guiado por el principio que dice que los más dichosos no son quienes más tienen sino quienes menos necesitan, consagrando el asceta su vida a la búsqueda de tal dicha mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no desear nada más que lo estrictamente indispensable para su subsistencia, entonces este modo de vida, que en este siglo XX consumista es más impopular que nunca, este modo de vida se vuelve indispensable si se desea experimentar la máxima felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver debido a su condición de burgués y al desprecio que los burgueses de su época profesaban por los pobres y por la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es imprudente y está mal dirigida.

La línea que separa el dominio del legislador del dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las acciones humanas, es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su influencia (p. 43).

El auténtico moralista no sabe de límite alguno que inhiba su librepensamiento, y menos si este límite lo marcan los legisladores coercitivos, que forman uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los existentes. La influencia de la ética es universal y arrastra consigo todo argumento imperativo, sea éste coincidente o no con la opinión persuasivo-disuasiva del moralista.

Los actos cuyo juicio no se ha cometido a los tribunales del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de la opinión. Hay una infinidad de actos que sería inútil empeñarse reprimir por reglas penales, pero que pueden y deben ser abandonados a una represión extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad se sustrae necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no escapan a la pesquisa y a la ojeada vasta y penetrante de la justicia popular, y esta es la que se encarga de castigarlos (pp. 43-4).

Hay gente que no actúa en forma inmoral por miedo al código penal (humano o divino); hay otros que se abstienen del vicio por temor al qué dirán; finalmente, están los que proceden siempre moralmente sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar, en el corto o en el largo plazo, un dolor interno independiente de las recriminaciones públicas y de los castigos de la ley[3]Esta última gente, y sólo esta última, puede decirse que actúa siguiendo preceptos morales.

Sería de desear sin duda que se ensanchase el campo de la moral y estrechase el de la acción política. La legislación ha usurpado ya demasiado en un territorio que no le pertenece. Demasiadas veces ha sucedido que intervenga en actos donde su intervención no ha provocado sino mal (p. 44).

Sea donde fuere que intervenga una legislación coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga, produce un mal superior al que desea evitar.

Se puede considerar la Deontología o moral privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos extra-legislativos, al paso que la jurisprudencia es la ciencia por la cual la ley es aplicada la producción de la dicha (pp. 44-5).

La única ley que, aplicada, es susceptible de crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los seres vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la ley de tipo persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se limita a sugerirle al pueblo lo que los legisladores consideran conveniente hacer o no hacer, pero sin amenazarlo con castigos o acicatearlo con recompensas.

El objeto de los deseos y esfuerzos de todo hombre desde el principio hasta el fin de su vida, es acrecentar su propia dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p. 45).

Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se conforma por la suma de todos sus placeres, incluidos los pasados, en forma de añoranza, y los futuros, en forma de esperanza. A muchos la palabra placer les resulta incompleta porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede así en el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay una diferencia entre placer y dicha, podría ésta consistir en que el placer se relaciona más con sucesos puntuales, de corta duración, mientras que la dicha es un estado de ánimo general que puede prolongarse indefinidamente conforme la vayamos alimentando con pequeños placeres corporales y (sobre todo) espirituales.

El talismán que emplean la arrogancia, la indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que tendremos más de una ocasión de refutar en la presente obra. Esta palabra sacramental es el vocablo deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no debéis hacer aquello, no hay una cuestión siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p. 48).

Y también del vocabulario legislativo.

Sacrificios es lo que piden todos nuestro moralistas del día; el sacrificio tomado en sí mismo es nocivo, y nociva también la influencia que pretende unir la moralidad al sufrimiento (p. 51).

Pero no hay que olvidar que si el sufrimiento de hoy sirve para que mañana nos procuremos un placer que rebase nuestra experiencia dolorosa, entonces ese sufrimiento es deseable y virtuoso, y en esto el propio Bentham, aborrecedor del ascetismo, coincide conmigo.

Mientras Jenofonte escribía la historia, y Euclides creaba la geometría, Sócrates y Platón esparcían absurdos socolor de enseñar la sabiduría de la moral. Su moral consistía en palabras, su sabiduría en negar las cosas conocidas a la experiencia de cada uno, y en afirmar otras que estaban en contradicción con esta misma experiencia; siendo inferiores al nivel de los otros hombres precisamente a proporción que sus ideas diferían de las de la masa del género humano (p. 58).

Que yo recuerde, ni Sócrates ni Platón negaban la idea de que la dicha individual es el único fin que motiva el accionar humano cuando se determina racionalmente. Lo que pasa es que ambos eran filósofos, y como tales, carecían de posesiones; y Bentham, que tiene mucho de pensador pero nada de filósofo, no puede concebir el concepto de felicidad si no viene acompañado de artículos materiales; de ahí su enojo contra dos de las personas más sabias de todas las que han existido[4]

Todo placer es prima facie un bien, y debe ser buscado; igualmente toda pena es un mal, y debe ser evitada (p. 81).

Hay que tener muy en cuenta eso de prima facie. La consumación de una venganza provoca placer, pero Bentham y yo estamos de acuerdo en que la venganza es inmoral –por las consecuencias dolorosas que suele acarrear para el futuro de quien se venga. Si nuestros sentidos, emociones, instintos y entendimiento fuesen puros y perfectos, todo lo que nos produjese un placer corporal o espiritual instantáneo tendría para nosotros consecuencias futuras también placenteras; pero como no somos puros ni perfectos en ninguno de los rubros antedichos, hay que tener mucho cuidado al decir que todo placer instantáneo es un bien, porque los epicúreos de cartón suelen agarrarse a ese dicho como legitimación de sus desbandes, y así sucede que se cubren de dolor para el resto de sus días.

La legislación penal dispensa su protección a la propiedad, por la sola razón de ser un instrumento de obtener el placer y alejar la pena (p. 84).

¿Estás seguro de que Billy Gates es feliz? ¿Estás seguro de que San Francisco era desdichado?

Si la adquisición de placer es realmente el objeto intenso, constante y único de nuestros esfuerzos, si la constitución misma de nuestra naturaleza exige siempre que sea así, si así sucede en todas las ocasiones, se puede preguntar ¿de qué sirve hablar aún de moral, y qué fin nos proponemos en esta obra? ¿A qué fin excitar a un hombre a hacer aquello que es el objeto constante de sus esfuerzos?

Pero se niega la proposición, porque si es verdadera, grita un hacedor de objeciones, ¿dónde está la simpatía?, ¿dónde la benevolencia?, ¿dónde la beneficencia? Se puede responder que se está donde estaba.

Negar la existencia de las afecciones sociales sería negar el testimonio de la experiencia de todos los días. No hay salvaje embrutecido en que no se encuentren algunos vestigios. ¿Mas el placer que yo siento en dar gusto a mis amigos, no está en mí? la pena que yo experimento cuando presiento la pena de mi amigo, ¿no es acaso mía? Y si yo no sintiese placer ni pena ¿dónde estaría mi simpatía?

¿A qué fin pues, insisten, malgastar el tiempo en prescribir una conducta que en toda ocasión adopta cada cual por sí mismo, a saber, el buscar su bienestar?

Porque la reflexión pondrá al hombre en estado de estimar con más exactitud aquella conducta que ha de dejar tras de sí los más grandes resultados de bien. Será posible que cediendo a impresiones inmediatas esté dispuesto a seguir un plan de conducta dado con la mira de asegurar su bienestar; pero un examen más tranquilo y detenido le enseñará que tomada en globo esta conducta no sería ni la mejor ni la más prudente, porque le sucederá alguna vez convencerse de que el bien más cercano sería sobrepujado por un mal más distante, pero que va unido a él; o que en lugar de un placer menor abandonado ahora, obtendrá en lo sucesivo otro placer mayor; porque podría suceder que el acto que nos promete un placer actual, fuera perjudicial a los que hacen parte de la sociedad a que pertenecemos; y éstos, experimentando un daño de nuestra parte, se hallarían impelidos por el sentimiento solo de la conservación personal a buscar los medios de vengarse de nosotros, imponiéndonos una suma de pena igual o superior a la suma de placer que nosotros habríamos gustado (pp. 110-1-2).

Cuando Bentham deja de lado su pasión por el dinero, su discurso toca las nubes. En las pp. 113-4 hay otro párrafo para poner en un marquito:

La inteligencia y la voluntad, concurren igualmente al fin de la acción. La voluntad con la intención de cada hombre se dirige a obtener su bienestar. La Deontología sirve para aclarar la inteligencia de modo que pueda guiar la voluntad en busca del bienestar, poniendo a su disposición los medios más eficaces. La voluntad siempre tiene a la vista el fin. A la inteligencia toca corregir sus aberraciones siempre que emplea otros instrumentos que los más convenientes. La repetición de actos, sean positivos, sean negativos, es decir, actos de comisión o abstención, que tengan por objeto la producción de la mayor balanza de placer accesible, y que sean juiciosamente dirigidos a este fin, constituye la virtud habitual.

Probar que el ser supremo ha prohibido el placer, sería acusar, negar y condenar su bondad, sería poner nuestra experiencia en oposición con su benevolencia (pp. 147-8).

El Ser supremo no pudo haber prohibido el placer porque de ser así se habría prohibido a sí mismo: Dios es Placer.

Los falsos principios de moral pueden comprenderse en una u otras dos divisiones, el ascetismo y el sentimentalismo, los cuales exigen el sacrificio de placer sin utilidad, y que no tenga a la vista otro placer mayor. El ascetismo aún va más lejos que el sentimentalismo, e impone una pena inútil (p. 158).

Si se mira bien, hasta el antiguo ascetismo cristiano es eudemonista: se resigna el placer terrenal en vistas de la felicidad eterna en el paraíso. Pero a mí nadie me garantiza que haya un paraíso más allá del mundo; y si lo hay, dudo que se pueda llegar a él a base de autotorturas.

La prudencia personal no solamente es virtud, sino virtud de la cual depende la existencia del género humano. Si yo pensase más en vos que en mí, sería un ciego conduciendo a otro ciego, y ambos caeríamos en el precipicio. Tan imposible es que vuestros placeres sean mejores para mí que los míos, como lo es que vuestra vista sea mejor para mí que la mía propia; dicha y desdicha forman parte de mí mismo tanto como mis facultades y órganos; y sería tan exacto decir que siento mucho más que vos mismo vuestro dolor de muelas, como pretender que estoy más interesado en vuestro bienestar que en el mío (p. 205).

El ser humano no experimenta sino una sola tendencia: el egoísmo. Si el egoísmo está mal dirigido, tiende a serle más doloroso que placentero; si está bien dirigido, tiende a provocarle más placer que dolor. El egoísmo bien dirigido es lo que comúnmente llamamos generosidad.

Los declamadores preguntarán si en este nuevo siglo, que llaman degenerado, se hallará un hombre que consienta sacrificar su vida al interés de su país. Sí.

Sí, hay hombres, y no pocos, que obedeciendo al llamamiento, al que en tiempos pasados respondieron otros, harían con gusto a su país el sacrificio de su existencia. ¿Síguese acaso, que en esta circunstancia como en cualquier otra, obrarían estos hombres sin interés? No ciertamente. No está en la naturaleza humana el obrar así. El mismo raciocinio se aplica a las observaciones de la línea del deber. Es un cálculo erróneo del interés personal (p. 208).

Los sacrificios, en efecto, obedecen como todo al interés personal, pero no todo sacrificio puede calificarse como cálculo erróneo de tal interés. Sacrificarse por el país creo que sí es una equivocación, porque "el país" no es más que una abstracción, no es nada. Pero sacrificar la propia vida para salvar la vida de otros seres concretos… no creo que constituya un error de cálculo de nuestro interés personal. Rara vez una persona se arriesga teniendo la certeza de que no podrá sobrevivir al salvataje; lo hace casi siempre suponiendo que tal vez sobreviva. Si muere, se le terminan sus posibilidades de placer, pero si sobrevive y logra salvar a los seres en peligro, se sentirá tan bien durante tanto tiempo que no habrá en su futuro peligro alguno que no quiera desafiar si de auxiliar al prójimo se trata. Como se ve, más que un cálculo erróneo del interés personal, el sacrificio bien entendido es una inversión de riesgo de la cual podemos obtener muchísimo placer a cambio de algún esfuerzo físico… o quedarnos sin nada, sin placer y sin dolor, en caso de que muramos en el intento. Si, en cambio, la muerte será inexorable y así y todo el hombre la enfrenta con tal de salvar a su prójimo, la cosa se hace más complicada en su explicación. En estos casos, el auxiliador por lo general es movido hacia la muerte por instinto más que por reflexión, y el instinto no entra en el campo de la deontología, no conoce cálculo alguno de placeres y dolores. Pero los escasos casos en que la persona es conciente de que morirá e igual presta su ayuda, ¿se ha errado aquí en el cálculo deontológico? No lo creo. Porque al morir, la persona que era equiparada de dolores y placeres, quedará "en cero"; y si la teoría del vómito estertórico es verdadera, seguramente su conciencia se apagará inmersa en un placer indescriptible[5]Mas ¿qué sucederá con la vida de aquel hombre si en vez de morir por salvar una vida opta por presenciar cómo esa vida se diluye sin hacer nada al respecto? Esa cobardía lo marcará de por vida, y será de por vida un cobarde. Ya de por sí los cobardes son los seres más propensos al sufrimiento y menos aptos para los placeres elevados, y si a esto agregamos el remordimiento que lo acompañará por siempre por no haber actuado ese día (cobardía y remordimiento suelen ir de la mano), tenemos como conclusión que el cálculo deontológico tiende a darle la razón al suicida, pues es preferible no sentir placer ni dolor que vivir en doloroso déficit todo el resto de nuestra vida.

Un acto benéfico en sus primeros efectos y en sus más aparentes resultados, cuando se ven esos efectos en conjunto y fríamente calculados, puede ser pernicioso. Igualmente un acto cuyas consecuencias parezcan perniciosas a simple vista, puede, considerado todo, ser benéfico (p. 220).

Un acto benéfico en sí no puede producir más efectos perniciosos que benéficos, ni un acto pernicioso en sí puede producir más efectos benéficos que perniciosos. Pero vamos a disculpar aquí a Bentham proponiendo la idea de que a juicio de nuestro limitado entendimiento práctico, las buenas y las malas acciones suelen aparecerse ante nosotros describiendo una trayectoria similar a la de un búmerang. Tomemos el ejemplo de un asesino que es indultado. Esta es una acción altamente moral, pero en el corto plazo parecerá que los efectos de tal acción han resultado inmorales, pues el asesino probablemente habrá reincidido y contribuido a sembrar una especie de caos en la superficie de la sociedad que lo indultó. Pero si somos pacientes y esperamos a que nuestro búmerang finalice su recorrido, veremos que con el tiempo el espíritu libertario de aquel indulto, a falta de regenerar al reo, se habrá hecho eco en el corazón de tan grande masa de gente que los asesinatos y demás delitos cometidos por el inadaptado no llegarán ni por asomo a contrabalancear el excedente de placer y alegría de vivir que habrá inundado las calles de tan dichoso paraje. El búmerang de la beneficencia fue y vino, y hay muchos que afirman que nunca lo vieron irse. No es el caso de Bentham, que, como todos los leguleyos, sólo tiene ojos para ver cómo se aleja y carece de paciencia para esperar su regreso. Por eso considera de lo más correcto castigar a un hombre por sus crímenes y de lo más inmoral entregar todas nuestras posesiones a los pobres. La beneficencia no tiene límites, y el perdón tampoco.

Es preciso reconocer que en la naturaleza misma de la virtud entra alguna porción de mal, algún sufrimiento, alguna abnegación, algún sacrificio de bien, y consiguientemente alguna pena; pero a medida que el ejercicio de la virtud pasa a hábito, la pena disminuye por grados y acaba por desaparecer enteramente (ibíd., tomito 2, p. 3).

Esto no es otra cosa que el estoicismo bien entendido, del cual soy un gran admirador más bien que cultor.

La humanidad [compasión] de un rey podría llevarlo al extremo de perdonar a expensas de la justicia penal, lo que produciría en consecuencia un bien pequeño y un mal grande; y resultaría definitivamente una considerable pérdida pública para la sociedad; y desde luego semejante ejercicio de humanidad sería no virtud sino vicio. La humanidad [compasión] puede ser pues o no digna de elogio. Sus derechos al nombre de virtud no pueden ser apreciados sino después de pesadas las penas que evita contra las que causa. Bajo la influencia de los impulsos del momento, es al propósito para cometer errores. Por ejemplo cuando la disciplina o castigo aplicado a la imprudencia debe tener por resultado corregir esta misma imprudencia y la humanidad interviene para excusarle el castigo, de modo que en consecuencia de la impunidad se repita la imprudencia, entonces la humanidad, lejos de ser una virtud, es realmente un vicio, y tales casos suceden frecuentemente (II, p. 9).

¡Qué miedo tenías, Jeremías, de que te quitaran tus propiedades!

Las limosnas repartidas sin discernimiento pueden servir de fomento a la pereza y al desorden (II, p. 10).

Y repartidas con excesivo discernimiento, o no repartidas, pueden servir de fomento a la codicia y a la acumulación de capitales. Si hay que optar, me quedo con la pereza y el desorden.

La beneficencia, como observamos ya, no es precisamente una virtud. Hacer servicio, hacer bien a otro no siempre es acto virtuoso (II, p. 17).

¿?

El menosprecio de Sócrates por las riquezas no era más que afectación y orgullo, los cuales no eran más meritorios que lo hubiera sido tenerse derecho largo tiempo sobre un pie. Con esto no hacía sino privarse de la ocasión de hacer bien, que la riqueza le hubiera proporcionado (II, p. 46).

Acumular riquezas y luego darles las sobras a los pobres es el típico proceder de los adherentes a la vieja moral puritana, que por supuesto de moral no tiene nada. Si yo voy a la deriva en una balsa junto con otras dos personas y una caja repleta de bananas, comiéndome gulescamente una banana tras otra y obsequiándoles "caritativamente" las cáscaras a mis compañeros para que no perezcan de inanición, ¿puede decirse que mi comportamiento es altamente moral? Pues eso es lo que hacía Bentham con su patrimonio y lo que no hacía Sócrates despreciando las riquezas. Yo no quiero impedirles a los propietarios que "disfruten" de sus posesiones, pero me gustaría que comprendiesen que hay pocas cosas más inmorales que ofrecerle a un hambriento una cáscara de banana mientras mira cómo nos comemos su relleno.

La cólera, por antisocial que sea su naturaleza, es de necesidad indispensable (II, p. 54).

¿Dónde vivías, Jeremías, en la Inglaterra del siglo XIX o en una caverna?

Un hombre no concibe de Platón la más ventajosa idea. ¿Qué resulta de aquí? Nada. Un hombre forma de Platón un altísimo concepto. ¿Qué sucede? Que lee a Platón. Pone su espíritu en tortura para hallar sentido en lo que no tiene. Revuelve cielo y tierra para entender a un escritor que no se entendía a sí mismo y de esta masa indigesta no saca más que un sentimiento profundo de contrariedad y humillación. Ha aprendido que la mentira es verdad, y que lo sublime está en el absurdo. Entre todos los libros imaginables no habría cosa más útil que un índice bien hecho de todos aquellos que han contribuido a engañar y extraviar al género humano (II, pp. 71-2).

No me obligues a elegir entre vos y el Divino, porque a pesar de tu genial intuición hedonista, saldrías perdiendo.

Lo que constituye el mérito de un pensamiento profundo, es que el lector no se vea obligado a bajar al pozo de la verdad, y sacar él mismo sus saludables y refrigerantes aguas; el escritor es quien se encarga de este cuidado, y pone esta benéfica bebida en los labios de todos. Poca obligación se tiene a un hombre que envía a otro en busca de una verdad desconocida; pero tiene un derecho incontestable a la estimación de los hombres el que después de haber ido a buscar el tesoro, lo trae y hace participantes de él a todos cuantos quieren recibirle de su mano (II, pp. 72-3).

Aquí has hablado en forma excelente; pero entonces ¿por qué desestimás a Platón, que no ha hecho más que buscar y ofrecer estos tesoros durante toda su vida?

Que no se deje el espíritu de extraviar por distinciones imaginarias entre los placeres y la dicha. Los placeres son las partes de un todo, que es la dicha (II, p. 147).

Correcto, y sigue a continuación:

La dicha sin placeres es una quimera y una contradicción. Es un millón sin unidades, un metro sin subdivisiones métricas, un saco de escudos sin un átomo de dinero.

La pena sufrida por la contemplación de la pena sentida por otro es pena de simpatía (II, p. 154).

Yo llamo a esto compasión, y no la considero penosa sino placentera, como ya expliqué más arriba. La simpatía se limita, para mí, al "placer producido por la contemplación del placer ajeno", como dice Bentham en el párrafo anterior.

El placer experimentado por la contemplación de la pena ajena es placer de antipatía (II, p. 154).

Este placer se "parece" al de la compasión en el hecho de que los dos aparecen ante el dolor ajeno; pero mientras el placer de la compasión es puro (es decir, que no va sucedido por dolor alguno implicado en él), el placer de antipatía es impuro (es decir, que suele implicar dolores futuros) y deficitario (es decir, que los dolores que suele implicar suelen ser mayores en calidad y/o duración que la satisfacción del placer antipático). El verbo soler se hace molesto pero es menester utilizarlo, ya que no necesariamente (excepto si existe el vómito estertórico) un placer impuro irá sucedido de dolores o de dolores mayores al placer experimentado. Todo se reduce a estadísticas, las cuales indican que muy probablemente, pero sólo muy probablemente, un placer impuro implicará en el futuro del individuo una cuota de dolor que contrarreste dicho placer y aun lo supere dentro del marco de la economía hedonista[6]

Abstractamente hablando todo puede reducirse a una sola cuestión: ¿A costa de qué pena futura, o de qué sacrificio de placer futuro se ha comprado el placer actual? ¿Qué placer futuro puede esperarse que compensará la pena actual? De este examen debe salir la moralidad: la tentación es el placer actual, el castigo la pena futura; el sacrificio es la pena actual, el goce la recompensa futura. Las cuestiones de vicio y virtud se limitan por la mayor parte a pesar lo que es contra lo que será (II, p. 160).

El hombre virtuoso acopia para lo futuro un tesoro de felicidad; el hombre vicioso es un pródigo, que gasta sin cálculo su renta de dicha. Hoy el hombre vicioso parece tener una balanza de placer a su favor; mañana se restablecerá el nivel y al día siguiente se verá que la balanza está a favor del hombre virtuoso. El vicioso es un insensato que prodiga lo que vale más que la riqueza; salud, juventud y belleza, es decir la dicha, porque todos estos bienes sin ella nada valen. La virtud es un ecónomo prudente que cuenta con sus ganancias y acumula los intereses (II, p. 160).

Cuando con el tiempo el niño llega a ser hombre, cuando la naturaleza, armándolo de facultades y pasiones nuevas, le impone más ambiciosos esfuerzos, la sed de alabanza se hace más ardiente. Por ella sacrifica el hombre su reposo; por ella se precipita en medio de los dolores de la vida pública, al través de un ejército de competidores y en una carrera de fatigas y peligros; por ella en momentos más felices, el hombre de bien, rompiendo los escuadrones y burlando los dardos de la ignorancia y la envidia, se consagra a la obra penosa de la felicidad pública, a la cual hizo de antemano el sacrificio de su propia tranquilidad (II, p. 174).

Esto no es más que una apología de la política, sobre todo de la política demagógica, que es la que más se aviene a la sed de idolatría. Mas yo sigo considerando a la política como una de las profesiones más inmorales, es decir, una de las que menos superávit de placer tiende a dejar en el espíritu del individuo.

El odio produce odio por vía de represalias y como medio de defensa. Es un instrumento de castigo pronto y a veces vindicativo, que hasta cierto punto está a disposición del que lo emplea. Hay sin duda casos en que la disposición a volver mal por mal es reprimida por los principios de una noble y alta moralidad, es decir por una aplicación más justa a los cálculos de la virtud. Pero estos son casos excepcionales: creer que nos sustraeremos al mal querer de aquellos que son las víctimas de nuestro mal querer, es hacer depender de un milagro la dirección de nuestra conducta (II, pp. 176-7).

La venganza, que es el odio puesto en práctica, es el ejemplo más notable de placer impuro y deficitario[7]

No debemos imponer penas de ninguna especie y a ninguno cualquiera que sea, sino con el fin de producir un bien más que equivalente, bien manifiesto, evidente y apreciable en sus consecuencias (II, p. 177).

Quitando todo lo agregado después de la primera coma, el enunciado es la base misma de la perfección ética.

¿Quién duda que la guerra, este maximizador de todos los crímenes, esta condensación de todas las violencias, este teatro de todos los horrores, este tipo de locura, será vencida al fin y aniquilada por el poder el irresistible e influencia de la verdad, virtud y felicidad? (II, p. 188).

Mientras haya gente como vos, que defienda la legitimación del derecho de propiedad por vías coactivas, las guerras nunca podrán ser aniquiladas.

Necesidades que bien pronto llegan a ser penas, se desarrollan más fácilmente en el hombre lleno de cosas superfluas, que en aquel cuyos goces pueden satisfacerse a poco coste; y frecuentemente a los placeres de la grandeza de riqueza siguen de cerca el fastidio y el disgusto. […] Todos estos peligros y mucho más acompañan a la opulencia, y le hacen perder su tendencia a crear la dicha (II, p. 189).

La tendencia de la opulencia es la indigencia, la indigencia espiritual del opulento y la indigencia material de su más o menos cercano entorno. Sigue Bentham:

No obstante el poder en todas sus fórmulas es el único instrumento de moralización, y lejos de merecer vituperio la lucha empeñada para obtenerlo, cuando se contiene en los límites de la prudencia y benevolencia, es tal vez el más fuerte de todos los estimulantes a la virtud.

Mas yo digo que la virtud no necesita estimulantes, y menos estimulantes políticos o económicos, que son más tóxicos que la cocaína.

Sería acción muy liberal en un hombre dar a los otros todo cuanto posee al presente, y todo cuanto espera en lo sucesivo; pero semejante acción ni sería sabía, ni virtuosa (II, p. 199).

Uno sobre eso. Y continúa:

Podría haber liberalidad en proteger el error y la mala conducta; pero ni habría utilidad ni filantropía.

Es el típico pensamiento de los alcahuetes.

La verdad no puede ser completamente benéfica, si no es con la condición de estar subordinada a las dos virtudes fundamentales (II, p. 208).

La verdad no se subordina a nada ni a nadie. Y si la proyectamos en un plazo de tiempo indefinido, siempre resulta benéfica.

El valor de los placeres del pensamiento no es de naturaleza distinta y opuesta al de los placeres corporales; lejos de ser así, los primeros no tienen valor sino en que ofrecen una imagen vaga y de consiguiente exagerada de los goces que esperan los últimos (II, p. 252).

No siempre es así. El placer de ir en busca de una verdad no es imagen de ningún placer corporal, ni tampoco hay sensualidad alguna en el amor puro o en el placer de ayudar a quien lo necesita. Y sin ir tan lejos, la elaboración mental de un proyecto de venganza no imagina tampoco ningún placer corporal. Sólo se justifica esta frase de Bentham si se incluye a la emoción dentro de la categoría de placer corporal, pues el pensamiento puede generar emociones que no estén emparentadas con el goce de un placer sensitivo.

No os figuréis que los hombres moverán la punta del dedo por serviros, si no tienen ventaja en hacerlo; esto jamás ha sido, ni será, mientras la naturaleza humana sea lo que es (ibíd., tomito 3, p. 6).

Correcto, excepto cuando se actúa por instinto, privilegiando así, por un mecanismo genético, el bienestar del grupo, de la especie o de la vida en general por sobre la tranquilidad del propio individuo. (Puede verse al respecto mi definición del instinto de riesgo utilitario en mis anotaciones del 5/9/97, resumidas en la nota 3 de la sección II de este Apéndice.)

No hagáis mal a nadie de cualquier modo o en cualquier cantidad que sea, si no es en vista de algún bien mayor especial y determinado (III, p. 71).

Se puede actuar malamente buscando un bien mayor, y admito que tal bien mayor puede surgir de aquel acto malvado, pero así como surgirá el bien mayor de un mal menor, así también surgirá el mal superior del bien mayor causado por el mal que inició el proceso. Es el efecto búmerang a la inversa.

Interrumpir al que habla de una manera directa y abierta, es manifestación de menosprecio y desestima, de que es preciso guardarnos con el mayor cuidado. Es una ofensa intolerable, que cambia en pena el placer de la conversación, y que produce molestia bastante aun para provocar la reacción del mal querer (III, p. 106).

Tengo un gran amigo llamado Gastón Corbata que suele incurrir en este molesto proceder. Si estás leyendo esto –cosa que dudo–, te pido desde aquí que moderes tu manía interruptora –cosa que dudo que haga, pues ya se lo hemos pedido varias veces y ni caso que hace–. La gente con la que puedo sostener una conversación prolongada es escasísima (sólo Gastón), y si encima esta gente tiene la costumbre de pisotear mi tambaleante oratoria[8]es fácil deducir que el placer que proporciona el diálogo ameno no ha sido concebido para mi disfrute.

Evitad las palabras de pésame a las personas que están de luto por la muerte de sus amigos. Los pésames lo mismo que el luto son cosa funestas. Los hombres, y sobre todo las mujeres no hacen sino aumentar su dolor, haciéndose un deber o un mérito de manifestarlo. Si se renunciase al uso del luto, se excusaría al mundo gran suma de sufrimientos. Hay naciones salvajes o bárbaras que se regocijan en los funerales de sus parientes; en este particular saben más que las naciones civilizadas (III, p. 110).

El capítulo de Alf en el que llega de visita el tío Alberto es toda una lección de moral a este respecto[9]

Cuando creáis notar estupidez en alguno, no uséis de aspereza en vuestras observaciones (III, pp. 115-6).

¡Pero a veces es tan difícil contenerse!…

Si en presencia vuestra se dirige un ataque contra vos, por insultante que sea, sobre todo si es delante de testigos, tratadlo, si os parece, con indiferencia manifiesta, o riendoos, o o chanceandoos, según la ocasión. Cuanto más insultante es el ataque, tanto es más ignominioso para el que lo emplea, y tanto más eficazmente será rechazado: él se verá contrariado, humillado, mas no irritado, y su hostilidad contra vos no se aumentará; y puede tal vez que la desarméis (III, p. 116).

Al mundo lo salvará el amor y el humor.

Vamos a presentar al lector algunas circunstancias, que aunque productivas de mal real de la especie de que se trata, no han sido observadas bastantemente, como lo acredita la experiencia.

Tratemos primeramente de la molestia cuyo asiento reside en el olfato. La más evidente es la que produce la emisión de gas por el canal alimenticio.

Dicha emisión, en cuanto proviene de la parte inferior de este canal, es casi siempre voluntaria, de modo que en tesis general, la inflicción de su molestia es premeditada. El individuo que la causa, puede abstenerse. En la producción de ella, aunque el sentido sea el asiento inmediato, la imaginación hace el principal papel; el mismo olor que emanado de nuestro cuerpo, no nos causaría la menor molestia, se nos hace insoportable cuando emana de cuerpo ajeno; y la molestia puede mitigarse o agravarse por una variedad de circunstancias relativas a la persona del individuo cuyo cuerpo es el origen (III, pp. 123-4).

Todo esto es muy cierto, pero ¿qué hacer cuando en una reunión formal sentimos la presencia de un gas intestinal deseoso de ganar el cielo? ¿Lo reprimimos? No, pues la no evacuación de este tipo de gases contribuye a generar mil y una enfermedades, incluyendo el temido cáncer. Lo moralmente correcto sería dirigirse presto al anfitrión, o a quien tengamos enfrente, y espetarle lo siguiente: "Excusemuá, ingeniero Arizmendi. Me voy a retirar a un lugar apartado porque tengo un pedo en la puerta, pero enseguida regreso al grupo a retomar esta exquisita y cálida conversación". Quien tenga el valor y el sentido del humor necesarios para tal maniobra, o es un patán, o es un ser humano excepcionalmente agradable.

La facultad de impedir las emanaciones desagradables de la boca no puede poseerse tan extensamente; pero se tiene la facultad absoluta de reglarlas de manera que sean inofensivas para otro. La eructación que no siempre se puede reprimir, se hará menos desagradable a los demás, dándose a los miasmas dirección tal, que no puedan llegar a nadie; hacer de modo que el aire salga en dicha dirección, por un lado de la boca, y por la menor abertura posible, de suerte que nadie lo note (III, pp. 124-5).

Al igual que con los pedos, ¡nunca reprimáis un eructo! Una correcta digestión, y en consecuencia la salud toda, os va en ello. (¡Y es tan hermoso su sonido en boca de quien sabe madurarlo!)

En virtud del principio de la asociación de las ideas, todo sonido que tiene por efecto renovar la idea de una sensación desagradable a otro sentido, por ejemplo al olfato, no podría menos de repugnarnos por sólo este motivo.

En razón de la facultad simpática, la boca y la nariz pueden ser afectadas desagradablemente por intermedio del oído (III, p. 126).

Pero evocando también la facultad simpática, ¿no es simpático el recurso humorístico de imitar con la boca, o con la concavidad de la palma de la mano bajo la axila, el sonido del pedo? Si es verdad que el humor alegra la vida (y en consecuencia la moraliza), me arriesgo con gusto a que cincuenta sientan desagrado si logro en uno solo despertar una carcajada.

Vemos en el periódico l'Examiner, un ejemplo del modo con que pueden aplicarse dichos principios a las otras ramas de la moral usual.

«Modos de comer que desagradan a las personas bien educadas: hacer ruido con el tenedor y cuchillo, hacer chasquear los labios uno contra otro, hacer oír el ruido de los líquidos al tragarlos, mascar con estrépito, comer con precipitación. Hay algunos a quienes tales cosas no parecerán importantes; sin embargo lo son, porque no solamente indican sentimientos groseros en los que se las permiten, sino que contribuyen a hacer su compañía desagradable a las personas bien nacidas, y deben por consiguiente causarles grave perjuicio en su comercio con la sociedad» (III, pp. 130-1).

Aconsejo a quien desee valorar a sus amistades proceder de todos los modos antedichos en su presencia. Los "bien nacidos" que sientan repugnancia, se harán notar enseguida; los "mal nacidos" que no se interesen por esas menudencias, o que se mueran de risa con ellas, se harán notar más todavía. Los cartones se irán por donde vinieron, y nos quedaremos con nuestros verdaderos (y ruidosos) amigos.

Nada hay más funesto en el mundo que la admiración que se prodiga a los héroes. Cómo hayan podido los hombres llegar al punto de admirar lo que la virtud debe enseñarnos a detestar y menospreciar, es uno de los testimonios más dolorosos de la debilidad y locura humana. Parece que los crímenes de los héroes los absuelve su extensión misma. Gracias a las ilusiones con que han envuelto sus nombres y acciones la reflexión y mentira, no se forma una idea justa de todo el mal que hacen, de todas las calamidades que producen. ¿Será acaso por serlo tan grande que excede a toda estimación? Leemos que en una batalla han muerto veinte mil hombres, y nos contentamos con decir: He aquí una victoria bien gloriosa. Veinte mil hombres, diez mil hombres, ¿qué importa? ¿Qué tenemos que ver con sus sufrimientos? Cuanta más gente ha caído, más completo es el triunfo. Y en la grandeza del triunfo es donde se funde el mérito y la gloria del vencedor. Nuestros profesores y los libros inmorales que nos ponen en las manos, nos han inspirado hacia el heroísmo un afecto singular, y el héroe lo es tanto más, cuanto más hombres ha hecho morir (III, pp. 142-3).

¿Cómo evitar el lavado de cerebros que se les hace a los chicos en la escuela? ¿Cómo explicarles que San Martín era un cretino?

Tiempo vendrá sin duda en que será necesaria toda la autoridad de los testimonios de la historia, para hacer creer a las generaciones mejor instruidas, que en una época llamada de ilustración, han existido hombres a quienes la aprobación pública honró en razón de la desgracia que causaron y de los crímenes que cometieron. Se necesitarán nada menos que las pruebas más auténticas, para persuadirles que en los tiempos pasados, se han hallado hombres juzgados dignos de recompensas nacionales, que por un corto salario se obligaban a cometer todos los actos de pillaje, devastación y homicidio que les mandasen. Aún más se indignarán, cuando sepan que estos mercenarios, estos asesinos de hombres, han sido reputados eminentes e ilustres, que les han tejido coronas, elevado estatuas, y se han agotado en su elogio la elocuencia y la poesía. En aquellos tiempos mejores y más dichosos los hombres sabios y buenos se apresurarán a condenar al olvido, a denigrar con una ignominia universal gran número de actos, que nosotros calificamos de heroicos, al paso que coronarán con aureola de verdadera gloria a los creadores y propagadores de la dicha de los hombres (III, pp. 143-4).

Pero no desprestigiemos ni descartemos una palabra tan bella como "heroísmo" por la sola razón de que hoy no se la emplea correctamente. El héroe del mañana será quien arriesgue o pierda su vida para salvar la vida o evitar el dolor de otros seres vivos –y en esto se parecerá mucho al héroe actual–, pero evitando por todos los medios cumplir este fin a costa de la muerte o el dolor de otros seres que no le interesen o que se opongan a sus ideas. Un heroísmo así es mucho más complejo que el de Atila, lo cual es coherente con la idea de la evolución del universo, que va desde lo simple a lo complejo. Además, yo no dije que fuera fácil…

Decir: «Creed a esta proposición más bien que a esta otra», es decir: haced todo lo posible para creerlo. Todo pues lo que un hombre puede hacer para creer una proposición, es desviar y rechazar las pruebas que le son contrarias. Porque cuando todas las pruebas están igualmente presentes a su espíritu, y son de su parte objeto de atención igual, no está en su mano creer o no creer. Es el resultado necesario de la preponderancia de las pruebas de un lado de la cuestión sobre las contrarias (III, pp. 145-6).

La fe, o sea la creencia, está necesariamente de acuerdo con el razonamiento del individuo creyente, por lo que no hay nada de cierto en suponer que alguien pueda creer en una hipótesis en contra de lo que le dice su razón. Lo que sí puede suceder es que alguien crea en la veracidad de una hipótesis y a la vez desee que esta hipótesis sea incorrecta. Ya expliqué cómo creo que funciona el deseo científico en mis anotaciones del 4/12/98; no voy a extenderme de nuevo sobre lo mismo puesto que mis actuales pensamientos al respecto no difieren de los de aquel entonces[10]

Cuando un hombre está convencido de la inmoralidad de otro, el efecto que tal juicio produce naturalmente sobre él es una afección decidida de antipatía, más o menos fuerte según el carácter del individuo. Desde luego sin cuidarse mucho de medir la cantidad exacta del castigo que conviene imponer, aprovecha cuantas ocasiones se ofrecen de expresar respecto al delincuente sentimientos de odio y menosprecio; y obrando así, cree dar a los demás una prueba auténtica de su horror al vicio, y amor a la virtud; cuando en realidad no hace más que satisfacer sus afecciones disociales, su antipatía y orgullo (III, p. 157).

Ya lo dije muchas veces pero no me cansaré de repetirlo: cuanto más aborrecemos el crimen, más amamos a los criminales.

Venir a hablarnos de placeres, de que no sean instrumentos los sentidos, es lo mismo que hablar de colores a los ciegos, de música a los sordos, y de movimiento a lo que carece de vida (III, p. 161).

Los sentidos son siempre los instrumentos del placer, pero no siempre son su residencia. Los sentidos generan el placer, pero hay placeres que una vez generados se independizan del instrumento que les dio vida. Esta dependencia o independencia marca la diferencia entre los placeres sensuales y los espirituales. Y por otra parte, no descarto que puedan existir placeres espirituales puros, que nazcan con independencia de los sentidos. Pues en la hipótesis de que pudiese nacer una persona ciega, sorda, sin olfato, sin sentido del gusto y sin percepción táctil de ningún tipo en todo su cuerpo, ¿alguien me garantiza que tal persona nunca podría emocionarse?

Si se ofrece ocasión de hablar de las acciones meritorias de vuestro interlocutor, dadle todos los elogios y encomios que autoriza la verdad (III, p. 167).

En mi país a esta gente la llamamos chupamedias, o absorbecalcetines, que suena más refinado. A las personas admirables los elogios hay que brindárselos por atrás, nunca en su propias caras. ¿Por qué? Pues porque si la persona es realmente admirable, no estará interesada en nuestros elogios, con lo que habremos perdido nuestro tiempo; y si no es tan admirable como creíamos, habremos propiciado el "agrandamiento de un loro", como decíamos en los bailes cuando alguien festejaba demasiado a una señorita reticente y poco agraciada. Esto último ha sido sospechado por Bentham, que desde el siguiente párrafo dice:

No obstante para impedir que resulte de este bien un mal mayor, tomad en consideración el carácter del individuo, y aseguraos antes, de que exaltando su mérito no daréis a su orgullo y vanidad tal acrecentamiento, que resulte mal para él o para otro.

Exige la moralidad que nos abstengamos de la costumbre de dar consejos; no obstante si hay urgencia manifiesta, necesidad evidente e incontestable, acompañadlos con razones y motivos que los justifiquen, cuando sea posible, a los ojos de la persona aconsejada; y haced de modo que le causéis la menor pena posible, en cuanto sea compatible con el efecto que vuestro consejo debe producir. Si no hay prueba evidente de la necesidad de esa aplicación, y de la probabilidad del suceso, la virtud exige que se suprima, y que el consejero se abstenga (III, p. 170).

Yo era bastante reacio a la idea de dar consejos, pero creo haber comprendido que no está mal aconsejar, siempre y cuando el consejo sea solicitado por alguien y no dicho a la pasada como quien se jacta de tener tantos conocimientos que éstos le brotan sin presión alguna. "Yo no soy quién para dar consejos", escribí hace un par de años en mi diario; pero, ¿no podría suceder que alguien lo leyese con la precisa esperanza de hallar en él alguna guía moral para sus indecisas acciones? Si uno expone sus consejos como posibilidades y no como únicas opciones, no creo que haya peligro de que el aconsejado se agarre al consejo a modo de dogma y deje de pensar por sí mismo. Yo he crecido (o creo haber crecido) mucho espiritualmente gracias a los consejos que me han dado los escritores a través de sus libros (consejos relativos no sólo a mi comportamiento sino también a mi comprensión de la realidad), y aspiro a que por lo menos tres personas crezcan algo gracias a los dos o tres consejos apetecibles que hay en mis escritos –mezclados claro está con los doscientos o trescientos que son contraproducentes…

Y no se olviden de mi consejo mayor, que es el mismo que da Bentham: hay que dedicarse a los grandes placeres de la vida, y desechar el resto.

Es acto de benevolencia efectiva conceder a una conducta meritoria toda la aprobación que le es debida. La alabanza tiene por resultado disponer a la imitación, y podéis hacer a la moral servicios tan señalados animando a la virtud, como quitando la máscara y reprobando el vicio (III, pp. 172-3).

La moral de la alabanza ya fue; es completamente arcaica. Es la moral del caballo de circo que hace sus piruetas pensando en el terrón de azúcar, o peor: la moral del chico que tira la sopa en la maceta y después le muestra el plato a la madre fingiendo que se la tomó toda. La moral que se fundamenta en el elogio no hace otra cosa que incentivar la hipocresía. Si uno comprende que la realización de un acto moral le será tarde o temprano más placentera que dolorosa, ¿para qué necesita el elogio? Y si no lo comprende, ¿aceptará sufrir el dolor que supone derivará de su buen comportamiento a cambio de las más sonoras alabanzas? No; lo que hará será comportarse mal (o sea placenteramente, según cree) y luego disfrazar los acontecimientos de tal modo que sugieran que se ha comportado bien, con lo que recibirá los "placeres" de la adulación sin haber resignado los "placeres" del delito. Eso es a lo que se dedica el 99,4 % de los políticos, incluidos los que no son concientes de tal maniobra, como seguramente no lo era Bentham (puesto que tenía, como todas las personas "influyentes", una idea del delito moral similar a la del delito jurídico, creyendo así que la economía moral no pena la riqueza en medio de la pobreza, entre otras cosas). Además, Bentham suponía que las alabanzas necesariamente van dirigidas hacia quienes se supone se han comportado noblemente. ¡Craso error! ¿No fue Hitler uno de los hombres más idolatrados de este siglo? Si queremos montar un sistema de moral que aconseje la alabanza, primero tendríamos que lograr que la gente sepa discernir entre lo que es digno de alabanza y lo que no, algo que me parece muy difícil puesto que ni los más grandes pensadores de la historia están de acuerdo en tan espinosa materia.

Pero me parece que se me fue la mano con las críticas. La idea central del libro es, a mi criterio, absolutamente verdadera. Bentham pifia un poco en algunos conceptos menores, que no hacen al fondo de la cuestión. "Hagan ruido cuanto quieran con palabras sonoras y vacías de sentido, no tendrán acción alguna sobre el espíritu del hombre; nada habrá que influya en él, sino la aprehensión del placer y de la pena" (II, pp. 142-3). Estoy cierto de que muchos pensadores opinan igual, pero por un motivo u otro no lo dicen, o no lo dicen tan apasionadamente como Bentham, que por eso, a fin de cuentas, me cae simpático.

Y además lo admiro. A él no se lo diría, por supuesto. Pero sepa todo el mundo, menos Bentham, que admiro a Bentham.

¿Necesita el autor justificarse del ardor que ha empleado en defender la causa de la dicha? Es causa esta, ante la cual todo otro objeto no tiene sino importancia secundaria. Es causa fuera de la cual nada tiene el hombre que desear ni que cumplir. Es el solo bien que lo une a lo presente, a lo pasado, a lo futuro. Es el tesoro que contiene cuanto posee y cuanto espera. ¡Dichoso el que pudo a lo lejos enseñar el edificio! ¡Más dichoso aún el que abrirá sus puertas!

Deontología, palabras finales

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Autor:

Cornelio Cornejin

[1] Análisis incluido en mis Citas y notas, principios de 1999.

[2] Muchos no coincidirán conmigo en eso de que la compasión es placentera. Yo creo que quienes creen sufrir en presencia del dolor ajeno lo creen por pura asociación de ideas, sin haberse tomado el trabajo de discernir y juzgar detenidamente sus sensaciones. Por mi parte, no tengo miedo de ser considerado un inmoral al afirmar que me causa placer el tomar conciencia del dolor ajeno. Lo único inmoral es la mentira, y mentiría si dijese que los sufrimientos de mis seres queridos, cuando penetran en el último escalón de mi conciencia, no me provocan una sensación extrañísima, que rara vez experimenté, y que poco tiene de dolorosa y mucho de placentera. Digamos que la contemplación de un dolor ajeno es dolorosa siempre y cuando no aparezca la verdadera compasión en el individuo que contempla; una vez aparecida ésta, la contemplación se torna placentera. Se me hará entonces una nueva objeción, diciéndoseme que si la compasión es placentera, y si la verdadera moral consiste en saber hallar los mejores y más duraderos placeres individuales, entonces no es moralmente correcto el intentar calmar o radicar el dolor ajeno, pues mermaría o desaparecería la compasión experimentada por el socorrista y con ella el placer que le era inherente. A esta refutación la contrarrefuto diciendo que para un hedonista es perfectamente moral renunciar a un placer si con esta renuncia se accede a otro placer mayor o más duradero, y esto es precisamente lo que sucede cuando, debido a nuestro accionar o a cualquier otra circunstancia, el dolor ajeno que causaba nuestra compasión se atenúa o deja de manifestarse por completo. En estos casos, los espacios emotivos que va desocupando la compasión los va ocupando instantáneamente la simpatía, que es la sensación placentera que causa en los espíritus sanos la contemplación del goce ajeno. La simpatía biene a ser la compasión positiva, y es muchísimo, muchísimo más placentera que cualquier compasión, debido a lo cual siempre es "negocio" evitar el dolor ajeno. Y si he nombrado a la compasión y no a la simpatía como una de las tres partes integrantes de la virtud es porque, siendo los dos conceptos esencialmente afines y complementarios, hoy en día la compasión está mucho más al alcance de nosotros que la simpatía, amén de que este último término se viene utilizando tan frívolamente que puede llegar a dar lugar a numerosos malentendidos.

[3] Este dolor interno no es el que provoca el remordimiento, como muchos estarán pensando. El remordimiento implica la suposición de la existencia del libre albedrío, algo que a todas luces parece ser un invento de una conciencia primitiva y de una primitiva teología. El dolor al que me refiero es el dolor corporal o espiritual causado directa o indirectamente por nuestro accionar inmoral, como enfermarse por fumar, recibir una contravenganza de nuestra venganza, ser abandonado por un amigo al que le negamos un favor, etc.

[4] Para quien ponga en duda que Sócrates, con su cinismo y pobreza, no perseguía otra cosa que su felicidad personal, aquí va el fragmento de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte con el que inicio mi diario: –Yo creía, Sócrates –le decía cierta vez el sofista Antifón–, que los que profesan la filosofía debían ser más felices. Pero me parece que sacas de la sabiduría un partido completamente contrario. De la manera como vives, un esclavo alimentado como tú no permanecería en casa de su amo. Los manjares más groseros, las más viles bebidas te contentan. Es poco estar cubierto con un mal manto, que te sirve en estío lo mismo que en invierno. No tienes ni calzado ni túnica. Además, rehúsas el dinero. Y es bueno procurárselo. Hace vivir con más placer y decencia. En todas las profesiones, los discípulos siguen el ejemplo del maestro. Si los que te tratan se te asemejan, creo que enseñas el arte de hacerse desgraciado. –Antifón –le contestó Sócrates–, me parece que supones que vivo muy tristemente, y estoy seguro de ello, preferirías morir a vivir como yo. He aquí lo que encuentras tan duro en mi manera de vivir. Primero, los que reciben un salario están obligados a cumplir la condición bajo la cual obtienen ese dinero. Por lo que a mí se refiere, como no recibo nada no estoy obligado conversar con gentes que me desagradan. Desprecias mis alimentos. ¿Son menos sanos que los tuyos, menos nutritivos, más difíciles de hallar, más escasos y más caros, o bien los manjares que para ti condimentan son más agradables a tu paladar que los que yo me procuro? ¿Ignoras que con un buen apetito no hay necesidad de condimento, y que quien bebe con gusto no piensa siquiera en las bebidas que no tiene? "En cuanto a los vestidos, sabes que se cambian para prevenirse del calor y del frío, y que se lleva calzado por temor a que se hieran los pies al caminar. ¿Me has visto alguna vez retenido en casa por el frío, o, durante el calor, disputando la sombra a alguien, o, finalmente, no pudiendo ir adonde quisiera porque tuviese los pies heridos? Tú lo sabes: aquellos que tienen un cuerpo naturalmente débil se hacen superiores en los ejercicios a los cuales se entregan; los soportan mejor que los que nacidos más robustos han sido negligentes. ¿Crees que después de haber habituado mi cuerpo a soportar las privaciones y las fatigas, no las resistiré más fácilmente que tú, que no te has ocupado nunca de este cuidado? ¿Por qué no soy esclavo de la buena comida, del sueño, de la voluptuosidad? ¡Ah, es que conozco otros placeres más dulces, que lejos de limitarse al momento, prometen goces continuos! Sabes que no se emprende alegremente una empresa de la cual no se espera un buen éxito; pero se entrega uno con alegría a la navegación, a la agricultura, a cualquier trabajo, cuando se cree poder triunfar de él. ¿Existe, a tu juicio, una voluptuosidad comparable a la de esperar que se hará uno más estimable y que tendrá amigos más virtuosos? ¡Dulce esperanza de todos los instantes de mi vida! "Si se necesita servir a los amigos o a la patria, ¿quién tendrá más tiempo, el que vive como yo, o el que lleva esa vida donde colocas la felicidad? ¿Cuál será mejor soldado, el que no puede prescindir de una mesa suntuosa o el que se contenta con lo que halla? ¿Quién sostendrá con más constancia un puesto, el que quiere buscar manjares con grandes gastos, o el que vive feliz con los alimentos más sencillos? "Las delicias, la magnificencia, eso es lo que llamas felicidad. En cuanto a mí, creo que si no pertenece más que a Dios no tener necesidad de nada, es acercarse a la divinidad tener sólo necesidad de poco. Y como nada existe más perfecto que Dios, lo que más se aproxima a él, más toca de cerca también a la perfección”.

[5] La teoría del vómito estertórico figura en mis anotaciones del 19/7/97 como una especie de hipótesis auxiliar de otra idea más vasta que la requería. En honor a la brevedad extractaré de aquella entrada de mi diario aquellos párrafos que tengan una incumbencia específica con esta hipótesis harto inestable que bordea los lindes de la escatología: […] El amor que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de felicidad. Del mismo modo, el odio que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de desdicha. Cuanto más y mejor amante sea un ser, más feliz sería, y cuanto más y "mejor" odio profese, más desdichado. Sin embargo, esta condición no sería instantánea. […] Otra característica interesante sería la del "poder de almacenamiento" del inconciente. De acuerdo a esto, la felicidad o angustia devenidas, respectivamente, del amor o el odio profesados, no sólo no están obligadas a incursionar en el terreno de la conciencia en el mismo instante en que se produce la emoción, sino que además tienen la capacidad de unirse a otras manifestaciones similares "acumuladas" en el inconciente con el objetivo de agrandarse y mejorarse de modo que cuando emerjan a la conciencia formen un bloque compacto mucho más poderoso que cada una de las unidades que lo conformaban. Hay opiniones divididas respecto de si este poder de almacenamiento potencia las emociones que lo conforman o si simplemente es la suma de ellas, y lo mismo podría decirse del tiempo de acumulación en el inconciente, el cual, según algunos, potencia las emociones a surgir en la conciencia. […] Al ser la felicidad y la desdicha acumulables, se correría el riesgo de que se desperdiciasen en mayor o menor medida si el cuerpo del ser muriese antes de darle tiempo al inconciente de hacer el consabido traspaso hacia la conciencia. Aquí, para evitar esta malformación, es factible que se opere un procedimiento de emergencia –emergencia en amb la os sentidos de la palabra. En este caso, ante la proximidad de la muerte, el ser en cuestión sufriría lo que daremos de llamar el vómito estertórico, que vendría a ser algo así como el traspaso brusco del remanente inconciente de felicidad o angustia en dirección a la conciencia. Este remanente no sería por lo general muy abultado; pero en los casos en que lo fuera, el vómito estertórico se haría sentir con una presión arrolladora capaz de hundir o llevar al ser mucho más allá de los límites de su propia experiencia de vida. Para comprobar hasta cierto punto la veracidad de la tesis vomitiva, bastan los innumerables casos de moribundos que, en plena y dolorosa agonía, parecen entrar en un trance anestésico que, por propias manifestaciones orales o simplemente viendo la expresión de sus rostros, hace suponer a quien los contempla que no sólo han cesado sus sufrimientos, sino que además han ingresado en una especie de limbo del cual por nada del mundo querrían salirse. Del mismo modo, se conocen casos en que los últimos momentos de lucidez del agonizante se vuelven terribles, y no precisamente por el dolor corporal que pudiesen estar padeciendo. Algunas personas que, víctimas de paros cardiorrespiratorios, son reanimadas segundos después de que sus corazones dejaran de latir, también tienen mucho que agregar en favor del vómito. Ellos hablan tanto de "luces de infinita claridad", de "túneles mágicos" y de "placenteras sensaciones de paz y liviandad", como de "terribles precipicios amenazadores" o "insoportables visiones espectrales". Los que apoyan la religión del Cielo y del Infierno se agarran a estos datos como semiplenas pruebas sensitivas de que tales lugares existen, mientras que nosotros, sin negar la posible existencia de nada, apostamos al vómito estertórico como conclusión de un proceso de amor y de odio que lleva en sí mismo, primero implícita y luego explícitamente, sus propios castigos y recompensas.

[6] El fumar un cigarrillo constituye un placer impuro, porque suele implicar dolorosas consecuencias futuras para el fumador (que no sólo tienen que ver con su salud física). Pero ¿qué pasaría si alguien que fumase un cigarrillo, disfrutándolo al máximo, fuese al instante siguiente atropellado y muerto por un automóvil? Evidentemente, y dejando una vez más de lado al vómito estertórico, el individuo habrá saboreado su placer impuro sin pagar las consecuencias: una clara demostración de que los placeres impuros no implican necesariamente dolores que los contrarresten. Y así podría suceder con cualquier otro placer impuro, como el del consumismo, el del sadismo, el de la soberbia, etc.

[7] Pueden existir placeres impuros que sin embargo no sean deficitarios. Lo primero que me viene a la mente para ejemplificar esta situación es la imagen de un señor que ha tenido una noche de amores demasiado intensa y esforzada. Es probable que al día siguiente amanezca con sus partes nobles doloridas y sea presa de un debilitamiento general; pero estos dolores, ¿serán capaces de contrabalancear el placer experimentado en aquella memorable velada?

[8] "Soy torpe de lengua", le dijo Moisés a Dios cuando éste lo nombró su intermediario ante los hebreos (Éxodo 4: 10). Pocas veces me sentí tan identificado con el patetismo de una frase.

[9] "Lo sentimos mucho, tío Alberto" se llama ese capítulo, y data de 1987.

[10] He aquí, resumida, aquella entrada de mi diario en donde menciono al deseo científico: […] En realidad, decir que una proposición es verdadera o falsa sólo es correcto en el terreno de la matemática; en las demás ciencias lo indicado es hablar de proposiciones más certeras o menos certeras. Fuera de los números, la verdad absoluta no existe, y ningún juicio científico, por descabellado que sea, debe tomarse como erróneo: son sólo aproximaciones más o menos felices al hecho en sí, que lamentablemente nunca podremos percibir en su forma perfecta. Dejando de lado la intuición, que es una forma de conocimiento reservada únicamente a quienes saben vivir y gozar el ascetismo –el verdadero ascetismo, que no en todo coincide con el viejo ascetismo católico–, hay en el terreno de la búsqueda de la certeza […] un falso dualismo, que se ha visto propiciado por ciertas entidades postulantes de dogmas que parecen ir muy en contra de las leyes naturales. Me refiero a la separación entre verdades de razón y verdad de fe. No creo que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales en el sentido de que no obedezcan a un razonamiento estricto de nuestra mente. La prueba más concreta de esto está dentro mismo de su enunciado. "NO CREO que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales". Estoy presentando un argumento en forma racional, pero lo presento a modo de creencia, a modo de fe, porque no es posible ir con la razón hacia un lado dejando en otro lado la fe. Hay veces que desecho esta manera de decir las cosas, pero lo hago simplemente para no cansar al lector, porque si hemos de ser rigurosos, todo lo que afirmamos racionalmente (exceptuando las verdades matemáticas) lo afirmamos por fe, porque nunca disponemos de pruebas tan contundentes como para convertir a la fe en un artículo innecesario. Ahora bien, ¿qué es eso que la gente dice que "siente" como algo verdadero a pesar de que racionalmente se inclinaría por una opción diferente? Pues ese es el deseo científico. Es el desear que algo sea de determinada manera, independientemente de las evidencias y razonamientos que opongamos al deseo. La antinomia no es entre razón y fe, sino entre la razón y la fe por un lado, y el deseo por otro. Es la creencia contra la querencia.

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