Jeremy Bentham y la ética eudemonista[1]
(Las siguientes citas fueron extraídas del libro Deontología o ciencia de la moral (1834); París, Librería de Gouas, ¡¡1839!! (3 tomos).
Un hombre, un moralista ocupa gravemente su cátedra y desde ella se le ve dogmatizar en frases pomposas sobre el deber y los deberes. ¿Por qué ninguno lo escucha? Porque mientras él habla de deberes, cada uno piensa en los intereses. En la naturaleza del hombre está el pensar antes que todo en sus intereses, y por aquí es por donde todo naturalista ilustrado creerá que es de su interés comenzar; él bien podrá hablar, bien podrá hacer, el deber siempre cederá el paso al interés (Jeremy Bentham, Deontología, o ciencia de la moral (1832), tomito I, p. 23).
Correctísimo.
En sana moral jamás podría consistir el deber de un hombre en hacer aquello que tiene interés en no hacer. La moral le enseñará a establecer una justa estimación de sus intereses y de sus deberes; y examinándolos notará su coincidencia (ibíd., p. 24).
¡Excelente!
Acostúmbrase decir que un hombre debe hacer a sus deberes el sacrificio de sus intereses. Tampoco es raro oír citar tal o cual individuo por haber hecho semejante sacrificio, y nunca se deja de manifestar la más profunda admiración. Pero si consideramos el interés y el deber en su más alta acepción, nos convenceremos de que en las cosas ordinarias de la vida, ni es practicable ni tampoco muy apetecible el sacrificio del interés al deber; que este sacrificio no es posible, y que si pudiese realizarse, nada contribuiría a la dicha de la humanidad (p. 24).
Si lo tuviera, ¡me sacaría el sombrero ante tamaña claridad de ideas!
El empleo de un moralista ilustrado consiste en demostrar que un acto inmoral es un cálculo falso del interés personal, y que el hombre vicioso hace una estimación errónea de los placeres y de las penas (p. 26).
Esto ya no es excelente. Es perfecto.
En escribir esta obra no nos proponemos otro objeto que la dicha de la humanidad, la dicha de cada hombre en particular, tú dicha en fin, oh lector, y la de todos los hombres (p. 26).
Lo que yo me propongo al transcribir esto es, en primerísimo lugar, acrecentar mi propia dicha, y luego, la del resto de los hombres y demás seres vivos. Obviamente, la una depende directamente de las otras.
Nos proponemos extender el dominio de la dicha por doquiera respire un ser capaz de gustarla; y la acción de un alma benévola no se limita a la raza humana; porque si los animales que llamamos inferiores no tienen algún derecho a nuestra simpatía, ¿sobre qué se apoyarían los títulos de nuestra propia especie? La cadena de la virtud abraza toda entera la creación sensible. El bienestar que podemos partir con los animales está íntimamente ligado con el de la raza humana, y el de la raza humana es inseparable del nuestro (pp. 26-7).
Esto está muy bien, pero contrasta lastimosamente con lo escrito en la p. 28:
Nosotros les quitamos la vida [a los animales que nos comemos] y en esto tal vez somos justificables; la suma de sus sufrimientos no iguala la de nuestros goces: el bien excede al mal.
No hay justificación posible (excepto para los esquimales) que nos exima de considerar inmoral cualquier matanza intencional de un animal inofensivo. Pero justifico a Bentham por creer, como casi todos los occidentales de su época, que los animales eran el mejor alimento que podrían consumir los humanos: en aquel entonces no se hacían estadísticas sobre accidentes cardiovasculares y cánceres de intestino.
La virtud se divide en dos ramas, la prudencia y la benevolencia efectiva. La prudencia tiene su asiento en el entendimiento; la benevolencia efectiva se manifiesta principalmente en las afecciones, que cuando son fuertes e intensas constituyen las pasiones (p. 29).
Esto es asombrosamente parecido a lo que yo entiendo por virtud: la compasión inteligentemente activa, siendo la compasión el placer no morboso que uno experimenta contemplando el sufrimiento ajeno, siendo la inteligencia la capacidad de hallar una solución que termine con ese dolor o al menos lo atenúe y siendo la actividad la valentía de que disponemos para llevar a la práctica la solución ideada por la inteligencia. Compasión sin inteligencia es la compasión del tonto que percibe el dolor ajeno pero que no sabe cómo remediarlo; compasión sin actividad es la compasión del cobarde que percibe el dolor ajeno y sabe cómo remediarlo, pero no se anima a efectual el socorro. Todo se reduce a ser amantes, sabios y poderosos. Si alguna de las puntas del triángulo no está lo suficientemente afilada, nuestra virtud queda coja[2]
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