Sobre esta novela breve:
Un famoso escritor de provincias realiza un viaje a La Habana para acordar con su agente literario los nuevos negocios que piensa emprender con las editoriales, de forma que pueda mantener su elevado nivel de vida y el de su familia, a quien mientras se encuentra en un lujoso hotel recuerda constantemente. También desde su habitación escucha lo que sucede en la aledaña a la suya, y el conocer el drama que se desarrolla allí adentro lo lleva a imaginar la trama de una nueva novela. Sin embargo, el final sorpresivo le sugerirá al lector un drama bien diferente al que ocurre en la otra habitación. Ahora bien, desde la primera página hay una clave que quizás algunos lectores no adviertan y entonces en la última página es que descubran el dato escondido.
Capítulo 1
Durante el atardecer de mi primer día en La Habana, recostado contra la ventana del hotel, me entretengo mirando hacia el malecón. Pasan gran cantidad de ciclistas y algunos automóviles; el sol aún alumbra tenuemente contra el mar, desatando con sus rayos un arco iris que al ser reflejado por las aguas me deja deslumbrado. Regulo el aire acondicionado porque siento que las gotas de sudor corren por todo mi cuerpo, regreso hasta la cama y me acuesto sin desvestir.
Entrecierro los ojos y escucho a la sordina una conversación que viene desde la habitación aledaña a la mía. Oigo apenas unos susurros, voces apagadas, quizás hasta una risa entre palabra y palabra. La risa en unas oportunidades es de una mujer, en otras es un hombre quien prorrumpe en una carcajada estentórea, plena de vitalidad y alegría. Boca arriba en mi cama, mientras intento encender un cigarro ensalivado por culpa del fósforo negado a prenderse, observo con toda calma esta habitación donde me encuentro. Estoy cansado. Luego de casi veinte horas de viaje en un tren colmado de incontables aromas contradictorios, desde el perfume de jazmines y violetas hasta el de pies sin lavar, desde el de la comida guardada en vasijas hasta el del polvo de los pasillos del vagón, uno desea abandonar todo el cansancio acumulado en una cama cualquiera y ahora a mí el rumor del equipo de aire acondicionado, el tenue olor de sábanas planchadas al vapor y el ambiente de pulcritud en que me encuentro, casi me adormecen. De inmediato pierdo todo interés por las paredes blancas, recién pintadas, sin una mancha o un graffiti como los que acostumbran escribir los enamorados en los hoteles de mala muerte, y continúo escuchando la conversación de mis vecinos.
De pronto, el hombre comienza a rugir improperios; lo imagino saltando contra la muchacha (estoy convencido de que se trata de una muchacha: el tono de su voz es suave, claro y uniforme; las mujeres mayores en general hablan de una manera quebradiza, ronca; en cambio, las jóvenes poseen una voz atiplada parecida a la de un muchacho impúber) para apretar alguna parte de su cuerpo, quizás un brazo, violento y furioso: estaba engañándolo y a él no había mujer que lo convirtiera en tarrudo; ella muy bien lo conocía, y aunque la amaba como jamás había adorado a mujer alguna, no le iba a perdonar una traición. Le recordaba con insistencia su credo moral como hombre, la situaba en la disyuntiva de escoger entre un ambiente rodeado de comodidades y aquel en que vivía antes, sórdido, lleno de gritos callejeros en un solar asqueroso, obligada a asistir durante las mañanas a la escuela y por las tardes a dedicar el tiempo disponible en ocupaciones domésticas rutinarias y agobiantes. La muchacha lloraba y hasta podría asegurar que de rodillas frente al hombre pedía perdón. Él ya no gritó más; mantuve pegada una oreja contra la puerta cancelada desde ambas habitaciones, mientras oprimía la colilla contra el cenicero de cristal labrado que descansaba encima de la amplia cómoda, y escuché el detenerse de los sollozos y el inicio de unos jadeos acompasados.
Comienzo a cepillarme los dientes con energía luego de una noche reparadora y me vienen a la mente los problemas prácticos a los que deberé enfrentarme durante el nuevo día. El primero de ellos, buscar alguno de los cambistas clandestinos conocido por mí para convertir una fuerte suma de pesos cubanos en dólares, porque me los venden a precio más bajo que en la casa de cambios estatal. Aquí, al contrario de la ciudad provinciana donde vivo, todo se cotiza en moneda dura y es necesario tenerla si se desea disfrutar de la vida.
La fragancia de la pasta dental, el golpe del chorro de agua contra el lavamanos y las notas de una canción de moda procedente de un radio cercano nublan mis sentidos, oscurecen mis percepciones del mundo exterior. Mi esposa en estos momentos debe haberse acabado de levantar y el mayor de nuestros hijos lo estará haciendo ahora; dentro de unos instantes él comenzará a calentar el motor del automóvil, a acelerarlo de una manera brusca como le tengo prohibido; el perro estará ladrando, su manera típica de reclamar que alguno de los niños pequeños vaya a zafarle la correa y apenas se vea libre meneará la cola echando a correr hacia el jardín donde abrirá algunos huecos.
Acabo de afeitarme y mientras froto enérgico el rostro auxiliándome de una toalla, escucho a la pareja vecina hablar de dinero. Oigo perfectamente la palabra dólares y supongo que tendré por vecinos durante estos días a dos traficantes de drogas o de joyas; me acerco a la pared divisoria entre nuestras habitaciones y ya junto a la puerta cancelada me hago una idea del hombre mientras percibo su voz: tiene alrededor de cincuenta años, porque habla con un dejo no tanto de cansancio como de aburrimiento propio de la edad que acerca al hombre a la vejez. Apenas sabe proyectar su voz, la dicción resulta vulgar y algunas palabras del argot chabacano me revelan a un individuo sanguíneo, mal encarado, de alta estatura y guapetón. Al principio lo suponía extranjero, cuando mencionó los dólares; también anoche hablaba en un susurro y hubiese jurado que lo hacía con el acento propio del inglés; hoy en cambio ya sé que se trata de un cubano común y corriente, capaz incluso de amenazar a cualquiera con un cuchillo.
Mi intención primera es avisar a la policía. Miro hacia la mesa del teléfono e imagino mi conversación con la empleada que atiende la pizarra central; me escucho a mí mismo pedirle comunicación hacia el exterior del hotel aunque en realidad apenas me he movido de mi sitio: la muchacha del cuarto vecino ríe con estridencia tal que a mis oídos llega una especie de burla obscena, descarada. La supongo desnuda, sentada en una silla, las piernas abiertas, mostrándole su sexo pulposo al hombre, porque éste alude con palabras soeces a esa zona del cuerpo de su pareja preguntándole al final si las señales en el interior de los muslos fueron mordiscos furiosos o de placer por parte del italiano.
Decidido a conocer a mis vecinos, comienzo a vestirme cuando la conversación de ellos languidece con una pátina de ciruelas amargas o de almíbar recocido; hablan sólo de ganancias y posibilidades de viajar fuera del país. Él revela sus planes de una manera brusca: quizá el italiano los acepte a ambos en su habitación esta noche; de suceder así, podrían volar la próxima semana a Milán y allá introducirse en los negocios de la sociedad anónima Giusseppe-Rosy. Entonces comprendo quiénes son.
Durante mi recorrido por el amplio pasillo de baldosas pulidas del hotel, adivino que las paredes fueron pintadas hace poco. Quedan minúsculos rastros de pintura en el piso y el blanco es aún deslumbrante, sin las señales de decadencia que suele imponer el decurso del tiempo sobre el emblemático color de la pureza. Observo breves instantes el mar por uno de los amplios ventanales; las olas embravecidas golpean los muros de contención y el viento agita mi pelo. Dentro del ascensor, recompongo el peinado maquinalmente mientras calculo dónde podrán estar mis hijos y mi esposa ahora mismo; la ascensorista oprime un botón luego de yo formularle una pregunta banal y me mira fijamente antes de contestarme. En estos segundos de encierro obligado con ella juego a adivinar sus pensamientos, como si fuese un personaje ocasional de mis novelas. Me está juzgando, indiscutiblemente; considera que soy uno de esos empresarios estatales cubanos de la última hornada, recién estrenado en el mundo de los negocios (hasta ayer, dirá ella para sí, un simple agitador, acostumbrado a repetir consignas), y que estoy adiestrándome en la técnica del trato protocolar, las reglas del buen vestir y las normas del bien hablar. Eso podría pensar esta mujer de mirada triste, encanecida, que viste un elegante uniforme muy bien planchado; o tal vez no, quizás los pensamientos que le supongo sólo sean el resultado de mi inveterada costumbre de narrador, obligado a dotar de cuerpo físico o psicológico a cada uno de los personajes de ficción que cobran vida en mis relatos. Llegamos a mi destino y ella me despide con un: "Su piso, señor", atento aunque impersonal, ajena a toda intención de recibir las gracias por haberme evitado bajar unos cuantos escalones, sino deseosa de que introduzca mi mano en el bolsillo y le obsequie una propina.
Sentado en una mesa solitaria del restaurante ocupo el tiempo en varios asuntos a la vez. Por una parte, he elegido un lugar apropiado para vigilar a todos cuantos entren porque me he propuesto adivinar quiénes son mis vecinos de habitación; mis hijos ocupan fracciones de segundos de mi pensamiento y creo escuchar también a mi esposa riñendo con los tres, veo al perro atado a la cadena ladrando desde su soledad contra delincuentes que no existen y escucho al panadero anunciar con su silbato que hoy no habrá dificultades para el desayuno; imagino el encuentro en horas de la tarde con mi agente literario durante el cual espero recuperar la confianza en el valor de mi obra y la entrevista del día siguiente con la editora de mi última novela. También recuerdo la discusión violenta una semana antes entre mi esposa y yo porque olvidó reservar mi pasaje en avión con destino a La Habana con un mes de antelación, motivo por el cual me vi obligado a trasladarme en tren hasta aquí.
La camarera llega junto a mí, con la fragancia de los azahares desbordando sus poros. Adopta una posición rígida, como si temiera equivocar el método de servir el desayuno aprendido en la escuela gastronómica. En ese instante, la puerta del restaurante se abre y el capitán guía una pareja hacia la mesa más cercana a la mía. Son ellos, por supuesto; mis vecinos de habitación a quienes he estado espiando desde mi llegada, escuchando sus conversaciones fragmentarias, oyendo los suspiros de placer que intercambian, enterándome de los detalles de su convivencia íntima. Resulta indudable: ronda en mi cabeza el plan de una nueva novela basándome en ellos como personajes centrales; sin embargo, no acabo de dar con el título pues son muchos ya entre mis libros publicados los que comienzan con las palabras muerte, asesinato y sangre.
La muchacha, cuya blanca piel contrasta con el amarillo del pelo y el negro de sus vestidos, trata de afectar una clase elevada que no posee. Parece elegante, fina, delicada, al mover sus dedos con gestos amanerados; acaricia una y otra vez la servilleta, roza la copa barrigona y el esbelto vaso colocado a su derecha y sonríe cautelosa. Los tatuajes en los brazos, las uñas pintadas cada una de distinto color, los pendientes en sus orejas, las medias negras, los finos zapatos de charol y los espejuelos oscuros que descansan encima del pelo, me permiten identificarla como una de las tantas jineteras que empiezan a colmar nuestras ciudades más importantes. Es linda, cómo podría negarse. Y sobre todo muy joven: apenas unos quince años y probablemente no los haya cumplido. Ahora recuerdo las alusiones del hombre la noche antes; en realidad se trata de una chica en edad escolar que ha abandonado las aulas a cambio de la vida galante recién surgida entre nosotros de una manera pública y que ya todos vemos como parte de nuestro folclore. El hombre viste como yo, pantalón pitusa y pulóver de marca. Varias prendas de oro adornan sus manos. Es mayor que la muchacha al menos en treinta años.
Acabo de desayunar y salgo, dispuesto a gastar toda la mañana paseando tranquilamente a lo largo del malecón.
Capítulo 2
Regreso al hotel bien tarde, quizás las dos de la madrugada o algo así. En la habitación vecina el hombre y la mujer entrechocan vasijas de cristal contra una botella. Escucho claramente el tintinear del vidrio y las risas alegres de la pareja; antes de accionar el conmutador del aire acondicionado oigo algunas palabras aisladas del hombre y luego empiezo a desplazarme por mi habitación, con la euforia propia del escritor que está a punto de firmar un jugoso contrato con una importante editorial.
Sentado en la cama, desnudo el torso, sin zapatos ni calcetines, la temperatura no tan baja como en el instante de mi entrada aunque fría según mis costumbres, siento deseos de ir hasta la puerta divisoria. Si estuviese en uno de aquellos hoteles antiguos, como los que utilizaba cuando mi posición económica no me permitía otra alternativa, habría tenido a mi disposición un agujero disimulado por un taco de papel sanitario comprimido. Aquí no hay posibilidad para tal trampa propia de voyeristas: las puertas son nuevas e impiden a los ojos penetrar los secretos de los vecinos; en cambio, las palabras atraviesan las paredes y ya estoy de nuevo escuchando.
Suena el timbre del teléfono con su aviso ronco y amortiguado; lo atiende la muchacha, revelando su nombre: Estrella. Contesta amable, casi de una forma amorosa y confidencial. Bajará de inmediato; pide que le repitan el número de la habitación y cómo desea que vaya vestida.
Me voy a la cama con el ánimo fogoso, la sangre ardiente, la soledad comiéndome las entrañas y a punto de estallar las ganas de tener a Estrella conmigo, quitarle una a una sus prendas de mujer complaciente y pasar el resto de la madrugada dentro de su vida. Imagino al supuesto marido de Estrella sentado en una butaca de cuero acolchado fumando con calma el cigarro mientras ella sale dejando en el ambiente su inconfundible perfume.
Decididamente, he perdido el sueño. No acostumbro dormir fuera de mi casa con frecuencia, pues de tal manera me he habituado a las pequeñas comodidades hogareñas de mi residencia cálida y silenciosa (el jardín interior sombreado con frutales que recorro al trote cada mañana con el propósito de restaurar mis herramientas de narrar porque mientras trabajo con ellas pierden el filo o sufren alguna melladura; la presencia de dos mujeres como de la familia que cumplen las obligaciones domésticas en silencio en horas de la mañana; los alimentos colocados a mi paso para que no me distraiga con futilidades tales como pedir un jugo o un bocadito de jamón durante mi caminata habitual por el interior de la casa dictando a la grabadora portátil algún capítulo espeluznante o aterrador) que me molestan el olor a resina de pino del lavabo, la dureza almidonada de las sábanas y el bullicio de los vehículos de esta ciudad que apenas duerme.
Al día siguiente modifiqué mis planes: en lugar de ir donde mi agente literario en horas de la tarde, decidí visitar a Espinosa, quien me atendió como en mis años juveniles, cuando me hospedaba en su vieja casa porque jamás resistí la vida hacinada y bulliciosa de los cuartos en los edificios para estudiantes becados. Primero nos vimos en el apartamento de la calle Fragancia y luego de soportar sus efusivos abrazos, saludé a toda la familia. Los niños como siempre me acribillaron a preguntas, tratándome con la confianza que permite a los más pequeños recostarse contra las piernas de los mayores mientras nos miran desde su infancia entre irreverentes y admirados. La madre de Espinosa, autoritaria, ordenó a su nuera traerme café; advertí que ésta fruncía los labios en un mohín de disgusto y mascullaba entre dientes una palabra obscena. Acababan de comer, me dijeron; si quería, podían calentar para mí unas carnes con papas y una buena cantidad de congrí. Rehusé entre risotadas tanto de Espinosa como mías; cinco años antes aquellos restos constituían para ellos un banquete al día siguiente; ahora en cambio los echaban a la basura, aclaró Espinosa brindándome de sus cigarros.
Al poco rato llegó el hijo mayor; la alegría de verme se tradujo en apretones de sus manos cual tenazas acostumbradas a operar un equipo pesado. Apenas se sentó, hizo que uno de los hermanos menores fuese a la cocina en busca de café para él. Traía una noticia de las que yo considero fabulosas para mis novelas. En el vertedero donde trabajaba habían aparecido dos cadáveres; así lo dijo, sin detenerse cuando bebía el café y tomaba uno de los cigarros del padre. Le pedí explicaciones y primero pensó unos instantes, como indeciso, antes de responder. Eso: dos cadáveres, repitió meditabundo. Los obreros revolvían con sus palas en horas del mediodía una de las montañas humeantes, como era habitual, buscando algo aprovechable; él mismo, en una oportunidad, había hallado un ventilador sin aspas aunque con el motor en buen estado y en otra ocasión encontró un saco herméticamente cerrado en cuyo interior descubrió una ametralladora y cuatro pistolas. De momento, una de las palas de los obreros tropezó con una masa compacta, endurecida y blanda a la vez; un rostro picado por las hormigas, unas ropas hechas jirones, otro rostro inflamado y unas carnes a punto de desprenderse de los huesos, fueron puestos al descubierto cuando entre todos terminaron el trabajo. El hijo de Espinosa perdió fondo a partir de este momento en su historia, entreverándola con todo tipo de suposiciones. Resultaba desbordante su imaginación como otras veces que me había contado estas anécdotas del bajo mundo en la capital habanera; raptos de niños, violaciones de jovencitas por diez o doce asaltantes, suicidios de familias completas, eran sus temas predilectos. Yo siempre he pensado que él fantasea para ofrecerme materia prima destinada a mis novelas y por tal motivo tomo sus palabras con una parsimonia realmente impropia de mi carácter: en mi vida cotidiana, suelo reaccionar con repugnancia ante hechos violentos, a pesar de que mis amigos personales y los enemigos literarios me han acusado más de una vez de sádico porque en mis novelas, dicen, la sangre se huele entre las líneas impresas.
Después de unas horas de conversación y de haber terminado de beber el contenido de una botella verde con un licor escocés de calidad bastante aceptable, atravesamos a pie la plaza de España acalorados y alegres. A pesar de la oscuridad reinante, al acercarme a la calle Gibraltar fui rememorando cada muro de ladrillos sin repellar, cada charco de inmundicias, cada depósito de basura revuelto por los perros callejeros, recuerdos que me llevaban de regreso a mi juventud de estudiante una veintena de años atrás, cuando aprendí un teorema que me había ayudado a descubrir la forma de resolver lo más difícil en la vida: cómo escalar hasta una altura desde la cual la lucha por la subsistencia no atenacen el estómago ni la mente. Espinosa, hijo del mejor amigo de mi padre durante sus años de luchas sindicales, me enseñó el método de solución general de problemas complejos en el transcurso de varias noches de conversación en aquella misma sala con mosaicos dispuestos en forma de tablero de ajedrez donde nos hallábamos ahora recordando las noches de intensa conversación sobre los problemas más complejos que planteaba la vida durante los años de mi juventud en que nuestra generación se dividía entre los que adoraban a los Beatles y quienes soñaban con convertirse en guerrilleros como el Che Guevara. Espinosa, su hijo y yo, con nuestras historias volvimos a llenar la sala de gente bulliciosa, jóvenes casi todos, melenudos algunos y otros con el pelo cortado hasta límites variables. Durante aquellas reuniones de los tiempos pasados, hablábamos a veces sin respetar la palabra de otro, vehementes y hasta furibundos. Nos resultaba inadmisible pertenecer a una minoría, casi todos artistas: músicos, pintores y amantes de la literatura. También había algunos representantes de especialidades técnicas aunque a todos nos unía un factor común: nos sentíamos aplastados por los convencionalismos ideológicos de la ultraizquierda marxista gobernante a todos los niveles en Cuba durante aquella etapa. El hijo de Espinosa entonces era apenas un niño como sus hermanos ahora pero recordaba aquellos encuentros. Allí nos reuníamos los estudiantes que pugnábamos por graduarnos un día para, según pensábamos, servir mejor a la humanidad. Espinosa, profesor universitario entonces, aceptaba las tertulias con cierta resignación. Mantenía alquiladas de manera clandestina cuatro habitaciones en la enorme casa heredada al morir el padre porque el dinero de la renta unido al salario le permitía si no una vida muelle al menos relativamente holgada; eran tiempos de crisis aunque el dinero poseía un valor decente.
El hijo de Espinosa iba creciendo y el padre comprendía que nuestras tertulias olían a pólvora. Las canceló con uno de sus ucases característicos: se acabó, no quiero más reuniones en mi casa, se me están largando todos de aquí. Sólo quedé yo como inquilino, ocupando el cuarto del fondo en una de cuyas paredes había escrito durante una de mis borracheras de ron, palabras y poesía el siguiente graffiti: "God, also saves to the world but me". El cuarto donde estudié asignaturas como Teoría General del Arte, Lenguas Romances e Historia Comparada de la Cultura, que de nada me habían valido para servir a la humanidad.
Después vinieron las noches de íntimas conversaciones entre Espinosa, su hijo, su esposa y yo. Fueron las noches más importantes de mi vida porque en ellas aprendí la forma de resolver cualquier tipo de problema complejo.
El hijo de Espinosa me trae de nuevo al presente preguntándome si abría otra botella. Miré los mosaicos que imitaban un tablero de ajedrez sintiéndome indeciso; su historia sobre los dos cadáveres encontrados en el vertedero donde trabajaba me mantenía en vilo, comprendiendo que no sólo en mis novelas ocurrían asesinatos; los recuerdos de Espinosa me llevaban a un pasado no tan glorioso como yo mismo lo soñara mientras lo vivía y ejercían en mi ánimo una especie de inquietud por el destino del universo. Yo sólo deseaba entrar de nuevo a mi antigua habitación para recordar mi frase favorita: "God, also saves to the world but me". Después solicitamos un taxi y casi de madrugada regreso a mi habitación; me siento eufórico gracias a la cantidad de ron bebido.
Tentado de descolgar el teléfono y comunicarme con la habitación vecina me sorprendo levantándome de la cama. Tendría mucho que decirle a cualquiera de los dos, pero si se trataba de la muchacha podría utilizar ventajosamente la información obtenida en horas de la mañana, cuando conversé con mi viejo amigo Omar Verdecia, ahora flamante barman quien no por haber pasado de botones a tan ventajosa posición dentro del hotel (además de generosas propinas, tenía la posibilidad de recibir encargos confidenciales de cuantos querían correr una aventura lejos del hogar) dejó de tratarme con la familiaridad a que me tenía acostumbrado.
Omar Verdecia en ocasiones se detenía frente a mí, mientras secaba un vaso o preparaba uno de sus tragos especiales. Su frente brillante y la piel negra le daban un lustre de boxeador retirado; en realidad, más de uno lo confundía con un excampeón del mundo pugilístico y eso le valía que los extranjeros lo llamaran Kid Cofee, mote que aceptaba entre orgulloso y resignado. Estrella apenas rondaba los catorce años, me dijo en tono confidencial; era toda una ninfa apetecible y cremosa. Su nombre verdadero no era Estrella: éste era una especie de seudónimo con que encubría las aventuras sexuales de las que participaba con frecuencia en el hotel. El hombre, Jorge Rodríguez, primero se sometió a un romántico noviazgo con ella y luego la desfloró en una posada. Al menos, afirmaba Omar Verdecia mostrándome sus dientes sanos y fuertes, eso le había contado el propio Jorge una noche de borrachera solitaria, celoso porque su ninfa había ido a acostarse con un artista español bien parecido, casi tan joven como ella, sin contar con su autorización.
Camino hasta la mesa donde se encuentra el teléfono y lo descuelgo; sin embargo, no llego a realizar la llamada que me proponía porque oigo cerrar bruscamente la puerta de la habitación vecina y una voz de mujer prorrumpe en una risa estridente. Escucho, pegado contra la puerta, un golpe seco como de una mano al caer contra la cara. El hombre le habla violento: que dejara de joder y le entregara los dólares.
Capítulo 3
Despierto con una sensación de haber sido golpeado en todo el cuerpo; tengo deseos de vomitar, el dolor de la cabeza es punzante y mis piernas se encuentran entumecidas. Como siempre que me excedo en la bebida, quisiera retornar al día anterior y no haber probado un solo trago. Lleno el lavamanos hasta el borde casi, introduzco en él la toalla y cuando ha absorbido toda el agua posible, envuelvo mi cabeza con ella. Recostado contra la pared, el líquido chorrea por mi cuerpo desnudo; mantengo los ojos cerrados evitando todo movimiento y siento cómo la tranquilidad comienza a invadirme. Para calmarme, imagino que estoy en un bosque de pinos; el viento frío bate las ramas y a lo lejos un caramillo entona una melodía armoniosa, sugiriéndome colores verde y azul claro, sabor amelazado en la boca, deseos de soñar. Sueño de pie en el área del baño; aparece Estrella dentro del mundo onírico como una niña treceañera, frágil y voluble. A nadie prefiere en particular porque desconoce aún el amor aunque lo desea, lo busca, indaga su significado. A Jorge Rodríguez, especie de partenaire sólo deseable durante los momentos de soledad, no lo ama, simplemente lo admira por haberla iniciado en los goces terrenales. Ella era una virgen destinada por Dios a ascender hasta su Corte Celestial y Jorge, con sus ojos de fuego, complexión de animal invencible, rugidos de bestia insatisfecha y rostro hermoso, vino a tentarla mientras ella oraba en un rincón de una iglesia. Estrella, lista ya para la ascensión a la Gloria, tierna y asexuada, recibió aquella visita del Maligno en el cuerpo putrescible de Jorge Rodríguez. Pero no imaginó en esos instantes en que vino a ser tentada, la imagen de su propia piel dentro de cuarenta años después, arrugada y colgante, ni creyó que las pústulas de una enfermedad venérea un día le afearían el rostro; tampoco, encandilada por la belleza de aquel hombre mucho mayor que ella, advirtió en sus pies las pezuñas protegidas por los zapatos a la moda. Conoció el gozo allí en el piso, desnuda por completo. La figura de un ángel apareció entre ellos mientras quedaban fundidos en una espasmo de placer y arrancó de la cabeza de Estrella la diadema luminosa que él mismo le había colocado años atrás.
Aquella visión dentro de mi sueño la convertí de inmediato en parte del plan de mi próxima novela cuyo personaje central, ya estaba decidido, sería la misma Estrella que yo iba fabricando con las referencias del mundo real y mi imaginación; aquella visión, reitero, me dejó conmovido. Era un aviso: desde el accidentado viaje en el tren, y luego a partir de la ruptura de mis hábitos cotidianos de levantarme a las cinco de la mañana, realizar los ejercicios físicos en el jardín y tomar el desayuno en compañía de mi esposa y los niños, estaba perdiendo por completo la paz espiritual que necesitaba para escribir. Como consecuencia de tantos desastres en mi vida, me había emborrachado la noche anterior en compañía de mi agente literario.
La interpretación del sueño con Estrella me llevó a varias reflexiones. La retirada de la diadema luminosa no significaba la pérdida de la virginidad, sino la expulsión del paraíso por culpa de las veleidades humanas. Para mí, la mayor veleidad de los hombres en los últimos tiempos era haber introducido en sus cuerpos el flagelo llamado SIDA. Por lo tanto, quedaba claro: el virus rondaba a Estrella, si no como una realidad al menos como una posibilidad. Y el aviso significaba que debía apartarme de todo contacto con la jovencita.
Luego de ducharme comienzo mi afeitado habitual; me sorprendo a mí mismo silbando una vieja canción romántica que habla de un árbol, una niña y una flor, y no puedo evitar el recuerdo de mi esposa. De tenerla a mi lado, no existirían preocupaciones domésticas ni existenciales para mí; ya hubiera vencido el miedo a enfrentarme a las páginas en blanco, la novela sumaría el centenar de cuartillas y Estrella sería una imagen tangible, corpórea y humana que habría aparecido asesinada dentro de la habitación de un lujoso hotel habanero.
Abro la puerta lentamente, en una actitud furtiva y casi cercana a la clandestinidad, como si con esta actitud sigilosa pretendiera no despertar a Estrella y Omar, quienes según supongo aún están dormidos; siento la tentación de volver a cerrar la puerta de mi habitación y aplicar el ojo al hueco de la cerradura con la intención de descubrir qué sucede allá adentro. Quizá él tenga una gruesa pierna velluda encima de los muslos níveos y perfectamente lisos de Estrella; habrán hecho el amor de manera desenfrenada luego de la incursión de la jovencita por otras habitaciones. Concluyo con tristeza, porque ya amo a Estrella, que su cuerpo de una blancura inigualable, al que los efectos del sol tropical han dado un aspecto de morena en ciernes, se limpia cada noche con el amor de su Jorge luego de haber sido hollado por atacantes furibundos, violadores de capa y espada que sacan de sus faltriqueras doblones de oro cuando concluyen los espasmos indicadores del final del orgasmo.
Continúo camino sin haberme atrevido a husmear en la intimidad de mis vecinos y al salir del ascensor entro al restaurante donde comienzo a consumir lo que me trae la camarera. La cerveza bávara es lo primero; aunque no es mi costumbre solicitar este tipo de bebida en horas tan tempranas, en el restaurante del hotel donde me encuentro forma parte de una tradición dictada por la etiqueta; en todas las mesas hay una o dos botellas achatadas y barrigones color ámbar. Bebo con toda parsimonia, sin decirme que espero ansioso la llegada de Jorge y Estrella con la intención de presentarme ante ellos con cualquier pretexto, mientras rememoro mi encuentro de la noche anterior con mi agente literario que concluyó con otra de mis memorables borracheras.
Mi agente literario me recibió en la sala de su casa, amplia y ventilada; reproducciones hermosas de cuadros célebres, un Rubens, algunos Degas y un Renoir, confeccionados por artesanos quizás tan excelentes pintores como los famosos artistas, adornaban las blancas paredes. El servicio del té, de porcelana auténtica, colocado cerca de nosotros en una mesa con el tablero de cristal, servía como único testigo de nuestra conversación. Las tostadas crujientes iban mezclándose con mi saliva y ya no hacían ruido cuando continuaba masticándolas.
León Asuero estaba orgulloso tanto de ser mi agente literario como de su apellido, que me hacía recordar a un poderoso rey bíblico cuyo reinado se había extendido sobre ciento veintisiete naciones desde la India hasta Etiopía. Al principio habló de nimiedades con su voz aterciopelada y envolvente; enfundado dentro de un kimono azul adornado en la espalda con una medialuna verde y sus delicados pies calzados con chinelas japonesas, enlazadas las manos y apoyados los codos en los brazos de la butaca mientras giraba hacia delante y hacia atrás los pulgares, parecía el gemelo de una figura de porcelana representativa de alguna deidad china colocada encima de una vitrina llena de libros encuadernados en cuero. Me refería en un susurro sus dificultades cotidianas; no acababa de acostumbrarse al severo mercantilismo imperante en Cuba en la actualidad que lo obligaba a regatear frente a los vendedores recién autorizados a abrir negocios particulares el precio excesivo de un pequeño pedazo de carne o unas libras de frutas. Utilizó cerca de media hora en ofrecerme explicaciones sobre el costo de cada quimbombó, plátano, fruta bomba y boniato; el kilogramo de arroz se juntaba con el de los frijoles y las lechugas pasaban en tropel frente a rábanos y pepinos. La conversación de León Asuero siempre iniciaba de igual manera, sobre temas fútiles o pedestres según la ocasión; sólo después que uno bebía el té con las tostadas y luego de haber abierto la primera botella de whisky, empezaba el intercambio de ideas con el inteligente intelectual que es Asuero.
Me habló de las corrientes novelísticas contemporáneas en Europa mencionando nombres ignorados por mí hasta ese momento; abundó en datos acerca de la mejor manera de adaptarse a los intereses editoriales recién surgidos a causa del éxito de los cuatro novelistas ingleses cuyos nombres fue deletreando para que yo los entendiera bien y con datos irrebatibles me demostró por qué me convenía modificar algunos temas míos que ya empezaban a aburrir al público. No estuvo de acuerdo con mi idea de escribir un guión cinematográfico o de vídeo: eso era envilecer el arte, cambiar de procedimientos porque los practicados por el artista empezaban a envejecer. Había que crecerse, saltar las barreras, vencer uno a uno cada obstáculo: era la misión del verdadero artista tal como lo demostraban los cuatro escritores ingleses practicantes de la Best-history con el triunfo obtenido por sus novelas lanzadas en cinco idiomas bajo el sello de la Editorial Frontwall. Se habían vendido ya cerca de cien millones de ejemplares y los lectores continuaban abarrotando las librerías más importantes del mundo en busca de sus títulos,
A partir de aquel momento León Asuero no me dejó intervenir en la conversación más que por medio de monosílabos. Sin levantarse del sillón en que se hallaba sentado, extraía de un mueble cercano revistas de papel brillante con excelentes ilustraciones para darme a conocer rostros nuevos en el mundo de las letras y datos estadísticos interesantes acerca de la política editorial en todos los continentes. Entornaba los ojos mientras refería el último viaje suyo a Roma, París y Londres como si quisiera parecer angelical. Yo me decía que a él no le faltaba razón cuando volvía a insistir una vez más sobre el daño que estaba ocasionándome el provincianismo; era hora de renunciar a mis comodidades habituales y cargar con los tres niños y mi esposa en un viaje de trabajo hacia Europa. Barcelona, Madrid y Lisboa me esperaban: allá no sentiría la barrera del idioma durante las entrevistas concertadas por él con los principales diarios de esas capitales, porque yo también hablaba a la perfección el catalán y el portugués. Bastaba ya de ahorrar el dinero: el público que me había enriquecido ahora deseaba conocerme de cerca.
Sonrió cual un fauno, pícaro y deslenguado. Claro está, tanto él como yo sabíamos que la mencionada riqueza apenas existía. Parte de las ganancias las gastaba en propaganda y desde luego en pagarle sus honorarios y también debía garantizar la existencia holgada de mi familia. Es decir, que si bien no era un indigente, tampoco podía excederme en los gastos.
Aburrido de tanto recordar a León Asuero termino el café con leche y el bocadito de jamón y en ese instante entran al salón tomados del brazo mis vecinos de habitación. Podría confundírseles con una feliz pareja en plan de veraneo o hasta de luna de miel. Dos hombres cercanos a mi mesa comentan en inglés las excelentes bondades de la joven, calificándola de fina meretriz, complaciente y delicada; el más viejo de los dos, a quien le supongo unos setenta años, conmina a su acompañante a contratar sus servicios: no cobra un precio elevado a cambio de dos horas en su compañía y en ese tiempo puede colocársela en cualquier posición, solicitar de ella lo más deliciosos placeres, utilizar cualquiera de sus conductos para convertirla en depositaria de las más bajas pasiones y en fin, es lo que se llama en nuestro país una puta decente, ríe el viejo y termina sus comentarios con una reflexión acerca de la moral que me parece cita textual de alguno de los dramas de Shakespeare. Realmente, si he escuchado con tanta atención a mi vecino de mesa no ha sido porque me interese su acento inconfundible del más puro inglés de Oxford, sino porque me propongo de veras escribir un best seller basándome en las aventuras de
Estrella y todo cuanto me brinde información sobre su persona resulta de mi mayor interés, Luego de pagar, me pongo de pie con suma lentitud. Aún desconozco qué plan adoptaré para presentarme ante la pareja vecina de mi habitación; sin embargo, estoy seguro de que será un éxito: si logro ganarme la confianza de ellos, obtendré los datos necesarios para el capítulo final de la novela que es lo único pendiente de determinar en mi plan.
Me acerco a la mesa de Estrella y Jorge con toda parsimonia; ya frente a ellos, me detengo decidido. Los saludo sonriente y les pregunto si no me recuerdan del verano anterior, cuando ocupábamos habitaciones vecinas. Ante mi afirmación rotunda, han quedado enmudecidos. Sé que a la mujer le ha impresionado mi presencia; siempre he tenido gran aceptación entre las muchachas: al hablarles en mi tono habitual, tolerante y comprensivo, en el acto me observan con simpatía. El resto lo consigue mi rostro: agradable, de líneas perfectas y sin una arruga siquiera; la conversación fluida e interesante que soy capaz de mantener durante un tiempo indefinido siempre acaba de romper las fortalezas más firmes. Veo en la jovencita la mirada deseante sobre mí; aborrece a su compañero, de manos gelatinosas y rostro avinagrado. Ella comienza a recordar el verano pasado, mientras me indica la silla a su derecha con un gesto de la mano. El hombre, pasando de la evidente incomodidad a la resignación, quizás calculando la ganancia que podrá obtener de mi parte también sonríe y hasta admite recordar el encuentro del año anterior. Abre los ojos de manera exagerada en señal de asombro cuando menciono el número de mi habitación: así que este año volvemos a ser vecinos, dice algo incrédulo.
Capítulo 4
Vagabundeo un rato por el vestíbulo del hotel, atestado a esta hora de la noche de turistas extranjeros y de cubanos que andan buscando la oportunidad de hacer fortuna. Miro el reloj: las diez y veinticinco. Esperaré aún hasta las once antes de recogerme en la habitación; tengo pasaje de regreso para mañana y deseo levantarme fresco, ágil. Los viajes en avión me agotan en grado sumo porque padezco náuseas en las alturas y a veces suelo vomitar. Anhelo enfrentarme al nuevo día animoso. Siento una ansiedad irreprimible: Estrella me ha prometido una visita en mi cuarto y yo aguardo el momento como un colegial enamorado.
El encuentro con la editora de mi novela concluida una semana antes no resultó como yo planeaba. Se hallaba irascible, rabiando contra un dolor de muelas y cientos de dificultades cotidianas. El hijo menor se encontraba envuelto en un caso judicial; el exmarido la llamaba con frecuencia para acusarla de haber sido la culpable del carácter rebelde del muchacho por la crianza amamantada; el automóvil roto precisamente en estos tiempos que a los ómnibus en La Habana se les conocía con el jocoso nombre de fósiles en extinción aunque los empresarios del transporte se empeñaban en nombrarlos camellos; las deficiencias técnicas de las máquinas en la imprenta atribuibles al bloqueo norteamericano contra nuestro país; la cantidad exigua de comestibles que vendían a un precio razonable. Fue sólo una muestra que me ofreció de lo que consideraba sus desgracias apenas nos saludamos.
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