Prefacio
IMAGINEN EL ABISMO
Gregory Benford
¿Qué significa pensar en nuestro mundo como surgiendo de una enorme serie de posibilidades del pasado? ¿Es decir, alentar la noción de que nuestra situación es en principio precaria…, sensible a sucesos en apariencia arbitrarios, aunque actualmente sellados por la historia con una aparente inevitabilidad?
Esta visión ha intrigado a gran número de escritores de nuestro siglo, muchos de ellos fuera del campo de la ciencia ficción. J. C. Squire publicó en 1931 una recopilación, titulada Si; o la historia reescrita, que contenía ensayos de personalidades tan notables como Winston Churchill, G. K. Chesterton, André Maurois e Hilaire Belloc. Examinaban lo que podría haber ocurrido si, por ejemplo, ciertos asesinatos hubieran fracasado, o si (un tema común en obras posteriores) el Sur hubiera ganado la guerra civil norteamericana. Muchas novelas generales de éxito se han basado en las posibilidades de los «mundos alternativos», como, por ejemplo, The Alteration, de Kingley Amis, que nos muestra un mundo donde fracasó la Reforma.
Imaginar senderos no tomados es un método de pensar en el impacto de la historia en el presente y de la gente en la historia. Inherente a los incontables esquemas posibles se halla la batalla entre dos modos de ver la historia. Hay aquellos que contemplan los grandes acontecimientos como algo inevitable, con las actuaciones del azar a escala humana finalmente barridas si se sitúan en contra de la marea del tiempo. Otros prefieren una visión más inquieta, en la cual un fallo de la mano de un asesino puede salvar una nación. Este tipo de historias y artículos pueden convertirse en experimentos de Gedanken que iluminen uno u otro lado.
La primera utilización de los mundos alternativos apareció como ciencia ficción en la novela de Guy Dent Emperor of the If (1926). Se trataba de una narración inmersa de lleno en el sentido de la maravilla, cuyo poder derivaba de la sorpresa de la propia idea de los mundos alternativos. Más tarde, los escritores de ciencia ficción consiguieron mucho más ocupándose de una posibilidad concreta y confiando en los métodos de la novela realista. Entre las obras más importantes del género se halla la novela de Keith Roberts Pavana (Pavane, 1968), en la cual la reina Isabel I fue asesinada. A partir de ahí, los acontecimientos cayeron como fichas de dominó: la Armada venció, la Reforma fracasó, y la Inglaterra de nuestros días es un país tecnológicamente atrasado, postrado bajo una Iglesia católica militante. La novela de Ward Moore Lo que el tiempo se llevó (Bring the Jubilee, 1953) sigue siendo el más conseguido tratamiento del Sur triunfante en la guerra civil norteamericana. Incluso las novelas de fantasía, como The Dragón Waiting (1983) de John Ford, han utilizado ese motivo.
Hasta ahora, sin embargo, el tema más popular de todos ellos es el impacto de una victoria nazi en la Segunda Guerra Mundial. Es interesante destacar que la primera de tales novelas apareció antes de la guerra. Swastika Night, de Katherine Burdekin, reflejaba una Gran Bretaña derrotada; fue publicada bajo el seudónimo de Murray Constantin por el editor Gollancz en 1937. (Para un examen más detallado, véase Women's Studies International Forum, vol. 1, 1984, págs. 85-95.) La guerra en sí produjo varias novelas, que eran en su mayor parte propaganda, con títulos como When Adolf Came, When the Bells Rang y Loss of Eden. El tema demostró ser especialmente popular entre los escritores británicos después de la guerra, como en El cuerno de caza (The Sound of His Horn, 1952), de Sarban, seudónimo de John W. Wall, donde se mostraba a los nazis cazando a los británicos por deporte. Un deprimente filme de estilo documental, It Happened Here, apareció en 1963. Para muchos la idea, en la actualidad, parece sólo marginalmente relacionada con la ciencia ficción, de modo que cuando en la década de 1980 apareció SS-GB, de Len Deighton, las críticas apenas hicieron mención de su carácter especulativo. De hecho, casi al mismo tiempo apareció una descripción «no de ficción» de un asalto alemán contra Inglaterra coronado por la victoria germana en el libro ¡Invasión! de Kenneth Macksey, dirigido a los entusiastas de la historia militar.
Los dos ejemplos más sobresalientes de este subtema son El hombre en él castillo (The Man in the High Castle, 1962), de Philip K. Dick, quizá su mejor novela, y El sueño de hierro (The Iron Dream, 1972), de Norman Spinrad. Spinrad utiliza la idea con una hábil e incisiva variación. Su Hitler emigró a los Estados Unidos y se convirtió en un escritor de pulps especializado en relatos de espada y brujería. La obra cumbre de Hitler es una visión teñida en ciencia ficción del triunfo nazi. El texto de la novela es este melodrama fascista, lleno de sorprendentes paralelismos con nuestra realidad. Spinrad culmina todo esto con un epílogo satírico firmado por el crítico literario «Homer Whipple», que remacha el significado de Hitler el innovador con una insistente estrechez de miras. El libro es un auténtico tour de forcé.
Muchas de las mejores obras de este tipo, sin embargo, son cortas. Algunas se centran en la Inglaterra bajo el tacón nazi («Weihnachtsabend», de Keith Roberts y «La caída de Frenchy Steiner», de Hilary Bailey). Muchas ocurren en una cultura expandida de orientación alemana que cubre varios continentes.
«Dos destinos» de Cyril Kornbluth, por ejemplo, refleja unos Estados Unidos repartidos entre Alemania y Japón. (Aunque algunos no estén de acuerdo, es una de las mejores obras de Kornbluth, aunque su autor murió antes de poder dar los últimos retoques al borrador final. A ello pueden achacárseles ciertos lapsus; por ejemplo, no hay reservas hopi cerca de Los Álamos, ni siquiera en Nuevo México.)
Cuando empezamos a trabajar en esta recopilación, tuvimos la impresión de que el abanico de posibilidades no había sido adecuadamente explorado. Encargamos varias obras, sugiriendo líneas de ataque alternativas. Con gran alegría por nuestra parte, estas historias no se limitaron a repetir temas anteriores, sino que se alinearon desde el más sorprendente cómic surrealista («Thor se enfrenta al Capitán América», de Davin Brin) hasta la fantasía de horror («¿Oís llorar a los niños?», de Howard Goldsmith). Brad Linaweaver rehizo casi por completo «Luna de hielo» para realzar algunos efectos. Sheila Finch escribió «La paz del Reich» después de que le sugiriéramos explorar un mundo en el cual algunas cosas fueran mejores que en nuestra realidad actual. El profesor Tom Shippey escribió su primera obra de ficción, «Transmisiones enemigas», después de que le pidiéramos que expusiera sus extensos conocimientos sobre la literatura alemana.
Los años de Hitler seguirán siendo probablemente fascinantes durante muchos siglos. En ellos vemos la más espeluznante encarnación del mal en el mundo moderno. Como señala Norman Spinrad en su introducción, los nazis fueron maestros del simbolismo, y hablaban a una retorcida sexualidad que puede hallarse inculcada en la sociedad durante mucho tiempo.
Aunque es posible que algunos de ustedes encuentren estas historias demasiado penosas de leer, les pedimos que las vean como exploraciones que arrojan una luz oblicua sobre los tiempos modernos, sobre nuestro propio presente y sobre las incontables posibilidades del alma humana.
Introducción
HITLER VICTORIOSO
Norman Spinrad
¿Por qué la memoria de Adolf Hitler se niega a ser exorcizada? ¿Por qué, cuarenta años después de su muerte y del fin de la Segunda Guerra Mundial, tenemos aquí Hitler victorioso, una antología de once historias situadas en diversos mundos alternativos en los que el, ejem, Sueño de Hierro de la Alemania nazi no acabó en las ruinas del Führerbunker en Berlín?
Esta recopilación no agota en absoluto la literatura sobre el tema. Hay al menos tres novelas muy conocidas que exploran mundos nazis alternativos: El hombre en el castillo de Philip K. Dick, El cuerno de caza de Sarban, y mi propia El sueño de hierro. Más aún, Hitler victorioso y este ensayo debe limitarse a lo que se ha publicado en inglés, y puesto que los nazis infligieron directamente su realidad no en el mundo de habla inglesa sino en el enorme tablero de ajedrez de pueblos y culturas entre los Pirineos y los Urales, uno debe suponer que existe también una literatura semejante en otros idiomas europeos.
Y, naturalmente, la mística profundiza más que eso. Hace veinte años vi una tienda que vendía parafernalia nazi nada menos que en Ciudad de México. Y, más o menos en la época en que se publicó El sueño de hierro, Ballantine Books estaba teniendo un buen éxito con una serie de libros de bolsillo profusamente ilustrados sobre temas tales como uniformes de las SS y aeroplanos nazis de la Segunda Guerra Mundial. Mel Brooks es casi incapaz de hacer una película que no incluya alguna personificación de Hitler. Las pandillas de motoristas fuera de la ley llevan tiempo adornándose con atuendos pseudonazis. Tanto las chaquetas negras de cuero de la década de 1950 como muchos estilos punk actuales deben su inspiración a la moda de las SS.
Incluso el rostro del propio Hitler se halla grabado más profundamente en la consciencia (o inconsciencia) del público que el de cualquier otro ser humano que haya vivido a lo largo de toda la historia. Un óvalo vacío, la curva de un flequillo en cualquiera de los dos cuadrantes superiores, un bigote a lo Charles Chaplin, y todos sabemos quién es, ¿no?
Lo que no sabemos es cómo y por qué.
De acuerdo, Adolf Hitler fue uno de los más grandes asesinos de masas de la historia, pero Josef Stalin no se quedó a la zaga en lo que respecta a la policía secreta, campos de concentración y exterminios en masa. Como tampoco Torquemada, Atila el huno o Pol Pot se quedan mucho más abajo en la galería de monstruos históricos cuando los medimos por el número de víctimas.
Pero Adolf Hitler, de alguna manera elusiva, se halla a la cabeza de todos como el arquetipo del mal humano, y quizá como algo más incluso, puesto que hay una extraña cualidad ambigua en parte de su literatura, una complicada fascinación con, me atrevería a decir, algunas virtudes nazis.
¿Virtudes nazis?
Durante la crisis de los rehenes en Beirut, un negociador profesional llamado Herb Cohén destacó un hecho revelador: «Nadie está loco para sí mismo, no importa lo loco que pueda parecerle a usted». No parece probable que Hitler hiciera el mal a conciencia, o que el pueblo alemán le siguiera de una forma tan fanática porque estuviera consumido por el ansia autoconsciente de ser malvado. Hitler llegó al poder en una nación derrotada y humillada cuya economía se había colapsado en el desempleo masivo y una inflación desbocada. Al cabo de cinco años la moneda estaba estabilizada, la economía crecía vertiginosamente, Alemania era un líder mundial en tecnología, y el orgullo y la autoconfianza nacionales habían alcanzado el punto de la absoluta manía.
¿Cómo consiguieron esto Hitler y los nazis?
Leni Riefenstahl lo expresó de una manera perfecta en el título de un filme de propaganda que formó parte del proceso en sí y que constituye una auténtica obra maestra. Me refiero, naturalmente, a El triunfo de la voluntad.
Adolf Hitler, al parecer, fue un hombre que jamás tuvo la menor duda, y un hombre capaz de proyectar esta certidumbre tanto a sus subordinados como a las masas. A mediados de la década de 1930, por ejemplo, ordenó al doctor Ferdinand Porsche que diseñara lo que iba a convertirse en el Volkswagen, con motor trasero refrigerado por aire porque, proclamó, deseaba un coche para las masas que pudiera resistir el invierno en las grandes autopistas que planeaba construir en Rusia después de conquistarla. Incluso en las postrimerías en el bunker, con los complots como los de Himmler, Goering, Goebeels y compañía arremolinándose alrededor, ninguno de los conspiradores planeó en algún momento el derribo de der Führer; todos seguían planeando conseguir sus favores.
Éste era el corazón de la «ideología» nazi, el Führerprincip: una obediencia y una lealtad totales, y una confianza total en un líder heroico, de hecho divino, que era la mística Voluntad de la Nación encarnada.
«Deutschland ist Hitler, Hitler ist eutschland.»
Dada esta identificación del Führer y del Reich, proezas que parecen desafiar política y económicamente los límites de lo posible pueden realizarse sin problemas con una eficiencia absolutamente despiadada. La inflación puede ser dominada fijando un valor arbitrario a la moneda y reforzándolo con el poder de la policía del Estado totalitario. Un desarrollo masivo de las fuerzas armadas engulle todo el desempleo. Se halla un chivo expiatorio, se arrojan sobre él los problemas de la nación, y luego se le ejecuta ritualmente en las cámaras de gas.
Estamos tratando aquí con una especie de magia, no con una ideología. Hitler se envolvió deliberadamente con el manto de Fausto, de Siegfried, de Carlomango (aka Karl der Grö e), y lo hizo todo con música de Wagner. En alemán, la svástica es la Hakenkreuz, la «Cruz retorcida», emblema del Anticristo no como la némesis del Bien sino como la antítesis del degenerado culto cristiano del Santo Pobre Hombre, el antiguo héroe guerrero germano, el Mesías del Heldesleben de Sangre y Hierro.
En privado, e incluso indirectamente en público, Hitler y el círculo interior nazi eran profundamente anticristianos, bárbaros paganos que consideraban la piedad, el perdón y la humildad como vicios que minaban la voluntad de la gente. La única tierra que se suponía que heredarían los mansos era una fosa común.
Quizás el antisemitismo de los nazis fuera un compromiso frustrado con las realidades políticas, porque ni siquiera Hitler fue tan lejos como hasta atacar frontal-mente la religión de la Alemania profundamente cristiana, excepto a través de sus progenitores subrogados, es decir, los judíos.
Pero, en el corazón de sus corazones, los nazis aspiraban ciegamente a extirpar este extraño y afeminado culto no germano a la paz y reemplazarlo con una versión germánica del bushido, el Código del Honor del Guerrero, la narcisista autoadoración de una Raza Superior autocreada que se alzaría por sí misma a la divinidad a través de su voluntad de hierro, de una Herrenvolk de superhombres faustianos, destinados por genes y sangre no sólo a gobernar, sino a trascender de la propia evolución humana.
¿Quién puede negar honestamente que hay un poco del sueño nazi en cada uno de nosotros? Porque, muy profundamente enterrado bajo las capas civilizadas de nuestros espíritus, ¿no hay acaso un ego desencadenado? ¿Acaso no todos nosotros, a algún nivel, nos consideramos como el héroe secreto de la historia? ¿Acaso nuestra especie no busca trascender de la evolución natural a través de la ciencia y la tecnología? De hecho, tras romper las cadenas del planeta, conseguir el acceso a los fuegos secretos del átomo, y empezar a jugar con el propio código de la vida, ¿no nos hallamos ya a más de medio camino? El superego puede mirarse la punta de la nariz ante las presuntuosas ambiciones de Fausto, pero el ego se ve a sí mismo como un héroe. Consideremos que Satán, el arquetipo del ego orgulloso y maligno, es conocido también como Lucifer, el Conductor de la Luz, o, en un avatar anterior, Prometeo, que robó el fuego sagrado de los dioses y puso su destino en manos de los hombres.
Hitler, el místico pagano profundamente anticristiano, aficionado a la astrología, fan de Wagner, y pretendido superhéroe fáustico, sabía ciertamente todo esto a algún nivel, sino en esos términos. Y Hitler, el manipulador maestro de los medios de comunicación de su época, gastó ciertamente mucho tiempo, energías, dinero y atención elaborando sistemas de símbolos, ceremonias, esquemas de color, arquitectura, e incluso uniformes, que encajaran y capturaran la carga libidinosa encerrada en este interior nazi del ego.
Si el cristianismo es esencialmente un culto que refuerza las virtudes del superego de la humildad, la contención, la empatía y la caridad, entonces, en términos cristianos, el nazismo puede calificarse ciertamente como un culto satánico, que celebra virtudes (y pecados cristianos) tan egoístas como el orgullo, el poder, la venganza, la crueldad, la voluntad y, finalmente, el pecado central de Lucifer, el anhelo de trascender a la creación de Dios y conseguir para sí mismo la divinidad.
Resulta interesante constatar que tanto el cristianismo como el nazismo suprimen las expresiones naturales del impulso sexual con la finalidad de capturar sus energías para servir a sus propios fines. El cristianismo canaliza este impulso libidinoso embotellado hacia la liberación orgásmica y lo enfoca hacia sí mismo como el único camino hacia el auténtico éxtasis trascendente. El nazismo lo canaliza en un militarismo fetichista sexualmente cargado y en una violencia al servicio del Estado expansionista.
Así el francamente fálico saludo nazi, los ajustados uniformes negros de las SS, las calaveras plateadas, los dos rayos gemelos, el bárbaro esplendor de las antorchas, la incitante música marcial, la «División Licántropo» de las SS, el absolutamente obsesivo y retorcido satanismo de los sistemas de símbolos nazis, mientras los superhombres en sus atuendos negros y cromados alzan rígidamente sus brazos derechos y, con los culos prietos y el fuego ardiendo en sus ojos, avanzan a sodomizar al mundo.
Lo cual explica por qué, cuarenta años después de la muerte del nazismo como fuerza política o ideología coherente, personas sin una percepción histórica o sin la menor conexión con la cultura o las teorías del Tercer Reich, incluso judías, se sientan aún atraídas por el sistema de símbolos nazi, se sienten aún fascinadas por su difunto sumo sacerdote, Adolf Hitler.
Pero, ¿por qué esta antología de relatos de ciencia ficción que exploran futuros en los que Hitler y su Sueño de Hierro triunfaron? ¿Por qué El cuerno de caza y El hombre en el castillo y El sueño de hierro?
Aunque ha habido ciertamente una gran cantidad de ciencia ficción y fantasía inconscientemente nazi (en el sentido psíquico) publicada desde que el space opera y el Tercer Reich nacieron más o menos simultáneamente en la década de 1930, ninguna de las historias de este libro, y ninguna de las novelas antes mencionadas, son pornografía nazi inconsciente. Todas esas obras, en sus diversos estilos, exploran las consecuencias de un Hitler victorioso antes que complacerse en las interioridades secretas nazis. Teniendo en cuenta que existen unas interioridades secretas nazis, buscan formar parte de la solución antes que exacerbar el problema.
Esta fascinación intelectual, como opuesta a la psicosexual, hacia el tema surge, creo, de la percepción de que la Segunda Guerra Mundial fue el nexo más importante hasta ahora de la historia humana, de que el Armagedón se ha librado ya, en la forma de una guerra total entre modernas civilizaciones humanísticas y la encarnación del más profundo mal dentro del espíritu humano que jamás se haya manifestado por sí mismo en la Tierra.
Si alguna vez puede decirse que sólo ha existido una guerra, una guerra inevitable, y una guerra en la que las fuerzas de la Luz triunfaron clara y completamente sobre las fuerzas de la Oscuridad, ésa es la Segunda Guerra Mundial. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, cuarenta años después del Armagedón, ¿nos hallamos en el Milenio?
Difícilmente. Una vez más, vemos al mundo polarizado entre dos campos armados, dos ideologías, dos sistemas de moralidad, y cada uno se considera el depositario de la virtud y la vanguardia de la evolución humana, y cada uno considera al otro «El Imperio del Mal». Irónicamente, estos dos campos fueron aliados contra los nazis, aunque fue el occidental el que, en un determinado momento, vio a la Alemania nazi como una fuerza que esgrimir contra la Unión Soviética, y aunque la Segunda Guerra Mundial empezó esencialmente con un pacto entre Hitler y Stalin para apoderarse de Polonia.
Además, ambos lados poseen ahora este poder fáustico definitivo en el que Adolf Hitler sólo pudo soñar, el poder de la vida y la muerte sobre la civilización, la raza humana, de hecho quizás incluso sobre la propia biosfera del planeta.
La Segunda Guerra Mundial fue una confrontación que a muchos de nosotros nos gustaría ahora contemplar. Si Hitler hubiera invadido Inglaterra en 1940, cuando estaba sola, en vez de atacar la Unión Soviética y abrir un Frente Oriental, si Japón no hubiera atacado Pearl Harbor, y arrastrado así a los Estados Unidos a la guerra, si el Tercer Reich hubiera resistido un par de años más, hasta disponer de ojivas de combate nucleares para los proyectiles balísticos intercontinentales que estaba desarrollando al final de la guerra…
¿Dónde estaríamos todos nosotros ahora?
¿Nos habríamos extinguido como civilización o incluso como especie, tras haber precipitado un invierno nuclear?
¿Hubiera evolucionado una Europa nazi o incluso un mundo nazi hacia un barbarismo neomedieval?
¿Hubiera evolucionado a una Pax Germánica que habría acarreado una paz forzada al mundo? ¿Ondearía ahora la bandera con la svástica en la Luna y Marte? ¿Se habrían apoderado Alemania y Japón de los Estados Unidos a lo largo del Mississippi? ¿Serían ahora Japón y los Estados Unidos islas aisladas en medio de un mar mundial nazi? O, décadas o siglos después de una victoria nazi, ¿volveríamos a estar empeñados como siempre en el juego de las naciones-Estado?
Así que aquí tienen un libro formado por historias que exploran no uno, sino toda una serie de caminos no tomados en esa encrucijada vital de la historia humana, una diversidad de futuros que avanzan en todas direcciones a partir de una sola, simple pero importante premisa: Hitler victorioso.
Estuvo a punto de conseguirlo. Habría podido hacerlo. Y, en un sentido psíquico al menos, podría ocurrir aún. Porque, cuarenta años después de su muerte, no puede decirse que la sombra de Adolf Hitler haya sido exorcizada de las más oscuras profundidades del corazón humano.
Dos destinos
C. M. Kornbluth
Era mayo, todavía faltaban cinco semanas para el verano, pero el calor de la tarde era cada día más insoportable bajo los techos de chapa ondulada de las instalaciones del Distrito Manhattan de Ingeniería del Laboratorio de Los Álamos. En los nueve meses que llevaba en aquel desierto, el joven doctor Edward Royland había perdido casi siete kilos. Y nunca había sido lo que se dice gordo. Cada tarde, mientras contemplaba la columna de mercurio del termómetro subir lenta e inexorablemente hasta su máximo de las 5:45, se preguntaba si no habría cometido un error que lamentaría el resto de su vida aceptando trabajar en aquel Laboratorio en vez de dejar que la oficina de reclutamiento dispusiera libremente de sus huesos. Desde Saipan hasta Bruselas, sus compañeros de clase de la Universidad de Chicago cosechaban medallas y prestigiosas heridas; uno de ellos, un matemático de primera línea llamado Hatfield, ya nunca más se ocuparía de las matemáticas de primera línea: había caído envuelto en llamas con su bombardero Mitchell en una incursión de la Octava Fuerza Aérea sobre Lille.
-Y tú, papá, ¿qué hiciste en la guerra?
-Bueno, es algo difícil de explicar, chicos. Tenían aquel absurdo proyecto de bomba atómica que nunca llegó a ningún lado, y enviaron a un montón de tipos a aquel horrible lugar perdido de la mano de Dios en Nuevo México. Elaborábamos hipótesis y hacíamos cálculos y trasteábamos con el uranio, y algunos de nosotros recibimos quemaduras radiactivas, y luego la guerra terminó y nos enviaron a casa.
Royland no se sentía divertido ante esta perspectiva. El calor irritaba sus sobacos mientras esperaba con impaciencia a que la Sección de Cálculos le diera sus cifras sobre la Fase 56c, que era el (malditamente infantil) código designado para el Tiempo de Ensamblaje de Elementos. Estaba a las órdenes de Rotschmidt, supervisor del PROGRAMA III DE DISEÑO DE ARMAS, y Rotschmidt estaba a las órdenes de Oppenheimer, que era el jefe de los trabajos. A veces se presentaba por allí un tal general Groves, un hombre de espléndida figura, y en una ocasión, desde una ventana, Royland había visto al venerable Henry L. Stimson, secretario de Guerra, bajando lentamente la polvorienta calle, apoyado en un bastón y rodeado por una cohorte de jóvenes oficiales de Estado Mayor. Eso era todo lo que Royland veía de la guerra.
¡El Laboratorio! Aquella palabra había provocado en él en un principio la prometedora y refrescante idea de un trabajo indudablemente intenso, pero tranquilo. Sin embargo, cada mañana, exactamente a las siete, el «silbato de Oppie» lo hacía saltar de la cama que ocupaba en un cubículo de los dormitorios; debía luchar para tomar una ducha y afeitarse en medio de la barahúnda de otros treinta y siete científicos solteros que hablaban ocho idiomas distintos; engullía rápidamente un nauseabundo desayuno en la cafetería, y cruzaba la alambrada de espinos de la Línea Restringida hasta su «oficina»…, otro cubículo de paredes de machihembrado, más pequeño, más caluroso y más ruidoso, donde las conversaciones y las máquinas de escribir y las calculadoras resonaban todo el día a su alrededor.
En aquellas condiciones hacía un buen trabajo, suponía. No se sentía feliz de verse restringido a un solo problema menor, la Fase 56c, pero no dudaba que se sentía mucho más feliz de lo que se debía haber sentido Hatfield cuando su Mitchell se incendió.
En aquellas condiciones… Éstas incluían un extraño arreglo para los cálculos. En vez de disponer de una máquina analítica diferencial decente, tenían un mar humano de chicas oficinistas con calculadoras de sobremesa Burroughs; las chicas gritaban «¡Banzai!», y cargaban contra las ecuaciones diferenciales, y las vencían por puro número; golpeteaban hasta la muerte con sus pequeñas máquinas de sumar. Royland pensaba con hambrienta envidia en el enorme y hermoso diferenciador analógico de Conant en el MIT; probablemente era empleado en lo que fuera que el misterioso «Laboratorio de Radiación» estaba haciendo allí. Royland sospechaba que el «Laboratorio de Radiación» tenía tanto que ver con la radiación como su propio «Distrito Manhattan de Ingeniería» tenía que ver con la ingeniería en el distrito de Manhattan. Y se suponía que el mundo se echaría a temblar sobre sus cimientos cuando entrara en funcionamiento un Nuevo Dispensador de Cálculos que volvería obsoleta incluso la máquina del MIT: tubos, relés y aritmética binaria, y una velocidad cegadora en vez de las suaves ruedas dentadas y lisas palancas y elegantes curvas externas de la obra maestra de Conant. Decidió que no iba a gustarle aquello; le gustaría menos aún de lo que le gustaban las pequeñas oficinistas con su constante golpeteo, apartándose mechones de lacio pelo de sus sudadas frentes con manos maquinales.
Se secó su propia frente con un empapado pañuelo y se permitió echar una mirada a su reloj y al termómetro: 17:15 horas y 39 grados.
Pensó vagamente en abandonarlo todo, en cometer los errores suficientes para ser separado del proyecto y alistado. No; había que pensar en la carrera de posguerra. Pero uno de los tipos listos, Teller, no había dudado; había divagado tanto y tan concienzudamente en la misión que le había sido asignada que el propio Oppenheimer había terminado por dejarlo ir, y en ese momento Teller estaba trabajando con Lawrence en Berkeley en algo que se decía que se había ido a pique tras gastar doscientos cincuenta millones de dólares…
Una muchacha vestida de caqui llamó a su puerta y entró.
-Su material de la Sección de Cálculo, doctor Royland. Compruébelo y firme aquí, por favor. -Royland contó las doce hojas, firmó el formulario que ella le tendía sujeto a una tablilla, y se sumergió en el material durante treinta minutos.
Cuando se echó hacia atrás en su silla, el sudor goteaba sobre sus ojos sin que se diera cuenta de él. Sus manos temblaban ligeramente, aunque tampoco se daba cuenta de eso. La Fase 56c del PROGRAMA III DE DISEÑO DE ARMAS estaba terminada, rematada, cumplida con éxito. La respuesta a la pregunta:
«¿Pueden los lingotes de U235 ser ensamblados en una masa crítica dentro de un tiempo físicamente factible?» estaba allí. Y era: «Sí».
Royland era un teórico, no un Wheatstone o un Kelvin; le gustaban los números por sí mismos, y no sentía ninguna pasión especial hacia los cables, la mica y los trozos de grafito que materializarían los números para convertirlos en un maravilloso y nuevo artilugio. Sin embargo, podía visualizar de inmediato el ensamblaje de una bomba atómica operativa dentro del marco de la Fase 56c. Tienes tantos microsegundos para ensamblar tu masa crítica sin que se convierta en vapor; los utilizas para reunir los subensamblajes haciéndolos estallar con cargas controladas; se ahorran montones de microsegundos con este método; prácticamente es a prueba de idiotas. Y, entonces, se produce el Gran Bang.
Sonó el silbato de Oppie; era hora de irse. Royland siguió sentado inmóvil en su cubículo. Por supuesto, debía ir a Rotschmidt y decírselo; probablemente Rotschmidt le daría una palmada en la espalda y le serviría un vaso de ginebra Bols de la alta botella de barro que guardaba en su caja fuerte. Luego, Rotschmidt iría a Oppenheimer. ¡Antes del anochecer, el proyecto sería rediseñado! Los PROGRAMA I, PROGRAMA II, PROGRAMA IV y PROGRAMA V serían cancelados, y la gente que trabajaba en ellos metida con calzador en el PROGRAMA III, el que había dado resultado. Una nueva excitación ardería en todo el proyecto; hacía tres meses que los ánimos estaban bajos. La Fase 56c era la primera buena noticia al menos en este tiempo; hasta entonces todo había sido un maldito callejón sin salida tras otro. El general Groves se había mostrado hosco y dubitativo la última vez que había estado allí.
Los cajones de los escritorios chasqueaban por todo el edificio de chapa ondulada sobrecalentado por el sol; las puertas de los cubículos se cerraban; al final del corredor se oyó una risa estrepitosa, una risa tensa. Cuando pasaba por delante de la puerta de Royland, alguien gritó impaciente:
-…aber was kan Man tun?
-Maldito estúpido, ¿en qué estás pensando tú? -murmuró Royland para sí mismo.
Pero lo sabía…, estaba pensando en el Gran Bang, el Gran y Sucio Bang, y en la tortura. La tortura judicial de los viejos días, increíblemente cruel a la luz de hoy, que tensaba todo el cuerpo, o lo aplastaba, o lo quemaba, o destrozaba dedos y piernas. Pero incluso esa vieja tortura judicial evitaba cuidadosamente las partes más sensibles del cuerpo, los órganos genitales, pese a que el daño en ellos, o una auténtica amenaza de daño en ellos, hubiera producido rápidas y copiosas confesiones. Uno tiene que estar más o menos loco para torturar a alguien de ese modo; el hombre cuerdo ni siquiera piensa en ello como posibilidad.
Un PM con galones de cabo abrió la puerta de Royland y miró dentro.
-Es hora de irse, profesor -dijo.
-Sí, de acuerdo -respondió Royland. Cerró mecánicamente los cajones de su escritorio y sus archivos, aseguró el cierre de su ventana y sacó su papelera al corredor. La puerta se cerró tras él con un clic; otro día, otro dólar.
Quizás el proyecto estaba a punto de ser eliminado. Lo hacían de tanto en tanto. El enorme fiasco de Berkeley lo demostraba. Y en el dormitorio de Royland faltaban dos físicos; sus cubículos permanecían vacíos desde que habían sido trasladados al MIT para algo antisubmarino. Groves no parecía contento la última vez que estuvo por allí; ¿y cómo tomaba sus decisiones un general? ¿Daba tres meses de margen, y luego cogía el hacha? Quizás a Stimson se le acabara la paciencia y cortara de raíz las pérdidas, cerrara totalmente el Distrito. Quizá F.D.R. dijera en una reunión del Gabinete: «Por cierto, Henry, ¿qué demonios ocurre con…?», y ése sería el fin si el viejo Henry sólo podía decir que los científicos parecían optimistas acerca de un éxito final, señor presidente, pero hasta ahora parece que no hay nada concreto…
Cruzó la alambrada de espinos de la Línea bajo la atenta mirada de un teniente de la PM, y recorrió la calle flanqueada de barracones de las tropas de mantenimiento hasta el aparcamiento de vehículos. Deseaba un jeep y un billete de viaje; deseaba conducir largo rato por el desierto al anochecer; deseaba una cena de fríjoles y berenjenas con su viejo amigo Charles Miller Nahataspe, el curandero de la cercana reserva hopi. El hobby de Royland era la antropología; deseaba emborracharse un poco con ella…, esperaba que aclarara su mente.
Nahataspe le dio alegremente la bienvenida a su choza; su millón de arrugas se convirtieron en otras tantas sonrisas.
-¿Deseas que hagamos intercambio de información por un rato? -rió. Había estado en Carlisle en la década de 1880, y desde entonces no había dejado de reírse del hombre blanco; admitía que la física era divertida, pero para un auténtico chiste que le dieran la antropología cultural-. ¿Quieres alguna buena historia escandalosa acerca de nuestra homosexualidad institucionalizada? ¿Quieres asado de perro para cenar? Siéntate en la manta, Edward.
-¿Qué les ha pasado a tus sillas? ¿Y al divertido cuadro de McKinley? ¿Y… y a todo lo demás? -La choza estaba desnuda excepto los cacharros de cocinar que hervían suavemente sobre el fuego central de piedras.
-Me desprendí de todo -dijo Nahataspe intrascendentemente-. Uno termina por cansarse de las cosas. Royland creyó comprender lo que el otro quería decir. Nahataspe estaba seguro de que iba a morir muy pronto; esos indios en particular no creían en morir abrumados por las posesiones. La cortesía, sin embargo, prohibía hablar de la muerte.
El indio observó su rostro y finalmente dijo:
-Oh, tú puedes hablar de ello, si quieres. No te avergüences.
-¿No estás bien? -preguntó Royland nerviosamente.
-Estoy terrible. Tengo una serpiente devorándome el hígado. Hace un agujero y come. Tú tampoco tienes muy buen aspecto, ¿no crees?
La duramente aprendida costumbre de la seguridad hizo que Royland eludiera la pregunta.
-Supongo que no hablarás literalmente acerca de la serpiente, ¿no, Charles?
-Por supuesto que sí -insistió Miller. Metió una escudilla en el pote y la sacó llena del humeante guisado, y sopló-. ¿Qué quieres que sepa un ignorante hijo de la naturaleza acerca de bacterias, virus, toxinas y neoplasmas? ¿Qué quieres que sepa yo de la medicina rompecielos?
Royland alzó bruscamente la vista; el indio se puso a comer despacio.
-¿Has oído hablar algo acerca de esa medicina rompecielos? -preguntó Royland.
-No he oído hablar nada, Edward. Pero he tenido unos cuantos sueños al respecto. -Señaló con la barbilla en dirección al distante Laboratorio-. Tus amigos de allí no deberían soñar tan fuerte; trasciende.
Royland se sirvió un poco del guiso, sin responder. Era bueno, mucho mejor que lo que daban en la cafetería, y no tenía que preguntar el origen de la carne que contenía.
Miller dijo, consoladoramente:
-Todo eso no es más que historias de niños, Edward. No te preocupes demasiado por ello. Nosotros tenemos una larga y triste historia acerca de un sapo cornudo que comió astrágalo y se creyó el Dios de los Cielos. Se puso furioso e intentó romper el cielo, pero no pudo, así que se hundió en su agujero, avergonzado de enfrentarse a los demás animales, y murió. Pero ellos nunca llegaron a saber que había intentado romper el cielo.
Pese a sí mismo, Royland preguntó:
-¿Tenéis alguna historia acerca de alguien que realmente rompió el cielo? -Sus manos temblaban de nuevo, y su voz era casi histérica. Oppie y los demás iban a romper el cielo, patear a la humanidad directamente en las ingles, liberar un monstruo acechante que iría arriba y abajo día y noche mirando por todas las ventanas de todas las casas del mundo, haciendo que todo hombre cuerdo se aterrorizara por su vida y por las de sus semejantes. Con la Fase 56c, todo había quedado malditamente orquestado, estaba seguro de ello. ¡Bien hecho, Royland; hoy te has ganado tu dólar!
El viejo indio depositó decidido su escudilla a un lado Y dijo:
-Tenemos un proverbio que explica que el único rostro pálido bueno es el rostro pálido muerto, pero haré una excepción contigo, Edward. Tengo algo fuerte procedente de México que te hará sentir mejor. No me gusta ver a mis amigos torturarse de este modo.
-¿Peyote? Ya lo he probado. Ver unas cuantas luces de colores no hará que me sienta mejor, pero gracias.
-No se trata de peyote. Es el Alimento de los Dioses. Yo no me atrevería a tomarlo sin un mes de preparación; de otro modo, los Dioses podrían recogerme en sus redes.
Eso se debe a que mi gente ve con claridad, mientras que tus ojos están nublados. -Mientras hablaba, rebuscó en un cajón de mimbre trenzado cuyas rendijas estaban cubiertas con arcilla; extrajo un plato tapado-. Tu gente sólo ve su visión algo aclarada con el Alimento de los Dioses, así que para ti es seguro.
Royland creyó comprender de lo que estaba hablando el viejo. Uno de los chistes clásicos de Nahataspe era que los niños hopi comprendían la relatividad de Einstein apenas aprendían a hablar…, y había algo de verdad en ello. El lenguaje -y el pensamiento– hopi no poseía tiempos verbales, de modo que no poseía tampoco el concepto del tiempo como una entidad; no tenía nada parecido a los sujetos y predicados del habla indoeuropea, y en consecuencia ninguna metafísica innata de causa y efecto. En el lenguaje y en la mente hopi, todas las cosas estaban congeladas juntas para siempre en una gran relación, una estructura cristalina de acontecimientos espaciotemporales que simplemente existían porque existían. Aquello era lo que la gente de Nahataspe llamaba «ver con claridad». Pero Royland creía que tanto él como los demás físicos compañeros suyos veían tan claramente como eso cuando estaban elaborando un problema tetradimensional en las variables X Y Z del espacio y la variable T del tiempo.
Hubiera podido estropear el chiste del viejo indicando esto, pero por supuesto no lo hizo. No, no; aceptaría un dolor de cabeza e incluso quizás un cólico producidos por las hierbas medicinales de Nahataspe, y luego volvería a su cubículo con su problema sin resolver: ¿patear o no patear?
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