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Hitler Victorioso (página 2)

Enviado por Maira Bordon


Partes: 1, 2

El viejo empezó a murmurar en hopi y cubrió la puerta de su choza con una deshilachada tela; cortó los últimos rayos del muriente sol, largos y sesgados en el desierto, de un rosado rojizo contra los cubos de adobe del asentamiento indio. Royland necesitó un minuto para que sus ojos se acomodaran a la parpadeante luz del fuego y el cuadrado índigo del humero en el techo. Nahataspe estaba «danzando», arrastrando los pies, agachado, en torno de la choza, sujetando el plato tapado ante él. Por una comisura de la boca, sin interrumpir el ritmo, le dijo a Royland:

-Ahora bebe un poco de agua caliente.

Royland dio un sorbo de uno de los potes sobre el hogar; hasta entonces todo era muy parecido al ritual del peyote, pero se sintió mucho más calmado.

Nahataspe lanzó un fuerte grito y añadió, como disculpándose:

-Lo siento, Edward. -Y se agachó delante de él y retiró la tapa del plato como un experimentado maitre. Así que el Alimento de los Dioses eran setas negras secas, unas pequeñas cosas arrugadas y miserables-.

Trágalas y hazlas pasar con agua caliente -dijo Nahataspe.

Obediente, Royland engulló unas cuantas y dio un nuevo sorbo; el viejo reanudó su danza y su canto.

Un poco de la vieja autohipnosis, pensó amargamente Royland. Acepta un poco de imitación de sueño y olvida el 56c, si puedes. Ahora podía ver la horrible asquerosidad, una bola de fuego infernal, quizás encima de Munich, o de Colonia, o de Tokio, o de Nara. Gente abrasada, las piedras de las catedrales fundidas, el bronce del gran Buda fluyendo como agua, tal vez derramándose sobre los tobillos de un sacerdote y quemando sus pies hasta hacerle caer de bruces sobre el metal líquido. No podía ver las radiaciones gamma, pero debían estar allí, una cellisca invisible cumpliendo con su horrible e impensable misión, cauterizando fríamente el sexo de hombres y mujeres, destruyendo incontables posibilidades de vida en su mismo origen. La Fase 56c podía apagar de un soplo toda una familia de Bach, o cinco generaciones de Bernoulli, o hacer de modo que el gran cruce Huxley-Darwin jamás llegara a producirse.

La bola de fuego se cernía muy alto, púrpura y roja y orlada de verde…

Los grandes hongos lo estaban alcanzando, pensó turbiamente. Podía verlos. Nahataspe, acuclillado y golpeando el suelo con los pies, avanzaba a través de la bola de fuego del mismo modo que lo había hecho la última vez, y la vez anterior a ésa. Un déjà vu extraordinariamente fuerte, más fuerte que las otras veces, lo aferró. Royland supo que todo esto le había ocurrido ya en otras ocasiones, y recordó perfectamente lo que vendría a continuación; lo tenía en la punta de la lengua, como se decía…

Las bolas de fuego empezaron a danzar a su alrededor, y sintió que sus fuerzas lo abandonaban bruscamente; se sentía más liviano que una pluma; la brisa podía arrastrarlo; podía ser arrojado de un lado para otro como una mota de polvo en el círculo que formaban las bolas de fuego que le rodeaban. Y supo que aquello no estaba bien. Con sus últimas energías, dándose cuenta de que se deslizaba fuera del mundo, gruñó:

-¡Charlie! ¡Ayúdame!

En un rincón de su mente, mientras se alejaba deslizándose, tuvo la sensación de que el viejo estaba arrastrándolo ahora por los sobacos, intentando sacarlo de la choza, exclamando confusamente en su oído:

-¡Tenías que haberme dicho que no veías a través del humo! Tú ves claro; yo nunca lo supe; yo nun…

Y entonces se deslizó a través de la oscuridad y el silencio.

Royland despertó enfermo y mareado en la choza; era por la mañana; no había la menor señal de Nahataspe. Bien. A menos que el viejo hubiera ido a un teléfono e informado al Laboratorio, en esos momentos habría jeeps recorriendo el desierto en su busca, y se habría desatado el infierno en Seguridad y Personal. Algo de este infierno caería sobre él cuando regresara, pero podría eludirlo con su noticia sobre el tiempo de ensamblaje.

Entonces observó que la choza había sido despojada de las escasas posesiones de Nahataspe que quedaban, incluso de la tela que cubría la puerta. Una punzada atravesó su cuerpo; ¿habría muerto el viejo durante la noche? Cojeó fuera de la choza y miró a su alrededor, en busca de una pira funeraria, un grupo de plañideras. No estaban allí; los cubos de adobe permanecían vacíos a la luz del sol, y más hierbajos de los que recordaba cubrían la única calle. Y su jeep, que había aparcado la noche antes junto a la choza, había desaparecido.

No había huellas de neumáticos, y las hierbas que se alzaban altas allá donde había estado el jeep no se veían aplastadas.

El Alimento de los Dioses de Nahataspe era bueno. Royland se pasó inseguro la mano por el rostro. No; no había barba.

Miró a su alrededor, atentamente ahora. Hizo los esfuerzos necesarios para ver los detalles. Observó la choza y, puesto que era aproximadamente idéntica a como siempre había sido, concluyó que era inmutable y eterna. Pero a su alrededor vio cambios por todas partes. Los ángulos de adobe que antes habían sido afilados eran redondeados; las vigas de los techos que asomaban se veían como huesos blanqueados por quién sabe cuántos años de sol del desierto. Los marcos de madera de las ventanas profundas, como las de una fortaleza, se habían desmoronado; el tercer edificio a su izquierda tenía manchas negruzcas encima de los agujeros de sus ventanas, y sus vigas estaban carbonizadas.

Se dirigió hacia ella, pensando torpemente: Al menos la Fase 56c ha sido solucionada. Ahora ya no es como el viejo Rip van Winkle. Me reconocerán por mis huellas dactilares, supongo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año? ¿Diez? Me siento el mismo.

La casa incendiada era un auténtico matadero. En un rincón había un montón de resecos huesos humanos. Royland se apoyó mareado contra el marco de la puerta; su carbonizada madera se desmoronó y tiznó su mano. Aquellos cráneos eran indios…, sabía lo bastante de antropología como para reconocerlos. Hombres, mujeres y niños indios, asesinados y amontonados en un rincón. ¿Quién mata a los indios? Hubiera debido haber algún indicio de ropas, jirones quemados, pero no había nada de eso. ¿Quién desnuda a los indios y los mata?

Había señales de una horrible matanza por todas partes en la casa. Agujeros de balas en las paredes, altos y bajos. Salvajes muescas dejadas por bayonetas… ¿y espadas? Manchas oscuras de sangre en algunas de esas muescas. Un fragmento de metal destelló en una caja torácica al otro lado de la estancia. Tambaleándose, se dirigió hacia allí y metió la mano en ella. La cosa le mordió como el filo de una navaja; no la miró mientras la sacaba y la llevaba a la polvorienta calle. De espaldas a la casa incendiada, estudió su hallazgo. Era un trozo de hoja de espada de quince centímetros de largo, perfectamente afilada a mano y con un par de muescas en ella. Tenía los costillares de refuerzo y el habitual canalón para la sangre. Su perceptible curva sólo podía encajar con una forma: la tradicional espada samurai de Japón.

Por mucho tiempo que hubiera tomado, la guerra, evidentemente, había terminado.

Se dirigió al pozo del poblado y lo halló cegado por el polvo. Fue mientras contemplaba el seco agujero que sintió miedo por primera vez. De pronto, todo era real; ya no era un espectador, sino un hombre asustado y muy sediento. Registró la docena de casas del asentamiento y no halló nada que le sirviera…, el esqueleto de un niño aquí, un par de cajas de cartuchos allí.

Sólo quedaba una cosa, y era el camino, el mismo sendero de tierra batida que siempre había sido, lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un jeep o la destartalada camioneta del asentamiento indio. El pánico le invitó a correr; no cedió a él. Se sentó en el bocal del pozo, se quitó los zapatos para alisar meticulosamente las arrugas de sus calcetines caqui suministrados por el Ejército, volvió a ponerse los zapatos, y se anudó de nuevo los cordones, bastante flojos previendo la hinchazón, y dudó un momento. Luego sonrió, seleccionó cuidadosamente dos guijarros de entre el polvo y se los metió en la boca.

-Patrulla de los Castores, adelante…, ¡marchen! -dijo, y echó a andar.

Sí, estaba sediento; pronto estaría también hambriento y cansado; ¿y qué? El camino de tierra batida desembocaba a unos cinco kilómetros en una carretera asfaltada, y allí habría tráfico, y alguien podría llevarle. Que discutieran acerca de sus huellas dactilares si querían. Los japoneses habían llegado hasta Nuevo México, ¿no? Entonces, que Dios les ayudara cuando sus islas natales hubieran recibido el contraataque. Los estadounidenses eran una gente feroz cuando se veían invadidos. Era concebible que no quedara ni un solo japonés vivo…

Empezó a elaborar su historia mientras caminaba. En muchas de sus partes era un repetido «No lo sé». Podía decirles: «No espero que crean esto, así que no me sentiré dolido cuando no lo hagan. Simplemente escuchen lo que tengo que decir y no hagan nada hasta que el FBI haya comprobado mis huellas dactilares.

Me llamo…», etcétera.

Era ya media mañana, y pronto llegaría a la carretera. Sus fosas nasales, agudizadas por el hambre, captaban una docena de aromas en la brisa del desierto: el intenso olor de la salvia, una vaharada de acetileno de una serpiente de cascabel dormitando en el lado en sombra de una roca, el acre aroma del alquitrán que flotó unos instantes en el aire. Eso podía ser la carretera: quizá la reparación reciente de algún socavón. Luego, un sorprendente efluvio de anhídrido sulfuroso ahogó todo lo demás y se alejó, haciéndole toser y jadear y escupir y buscar un pañuelo que no estaba allí. ¿Qué había sido aquello, en nombre de Dios, y de dónde había venido? Estudió lentamente el horizonte, sin dejar de andar, y descubrió una columna de humo allá a lo lejos al oeste, ensombreciendo ligeramente el cielo. Parecía como una pequeña ciudad, o una fábrica de un cierto tamaño: polución. Una ciudad o una fábrica donde, «en su tiempo» -formó reluctante el pensamiento– no había habido nada.

Entonces llegó a la carretera. Había sido mejorada; tenía aún dos carriles, pero había sido ensanchada y alzada con grava y alquitrán al menos unos ocho centímetros por encima de su nivel anterior, y dotada con un amplio arcén a cada lado.

Si hubiera tenido una moneda la habría arrojado al aire, pero uno pasaba semanas sin gastar ni un centavo en el Laboratorio de Los Alamos; el Tío Sam se ocupaba de todo, desde los cigarrillos hasta la lápida para tu tumba. Giró a la izquierda y echó a andar hacia el oeste, en dirección a la mancha de humo en el cielo.

Soy un animal racional, se dijo, y aceptaré con un espíritu racional todo lo que venga. Controlaré todo lo que pueda, e intentaré comprender el resto…

El débil chillido de una sirena comenzó a sus espaldas y se acercó rápidamente. El animal racional saltó hacia la zanja de la cuneta, más allá del arcén, y se ocultó en ella. En el momento culminante del enloquecedor chillido, Royland alzó la cabeza para echar un vistazo, y volvió a caer en la zanja como si una granada hubiera estallado en su cintura.

El convoy pasó rugiendo a toda velocidad, por el centro de la carretera de dos carriles, como guiándose por la línea blanca. Primero los tres pequeños vehículos de reconocimiento con las ametralladoras de cañones gemelos, y en cada uno tres soldados japoneses con casco. Luego el alto coche blindado de seis ruedas, con una torreta de tiro en la parte de atrás, probablemente ceremonial -los cañones niquelados no suelen ser prácticos-, y un almirante japonés con bicornio sentado altivamente al lado de un oficial de las SS de huesudos rasgos enfundado en un resplandeciente uniforme negro. Luego, cerrando la marcha, otros dos vehículos de reconocimiento…

-Hemos perdido -se dijo meditativamente Royland en su zanja, en voz alta-. Tanques ceremoniales con ventanillas de cristal…, perdimos hace mucho tiempo. -¿Había visto la insignia de un Sol Naciente, o lo había imaginado?

Salió de la zanja y siguió caminando hacia el oeste por la mejorada superficie asfáltica. No se puede decir «Rechazo el universo», no cuando uno está tan sediento como lo estaba él.

Ni siquiera se volvió cuando el jadear de un vehículo que se dirigía al oeste se hizo más y más fuerte hasta detenerse a su lado.

Sieg Heil! -dijo una voz curiosa-. ¿Qué estás haciendo aquí?

El vehículo, a su manera, era tan extraño como el tanque ceremonial. Era un transporte de motor mínimo, una especie de trineo infantil con ruedas, accionado por un ruidoso motor fuera borda refrigerado por aire. El conductor permanecía sentado en la parte de delante sin más confort que una breve tabla donde apoyar sus posaderas, y tras él llevaba dos sacos de harina de diez kilos que ocupaban todo el espacio restante proporcionado por el pequeño fondo del vehículo. El conductor tenía el aspecto curtido del sudoeste; vestía un holgado atuendo azul que evidentemente era un uniforme, y evidentemente no era militar. En su pecho llevaba una placa con su nombre sobre una hilera incomprensible de descoloridas cintas: MARTFIELD, E, 1218824, F/7 NQOTD43. Vio que Royland fijaba su vista en la placa y dijo amablemente: -Me llamo Martfield…, furriel de séptima, pero no es necesario utilizar mi rango aquí. ¿Estás bien?

-Tengo sed -dijo Royland-. ¿Qué quiere decir NQOTD43?

-¡Sabes leer! -exclamó Martfield, sorprendido-. Esas ropas…

-Algo para beber, por favor -dijo Royland. Por el momento no importaba nada más en el mundo. Se sentó en el vehículo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.

-¡Hey, amigo! -restalló Martfield de una manera curiosa, estrangulada, forzando las palabras a través de su garganta como si quisiera afectar un efecto convencional de furia controlada-. ¡Puedes esperar a que te invite a sentarte!

-¿Tiene algo de agua? -preguntó Royland con voz ronca.

-¿Quién te crees que eres? -dijo Martfield, con el mismo ladrido.

-Soy físico teórico… -argumentó cansadamente, con la débil imitación de la voz de un sargento instructor.

-Oh…, oh. -Martfield se echó a reír de pronto. Su rigidez se desvaneció; rebuscó entre sus holgadas ropas y extrajo una resonante cantimplora. Luego la olvidó en su mano, le lanzó a Royland un amistoso golpe en las costillas y dijo-: Hubiera debido sospecharlo. ¡Ustedes los científicos! Se suponía que alguien tenía que recogerle…, pero ese alguien era otro científico, ¿no? ¡Ja-ja-ja-ja!

Royland tomó la cantimplora de su mano y dio un largo sorbo. Así que se suponía que un científico era un idiota sabio, ¿no? Ahora no importaba: bebe. La gente decía que no debía llenarse uno el estómago de agua después de pasar mucha sed; le sonaba como una de esas reglas puritanas que establece la gente a partir de la nada sólo por el hecho de que suenan razonables. Vació la cantimplora mientras Martfield, furriel de séptima, adoptaba una expresión alarmada, y lamentó que no tuviera tres o cuatro más.

-¿Tiene algo de comida? -preguntó. Martfield se echó ligeramente hacia atrás.

-Doctor, lamento terriblemente no llevar nada conmigo. Sin embargo, si quiere hacerme el honor de subir en la parte de atrás…

-Vamos -dijo Royland. Se acomodó sobre los sacos de harina, y partieron a unos buenos cincuenta kilómetros por hora; era un motor pequeño pero potente. El furriel de séptima siguió mostrándose deferente, se disculpó por encima del hombro de que el vehículo no tuviera parabrisas, luego adoptó un tono algo más familiar para explicarle a Royland que iba sentado sobre harina…, «harina blanca, ¿comprende?», e hizo un guiño por encima del hombro. Tenía un amigo en la panadería de Los Álamos. Varios vehículos parecidos se cruzaron con ellos en dirección contraria. A cada encuentro había un atento examen de las insignias para decidir quién saludaba a quién. En una ocasión se cruzaron con un vehículo cerrado algo más lujoso, que proporcionaba a su conductor un asiento bajo en vez de obligarle a ir sentado con las piernas incómodamente dobladas, y el furriel de séptima Martfield casi se dislocó el hombro saludando primero. El conductor del otro vehículo era un japonés en quimono. Llevaba una larga espada curva sobre sus rodillas.

Kilómetro tras kilómetro, el olor a azufre y sulfuros se fue haciendo más fuerte; finalmente se alzaron ante ellos las torres de una instalación de procesado Frasch. Parecía un yacimiento petrolífero, pero en vez de oleoductos y tanques de almacenado había colinas de amarillo azufre. Avanzaron por entre ellas, con más saludos de trabajadores de holgados uniformes con palas y llaves Stilson de un metro de largo. A la derecha había cosas que podían ser torres de procesado Solvay para la fabricación de ácido sulfúrico, y el resplandeciente horror de un edificio neorrománico de administración y laboratorios. La bandera con el Sol Naciente ondeaba en su mástil central.

La música llegó hasta ellos a medida que se adentraban en la zona; primero fue un bienvenido antídoto al pop-pop del motor de dos tiempos del vehículo, luego una molestia. Royland buscó, irritado, los altavoces, y los vio por todas partes: en los postes de conducción eléctrica, en los edificios, en las puertas. Los sensibleros valses de Strauss los bañaban como si fueran bruma, haciendo que el pensar resultara un poco más duro, las comunicaciones un poco más confusas incluso después de que uno había aprendido a vivir con el ruido.

-Echo a faltar la música ahí fuera -le confió Martfield por encima del hombro. Disminuyó la velocidad hasta que avanzaron al paso; habían rebasado alguna especie de línea que Royland no había reconocido, y más allá de la cual uno ya no saludaba a todo el mundo…, sólo a los ocasionales japoneses en traje de calle con rollos de planos y reglas de cálculo o en quimono con espadas. Fue un alemán, sin embargo, el que detuvo a Royland: un clásico alemán con botas de montar y uniforme negro de piel generosamente tachonado con plata. Les observó avanzar por un momento tras intercambiar un saludo con Martfield, tomó una decisión y dijo:

Halt.

El furriel de séptima dio un pisotón al freno, paró el motor, y saltó al lado del vehículo, en posición de firmes. Royland le imitó, más o menos. El alemán dijo, con una voz rígida pero sin acento:

-¿A quién traes aquí, furriel?

-Es un científico, señor. Lo recogí en la carretera, de regreso de Los Álamos con provisiones personales. Al parecer es un prospector de minerales que perdió una cita, pero naturalmente no le he hecho ninguna pregunta al doctor.

El alemán se volvió, contemplativo, hacia Royland.

-Así que doctor. Nombre y especialidad.

-Doctor Edward Royland -dijo rápidamente éste-. Me dedico a la investigación sobre energía nuclear. – Si no existía la bomba, que lo condenaran si iba a inventarla para aquella gente.

-¿De veras? Eso es muy interesante, teniendo en cuenta que no existe ningún tipo de investigación sobre energía nuclear. ¿De qué campo procedes? -El alemán hizo un gesto al furriel de séptima, que estaba literalmente temblando de miedo ante el cariz que habían tomado las cosas-. Puedes irte, furriel. Por supuesto, informarás de inmediato del hecho de haber dado asilo a un fugitivo.

-De inmediato, señor -dijo Martfield con voz enfermiza. Se alejó lentamente, empujando el pequeño vehículo ante él. El vals de Strauss dejó oír sus últimos acordes, y al instante los altavoces iniciaron una sincopada melodía folklórica, con abundancia de instrumentos de metal.

-Ven conmigo -dijo el alemán, y echó a andar, sin mirar atrás para ver si Royland le obedecía. Eso demostraba las pocas posibilidades de éxito que tenía cualquier desobediencia. Así que Royland le siguió pisándole los talones, que por supuesto estaban adornados con espuelas de plata. Hasta entonces Royland no había visto ningún caballo.

Un japonés les detuvo educadamente dentro del edificio de administración: un hombre con gafas sin montura y traje gris convencional de hombre de negocios.

-¡Qué alegría verle de nuevo por aquí, mayor Kappel! ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

El alemán se envaró.

-No quiero molestar a su gente, señor Ito. Este tipo parece ser un fugitivo de uno de nuestros campos; iba a ponerlo en manos de nuestro grupo de comunicaciones para ser interrogado y devuelto.

El señor Ito miró a Royland y lo abofeteó violentamente. Royland, en un puro reflejo infantil, alzó inmediatamente un puño, pero los reflejos del alemán también eran rápidos. Una pistola apareció en su mano, y la apretó contra las costillas de Royland antes de que éste pudiera lanzar su puñetazo.

-Está bien -dijo Royland, y bajó la mano. El señor Ito se echó a reír.

-Al menos en parte tiene usted razón, mayor Kappel; ¡ciertamente no procede de uno de nuestros campos! Pero no quiero entretenerle más. ¿Puedo esperar un informe del resultado de este asunto?

-Por supuesto, señor Ito -dijo el alemán. Volvió a enfundar su pistola y reanudó su camino, seguido por el científico. Royland le oyó murmurar algo que sonó como-: ¡Maldita extraterritorialidad!

Descendieron a un sótano donde todos los letreros de las puertas estaban en alemán, y, en una oficina etiquetada WlSSENSCHAFTSLICHESICHERHEITSLIAISON, Royland contó finalmente su historia. Su audiencia la formaban el mayor, un gordo oficial al que todo el mundo se dirigía deferentemente como coronel Biederman, y un civil viejo y barbudo, un tal doctor Piqueron, llamado de otra oficina. Royland suprimió solamente el asunto de la investigación sobre la bomba, y no le costó hacerlo debido a la vieja costumbre de seguridad. Su improvisada historia pantalla convirtió el Laboratorio de Los Álamos en un centro de investigación dedicado solamente a la generación de electricidad.

Los tres hombres le escucharon en silencio. Finalmente, con voz divertida, el coronel preguntó:

-¿Quién es ese Hitler que ha mencionado?

Royland no estaba preparado para eso. Su mandíbula colgó flácida. El mayor Kappel dijo:

-Sorprendentemente, ha mencionado un nombre que figura, no con mucha fama precisamente, en los anales del Tercer Reich. Un tal Adolf Hitler fue un agitador de los primeros tiempos del Partido, pero, por lo que puedo recordar, intrigó contra el Líder durante la Guerra del Triunfo y fue ejecutado.

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