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Borges y la eternidad en construcción

Enviado por jgangel


    (Un ensayo sobre las posibilidades de lo finito).

    Por: José Guillermo Anjel R.

    Preámbulo:

    Por eternidad entiendo aquel espacio imaginario donde la nada y lo posible se unen para dividirse y multiplicarse al infinito, para crecer y disminuirse, completarse y asumir la posibilidad de que aún hay algo más en lo que ya no vemos pero presentimos. La eternidad está hecha para construir en el conocimiento, en el atributo del entendimiento y la extensión, como escribieras Baruj Spinoza. No para destruirse, como sucede en la mitología azteca y en la mentalidad latinoamericana, donde lo que está definido se destruye cada tanto para volver a comenzar. Es que amamos el cero, negación de toda unidad. Por eso nuestra espacialidad es tan corta. Y nuestra eternidad tan dolorosa. Es que nos condenamos a ser como Sísifo, unos avanzadores cortos y repetitivos. Somos en una eternidad que aplasta y que está presa.

    En la filosofía judía, lo eterno se mide en términos de lo que es y no es: en la nada (ain) está el yo (aní) compartiendo un valor similar, pero cada uno a un lado opuesto del espejo. A la derecha o a la izquierda, no se sabe, porque en la infinitud de lo eterno son imposibles las direcciones. O posibles, si no se las toma como tales. Por eternidad, entonces, entiendo un juego de espejos y a un tigre que se mira en ellos en una proyección sin final. Y mientras esto pasa, el tiempo no transcurre porque ni espejo ni tigre tienen noción del tiempo. Por eternidad entiendo, concluyendo, el espacio de las negaciones. O sea el espacio de lo existente (que nadie niega lo que no existe, como dijera Einstein) en lo imaginario, esto que sigue siendo un misterio porque le conocemos o imaginamos los principios nuestros en ella pero nunca el final ni el inicio. Es que en la idea de la eternidad siempre estamos partiendo y yendo hacia la nada, que es lo desconocido, esto que aun carece de palabras.

    A Borges lo entiendo en la ceguera, es decir, en la eternidad del no ver pero presentir, en ese espacio no- espacio por donde vagamos aferrados a destellos de luz, a memorias amontonadas en los sentidos, a recuerdos difusos que para su inventario tenemos que ajustar con invenciones. Lo entiendo también en la letra alef, que es la letra del silencio y la de los opuestos, la de la creación y la de la idea de D-s. En la destrucción no alcanzo a concebir a Borges, porque era un hombre de clase media y un creyente con dudas. También un enamorado de mujeres que no alcanzaban a completarse. Situación extraña ésta de las mujeres de Borges, mezcla de madre y hermana, de poesía nefanda y guía en la oscuridad. La última mujer de su vida, lo guiaba por las calles y los interiores narrándole lo que sucedía en esos espacios con objetos móviles e inmóviles. Lo guiaba y él no la veía. Un Dante porteño Borges, que situaciones así suelen pasar en Buenos Aires y en Ginebra. También en la torre Calata de Istambul, que algunos confunden con un puente. Y que podría serlo, pues la torre comunica la tierra con el cielo y muchos, cuando la suben, se dan a esa idea.

    En Baruj Spinoza, otro habitante consciente de lo eterno y su contraparte, la libertad impone el límite. Y este límite es el conocimiento, sea en la certeza o en la idea falsa, que por el error también llegamos a la verdad. El límite es la extensión y las cosas que la habitan, lo que debo entender ahora para darme el valor de continuar. Es el saber sabiendo. Y quizás, como anotaba Borges en el prólogo del "Libro de los "Seres Imaginarios", imaginando la magnitud y origen del dragón, podremos descubrir la razón del universo. De este universo que crece cuando encontramos las palabras para designar lo que aparece. Y que se detiene momentáneamente en la definición. Ya, cuando se amplíe la definición, habremos avanzado un poco más en la conciencia del universo y el dragón.

    Por Borges, entiendo lo que es y no es, única posibilidad de definir la escritura. Con base en esta premisa, asumo al Borges que me gusta, al que se contradice sin contradecirse, que en la contradicción está la otra cara, la que falta para crear una idea de realidad completa; al que ve en la ceguera, al que envejece siempre niño en la curiosidad y en el asombro. Por esto siguió riendo y burlándose. Y burlándonos en sus variados laberintos. De Borges se ha dicho que ha muerto, pero de acuerdo con la filosofía de Sinoza la muerte es una idea política y moral, no una certeza. Política, porque un muerto ya no está en las finalidades del Estado. Y moral, porque las costumbres son para los vivos. Desde nuestra finitiud definimos la muerte como una desaparición. Pero desde la muerte, la muerte tiene otra definición: es nacer para esperar otra muerte al momento de resucitar. De aquí que los milagros en este sentido sean crueles. Esta paradoja, que aparece en un cuento de Isaac Bashevis Singer, demuestra nuestra limitación con el lenguaje. De todas maneras, no me importa si Borges ha muerto o no, que cada vez que lo quiero oír o leer, siempre tengo sus palabras a mi alcance. Y las palabras son la vida. Del silencio he sabido que es ignorancia o es miedo, situaciones que crean traidores.

    Borges cuchillero.

    Los sarracenos, que a más de moros eran piratas, definían los puntos habitables de la eternidad en el cruce de dos espadas que no paran de luchar. En cada ruido, en cada destello nacido del golpe de los metales, ahí hay una posibilidad de espacio, un momento, un intervalo en el movimiento, una certidumbre. Los bereberes en cambio, no creen en más eternidad que en la carrera de un caballo. Es que mientras lo corren, el tiempo desaparece y no hay noción de lo creado. Cabalgan enloquecidos sin sentirse ni vivos ni muertos. Esos bereberes comparan a cuchillo con el caballo: ambos son un movimiento y un brillo. Una vida y una muerte al mismo tiempo.

    En la escritura de Borges los cuchillos cumplen con la tarea de matar a los que ya están muertos, que son esos ciegos que no ejercen el tacto o los héroes que temen no lograr escapar del monumento que les ha sido asignado. Esos cuchillos son labrados con paciencia, dibujando el cielo y el infierno en ellos; están hechos para el homicidio por celos, para la pelea entre guapos y para la tentación de asesinar. Por estos tres caminos van esos cuchillos que Borges origina en Junín, cuando el abuelo argentino seguía las órdenes de un dictador y de la pampa, donde la extensión se mide con sustos. También supone un cuchillo en el abuelo inglés, de filo brillante y porte alargado, más para la pose que para la acción. Con ese cuchillo se mataba a los cobardes sin tenerlos presentes.

    Esos cuchillos tienen esquinas, hombres que se buscan por cosas de honor y palabras que definen el momento preciso en que el cuchillo sale de la funda y rompe las carnes: "No veo los rasgos. Veo, bajo el farol amarillo, el choque de hombres o sombras y esa víbora, el cuchillo". Y, como en cualquier cuento de Horacio Quiroga, el cuchillo es animal rápido y asustadizo que requiere de mano firme para que no se devuelva y acabe picando al cuchillero. Esos cuchillos (o puñales o dagas o facones, todo depende de la circunstancia y la decoración) tienen también silencios, abandonos y quietudes. Permanecen en la oscuridad y el olor de un cajón de madera fina, con todos sus pergaminos en desuso. Quizás alguno los recuerde y venga a mirarlos, a sentirse un momento con ganas de matar y luego, horrorizado por la intención, aparte su vista del cuchillo y huya. Se habla de hombres que llevan años huyendo de los cuchillos con los que se tentaron. Otros ya no huyen, porque esos cuchillos les dieron alcance.

    Los cuchillos de Borges hacen parte del aburrimiento, de la búsqueda de la muerte, como pasa en Sur; y de la danza y la lujuria, como sucede en El Hombre de la Esquina Rosada. Es como si a través de ellos la piel cobrara un nuevo valor y la imaginación una dimensión distinta. Los hombres van hacia el cuchillo y el cuchillo lo encuentra. Las citas se cumplen, se dan los hechos, luego todo es memoria y letra para una milonga o un tango. También para la mazurca de un violinista polaco que estaba ahí, donde se hacen los testigos, sin saber por qué. O tal vez si, pero él dice que no sabía.

    Las tierras el sur son cuchilleras y ninguno escapa a esa piel de acero, que es como una muchacha limpia e inocente, capaz de cualquier cosa si la tientan como se debe. Y no existe la rabia en el cuchillo ni el cuchillero, es cosa de hombría. De matarse para que la selección natural se dé, es cuestión de espacio. O para que en esta vida quede el que pierde y a la muerte se vaya el ganador. Es cuestión de ver. Omar Jayyám, en uno de sus Rubayatas, decía que un hombre se llevó a la muerte toda su maldad. Es que quería saber si sus pecados eran capaces de superar a la misericordia de Alá. Por demostrar poder muchos buscan la muerte en el cuchillo. O en el balazo, que también brilla y rompe.

    El Borges cuchillero es azaroso, esta en el azar y en los caminos que se bifurcan, en un libro de escritura desconocida, en la palabra que nombra, define y se agota en la definición y entonces se vuelve otra palabra y define y así eternamente: son las cuchilladas que se le dan a la eternidad a ver si revienta. Si esto pasa, la eternidad existe. Si no, las cuchilladas se dieron mal. Faltó estilo, hombría, motivos en la sangre. Los cuchilleros juegan con Dios al ajedrez. Y en el movimiento menos pensado, en ese que no estaba en la jugada, reculan, se amarran el poncho en el brazo y luego todo es como una noche con estrellas fugaces. De esos brillos rápidos que han cruzado el espacio no se ha sabido la suerte. Tampoco se ha sabido qué sucedió con el cuchillero o con Dios. Los ateos dicen que Dios llevó la peor parte. Los creyentes, mantienen la esperanza de que esto sea mentira. Algún filósofo de esquina, para mantenerse en la conversación, dirá: Si Dios ataca, no es Dios. Y si se defiende tampoco. Digamos entonces que los cuchilleros no buscan a Dios sino a los que se creen protegidos por Él. Entonces la lucha es entre una duda y una fe. Ya esas dos cosas justifican el azar.

    Los cuchillos borgianos son de acero de Toledo y tienen la hoja ancha. No son estiletes ni dagas renacentistas. Y los dedos de los hombres que los trabajaron son negros y flacos, es para que no haya confusiones. De los ojos del puñal no habla, así justifica que ataque por instinto. Como sucede tanto.

    Del Borges Buenos Aires:

    Alejo Carpentier, escribió El Concierto Barroco intentando describir a la ciudad. En esos conciertos barrocos, donde estuvieron presentes y como intérpretes Vivaldi y Scarlatti, Locatelli, Manfredini etc., el desorden y el desaseo, los gritos y las lujurias cortas, los juegos con barajas marcadas y los acuchillamientos eran parte del espectáculo al que asistían los actores, que tratando de actuar acababan asistiendo a la actuación de los asistentes, que rara vez eran espectadores. Sólo los muy grandes y pacientes de estos intérpretes lograron interesar a esa gleba que iba al concierto a no ver sino a verse en un concierto. El concierto barroco es la ciudad en desorden, la que permite un inventario de imaginaciones, la descripción de objetos mestizos y la ruptura constante de la realidad. Es el realismo mágico, la lucha contra el sol y los confinamientos. Es el ruido y la furia, no vista a través del Benjy faulkneriano sino del que se busca sin encontrarse. O del que huye de sí mismo, cosa muy común entre los descendientes de piratas y de milagreros, de mujeres que no tuvieron más que carne y de hombres tímidos que arreglaban relojes y escaparates. Esta ciudad carpenteriana no es Buenos Aires.

    Buenos Aires son cuatro ciudades leídas: la de Manuel Mujica Laínez, que está hecha de historia; la de Leopoldo Marechal que se hizo en desmesuras, la de Cortázar que se lee desde París y la de Borges, que está hecha de palabras y memorias laberínticas. El resto de la ciudad es el fin del mundo, donde todo está presente para el juicio y para los movimientos de dos que se aman entre los pasos de un tango. Buenos Aires es la ciudad de los espacios y de las especies, de los lectores y los detenidos en el tiempo. Es una ciudad donde todo es posible porque realmente es eterna. Es que allí están todos lo hombres de la tierra, con sus músicas y ansiedades, con sus esperanzas y sus miedos, todos acreditando memoria y tratando de legitimar mentiras. Es una ciudad que tiene su origen en los desplazados de la tierra, en los empujados por el hambre y por los miedos, por las furias del viento y por los silencios. Es que hay gente que llega callada, sin palabras, así no los determina nadie. Y así viven hasta que se citan con la muerte y se van juntos.

    El Borges Buenos Aires, el que ajusta el cuadrante de la rosa de los vientos, lo sitúo al norte más cercano del sur, donde están los límites entre la civilización y la barbarie. Está en Palermo, cerca al mar, a San Isidro y El tigre, donde queda el delta. En Palermo, donde si sitúa Borges cuando escribe su Fundación Mítica de Buenos Aires, podría vivir Dios. Allí todo es amplio y verde, con animales como en el arca de Noáj y gente que camina en parejas. También tienen asiento allí muchos consultorios de siquiatras. Es un barrio silencioso y largo, salvo en los días cuando juega el River. En el mar, está el diablo. Es que por allí llegaban los ingleses. Ya, en san Isidro, es como iniciarse en la eternidad, que en ese sitio se existe y no se existe. Hay ángeles y demonios y también gente que no cree en ellos. Y en El Tigre, en el mercado de Frutos, donde los días son según las aguas del delta. No tendría una definición para El Tigre, así como Borges tampoco la tuvo para sus tigres. En este punto de la brújula, que es un laberinto, Borges asume su oficio de develador de objetos escondidos. Es que nada aflora allí, hay que descubrirlo. Y esos objetos (donde en términos de Spinoza la belleza es un efecto sobre el espectador) que no son por las formas sino por la memoria, como deben ser las cosas si buscamos en ellas al hombre que las hizo y a nuestro papel en esa hechura.

    Sin embargo Borges, como el universo, se expande y se contrae. Entonces también lo ubico en el Centro de Buenos Aires, en la calle Florida, una calle no muy larga y con más señoras gordas que flacas. Y con más alemanes e ingleses que italianos. Y si no en los cuerpos, en los recuerdos, que son más poderosos y difíciles de matar. Desde esa calle, que acaba o termina en la plaza San Martín y la estación de Retiro (donde según una canción que le oí a Susana Rinaldi, hubo un palenque de negros), veo a Borges desplazándose como una mancha de aceite que cubre desde el Once hasta la Biblioteca Nacional. Lo presiento ahí hinchándose de memorias europeas y judías, persas y españolas. Y, como cualquier mago que ejerce cerca del Obelisco, sacando de la boca historias asombrosas y maravillosas que reposaban en algún libro infinito y olvidado, infame para muchos y para otros su única certidumbre. A Borges lo veo como a una paloma mensajera que lleva historias de una azotea a otra, desde la ventana de algún alquimista hasta la puerta de un ensimismado. Y por esta razón no está en buenos aire sino en el mundo, en la tierra y en las disquisiciones, que no son especulaciones sino comprensión de lo hasta ahora incomprensible. Borges es un definidor y esto lo hace odiable. Los hombres que definen limitan y obligan a la certidumbre, y esto molesta al no sabe quién es, al que vive tragedias ajenas, al que piensa en salir y mientras lo intenta distribuye información de otros, perdiéndose aún más. Cerrándose la puerta. Borges, entonces, es la escritura de una Buenos Aires inmensa que admite definiciones desde la poesía, los relatos, las conferencias y los ensayos. De una Buenos Aires que requiere ser hablada y racionalizada, inventariada e imaginada, que está situada en el mito, donde todo espacio y todo tiempo son improbables. Sólo de esta manera se está tranquilo en el laberinto.

    El Borges Buenos Aires da cuenta del pensamiento del hombre en sus aciertos y demencias. De ese hombre que son todos en Buenos Aires porque allí está la suma humana, el cosmopolitismo, la tierra que se levanta en la mañana y en la noche. Y esa ciudad borgiana o ese Borges ciudadano, solo es entendible en el Alef, letra esta que simboliza los opuestos, única forma de pensar encontrada hasta el momento. Es que los opuestos, lo negro y lo blanco, lo gordo y lo flaco, lo macho y lo hembra etc., nos hacen la vida y el entendimiento. Y aunque en la eternidad no existen, si se dan en los límites nuestros. Así nos medimos para alegría o tragedia. O para nada, como también sucede. Basta con saber que a muchos la música de Piazzolla les llega cuando están dormidos. Los toca pero no los asombra.

    En Buenos Aires lo insólito y lo extraordinario son en Borges, que trasciende la anécdota y se involucra en la metáfora. En esa metáfora que genera otra metáfora y otra y así infinitamente porque el hombre no para de construir cuando parte de unos principios firmes, de unas definiciones claras, de una identidad a la que no le tiene miedo porque la ama. Yo, a Borges, lo veo dominando la ceguera, vagando por ella como si fuera por dentro de un fantasma conocido y extraordinario, dispuesto a los pensamientos más inverosímiles, iluminado con la memoria suya y la de otros, siendo en esas memoras ajenas porque encontró las conexiones sin preocuparse de sí eran ciertas o falsas. Esta es la certeza de Borges, que entendió los puestos. Y se amó con ellos como un amante reciente, sin preocuparse de moralidades para dejar fluir a la escritura. En estas Buenos Aires Borges (Borges es un adjetivo), la lectura de la ciudad se hace desde un Sinoza óptico, desde una viuda china, desde un matemático confuso, desde un minotáuro confundido por Dante (para el italiano el minotáuro tenía cara de hombre y cuerpo de toro), desde Billy the Kid el famoso asesino con cara de niño que le obedece a la mamá, desde dos muertos penando por su puta y su guitarra. Desde Borges, la ciudad está escrita en germano inicial, en galés, en arameo cabalístico, en castellano malevo. Y en lunfardo, que es la lengua que no conocieron los constructores de la torre de Babel. Y también en un inglés perfecto y newtoniano, de ese que se habla a las cinco de la tarde, delante de un té y entre solteronas ilustradas. Y que permite la lógica de las leyes inmutables.

    Esa Buenos Aires Borges, conformada por lo escondido e inevitable, por esto que yace ya en los libros (que guardan la memoria y la imaginación) me ubica siempre en la ciudad porque lea lo que lea, por inverosímil que sea, siempre me conduce a Buenos Aires. Y Buenos Aires es toda la tierra, el resto, como decía Rabí Hillel, son comentarios. Muchos odian a Borges porque les convirtió sus posibilidades en meras acotaciones, en citas y complementos a lo que contiene esa biblioteca enorme y circular que concibió y donde estaría situado el centro de la eternidad. Una Biblioteca memoriosa, imposible de quemar porque ya está en la sangre y en cada percepción que tengamos del mundo. Klein, el personaje de Elías Cannetti en Auto de Fe, quema su biblioteca buscando romper el orden del universo, pero ha sido en vano, ya la tenía leída. Buenos Aires es una gran biblioteca que se lee en cada cara, en cada gesto, en cada angustia, en cada desespero, en cada alegría y en cada ilusión. Es que es una Buenos Aires Borges, calificativo que traduce todas las lecturas iniciales. Lo que sigue, son meras ampliaciones. Esto se sabía en Alejandría, por eso esa biblioteca fue quemada tres veces en vano. Imposible quemar lo que ya hace parte de la memoria del hombre, que antes de que contener respuestas lo que contiene son preguntas. Así entiendo a la Buenos Aires Borges, como una pregunta (como un contingente en la duda). O sea, como un inicio de más conocimiento. Y esta Buenos Aires Borges es cualquier ciudad donde se practique la escritura, que es el ejercicio del hombre que escribe el libro que quisiera estar leyendo, ese donde habita con sus certidumbres y fantasmas (que no son sólo espantos). Y con sus sueños de imposibles, los que admiten más palabras y definiciones en la palabra y definición primera, es decir, las que me permiten alargar la mano y la sombra, como hacen los derviches con sus danzas de primavera, cuando se convierten en la contracción a’l, que es cuando Alá llega hasta los creyentes a través de los derviches, proveyendo la tierra de dones y de imaginaciones, que son letras para ese ejercicio infinito del álgebra.

    Borges y la eternidad que se construye.

    No hay nada nuevo bajo el sol, dice el proverbio de Shlomó ha mélej ben David (Salomón el rey, hijo de David) para que se sepa que no nació de la incertidumbre sino que ya existía en el pasado, en los muertos de antes de él. Bajo el sol está lo que vemos y lo que no vemos, pero que está ahí y sigue invisible hasta que quitemos de encima la noche cerrada que se le cierne encima. Si no fuera de esta manera, la inteligencia no tendría sentido (intus légere, leer al interior). Y eso que no vemos, es lo que nos hace eternos, que la eternidad es el conocimiento que falta, son las palabras que todavía no existen, son los parecidos que no hemos encontrado. La eternidad no es un vacío sino un libro infinito. Y esta fue la intención de Borges, la de decirnos que ese libro existe y de que en ese libro debemos ir acotando con la paciencia y el arte de un copista. Los copistas memorizaban en letras, luego aportaban su acotación con dibujos o con letras más pequeñas. Escribían los textos en dos direcciones, en la evidente, la que era y no podía ser otra porque era causa necesaria, y en la imaginación, el nuevo conocimiento adquirido con base en la memoria copiada. Eran unos constructores y unos arquitectos ordenados y precisos. Por esto, como las salamandras. Resisten todos los fuegos y pasan por ellos sin quemarse. Los griegos adoraron a las salamandras porque estos animales se burlaban del cuarto elemento no creyendo en él. Y como la salamandra no le teme al fuego, entonces entendieron que era superior al hombre. A esto llevó la curiosidad de los griegos, a ver y a imaginar.

    La eternidad se construye con poesía (poeía, creación), con ensayos (análisis de la realidad) y con mentiras (historias falsas, pero creíbles porque están dentro de lo factible imaginado o por imaginar). Sobre todo con mentiras, porque no nos queda otra opción. En otros términos, sólo a través de la literatura podemos entender la eternidad, que el resto de oficios del hombre la limitan, excepto las matemáticas que es el mejor de los cuentos contados. Tanto que creemos en ellas sin que nos asista la duda. Y como sólo en lo matemático es probable el mundo, me atrevo a pensar que entonces el mundo no existe sino que es una imaginación que tenemos de él. Si esto es una certeza, como algunos filósofos lo han tratado de demostrar, somos en un libro que Dios está escribiendo. El problema es que no sabemos en qué capítulo va el libro ni qué resolución tendrá el argumento. Para defendernos de esta posibilidad, construimos una eternidad que seguramente no es pero con la que Dios no contaba. Y, en términos de Spinoza, donde en Dios no hay contradicción y por eso tampoco la hay en sus criaturas, Dios tendrá que insertar nuestra noción de eternidad en el concepto que él tiene de lo eterno. De esta manera le hemos ganado una partida a Dios, pues para que la eternidad exista tendrá que aceptar lo que nosotros creemos que es: una imaginación.

    Borges, como Marcel Schowb, fue un gran imaginador, entendiendo por imaginador aquel que concibe una idea y luego la ubica en alguna forma de certeza; porque el que concibe una idea y no es capaz de hacerla realidad, no ha tenido una idea sino un desespero (algo sin esperanza, una muerte). Y para construir su imaginario, su única realidad posible (somos en la poesía que hagamos de nosotros), Borges recurrió a la poesía, que es donde comienzan las definiciones. De acuerdo con Aristóteles, antes que sentidos tenemos sentimientos. Sentimos y después definimos, después la definición la apresamos en palabra. Toda poesía es una palabra, la del final. Y ese es el inicio, a partir de ahí ya nada nos detiene en la percepción de lo eterno. De esta manera, los hombres del desierto, concibieron el cielo y la música, esos espacios imposibles de medir. Abu Alí Ibn Sina (conocido en occidente como Avicena), fue primero poeta, después médico y sabio y al final filósofo. Y cuando murió se le había acabado el miedo. Y este es quizás el modelo inicial que toma Borges para entender los caminos hacia lo inapreciable. Todo hay que concebirlo, todo hay que entenderlo, todo hay que mentirlo para que en esa mentira nos encontremos con la verdad posible al conocimiento que tenemos. Verdad posible, porque si hubieran verdades absolutas ya no habría que conocer más, lo que es imposible si pensamos en términos de eternidad, donde todo falta por conocer.

    Borges es poeta, pero también un analista de la realidad objetiva o sea un estudioso de otras realidades. La realidad subjetiva es un poema, la suma de las realidades subjetivas de otros, es la realidad objetiva, la que nos permite compararnos y, a través de esta tolerancia (conocimiento) crecer en y desde el otro. La intolerancia es ignorancia, es la definición inicial, la encontrada por azar. Y desde este análisis, donde asume lo judío, lo islámico, lo celta, lo germánico, lo chino y lo cristiano (Borges es el primero en Latinoamérica que hace este trabajo) descubre que habitamos lo maravilloso, lo extraordinario, lo que somos en el prisma humano, en esto único que es la base para el entendimiento de lo eterno. Por eso a él no se le escapan las realidades de Maimónides ni las de Ibn Gabirol, las de Lao Tsé ni Pierre Menard. Todo es importante porque está en lo posible. Todo es extraordinario porque se manifiesta en lo imposible, en el mito, esto que entendemos cerrando los ojos y teniendo el valor de asumir el olvido. Hasta la novela negra es un punto de referencia, pues ahí están los crímenes que el hombre no comete pero que sabe muy bien cómo cometerlos. Y luego de este análisis de la realidades ajenas, de donde sale enriquecido, Borges asume el relato o sea la invención que se construye en si misma, que es la suma de las definiciones iniciales y de las propuestas exteriores. Allí, en el relato, todo se enriquece, todo se pule, todo se hace posible para asumir la mentira cierta, es decir, la imaginación en la que no nos equivocamos porque todos los elementos de los que está compuesta son claros, tanto en los sonidos como en la exposición gramatical. En este punto, Borges se habría burlado de los lingüistas que, buscando la estructura del discurso y sus posibilidades de agotamiento, se ven impedidos para imaginar. Y creo que llegaría a esta conclusión porque, cuando se analiza algo en crecimiento como si fuera una obra terminada, toda conclusión es falsa. Es que no hay discursos terminados, sólo hay discursos que se están elaborando. Y los habrá siempre, mientras sigamos percibiendo la eternidad en térmicos de imaginación, que es lo único que podemos hacer.

    En esta construcción de la eternidad, que existe como estructura pero que se nos va develando en la medida en que la conocemos, vamos por ella como si estuviéramos levantando una sábana y mirando lo que hay por debajo, Borges no asumió la novela ni el tratado largo. Todo en Borges es corto y en esto se muestra como un buen alumno de Wittgenstein, quien decía que si alguien para describir a la conciencia necesitaba 500 páginas, esto se debía a que no tenía claro que era la conciencia. Y una historia no está completa por su extensión sino por sus conexiones. Si todo lo que se quiere contar está debidamente conectado, un relato puede ser una frase que implique un sujeto en una acción y la legitimidad de esa acción, es decir, en un sujeto, un verbo y un predicado. Para llegar al relato en una frase hay que conocer muy bien el mundo y saber qué está pensando y pasando en ese momento. Es que el hombre admite la certeza cuando es la suma correcta entre el pasado y el futuro. Cuando le toca el yo, que es real e imaginario, que recuerda y olvida porque sueña. Cada definición exige su extensión. Pasa como con el sol en los días de invierno y de verano. También con la luna, que es luna mientras se hace y se deshace.

    Conclusión en Borges:

    Borges no es una verdad, es parte de la realidad objetiva. Es un personaje que admite invenciones. Y si lo inventamos, estaría satisfecho, ese era uno de sus sueños. Pero no al azar ni por instinto. Por instinto, como decía al inicio, atacan y se justifican los cuchillos. A Borges hay que crearlo en la búsqueda, desde el laberinto, simulación gráfica de la eternidad. Desde un laberinto tridimensional y con espejos, plagado de tigres y de palabras escritas y definidas, con espacio para las acotaciones y las imaginaciones. Y los vamos a buscar partiendo de sus fabulaciones, de sus vikingos de palabra imposible y brazo fuerte, capaces de hacer un poema en sus lápidas, cuando ya toda definición es vana para el muerto. Desde Alejandría, donde hay un faro que ilumina el mar y escribe leyendas con esa luz sobre las olas. Desde los zocos de las ciudades islámicas, donde entre los peroles y los mapas que no conducen a ninguna parte dos derviches juegan ajedrez moviendo sus sombras. Desde una judería, donde un judío expulsado de la sinagoga se hace el que pule lentes pero en verdad habla con Dios y no se lo dice a nadie para no crear más escándalo. Desde el cielo y el infierno, desde dos que se acuchillan, desde que uno que copia el Quijote creyendo que lo escribe, desde la ceguera que es donde más se imagina. A Borges hay que buscarlo en la universalidad, en lo que ha producido y mentido la tierra, en los amores y en los odios, en una ciudad con hombres de todos los lugares. Y cuando creemos la Buenos Aires necesaria, los vamos a encontrar. No importa cómo sea, que al concebirlo ya de alguna manera existe. Como en el argumento de san Anselmo, basta pensar que hay un ser que no se equivoca. Así sea y se equivoque. Yo creo que cuando uno cree todo el tiempo en sus equivocaciones termina acertando. Algo así pensó Sartre cuando santificó Jean Genet, que se hizo santo porque vivió la maldad todo el tiempo, sin miedo. Le hubiera bastado un arrepentimiento mínimo para salir del santoral.

    Y cuando inventemos al Borges que nos gusta, ese que mejor nos miente, construiremos sobre él hasta olvidarlo y no tener más concepción de él. Así, ubicándolo en la eternidad, habremos dado otro paso en lo indecible. Y con aquello que encontremos, elaboraremos palabras y la poesía nacerá. El resto es la definición, los comentarios, las mentiras renovadas, en fin, esa metáfora que se multiplica en el infinito cada vez más igual y cada vez más distinta. Es que así no nos perdemos.

    Escrito en Medellín después de una semana de soles, una tarde que presagiaba lluvia.

     

     

    Autor:

    Jose Guillermo Angel