Nuestro próximo objetivo fue proteger y conservar las delicadas incrustaciones de la caja del segundo féretro, en cuanto fuera posible por el momento. Sabíamos que el proceso que habíamos usado anteriormente era eficaz; así pues, lo cepillamos ligeramente para sacarle el polvo, le pasamos una esponja con agua tibia y amoníaco y, una vez seco, recubrimos toda la superficie con una gruesa capa de parafina, aplicada aún caliente por medio de un largo pincel. Una vez enfriada y solidificada la cera, las incrustaciones quedaron firmemente sujetas, permitiendo manejar el féretro con toda libertad. La gran ventaja que proporciona este sistema es que la capa de cera puede retirarse en cualquier momento con calor, de ser necesaria alguna otra restauración, y el mero hecho de calentar la cera sirve para limpiarla.
El próximo problema que hubo que estudiar y que requirió algunos trabajos experimentales fue decidir cuál sería la manera más satisfactoria y expeditiva a la vez de encargarnos de aquellos antiguos ungüentos sagrados, hoy solidificados, que no sólo cubrían la caja del féretro, sino que llenaban por completo el espacio entre ambos, pegándolos uno al otro y evitando por el momento que avanzáramos en nuestra investigación. Mr. Lucas hizo un análisis preliminar de esta sustancia. Era negra y tenía la apariencia del betún. En los puntos en que la capa era delgada, como en la tapa del féretro, el material era duro y quebradizo, pero en los puntos donde se había acumulado una gruesa capa, como ocurría entre los dos féretros, el interior del material era blando y plástico. Al calentarlo desprendía un olor penetrante más bien fragante y agradable, algo parecido al de la brea. Naturalmente, era imposible hacer un análisis químico completo, pero como resultado de la investigación preliminar encontramos que contenía un tipo de grasa mezclada con resina. No había alquitrán de origen mineral, ni betún ni tampoco pudo probarse la presencia de la brea, a pesar del olor. No cabe duda, por el modo en que este material se había corrido sobre los costados del tercer féretro, depositándose debajo del mismo, que al ser empleado era líquido o semilíquido.
De su composición se desprendía que esta sustancia podía derretirse con calor o diluirse con algunos disolventes, pero ninguno de estos métodos era practicable dadas las circunstancias. Así pues, decidimos levantar la tapa y examinar el contenido antes de continuar y antes de aplicar medidas más drásticas. Afortunadamente la línea de unión entre la tapa y el féretro era visible y accesible, aunque con dificultad, excepto en la parte de los pies, donde el segundo y el tercer féretro prácticamente se tocaban.
La tapa estaba unida a la caja por medio de ocho espigas de oro (cuatro a cada lado), encajadas en sus muescas correspondientes por medio de clavos. Así pues, si lográbamos sacar los clavos podría levantarse la tapa. El estrecho espacio entre los dos féretros hacía imposible el uso de los útiles empleados normalmente para la extracción de clavos y hubo de buscar otros. Construimos unos detornilladores muy largos y con ellos sacamos los clavos de oro macizo en pedazos, ya que, desgraciadamente, hubo que sacrificarlos. Levantamos la tapa por medio de sus asas de oro y la momia del rey quedó al descubierto.
En momentos de este tipo las emociones son tan complejas y perturbadoras que impiden toda expresión verbal. Hacía más de tres mil años que unos ojos humanos habían contemplado el interior del féretro de oro. El tiempo, medido por la brevedad de la vida humana, pareció perder sus perspectivas habituales frente a un espectáculo tan vivido, evocador de los solemnes ritos religiosos de una civilización desaparecida. Sin embargo, es inútil recrearse en tales emociones, basadas en sentimientos de admiración y piedad humana. El aspecto emocional no forma parte de la investigación arqueológica. Allí, finalmente, yacía todo lo que quedaba del joven faraón, hasta entonces poco más que la sombra de un nombre para nosotros.
Ante nuestros ojos, llenando el interior del féretro de oro, había una momia impresionante, hecha con habilidad y cuidado, sobre la que se habían derramado ungüentos en grandes cantidades, como en el exterior de este féretro, consolidados y ennegrecidos por los años. Formando contraste con el oscuro y sombrío efecto del conjunto, debido a los ungüentos, había una máscara de oro bruñido resplandeciente, magnífica, hecha a semejanza del rey, recubriendo su cabeza y hombros que, al igual que los pies, se había conservado intencionadamente libre de ungüentos. La momia estaba hecha a imagen de Osiris. La máscara de oro batido, un ejemplar bello y único del retrato antiguo, tiene una expresión triste pero serena, que sugiere la juventud truncada prematuramente por la muerte. Sobre su frente había las insignias reales, el buitre Nekhbet y la serpiente Buto, labradas en oro macizo, emblemas de los Dos Reinos sobre los que había gobernado. La barbilla llevaba la tradicional barba de Osiris, labrada en oro y lapislázuli. Alrededor del cuello tenía un collar triple de cuentas discoidales hechas de oro rojo y amarillo y fayenza azul. Del cuello colgaban unas tiras flexibles de oro con incrustaciones de las que pendía un gran escarabajo de resina negra que descansaba entre sus manos y que llevaba el Bennu ritual. Las manos eran de oro bruñido, separadas de la máscara, y estaban cosidas a las envolturas de lino, sosteniendo el flagelo y el báculo, los emblemas de Osiris. Inmediatamente debajo de ellos estaba la cobertura exterior de lino, muy simple, adornada con ricos aderezos de oro incrustado que colgaban de una figura a modo de pectoral, en forma del pájaro Ba o alma, hecha de oro repujado, con sus alas extendidas sobre el cuerpo. Como estos bellos aderezos habían sido consagrados por medio de ungüentos, sus detalles y brillantez eran apenas visibles y al mismo hecho también debe atribuirse el desastroso deterioro que descubrimos más tarde en muchos de los objetos.
Sin embargo, aun a través de estos obstáculos podía verse con dificultad que estos aderezos, hechos de gruesas planchas de oro unidas por hilos de cuentas, tenían los discursos de bienvenida de los dioses. Por ejemplo, en las bandas longitudinales del centro, de arriba abajo, Nut, la diosa del cielo y madre de los dioses, dice: «Yo cuento con tus bellezas, oh Osiris, rey Kheperunebre. Tu alma vive: tus venas son firmes. Aspiras el aire y sales como un dios, marchando como Atum, oh Osiris, Tutankhamón. Tú sales y entras con Ra…». El dios de la tierra y príncipe de los dioses, Geb, dice: «Mi amado hijo, heredero del trono de Osiris, el rey Kheperunebre. Tu nobleza es perfecta. Tu Casa Real es poderosa. Tu nombre está en boca de Rekhyt, tu estabilidad está en boca de los vivos, oh Osiris, rey Tutankhamón, tu corazón está eternamente en tu cuerpo; está en los espíritus de los vivos, al igual que Ra, descansa en los cielos». Los textos en las bandas transversales empiezan con expresiones tales como: «Honrado ante Anubis, Hapy, Ke-behsenuef, Duamutef» y «Justificado ante Osiris».
Acompañando a estas inscripciones, junto a los lados de la momia, desde los hombros hasta los pies había festones de tiras aún más adornadas, pegadas a las bandas laterales y hechas de unas plaquitas incrustadas de oro, muy elaboradas, asimismo ensambladas con cuentas. Los dibujos de estas tiras laterales eran de formas geométricas, símbolos Ded y Thet, serpientes solares y emblemas del rey. Éstos, una vez limpios, parecieron haber formado parte de restos del enterramiento de Semenkhare, ya que algunas de las placas llevaban en el reverso textos del «Capítulo del Corazón», en los que aparecía su nombre, que en la mayoría de los casos había sido borrado a propósito posteriormente.
Una vez limpios los aderezos se pudo ver que el orfebre había hecho los textos y festones a medida, pero que la momia resultó ser más grande de lo que se esperaba y que se habían cortado y añadido piezas para hacerlos encajar.
Aunque los atributos de esta momia son los de los dioses, el parecido es evidentemente el de Tutankhamón, apuesto y sereno, con los rasgos que pueden reconocerse en todas sus estatuas y féretros. En algunos aspectos este rostro recuerda el de su suegro, Akhenatón, y en otros, especialmente de perfil, tal vez presente un parecido aún mayor con la gran reina Tiy, la madre de Akhenatón o, en otras palabras, al contemplar estos rasgos, podía apreciarse un ligero reconocimiento de afinidad con ambos predecesores del joven rey.
Aquellos ungüentos usados tan profusamente debieron de aplicarse como parte del ritual funerario, a fin de santificar al rey muerto antes de pasar a la presencia del dios del más allá, Osiris. Era fácil observar que tanto en el tercer féretro como en la momia misma del rey, se había evitado cubrir con ella la cabeza y los pies, aunque parte del mismo líquido había sido derramado en los pies, y sólo en los pies, del primer féretro. Al recapacitar sobre la naturaleza de aquella ceremonia y en su intención, nuestros pensamientos se centraron en la emocionante escena «en casa del leproso», adonde «llegó una mujer con una caja de alabastro con un ungüento de espicanardo, muy precioso» y en las palabras de Cristo: «Ella ha venido para ungir mi cuerpo por anticipado para mi sepultura» (Marc. 14,8).
Cuando Mr. Burton hubo documentado fotográficamente aquel momento, pudimos hacer un reconocimiento más a fondo del estado de los objetos y de la preservación de la momia. La mayor parte del flagelo y del báculo se había desintegrado, convirtiéndose en polvo. Los hilos que sostenían las manos y aderezos sobre la envoltura de lino habían desaparecido y como consecuencia, las diversas partes se caían en pedazos al primer toque. El escarabeo de resina negra estaba cubierto de minúsculas fisuras, probablemente como resultado de contracciones sucesivas. Así, pues, hubo que sacar trozo a trozo estos aderezos y ornamentos externos, colocándolos en su orden y posición correspondiente sobre una bandeja para su ulterior limpieza y montaje. Cuanto más avanzábamos se hacía más evidente que tanto las envolturas como la momia se encontraban en un estado desastroso, completamente carbonizados por la acción emprendida por los ácidos grasos de los ungüentos con que se los había saturado.
Por otra parte, tanto la máscara como la momia estaban firmemente pegadas al fondo del féretro por medio del consolidado residuo de ungüentos y por mucha fuerza que se hiciera no había forma de moverlas. ¿Qué había que hacer?
Puesto que sabíamos que este material adhesivo podía reblandécese con calor, esperábamos que su exposición al sol del mediodía lo derretiría lo suficiente como para permitir sacar la momia. Así, pues, se hizo un intento durante varias horas, llegando a ser la temperatura al sol hasta de 65° C, sin éxito alguno, y, al no disponer de otro método, se hizo evidente que tendríamos que hacer cualquier otro reconocimiento de los restos del rey dentro del féretro.
Sin embargo, después de hacer el análisis científico de la momia del rey in situ y de sacarla del féretro de oro, tuvimos que resolver el difícil problema de soltar la máscara de oro y sacar el tercer féretro fuera de la caja del segundo.
Según vimos, se había derramado alrededor de dos cubos de ungüentos líquidos sobre el féretro de oro y una cantidad parecida sobre el cuerpo que estaba dentro del mismo. Como la única forma de derretir este material y hacerlo maleable era por medio de calor, hubo que recubrir por completo el interior del féretro de oro con gruesas planchas de cinc, material que soporta temperaturas de hasta 520° C, a fin de poder aplicar una temperatura lo suficientemente alta como para derretir el ungüento sin dañar aquellas maravillosas obras del arte y la artesanía egipcia. Luego dimos la vuelta a los sarcófagos, colocándolos sobre un soporte, y protegimos su parte exterior del calor y las llamas por medio de varias mantas saturadas de agua, que mantuvimos húmedas durante todo el proceso. A continuación colocamos varias lámparas de parafina «Primus» a plena llama en el hueco del féretro de oro. Había que regular constantemente el calor de las lámparas para que la temperatura estuviese siempre por debajo del punto de fusión del cinc. Hay que decir que la capa de cera que cubría la superficie del segundo féretro servía de pirómetro: en tanto no se derritiese por debajo de las mantas húmedas, no había nada que temer.
A pesar de que alcanzamos una temperatura de 500° C, pasaron varias horas antes de que pudiésemos observar efecto alguno. En cuanto vimos que la masa empezaba a moverse, apagamos las lámparas y dejamos los féretros sobre el soporte donde, al cabo de una hora, empezaron a separarse. Al principio el movimiento fue casi imperceptible debido a la tenacidad del material, pero poco a poco pudimos separarlos levantando la caja de madera del segundo féretro, quedando así la caja de oro del tercer féretro sobre el soporte. Era casi imposible reconocer el material de que estaba hecho, y todo cuanto pudimos ver fue una masa viscosa de material parecido al betún, que resultó muy difícil de limpiar, incluso usando disolventes en grandes cantidades, especialmente acetona.
Al igual que el exterior del féretro de oro estaba recubierto de aquella masa viscosa, también lo estaba su interior, donde todavía estaba adherida la máscara de oro. Esta máscara también había sido protegida, rodeándola con una manta doblada, continuamente saturada de agua y acolchonando la cara con guata mojada. Como estuvo sometida continuamente el calor directo de las lámparas que se concentraba en el interior del féretro, pudimos despegarla y levantarla con relativa facilidad, aunque también tenía adherida a su parte posterior una gran masa de ungüentos viscosos que hubo que sacar por medio de un soplete y el empleo de disolventes.
Para seguir la historia de nuestros trabajos hemos de volver ahora al primer féretro, que todavía teníamos que levantar del sarcófago. Como en ocasiones anteriores, lo conseguimos por medio de las poleas que colgaban del andamio. Una vez levantado por encima de la parte superior del sarcófago, pasamos unas planchas de madera por debajo de él y de este modo lo llevamos al laboratorio, donde ya estaban dando tratamiento de conservación a su tapa. Resultó ser muy pesado y, al igual que las capillas, era probablemente de madera de roble. Desgraciadamente había sido afectado por la humedad que se evaporó de los ungüentos, causando hinchamientos y burbujas en las superficies de yeso y oro, hasta el extremo de que en algunos puntos esta decoración se había despegado por completo de la estructura de madera. Afortunadamente este deterioro no será permanente. Con tiempo, paciencia y cuidado puede repararse, llenando pacientemente los intersticios con parafina derretida y de este modo las superficies decoradas quedarán de nuevo firmes y en buen estado.
Lo único que quedaba en el sarcófago era la peana de oro con cabeza y pies de león. Estaba en el fondo, sirviendo de apoyo al primer féretro y había sido hecha de una madera muy dura y pesada, recubierta de yeso y oro; lo más sorprendente era que después de soportar el peso de aquellos tres grandes féretros, de más de una tonelada y cuarto de peso, durante más de treinta siglos, todavía estaba intacta. Pasamos anchos pretales por debajo de ella y así logramos sacar del sarcófago esta espléndida muestra de la artesanía egipcia antigua. Tiene 30,5 cm. de altura y 2,28 m. de largo y es cóncava, a fin de recibir y encajar la base del primer féretro. El panel del centro tiene dibujos a bajorrelieve que representan una malla de tejidos vegetales, parecida al cordel de los Angaribes, o armazones de cama sudaneses de hoy día. Las junturas de su estructura se mantienen extraordinariamente prietas, dando fe de la calidad de la madera y de la perfección del ensamblaje.
Sobre el fondo del sarcófago, debajo de la peana, había varias esquirlas de madera con restos de decoración de yeso y oro. Al principio no sabíamos de qué se trataba, pero al examinarlas a fondo pudimos explicar su origen. El diseño de la superficie de yeso y oro era idéntico al que había en el borde del primer féretro, del cual se habían arrancado con rudeza algunos fragmentos por medio de un instrumento cortante, como una azuela de carpintero. La explicación lógica era que la parte de los pies del féretro tal como estaba sobre la peana quedaba demasiado alta para permitir colocar la tapa del sarcófago, así que los encargados de cerrarlo la rebajaron, lo cual demuestra la falta de imaginación de los trabajadores. No habíamos podido notar antes la mutilación de este féretro, ya que estaba recubierta por los ungüentos cuya presencia aquí, tan sólo en la parte de los pies, puede significar un intento de cubrir la huella de esta desfiguración y tal vez no tenga significación religiosa alguna.
Además de las esquirlas había varios trapos, una gruesa palanca de madera, aparte de las guirnaldas de flores caídas de los féretros y una muestra trascendental del arte religioso: un recipiente de oro y plata profusamente decorado, destinado a contener los ungüentos sagrados.
Así, pues, por fin teníamos completamente vacía la cámara funeraria y el sarcófago y por primera vez podíamos considerar más a fondo las costumbres funerarias seguidas en el enterramiento de un faraón, según aparecía en la tumba de Tutankhamón, y me aventuro a decir que habíamos añadido bastante a nuestros conocimientos.
Cuanto más se piensa en ello, más impresión nos causa el extraordinario cuidado y el enorme coste empleado por este antiguo pueblo para la protección de sus muertos. Levantaban barrera tras barrera para preservar sus restos de las manos de los saqueadores contra los que estos grandes reyes buscaron infructuosamente protección para después de su muerte. Era un proceso tan complicado como costoso.
En primer lugar estaban las capillas de oro de maravillosa artesanía, profusamente decoradas. Estaban selladas y se erigían una dentro de otra sobre un inmenso sarcófago monolítico de cuarcita, soberbiamente esculpido. El sarcófago, a su vez, contenía tres grandes féretros antropomorfos, de madera y oro, de gran parecido con el rey, aunque con los símbolos Rishi y osiríacos en cuanto a forma.
Por todas partes había pruebas de la perfección del artista y de la maestría del artesano, atentos a los misterios de una religión hoy desaparecida y al problema de la muerte. Finalmente se llegaba al mismo monarca, profusamente recubierto con ungüentos sagrados y acompañado por un sinfín de amuletos y emblemas que servían para su protección, así como para realzar su gloria como adornos personales.
Ciertamente, el observador moderno se maravilla ante la enorme cantidad de trabajo y el alto coste dedicados a estos enterramientos reales, incluso dejando aparte la titánica excavación de las tumbas, talladas en la roca. Hay que pensar tan sólo en el tallado y dorado de las complicadas capillas; la labra y el traslado del sarcófago de cuarcita; el moldeado, tallado y las incrustaciones de los valiosos féretros; el intrincado y costoso trabajo de orfebrería en cada uno de ellos; la multitud de artesanos empleados; los metales preciosos y los materiales dedicados tan generosamente al rey muerto. Pero aún no lo sabemos todo: ¡todavía nos queda el contenido de dos cámaras más por ver!
DIECISIETE
Datos de interés en el ritual funerario egipcio
Sin duda la mayor ceremonia en la vida de cada egipcio, proporcional-mente relacionada con su rango, era su funeral.
En el antiguo Egipto todos los hombres, desde el faraón al campesino, tenían un interés enorme en proporcionarse un buen entierro, interés que se mantenía en todos los momentos de su vida. Para lograrlo, hacían complicados preparativos de acuerdo con su rango y, naturalmente, era su deseo que los que les sobrevivían se encargaran de llevarlos a cabo. La creencia general de los antiguos egipcios sobre los beneficios de recibir una digna sepultura está expresada con sencilla dignidad en la historia de un tal Sinuhé, que nos ha llegado desde el Imperio Medio, hace unos cuarenta siglos, traducida por el Dr. Alan Gardiner:
«Recuerda entonces el día de tu entierro, del paso a la beatitud: cuando la noche se te dedicará, con aceites y con vendas, los trabajos manuales de Tayt (o sea la diosa del tejido). Habrá que hacer una procesión para ti el día que te reúnas con la tierra: la caja de oro para la momia, con cabeza de lapislázuli, un cielo (o sea la capilla) por encima de ti, mientras que tú serás colocado sobre el carro funerario y los bueyes tirarán de ti. Entonces los músicos deberán aguardar tu llegada y deberá bailarse la danza de Muu a la puerta de tu tumba. Se pronunciarán las palabras de ofrenda en tu beneficio y se sacrificarán las víctimas a la puerta de tu estela».[17]
Esta tendencia podría considerarse como una expresión general del optimismo que reinaba entre este antiguo pueblo, pero en todas las épocas ha habido pesimistas, y sabemos de un poeta egipcio que se lamenta en los siguientes términos acerca de la inutilidad de bellos sepulcros: «El que construyó allí en granito, el que levantó una sala en la pirámide, el que colocó allí todo lo que era bello en objetos valiosos… su altar estará tan vacío como los de los fatigados que mueren a la orilla del canal sin dejar supervivientes».[18]
Estas citas nos transmiten las opiniones, confiada una, disidente la otra, sostenidas acerca de este asunto, pero aunque la última aparece raras veces, por lo menos nos da una idea de lo que era habitual. Las tumbas talladas en la roca se empezaban en vida del difunto. Por ejemplo, la reina Hatshepsut se preparó para sí misma una tumba tallada en la ladera occidental de la montaña de Tebas cuando era consorte de Tutmés II y otra más tarde en el Valle de las Tumbas de los Reyes cuando llegó a convertirse ella misma en reina. También Horemheb tuvo dos tumbas, una como general del ejército, otra como rey, después de haber usurpado el trono. Pero tal vez el ejemplo más sorprendente sea el del rey Akhenatón, quien ya en el sexto año de su reinado, cuando tenía unos dieciocho años, al delimitar los límites de su ciudad (El-Amarna), inscrito en tablillas, decreta:
«Se me levantará un sepulcro en la Montaña de Oriente; mi enterramiento será (hecho) allí durante la multitud de jubileos que Atón, mi padre, ha ordenado para mí, y el enterramiento de la esposa principal del rey, Nefertiti, se realizará allí dentro de multitud de años… (y el enterramiento de) la hija del rey, Meritatón, se realizará en ella dentro de multitud de años».[19]
Más adelante, Akhenatón establece que si él o su esposa Nefertiti o su hija mayor, Meritatón, muriese «en cualquier ciudad», fuera de los límites de la suya, deberán ser transportados y enterrados en el sepulcro preparado por él en «la Montaña de Oriente» de su ciudad. Hay muchos otros ejemplos de este tipo que no hace falta mencionar.
En vida del difunto se comenzaba la tumba tallada en la roca, e incluso se preparaba el sarcófago de piedra, como en el caso de la reina Hatshepsut, y si se acepta que el papiro de Turín, relacionado con la tumba de Ramsés IV, puede considerarse un proyecto de la misma -según es mi opinión, también se preparaban las capillas de madera dorada y algunos de los elementos de significación religiosa del ajuar funerario. Sin embargo, los resultados de investigaciones arqueológicas sugieren que la mayor parte del ajuar se hacía después de la muerte, aunque sin duda el difunto había tomado disposiciones previamente. Esto lo indica el hecho de que, en casi todos los ajuares funerarios, los nombres, títulos y rango eran los que el muerto tenía en el momento de su muerte. Los objetos que le habían pertenecido ya durante su vida son la única excepción.
En el caso de la tumba de Tutankhamón hay bastantes pruebas para demostrar que por lo menos la mayor parte del equipo funerario se hizo después de su muerte, durante el período de momificación y en el período siguiente, tiempo necesario para llevar a cabo los rituales previos al entierro. Este detalle lo confirma el hecho de que las estatuas funerarias, estatuillas, féretros y máscara muestran una artesanía algo apresurada y representan a Tutankhamón con la edad que tenía al morir, según lo demuestra su momia, mientras que, por el contrario, piezas que sin duda pertenecían a los muebles del palacio de El-Amarna, tales como el trono, llevan su antiguo y primer nombre, Atón, y los bastones ceremoniales de oro y plata le representan con la edad que tenía cuando llegó a ser rey.
Así, pues, es evidente que al no poder hacerse en vida del difunto, gran parte del ajuar funerario dependía principalmente de la fidelidad de su sucesor.
Herodoto, al escribir unos nueve siglos después de la muerte de Tutankhamón, nos da un breve relato del modo en que los egipcios manifestaban el duelo, así como el sistema de momificación empleado en su día: «En cada casa, a la muerte de un hombre de importancia, las mujeres de la familia se cubren la cabeza, y a veces incluso la cara, con barro; y luego, dejando el cadáver en la casa, salen de ella y andan por toda la ciudad con el vestido atado con una faja y sus pechos al descubierto, golpeándose mientras andan. Todos sus familiares femeninos se les unen y hacen lo mismo. También los hombres, en atuendo semejante, se golpean cada uno el pecho. Cuando terminan las ceremonias, el cadáver es llevado a embalsamar».
«Hay -escribe- unos hombres en Egipto que practican el arte de embalsamar y hacen de él su ocupación. Estas personas, cuando les llevan un cuerpo, enseñan a los que lo traen varios modelos de cadáveres, hechos de madera y pintados para parecer de verdad. Se dice que el más perfecto está hecho a semejanza de aquel cuyo nombre no creo que sea devoto nombrar y que está en conexión con asuntos de tal naturaleza;[20] el segundo tipo es inferior al primero y menos costoso; el tercero es el más barato de todos. Los embalsamadores explican todo esto y luego preguntan en cuál de estas formas se desea que se prepare el cadáver. Los que lo traen lo dicen y, una vez concluido el regateo, se marchan mientras los embalsamadores, a solas, proceden con su tarea». Al referirse al «proceso más perfecto», como lo llama Herodoto, tras explicarnos cómo se tratan el cerebro y las partes blandas del cuerpo, continúa: «Luego se coloca el cuerpo en natrón durante setenta días y se lo cubre por completo. Al expirar este período de tiempo, que no debe excederse,[21] se lava el cuerpo y se lo envuelve, de cabeza a pies, con vendas de fina tela de lino, recubiertas de goma, que es lo que los egipcios generalmente usan en lugar de cola, y lo devuelven a sus familiares en este estado, los cuales lo colocan en una caja de madera que han hecho hacer para tal fin, en forma de hombre. Luego cierran la caja y la colocan en una cámara funeraria, de pie contra la pared».
Aunque el método de embalsamamiento descrito por el gran historiador griego se refiere a una época mucho más tardía, proceso, según demuestra la investigación arqueológica, era muy similar al empleado en épocas anteriores.
En casos normales esta práctica se prestaba a muchos abusos y podemos estar seguros de que los alrededores de los cementerios estaban llenos de hambrientos embalsamadores profesionales y sacerdotes de la más mísera condición, ansiosos de cebarse en los parientes del muerto. Pero sin duda en el caso de personajes reales y sagrados, la operación se realizaría en el palacio o sus dependencias con pompa y ceremonia y bajo una supervisión especial.
La cantidad de tiempo empleado para la momificación dada por Herodoto está confirmada por una estela de Tebas perteneciente a un noble del reinado de Tutmés III, hábilmente transcrita y publicada por el doctor Alan Gardiner.[22] Esta estela también explica notablemente los ritos funerarios en boga un siglo antes de Tutankhamón:
«Un buen entierro llega en paz, habiéndose cumplido los setenta días en el lugar de embalsamamiento. Se te coloca en unas parihuelas… y eres arrastrado por toros sin mácula, rociándose el camino con leche hasta que llegas a la puerta de tu tumba. Los hijos de tus hijos, unidos en una sola voz, gimen con corazones llenos de amor. Tu boca es abierta por el lector y el sacerdote Sem realiza tu purificación. Horus fija tu boca y te abre los ojos y las orejas, siendo perfectos en cuanto a ti concierne tu carne y tus huesos. Se recitan en tu honor fórmulas y glorificaciones. Se hace en tu honor una ofrenda-dada-por-el-rey, estando tu propio y auténtico corazón contigo… Vienes en tu propia forma, incluso como era en el día en que naciste. Se trae hacia ti el hijo a quien tú amas, los cortesanos te rinden obediencia. Entras en la tierra dada por el rey, en el sepulcro del Oeste. Allí se llevan a cabo ritos en honor tuyo y de los tuyos…».
Pero acerca del período de momificación y el duelo que se debe a los muertos, debo también referir al lector al famoso pasaje del Génesis (50,2-3) en el cual «José ordenó a los médicos a su servicio que embalsamaran a su padre y los médicos embalsamaron a Israel. Y se cumplieron para él los cuarenta días, pues éstos son los días que se cumplen para los que son embalsamados; y los egipcios le lloraron durante setenta días».
Tenemos alguna información sobre las pompas fúnebres de Tutankhamón a través del material encontrado en el escondrijo de grandes jarras de cerámica, descubierto en 1907-1908 por Mr. Theodore Davis en el Valle, a corta distancia de la tumba del rey. Su contenido resultó ser los accesorios usados durante la celebración del funeral del joven rey y reunidos más tarde y colocados en jarras, según parece haber sido la costumbre en los enterramientos egipcios. Entre el material había sellos de arcilla de Tutankhamón y de la necrópolis real y coronas de flores del tipo que llevan las plañideras, según las representaciones pictóricas de escenas funerarias. Las coronas de flores, cosidas sobre hojas de papiro, son exactas a la encontrada en el féretro de oro; los vasos de cerámica son también parecidos a ejemplares hallados en la tumba. Este hallazgo indica que se rompían los vasos de cerámica y asimismo se retiraban los sellos de algunos objetos y que durante los ritos funerarios del rey se llevaban chales y coronas de flores. Sin embargo, el material no da información alguna acerca del ministerio de los «sirvientes divinos» y lectores que debieron de oficiar el enterramiento. De todos modos es evidente que el rey Ai, el sucesor de Tutankhamón, estaba presente y actuó como sacerdote Sem, según aparece en la pared norte de la cámara funeraria de la tumba. Además, la escena de la pared este de la misma cámara muestra que la momia del rey, que iba sobre una especie de trineo, fue arrastrada a la tumba, por lo menos durante algún rato, por cortesanos y altos oficiales en lugar de los bueyes que se usaban en funerales de personas que no pertenecían a la realeza.
Una vez terminadas las ceremonias es evidente que la tumba debió de haber quedado abierta en manos de los trabajadores durante algún tiempo, ya que lógicamente el grupo de capillas que cubría el sarcófago sólo pudo levantarse después de colocar en su lugar los grandes féretros y de cerrar el sarcófago. Igualmente el tabique que separaba la antecámara de la cámara funeraria debió de ser construido después de la erección de las capillas, introduciéndose a continuación los muebles que llenaban ambas cámaras.
Estas observaciones plantean una interesante cuestión: ¿dónde se guardaban todos los objetos valiosos y delicados que se destinaban a las cámaras mientras se realizaban operaciones como la erección de las capillas y el levantamiento del tabique? El hecho de que no tengamos pruebas de que hubiese un almacén en el Valle tal vez nos indique que el ajuar funerario del rey se traía desde los talleres reales sólo cuando todo estaba a punto, aunque puede que hubiera construcciones provisionales que sirviesen para tal fin. Si no se traían todos los objetos a la vez, las ceremonias fúnebres debieron de ser distintas de lo que se cree normalmente. Generalmente hemos supuesto que el ajuar se transportaba detrás del féretro en una procesión funeraria, formando así un espléndido desfile. Sin embargo, por lo que acabamos de ver, parece desprenderse que muchos de los objetos funerarios debieron de ser transportados a la tumba después del entierro del rey, cuando las cámaras estaban a punto para cobijarlos.
Cuando se cerraba y sellaba la tumba, se utilizaban los sellos del rey muerto en lugar de los de su sucesor.
Volvamos a Tutankhamón: su momia y sus féretros se dispusieron escrupulosamente para que representaran y simbolizaran al único gran dios de los muertos, Osiris. Parece haber una importante razón para ello. La estrecha relación que guardan los ritos funerarios con esta deidad se debía, probablemente, a la creencia de que Osiris estaba en muchos aspectos más próximo a los hombres que cualquier otra deidad, ya que sufrió los dolores de la muerte en esta tierra, fue enterrado y volvió a resurgir de una muerte perecedera a una vida inmortal. Se orientaba a la momia en dirección este-oeste y, según vimos en el capítulo anterior, se colocaban emblemas sobre ella de modo que correspondieran en posición a los Dos Reinos, el Alto y el Bajo Egipto. En las envolturas de la momia se incluían amuletos y adornos de significación religiosa, de acuerdo con el ritual señalado en el «Libro de los Muertos».
Según se desprende del capítulo anterior, nos encontramos, con gran disgusto, con que la momia de Tutankhamón se hallaba en muy mal estado como resultado, según sabemos ahora, de la gran cantidad de ungüentos con que había sido recubierta. Sin embargo, era evidente que estos ungüentos formaban parte esencial del entierro del rey.
Encontramos pruebas suficientes de que se había momificado, envuelto y adornado el cadáver con todos los accesorios antes de derramar los líquidos sobre él. Es muy probable que estos ungüentos tuvieran tan sólo una significación religiosa y que se aplicaran para santificar el cuerpo antes o después de los ritos, para consagrar o purificar al rey muerto o para ayudarle a iniciar su viaje a través de los misterios del tenebroso más allá. El ritual egipcio estaba lleno de simbolismo. La unción del cuerpo de Osiris por parte de los dioses daría a la ceremonia todo el peso de la tradición religiosa.
También es evidente que había un método establecido para derramar estos líquidos. Al parecer se esparcían de acuerdo con un criterio. Tanto en la esfinge del tercer féretro de oro como en las envolturas de la momia, se había derramado el líquido solamente sobre el tronco y las piernas. Se habían evitado la cara y los pies, a excepción del primer féretro, en el que se había derramado una pequeña cantidad sobre los pies, aunque, como ya sugerimos en el capítulo anterior, tal vez se debiera a un motivo completamente distinto.
Cualquiera que fuese la intención religiosa, el resultado, en cuanto concierne a la arqueología, había sido desastroso. No hay duda de que el empleo de los líquidos en los féretros de madera y de metal fue la causa principal del lamentable estado de su contenido. La acción del extraño líquido empleado ha sido triple: en primer lugar, la destrucción de la materia grasa, al producir ácidos grasientos, ha provocado la destrucción de las incrustaciones de vidrio y cemento de los objetos, atacando algunas de sus cualidades; en segundo lugar, la oxidación de la resina ha originado una especie de combustión lenta, que ha producido la carbonización de los tejidos de lino y, en menor grado, incluso de los tejidos de los huesos de la momia; en tercer lugar, la cantidad de líquido derramado tanto sobre el tercer féretro como sobre la momia fue suficiente para producir un cemento de color oscuro que consolidó su contenido.
Éste es el decepcionante resultado. El tiempo y la mala suerte, ayudados por la descomposición química indicada, han privado a la arqueología de, por lo menos, una parte de lo que podía haber sido una gran oportunidad. Lo que tanto habíamos deseado, o sea, el examen científico y el descubrimiento sistemático de la momia, se había convertido en algo prácticamente imposible. Naturalmente, esto plantea la cuestión de si todas las momias reales del Imperio Nuevo egipcio sufrieron el mismo tratamiento en cuanto a los ungüentos. A pesar de que las demás momias muestran tan sólo ligeros restos de un material resinoso parecido, creo que la ceremonia fue similar para todas ellas.
Hay que recordar que tanto en el caso de las momias reales descubiertas en el escondrijo de Deir el-Bahari como en las de la tumba de Amenofis II, ninguna de ellas tenía las envolturas o féretros originales, que habían sido sustituidos por otros más bastos por los sacerdotes de las Dinastías XX y XXI. Así, al ser despojadas de sus envolturas y féretros originales en época antigua, estas momias reales se libraron de los elementos destructores que actuaron sobre la momia de Tutankhamón. En otras palabras, el saqueo de las tumbas reales ocurrió antes de que hubiese transcurrido el tiempo suficiente para que los ungüentos penetraran en las voluminosas envolturas o pudiesen causar grandes daños.
Las jarras de alabastro pertenecientes a Ramsés II y Merenptah, que contenían los mismos ungüentos, descubiertos por Lord Carnarvon y por mí en el Valle en 1920, son pruebas del uso continuado de tales materiales. Las inscripciones hieráticas de las jarras mencionan «aceite de primera calidad procedente de Libia», «aceite de materias divinas, de primera calidad» y «grasa de Tauat».
De no ser por los ungüentos, estoy seguro de que las envolturas y todos los accesorios de la momia de Tutankhamón que estaban en el féretro de oro macizo hubiesen aparecido prácticamente tan perfectos como cuando los colocaron en él. En este punto podemos reconsiderar ahora algunas impresiones recogidas durante nuestra investigación acerca de los ritos funerarios de los antiguos egipcios, exponiendo lo que hemos progresado con el descubrimiento de esta tumba. En primer lugar, pruebas documentales demuestran que en la religión de los antiguos egipcios existía la creencia de que la solicitud de los vivos aseguraba el bienestar de los muertos. En segundo lugar, los raros ejemplos de filosofía pesimista que han llegado hasta nosotros, dudando de la utilidad de la construcción de vastos templos funerarios, capillas y tumbas en su honor, sólo pudieron tener una influencia muy reducida sobre la fuerza e intensidad de este culto.
De esta tumba hemos aprendido que en el caso del enterramiento de un rey, el rey sucesor actuaba como sacerdote Sem en el ritual de la «apertura de la boca» y que los cortesanos y autoridades reemplazaban a los bueyes en el transporte de las andas.
Por lo que sabemos del período de momificación, vemos que era por lo menos de setenta días o tal vez más, aunque no es seguro que el período de duelo correspondiese a este período. Sin embargo, parece cierto que el funeral tenía lugar inmediatamente después de completarse la momificación. En todo caso, es evidente que debía de pasar algún tiempo entre el enterramiento del rey y el cierre de la tumba, a fin de realizar los preparativos necesarios antes de que las cámaras estuviesen a punto para recibir el equipo y, en consecuencia, no parece probable que el ajuar funerario figurase en la procesión de la momia. Es difícil imaginar que la gran cantidad de artículos delicados y extremadamente valiosos que llenaban la cámara funeraria y las habitaciones adyacentes, sin hablar de los joyeros y vasijas de oro, etc., hubiesen estado amontonados allí mientras aún estaban los obreros y el equipo necesario para cerrar el sarcófago, levantar las capillas y construir el grueso tabique. Además, hubiese sido completamente imposible para los trabajadores llevar a cabo su tarea si las cámaras hubiesen estado repletas de muebles, como las encontramos nosotros. Debo hacer notar aquí que había huellas evidentes de cal en la primera capilla, mientras que no las había en el ajuar funerario.
También podemos inferir que en el caso de un enterramiento real era costumbre enterrar al rey muerto tras sellos de la necrópolis con su nombre en ellos. Si cada faraón estaba enterrado tras sus propios sellos, se plantea la cuestión de cuándo empezaba a usarse el sello de su sucesor, inutilizándose el del rey fallecido. Todavía no hemos hallado una respuesta satisfactoria a esta pregunta. Cuando se volvió a cerrar la tumba de Tutankhamón, tras las depredaciones hechas por los ladrones de tumbas, probablemente poco tiempo después de su enterramiento, se usaron sellos de la necrópolis real que no tenían el nombre de ningún rey. Así ocurrió también cuando el rey Horemheb ordenó que se restaurase la tumba de Tutmés IV después de ser violada por los ladrones.
La cuestión de si todo el ajuar se hizo antes o después de la muerte del rey es un punto interesante sobre el que hemos recogido alguna información. En algunos casos no hay duda alguna. Algunos objetos dan pruebas claras en un sentido u otro. En otros casos no es posible hacer deducciones. De ello concluimos que algunos objetos se hacían en vida del rey, incluso durante su infancia, y que otros se hacían inmediatamente después de su muerte.
Otro hecho importante que interesa recordar es la tenacidad del culto a Osiris durante toda la historia de Egipto. Una y otra vez se daba a la momia y el féretro la forma de esta deidad, cuyas experiencias mortales le aproximaban a las simpatías de los hombres más que cualquier otro dios del panteón egipcio. Este dios también proyecta su misteriosa influencia sobre los cultos de más de una religión de época posterior.
Sólo hay que observar un dato más. El descubrimiento de la tumba de Tutankhamón ha puesto de manifiesto una costumbre hasta ahora desconocida, la de uncir profusamente la momia con ungüentos, lo cual, en el caso del joven rey, ha producido resultados tan desastrosos bajo el punto de vista arqueológico. Habíamos esperado encontrar la momia en mejores condiciones que la mayoría de las que han llegado a nuestras manos, ya que éstas habían sido arrancadas de sus sarcófagos por manos profanas en época dinástica. Sin embargo, nos aguardaba una desilusión, y aquí tenemos un ejemplo lamentable de la ironía que a menudo confronta la investigación. Los ladrones de tumbas que sacaron los restos de los faraones de sus coberturas para saquearlos o los piadosos sacerdotes que los escondieron para evitarles otras profanaciones, por lo menos protegieron aquellos restos reales contra la acción química de los ungüentos antes de que tuviera lugar la corrosión.
DIECIOCHO
El reconocimiento de la momia del Rey
Para la mayoría de los investigadores, y en especial los dedicados a la investigación arqueológica, hay momentos en los que su trabajo adquiere trascendental interés, y por fin nos había tocado la suerte de pasar por uno de estos raros y maravillosos períodos. Siempre recordaremos aquellos días con la mayor satisfacción. Después de años de trabajo, de excavación, conservación y anotaciones, íbamos a ver con nuestros propios ojos lo que hasta entonces había estado reservado a la imaginación. Su investigación ha sido del mayor interés para nosotros y me aventuro a esperar que tenga alguna importancia para la arqueología. Por lo menos hemos podido añadir algo que confirma o extiende nuestro conocimiento sobre los ritos funerarios de los faraones en relación con sus antiguos mitos y tradiciones.
El día 11 de noviembre, a las 9,45 de la mañana, empezó el reconocimiento de la momia del rey. Estaban presentes Su Excelencia Saleh Enan Pacha, subsecretario de Estado del Ministerio de Obras Públicas; Su Excelencia Sayed Fuad Bey el Kholi, gobernador de la provincia de Keneh; M. Pierre Lacau, director general del Departamento de Antigüedades; el Dr. Douglas Derry, catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Egipto; el Dr. Saleh Bey Hamdi, director del Departamento de Sanidad de Alejandría; Mr. A. Lucas, químico del gobierno, empleado del Departamento de Antigüedades; Mr. Harry Burton, del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York; Tewf ik Effendi Boulos, inspector jefe del Departamento de Antigüedades del Alto Egipto; y Mohamed Shaaban Effendi, conservador ayudante del Museo de El Cairo.
Una vez sacados los adornos externos y los aderezos de oro incrustados descritos anteriormente, la momia del rey yacía al descubierto, sólo con la sencilla cobertura exterior y la máscara de oro. Ocupaba todo el interior del féretro de oro, midiendo en total 1,85 m. de largo.
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