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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 2)


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Pasemos ahora a 1815 para conocer a uno de los hombres más notables de toda la historia de la egiptología. En los primeros años del siglo, un joven gigante italiano llamado Belzoni se ganaba la vida precariamente en Inglaterra haciendo ejercicios de fuerza en ferias y circos. Nacido en Padua de una respetable familia de origen romano, había aspirado al sacerdocio pero su carácter aventurero unido a los conflictos internos de la Italia de la época le habían llevado a buscar fortuna en el extranjero. Hace poco hemos encontrado una referencia sobre su vida antes de ir a Egipto en uno de los libros de memorias de Smith, en el cual el autor describe cómo junto con un grupo de gente fue levantado en el escenario y llevado a través de él por el «forzudo» Belzoni. Entre sus épocas de circo parece ser que Belzoni estudió ingeniería y en 1815 creyó haber encontrado el modo de hacer una fortuna, introduciendo en Egipto una rueda hidráulica que, según decía, podía hacer cuatro veces más trabajo que el modelo indígena. Con esta idea partió para Egipto, falsificó una carta de presentación para Mohammed Alí, el pacha, e instaló su rueda en el jardín del palacio. Según Belzoni fue un gran éxito, pero los egipcios no quisieron saber nada de ella y se encontró errando por Egipto.

Luego, a través del viajero Burchardt consiguió ser presentado a Salt, el cónsul general británico en Egipto y se comprometió con éste para trasladar «el colosal busto de Memnón» (Ramsés II, en la actualidad en el Museo Británico) desde Luxor a Alejandría. Esto ocurrió en 1815, pasando en Egipto los cinco años siguientes, excavando y coleccionando antigüedades, primero para Salt y luego por cuenta propia, en constante disputa con excavadores rivales, en particular con Drovetti, que representaba al cónsul francés. Éstos fueron los días grandes de la excavación. Podía tomarse cualquier cosa de la que uno se encaprichase, fuera un escarabajo o un obelisco, y si había alguna diferencia de opinión con algún otro excavador se aclaraba con una pistola.

El relato de las experiencias de Belzoni en Egipto, publicado en 1820, es uno de los libros más fascinantes de toda la literatura egipcia y me gustaría poder citarlo con detalle -por ejemplo, cómo dejó caer un obelisco en el Nilo y lo volvió a pescar, y la historia de sus muchas riñas. Sin embargo, tenemos que reducirnos a su trabajo en el Valle. Descubrió y limpió en él gran número de tumbas, entre ellas las de Ai, Mentuherkepeshef, Ramsés I y Seti I. En la última encontró el magnífico sarcófago de alabastro que se encuentra ahora en el Soane Museum, de Londres.

Ésta fue la primera vez que se llevaron a cabo excavaciones en gran escala en el Valle y debemos dar a Belzoni crédito por el modo en que las realizó. Algunos episodios pueden escandalizar al excavador moderno, como por ejemplo, cuando describe su método para atacar las puertas selladas con un ariete, pero en conjunto su trabajo fue de gran calidad. Tal vez convenga hacer notar el hecho de que Belzoni, como todos los que han trabajado en el Valle, creía que había agotado todas sus posibilidades. «Es mi opinión», declara, «que en el Valle de Beban el Malook no hay más (tumbas) de las que ahora conocemos como consecuencia de mis últimos descubrimientos; ya que antes de salir de allí utilicé todas mis pobres cualidades al esfuerzo de encontrar otra tumba, pero no tuve éxito; y lo que es una prueba aún más importante e independiente de mis propias investigaciones, después que yo me marché, Mr. Salt, el cónsul británico, estuvo allí cuatro meses y trabajó para encontrar otra, igualmente en vano».

En 1820, Belzoni regresó a Inglaterra y expuso sus tesoros, incluyendo el sarcófago de alabastro y una maqueta de la tumba de Seti I, en un edificio construido en Picadilly en 1812, que algunos de nosotros todavía podemos, recordar: el Egyptian Hall. Nunca regresó a Egipto, ya que murió algunos años más tarde en una expedición a Tumbuctú.

Durante veinte años después de la época de Belzoni, el Valle fue explorado a fondo y los informes publicados eran gruesos y seguidos. Aquí no tenemos lugar más que para mencionar algunos nombres: Salt, Champollion, Burton, Hay, Head, Rosellini, Wilkinson -que numeró las tumbas-, Rawlinson y Rhind. En 1844, la gran expedición alemana, dirigida por Lepsius, hizo un reconocimiento completo del Valle y limpió la tumba de Ramsés II y parte de la de Merneptah. Después de esto hay un bache; la expedición alemana parecía haber agotado todas las posibilidades y nada de importancia se hizo en el Valle hasta finales del siglo.

En este período, sin embargo, ocurrió uno de los hechos más importantes de su historia, y precisamente fuera del Valle. En el capítulo anterior contamos cómo varias de las momias reales fueron recogidas de sus escondites y depositadas juntas en una hendidura de la roca en Deir el Bahari. Allí estuvieron durante casi tres mil años, hasta que en el verano de 1875 fueron encontradas por una familia de Kurna, los Abd-el-Rasul. En el siglo XIII a. C. los habitantes de este pueblo adoptaron por primera vez el oficio de ladrones de tumbas y a él se habían dedicado plenamente desde entonces. Hoy día su actividad se ha reducido mucho, pero todavía buscan a escondidas en rincones apartados y de vez en cuando encuentran un buen filón. En esta ocasión el hallazgo era demasiado grande para poder manejarlo. Era evidentemente imposible sacar todo lo que la tumba contenía, así que toda la familia juró guardar secreto, y sus jefes decidieron dejar el hallazgo donde estaba y sacar de vez en cuando lo necesario al precisar dinero. Aunque parezca imposible, el secreto se guardó durante seis años, y la familia, con una cuenta corriente de más de cuarenta faraones muertos, se enriqueció.

Pronto se hizo manifiesto, por los objetos que aparecieron en el mercado, que en alguna parte se había hecho un hallazgo importante de material perteneciente a un rey, pero sólo en 1881 fue posible relacionar la venta le los objetos a la familia Abd-el-Rasul. Incluso entonces fue difícil probar nada. El jefe de la familia fue detenido e interrogado por el mudir de Keneh, el famoso pacha Daoud, cuyos métodos para la administración de justicia eran poco ortodoxos pero efectivos. Naturalmente, aquél negó la acusación y lógicamente todo el pueblo de Kurna se levantó como un solo hombre para declarar que entre la muy honesta comunidad, los de la familia Abd-el-Rasul eran los más honestos. Se le dejó en libertad por falta de pruebas, pero su entrevista con Daoud parece ser que le conmovió. Las entrevistas con Daoud solían tener ese efecto.

Uno de nuestros trabajadores más viejos nos contó una experiencia que tuvo en su juventud. Se había dedicado a robar y en el ejercicio de su profesión fue apresado y llevado ante el mudir. Era un día caluroso y sus nervios se pusieron en tensión desde un principio al encontrar al mudir relajándose en un enorme recipiente de barro lleno de agua. Daoud le miró, sólo le miró, desde aquel sillón de justicia tan poco convencional, «y mientras sus ojos me atravesaban sentí cómo mis huesos se volvían de agua. Luego, muy suavemente, me dijo: "Ésta es la primera vez que te han traído ante mí. Puedes marcharte, pero ten mucho, mucho cuidado de no hacerlo por segunda vez", y yo tuve tanto miedo que cambié de oficio y nunca volví a verle».

Parece ser que produjo un efecto similar en la familia Abd-el-Rasul, ya que un mes más tarde uno de sus miembros fue a ver al mudir e hizo una confesión completa. La noticia fue telegrafiada a El Cairo inmediatamente. Emile Brugsch Bey fue enviado por el Museo para investigar y hacerse cargo del asunto, y el 5 de julio de 1881 el tan bien guardado secreto le fue revelado. Debió de ser una experiencia sorprendente. Allí, amontonados en una tumba superficial y mal tallada se hallaban los monarcas más poderosos del antiguo Oriente, reyes cuyos nombres eran familiares en todo el mundo, pero que nadie había soñado poder ver jamás. Habían permanecido intactos en el lugar donde unos sacerdotes les habían traído de noche, con prisas y en secreto, tres mil años antes. Sobre sus ataúdes y momias, superpuestos y bien ordenados, estaban los relatos de sus viajes de un escondite a otro. Algunos habían sido envueltos de nuevo y dos o tres habían intercambiado su ataúd por el de otro en uno de tantos traslados. La tumba se vació en cuarenta y ocho horas; en nuestros días no hacemos las cosas con tanta prisa. Se embarcó a los reyes en una lancha del Museo y a los quince días de la llegada de Brugsch Bey a Luxor llegaron a El Cairo y fueron depositados en el Museo.

Aunque sea una historia conocida vale la pena repetir que mientras la lancha seguía su curso río abajo los hombres de los pueblos vecinos dispararon sus rifles como si se tratara de un funeral mientras las mujeres marchaban junto a la orilla, mesándose los cabellos y lanzando el agudo y trémulo lamento por los muertos, un grito que sin duda proviene de la época de los mismos faraones.

Volvamos al Valle. En 1898, gracias a informaciones proporcionadas por oficiales locales, M. Loret, entonces director general del Servicio de Antigüedades, abrió varias tumbas reales inéditas, tales como las de Tutmés I, Tutmés III y Amenofis II. Esta última fue un descubrimiento de gran importancia. Ya hemos dicho que en la Dinastía XXI, trece momias reales encontraron refugio en la tumba de Amenofis, y fue aquí donde las trece aparecieron en 1898. Sólo quedaban las momias. Las riquezas que habían derrochado con su poder en los funerales habían desaparecido mucho tiempo antes, pero por lo menos se les había evitado la última indignidad. Es cierto que la tumba había sido profanada; fue saqueada y la mayor parte de su ajuar funerario fue robado o roto, pero escapó a la total destrucción sufrida por otras tumbas reales y las momias estaban intactas. El cuerpo del mismo Amenofis yacía todavía en el sarcófago donde había descansado durante más de tres mil años. El gobierno, representado por Sir William Garstin, decidió, muy justamente, no trasladarlo. Se cerró la tumba a piedra y lodo, se destacó un cuerpo de guardia para protegerla y el rey quedó así en paz.

Desgraciadamente esta historia tiene una segunda parte. Uno o dos años después del descubrimiento una banda de profanadores penetró en la tumba, sin duda con la colaboración de los guardias, y la momia fue sacada de su sarcófago y registrada en busca de tesoros. El inspector jefe de Antigüedades consiguió localizar a los ladrones y arrestarlos, aunque no pudo conseguir que el tribunal, formado por nativos, los condenara. Todo el proceso, tal como aparece en el informe oficial, le recuerda a uno los de los antiguos robos descritos en el capítulo anterior y hemos de llegar a la conclusión de que en muchos aspectos el egipcio de nuestros días no se diferencia considerablemente de sus antepasados que vivieron en la época de Ramsés IX.

De este episodio puede extraerse una moraleja que presentamos a los que critican que saquemos los objetos de las tumbas; al trasladar las antigüedades a los museos de hecho estamos proporcionándoles seguridad. Dejadas in situ, tarde o temprano serían inevitablemente presa de ladrones, y esto, en la práctica, sería su fin.

En 1902, un americano, Mr. Theodore Davis, recibió permiso para excavar en el Valle bajo la supervisión del gobierno, y a partir de esta fecha trabajó en él durante doce campañas consecutivas. Sus principales hallazgos son conocidos por casi todo el mundo. Incluyen las tumbas de Tutmés IV, Hatshepsut, Siptah, Yuia y Thua -bisabuelo y bisabuela de la esposa de Tutankhamón-, Horemheb y una cripta, aunque no una tumba, destinada al traslado de los restos de Akhenatón desde su primera tumba en Tell el Amarna. En este depósito estaba la momia y el ataúd del rey hereje, una parte muy reducida de su ajuar funerario y piezas de la capilla sepulcral de su madre Tíy. En 1914, el permiso a favor de Mr. Davis pasó a nuestras manos, y así empieza de hecho la historia de la tumba de Tutankhamón.

CUATRO

Trabajos preliminares en Tebas

Desde mi primera visita a Egipto, en 1890, me obsesionaba la idea de excavar en el Valle, y cuando, invitado por Sir William Garstin y Sir Gastón Maspero, empecé a excavar para Lord Carnarvon en 1907, ambos teníamos el común deseo de conseguir algún día permiso para hacerlo. De hecho, mientras ejercía el cargo de inspector del Departamento de Antigüedades había localizado para Mr. Theodore Davis dos tumbas en el Valle, cuya excavación supervisé, y esto me hizo desear aún más poder trabajar allí con un permiso más oficial. De momento era imposible, y durante siete años excavamos con diversa fortuna en otras áreas de la necrópolis tebana. Los resultados de los primeros cinco años de este período aparecen en Five years Explorations at Thebes, un volumen publicado conjuntamente con Lord Carnarvon en 1912.

En 1914, nuestro descubrimiento de la tumba de Amenofis I, en lo alto de las estribaciones del Drah Abu Negga, fijaron nuestra atención sobre el Valle una vez más y aguardamos con impaciencia que se presentara nuestra ocasión. Mr. Theodore Davis, que todavía tenía un permiso, había publicado ya que creía que el Valle estaba completamente agotado en cuánto a hallazgos, y que no era de esperar que aparecieran nuevas tumbas, una afirmación corroborada por el hecho de que en sus dos últimas campañas hizo muy poco trabajo en el Valle, concentrando su tiempo en el acceso al mismo, en el próximo valle en dirección norte, donde esperaba encontrar las tumbas de los reyes sacerdotes y de las reinas de la Dinastía XVIII, y en los montículos que rodean el templo de Medinet Habu. Sin embargo, se resistía a abandonar el yacimiento y sólo en junio de 1914 recibimos la tan deseada concesión. Sir Gastón Maspero, director del Departamento de Antigüedades, que la firmó, estaba de acuerdo con Mr. Davis en que el Valle había sido completamente excavado, y nos dijo con toda franqueza que no creía que mereciese más investigaciones. Sin embargo, nosotros recordamos que casi cien años antes Belzoni había hecho una afirmación semejante y no nos dejamos convencer. Habíamos hecho una minuciosa investigación del yacimiento y estábamos convencidos de que había áreas cubiertas por los desechos de excavaciones anteriores que nunca se habían examinado a fondo.

Desde luego, sabíamos que nos esperaba un duro trabajo y que tendríamos que remover varios miles de toneladas de escombros superficiales antes de tener esperanzas de encontrar algo. Pero siempre cabía la posibilidad de vernos premiados con el descubrimiento de una tumba, y si no quedaba ya nada por encontrar, era un peligro que estábamos dispuestos a correr. En realidad había algo más: aun a riesgo de que se nos acuse de pretender haber tenido presentimientos a la luz de los acontecimientos posteriores, debo afirmar que teníamos concretamente la esperanza de encontrar la tumba de un rey, y este rey era Tutankhamón.

Para explicar las razones de este presentimiento debemos referirnos a las páginas publicadas por Mr. Davis sobre sus excavaciones. En los últimos días de sus campañas en el Valle había encontrado escondida bajo una roca una copa de cerámica con el nombre de Tutankhamón. También en la misma zona encontró una pequeña tumba de pozo en la que había una estatuilla de alabastro sin nombre, posiblemente de Ai, y una caja de madera rota que contenía fragmentos de planchas de oro con los nombres de Tutankhamón y su esposa. Basándose en el hallazgo de estos fragmentos de oro afirmó haber encontrado el lugar de enterramiento de Tutankhamón. Su teoría carece de base, pues la tumba en cuestión era pequeña e insignificante, de un tipo que podía haber pertenecido a un miembro de la casa real del período Ramesida, pero, evidentemente, impropio como enterramiento de un rey de la Dinastía XVIII. Lógicamente, el material real que se encontró en ella debió de ser colocado allí en un período posterior y no tenía nada que ver con la tumba misma.

A poca distancia de esta tumba, en dirección este, había encontrado también en una de sus anteriores campañas (1907-8) un escondrijo enterrado en un agujero irregular tallado en un lado de la roca y que contenía grandes jarras de cerámica con las bocas selladas e inscripciones hieráticas sobre sus costados. Se hizo un rápido examen de su contenido, y como éste parecía consistir principalmente en fragmentos de cerámica, pedazos de lino y otros objetos diversos, Mr. Davis se negó a interesarse por ellas y las puso a un lado, colocándolas en el almacén de su casa en el Valle. Allí fueron observadas algún tiempo después por Mr. Winlock, quien inmediatamente se dio cuenta de su importancia. Con el permiso de Mr. Davis se empaquetó toda la colección de jarras, enviándolas al Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde Mr. Winlock hizo un estudio detallado de su contenido, resultando ser de un interés extraordinario. Había sellos de arcilla, algunos con el nombre de Tutankhamón y otros con la impresión del sello de la necrópolis real, fragmentos de vasos de excelente cerámica pintada, chales de lino para la cabeza, uno de ellos con la inscripción de la fecha más tardía que conocemos para el reinado de Tutankhamón, colgantes de flores del tipo llevado por las plañideras, según aparece representado en escenas funerarias, y gran número de otros objetos misceláneos. En conjunto representaban, al parecer, los materiales utilizados durante las ceremonias fúnebres en honor de Tutankhamón, reunidos y posteriormente almacenados en las jarras.

Teníamos así tres pruebas de distinto origen: la copa de cerámica hallada bajo una roca, las hojas de oro encontradas en la tumba de pozo y este importante escondrijo de material funerario; todas parecían conectar definitivamente a Tutankhamón con este preciso punto del Valle. Aún puede añadirse otra prueba. Fue cerca de estos hallazgos donde Mr. Davis encontró el famoso escondrijo de Akhenatón. En él aparecieron los restos del rey hereje, trasladados a toda prisa desde Tell el Amarna y escondidos aquí para su seguridad, y podemos estar bastante seguros de que el propio Tutankhamón fue responsable de su traslado y entierro por el hecho de que en él se encontró cierta cantidad de sus sellos de arcilla.

Con todas estas pruebas a nuestra disposición estábamos completamente convencidos de que la tumba de Tutankhamón aún no se había localizado y que debía estar situada no muy lejos del centro del Valle. En cualquier caso, la encontráramos o no, creíamos que el examen sistemático y exhaustivo del interior del Valle ofrecía una razonable posibilidad de éxito y estábamos acabando nuestros planes para una elaborada campaña durante 1914-15 cuando empezó la guerra y por el momento tuvimos que dejarlo todo en suspenso.

Los trabajos propios de los tiempos de guerra ocuparon mi atención en los años siguientes, pero hubo breves intervalos en los que pude realizar pequeñas excavaciones. En febrero de 1915, por ejemplo, dejé completamente despejado el interior de la tumba de Amenofis III, que había sido excavada en 1799 por M. Devilliers, un miembro de la «Comisión Egipcia» enviada por Napoleón y reexcavada posteriormente por Mr. Theodore Davis. Durante estos trabajos hicimos el interesante descubrimiento de que en principio había sido destinada a Tutmés IV, siendo utilizada, sin embargo, para la reina Tiy, según era evidente por los depósitos de los cimientos, que estaban intactos al otro lado de la entrada, y por otros materiales del interior de la tumba.

Al año siguiente, mientras disfrutaba de unas cortas vacaciones, volví a encontrarme envuelto inesperadamente en otros trabajos. La ausencia de oficiales, debida a la guerra y a la desmoralización general producida por la misma, había engendrado, por desgracia, un gran resurgimiento de la actividad de los ladrones de tumbas indígenas y bandas de prospectores corrían en todas direcciones. Una tarde llegó al pueblo la noticia de que se había realizado un hallazgo en una región solitaria y poco frecuentada del lado oeste de la montaña sobre el Valle de los Reyes. Inmediatamente un grupo rival se armó y marchó hacia el lugar y en la animada batalla que siguió el primer grupo fue golpeado y expulsado mientras prometían vengarse. Los notables del pueblo vinieron a verme y me pidieron que hiciera algo para evitar ulteriores problemas. La tarde estaba ya bastante avanzada, así que reuní apresuradamente los pocos trabajadores que habían escapado al reclutamiento de los «Trabajadores para el Ejército», y con los materiales necesarios salimos para el citado lugar una expedición que incluía la escalada de más de 550 m. sobre las colinas de Kurna a la luz de la luna. Cuando llegamos allí era medianoche y el guía me señaló el extremo de una cuerda que colgaba en el vacío, junto a la pared del acantilado. Se podía oír el ruido de los ladrones en pleno trabajo, así que para empezar corté la cuerda, evitando con ello toda posibilidad de escape, y luego, provisto de una fuerte cuerda de mi propiedad, me descolgué por la pared del acantilado. Deslizarse por una cuerda a medianoche dentro de la guarida de expertos ladrones de tumbas es un pasatiempo que no carece de animación. Eran ocho los ladrones, y cuando llegué al fondo se produjeron un par de situaciones violentas. Les ofrecí la alternativa de despejar el lugar utilizando mi cuerda o quedarse donde estaban sin ella, y por fin comprendieron y se marcharon. Pasé el resto de la noche en el lugar y tan pronto como amaneció volví a bajar a la tumba para hacer una investigación completa.

La situación de la tumba era fuera de lo corriente. La entrada estaba escondida en el fondo de una grieta natural tallada por la erosión del agua, 40 m. por debajo de la cumbre del acantilado y 68 m. sobre el lecho del valle y aparecía tan astutamente disimulada que no podía verse rastro alguno de ella ni por arriba ni por abajo. De la entrada partía un corredor recto que se adentraba en el acantilado unos 17 m., doblando luego varias veces a la derecha; al final un corto pasadizo tallado en pronunciada pendiente conducía a la cámara, de unos 1,67 m.2 Todo estaba lleno de escombros de arriba a abajo, y a través de ellos los ladrones habían escarbado un túnel de unos 28 m. de largo y de una anchura suficiente para permitir a un hombre arrastrarse por él.

Era un descubrimiento interesante y podía tratarse de algo importante, así que determiné extraer todo su contenido. Nos tomó veinte días el hacerlo, trabajando día y noche con relevos de los trabajadores, y resultó ser extraordinariamente difícil. El sistema de ganar acceso a la tumba por medio de una cuerda desde el borde del acantilado era poco satisfactorio, ya que, además de resultar peligroso, por otra parte requería una dura escalada desde el valle. Era evidente que sería preferible el acceso desde el fondo del valle, y para ello colocamos poleas en la entrada de la tumba para poder subir o bajar. Incluso así, no era una operación muy cómoda, y yo personalmente siempre me descolgué en una red.

Los trabajadores se excitaban más y más al avanzar los trabajos, ya que creían que un lugar tan bien escondido debía contener un gran tesoro y así tuvieron un gran desengaño cuando resultó que la tumba no se había terminado ni ocupado nunca. El único objeto de valor que contenía era un gran sarcófago de arenisca cristalina, inacabado, como la tumba, y con inscripciones que demostraban que había sido destinado a la reina Hatshepsut. Tal vez esta poderosa dama se había hecho construir esta tumba como, esposa de Tutmés II. Más tarde, cuando tomó el poder y se convirtió de hecho en monarca, se hizo claramente necesario que tuviera su tumba en el Valle como los otros reyes -en realidad yo mismo la localicé allí en 1903- y, se abandonó la primera. Hubiera sido mejor para ella atenerse al plan original. En este lugar secreto su momia hubiera tenido alguna oportunidad de evitar ser profanada: en el Valle no tenía ninguna. Al convertirse en – reina le correspondió el destino de los reyes.

En otoño de 1917 empezó nuestra auténtica campaña en el Valle. El problema estaba en saber por dónde empezar, ya que las montañas de escombros desechados por otros excavadores se alzaban en todas direcciones y no se había hecho ninguna relación sobre qué áreas se habían excavado correctamente y cuáles no. Evidentemente, la única solución satisfactoria era excavar sistemáticamente hasta la roca, y sugerí a Lord Carnarvon que tomásemos como punto de partida el triángulo de terreno marcado por las tumbas de Ramsés II, Merneptah y Ramsés VI, el área en que esperábamos que podía estar situada la tumba de Tutankhamón.

Era una tarea desesperada, ya que el lugar contenía enormes montones de escombros, pero yo tenía razones para creer que la tierra debajo de ellos estaba intacta y me animaba la firme convicción de que podríamos encontrar allí una tumba. Durante los trabajos de esta campaña extrajimos gran parte de los estratos superiores de esta área y extendimos nuestra excavación hasta el mismo pie de la tumba de Ramsés VI. Aquí encontramos una serie de chozas de trabajadores construidas sobre enormes cantidades de pedruscos de sílex, siendo estos últimos en el Valle generalmente una clara indicación de la proximidad de una tumba. Nuestro primer impulso fue proseguir los trabajos en esta dirección, pero para hacerlo hubiéramos tenido que cortar el acceso a la tumba de Ramsés, una de las más populares del Valle entre los visitantes. Decidimos esperar una oportunidad más conveniente. Hasta aquel momento los únicos resultados de nuestros trabajos eran algunos ostraca,[9] interesantes pero no extraordinarios.

Reemprendimos nuestros trabajos en esta región en la campaña de 1919-1920. Nuestra primera necesidad era desembrozar un área para nuestros materiales de desecho y en el curso de estos trabajos preliminares encontramos algunos depósitos pequeños pertenecientes a Ramsés VI, cerca de la entrada de su tumba. Este año nuestro propósito era limpiar el resto del mencionado triángulo, así que empezamos con un numeroso grupo de trabajadores. Cuando Lord y Lady Carnarvon llegaron, en marzo, se habían sacado todos los cascotes y nos disponíamos a profundizar en lo que creíamos era tierra virgen. Pronto tuvimos pruebas de estar en lo cierto, ya que allí encontramos un escondrijo con trece jarras de alabastro con los nombres de Ramsés II y Merneptah, posiblemente procedentes de la tumba de éste. Naturalmente, como esto era lo que más se aproximaba a un buen hallazgo entre todo lo que habíamos encontrado en el Valle, estábamos bastante excitados y recuerdo que Lady Carnarvon insistió en excavar estas jarras -unos ejemplares magníficos- con sus propias manos.

A excepción del terreno cubierto por las chozas de los trabajadores habíamos explorado ya toda el área del triángulo sin encontrar ninguna tumba. Todavía tenía esperanzas, pero decidimos dejar este lugar hasta que, al empezar pronto en otoño, pudiéramos trabajar sin ocasionar inconvenientes a los turistas.

Para nuestro próximo intento escogimos el pequeño valle lateral en el que se encuentra la tumba de Tutmés III. Allí pasamos las dos campañas siguientes y, aunque no encontramos nada intrínsecamente valioso, descubrimos un interesante hecho arqueológico. La tumba en que fue enterrado Tutmés III fue encontrada por Loret, en 1898, escondida en una grieta, en un lugar inaccesible de la pared del acantilado. Al excavar en el valle, debajo de éste nos encontramos con el comienzo de una tumba situada a través de los depósitos de los cimientos, en principio destinada al mismo rey. Posiblemente mientras se trabajaba en esta tumba en la parte baja, se le ocurrió a Tutmés, o su arquitecto, que la grieta de la roca era un lugar mejor. Desde luego ofrecía más posibilidades para un escondite, si es que éste fue el motivo del cambio; sin embargo, la explicación más plausible sería que uno de los torrenciales chubascos que caen ocasionalmente sobre Luxor pudo haber inundado la tumba que estaba en la parte baja, sugiriendo a Tutmés la idea de que su momia encontraría un descanso más confortable en un nivel más alto.

En un lugar cercano, a la entrada de una tumba abandonada, encontramos los cimientos de la tumba de su esposa, Merytrehatshepsut, hermana de la gran reina del mismo nombre. Si de ello debemos concluir que estuvo allí enterrada, es un punto oscuro, ya que sería contrario a la tradición encontrar una reina en el Valle. En cualquier caso un oficial tebano, Sennefer, se apropió más tarde de la tumba.

Ya habíamos trabajado en el Valle durante varias campañas con escasos resultados y discutimos mucho sobre si debíamos continuar allí o buscar un yacimiento más productivo en alguna otra parte. Después de estos años sin éxito, ¿era lógico que continuáramos? Mi opinión era que mientras quedara un solo lugar por explorar, valía la pena correr el riesgo. Es cierto que se puede encontrar menos en el Valle que en cualquier otro lugar de Egipto, pero, por otra parte, si se da un golpe de suerte, uno se recupera de años y años de trabajos infructuosos.

Además la combinación de pedruscos de sílex y chozas de trabajadores al pie de la tumba de Ramsés VI estaba por investigar, y yo había tenido siempre una especie de creencia supersticiosa de que en aquella parte del Valle podía aparecer uno de los reyes que no se habían localizado, tal vez Tutankhamón. Desde luego, la estratificación de los materiales en aquel lugar parecía indicar la presencia de una tumba. Así, pues, decidimos dedicar una última campaña al Valle, comenzando pronto para cortar el acceso a la tumba de Ramsés VI si era necesario, en una época en que causara menos inconvenientes a los visitantes. Esto nos trajo a nuestra actual campaña, cuyos resultados todo el mundo conoce.

CINCO

El hallazgo de la tumba

En la historia del Valle, tal como me he esforzado en demostrar en los capítulos precedentes, no ha faltado nunca el elemento dramático, y en este último episodio la tradición se ha mantenido. Véanse sino las circunstancias: iba a ser nuestra última campaña en el Valle. Habíamos excavado allí durante seis campañas completas y cada una de ellas había terminado en nada; trabajamos durante meses al máximo esfuerzo sin encontrar nada y sólo un excavador sabe lo desesperado y deprimente que esto puede ser. Ya casi nos habíamos convencido de nuestra derrota y nos preparábamos para dejar el Valle y probar suerte en otro lugar. Y entonces, apenas habíamos dado el primer golpe de azada en un último esfuerzo desesperado, cuando hicimos un descubrimiento que excedía en mucho nuestros sueños más exagerados. Estoy seguro de que nunca en la historia de una excavación se ha condensado toda una campaña en el espacio de cinco días.

Voy a intentar explicar toda la historia. No será fácil, ya que la dramática rapidez del descubrimiento inicial me dejó como aturdido, y los meses que han pasado han estado tan llenos de incidentes que apenas he tenido tiempo para pensar. Ponerlo por escrito me dará tal vez la oportunidad de comprender lo que ha ocurrido y lo que significa.

Llegué a Luxor el 28 de octubre y para el primero de noviembre ya había reunido mi equipo y estaba preparado para empezar. Nuestra excavación anterior había terminado cerca de la esquina nordeste de la tumba de Ramsés VI y empecé la trinchera en dirección sur a partir de este punto. Se recordará que en esta zona había algunas cabañas para obreros pobremente construidas, usadas tal vez por los que trabajaron en la tumba de Ramsés. Estas chozas, de un metro de alto, aproximadamente, por encima de la roca, cubrían toda el área en frente de la tumba de Ramsés y continuaban en dirección sur hasta otro grupo similar de cabañas en el extremo opuesto del Valle, descubiertas por Davis en conexión con su trabajo en el escondrijo de Akhenatón. En la tarde del 3 de noviembre habíamos descubierto el número de cabañas suficientes para fines experimentales, así que después de levantar los planos y tomar notas las derribamos y nos dispusimos a sacar el metro de tierra que había debajo de ellas.

Apenas había llegado a la excavación al día siguiente (4 de noviembre) cuando un extraño silencio, producido por la detención de los trabajos, me hizo dar cuenta de que había ocurrido algo fuera de lo común. Se me recibió con la noticia de que se había descubierto un escalón tallado en la roca bajo la primera cabaña que se había derruido. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero el agrandamiento de la abertura nos aclaró que estábamos de hecho en la entrada de un profundo corte en la roca, unos cuatro metros por debajo de la entrada de la tumba de Ramsés VI y a una profundidad similar a la del nivel actual del Valle. El corte era del tipo de entrada con escalera subterránea, tan común en el Valle, y yo casi me atreví a esperar que habíamos encontrado finalmente una tumba. El trabajo continuó febrilmente durante todo aquel día y la mañana del siguiente, pero sólo el 5 de noviembre por la tarde conseguimos retirar la gran masa de escombros que cubría el corte y pudimos demarcar los bordes superiores de la escalera por sus cuatro lados.

Entonces quedó claro, por encima de toda duda, que nos encontrábamos ante la entrada de una tumba; sin embargo, aún teníamos la incertidumbre nacida de desengaños anteriores. Siempre cabía la terrible posibilidad, sugerida por nuestra experiencia en el Valle de Tutmés III, de que la tumba estuviera a medio hacer, sin haber sido concluida ni usada. Incluso si hubiera sido terminada aún podía ser que la hubieran saqueado en época antigua. Pero, por otra parte, también podía tratarse de una tumba intocada o sólo parcialmente saqueada, y con mal reprimida excitación contemplé los escalones que descendían cada vez más, saliendo a la luz uno por uno. El corte estaba tallado en la ladera de un montículo, y al progresar los trabajos, el borde occidental retrocedía bajo el saliente de la roca hasta quedar primero en parte y luego totalmente cubierto, convirtiéndose en un pasadizo de unos 3 m. de alto por 1,8 m. de ancho. El trabajo avanzaba ahora más rápidamente; un escalón seguía a otro y al nivel del duodécimo, hacia la puesta del sol, descubrimos la parte superior de una puerta tapiada, enyesada y sellada.

¡Una puerta sellada! Así, pues, era cierto. Nuestros años de paciente trabajo iban a quedar recompensados después de todo. Creo que mi primer sentimiento fue de contento por el hecho de que mi fe en el Valle no había sido injustificada. Con una excitación que se convirtió en ardor febril busqué los sellos de la puerta, en busca de pruebas sobre la identidad del dueño del lugar, pero no pude encontrar nombre alguno. Los únicos descifrables eran el conocido sello de la necrópolis real, el chacal y nueve cautivos. Sin embargo, dos cosas eran claras: en primer lugar, el empleo del sello real era una prueba evidente de que la tumba había sido construida para un personaje de gran categoría. En segundo lugar, el hecho de que la puerta sellada estaba completamente tapada por las cabañas de los trabajadores de la Dinastía XX, construidas encima de ella, era una prueba suficientemente evidente de que no había sido tocada por lo menos a partir de aquella época. De momento tenía que conformarme con aquello.

Mientras examinaba los sellos noté que en el dintel de madera muy dura que había en la parte superior de la puerta, parte del yeso se había caído. Para asegurarme del método por el que se había bloqueado la puerta hice un agujero debajo de ésta lo bastante grande para colocar una linterna, y descubrí que el pasadizo detrás de la puerta estaba completamente relleno de piedras y escombros desde el techo hasta el suelo, siendo ésta una prueba adicional del sumo cuidado con el que se había protegido la tumba.

Era un momento emocionante para un excavador. Tras años de trabajo más bien improductivo, me encontraba completamente solo, a excepción de mis trabajadores nativos, en el umbral de lo que podía resultar un descubrimiento fantástico. Al otro lado del pasadizo podía encontrarse literalmente cualquier cosa y necesité de toda mi fuerza de voluntad para no abrir la puerta e intentar averiguarlo en aquel mismo momento.

Un hecho me sorprendía, y era la pequeñez de la abertura en comparación con otras tumbas corrientes en el Valle. El diseño era evidentemente de la Dinastía XVIII. ¿Podía tratarse, acaso, de la tumba de un noble enterrado allí con autorización real?; ¿era un escondrijo, un lugar secreto al que se había trasladado la momia de un rey y su tesoro por motivos de segundad?, ¿o era la tumba de un rey, lo que yo había estado buscando durante tantos años?

Una vez más examiné las marcas de los sellos en busca de la clave, pero en la parte de la puerta que habíamos descubierto hasta aquel momento sólo estaban claros para su interpretación los de la necrópolis real mencionados más arriba. Si hubiera sabido entonces que unos pocos centímetros más abajo estaba la huella clara y característica del sello de Tutankhamón, el rey que yo más deseaba encontrar, hubiese continuado y, lógicamente, hubiera descansado mejor aquella noche, ahorrándome casi tres semanas de incertidumbre. Sin embargo, era tarde y la oscuridad se nos venía encima. Contra mis deseos, volví a tapar el agujero que había hecho, rellené nuestra trinchera como protección para las horas de la noche, escogí los obreros más dignos de confianza, que estaban tan excitados como yo, para vigilar la tumba durante toda la noche y me dirigí a casa cabalgando Valle abajo a la luz de la luna.

Naturalmente mi deseo era continuar con nuestra limpieza hasta averiguar el verdadero alcance del descubrimiento, pero Lord Carnarvon estaba en Inglaterra y, en atención a él, tenía que retrasar el asunto hasta que pudiera venir. En consecuencia, la mañana del 6 de noviembre le envié el siguiente cablegrama: «Finalmente he hecho descubrimiento maravilloso en Valle, una tumba magnífica con sellos intactos; recubierto hasta su llegada; felicidades».

Mi tarea siguiente fue proteger la puerta contra posibles interferencias hasta que llegara el momento de abrirla de nuevo. Lo conseguimos rellenando la excavación hasta el nivel del terreno y colocando encima los grandes bloques de sílex de que se componían las cabañas de los obreros. El mismo día, por la tarde, exactamente cuarenta y ocho horas después del descubrimiento del primer escalón del tramo, habíamos terminado esta operación: la tumba había desaparecido. Por lo que atañía a la apariencia del terreno, allí no había existido ninguna tumba, y a veces me costaba convencerme de que no había soñado aquel episodio.

Sin embargo, pronto pude tener certeza de ello. Las noticias viajan muy rápido en Egipto, y a los dos días del descubrimiento cayeron sobre mí felicitaciones, consultas y ofrecimientos de ayuda continuamente y de todas direcciones. Incluso en este estadio inicial quedó claro que se me presentaba un trabajo que no podía acometer por mí mismo, así que telegrafié a Callender, que me había ayudado en ocasiones anteriores, preguntándole si le era posible unirse a mi equipo inmediatamente, y para alivio mío llegó al día siguiente. El día 8 recibí dos mensajes de Lord Carnarvon respondiendo a mi cable. El primero decía: «Posiblemente venga pronto», y el segundo, llegado algo más tarde, «Propongo llegar Alejandría el 20».

Así pues teníamos quince días de tiempo y los destinamos a hacer varios tipos de preparativos a fin de que cuando llegara el momento de abrir de nuevo la tumba fuésemos capaces de resolver cualquier situación que se produjera con el menor retraso posible. La noche del día 18 fui a El Cairo para pasar tres días, a fin de recibir a Lord Carnarvon y hacer algunas compras necesarias, regresando a Luxor el día 21. Lord Carnarvon llegó el 22 acompañado por su hija, Lady Evelyn Herbert, la devota compañera de toda su labor en Egipto, y así todo estuvo dispuesto para que empezara el segundo capítulo del descubrimiento de la tumba. Callender había trabajado todo el día para quitar la capa superior de escombros, a fin de que al día siguiente pudiéramos pasar a la escalera sin ningún retraso.

El día 24 por la tarde la escalera estaba al descubierto, dieciséis escalones en total, pudiendo hacer entonces un examen adecuado de la puerta sellada. Las huellas de los sellos eran mucho más claras en la parte inferior y pudimos descifrar en varios de ellos sin dificultad el nombre Tutankhamón. Esto añadió un enorme interés al descubrimiento. Si, como parecía casi seguro, habíamos encontrado la tumba de aquel monarca oscuro cuya ocupación del trono coincidía con uno de los períodos más interesantes de toda la historia de Egipto, entonces sí que teníamos buenas razones para felicitarnos.

Con mayor interés, si es que era posible, volvimos a examinar la puerta. Aquí apareció el primer elemento inquietante. Ahora que toda la puerta había quedado expuesta a la luz, fue posible discernir un hecho que se nos había escapado hasta el momento: que había habido dos aperturas. Además vimos que el sello que apareció primero, con un chacal y nueve cautivos, se había aplicado a las partes selladas de nuevo mientras que los de Tutankhamón cubrían la parte intocada de la puerta y eran, por tanto, aquellos con los que se había asegurado originariamente la tumba. Así pues, ésta no estaba completamente intacta, como hubiéramos deseado. Los profanadores habían entrado más de una vez y, según lo demostraban las cabañas encima de la tumba, en una fecha no posterior al reinado de Ramsés VI, pero el hecho de que la hubieran sellado de nuevo demostraba que no la habían saqueado del todo.[10]

Luego se presentó otro enigma. En los estratos inferiores de los escombros que llenaban la escalera encontramos grandes cantidades de fragmentos de cerámica y cajas, las últimas con los nombres de Akhenatón, Semenkhare y Tutankhamón, y, lo que era mucho más perturbador, un escarabeo de Tutmés III y un fragmento con el nombre de Amenofis III. ¿Por qué esta mezcla de nombres? El balance de las pruebas hasta aquel momento parecía indicar un escondite más que una tumba y en este estado de la investigación nos inclinamos a creer que estábamos a punto de encontrar una colección de objetos misceláneos de la Dinastía XVIII traídos a Tell el Amarna por Tutankhamón y depositados aquí para su mayor seguridad.

Así estaban las cosas el día 24 por la tarde. Al día siguiente íbamos a sacar la puerta sellada, así que Callender puso a los carpinteros a trabajar en la construcción de una pesada verja de madera para colocarla en su lugar. Mr. Engelbach, inspector jefe del Departamento de Antigüedades, nos visitó durante la tarde y fue testigo de parte de la limpieza final de los cascotes que había frente a la puerta.

El día 25 por la mañana se anotaron y fotografiaron cuidadosamente las impresiones de los sellos de la puerta y luego quitamos lo que la bloqueaba, que consistía en pedruscos alineados cuidadosamente desde el suelo hasta el dintel y cubiertos de una gruesa capa de yeso en su cara exterior, en la cual aparecían las impresiones de los sellos.

Así quedó al descubierto el comienzo de un pasadizo descendente, no una escalera, de la misma anchura que la escalera de entrada y de casi 2,15 m. de altura. Como ya había descubierto por el agujero de la puerta, estaba completamente lleno de piedras y cascotes, probablemente procedentes de su misma excavación. El relleno, al igual que la puerta, mostraba señales evidentes de que la tumba había sido abierta y cerrada más de una vez, consistiendo la parte no tocada en cascotes blancos y limpios mezclados con polvo mientras que la parte removida era principalmente de sílex oscuro. Era evidente que se había abierto un túnel irregular en el relleno original, esquina superior izquierda, cuya posición correspondía con la del agujero de la puerta.

Mientras despejábamos el pasadizo encontramos, junto a los cascotes de los niveles inferiores, fragmentos de cerámica, precintos de jarras, jarras de alabastro enteras y rotas, vasos de cerámica pintada, numerosos trozos de objetos pequeños, y pieles para llevar agua, estas últimas evidentemente utilizadas para transportar el agua necesaria para enyesar las puertas. Eran estas pruebas evidentes de pillaje y las contemplamos con recelo. Por la noche habíamos descubierto una parte considerable del pasadizo pero aún no se veía señal alguna de una segunda puerta o de una cámara.

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