Y, sin embargo, el derecho de la arqueología a recibir un poco de consideración es tan grande como el de cualquier otra forma de investigación científica o incluso – ¿me atreveré a escribirlo?- el de la sagrada ciencia de hacer dinero. ¿Por qué por el simple hecho de llevar a cabo nuestro trabajo en regiones remotas en vez de hacerlo en el tumulto de la ciudad se nos ha de considerar groseros si nos oponemos a constantes interrupciones? Supongo que la verdadera razón es que, en opinión de la gente, la arqueología no es un auténtico trabajo. Excavar es una especie de divertimiento de turista a lo grande, llevado a cabo con el dinero del excavador, si es lo bastante rico, o con el de otras personas si uno puede persuadirlas de que se asocien a él y todo lo que tiene que hacer es disfrutar de la vida en un magnífico clima invernal y pagar a los nativos para que le encuentren las cosas. En gran parte, el arqueólogo aficionado, el que rara vez hacer nada por sí mismo y que la mayoría de las veces está ausente cuando se hace el descubrimiento, es el responsable de esta opinión. La vida de un excavador serio es, a menudo, monótona y, como espero poder demostrar en el próximo capítulo, tan dura como la de cualquier otro miembro de la sociedad.
He escrito sobre este asunto más de lo que pretendía, pero en realidad se trata de algo muy serio para nosotros. En esta tumba se nos presenta una oportunidad, como no la ha tenido ningún arqueólogo, pero que hemos de aprovechar al máximo -y si dejamos de hacerlo mereceremos el justo desprecio de las futuras generaciones de arqueólogos, de proclamar que es absolutamente esencial que nos dejen trabajar sin interrupciones. No sería lo mismo si los que nos visitaban hubiesen sentido alguna inclinación hacia la arqueología o hubiesen tenido algún interés en ella. A la mayoría les atraía solamente la curiosidad o, lo que es peor, querían visitar la tumba porque es lo que estaba de moda. Querían poder hablar largamente acerca de ello a sus amistades o alardear ante turistas menos afortunados que no habían podido conseguir una recomendación. ¿Pueden imaginarse algo más enloquecedor que conceder media hora de tiempo precioso a un visitante que ha pulsado toda clase de teclas para lograr ser admitido, en un momento en que uno está inmerso en un problema difícil y luego oírle decir en voz bien audible mientras se marcha: «Bueno, después de todo no hay gran cosa que ver»? Esto sucedió el invierno pasado y más de una vez. En todo caso, en la próxima temporada los turistas tendrán mucho menos que ver. Será completamente imposible entrar en la cámara funeraria, ya que cada centímetro estará ocupado por andamios y el traslado de la capilla pieza por pieza será una operación demasiado delicada para permitir interrupciones. En el laboratorio pensamos ocuparnos de un solo objeto cada vez, que embalaremos y enviaremos en cuanto hayamos terminado con él. En el Museo de El Cairo está expuesto el contenido de seis cajas llenas de objetos y con toda humildad hemos de suplicar a quienes visiten Egipto que se contenten con esto y con lo que puedan ver desde fuera de la tumba y que no se empeñen en entrar en ella. Los que están verdaderamente interesados en la arqueología serán los primeros en darse cuenta de que la petición es razonable. Los demás, los que consideran la tumba como una atracción turística y Tutankhamón como un simple tópico de conversación, no tienen derechos en este asunto y no merecen consideración alguna. Sean cuales fueren nuestros descubrimientos en esta campaña, esperamos poder ocuparnos de ellos dignamente, como debe ser.
DIEZ
Este capítulo está dedicado a todos los que creen -y son muchos- que el excavador se pasa el tiempo tomando el sol, divirtiéndose viendo cómo otros trabajan para él y sacudiéndose el aburrimiento de vez en cuando haciéndose traer cestas llenas de bellas antigüedades que otros sacan de las entrañas de la tierra para que él las contemple. En realidad su vida es muy distinta, y como son pocos los que conocen sus detalles, creo que valdrá la pena exponerlos en líneas generales antes de relatar el trabajo que hicimos en el laboratorio la temporada pasada. A la vez esto ayudará a explicar por qué era necesario llevar a cabo este trabajo.
En primer lugar debe quedar claro que no se trata de que el excavador reciba cestas llenas de objetos para que les eche una ojeada; la primera regla de la excavación, y la más importante, es que el arqueólogo debe sacar cada objeto de la tierra con sus propias manos. Hay muchas cosas que dependen de ello. Aparte de la posibilidad del daño que los objetos pueden recibir de dedos poco hábiles, es esencial que uno los vea in situ, a fin de extraer cuantos detalles se pueda sobre la posición en que se encuentran y su relación con los objetos que están a su alrededor. Por ejemplo, puede haber indicaciones que ayuden a fecharlo. Hay muchas piezas en los museos, calificadas vagamente en las etiquetas como «probablemente del Imperio Antiguo», que hubieran podido ser adscritas con seguridad a una dinastía determinada o al reinado de un rey en concreto si se hubiesen relacionado con los objetos que estaban a su alrededor. Por otra parte se pueden observar detalles acerca de su colocación, que pueden indicarnos el uso a que se destinaba un objeto en particular, o ayudarnos a reconstruirlo.
Pueden tomarse como ejemplo los minúsculos fragmentos de sílex de borde serrado que aparecen en tan enormes cantidades en los yacimientos urbanos del Imperio Medio. Podemos adivinar para qué servían y serían material muy interesante para exponer en un museo bajo el rótulo de «Hoces de sílex». Sin embargo, puede suceder, como me ha pasado a mí, que se encuentre una hoz completa sobre el suelo, pero con las partes de madera en tan precarias condiciones, que un simple toque puede destruir toda prueba de que se trata de una hoz. Pueden suceder dos cosas: se puede obtener la hoz intacta manejándola con cuidado y usando un buen material preservativo o, si su estado de destrucción es ya muy avanzado, tomar medidas y notas que permitan reconstruirla. En cualquier caso se obtiene una pieza de museo completa, mil veces más valiosa arqueológicamente que el puñado de piezas de sílex inconexas que se habría obtenido de no hacerlo así. Esta es una simple ilustración de la importancia de los detalles en el trabajo de campo. Más adelante veremos otros más sorprendentes cuando nos refiramos a los diferentes materiales.
He de hacer otra observación antes de proseguir: anotando la posición exacta de un objeto o grupo de objetos, a menudo se obtiene información que permitirá encontrar objetos similares en otro lugar. Un caso típico es el de los cimientos de una casa. En toda construcción la disposición de los cimientos seguía un trazado regular y, encontrando uno, se puede determinar dónde estarán los otros.
Así, pues, el excavador debe ver cada objeto en su posición exacta, tomando notas cuidadosamente, antes de que lo levanten y, de ser necesario, dándole un tratamiento de conservación allí mismo. Es obvio que en estas circunstancias es primordial estar en continuo contacto con la excavación que se dirige. No se pueden hacer excursiones ni tomarse el día libre. Mientras se trabaja hay que estar allí todo el día y poder ser localizado a cualquier hora. Los trabajadores tienen que saber dónde podrán encontrarle a uno en cualquier momento y deben recibir instrucciones muy precisas en el sentido de dar la noticia de cualquier descubrimiento sin el menor retraso.
En el caso de un descubrimiento importante se puede saber que algo ha ocurrido incluso antes de que a uno le informen, ya que -especialmente en Egipto- las noticias se extienden con rapidez, ejerciendo un curioso efecto psicológico en el equipo. Se les ve trabajar de modo distinto, no necesariamente más a fondo, pero de otro modo, y en el mayor silencio. Las canciones con que se acompañan han cesado. En cuanto a un descubrimiento menor, se puede adivinar por anticipado a través de la actitud del hombre que trae el mensaje. Por nada del mundo vendrá hasta uno y le dirá de buenas a primeras lo que ha encontrado. Debe convertirlo en un misterio a toda costa, así que irá de aquí para allá con aires de persona importante, dando así a entender a todo el mundo lo que ha ocurrido, y finalmente se hace notar aún más llevándole a un lado y murmurando lo que tiene que decir. Incluso entonces es casi imposible obtener más que remotas informaciones y uno no se enterará de lo que ha aparecido hasta que vaya a verlo con sus propios ojos. Esto se debe principalmente al amor que sienten los egipcios por lo misterioso. El mismo hombre dará a sus amigos todos los detalles sobre el hallazgo, pero para tomar parte en el juego tendrán que pretender que no saben nada del asunto. También se debe a su estado de excitación. No es que les interesen los objetos por sí mismos, pero los consideran una especie de apuesta. Muchos excavadores usan lo que se conoce con el nombre de sistema haksheesh, es decir, dan recompensas a sus obreros además de sus salarios por cualquier cosa que encuentren. No es una solución ideal, pero tiene dos ventajas: en primer lugar ayuda a conseguir el mayor número de objetos, en particular los pequeños y fáciles de escamotear, que pueden ser los más valiosos para fechar el yacimiento; en segundo lugar hace a los hombres más interesados en su trabajo y más cuidadosos sobre el modo de realizarlo, recompensándolos más por ser cuidadosos que por el valor del objeto.
Por estas y otras razones que podrían aducirse es muy importante que uno se mantenga cerca de la excavación; incluso si no sale nada no se tiene mucho tiempo libre. Para empezar hay que tomar nota de cualquier tumba, edificio, e incluso de cualquier pared semiderruida, y si uno trabaja en tumbas de pozo tendrá que hacer mucha gimnasia. Los pozos pueden tener desde 3 hasta 36,5 metros de profundidad, y una vez calculé que en una sola campaña había subido a pulso más de 800 metros de cuerda. Luego viene la fotografía. Cada objeto que tenga algún valor arqueológico debe fotografiarse antes de ser levantado del suelo, y en muchos casos hay que tomar una serie de instantáneas que muestren las diversas etapas de su descubrimiento. Muchas de ellas no se utilizarán nunca, pero uno no puede por menos que pensar que algún día pueda presentarse una duda y entonces el negativo más insignificante puede – convertirse en un documento de gran valor. La fotografía es esencial en todo momento y tal vez sea la tarea más exigente que tiene que afrontar el excavador. Yo mismo he llegado a tomar y revelar hasta cincuenta negativos de un aspecto determinado de los trabajos en un solo día.
Siempre que sea posible habría que poner las mediciones y la fotografía, dos ramas muy especializadas del trabajo, en manos de dos expertos, que trabajen independientemente. El director podrá tener entonces tiempo para dedicarse a lo que podríamos considerar los aspectos más delicados de la excavación. Podrá «jugar con su trabajo», tal como lo expresó un amigo arqueólogo. En toda excavación se presentan constantemente enigmas y problemas y sólo estando sobre el terreno, mirándolo desde todos los puntos de vista y escudriñándolo bajo toda clase de iluminaciones podrá uno llegar a solucionar algunos de ellos. El significado de un conjunto de paredes, pruebas de la reconstrucción de un edificio o de un cambio del plano original por parte del arquitecto; el significado de un cambio de nivel; dónde se superponen los restos de un período anterior a los de otro posterior; el significado que tiene alguna peculiaridad en los escombros superficiales o en la estratificación de un montículo: éstas y otras muchas son las preguntas que el excavador debe afrontar y es su habilidad en contestarlas lo que le calificará o descalificará como arqueólogo.
Hasta aquí nos hemos referido a los trabajos al aire libre, la excavación propiamente dicha. Hay otras muchas cosas que hacer y si el arqueólogo tiene que seguir el ritmo de los trabajos encontrará sus horas libres y sus noches completamente ocupadas. Sus notas, los planos y el catálogo de los objetos tienen que estar constantemente al día. Siempre hay fotografías por revelar, copias por hacer y un archivo que controlar, tanto de negativos como de positivos. Hay que reparar los objetos rotos, poner en tratamiento los que estén en condiciones precarias, estudiar las posibilidades de restauración de otros y recomponer los hilos de los objetos hechos con cuentas. A continuación siguen las fotografías en el interior, ya que cada objeto debe fotografiarse a escala y en algunos casos desde varios puntos de vista. La lista puede alargarse casi indefinidamente e incluiría una serie de trabajos que parecen tener una relación muy remota con la arqueología, tales como llevar las cuentas, ser el confesor de los obreros y el juez de sus disputas. Naturalmente, los trabajadores tienen un día libre a la semana y el excavador suele empezar la campaña creyendo que también podrá disponer de él. Generalmente abandona tal idea desde la primera semana, ya que pronto encontrará en este día de vacación el momento ideal para poner al día los mil y un trabajos que se le han quedado atrasados, y no quiere malgastarlo.
Ésta es, en líneas generales, la tarea del arqueólogo. Hay algunos detalles de su trabajo, en especial los que se refieren a la toma de notas y a los sistemas de conservación de los objetos en casos urgentes, a los que quiero dedicar más espacio. Se trata de materias sobre las que el lector ordinario conoce poco y quedarán bien explicadas en nuestra descripción del trabajo llevado a cabo en el laboratorio la temporada pasada.
Por ejemplo, la madera se encuentra raras veces en buenas condiciones y presenta muchos problemas. Sus principales enemigos son la humedad y las termitas, y si las circunstancias no son favorables no quedará de ella más que un montón de polvo negro o un armazón que se desmorona con sólo tocarlo. En el primer caso todo lo que se puede hacer es tomar nota de que ha aparecido madera, pero en el segundo generalmente puede obtenerse bastante información, tomando medidas y, si se actúa con rapidez, copiando los restos de una inscripción que tal vez nos dé el nombre del dueño del objeto y que se borraría al menor soplo de viento o tocando su superficie. También puede haber casos en los que la estructura o armazón de madera haya desaparecido, dejando restos dispersos de la decoración que lo cubría en un principio -marfil, oro, fayenza, o lo que sea. Anotando cuidadosamente la posición relativa de estas decoraciones, seguido por la recomposición y restauración de las mismas, será posible averiguar la forma y tamaño exactos de la pieza. Después, aplicando las decoraciones a un nuevo armazón de madera, se obtiene un objeto tan bueno como si fuese nuevo a todos los efectos, en lugar de una colección dispersa de objetos de marfil, oro y fayenza. También puede preservarse la madera por medio de parafina derretida, a menos que su estado de deterioro esté en su última fase. De este modo puede obtenerse un objeto sólido y manejable en lugar de otro hecho pedazos.
Naturalmente, las condiciones de la madera varían según el yacimiento y, por suerte para nosotros, Luxor es tal vez el mejor lugar de Egipto a este respecto. Tuvimos algunos problemas con la que procedía de la tumba, pero éstos resultaban no del estado en que se encontraban cuando los hallamos, sino por haberse encogido posteriormente, debido al cambio de la atmósfera. Esto no sería muy grave en un objeto que sea solamente de madera, pero a los egipcios les gustaba mucho aplicar una fina capa de yeso sobre ellos, formando una superficie en la que pintaban escenas o incrustaban planchas de oro. Naturalmente, al encogerse la madera, el yeso que la recubría empezaba a soltarse y a abombarse, con gran peligro de que desaparecieran grandes fragmentos de su superficie. El problema era difícil. Es fácil pegar pintura o láminas de oro al yeso, pero los preservativos normales no permiten fijar el yeso a la madera. También en este caso, como veremos, hubo que recurrir finalmente a la parafina.
El estado de los tejidos varía. Unas veces la tela es tan fuerte como si acabara de salir del telar mientras que en otras la humedad la ha reducido a un material parecido al hollín. En el presente caso la dificultad de manejo se incrementaba debido a los malos tratos que habían recibido y por el hecho de que muchos de los ropajes estaban recubiertos por una decoración de rosetas de oro y cuentas.
Los dibujos hechos a base de cuentas representan un problema por sí mismos y tal vez sea el material que más pone a prueba la paciencia del excavador de todos los que tiene que manejar. Para empezar, los hay en grandes cantidades. Los egipcios tenían una auténtica pasión por las cuentas, así que no es nada raro encontrar en una sola momia un equipo compuesto por varios collares, dos o tres gargantillas, un par de ceñidores y gran cantidad de pulseras y ajorcas. En este caso se habrán utilizado muchos miles de cuentas. Por esto requieren paciencia, ya que para recuperarlos y restaurarlos, cada cuenta tendrá que pasarse por lo menos dos veces, y se necesitará un trabajo muy meticuloso para conservar su disposición original. Aunque el hilo que las unía se ha podrido, la mayoría conserva aún su posición relativa y soplando encima de ellas se puede quitar el polvo y seguir todo el collar o gargantilla, recobrando así el orden exacto de las cuentas. Al ir descubriéndose cada pieza puede pasarse un hilo nuevo in situ –una vez tuve que usar simultáneamente doce agujas enhebradas para un ceñidor de muchas vueltas- o, aún mejor, pueden trasladarse las cuentas una por una a un cartón sobre el que se ha extendido una fina capa de plastilina. Este último sistema tiene la ventaja de que se pueden dejar espacios para las piezas que falten o para cuentas de colocación dudosa.
Con objetos complicados en los que no es posible pasar un hilo a través de las cuentas en el lugar en que se encuentran, hay que tomar notas con mucho cuidado, haciéndose luego el pasado no ya en el orden exacto, cuenta por cuenta, sino de acuerdo con el diseño y trazado originales. Este trabajo es muy aburrido y requiere gran número de experimentos antes de encontrar el medio de solucionar un problema concreto. En el caso de una gargantilla, por ejemplo, puede ser necesario pasar tres hiladas independientes para cada cuenta si se quiere que las vueltas caigan en el lugar que les corresponde. A veces para restaurarlas hay que reconstruir las piezas que faltan o las rotas. Una vez encontré una colección de brazaletes y ajorcas en los cuales las vueltas de cuentas estaban separadas por cilindros de madera perforados y recubiertos de oro. La madera que componía estos «separadores» había desaparecido, quedando los moldes de oro, así que tuve que cortar nuevas piezas de madera y darles la misma forma, perforándolas con una aguja al rojo y cubriendo los nuevos cilindros con el oro original. Tales restauraciones, basadas en datos concretos, son completamente lícitas y compensan el esfuerzo. En lugar de una bandeja de cuentas sin significado alguno o, lo que es peor, una reconstrucción puramente arbitraria y fantástica, uno ha recuperado para su museo un objeto de atractivo propio y de gran valor arqueológico.
El papiro es, a menudo, difícil de manejar y se han cometido con él más crímenes que en cualquier otra rama de la arqueología. Si su estado de conservación es relativamente bueno, debería envolverse en un paño húmedo durante unas horas, pudiendo extenderse luego fácilmente debajo de un cristal. Los rollos rotos y resquebrajados, que sin duda se desintegrarían en múltiples fragmentos si se los desenrollara, no deberían tocarse a menos que se disponga del espacio y el tiempo suficiente. Trabajando con cuidado, sistemáticamente, pueden colocarse casi todos los fragmentos en su lugar correspondiente, mientras que una clasificación inconexa, llevada a cabo a ratos entre un trabajo y otro, y tal vez por varias manos, no puede alcanzar nunca resultados satisfactorios y puede terminar con la destrucción de material valioso. Si el papiro de Turín, por ejemplo, hubiese recibido un tratamiento correcto cuando lo encontraron, ¡qué riqueza informativa nos hubiera legado y cuántas discusiones habría evitado!
Por regla general la piedra presenta pocas dificultades. La caliza contiene generalmente sal, que hay que disolver con agua, pero éste es un problema del que pueden encargarse en el museo y no debemos insistir en ello. También pueden dejarse objetos de fayenza, cerámica y metal para tratarlos más tarde. Aquí sólo nos concierne el trabajo que debe efectuarse in situ.
Durante todos estos trabajos preliminares hay que tomar notas detalladas y abundantes. No hay que temer que se tomen demasiadas, ya que, aunque un detalle parezca claro en un principio, ello no quiere decir que lo sea cuando llegue la hora de trabajar a fondo sobre el propio material. Cuando se trabaja con tumbas hay que tomar cuantas notas se pueda mientras todo está aún en su posición original. Luego, al empezar a excavarlas se deben tener a mano fichas y un lápiz, a fin de que cada elemento que se presente pueda anotarse. A veces uno siente la tentación de posponerlo hasta haber terminado con la pieza con la que se trabaja, pero es peligroso hacerlo. Siempre se presenta algo y las más de las veces ya no se anota aquella observación.
Pasemos ahora al laboratorio para poner en práctica algunas de las teorías que hemos ido elaborando. Se recordará que se nos había concedido la tumba de Seti II (número 15 del catálogo de tumbas hecho por Wilkinson) y que nos habíamos establecido en ella con nuestras fichas y equipo de conservación. La tumba era larga y estrecha, así que prácticamente sólo pudimos utilizar la primera sala, siendo el interior demasiado oscuro para servir para otra cosa que no fuera almacén. A medida que traían los objetos los almacenábamos en la sección central, aún en sus parihuelas, y allí los tapábamos hasta que eran necesarios. Cada uno de ellos pasaba por turno por la sala de trabajo para ser examinado. Allí, después de sacar el polvo superficial, anotábamos sus medidas y datos arqueológicos completos y copiábamos sus inscripciones en su ficha del archivo. Seguían las reparaciones necesarias y el tratamiento de preservación, hecho lo cual lo sacábamos a la entrada para hacer las fotografías a escala. Finalmente, tras haber pasado por todos estos procesos, el objeto era almacenado en lo más profundo de la tumba, en espera del embalaje final.
En la mayoría de los casos no intentamos un tratamiento definitivo. Era evidentemente imposible, ya que serán necesarios meses, tal vez años de trabajo de reconstrucción para sacar el máximo partido del material. Todo lo que podíamos hacer allí era aplicar un tratamiento preliminar, suficiente en cualquier caso para permitir que el objeto fuese trasladado sin complicaciones. La restauración definitiva deberá llevarse a cabo en el museo y se necesitará de un laboratorio mucho mejor equipado y de un grupo de colaboradores especializados más numerosos de lo que hubiésemos soñado tan siquiera poder conseguir en el Valle.
Al avanzar la campaña y quedar el laboratorio cada vez más ocupado por los objetos, se hizo cada vez más difícil recordar todo el trabajo que habíamos realizado y sólo prestando mucha atención a los detalles, y gracias a habernos ceñido a un orden de procedimiento muy estrictamente, conseguimos librarnos de complicaciones. A la llegada de cada objeto se anotaba su número de registro en un libro de entradas y apuntábamos en el mismo libro un informe de los sucesivos estadios de su tratamiento. Cada uno de los objetos principales había recibido su propio número de registro en la misma tumba, pero al repasarlos en el laboratorio hubo que establecer una compleja numeración secundaria. Un cofre, por ejemplo, podía contener cincuenta objetos, cada uno de los cuales había de poder ser identificado en un momento determinado y lo conseguíamos por medio de letras del alfabeto o una combinación de las mismas. Era necesario un cuidado constante para no separar estos objetos menores de sus etiquetas de identificación, especialmente en casos que requerían un prolongado tratamiento. A menudo ocurría que las partes que componían un solo objeto, esparcidas por la tumba, habían recibido dos o más números, y en este caso había que hacer referencias a todos ellos en las notas. Las fichas, una vez completas, se archivaban en unos cajones y al terminar la campaña teníamos reunida en ellos la historia completa de cada objeto de la tumba, incluyendo:
1. Medidas, dibujos a escala y detalles arqueológicos.
2. Notas sobre las inscripciones, hechas por el doctor Alan Gardiner.
3. Anotaciones de Mr. Lucas sobre el tratamiento de preservación empleado.
4. Una fotografía mostrando la posición del objeto en la tumba.
5. Una fotografía a escala, o una serie de ellas, del objeto mismo.
6. En el caso de cofres, una serie de fotos mostrando los distintos momentos de su vaciamiento.
Esto es todo en cuanto a nuestro sistema de trabajo. Vayamos ahora al tratamiento individual que recibieron un selecto número de antigüedades. El primero que recibió tratamiento en el laboratorio fue el maravilloso cofre pintado (número 21 de nuestro catálogo); si hubiéramos buscado en toda la tumba hubiera sido difícil encontrar un solo objeto que presentara un número de problemas mayor. Por esta razón creo que vale la pena dar una descripción detallada de su tratamiento. Nuestro primer objetivo fue el mismo cofre, que estaba recubierto de yeso y pintado de arriba abajo con brillantes escenas. A excepción de un ligero agrietamiento en las junturas, debido al encogimiento de la madera, ésta se encontraba en perfectas condiciones; el yeso estaba un poco descascarillado en las esquinas y a lo largo de las grietas, pero todavía se hallaba en un estado bastante firme, y la pintura, aunque algo descolorida en algunos sectores, era completamente sólida, sin mostrar señal alguna de corrimiento. Parecía como si necesitase poco tratamiento. Quitamos el polvo de la superficie, disminuimos la pérdida de color de las superficies pintadas con bencina, y aplicamos a todo el exterior del cofre una solución de celuloide y amilacetato para fijar el yeso a la madera, prestando particular atención a las partes delicadas en las grietas. Parecía que esto era cuanto requería, pero era nuestra primera experiencia en esta tumba de la combinación entre el yeso y la madera y pronto íbamos a desilusionarnos.
Tres o cuatro semanas más tarde notamos que unas grietas de las junturas se hacían más grandes y que en otras partes el yeso tendía a hincharse. Era evidente lo que estaba ocurriendo. Debido al cambio de temperatura entre la atmósfera cerrada y húmeda de la tumba y la sequedad del aire del laboratorio, la madera había empezado a contraerse de nuevo y el yeso, al no poder hacer lo mismo, se estaba separando de ella. Era una situación seria, ya que corríamos el peligro de perder partes de la superficie pintada. Había que tomar drásticas medidas y después de largas discusiones decidimos recurrir al uso de la parafina. Necesitamos valor para tomar tal decisión, pero el resultado nos dio la razón, ya que la cera penetró los materiales, manteniéndolos firmes y, en lugar de afectar los colores, que era lo que habíamos temido, parecía hacerlos más brillantes que antes. Utilizamos este procedimiento más tarde en muchos otros objetos de madera y yeso, resultando altamente satisfactorio. Es importante calentar la superficie y llevar la cera lo más posible al punto de ebullición; de Otro modo se enfría y no penetra bien. Careciendo de horno nos encontramos con que el sol de Egipto es lo bastante caliente para lograr tal propósito. El exceso de cera puede sacarse con calor o usando bencina. Este proceso tiene otra ventaja, y es que las pequeñas partículas de yeso caídas pueden volver a colocarse en su sitio apretándolas mientras la cera está aún caliente y de este modo se mantienen bastante bien. En casos extremos puede hacerse necesario llenar la grieta por dentro usando cera caliente aplicada por medio de una pipeta.
Éste es el trabajo que realizamos en el exterior del cofre. Levantemos ahora la tapa y veamos lo que nos depara su interior. Es un momento impresionante, ya que hay muchos y bellos objetos por todas partes y, debido a la apresurada reordenación de los oficiales, nada hay que pueda predecir cuál pueda ser el contenido de cada caja. El lector se hará un poco la idea de la dificultad que comporta el manejo de este material si explico que me tomó tres semanas de duro trabajo llegar al fondo de este cofre. Lo primero que vimos, a la derecha, fue un par de sandalias de mimbre y papiro en perfectas condiciones; debajo asomaba una almohadilla dorada para la cabeza y aún más abajo una masa confusa de tela, cuero y oro, cuya forma original desconocemos. A la izquierda, hecho un amasijo, había un magnífico vestido del rey y en la esquina superior unas cuentas de resina oscura, de talla muy simple. Nuestro primer problema fue el vestido: ¿cómo manejar una tela que se deshacía con sólo tocarla y que estaba recubierta con una elaborada y rica decoración? Este mismo problema se nos presentaría constantemente en el curso de nuestro trabajo. En este caso concreto toda la tela es taba recubierta con una red de cuentas de fayenza, con lentejuelas de oro rellenando los recuadros alternos de la misma. Originariamente las cuentas y las lentejuelas estaban cosidas a la tela, pero nosotros las encontramos Sueltas. Muchas de ellas habían caído; evidentemente habían saltado al reducirse la tensión y romperse el hilo. En los bordes del vestido había franjas de minúsculas cuentas de vidrio de muchos colores, dispuestas en cenefas. El primer pliegue de la tela tenía una apariencia muy engañosa, ya que parecía ser bastante consistente, pero si se intentaba levantarla, se le quedaba a uno en las manos hecha pedazos. Por debajo, donde había estado en contacto con otras cosas, su estado era aún peor.
La cuestión de las telas y cómo tratarlas se nos hizo muy complicada en esta tumba por el rudo tratamiento que habían recibido. De hecho hubiéramos podido manejarlas con facilidad si hubiesen estado extendidas o bien dobladas, o incluso si hubieran permanecido tiradas por el suelo de la cámara, tal como las dejaron los saqueadores. Pero nada peor para nuestros propósitos que el tratamiento que recibieron en el proceso de limpieza durante el cual se amontonaron, apiñaron y mezclaron las diversas prendas, colocándolas muy apretadas en las cajas junto con otros objetos, bien incongruentes en algunos casos.
En el caso de este vestido hubiese sido posible solidificar toda la parte superior y sacarla completa, pero había serias objeciones a este proyecto. En primer lugar implicaba bastante peligro para lo que hubiera debajo, ya que al desempaquetar estas cajas siempre teníamos que estar en guardia, no fuera que, en nuestro entusiasmo por reparar o levantar un objeto, pudiéramos dañar otro más valioso que estuviera debajo del mismo. Además, si solidificábamos la parte superior del vestido, habríamos reducido nuestras oportunidades de obtener información sobre su tamaño y su forma y, desde luego, los detalles de su ornamentación. Para el manejo de estas ropas se nos ofrecían dos posibilidades: teníamos que sacrificar algo y el dilema estaba entre sacrificar la tela o la decoración. Usando substancias de preservación hubiéramos podido salvar grandes trozos de tela, pero al hacerlo hubiéramos mezclado y dañado la ornamentación que estaba debajo. En cambio, si sacrificábamos la tela sacándola con cuidado pieza por pieza, podríamos recuperar, en general, todo el diseño decorativo. En la mayoría de los casos nos inclinamos por esta última solución. Más adelante podremos hacer en el museo un nuevo ropaje de medidas exactas, al que pegaremos la decoración original, cuentas, lentejuelas, o lo que sea. Este tipo de restauraciones serán mucho más útiles y tendrán un valor arqueológico mucho mayor que unas cuantas piezas irregulares de tela tratada y una colección de cuentas y lentejuelas sueltas.
El tamaño del vestido que estaba en el cofre puede calcularse con bastante precisión a través de los adornos. En el borde inferior había una franja compuesta por cuentas minúsculas que formaban un dibujo cuyos detalles pudimos anotar perfectamente. De esta franja pendían a intervalos regulares una serie de tiras hechas con cuentas, en cuyo extremo había un gran colgante. Multiplicando el espacio entre estas tiras por el número de colgantes, podemos calcular, pues, la circunferencia del dobladillo. Así obtenemos la anchura del vestido. Por el número de lentejuelas de oro empleado podemos calcular el área total de la decoración y si la dividimos por la circunferencia del borde inferior, que ya hemos obtenido, llegaremos a tener una idea bastante aproximada del largo del vestido. Naturalmente esto presupone que nuestro vestido tiene el mismo ancho de arriba abajo, un diseño que conocemos gracias a muchos vestidos sin decoración, cuyas medidas exactas logramos tomar.
Esta digresión ha sido larga, pero era necesaria para explicar el tipo de problemas a los que nos enfrentábamos. Volvamos ahora al cofre y exploremos a fondo su contenido. Primero sacamos las sandalias de mimbre que estaban muy bien conservadas y no ofrecieron dificultades. Luego siguió la almohadilla de oro y tras ella, muy poco a poco, sacamos el vestido. Con una solución de celuloide conseguimos sacar entera una gran porción de su parte superior y tomamos pequeños fragmentos de la franja decorada con cuentecillas, preservándolas con cera para futuras referencias. Luego vino lo que podríamos llamar la segunda capa del contenido del cofre. Para empezar había tres pares de sandalias o, para ser precisos, dos pares de sandalias y uno de zapatillas. Estas últimas eran de cuero, decoradas profusamente con oro, en un trabajo de gran artesanía. Desgraciadamente su condición dejaba mucho que desear. En primer lugar habían sufrido daños por culpa del modo en que estaban empaquetadas, pero lo peor era que parte del cuero se había deshecho y corrido, pegando las sandalias a otros objetos, haciendo su extracción de la caja extremadamente difícil. La cantidad de cuero que había desaparecido era tanta que se hizo muy difícil asegurar su reconstrucción. Pegamos la decoración de oro que aún quedaba con una solución de bálsamo del Canadá y las robustecimos todo lo que nos fue posible, pero creo que será mejor hacer algún día unas sandalias nuevas y aplicar a ellas la decoración original.
Bajo las sandalias había una masa de tela desintegrada, casi toda con consistencia de hollín, adornada ricamente con rosetas y lentejuelas de oro y plata. Es triste pensar que este montón informe representa un buen número de ropajes del rey. El lector puede imaginarse lo difícil que fue intentar obtener alguna información inteligible acerca de ellas, aunque el tamaño y las formas de las lentejuelas nos ayudaron un poco. Por lo menos había siete piezas distintas. Una de ellas era una capa de tela que imitaba la piel del leopardo, con la cabeza dorada y las manchas y las garras de plata; dos de las restantes eran tocados hechos en forma de halcón con las alas extendidas. Envueltos en estos ropajes había multitud de objetos diversos: dos collares de cuentas de fayenza con colgantes, dos gorras o bolsas de cuentecillas, prácticamente destruidas, un rótulo de madera con la inscripción «Sandalias de papiro (?) de Su Majestad», un guante de lino liso, un guantelete de arquero, un trozo de tapiz tejido con hilos de colores, un collar de dos vueltas de grandes cuentas lisas de fayenza y un buen número de fajas o bufandas de lino. Debajo de los vestidos había una capa de rollos y paquetes de ropa, algunos de los cuales eran taparrabos y otros simplemente vendas. Debajo de todo, sobre el fondo del cofre, había dos tableros con agujeros en ambos extremos para colgarlos, de uso dudoso.
Salvo raras excepciones, como, por ejemplo, las sandalias de mimbre, los vestidos que allí había eran los de un niño. Primero creímos que el rey había conservado las ropas que usaba cuando era pequeño, pero más tarde encontramos la cartela real en uno de los cinturones y en las lentejuelas de uno de los vestidos. Así, pues, debió llevarlos después de convertirse en rey, de lo que parece seguirse que era aún un muchacho cuando ascendió al trono. Otro dato interesante relacionado con esto es el hecho de que en la tapa de una de las otras cajas hay un letrero que dice: «El mechón lateral (?) del rey cuando niño»,[13] lo cual representa un interesante detalle histórico; nos gustará ver, cuando llegue el momento, la información que nos dé la momia sobre la edad del rey. En todo caso, siempre que el rey está representado en los muebles de la tumba, aparece como poco más que un muchacho.
Hay otra observación que hacer acerca de los vestidos encontrados en ésta y otras cajas. Muchos de ellos están decorados con dibujos hechos a base de hilos de colores. Algunos de ellos son ejemplos de tapicería, parecidos a los fragmentos encontrados en la tumba de Tutmés IV,[14] pero también había casos inequívocos de bordado. El material procedente de esta tumba será de gran importancia para la historia del tejido y necesita estudiarse con cuidado.
No puedo describir aquí la apertura de otras cajas por cuestión de espacio, pero todas se encontraban en el mismo estado de confusión y todas tenían la misma incongruente mezcla de objetos. Muchas contenían de cincuenta a sesenta piezas, cada una de las cuales requería una ficha de archivo y mientras las abríamos la emoción nunca faltó, ya que no sabíamos cuándo íbamos a encontrarnos con un magnífico escarabeo de oro, o una hermosa joya. Naturalmente era un trabajo lento, ya que había que pasarse horas con un cepillo y un fuelle para descubrir el orden y disposición exactas de una gargantilla, collar o decoración de oro, normalmente recubiertos por el polvo resultante de la descomposición de la ropa. Los collares nos presentaron bastantes problemas. Encontramos ocho en total, del tipo de hoja y flor tan común en Tell el Amarna y se necesitó gran cuidado y paciencia para averiguar la disposición exacta de los diversos tipos de colgantes. Hará falta mucho trabajo para devolverles sus colores originales y habrá que restaurarlos mucho, principalmente en cuanto a fragmentos perdidos o rotos, antes de que podamos pasarles el hilo definitivo. En una ocasión tuvimos la suerte de encontrar un complejo collar de tres vueltas completamente plano sobre el fondo de una caja, con un pectoral de oro en un extremo y un colgante en forma de escarabeo en el otro, así que pudimos sacarlo cuenta por cuenta, pasándole un nuevo hilo allí mismo, conservando el orden original.
La pieza que más costó de reconstruir fue el corpiño a que nos hemos referido en varias ocasiones. Era una pieza muy compleja, que constaba de cuatro partes distintas: el corpiño propiamente dicho, con incrustaciones de oro y cornerina, bordeado con franjas y broches de oro e incrustaciones policromadas; un collar con típicas imitaciones de cuentas de oro, cornerina y fayenza verde y azul; y dos magníficos pectorales de oro calado con incrustaciones de colores, uno para el pecho y el otro para colgar detrás como contrapeso. Corpiños de este tipo aparecen representados bastante a menudo en los monumentos y, por lo visto, eran bastante corrientes, pero nunca habíamos tenido la suerte de encontrar un ejemplar completo. Por desgracia, sus partes estaban muy dispersas y hay detalles de su reconstrucción de los que no estamos seguros del todo. La mayor parte apareció en la caja 54, pero, como ya dije en el capítulo 7, también había fragmentos en la capillita de oro y en las cajas 101 y 115, y encontramos piezas sueltas esparcidas por el suelo de la antecámara, el pasadizo y la escalera. Fue muy interesante intentar averiguar cuál era su disposición original. El corpiño apareció en la caja 54, sobre varios vasos de libación hechos de fayenza. Primero conseguimos el dibujo y disposición original, con bandas de plaquetas de oro con incrustaciones en su parte superior e inferior y luego logramos averiguar la anchura exacta en dos o tres partes distintas, así como el hecho de que no tenía la misma anchura en todo su alrededor. Además vimos que la vuelta superior del collar se unía a unos tirantes hechos de placas de oro por medio de unas varillas, también de oro, que unían el collar y los tirantes por los hombros. La disposición exacta de las piezas del collar la averiguamos a través de los fragmentos encontrados en la capilla de oro. Los pectorales aparecieron también en la capilla, junto a los trozos del collar y era evidente que habían estado unidos a él por la curva que presentaba su borde superior. Además de las varillas de oro de los hombros había otras cuyos agujeros para enhebrarlas correspondían tan exactamente a los de las escamas del corpiño que era evidente que habían pertenecido a esta parte del aderezo. Estas varillas, así como las de los hombros, se sostenían por medio de agujas que podían sacarse y ponerse a fin de ajustar el corpiño una vez puesto; el único punto dudoso es si las vajillas de oro se ajustaban por delante y por detrás, o por los lados. La razón por la que las hemos colocado en esta posición es que las varillas son de tamaños distintos, e, intentando todas las combinaciones posibles, no hubo modo de distribuirlas formando dos largos del corpiño, como requerirían si fueran a cada lado. Por otra parte sabemos que la parte delantera y la trasera del corpiño tenían un largo diferente. Todavía faltan muchas piezas y esperamos que aparezcan más en la cámara interior o en el anexo.
La mayor parte de nuestro trabajo en el laboratorio el invierno pasado consistió en estudiar las cajas, tratando de ordenar y clasificar su revuelto contenido. Fue mucho más fácil manejar los objetos grandes. Algunos de ellos se hallaban en muy buen estado, requiriendo tan sólo una limpieza superficial y tomar notas acerca de ellos para las fichas, pero hubo otros que necesitaron algunos cuidados o, como mínimo, reparaciones menores que hicieran posible su traslado. Durante todo este proceso tuvimos siempre a mano nuestra caja de objetos hallados en superficie, fragmentos que habíamos recuperado barriendo y cribando la capa superior de polvo del suelo de la antecámara y el pasadizo de entrada; a menudo encontramos en ella la pieza de incrustación o lo qué estuviéramos buscando. Todavía no hemos intentado ocuparnos de los carros. Tendrá que hacerse más adelante en El Cairo, puesto que hay demasiadas piezas y hará falta un espacio considerable para clasificarlas y restaurarlas, mucho más del que disponíamos en el Valle. Como ya dije antes, la restauración y estudio de los materiales de esta tumba nos proporcionarán trabajo para varios años.
Al terminar la campaña llegó el momento de embalar los objetos, lo cual es de por sí delicado, pero doblemente en este caso, dado el valor inmenso del material. Había que prestar especial atención a protegerlos contra el polvo y contra cualquier daño que pudieran sufrir, así que envolvimos cada objeto con guata o tela, o con ambas, antes de colocarlo en su caja correspondiente. También envolvimos con vendas las superficies delicadas, tales como las distintas partes del trono, las patas de sillas y camas o los arcos y cayados, por si alguna pieza se desprendía durante el viaje. Los objetos más frágiles, como ramilletes funerarios o sandalias, los colocamos en una especie de salvado, ya que no hubiesen resistido un embalaje normal. Tuvimos buen cuidado en conservar las antigüedades en grupos estrictamente clasificados, con los tejidos en una caja, las joyas en otra, etc. Puede que pase un año o dos hasta que se abran algunas de las cajas y entonces se ahorrará mucho tiempo si todos los objetos de un mismo tipo están en una sola. En total embalamos ochenta y nueve de ellas, pero para disminuir el peligro durante el transporte las colocamos en treinta y cuatro cajas grandes muy reforzadas.
Luego vino la cuestión del transporte. A la orilla del río nos esperaba un barco de vapor enviado por el Departamento de Antigüedades, pero entre el laboratorio y el río había una distancia de nueve kilómetros de mal camino, con curvas difíciles y desniveles peligrosos. Se nos ofrecían tres medios de transporte: camellos, tracción humana y vagonetas tipo «Décauville» y decidimos que este último era el que agitaría menos las cajas. Así, pues, las cargamos en varias vagonetas, y la tarde del 13 de mayo estuvimos dispuestos a empezar nuestro viaje, valle abajo, el mismo camino que los objetos habían recorrido, en circunstancias tan distintas, tres mil años antes.
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