- El Rey y la Reina
- El valle y la tumba
- El valle en época moderna
- Trabajos preliminares en Tebas
- El hallazgo de la tumba
- Investigación preliminar
- Inspección de la antecámara
- Vaciando la antecámara
- Visitantes y periodistas
- El trabajo en el laboratorio
- Abrimos la puerta sellada
- Tutankhamón
- La tumba y la cámara funeraria
- El contenido de la cámara funeraria y la apertura del sarcófago
- Las carrozas
- La apertura de los tres féretros
- Datos de interés en el ritual funerario egipcio
- El reconocimiento de la momia del Rey
- La habitación que había tras la cámara funeraria: el tesoro
- El ajuar encontrado en la habitación que había tras la cámara funeraria
- El anexo
- Los objetos encontrados en el anexo
- La causa principal del deterioro y los cambios químicos en los objetos de la tumba
- Apéndices
NOTA DEL EDITOR
Howard Carter descubrió la tumba de Tutankhamón en 1922. La primera edición de este libro apareció en tres volúmenes: el volumen I, del que era coautor A. C. Mace, en aquella época conservador ayudante del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, se publicó en 1923; el volumen II, en 1927, y el volumen III, en 1933.
Hemos omitido los prefacios de los tres volúmenes, ya que su pertinencia está hoy día desfasada. Tampoco ha sido posible incluir el resumen biográfico que Lady Burghclere hizo de su padre en el volumen I, ni la introducción sobre arte egipcio y tres de los cinco apéndices del volumen II, ni la introducción, hechos y teorías acerca de los reyes relacionados con la herejía de Atón y los dos apéndices del volumen III.
UNO
Hay que decir unas palabras preliminares acerca de Tutankhamón, el rey cuyo nombre todos conocen y que, por ello, probablemente necesita menos una introducción que cualquier otro personaje histórico. Como todo el mundo sabe, fue yerno del más comentado y posiblemente más sobreestimado de todos los faraones egipcios, el rey hereje Akhenatón. Nada sabemos de su linaje. Tal vez era de sangre real y tuvo ascendencia al trono por derecho propio. Sin embargo, también podía haber sido de origen más humilde. En cualquier caso es un detalle de poca importancia ya que, de acuerdo con la ley de sucesión egipcia, al casarse con una hija del rey se convertía inmediatamente en un posible heredero del trono. En un momento tan crítico de la historia de su país, esta posición debió de ser más bien azarosa e incómoda. En el exterior, el imperio fundado en el siglo XV a. C. por Tutmés III y sostenido, difícilmente pero sostenido al fin, por sucesivos monarcas, se había desmoronado como un globo que se desinfla. En el interior del país reinaba el descontento. Los sacerdotes de la antigua fe, que habían visto a sus dioses desplazados y amenazados sus medios de vida mismos, intentaban sacudirse el yugo, esperando solamente el momento propicio para librarse de todo control. El estamento militar, condenado a una inactividad mortificante, bullía de descontento, dispuesto a cualquier tipo de rebelión. El harim, un elemento extranjero compuesto por mujeres que se habían introducido en la corte y en las familias de los soldados en gran número desde las guerras de conquista, era ahora, sin duda, en tiempos de debilidad, un foco de intriga inevitable. Los artesanos y mercaderes estaban resentidos y descontentos, ya que el comercio con el extranjero declinaba y el crédito interior se había reducido a un área extremadamente limitada y localizada. El pueblo llano, intolerante en cuanto a cambios, lamentándose en su mayoría por la pérdida de sus antiguos dioses familiares y completamente dispuesto a atribuir cualquier pérdida, privación o desgracia a la celosa intervención de sus dioses ofendidos, estaba pasando de un estado de perplejidad a otro de resentimiento activo contra el nuevo cielo y la nueva tierra que se les había decretado. Y en medio de todo esto Akhenatón, el más Galio de los Galios,[1] vivía entre sueños en Tell el Amarna.
La cuestión sucesoria era vital para la totalidad del país y podemos estar seguros de que la intriga estaba a la orden del día. No había ningún heredero varón, y nuestra atención se centra en un grupo de muchachas de las cuales la mayor no podía tener más de quince años a la muerte de su padre. A pesar de su juventud esta primogénita, llamada Meritatón, llevaba casada bastante tiempo, ya que en el último año o acaso dos años del reinado de Akhenatón encontramos a su marido asociado a éste como corregente, un vano intento de evitar la crisis que incluso el archisoñador Akhenatón debió considerar inevitable. Poco le duró el placer de ser reina, ya que Semenkhare, su marido, falleció algo después que Akhenatón. De hecho pudo incluso haberle precedido, según parece desprenderse de algunos detalles de su tumba, y es muy posible que encontrara la muerte a manos de una facción rival. En cualquier caso desapareció y su mujer con él, quedando así el trono vacante para el próximo aspirante.
La segunda hija, Maktatón, murió en vida de Akhenatón sin casarse. La tercera, Ankhesenpatón, estaba casada con Tutankhatón (así se llamaba entonces el Tutankhamón con quien estamos ahora tan familiarizados). No se sabe exactamente cuándo tuvo lugar esta boda. Tal vez fuese en vida de Akhenatón o tal vez se convino con prisas inmediatamente después de su muerte, a fin de legalizar sus aspiraciones al trono. En cualquier caso no eran sino niños. Ankhesenpatón nació en el octavo año del reinado de su padre, así que no podría haber tenido más de diez años y tenemos motivos para creer, por pruebas encontradas en su tumba, que el mismo Tutankhamón era poco más que un muchacho. Evidentemente en los primeros años de este reinado de chiquillos debió de haber un poder detrás del trono y tenemos una razonable certeza sobre quién poseía este poder. En todos los países, pero en particular en los orientales, es una medida juiciosa en caso de sucesión insegura o débil, poner atención especial en los movimientos del más poderoso oficial de la corte. En la de Tell el Amarna éste era un tal Ai, Sumo Sacerdote, Chambelán de la Corte y prácticamente poseedor de todos los cargos que pueden tenerse en la corte. También era amigo íntimo de Akhenatón y su esposa Tiy era nodriza de Nefertiti, la esposa del rey, así que podemos estar seguros de que no había nada que ocurriera en palacio que ellos no supieran. Por otra parte, anticipándonos un poco, nos encontramos con que fue este mismo Ai el que se procuró el trono después de la muerte de Tutankhamón. También sabemos, por la aparición de su nombre en la cámara sepulcral de la nueva tumba, que se hizo responsable de las ceremonias fúnebres de Tutankhamón, aunque no fue el constructor de la tumba. Encontrar el nombre del rey sucesor en las paredes del monumento sepulcral de su predecesor es un hecho sin precedentes en el Valle de los Reyes. El que así fuera en este caso parece implicar que había una relación especial entre los dos y tal vez no sea demasiado arriesgado afirmar que Ai fue en gran parte responsable del establecimiento del joven rey en el trono. Es bien posible que ya entonces tuviera él ambiciones de ocuparlo, pero no sintiéndose bastante seguro en aquel momento, prefirió esperar el momento adecuado y utilizar las oportunidades que sin duda tendría para consolidar su posición al actuar como ministro de un soberano joven e inexperto. Es una especulación interesante, y si recordamos que Ai fue suplantado a su vez por otro de los principales oficiales del reinado de Akhenatón, el general Horemheb, y que ninguno de ellos tenía fundamento en sus pretensiones al trono, podemos estar razonablemente seguros de que en este oscuro período de la historia, desde el 1375 al 1350 a. C., había en Egipto un escenario perfecto para acontecimientos dramáticos.
En cualquier caso, como historiadores respetuosos, debemos dejar a un lado tan tentadoras posibilidades y probabilidades y volver a los fríos y simples hechos de la historia. ¿Qué es lo que realmente sabemos de este Tutankhamón con el que nos hemos familiarizado de un modo tan sorprendente? Parece extraño que sea tan poco, cuando llega la hora de analizarlo. En nuestro presente estado de conocimiento debemos decir, en verdad, que el único hecho sobresaliente de su vida es que murió y fue enterrado. Nada sabemos de su personalidad en cuanto hombre, si es que alcanzó el estado de madurez, ni de su modo de ser. En cuanto a los acontecimientos de su corto reinado, algo podemos entrever, aunque poco, y es a través de los monumentos. Sabemos, por ejemplo, que en algún momento de su reinado abandonó la capital hereje de su suegro y trasladó de nuevo la capital a Tebas. También sabemos que empezó como adorador de Atón, pero que volvió a tomar la antigua religión, según se demuestra por el cambio de su nombre, de Tutankhamón y por el hecho de que hizo ligeras adiciones y restauraciones en los templos de los antiguos dioses en Tebas. Hay una estela en el Museo de El Cairo que proviene de uno de los templos de Karnak, en la que se habla de estas restauraciones en un lenguaje grandilocuente: «Encontré», dice, «los templos en ruinas, con sus lugares sagrados destruidos y sus patios cubiertos de cizaña. Yo reconstruí sus santuarios. Yo doté los templos y les regalé toda clase de objetos preciosos. Yo fundí estatuas de los dioses en oro y electrum, decoradas con lapislázuli y todas las piedras preciosas».[2] Ignoramos en qué momento específico de su reinado tuvo lugar este cambio de religión, o si se debió a un sentimiento personal o le fue aconsejado por motivos políticos. Por la tumba de uno de sus oficiales sabemos que ciertas tribus de Siria y del Sudán le estaban sujetas y le trajeron tributos y en muchos de los objetos de su propia tumba le vemos pisar orgullosamente a los prisioneros de guerra, disparando contra centenares de ellos desde su carro, pero no debemos tomar, por sentado que participase personalmente en los combáteselos monarcas egipcios eran muy tolerantes con tan refinadas ficciones.
Esto es prácticamente todo lo que hemos aprendido de su vida a través de los monumentos. Hasta el momento es sorprendente la escasa información que se puede añadir procedente de su propia tumba. Poco a poco vamos conociendo todo lo que poseyó hasta el último detalle, pero en cuanto a lo que fue y a lo que hizo, no podemos hacer más que preguntarnos. Nada nos permite conocer todavía la duración exacta de su reinado. Hasta ahora sabíamos que tuvo un mínimo de seis años; no pudo haber sido mucho más largo. Sólo podemos esperar que las cámaras interiores produzcan más información. Su cuerpo, si tal como esperamos y deseamos, yace todavía bajo las capillas que hay en el interior de la sepultura, nos dirá por fin la edad que tenía al morir y tal vez nos dé alguna indicación acerca de las circunstancias de su fallecimiento.
Hay que decir dos palabras acerca de su esposa, llamada primero Ankhesenpatón y Ankhesenamón después del traslado a Tebas. Por ser la persona a través de la cual el rey heredó su cargo, su posición era de considerable importancia; la conformidad del faraón con esta situación queda demostrada por la frecuencia con que el nombre y persona de la reina aparecen en los objetos de la tumba. Era de figura agraciada, a menos que los retratos exageren mucho y el carácter afectuoso de las relaciones con su esposo está representado en típico estilo de Tell el Amarna. Tenemos dos retratos suyos particularmente encantadores. En uno de ellos, en el respaldo del trono, aparece ungiendo a su esposo con perfume. En el otro le acompaña en una cacería y la vemos en cuclillas a sus pies entregándole una flecha con una mano mientras con la otra le señala un pato muy gordo, temiendo que le pase desapercibido. Son escenas encantadoras, aunque también patéticas si recordamos que a los diecisiete o dieciocho años se convirtió en viuda. Tal vez, aunque por otra parte, si conocemos bien Oriente, tal vez no, ya que esta historia continúa a través de algunas tabletas encontradas hace algunos años en las ruinas de Boghaz-Kheuy, y sólo recientemente descifradas. Describen un interesante relato de intriga; con pocas palabras obtenemos una imagen más clara de la reina Ankhesenamón de lo que consiguió Tutankhamón para sí mismo con todo su ajuar funerario.
Parece ser que fue una mujer con mucho carácter. La idea de retirarse a un segundo plano en favor de una nueva reina no le seducía e inmediatamente después de la muerte de su marido empezó a disponer sus planes. Imaginamos que tendría por lo menos dos meses para realizarlos, los que debían pasar entre la muerte de Tutankhamón y su enterramiento, ya que hasta que el último rey hubiese sido enterrado es muy improbable que su sucesor tomara las riendas del poder. Hay que tener en cuenta que en los últimos dos o tres reinados había habido continuos matrimonios entre las casas reales de Egipto y Asia. Una de las hermanas de Ankhesenamón había sido enviada a una corte extranjera y muchos egiptólogos creen que su propia madre fue una princesa asiática. No es, pues, sorprendente que en este momento de crisis se dirigiera al extranjero en busca de ayuda y la encontramos escribiendo una carta al rey de los hititas en los siguientes términos: «Mi marido ha muerto y me dicen que tenéis hijos mayores. Enviadme a uno de ellos y yo le haré mi esposo y él reinará sobre Egipto».
Fue ésta una astuta estratagema suya, ya que no había ningún auténtico heredero al trono de Egipto y el rápido envío de un príncipe hitita con una fuerza militar considerable para apoyarle hubiera posiblemente sostenido con éxito un golpe de Estado. Sin embargo, la prontitud era esencial, y en este punto la reina no contaba con el rey hitita. No era hombre que aceptase prisas en ningún asunto. Nunca se había lanzado a un proyecto de tal naturaleza sin la debida deliberación, y ¿cómo podía saber que la carta no constituía una trampa? Así, pues, convocó a sus consejeros, y el asunto se debatió largamente. Finalmente se decidió a enviar un mensajero a Egipto para averiguar la verdad de aquella proposición. « ¿Dónde está el hijo del rey fallecido y qué ha sido de él?», responde, y casi podemos imaginarle felicitándose a sí mismo por su astucia.
Ahora bien, enviar un mensajero desde un país al otro tomaba unos catorce días, así que podemos imaginarnos los sentimientos de la pobre reina cuando, después de haber esperado un mes, recibió como respuesta a su petición no un marido, sino una inútil carta dilatoria. De nuevo escribe desesperadamente: « ¿Por qué tendría yo que engañaros? No tengo ningún hijo y mi marido ha muerto. Enviadme a uno de vuestros hijos y le haré rey». El rey hitita decide acceder esta vez a su petición de enviar a un hijo suyo, pero evidentemente ya es tarde. El momento había pasado. El documento se detiene aquí y sólo nos es dado imaginar el resto de la historia.
¿Llegó a salir el príncipe hitita hacia Egipto y, de ser así, hasta dónde llegó? ¿Tuvo Ai, el nuevo rey, conocimiento de los planes de Ankhesenamón y tomó medidas para hacerlos fracasar? Nunca lo sabremos. En cualquier caso la reina desaparece de la escena y ya nada sabemos de ella. Es un relato fascinante. Si el complot hubiese tenido éxito, Ramsés el Grande no hubiese existido nunca.
DOS
El Valle de las Tumbas de los Reyes: el nombre mismo está lleno de encanto. De todas las maravillas de Egipto, no creo que haya ninguna más atractiva a la imaginación que ésta. Aquí, en este valle remoto y solitario, apartado de todo ruido, con el «Cuerno», la mayor de las colinas tebanas erigido en permanente centinela, como una pirámide, por encima de ellos, yacen treinta reyes o más, entre ellos los más grandes que Egipto conoció. Treinta fueron enterrados aquí. Ahora tal vez sólo queden dos: Amenofis II, cuya momia puede el curioso contemplar yaciendo en su sarcófago, y Tutankhamón, que todavía permanece intacto bajo sus capillas de oro. Allí esperamos poder dejarle cuando las exigencias de la ciencia se hayan satisfecho.
No es mi propósito hacer una descripción detallada del Valle: ya se ha hecho con exagerada frecuencia en los últimos meses. Sin embargo, me gustaría dedicar algún tiempo a su historia, ya que ésta es esencial para comprender mejor el significado de la tumba de que nos ocupamos.
Acurrucada en un rincón del punto más lejano del Valle, medio escondida en un saliente de la roca, está la entrada de una tumba muy poco ostentosa. Es fácil pasarla por alto y recibe pocas visitas, pero tiene especial importancia por haber sido la primera que se construyó en el Valle. Es más que esto: su interés se debe a que representa el experimento de una nueva teoría en el diseño de tumbas. Para el egipcio era de vital importancia que el cuerpo permaneciera inviolado en un lugar construido para ello, y los antiguos reyes habían creído que podían estar seguros de que así fuera construyendo sobre él una auténtica montaña de piedra. También era esencial para el bienestar de la momia que ésta estuviera bien provista para cualquier necesidad y, en el caso de un rey oriental, amante del lujo y la ostentación, es natural qué esto significara un despilfarro en oro y otras riquezas. El resultado es bastante obvio. La misma magnificencia del monumento era su ruina y en el plazo de unas pocas generaciones como máximo, la momia era profanada y el tesoro robado. Se intentaron varias soluciones: se rellenaba el pasadizo de entrada -lógicamente el punto débil de una pirámide- con monolitos de granito de varias toneladas de peso; se construían galerías falsas; se diseñaban puertas secretas. Se empleó todo lo que el ingenio podía sugerir o la riqueza podía comprar. Fue en vano, ya que con paciencia y perseverancia el ladrón de tumbas consiguió superar en cada caso las dificultades preparadas para confundirle. Un descuido en la ejecución podía dejar un punto peligroso en las defensas mejor planeadas y sabemos que, por lo menos en tumbas de los particulares, los encargados de diseñar la obra incluyeron en ella una entrada para los saqueadores.
También fracasaron los esfuerzos destinados a asegurar una guardia para el monumento real. Un rey podía dejar grandes sumas -de hecho cada rey lo hizo- para el mantenimiento de grandes compañías de oficiales y guardias para la pirámide, pero pasado algún tiempo los mismos oficiales estaban dispuestos a contribuir al saqueo del monumento para cuya guardia se les pagaba, mientras que los legados eran utilizados para otros fines por alguno de los reyes sucesores, como más tarde al final de la dinastía. Al principio de la Dinastía XVIII apenas si había alguna tumba real en todo Egipto que no hubiera sido saqueada -una triste perspectiva para el monarca que escogía el lugar para su última morada. Tutmés I evidentemente lo creyó así y dedicó muchas reflexiones al problema. Como resultado tenemos esta pequeña tumba solitaria en el extremo del Valle. El secreto parecía ser la solución del problema.
Ya su predecesor, Amenofis I, había dado un paso en esta dirección, al erigir su tumba a bastante distancia de su templo funerario, en la cumbre de las estribaciones del Drah Abu l Negga, escondida bajo una piedra, pero éste era ya un caso extremo. Fue un rompimiento drástico con la tradición y podemos estar seguros de que dudó mucho antes de decidirse. En primer lugar su orgullo se resistiría, ya que el amor a la ostentación estaba muy arraigado en cada monarca egipcio y su tumba era, más que ningún otro, el lugar ideal para demostrarlo. Por otra parte, esta nueva disposición también produciría bastantes inconvenientes a su momia. Los primitivos monumentos funerarios siempre tenían un templo muy próximo al lugar de enterramiento, donde se celebraban las ceremonias correspondientes a las diversas festividades del año y en el cual se presentaban ofrendas diariamente. Ahora bien, en este caso no debía de haber ningún monumento sobre la misma tumba y el templo funerario en el que se hacían las ofrendas tenía que estar situado a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, al otro lado de la colina. Ciertamente no era un arreglo conveniente, pero necesario si el secreto de la tumba había de conservarse como tal, y en cuanto a esto el rey Tutmés estaba decidido, ya que era el único medio de escapar al destino de sus predecesores.
Tutmés encargó la construcción de esta tumba a Ineni, su jefe de arquitectos, y en la biografía inscrita en la pared de su capilla funeraria, Ineni relata el secreto con que se realizó el trabajo: «Yo fui el superintendente de la excavación de la tumba de Su Majestad en el acantilado. Yo solo, sin ser visto ni oído», dice. Desgraciadamente no nos cuenta nada acerca de los obreros que empleó. Sin embargo, es suficientemente obvio que no se permitiría que un centenar de trabajadores o más estuvieran libres, estando en conocimiento del más preciado secreto del rey y podemos estar seguros de que Ineni encontró algún medio efectivo para mantener sus bocas cerradas. Posiblemente el trabajo fue llevado a cabo por prisioneros de guerra, siendo todos aniquilados al terminarlo.
No sabemos durante cuánto tiempo se guardó el secreto de esta tumba en particular. Probablemente no mucho, pues, ¿qué secreto pudo nunca guardarse en Egipto? En la época de su descubrimiento, en 1899, quedaba en ella poco más que el sarcófago de piedra; el rey fue trasladado, por lo que sabemos, primero a la tumba de su hija, Hatshepsut, y luego junto con las demás momias reales a Deir el Bahari. En todo caso, tuviese o no éxito el escondite de la tumba, había establecido una nueva moda y los demás reyes de esta dinastía, así como los de la XIX y XX, fueron todos enterrados en el Valle.
La idea del secreto no duró mucho. No podía hacerlo por ley natural y los reyes posteriores parece que aceptaron este hecho y volvieron al antiguo sistema de hacer evidente el lugar de sus tumbas. Como se había establecido la costumbre de colocar todas las tumbas reales en un área restringida, probablemente creyeron que así se evitaba definitivamente el robo de tumbas, pensando que sería en propio provecho del rey reinante ocuparse de que el lugar de las tumbas reales estuviera bien protegido. Si así lo hicieron se engañaron completamente. Sabemos por evidencia interna que la tumba de Tutankhamón fue profanada por los ladrones diez o a lo más quince años después de su muerte. También sabemos por grafitos de la tumba de Tutmés IV que también este monarca cayó en manos de ladrones muy pocos años después de su muerte, ya que encontramos al rey Horemheb en el octavo año de su reinado dando instrucciones a un alto oficial llamado Maya para que «restaure justamente la tumba del rey Tutmés IV en la Valiosa Morada al oeste de Tebas». Los que emprendieron la aventura debieron de ser muy osados; es evidente que llevaban prisa y tenemos razones para creer que fueron sorprendidos en pleno trabajo. Si así fue, tuvieron, sin duda, muertes lentas e ingeniosas.
El Valle debe de haber presenciado extrañas escenas y desesperadas aventuras que en él ocurrieron. Podemos imaginarnos planes madurados durante mucho tiempo, la cita en los riscos por la noche, el soborno o drogado de los guardias del cementerio y luego la búsqueda desesperada en la oscuridad, arrastrándose por un estrecho agujero hasta la cámara funeraria; la urgente búsqueda de objetos que fueran transportables, a la débil luz de una antorcha y el regreso a casa al amanecer, cargados con el botín. Podemos imaginar todo esto y al mismo tiempo darnos cuenta de lo inevitable que era. Al disponer para su momia el elaborado y costoso atuendo que él creía indispensable para su dignidad, el rey preparaba su propia destrucción. La tentación era demasiado grande. Riquezas superiores al más avaricioso sueño yacían allí, a disposición del que pudiera encontrar los medios para alcanzarlas y antes o después el profanador de tumbas había de ganar la batalla.
Durante varias generaciones, bajo los poderosos reyes de las Dinastías XVIII y XIX, las tumbas del Valle debieron de estar bastante seguras. El saqueo a gran escala hubiera sido imposible sin la colaboración de los oficiales responsables. En la Dinastía XX las cosas cambiaron. El trono estaba en débiles manos, un hecho del que las clases oficiales, como siempre, estaban prontas a tomar ventaja. Los guardianes de cementerios se volvieron relajados y poco escrupulosos y una orgía de profanaciones de tumbas parece haber dado comienzo. Éste es un hecho del que tenemos pruebas de primera mano, ya que ha llegado a nosotros una serie de papiros sobre este asunto, fechados en el reinado de Ramsés IX, con informes de investigaciones sobre acusaciones de robos de tumbas, así como relatos de los juicios de los criminales envueltos en ellos. Son documentos de un interés extraordinario. Además de valiosa información sobre las tumbas, obtenemos de ellos algo de lo que carecen sistemáticamente los documentos egipcios, una historia con su elemento humano, y así podemos leer en las mentes de varios oficiales que vivieron en Tebas hace trece mil años.
Los principales personajes de esta historia son tres. Khamwese, visir o gobernador del distrito; Peser, alcalde de la parte de la ciudad que se alzaba en la orilla oriental, y Pewero, alcalde del lado occidental, encargado de la guardia de la necrópolis. Los dos últimos, según podemos ver, no estaban en muy buenas relaciones y tenían celos el uno del otro. Por ello a Peser no le supo mal recibir un día informes de profanaciones de tumbas que tenían lugar a gran escala en la orilla occidental. Aquí tenía la oportunidad de poner a su rival en un aprieto, así que se apresuró a informar al visir del asunto dando, algo arriesgadamente, cifras exactas en cuanto al número de tumbas abiertas: diez tumbas reales, cuatro de sacerdotisas de Amón y una larga lista de particulares.
Al día siguiente, Khamwese envió a un grupo de oficiales al otro lado del río para hablar con Pewero e investigar sobre la acusación. Los resultados de sus averiguaciones fueron los siguientes: de las diez tumbas reales se encontró que una había sido profanada y se habían realizado intentos en dos más. De las tumbas de las sacerdotisas, dos habían sido saqueadas y dos estaban intactas. Las tumbas de los particulares habían sido robadas todas. Pewero presentaba estos hechos como una vindicación de su administración, una opinión al parecer compartida por el visir. Se admitía únicamente el robo a los particulares, pero esto no era gran cosa: ¿qué pueden importar a gente de nuestra clase las tumbas de los particulares? De las tumbas de las sacerdotisas, dos estaban saqueadas y dos no. Vayan unas por otras y, ¿quién puede quejarse? De las diez tumbas reales mencionadas por Peser sólo una había sido profanada, una entre diez. Así, pues, la historia era falsa de principio a fin. Finalmente vemos a Pewero abandonar la sala, de juicio sin mancha alguna bajo el argumento, al parecer, de que no hay culpa si estando un hombre acusado de diez asesinatos sólo se le encuentra culpable de uno.
Para celebrar su triunfo, Pewero reunió al día siguiente a «los capataces, los administradores de la necrópolis, los trabajadores, la policía y todos los empleados del cementerio» y les envió en corporación a la orilla oriental con instrucciones de pasearse en desfile por toda la ciudad, pero en particular por los alrededores de la casa de Peser. Podemos estar seguros de que llevaron a cabo sus órdenes con toda fidelidad. Peser lo soportó cuanto pudo, pero al fin su irritación subió de tono y en un altercado con uno de los oficiales del lado oeste anunció, ante testigos, su intención de informar sobre el asunto al mismo rey. Éste fue un error fatal del que su rival no tardó en aprovecharse. En una carta al visir acusó al desgraciado Peser, en primer lugar, de poner en duda la buena fe de una comisión nombrada por su inmediato superior y, en segundo lugar, de intentar pasar por encima de éste, presentando el caso directamente al rey, un procedimiento ante el cual se horrorizaba el virtuoso Pewero, por ser contrario a la costumbre y subversivo por lo indisciplinado del mismo. Esto fue el fin de Peser. El ofendido visir convocó un juicio al que tuvo que asistir el desgraciado, por ser juez, y en él fue acusado de perjurio y hallado culpable.
Éste es un resumen de la historia; pueden encontrarse todos los detalles en el volumen IV, párrafo 499 y ss. del libro Ancient Records of Egypt, de Breasted. Parece bastante claro que el alcalde y el visir estaban implicados en los robos en cuestión. La investigación que hicieron fue evidentemente una farsa, ya que al cabo de un año o dos de la redacción de estos documentos hubo otros casos de saqueo de tumbas, registrados en los archivos de la corte, y por lo menos una de estas tumbas estaba en la lista hecha por Peser.
Los principales inspiradores de este grupo de ladrones de cementerio parecen haber sido una banda de ocho hombres, cinco de cuyos nombres han llegado hasta nosotros: el tallista Hapi, el artesano Iramen, el campesino Amenemheb, el aguador Kemwese y el esclavo Ehenefer. Se los apresó por fin bajo la acusación de haber profanado la tumba real a que se refería la investigación y tenemos una descripción detallada del juicio. De acuerdo con la tradición se empezó golpeando a los prisioneros «con una doble caña, azotando sus pies y manos» para refrescar sus memorias. Ante tal estímulo hicieron una confesión completa. Las primeras frases de esta confesión están cortadas del texto, pero sin duda describirían cómo los ladrones abrieron un túnel en la roca hasta la cámara funeraria y encontraron al rey y la reina en sus sarcófagos: «Entramos en todos ellos, ella descansaba del mismo modo». El texto continúa:
«Abrimos sus ataúdes y las envolturas en que estaban. Encontramos la augusta momia de este rey… Había gran número de amuletos y ornamentos de oro alrededor de su cuello; su cara estaba cubierta con una máscara de oro; la augusta momia de este rey estaba totalmente recubierta de oro. Las envolturas estaban labradas con oro y plata por fuera y por dentro, incrustadas con toda clase de piedras preciosas. Tomamos todo el oro que estaba en la augusta momia de este dios y los amuletos y ornamentos que llevaba al cuello, así como la mortaja en que descansaba. La reina aparecía en una disposición semejante y la despojamos del mismo modo. Quemamos las mortajas. Robamos los objetos que encontramos, vasos de oro, plata y bronce. Hicimos las partes y dividimos el oro que encontramos sobre estos dos dioses, sobre sus momias, así como los amuletos, ornamentos y envolturas en ocho partes.»[3]
Ante esta confesión se les encontró culpables y se les llevó a la cárcel hasta que el propio rey decidiera su castigo.
A pesar de este juicio, y de otros muchos del mismo tipo, las cosas fueron de mal en peor en el Valle. Las tumbas de Amenofis III, Seti I y Ramsés II aparecen en los archivos de la corte por haber sido profanadas y en la dinastía siguiente parece que se abandonó todo intento de proteger las tumbas y vemos cómo se trasladan las momias de los reyes de un sepulcro a otro en un intento desesperado de preservarlas. Ramsés III, por ejemplo, fue desenterrado y enterrado de nuevo por lo menos tres veces durante esta dinastía, y otros reyes cuyo traslado conocemos, incluyen a Ahmes, Amenofis I, Tutmés II e incluso Ramsés el Grande. En el caso de este último, una cartela dice:
«Año 17, tercer año de la segunda estación, día 6, día del traslado de Osiris, rey Usermare-Setepnere (Ramsés II), de su nuevo entierro, en la tumba de Osiris, el rey Menmareseti (I), por el gran sacerdote de Amón, Paynezem.»
Uno o dos reinados más tarde se traslada a Seti I y a Ramsés II de esta tumba y se les vuelve a enterrar en la de la reina Inhapi; y en el mismo reinado tenemos una referencia a la tumba que hemos utilizado como laboratorio este año:
«Día del traslado del rey Menpehtire (Ramsés I) desde la tumba del rey Menmareseti (II) para llevarlo a la tumba de Inhapi, que está en el Gran Lugar, donde descansa el rey Amenofis.»
No menos de trece de las momias reales fueron a parar en uno u otro momento a la tumba de Amenofis II y se les permitió quedarse en ella. Los otros reyes fueron sacados de sus diversos escondites, trasladados en conjunto fuera del Valle y colocados en una tumba tallada en la roca en Deir el Bahari, muy bien escondida. Esta fue la mejor decisión, ya que accidentalmente se perdió noticia de la situación exacta de la tumba y las momias estuvieron en ella durante casi tres mil años.
En estos turbulentos tiempos de las Dinastías XX y XXI no se menciona a Tutankhamón ni su tumba. Esto no significa que escapara al pillaje: su tumba, como ya dijimos, fue profanada a los pocos años de su muerte, pero tuvo la suerte de escapar al descarado saqueo del último período. Por alguna razón los ladrones pasaron de largo de su tumba. Estaba situada en, una parte muy profunda del Valle y una lluvia abundante pudo haber hecho desaparecer todo vestigio de la entrada. O tal vez se deba su salvación al hecho de que justo encima de ella se construyeron unas chozas para el uso de los trabajadores empleados en la construcción de la tumba de un rey posterior.
Con la desaparición de las momias termina la historia del Valle, tal como la conocemos a través de antiguas fuentes egipcias. Quinientos años habían pasado desde que Tutmés I había construido allí su pequeña y modesta tumba y sin duda no hay en todo el mundo un trozo de tierra tan pequeño como éste que tenga una historia de quinientos años de aventuras. A partir de este momento tenemos que imaginar un valle desierto, posiblemente lleno de espíritus para los egipcios, con sus cavernosas galerías expuestas y vacías y muchas de sus entradas abiertas para convertirse en morada de zorras o búhos del desierto o colonias de murciélagos. A pesar de ello, por muy destrozadas, desiertas y desoladas que fueran estas tumbas, su encanto no se había perdido. Todavía era el sagrado Valle de los Reyes y multitud de románticos y curiosos debieron de ir a visitarlo. Algunas de las tumbas fueron incluso reutilizadas en tiempos de Osorkon I (alrededor del 900 a. C.) como enterramiento de sacerdotisas.
En los clásicos hay muchas referencias a estos pasadizos excavados en la roca y muchos de ellos eran todavía accesibles al visitante, según vemos por la reprensible manera en que tallaron sus nombres en la roca, como un tal John Smith, en 1878. Un tal Filetarios, hijo de Ammonios, que inscribió su nombre en varios lugares de la tumba en la que comíamos, me intrigó durante todo el invierno, aunque quizá no debiera mencionar este hecho, no sea que parezca que aplaudo las incivilizadas costumbres de los John Smith.
Mencionaré una última consideración, antes de que las tinieblas de la Edad Media se asienten sobre el Valle y lo escondan a nuestra vista: hay algo en la atmósfera de Egipto -creo que muchos lo han experimentado- que dispone la mente a la soledad, y ésta es la razón por la cual, tras la conversión del país al cristianismo, tantos de sus habitantes se volvieron con entusiasmo a la vida del ermitaño. El país mismo se prestaba a ello, con su clima constante, su estrecha faja de tierra cultivable y sus desiertas colinas a ambos lados, incrustadas con cavernas naturales y artificiales. Era fácil obtener abrigo y reclusión a escasa distancia del mundo exterior y de medios de subsistencia normales. En los primeros siglos de la era cristiana debió de haber miles que abandonaron el mundo para adoptar la vida contemplativa y encontramos sus huellas en todos los rincones de las tumbas talladas en la roca de las desiertas colinas. Era difícil que un lugar tan apropiado como el Valle de los Reyes pasara desapercibido, y en los siglos II al IV d. C. encontramos a toda una colonia de anacoretas ocupándolo, utilizando las tumbas abiertas como celdas y transformando una de ellas en iglesia.
Ésta es, pues, la última visión que tenemos del Valle en tiempos antiguos y la imagen que se nos aparece es bien incongruente: la magnificencia y el orgullo real habían sido remplazados por humilde pobreza. La «valiosa morada» del rey se había convertido en una celda de ermitaño.
TRES
Para encontrar la primera descripción del Valle en época moderna hemos de referirnos a la obra de Richard Pococke, un viajero inglés que publicó A Description of the East en varios volúmenes fechados en 1743. Su relato es muy interesante y, considerando la brevedad de su visita, de gran exactitud. Describe así su llegada al Valle:
«El jeque me proporcionó caballos y partimos para Biban-el-Meluke y avanzamos aproximadamente un kilómetro y medio hacia el norte, por una especie de calle, a cada lado de la cual la roca, de tres metros de altura, tiene habitaciones talladas en ella, algunas sostenidas por pilastras; como no había señal alguna de edificios privados en la llanura, pensé que en tiempos muy antiguos debieron servir de casas, siendo el primer invento de la tienda, ya que proporcionaban mejor protección para el viento y el frío de la noche. La piedra es de una especie de gravilla y las puertas están talladas a la calle de un modo regular[4]Luego giramos hacia el noroeste, entramos en las altas colinas rocosas y nos encontramos en un valle muy estrecho. Luego volvimos a girar hacia el sur y luego hacia el noroeste, avanzando por entre las montañas durante un kilómetro y medio o dos… Llegamos a una parte más ancha, con una abertura parecida a un anfiteatro y subimos por un estrecho pasadizo con escalones, de unos tres metros, que parece haber sido tallado en la roca, perteneciendo probablemente el antiguo pasadizo al Memnonium, al pie de las colinas; puede que provenga de las grutas en las que entré por el otro lado. A través de este pasadizo llegamos a Biban-el-Meluke o Bab-el-Meluke, esto es, la puerta o patio de los reyes, donde están los sepulcros de los reyes de Tebas».[5]
La tradición de que hay un pasadizo a través de las colinas hacia la parte del acantilado que da a Deir el Bahari todavía se mantiene entre los nativos e incluso hoy día hay arqueólogos que lo creen así. Sin embargo, no hay base alguna para esta teoría, o muy poca, y desde luego, ninguna prueba de ello.
Pococke continúa con un relato sobre las tumbas que eran accesibles en la época de su visita. Menciona catorce en total y casi todas pueden reconocerse por su descripción. Da el plano de cinco de ellas, las de Ramsés IV, Ramsés VI, Ramsés XII, Seti II y la empezada por Tausert y terminada por Sethnakht. De cuatro de ellas -Merneptah, Ramsés III, Amenmeses y Ramsés XI- sólo dibujó las cámaras y galerías exteriores, siendo las interiores evidentemente inaccesibles; de las otras cinco dice que estaban cerradas.[6] Es evidente por la narración de Pococke que no pudo extender su visita todo lo que hubiese deseado. El Valle no era un lugar seguro para detenerse, ya que los piadosos anacoretas en cuyas manos había quedado habían sido remplazados por una horda de bandidos que vivían en las colinas de Kurna y aterrorizaban el territorio: «El jeque también tenía prisa por marchar», dice, «asustado, según creo, ante la perspectiva de que aquella gente pudiera reunirse si nos quedábamos demasiado tiempo».
Estos bandidos tebanos eran famosos y encontramos muchas referencias a ellos en las historias de viajeros del siglo XVIII. Norden, que visitó Tebas en 1737 pero que nunca se acercó al Valle más allá del Rameseum -aunque parece haberse considerado afortunado por haber llegado tan lejos- los describe así:
«Estas gentes ocupan en nuestros tiempos las grutas que tanto abundan en las montañas circundantes. No obedecen a nadie; viven a una altura tal que desde lejos descubren si llega alguien para atacarles. Entonces, si se creen lo bastante fuertes, bajan al llano para defender su terreno; si no, se refugian en las grutas o se retiran al interior de las montañas, adonde nadie desearía seguirles».[7]
Bruce, que visitó el Valle en 1769, también sufrió a manos de estos bandidos y cuenta las drásticas e inútiles medidas tomadas por uno de los gobernadores nativos para limitar sus actividades:
«Cierto número de ladrones, muy parecidos a nuestros gitanos, vive en las oquedades de las montañas más arriba de Tebas. Todos viven fuera de la ley, condenados a muerte en caso de ser capturados. Osman Bey, un antiguo gobernador de Girge, decidido a no soportar por más tiempo los desmanes cometidos por esta gente, ordenó reunir gran cantidad de arbustos secos y con sus soldados ocupó el lado de la montaña donde vivía la mayoría de estos miserables: luego ordenó llenar las cuevas con esta leña, a la cual prendió fuego, pereciendo muchos de ellos; sin embargo, han vuelto a reclutar el mismo número desde entonces sin haber cambiado de costumbres».[8]
Durante esta visita Bruce copio las figuras de los arpistas de la tumba de Ramsés III, que todavía lleva su nombre, pero sus trabajos concluyeron abruptamente. Al averiguar que tenía intención de pasar la noche en la tumba y continuar sus investigaciones por la mañana, sus guías se quedaron aterrados:
«Con grandes gritos y muestras de descontento tiraron sus antorchas contra la mayor de las arpas y salieron como pudieron de la cueva dejándonos a mí y a mi gente en la oscuridad; mientras se marchaban hicieron terribles premoniciones de trágicos acontecimientos que iban a caer sobre nosotros cuando hubiesen salido de la cueva».
No estaban muy equivocados al tener miedo, como Bruce pudo descubrir al poco tiempo, ya que mientras bajaba del Valle en la creciente oscuridad, fue atacado por una cuadrilla de bandidos que le aguardaban y le tiraron piedras desde la ladera del risco. Con la ayuda de su pistola y de los anticuados pistolones de sus sirvientes consiguió rechazarlos, pero al llegar a su barco decidió que lo más prudente era marcharse en seguida y no intentó repetir su visita.
Ni siquiera el mágico nombre de Napoleón bastó para dominar la arrogancia de estos bandidos tebanos, ya que molestaron a los miembros de su comisión científica que visitó Tebas en los últimos días del siglo XVIII e incluso dispararon contra ellos. Sin embargo consiguieron hacer un reconocimiento completo de todas las tumbas abiertas en aquel momento e incluso realizaron algunas excavaciones.
Página siguiente |