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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 6)


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Al amanecer del día siguiente las vagonetas empezaron a moverse. Ahora bien, al hablar de vagones el lector no debe imaginar que teníamos una línea férrea tendida hasta el río a nuestra disposición, ya que hubiese tomado meses el levantar una. Sólo teníamos unos raíles que se tendían a medida que las vagonetas avanzaban, colocándolos una y otra vez en cadena. Necesitamos cincuenta obreros para esta operación, cada uno con una misión distinta, empujando las vagonetas, colocando los raíles o trayendo los que habían quedado atrás. Debe de parecer muy fastidioso, pero es fantástico lo deprisa que se cubre el terreno. A las diez de la mañana del día 15 habíamos cubierto toda la distancia y las cajas estaban sanas y salvas en la lancha; en total, quince horas de trabajo. Hubo algunos momentos de ansiedad en el áspero camino del Valle, pero no ocurrió nada desagradable y el hecho de que toda la operación se realizara en tan corto período y sin ningún contratiempo es un buen testimonio del celo de nuestros obreros. Debo añadir que el trabajo se realizó bajo un sol abrasador, con una temperatura de bastante más de 37° C a la sombra, siendo los raíles en estas condiciones casi demasiado calientes para tocarlos. Durante el recorrido por el río las cajas estuvieron a cargo de una escolta proporcionada por el mudir de la provincia y después de un viaje de siete días llegaron sanas y salvas a El Cairo. Allí desembalamos algunos de los objetos más valiosos para exponerlos inmediatamente. Las otras cajas están almacenadas en el museo.

ONCE

Abrimos la puerta sellada

A mediados de febrero habíamos terminado el trabajo en la antecámara. A excepción de las dos estatuas de los centinelas, que dejamos por razones especiales, todo lo que contenía había sido trasladado al laboratorio; habíamos barrido el suelo y cribado en busca de la última cuenta y del último fragmento de incrustación el depósito encima de él, y ahora estaba limpio y vacío. Al fin estábamos a punto de aclarar el misterio de la puerta sellada.

El viernes 17 era el día señalado, y a las dos de la tarde los que habían de gozar del privilegio de ser los testigos de la ceremonia se reunieron junto a la tumba, según se les había indicado. Estaban Lord Carnarvon, Lady Evelyn Herbert, Su Excelencia Abd el Halim, Pacha Sulimán, ministro de Obras Públicas, M. Lacau, director general del Servicio de Antigüedades, Sir William Garstin, Sir Charles Cust, Mr. Lythoge, conservador del Departamento Egipcio del Metropolitan Museum de Nueva York, el profesor Breasted, el Dr. Alan Gardiner, Mr. Winlock, el Honorable Mervyn Herbert, el Honorable Richard Bethell, Mr. Engelbach, inspector en jefe del Departamento de Antigüedades, tres inspectores egipcios del Departamento de Antigüedades, el representante del Bufete de Prensa del Gobierno y los miembros del equipo, unas veinte personas en total. A las dos y cuarto ya estábamos todos, así que nos quitamos las chaquetas y avanzamos por el pasadizo que se adentraba en la tumba.

Todo estaba a punto y listo en la antecámara y debió de ser una extraña visión para los que no la habían visto desde que abrimos la tumba por primera vez. Habíamos tapado las estatuas con tablones para protegerlas de cualquier posible daño y habíamos erigido una pequeña plataforma entre ellas lo bastante alta como para permitirnos alcanzar la parte superior de la puerta, habiendo decidido, por razones de seguridad, trabajar de arriba abajo. A poca distancia detrás de la plataforma había una barrera y detrás de ella, sabiendo que tal vez nos esperaban horas de trabajo, habíamos dispuesto sillas para los visitantes. Habíamos colocado soportes para las lámparas a cada lado de la puerta, cayendo su luz de lleno sobre ella. Al pensar hoy en todo esto nos damos cuenta ahora del extraño e incongruente espectáculo que debía representar la cámara; pero en aquel momento no creo que una idea semejante cruzara nuestras mentes. Sólo teníamos un pensamiento: allí, frente a nosotros, había una puerta sellada, y al abrirla íbamos a borrar los siglos y encontrarnos en presencia de un monarca que reinó hace tres mil años. Mis propios sentimientos al subir a la plataforma eran muy diversos y mi mano temblaba al dar el primer golpe.

Mi primera preocupación fue localizar el dintel de madera encima de la puerta; entonces, con mucho cuidado quité pequeños fragmentos de yeso y empecé a sacar los cascotes que formaban la capa superior del relleno. A cada momento la tentación de parar y mirar hacia adentro era irresistible y cuando, tras algunos minutos, hube abierto un agujero lo suficientemente grande como para poder hacerlo, coloqué una linterna. Su luz reveló una visión asombrosa, ya que allí, a un metro de la puerta, extendiéndose hasta perderse de vista y bloqueando la entrada de la cámara había lo que tenía el aspecto de ser una pared de oro macizo. De momento no había explicación alguna a su significado, así que lo más deprisa que me atreví a hacerlo, empecé a trabajar para ensanchar el agujero. Para entonces esta operación se había hecho muy difícil, ya que las piedras de la mampostería no eran bloques cuadrados, colocados regularmente uno sobre otro, sino pedruscos de diverso tamaño, algunos de ellos tan pesados que tenía que poner todos mis esfuerzos para conseguir levantarlos. Por otra parte, algunos de ellos al sacar el peso que tenían encima quedaban en un estado de equilibrio tan precario que el menor movimiento en falso podía enviarlos hacia adentro, estrellándose sobre el contenido de la cámara. También procurábamos conservar la impresión de los sellos que había sobre la gruesa capa de mortero de la pared exterior, lo cual añadía considerable dificultad al manejo de las piedras. Mace y Callender me ayudaban en el proceso y sacábamos cada una de ellas con un sistema regular. Yo la soltaba con una palanca mientras que Mace la sostenía para evitar que cayera hacia adelante; entonces yo la levantaba y la pasaba a Callender, que estaba detrás de mí, el cual la daba a uno de los capataces, y así, a través de una cadena de obreros, seguía pasadizo arriba hasta salir de la tumba.

Al sacar unas pocas piedras quedó resuelto el misterio de la pared de oro. Nos encontrábamos, en efecto, en la entrada de la cámara funeraria del rey, y lo que nos cerraba el paso era el lateral de una inmensa capilla dorada construida para cubrir y proteger el sarcófago. Ahora era posible verla desde la antecámara a la luz de las linternas y al ir sacando piedra por piedra y aparecer gradualmente su superficie dorada podíamos sentir, como si fuera una corriente eléctrica, el cosquilleo de excitación que emocionaba a los espectadores al otro lado de la barrera. Los que hacíamos el trabajo estábamos, probablemente, menos conmovidos, ya que la tarea que teníamos entre manos, es decir, la de quitar el bloqueo sin que se produjera un accidente, requería todas nuestras energías. La caída de una sola piedra podía haber causado un daño irreparable a la delicada superficie de la capilla, así que tan pronto como el agujero fue lo bastante grande, preparamos una protección adicional colocando un colchón en la parte interior del relleno, suspendiéndolo del dintel de madera de la puerta. Nos llevó dos horas de trabajo intenso quitar el relleno de la puerta, o por lo menos quitar lo que era suficiente para entonces. Hubo un momento, cerca del final, en que tuvimos que detener el trabajo durante algún tiempo mientras recogíamos las cuentas dispersas de un collar que los ladrones sacaron del interior de la cámara, dejándolo caer en el dintel. Esto último fue una prueba terrible para nuestra paciencia, ya que era un trabajo lento y todos estábamos llenos de curiosidad por ver lo que había dentro; pero finalmente terminamos, sacamos las últimas piedras y quedó abierto ante nosotros el camino a la cámara más profunda.

Al sacar lo que bloqueaba la puerta habíamos descubierto que el nivel de la cámara interior era aproximadamente 1,25 m. más bajo que el de la antecámara, y esto, combinado con el hecho de que el espacio entre la puerta y la capilla era muy estrecho, hacía que no fuese fácil entrar en ella. Afortunadamente no había objetos menores en este extremo de la cámara, así que me agaché y tomando una de las lámparas portátiles me incliné con cuidado hacia la esquina de la capilla y miré al otro lado. En la esquina había dos bellos vasos de alabastro que bloqueaban el paso, pero pude ver que si los sacábamos quedaría un pasillo expedito hacia el otro lado de la cámara; así, pues, marcando con cuidado el lugar en que estaban los levanté y los pasé a la antecámara: a excepción del vaso de rogativas del rey, eran los de mejor calidad y los de forma más graciosa de todos los que habíamos encontrado hasta entonces. Lord Carnarvon y M. Lacau se unieron a mí y seguimos investigando, abriéndonos camino por el estrecho paso entre la capilla y la pared, tirando del cordón de nuestra lámpara.

No cabía duda alguna de que el lugar en que estábamos era la cámara funeraria, ya que por encima de nosotros se erigía una de las grandes capillas doradas bajo las cuales yacían los reyes. Su estructura era tan enorme (5,20 m. de largo por 3,25 m. de ancho y 2,75 m. de alto, según averiguamos más tarde) que llenaba casi toda el área de la cámara, estando separada de sus paredes por menos de un metro por cada uno de los cuatro lados, mientras su cubierta, con toro y cornisa, llegaba casi hasta el techo. Estaba recubierta de oro de arriba abajo y tenía incrustado en los lados paneles de fayenza azul en los que se repetían una y otra vez los símbolos mágicos que debían asegurar su fortaleza y seguridad. Alrededor de la capilla, sobre el suelo, había muchos emblemas funerarios y en el extremo norte los siete remos mágicos que el rey necesitaría para cruzar las aguas del más allá. Las paredes de la cámara, a diferencia de las de la antecámara, estaban decoradas con escenas e inscripciones de brillante colorido y tonos vivos, pero evidentemente ejecutados con prisas.

Estos detalles seguramente los advertimos más tarde, ya que en aquel momento nuestro único pensamiento era la capilla y cómo resguardarla. ¿Habían penetrado en ella los ladrones, profanando la tumba real? Aquí, en el extremo este, estaban las grandes puertas que iban a contestar a nuestra pregunta, cerradas y con el pestillo corrido, pero no selladas. Descorrimos ansiosamente los pestillos y abrimos las puertas de par en par; allí dentro había otra capilla, con puertas igualmente cerradas con pestillo y sobre él había un sello intacto. Estábamos decididos a no romperlo, ya que nuestras dudas no se habían disipado y no podíamos seguir adelante sin correr el riesgo de dañar seriamente el monumento. Creo que en aquel momento ni siquiera queríamos romper el sello, ya que un sentimiento de intrusión había caído pesadamente sobre nosotros al abrir las puertas, aumentado posiblemente por la situación casi hiriente de un paño mortuorio de lino, decorado con rosetas doradas, que colgaba en el interior de la capilla. Sentimos que estábamos en presencia de un rey muerto y le debíamos reverencia, y en nuestra imaginación podíamos ver las puertas de las sucesivas capillas abrirse una tras otra hasta que en la más profunda aparecería el mismo rey. Cuidadosamente y en el mayor silencio posible volvimos a cerrar las grandes puertas y continuamos hasta el extremo más alejado de la cámara.

Aquí nos esperaba una sorpresa, ya que una puerta baja, situada al este de la cámara funeraria, daba acceso a otra habitación, más pequeña que las anteriores y no tan majestuosa. Esta puerta, a diferencia de las demás, no había sido cerrada ni sellada. Desde donde estábamos pudimos conseguir una clara visión de todo lo que contenía, y una simple mirada bastó para decirnos que allí, en aquella reducida cámara, había los tesoros más grandes de la tumba. Mirando a la puerta, en la parte más extrema, había el más bello monumento que he visto en mi vida, tan hermoso que hace perder el aliento de asombro y admiración. Su parte central consistía en un gran cofre en forma de capilla, recubierto totalmente de oro y rematado por un friso de cobras sagradas. A su alrededor se erigían las estatuas de las cuatro diosas tutelares de los muertos -graciosas figuras con los brazos extendidos como protección, en una actitud tan natural y llena de vida y con una expresión tal de piedad y compasión en sus rostros que uno sentía que era casi un sacrilegio mirarlas. Cada una de ellas protegía uno de los cuatro lados de la capilla, pero mientras que las figuras de la parte de delante y de detrás tenían su mirada fija en el objeto que estaba a su cargo, las otras dos añadían un conmovedor toque de realismo, ya que tenían la cabeza ladeada, mirando por encima de sus hombros hacia la entrada, como si vigilasen contra cualquier sorpresa. Este monumento tiene una grandeza tan simple que atrae irresistiblemente a la imaginación y no me avergüenza confesar que al mirarlo se me hizo un nudo en la garganta. Se trataba, sin duda, del cofre canope, que contiene las jarras que representan un papel tan importante en el ritual de momificación.

Había otras muchas cosas maravillosas en la cámara, pero era difícil que las notáramos en aquel momento, tan irresistible era la fuerza que nos nacía mirar una y otra vez las encantadoras figuras de las pequeñas diosas. Justo frente a la entrada había un figura del dios chacal Anubis, sobre su capilla, envuelto en una tela de lino y descansando sobre unas andas y tras él la cabeza de un toro sobre una peana -todos ellos emblemas del más allá. En el lado sur de la cámara había un número infinito de capillas y cofres negros, todos cerrados y sellados, excepto uno, cuyas puertas abiertas dejaban ver estatuas de Tutankhamón alzándose sobre leopardos negros. En la pared más alejada había más cajas en forma de capilla y féretros en miniatura hechos de madera dorada, estos últimos sin duda conteniendo estatuillas funerarias del rey. En el centro de la habitación, a la izquierda de Anubis y el toro, había una hilera de magníficas arquetas de marfil y madera, decoradas e incrustadas con oro y fayenza azul; una de ellas, cuya tapa levantamos, contenía un maravilloso abanico de plumas de avestruz con empuñadura de marfil, aparentemente tan fresco y resistente como cuando lo terminó su autor. En otros rincones de la cámara había también un buen número de maquetas de barcos, de velamen y aparejo completos y en el lado norte otro carro.

Este era el contenido de la cámara interior según se veía en un rápido reconocimiento. Buscamos ansiosamente el rastro de un saqueo, pero no había ninguno a la vista. Era absolutamente seguro que los ladrones habían entrado, pero todo lo que habían hecho era abrir dos o tres arquetas. La mayoría de ellas, como dijimos, tenían los sellos intactos y el contenido de esta cámara afortunadamente todavía estaba en la misma posición en que fue colocado en el momento del enterramiento, en contraste con el de la antecámara y el anexo.

No puedo decir cuánto tiempo empleamos en este primer reconocimiento, pero debió de parecer eterno a los que esperaban ansiosamente en la antecámara. No podíamos dejar que entrasen más de tres a la vez por razones de seguridad, así que cuando Lord Carnarvon y M. Lacau salieron, los demás entraron por parejas: primero Lady Evelyn Herbert, la única mujer del grupo, con Sir William Garstin, y luego los demás por turno. Mientras aguardábamos en la antecámara era curioso contemplar sus caras cuando uno por uno salían por la puerta. Cada rostro tenía una mirada aturdida, de asombro en los ojos y todos ellos al salir levantaban las manos, un gesto inconsciente que reflejaba su impotencia para describir con palabras las maravillas que habían visto. Eran, desde luego, indescriptibles y las emociones que han producido en nuestras mentes son de un carácter demasiado íntimo para comunicarlas aunque pudiéramos disponer de palabras. Fue una experiencia que, estoy seguro, ninguno de los allí presentes será capaz de olvidar, ya que acabábamos de presenciar con la imaginación -y no sólo con la imaginación- las ceremonias fúnebres de un rey muerto hacía mucho tiempo y casi olvidado. A las dos y cuarto nos habíamos dirigido a la tumba, y cuando tres horas más tarde salimos de nuevo a la luz del sol, acalorados, cubiertos de polvo y desgreñados, el mismo Valle parecía haber cambiado. Se nos había dado la libertad.

El día 17 de febrero lo reservamos para que los egiptólogos inspeccionaran la tumba y, afortunadamente, casi todos los que estaban en Egipto pudieron estar presentes. Al día siguiente la reina de Bélgica y su hijo, el príncipe Alejandro, nos hicieron el honor de su visita, sintiéndose genuinamente interesados en todo cuanto vieron. Lord y Lady Allenby estuvieron presentes en esta ocasión junto con cierto número de otros visitantes distinguidos. Una semana más tarde, por razones ya dadas en un capítulo anterior, cerramos la tumba y la enterramos una vez más.

Así terminó nuestra campaña de trabajos preliminares en la tumba del rey Tutankhamón. Hay mucho que hacer todavía. Nuestra primera tarea el próximo invierno será difícil y llena de ansiedad: desmantelar las capillas de la cámara funeraria. Es posible, según información proporcionada por los papiros de Ramsés IV, que haya una serie de no menos de cinco de estas capillas, construidas una sobre otra, antes de que lleguemos al sarcófago de piedra en que yace el rey y en los espacios entre las capillas podemos esperar encontrar buen número de hermosos objetos. Con la momia -si, como esperamos y creemos yace intocada por los saqueadores- debería haber las coronas y otras galas propias de un rey de Egipto. No podemos saber en este momento cuánto tiempo nos llevará realizar este trabajo en la cámara funeraria, pero debemos terminarlo antes de tocar para nada la cámara interior y nos consideraremos afortunados si podemos sacar todo lo que hay en ambas en una sola campaña. El anexo, probablemente, requerirá otra campaña a causa de lo revuelto de su contenido.

Nuestra imaginación se debilita pensando en lo que la tumba puede producir todavía, ya que el material a que nos hemos referido representa tan sólo la cuarta parte, tal vez la menos importante del tesoro que contiene. Todavía habrá muchos momentos emocionantes antes de que terminemos nuestra tarea y esperamos ansiosamente el trabajo que nos espera. Sólo lo oscurece una sombra, un pesar que el mundo debe compartir: el hecho de que Lord Carnarvon no haya podido ver el pleno resultado de su obra;[15] pero los que la llevaremos a cabo le dedicaremos lo mejor de nosotros.

DOCE

Tutankhamón

Siempre que un descubrimiento arqueológico pone a la luz vestigios de una época remota y de las vidas humanas desaparecidas que ésta albergaba, instintivamente nos concentramos en los rasgos aparecidos por los que sentimos más simpatía. Estos hechos suelen ser invariablemente los que tienen mayor contenido humano. Una flor de loto hoy marchita, algún símbolo de afecto, un simple rasgo familiar, nos devuelven al pasado, a su aspecto humano, de una manera mucho más vivida que cualquier sentimiento que puedan producir la austeridad de unos informes o las pomposas inscripciones oficiales alardeando de cómo algún oscuro «Rey de Reyes» dispersó a sus enemigos, pisoteando su dignidad.

Hasta cierto punto esto es lo que ocurre con el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón. Sabemos muy poco del joven rey, pero podemos hacer ahora algunas conjeturas acerca de sus aficiones y su temperamento. Como vehículo sacerdotal a través del cual se transmitía la influencia divina sobre el mundo tebano, o sea como representante en la tierra de Ra, el gran dios-sol, el joven rey apenas se nos aparece con figura clara o comprensible, pero, en cambio, se nos hace fácilmente inteligible como criatura de inclinaciones humanas normales, amante de la caza y deportista apasionado. Aquí nos encontramos con ese «toque de la naturaleza que nos hace familiar el mundo entero».

Los aspectos religiosos de la mayoría de los pueblos se modifican a través del tiempo, las circunstancias y la educación. En algunos casos los sentimientos frente a la muerte y sus misterios son refinados y espirituales. Al aumentar la cultura, el amor, la piedad, la pena y el afecto encuentran modos de manifestación y de expresión más refinados. Hay buena evidencia de ello en los epitafios griegos y en las inscripciones funerarias latinas. Pero si los aspectos más delicados del dolor parecen haber sido manifestados menos explícitamente por los egipcios, es más bien a causa de que los sentimientos más íntimos del ser humano parecen estar abrumados bajo el peso de sus complejos ritos funerarios, por lo que nos encontramos con que estas emociones están ausentes. La idea alrededor de la que giran estos ritos es la creencia en la supervivencia del alma humana. Ningún sacrificio se consideraba excesivo para fortalecer esta creencia e imprimirla sobre el mundo. A sus ojos el más allá parece haber tenido mayor importancia que la existencia en este mundo e incluso el estudioso menos profundo de sus costumbres se preguntará sobre la espléndida generosidad con la que este pueblo antiguo solía enviar a sus muertos hacia su último y misterioso viaje.

Sin embargo, aunque la tradición y las prácticas religiosas imperaban en los antiguos ritos funerarios egipcios, su ritual deja lugar para aspectos personales que representaban el dolor de los que quedaban mientras se pretendía dar ánimos al muerto para llevar a cabo su viaje a través de los peligros del más allá, según se desprende del contenido de la tumba de Tutankhamón. Los misteriosos símbolos de su complejo credo no han logrado esconder este sentimiento humano. El erudito se da cuenta de ello poco a poco, al avanzar en sus investigaciones. La impresión de dolor personal se nos transmite tal vez más claramente por lo que sabemos de la tumba de Tutankhamón que por muchos otros descubrimientos, y se nos presenta como una emoción que acostumbramos a considerar de origen relativamente moderno. La diminuta corona funeraria sobre el regio ataúd, la hermosa copa votiva de alabastro con su conmovedora inscripción, la caña cortada por el propio joven a la orilla del lago, atesorada por sus sugestivos recuerdos: estos objetos y otros muchos ayudan a transmitir un mensaje: el de los vivos llorando a los muertos.

Un sentimiento de pérdida prematura le sigue a uno tenuemente por toda la tumba. El joven rey, evidentemente lleno de vida y capaz de disfrutarla, ha comenzado -¿quién sabe bajo qué trágicas circunstancias?- su último viaje a poco de alcanzar la madurez desde los radiantes cielos de Egipto hasta las tinieblas del oscuro más allá. ¿Cómo podría expresarse mejor la pena? En su tumba percibimos un esfuerzo por plasmarla y así la emoción, expuesta de un modo tan comedido y elegante, es la expresión de un dolor humano que une nuestra solidaridad a un dolor manifestado hace más de tres mil años.

Como ya dijimos en otros capítulos, sabemos que políticamente el corto reinado y vida del rey debieron de ser particularmente difíciles. Es posible que fuese el instrumento de oscuras fuerzas políticas que actuaban detrás del trono. Es una conjetura razonable, por lo menos así lo dejan entrever los pocos datos de que disponemos. Pero por mucho que Tutankhamón fuera un instrumento de movimientos político-religiosos, cualquiera que haya sido la influencia política que ejerció o cualesquiera que fuesen sus propios sentimientos religiosos, si es que los tenía, lo cual nunca podremos saberlo, hemos reunido, en cambio, una cuantiosa información acerca de sus gustos e inclinaciones a través de las innumerables escenas que hay en los objetos de su tumba. En ellas encontramos las más vividas indicaciones de las afectuosas relaciones que Tutankhamón tenía con su joven esposa, así como pruebas de su amor por el deporte, su juvenil pasión por la caza, lo que le hace aparecer tan humano ante nuestros ojos después de un lapso de tantos siglos.

¿Qué podría ser más encantador, por ejemplo, que el panel del trono, representado de un modo tan conmovedor? Por un instante estas imágenes parecen levantarnos por encima del paso de los años, destruyendo el sentido del tiempo. Ankhesenamón, su joven y encantadora esposa, aparece añadiendo un toque de perfume a la gargantilla del joven rey, o dando los últimos toques a su tocado antes de que él presida una ceremonia importante en el palacio. Tampoco debemos olvidar la pequeña corona de flores que todavía conserva un toque de color, la ofrenda de despedida colocada sobre la frente de la imagen del joven rey yacente en su sarcófago de cuarcita.

Otros incidentes representados sugieren incluso un toque humorístico. Entre los episodios de la vida privada diaria del rey y la reina que aparecen en una pequeña naos de oro, vemos a Tutankhamón acompañado de su cachorro de león, cazando patos salvajes con arco y flecha mientras que la joven reina está arrodillada a sus pies. Con una mano le tiende una flecha, mientras con la otra le señala un pato muy gordo. En la misma naos está representada de nuevo ofreciéndole las libaciones sagradas, flores o collares, o atando un colgante alrededor de su cuello. Así aparece la joven pareja en varias escenas de atrayente simplicidad. En otra cacería vemos a la reina acompañando al rey en una canoa de cañas. En ella sostiene afectuosamente su brazo, como si él estuviese fatigado por los asuntos de Estado, y en otra ocasión -sugiriendo un aire travieso en estas pequeñas escenas de su vida privada- vemos al rey derramando un delicado perfume en la mano de ella mientras descansan en sus habitaciones. Son estas escenas encantadoras, llenas del refinamiento que tanto nos gusta considerar moderno.

En un abanico de oro encontrado entre las capillas doradas que cubrían y protegían el sarcófago, muy parecido a los que vemos representados en época romana y aún utilizados hoy en día en el Vaticano, hay una figura de Tutankhamón bellamente cincelada y engastada, en la que aparece cazando avestruces para obtener las plumas que formarían el mismo abanico. En el reverso le vemos triunfante en su regreso a casa, mientras los sirvientes transportan su presa, dos avestruces muertos, y él lleva las codiciadas plumas bajo el brazo.

Continuamente se nos presentan escenas con las actividades del joven deportista. En los arneses de los carros aparece practicando el tiro con arco. Nos imaginamos que, al igual que algunos de nuestros primeros reyes, tenía gran afición por este deporte. Como prueba de su maestría encontramos en su tumba, junto a los bumeranes y otros proyectiles de caza, un magnífico arco hecho en su honor, cubierto con láminas de oro, decorado con delicadas filigranas y ricamente adornado con piedras semipreciosas y vidrios de colores. En una caja alargada de la antecámara encontramos diferentes tipos de arcos decorados con cortezas de árbol, así como flechas finamente talladas. También encontramos otros arcos y flechas muy cerca de su momia, bajo las capillas doradas que protegían el sarcófago. En la vaina de una hermosa daga de oro que encontramos ceñida a la cintura de la momia, entre los vendajes, había también numerosas representaciones de animales salvajes. Incluso su tarro para cosméticos refleja su pasatiempo favorito. En él aparecen toros, leones, podencos, gacelas y liebres, las piezas favoritas del cazador. Sus perros slughi están realzados en escenas que sugieren su gusto por la práctica del deporte y la vida al aire libre.

No hay duda de que en aquellos días en los alrededores de Tebas había una extensa área de marismas que atraía y albergaba gran cantidad de caza. También la había en los bordes del desierto y en los arbustos de los resecos riachuelos. El joven rey cazaba toda clase de aves en las marismas. El desierto le proporcionaba un amplio campo para desarrollar sus habilidades de deportista, cazando desde su carro mientras sus cortesanos seguían en carretas y sus ayudantes corrían junto a él. Parece ser que en estos cotos del desierto se podía obtener todas las variedades de la caza. Tutankhamón usaba el arco y las fechas, soltando alternativamente sus podencos a la vista de las piezas.

Tenemos aún otra prueba de su interés por el deporte en un dibujo esquemático encontrado cerca de la entrada de su tumba, trazado posiblemente por uno de los artesanos empleados en la construcción del sepulcro. Apareció en una lasca de caliza y representa al joven rey ayudado por sus podencos matando a un león con una lanza. Si un artesano cualquiera es capaz de realizar un trabajo tan vigoroso, es lógico esperar un arte de extrema belleza de los especialistas empleados por los gobernantes de Egipto, quienes, al parecer, tenían un gusto artístico muy refinado. Los tesoros de la tumba de Tutankhamón demuestran lo justificado de esta suposición.

Uno de los mayores tesoros artísticos es el cofre de madera pintada aparecido en la antecámara. La parte exterior, completamente recubierta de yeso, tiene toda su superficie pintada con una serie de diseños de brillante colorido y exquisita ejecución. En la tapa, de forma curva, hay escenas de caza; a los lados, las escenas nos muestran el campo de batalla, donde vemos a Tutankhamón y su séquito peleando con energía; en las otras caras de la caja aparece el rey en forma de león pisando a sus enemigos. El vigor, imaginación y dramatismo de estas escenas son extraordinarios y sin rival en el arte egipcio. En las escenas de guerra vemos al joven, pero victorioso monarca, pisando con satisfacción a sus enemigos asiáticos y africanos. A pesar de su finura hemos de admitir que tienen un cierto aire bravucón. El poderoso monarca, que para causar un mayor impacto ya no aparece como un joven esbelto, dispara desde su carro sobre sus enemigos, creando el pánico a su alrededor mientras los cadáveres se amontonan a sus pies. Desde luego, tales representaciones de los reyes egipcios son tradicionales. En este caso son, probablemente, el acostumbrado homenaje del pintor de la corte. Es muy improbable que Tutankhamón tomara parte en campaña alguna, especialmente debido a su edad, pero los reyes y conquistadores orientales siempre han sido muy tolerantes con tales ficciones. Los dibujos de la tapa del cofre son particularmente vividos. En ellos vemos escenas de caza con gran sentido de la velocidad y el movimiento. Los detalles y anécdotas son múltiples y en todos ellos Tutankhamón aparece acompañado por sus podencos. Incluso en las escenas de batallas podemos ver a sus perros arrastrando y despedazando a sus enemigos. El rey persigue la fauna del desierto sobre su carro, arrastrado por briosos caballos, con bellísimos arreos. Antílopes, avestruces, onagros y hienas huyen ante él, así como los demás habitantes del desierto, que incluye leones y leonas. Entre las figuras de los animales que huyen y entre los pies de los acompañantes se insinúan matojos de la brillante flora desértica, formando el tapiz vegetal de los wadis. Tutankhamón y sus podencos irrumpen en el lecho de los resecos arroyos, provocando una estampida en todas direcciones, mientras sus sirvientes le siguen a respetuosa distancia. Las bestias aparecen agonizando, con trazos de gran realismo. En algunos casos -por ejemplo en el grupo de leones- el artista alcanza una fuerza trágica. Los animales agonizantes, atravesados por las lanzas, están retratados con una fuerza espléndida. Uno de ellos, el jefe de la manada, alcanzado en el corazón, cae al suelo tras saltar en el aire en el último espasmo de la muerte. Otro coge con sus garras una lanza clavada en su boca que cuelga entre sus mandíbulas, mientras un cachorro se aleja con la cola entre las patas y otros leones yacen en posturas torturadas, de patético sufrimiento. Si el rigor histórico de esta obra de arte puede ponerse en duda, es, en cambio, indiscutible que consigue reflejar las aficiones e inclinaciones del rey. De hecho estas exquisitas representaciones y delicadas miniaturas no son más que escenas de caza idealizadas en las que se ha logrado captar e interpretar las aficiones y el temperamento del joven rey, así como el espíritu de la caza.

Es difícil encontrar muestras de inclinaciones más amables que ésta entre los vestigios de los faraones. Sus antecesores nos han dejado muy pocas representaciones de sus sentimientos más delicados; aun así los mensajes de la arqueología no son siempre los que más esperamos y nos emocionamos y sorprendemos ante la expresión de unos sentimientos tan humanos como los que aparecen en algunas piezas del ajuar funerario de Tutankhamón. A través de ellos vemos que era un joven intrépido y amable, amante de caballos y perros, del deporte y la gloria militar. Sin embargo, aún hay otro aspecto a considerar. La ornamentación tradicional, cincelada en oro sobre los carruajes y los hermosos relieves de prisioneros africanos y asiáticos atados a los báculos del rey y tallados sobre los muebles, sugieren la fuerza de un faraón empeñado, por lo menos metafóricamente, en poner a sus enemigos bajo sus pies, y tipifican el espíritu bravucón asociado con el carácter de los gobernantes del antiguo Egipto, aunque en este caso es menos ominoso que en otras tumbas.

Nuestra imaginación se centra también en las trompetas de plata dedicadas a las legiones o unidades del ejército egipcio, encontradas en la antecámara y en la cámara funeraria. La experiencia militar de Tutankhamón debió de ser muy reducida, pero aún así podemos imaginarle rodeado por sus generales, hombres de Estado y cortesanos, recibiendo el saludo al paso de las apiñadas legiones durante los desfiles militares.

Su momia, al igual que sus estatuas, demuestra que fue un joven delgado, de cabeza más bien grande, presentando algunas similitudes estructurales con el soñador Akhenatón, quien, probablemente, era su padre además de ser su suegro.

Así, paso a paso, la pala del excavador nos revela a través de las varias disciplinas arqueológicas un mundo del pasado y cuanto más grande es nuestro saber, más crece nuestro asombro y tal vez nuestro pesar por lo poco que ha cambiado la naturaleza humana durante los pocos milenios de los que tenemos algún conocimiento histórico. Nuestra mirada se fija particularmente en el antiguo Egipto, que nos ha proporcionado unas visiones tan vividas de su maravilloso pasado. La vida de este país desfila ante nosotros a través de un cofre pintado, una silla decorada, en una capilla, una cámara funeraria o la pared de un templo, en manifestaciones a la vez extrañas y emocionantes. Nuestras simpatías se centran en muchos aspectos, pero es principalmente en su arte donde nos sentimos más próximos a su modo de ser y a través de él reconocemos en el rey deportista, el amigo de sus perros, el joven esposo y la esbelta reina, criaturas de un gusto muy humano, llenas de emoción y afecto, muy próximas a nosotros mismos.

De este modo aprendemos a no sobreestimar nuestro presente haciéndose nuestra perspectiva moderna menos condescendiente con nosotros mismos y más filosófica. Nos inclinamos a creer que en aquella época remota algunas características se hicieron innatas en el hombre, aunque la investigación arqueológica apenas si se ha ocupado de ellas. Podemos vislumbrar atavismos de los que apenas somos conscientes y tal vez sean éstos los que despiertan nuestra simpatía por Tutankhamón, su esposa y el género de vida sugerido por su ajuar funerario. Tal vez son estos instintos los que nos compelen a desvelar el misterio de aquellas oscuras intrigas políticas de las que le vemos rodeado, incluso mientras sigue a sus podencos por entre las marismas o en el desierto, o cuando caza patos entre los cañaverales junto a su sonriente esposa. El misterio de su vida todavía se nos escapa; las sombras van desapareciendo, pero la oscuridad no acaba de levantarse.

TRECE

La tumba y la cámara funeraria

El temor y el respeto que generalmente se asocian a la idea de la muerte estaban, por lo menos tan profundamente arraigados en la mente de los antiguos como en la del hombre moderno. Estas emociones han llegado hasta nosotros a través de caminos oscuros y ancestrales, coloreando las mitologías sucesivas, moldeando el comportamiento humano e incluso retocando la teología cristiana. En todos los tiempos y en todas las razas la muerte ha aparecido como el más impenetrable de los misterios y como la última necesidad inevitable que el oscuro destino del hombre debe afrontar, y los esfuerzos de éste por esclarecer las tinieblas que se ciñen sobre su futuro son patéticos. Hubo un tiempo en el que su vida y su arte se centraban especialmente en este problema irresoluble. La razón humana ha intentado siempre calmar los temores del hombre; su mente, anhelante y activa, se ha esforzado instintivamente en encontrar solaz para ellos en sus creencias, en obtener alguna protección contra los peligros que llenan el oscuro vacío de lo desconocido. El hombre siempre ha sabido encontrar a través de su abatimiento un tenue rayo de esperanza; en el mismo umbral de la muerte ha buscado consuelo en el amor y el afecto que lo unen a los demás vivientes, un anhelo espontáneo revelado por los antiguos ritos funerarios. Se hace evidente en el expreso deseo -como el dado por Jacob a su hijo- de que se depositen sus huesos junto a los de sus parientes y en el preciado recinto de su tierra natal, un instinto de origen atávico según sugiere la investigación científica. Sin embargo, ya desde los tiempos más remotos los medios para obtener algún consuelo frente a este gran problema han ido cambiando, mientras permanecía la tradición fundamental. En el Valle del Nilo, la simple tumba superficial se convirtió en una gran pirámide funeraria y una capilla mortuoria. Partiendo de los esfuerzos más grandiosos e impresionantes de todos los monumentos funerarios que guardan la memoria de los muertos, la tradición se ha alterado una y otra vez hasta alcanzar una simplicidad tal, que aquellos vastos preparativos se han reducido a un breve epitafio y una corona de flores. Sin embargo, de todas estas transiciones que hicieron época a nosotros solamente nos concierne una: la del Imperio Nuevo egipcio.

Muchas de las costumbres funerarias de los períodos más antiguos de la historia de Egipto se practicaban ampliamente durante el Imperio Nuevo tebano. Cuando alguno desaparecía era para dar lugar a conceptos más elaborados que pretendían ser igualmente beneficiosos para los muertos. Una de las innovaciones fue el aumento en la cantidad de muebles y efectos personales que se colocaba en la tumba. Otra fue que en el Imperio Nuevo en lugar de estar contiguas la tumba y la capilla funeraria del rey, las momias reales se enterraban en complicados hipogeos excavados en los acantilados, lejos de sus edificios funerarios. Su decoración era tan suntuosa como la de sus capillas. Sin embargo, en la Dinastía XVIII empezaron a decorar tan sólo la cámara funeraria con los textos que se consideraban más necesarios para los muertos. Más tarde, en las Dinastías XIX y XX los corredores, pasadizos y antecámaras que precedían a la cámara funeraria -llamada la «sala de oro»- se recubrieron de arriba abajo con elaborados textos y escenas sacados principalmente de los libros sagrados concernientes a los reinos de los muertos, tales como los libros de «Amduat», «Las puertas», «Las cavernas» y «Los himnos al dios Sol».

Muchos de estos hipogeos tallados en la roca se excavaron en el remoto Valle de los Reyes, unos veintiocho en total, mientras que las capillas mortuorias, muchas de las cuales tenían dimensiones dignas de un templo, se construían en la llanura desértica que bordea la tierra cultivable. Era en estos edificios donde se celebraban las ceremonias y ofrendas a los reyes muertos mientras «Osiris» descansaba en solitario, en el lejano Valle, encerrado en su «Trono silencioso», la tumba.

En las capillas mortuorias de la llanura encontramos junto a escenas religiosas, crónicas del reinado concreto al que pertenecían, pero en las tumbas del Valle, o hipogeos, sólo encontramos textos acerca del reino de los muertos y los saludos de bienvenida de los dioses del Oeste.

Ya desde el principio del Imperio estos hipogeos muestran estadios de evolución, aumentando gradualmente su importancia y alcanzando su clímax en época de Tutmés IV, a partir de cuyo reinado, con pequeñas excepciones, desaparecen las adiciones y la planta de la tumba cae gradualmente en decadencia. Sólo en el caso de las tumbas de los llamados reyes herejes que pertenecían a la religión de Atón, monoteísta, se prescinde del sistema ortodoxo del Imperio Nuevo. Así, pues, no es sorprendente encontrar que la tumba de Tutankhamón es de tipo heterodoxo, a pesar de que restauró la antigua religión -la adoración de Amón-. Al contrario de Tutankhamón y del rey Ai, Horemheb, que usurpó el trono y fundó la Dinastía XIX, al construir su tumba en el Valle volvió a introducir la planta ortodoxa con todos sus componentes. También en la tumba de Horemheb se puede ver directamente la transición del tipo de tumba inclinada de la Dinastía XVIII a la tumba recta de su dinastía y las siguientes.

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En lugar de una elaborada serie de corredores, escaleras talladas en la roca, pozo de protección y vestíbulo, seguidos por pasadizos descendentes, antecámara, sala sepulcral, cripta y cuatro almacenes, según la planta tebana ortodoxa, la tumba de Tutankhamón consiste solamente en una escalera de acceso tallada en la roca, un pasadizo descendente, una antecámara con anexo, una cámara funeraria y un almacén, todo de pequeñas proporciones y del más simple diseño. De hecho sólo coincide con el tipo clásico de tumba real del Imperio Nuevo en la orientación, por tener sólo la cámara funeraria pintada de un tono dorado, cual corresponde a la «sala de oro», y por albergar en sus paredes nichos para las figuras mágicas de los cuatro puntos cardinales.

Los temas pintados en las paredes de la cámara, aun guardando muchas semejanzas con los de la tumba de su sucesor, el rey Ai, son distintos de los que aparecen en las demás cámaras funerarias del Valle. El estilo de las pinturas tampoco es de tipo tebano, sino que muestra trazos característicos del arte de Tell el-Amarna. En contradicción con esto, la decoración de la tumba de Horemheb tiene claras afinidades con el arte de las otras tumbas reales del Valle, hasta el punto de haber llevado al difunto Sir Gastón Maspero a suponer que era obra de los mismos artistas empleados en la tumba de Seti, construida unos veinticinco años más tarde.

La orientación de la cámara funeraria, así como el grupo de las cuatro capillas, el sarcófago, los féretros y la momia, es de este a oeste, con una exactitud de sólo cuatro grados respecto del norte magnético (noviembre de 1925). Las puertas de las capillas, según las señales que hay en ellas, tenían que mirar al oeste, pero por razones no muy claras se orientan hacia el este: tal vez si hubiesen sido colocadas en la orientación correcta, tal como se había dispuesto, el acceso a sus puertas hubiese sido muy difícil y su objeto en la cámara restringido, ya que hubiese sido totalmente imposible introducir objetos como los que aparecieron entre la primera y la segunda capilla. En el próximo capítulo se sugieren otras razones para explicar esta orientación incorrecta.

La forma de la cámara funeraria es rectangular, con su eje más largo (de este a oeste) formando ángulo recto con la de la antecámara. A excepción de una diferencia de algo más de un metro en los niveles del suelo, la antecámara y la cámara funeraria formaban originalmente una sola pieza, pero más tarde se las dividió con un tabique de separación de mampostería seca, en la que se dejó una puerta guardada por las dos estatuas-centinelas del rey, ya descritas.

Las paredes de la cámara funeraria estaban recubiertas con una capa de yeso y pintadas de amarillo, a excepción de un cuadrado de color blanco. El techo de roca fue dejado en su estado original, tosco y sin pulir. Hay que notar aquí que en la esquina nordeste del techo pueden verse marcas de humo, como de una lámpara de aceite o una antorcha.

La construcción del tabique que separa la antecámara de la cámara funeraria y el enyesado y decoración de la misma cámara debieron de tener lugar después del entierro del rey, una vez cerrado el sarcófago y dispuestas las cuatro capillas. Esta afirmación se basa en los hechos siguientes: la introducción del sarcófago, el enterramiento y la erección de las capillas no pudo haberse hecho después de que se construyera el tabique, ya que la puerta de éste no es lo bastante grande. Por otra parte, el enyesado y la pintura que recubría el lado interior del tabique era uniforme con el resto de la decoración de la cámara. Así, pues, el enyesado y el pintado de la cámara debieron de tener lugar necesariamente después de la erección de las capillas, en condiciones de extraordinaria dificultad y en un espacio muy reducido, lo cual tal vez explique la poca calidad del trabajo realizado. La superficie de los muros está recubierta por pequeños grupos de hongos, cuyos gérmenes originarios fueron posiblemente introducidos con el yeso o la pintura, nutriéndose de la humedad que transpiraba el yeso después de que se sellara la cámara.

Los temas desarrollados en las pinturas de las paredes son de carácter funerario y religioso. Una de las escenas no tiene precedentes; en ella el rey Ai preside las honras fúnebres de su predecesor o corregente.

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