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Kemet, el país de la tierra negra (página 2)

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Terminando de vestirme, hice señas a mis dos soldados para que se quedaran en el puesto, mientras yo subiría con el tercero al muro.

Salí del puesto de guardia vestido como ellos, observando que todo se encontraba en calma, y al parecer, los cananeos del torreón nororiental aún no echaban de menos al compañero que habíamos eliminado. Les indiqué que me siguieran de cerca, y subimos con normalidad bajo la fría claridad lunar, con nuestros rostros ocultos en parte por las sombras que proyectaban nuestros gorros, dirigiéndonos escaleras arriba directo al torreón. Cuando ascendíamos, a pocos peldaños de llegar ante la puerta de acceso al mismo, me di de frente con uno de los guardias que salía de él.

—- ¿Qué novedades hay?—- reaccioné sorprendido, expresándome en la lengua coloquial de la corte.

Cometí el desliz de expresarme de un modo formal, no utilizado habitualmente por la gente común entre los cananeos. Tal vez el error no hubiese tenido consecuencias con otro individuo, pero la fortuna no me acompañó en aquel momento, ya que el guardia con el que me había topado era el gigante barbado, al que hice reprender por un oficial el día anterior, durante el altercado a la entrada de la ciudad. A pesar de mi apariencia el sujeto me había reconocido al ser iluminado mi rostro por la luz de la antorcha junto a la pasarela.

—- ¿Qué demonios …?—- dijo el cananeo, atinando a desenvainar la espada.

Sin tiempo para sacar mi puñal, lo embestí con todas mis fuerzas, impactando con mi antebrazo en su rostro, lanzándolo hacia atrás, haciéndolo retroceder hasta hacerlo tropezar en el desnivel del piso del torreón, cayendo de espaldas cuan largo era.

El otro guardia que se encontraba allí soltó una carcajada ante la torpe caída del hombretón, sin entender el motivo de la disputa, imaginando que se trataría de algún asunto personal.

—- ¡Hijo de perra!—- musitó enfurecido el gigantón.—- ¡Haz sonar el cuerno!—- dijo a su compañero.

Nos miró sorprendido, pero luego comprendió que se trataba de algo mucho más grave que una simple riña, por lo que manoteó el cuerno que colgaba de su cinto para hacer sonar la señal de alarma. De soslayo, mientras sacaba mi hacha preparándome para defenderme del enorme guardián que blandía amenazante su espada curva, vi a mi compañero descargar su puñal con un poderoso movimiento de su diestra sobre el otro custodio del torreón.

El arma blanca se clavó con un leve chasquido sobre el delgado pectoral de cuero, penetrando hasta la carne del cananeo que, todavía vivo trastabilló y cayó de lado sobre una de las almenas para terminar de ser rematado a filo de espada. Desconcertado y temeroso, el gigante hizo un ampuloso movimiento, mas bien para asustarme que para herirme, tratando de ganar la puerta que yo obstruía para que no huyera del torreón.

Evitando el sablazo, lo dejé pasar por encima de mi cabeza y quedando casi a su espalda descargué un furibundo hachazo que hizo crujir su columna aflojando sus piernas instantáneamente. Antes que gritara pidiendo ayuda, destrocé su cráneo de otro hachazo que abrió en dos su cabeza hundiendo el gorro en su interior.

Retiramos los cuerpos a un costado alejándolos de la proximidad de la puerta,

cuando vimos a otro guardia que se acercaba luego de completar su recorrido por las pasarelas de la muralla proveniente de las torres cercanas.

De espaldas, escuché el rechinar de las tablas que formaban el piso que vibró bajo su peso, cuando el sujeto se aproximó a mí.

Como si conversáramos de algún tema trivial me apoyé con mi brazo derecho sobre las almenas del muro tratando de tapar, en parte al menos, los cuerpos de los guardias muertos que habíamos dejado contra la pared en el interior del torreón.

Al trasponer la puerta del torreón, el guardia se quedó parado a mi lado mirando perplejo la enorme mancha de sangre en el suelo, que como un espejo púrpura, reflejaba el disco lunar. Giró su cabeza confundido hacia mi compañero buscando una explicación, cuando descubrió los cadáveres tendidos junto al muro. Mi puñetazo aplastó su nariz respingona de la que manó un gran chorro de sangre empapando su bigote, su mentón y sus mofletudas y caídas mejillas. El golpe lo hizo retroceder hasta caer sentado para terminar golpeando con su cabeza en la pared, tras lo cual se desvaneció quedando tumbado de lado como un borracho luego de un exceso de alcohol.

—- Amordázalo y átalo de pies y manos.—- le dije a mi compañero mientras restregaba mis nudillos doloridos por el impacto, observando las torres cercanas, esperando que nadie se hubiese percatado de nuestra actividad.—- Quédate aquí. Yo bajaré hasta la entrada para ordenar al resto de nuestros hombres, que ataquen los demás torreones de manera que tomemos el control de toda la muralla.

—- Si me ven solo pueden sospechar que sucede algo anormal.—- advirtió mi compañero.

—- Tendremos que arriesgarnos. No contamos con suficientes hombres.—- respondí.

Descendí hasta los establos para reunirme con el resto de los efectivos que esperaban ocultos.

—- Tenemos controlado el torreón nororiental. —- informé a Heri.—- Movilícense para alcanzar a través del muro oriental, el torreón sudoriental y luego los dos occidentales. Una vez que tengan controlados los demás torreones, neutralicen a los soldados que montan guardia en los templos para colaborar con los hombres de Djehuty.—- expresé.

—- ¿Debemos esperar alguna señal de los hombres que se encuentran en la residencia?—- preguntó Heri.

—- Atacaremos el palacio solo después de que controlemos todos los torreones y podamos permitir el ingreso de nuestras tropas.—- respondí.—- Piensa, que con la muralla en nuestro poder y el ejército invadiendo la plaza quedarán a nuestra merced y poco podrán hacer aunque logren resistir en el interior de la residencia real. Estarán obligados a rendirse o morir vanamente en un esfuerzo inútil.—- expliqué.

—- Comprendido, mi señor. —- respondió Heri.

—- Hay algo más que debo pedirte. Necesito que me proporciones a tus tres mejores arqueros para atacar el atalaya.—- dije.

Señaló a dos, tras lo cual se acercaron a mí para acompañarme.

—- ¿Tú eres el tercero?—- pregunté sorprendido.

—- Así es, mi señor.—- expresó con orgullo, Heri.—- Soy el mejor de entre los arqueros de los ejércitos del delta.

—- ¿Quién comandará al resto del grupo?—- inquirí.

—- Mi hermano Iby está tan capacitado como yo para hacerlo, mi señor.—- dijo, presentándome a otro joven soldado.

—- Espero que así sea.—- respondí.

Agazapados y corriendo entre las sombras proyectadas por los techos de la edificación, llegamos cerca del ingreso a la fortaleza.

Había solo tres cananeos resguardando la entrada. Uno se encontraba sentado junto a la casilla de guardia y los otros dos apoyados contra la gran puerta de cedro que cerraba el ingreso a la ciudad interior. Al parecer, a pesar de estar de guardia, habían conseguido llevar al puesto algo fuerte con que brindar por la victoria de aquel día y para calentar la sangre en esa fría madrugada. Platicaban y reían ruidosamente mientras se cedían alternativamente un odre conteniendo alguna bebida embriagante. Los efectos de la misma eran notorios y favorecían notablemente nuestros planes.

Teniendo en cuenta la pobre luz de la antorcha que iluminaba el portal y la distancia que nos separaba de los guardias, decidí que sería demasiado arriesgado disparar con nuestros arcos.

No aproximamos Heri y yo vestidos con ropas de custodios aferrando nuestras dagas ocultas bajo las mangas de la túnica.

El más alejado a nosotros nos observó despreocupadamente mientras se llevaba el pico del odre a su boca. El que se encontraba sentado estaba tan borracho que apenas podía sostenerse. Solo el que estaba en medio de los tres nos prestó atención. Estaban en tan deplorable estado de ebriedad que no tenían posibilidades contra nosotros.

—- ¿Ocurre algo?—- preguntó con voz nasal.

Mi golpe fue tan directo y sus reflejos tan pobres que ya estaba inconsciente antes de golpear su cabeza contra la puerta. El otro no vio llegar el puñetazo de Heri que impactó su sien izquierda tumbándolo estrepitosamente. El último, el que se hallaba sentado, ni siquiera despertó de su borrachera cuando los llevamos a los tres al interior de la casilla.

Observando que a nuestro alrededor no hubiese nadie fisgando nuestros movimientos, hice señas a los demás para que se acercaran.

—- Abran la puerta.—- ordené a mis hombres.

Bajo el gélido hálito nocturno, fuimos devorados por las callejuelas de la ciudad exterior, desapareciendo de la vista de nuestros hombres que permanecerían en la ciudadela fortificada, esperando la llegada de nuestras tropas para concluir la toma de Joppe. Mientras tanto, deberían mantener en secreto cada maniobra, cada movimiento dentro de los muros, y concretar el plan sin darse el lujo de cometer errores, ya que cualquier yerro podría alertar a los centenares de soldados enemigos, terminando la misión en un desastroso fracaso, con la condena a muerte de todos aquellos que quedasen atrapados en el lugar.

Nos perdimos en un laberinto de pasajes oscuros, estrechos y tortuosos, ganados por los habitantes de la noche; seres abandonados a su suerte como desechos humanos a los que no se les permitía el ingreso a la ciudad interior. Las veredas ocupadas por indigentes y famélicos que se acercaron a pedirnos algo, lo que fuese; pordioseros pustulosos, tullidos o deformes, alrededor de una hoguera asando el cadáver de alguien aun menos afortunado que ellos, leprosos ocultando sus monstruosas lesiones y tuberculosos escupiendo los pulmones en cada acceso de tos, disputándose los desperdicios de la celebración que los soldados arrojaban de lo alto de la muralla. Sus rostros reflejaban el sufrimiento del desamparo y el dolor de la auto negación, muertos vivientes que prolongaban la angustia de agonizar inútilmente, sin esperanzas de conocer una existencia que valiese la pena ser vivida. Los olvidados de la divina providencia, parecían darse cita como representantes de las miserias humanas, en un concilio que proclamaba la indiferencia de Dios.

Los perros sarnosos y los gatos hambrientos se veían como seres más dignos que aquellos despojados.

Transitamos desconcertados por unos instantes habiendo perdido el rumbo, sin tener punto alguno de referencia, ya que rodeados por precarias viviendas de igual construcción, a duras penas podíamos ubicarnos a través de la luna, que por aquel momento se encontraba justo por encima de nuestras cabezas.

Sabiendo lo mucho que podría costarnos esa pérdida de tiempo, ayudamos a uno de los nuestros a trepar por encima de una de las casas más bajas para que divisara la ubicación del atalaya que constituía nuestro objetivo.

Nos habíamos desviado hacia el norte, pero no estábamos lejos de la ruta correcta. Atravesamos los suburbios hacia la torre de vigilancia llegando por entre el caserío más cercano a las dunas costeras, próximas a las colinas, en el extremo más oriental de la ciudad.

Desde nuestra posición, en un angosto recoveco entre los míseros cuchitriles que colindaban con los yermos montes orientales, podíamos ver dos guardias encaramados en la parte más alta de la torre, en tanto que un tercero se encontraba al pié de la misma cerca de la escalera pero del lado opuesto al que nosotros teníamos de frente, embadurnando una antorcha en un cubo de madera conteniendo brea. Esperamos unos momentos hasta estar seguros de que solo se hallaban en el lugar esos tres soldados, para planear el modo de ataque.

—- Pongan atención.—- les dije.—- Me acercaré al soldado que se encuentra abajo. Desde esta posición sería casi imposible hacer blanco sobre él y tampoco podemos ver si porta o no el cuerno para dar la alarma. Cuando lo ataque, dispararán contra los que se encuentran en la parte superior. Al menos uno de los dos que permanecen en lo alto debe portar un cuerno. No es necesario advertirles lo importante que es que sus saetas den en el blanco. No podemos fallar. Nuestros compañeros dentro de la fortaleza dependen de nosotros.—- asintieron sin decir palabra, ubicándose detrás de un parapeto de adobe controlando sus arcos y eligiendo las flechas que emplearían.

—- Debería cambiar su uniforme, mi señor.—- dijo uno de ellos, al percatarse de que mi indumentaria estaba manchada con sangre y que los guardias que custodiaban los atalayas podrían desconfiar.

—- Tienes razón.—- respondí.

Cambié ropas con uno de ellos de manera que no despertara sospechas.

Recorrí con paso cansino los más de cien codos que habría hasta el puesto de vigilancia, observando en la tenue luminosidad nocturna cada detalle que pudiera resultar de valor al momento de actuar.

Dos grandes antorchas encendidas y colocadas sobre soportes, a media altura de la torre, fulguraban en los lados oriental y occidental del cuadrado armazón de troncos que constituía la misma. Calculé en no más de veinte codos la altura de la plataforma, hasta la cual se accedía a través de una escalera también de madera, ubicada sobre la pared sur de la estructura. A poco de llegar, pude ver que los dos guardias en lo alto de la torre llevaban colgados del cinturón blanquecinos cuernos de carnero para las señales sonoras.

Ambos individuos interrumpieron la conversación, acercándose a la barandilla al verme llegar, seguramente extrañados por mi presencia en el lugar. Se encontraban en una posición perfecta para que mis hombres hiciesen blanco sobre ellos, de modo que me apresuré a actuar.

—- ¿Qué hacéis aquí?—- dijo en lengua cananea el guardia, que se quedó mirándome, tratando de reconocer mi rostro a la luz de la antorcha que brillaba por encima de nosotros. Lo pateé en el vientre sin demasiada violencia, pero la suficiente como para quedara encogido de dolor tras lo cual lo golpeé con el mango del puñal en la nuca, hasta caer desmayado de cara en la arena.

—- ¡¿Estáis loco…?!.—- llegó a decir uno de ellos, cuando al pisar el borde de la escalera para descender, fue alcanzado por una flecha que se le clavó entre las costillas. Con un ahogado grito se precipitó al vacío, golpeando pesadamente en el suelo, rompiéndose el cuello. El otro quedó inmóvil con una flecha clavada en su abdomen y otra en su hombro, derrumbándose sobre el suelo de la torre emitiendo lastimeros quejidos.

Me apresuré a subir para evitar que pudiese dar la señal de alarma, pero el sujeto se encontraba tan asustado y dolorido que apenas podía respirar. Tenía el brazo derecho inmovilizado por el flechazo en su hombro y el cuerno que portaba del otro lado con la cuerda que lo sostenía debajo de su cuerpo, de manera cada intento de desprenderlo de su cintura presionaba la herida del abdomen en el lado izquierdo. Le quité el cuerno de todas maneras e hice señas a mis hombres para que se acercaran. La torre de vigilancia del extremo nororiental de la ciudad estaba tan lejos que no había peligro de que notaran nuestra actividad.

Llegaron corriendo hasta el atalaya mientras trataba de ayudar al cananeo herido. Sin peligro de que pudiera perjudicarnos, ordené que no le hicieran daño. El objetivo había sido cumplido y no tenía sentido matarlo. Las heridas no eran graves, ya que había atravesado la carne por encima del borde externo de la cadera. Podía salvarse y no veía razón para que otro hombre muriese innecesariamente.

No compartía el espíritu sanguinario que animaba a otros de nuestro propio ejército, inclinados a trasformar cualquier choque armado, en una masacre, por el puro placer de ver los cadáveres de los enemigos esparcidos por doquier como si se tratara de reses sacrificadas para un festín. Se excusaban diciendo que lo hacían para infundir el miedo entre las tropas rivales, pero al verlos, me erizaba la piel descubrir que la mayoría de ellos disfrutaban despertando el terror entre los prisioneros, al verse caer en manos de los impiadosos verdugos que no buscaban el triunfo en el campo de batalla, sino una orgía de sangre y cuerpos descuartizados, cuyos cráneos y miembros eran expuestos a la vista como obscenos trofeos.

Este salvajismo no conducía más que a actos de venganza, en los que morían de igual manera nuestros propios soldados e incluso como ocurriría después, personajes de relevancia y burócratas que poco tenían que ver con la forma en que se desarrollaba la guerra.

La cuestión es que, con el puesto de vigilancia en nuestro poder, solo nos restaba dar la señal a nuestro ejército oculto en las colinas orientales, que esperaba presto para invadir la ciudad. Había pensado que una señal visual, como habíamos planeado de antemano, agitando una antorcha encendida desde la torre, sería más rápida para anunciar a nuestras tropas el momento de atacar, sin embargo, el peligro de que fuese divisada por los guardias de los atalayas vecinos, a no más de mil codos de distancia de nosotros, la hacía desde mi punto de vista totalmente inviable. Nuestro ejército podría tardar demasiado en llegar desde su lugar de emplazamiento, dándoles tiempo a las tropas cananeas a doblegar la resistencia de nuestros efectivos en el interior, que deberían luchar para mantener el control del portal de la ciudadela en condiciones de enorme desigualdad.

De manera que tomé la decisión de enviar a dos de nuestros hombres hacia las colinas llevando el mensaje. Sería más lento, pero juzgué que resultaría mucho más seguro.

Permanecimos expectantes e impacientes en el atalaya, esperando la llegada de los nuestros, y en mi caso, preocupado por la responsabilidad que me cabía.

La noche era clara y el cielo sin nubes, me daba pocas esperanzas de que nuestro ejército, desplazándose como un oscuro y gigantesco gusano, no fuese visto desde las demás torres al alcanzar la región costera proveniente del desierto. De todas maneras, para ese momento, aunque emitiesen la señal de alarma, sus soldados no tendrían tiempo de reaccionar contra los nuestros, penetrando ya en la intimidad de la fortificación.

La espera parecía interminable y mis nervios iban crispándose a medida que transcurría el tiempo, sin que mis ojos cansados pudiesen divisar la columna armada por entre los valles cercanos, cuyas colinas reflejaban los rojizos destellos de la arena, mientras la luna, con su blanquecina luz, lenta e inexorablemente rodaba hacia el poniente, en tanto en el levante, podía adivinarse el inminente amanecer, cuando comenzaban a extinguirse las estrellas, opacadas por el creciente resplandor solar.

Por fin, con la ansiedad haciendo mella en mi fatigado cuerpo, avizoré la imagen del monstruo reptante que, como una manga de langosta, se contorsionaba cambiando de forma en su avance sobre el terreno. A pesar de que llegaban corriendo, me parecía que se movían con la lentitud de un caracol; tal era el estado de exasperación que me afligía.

—- ¿Por qué tardasteis tanto?—- pregunté al comandante, mientras las tropas se movían rápidamente hacia las calles de la ciudad.

—- Debimos alejarnos hacia el interior, ante el riesgo de que nos descubriera una tribu de pastores que se asentó en la región, ayer por la tarde.—- respondió el oficial.

—- Lo importante es que llegaron a tiempo. No se ha escuchado ninguna señal y ahora ya no tiene demasiada importancia que la emitan.—- respondí confiado en nuestro éxito.

Como era de esperar que ocurriera, los cuernos comenzaron a escucharse desde cada uno de los atalayas, en un concierto de vanas y disonantes señales de alarma, mientras nuestras tropas concluían la invasión de la ciudadela aún dormida y totalmente inerme.

Miles de ciudadanos en la plaza, en la explanada del mercado, en las calles de la ciudad interior, despertaron de su borrachera en la incipiente madrugada, desconcertados por la sinfonía de cuernos que alertaba sobre un peligro que sólo comprendieron al ver a los efectivos de nuestro ejército invadiendo las vías de la ciudad, instalados en la muralla de la fortificación y reduciendo a las tropas del príncipe Zipor, desarmadas y siendo recluidas en la propia ciudadela; desbordados de estupor, comprobaron que, libres y orgullosos el día anterior, amanecían bajo el dominio de Kemet, cuyas huestes habían burlado el sistema de defensa de Joppe.

Por otra parte, la entrada de nuestro ejército allende los muros tomó al resto de las tropas cananeas totalmente por sorpresa; el grupo de hombres ingresados en las cestas había ganado el control de los demás torreones de la fortaleza, y Djehuty, encabezando a sus oficiales, tenía a los miembros de la corte y a la propia familia real como rehenes dentro de la residencia palaciega.

La conquista de la importante ciudad costera de Joppe quedaría en los anales de la historia bélica de nuestra tierra, como uno de los más notables logros de la estrategia de nuestros generales y una clara muestra de la valentía de los guerreros conducidos por el descollante genio del Faraón más grande en conquistas que tendría Kemet.

Capítulo 4

"Maya, mi amigo y mi salvador."

Habiendo regresado junto al grueso de las tropas llevando el tesoro del templo de Baal, a los miembros de la familia real y más de diez veces cien prisioneros con nosotros, fuimos acogidos con un cálido recibimiento por parte de nuestros compañeros de armas, luego de la hazaña militar de Joppe. Atravesamos los territorios de Retenu, sin oposición de ejércitos cananeos ni escaramuzas con hordas de nómadas Shasu.

En las jornadas sucesivas, los habitantes de ciudades, pueblos y aldeas, daban muestras de sumisión ante el paso de la columna armada que atravesaba el país de Retenu sin oposición alguna en ausencia de los príncipes cananeos que, reunidos bajo el mando de Durusha, preparaban la estrategia para atacar a nuestro ejército en su avance hacia Meggido.

Agricultores y pastores de aquellas tierras nos observaban transitar las rutas de su país con temor y desconfianza, en tanto las urbes más pobladas, debían rendirse ante la imposibilidad de resistir un asedio prolongado. Éramos recibidos con despreciativa indiferencia por los ciudadanos, cuyos líderes y nobles rendían honores a Tutmés, aceptando el vasallaje que se les imponía, declarándose a si mismos súbditos del Faraón.

Nuevamente, el fantasma de la guerra se cernía sobre millares de almas inocentes que, sin gozar de los beneficios que obtenían los reyezuelos embarcados en expediciones bélicas cuando la suerte no les era esquiva, eran las primeras víctimas en caer presas de las hambrunas, las pestes y el abuso de los ejércitos invasores que maltrataban a los ancianos, vejaban a las mujeres, asesinaban a los hombres, saqueaban, destruían y quemaban todo a su paso.

Ingenuamente creí que, al menos parte del objetivo de conquista era llevar el mandato del Ma’at, la justicia y la verdad, a esas naciones azotadas por los conflictos entre los príncipes cananeos, que conspiraban unos contra otros para apoderarse de las tierras y los tesoros de sus templos.

Sin embargo, el ideal que animaba antaño mi espíritu, imaginando un mundo gobernado en paz y armonía por la gran nación de Kemet, era solo un sueño imposible de realizar y cuya concreción no estaba en los planes del soberano a quien tanto había admirado y apoyado.

Nosotros no éramos mejor que los demás y Tutmés no tenía intenciones de demostrar más piedad con aquellos que cayesen humillados bajo el poder de nuestras armas.

Mensajeros de la desgracia, llevábamos el dolor y el pesar a aquellas masas castigadas por la indiferencia de sus dioses. Ignoradas sus súplicas, resistían a duras penas una difícil supervivencia robada con esfuerzo a los estériles suelos de sus territorios, flagelados por enfermedades y sequías interminables, que hacían penosas sus vidas aún en tiempos de paz.

Ignorantes de las calamidades que asomaban en el horizonte de su futuro cercano, combatían las sombras de la desesperanza y el desaliento con la misma resignación con que enterraban a sus seres queridos. Aceptaban sumisamente un destino inexorable con la naturalidad de los que llevan una existencia al borde de la muerte.

Durante una de las apacibles veladas que se desarrollaban, luego de la opípara cena que brindaba el monarca a sus altos mandos militares y a aquellos que ocupábamos puestos diplomáticos, Tutmés consultó a su jefe astrólogo, o "Guardador del tiempo", como les llamábamos en nuestra lengua, acerca de un evento sumamente significativo que había pasado inadvertido para alguno de los presentes.

—- Decid qué habéis descubierto en vuestras observaciones de la estrella nueva.—- dijo Tutmés solemnemente, deseoso por conocer la opinión del sabio anciano, aunque guardando una actitud hierática.

Con medida parsimonia, Ra-hotep se irguió en su silla para dar respuesta a la inquietud del soberano, esperando a su vez captar toda nuestra atención, transformándose en el centro de todas las miradas. Su lisa y brillante calva contrastaba grandemente con su arrugado y oscuro cuello. La mezcla de un ajado rostro recorrido por centenares de surcos y una gran nariz ganchuda precediendo los pequeños ojos, le daba un aspecto de gigantesca tortuga. Ataviado con una inmaculada túnica blanca, adoptó una pose de formalidad casi ceremonial para responder con voz sonora y grave.

—- Poco tiempo después del comienzo de la expedición, más exactamente cuando arribábamos a Sharuhen, mi joven asistente descubrió, al revisar el mapa celeste, un tenue, casi imperceptible destello de luz en las cercanías de Hor-Desher, el astro cuya esencia lumínica dimana del divino Ka del Dios guerrero. El fulgor de la nueva estrella se fue acrecentando notablemente a medida que progresábamos en territorio asiático y su forma y color han ido cambiando de un pálido tono Ketj (amarillo), como todos conocen, símbolo de nuestro amado Dios Ra, a partir del cual ha mutado lentamente con el transcurso de las semanas, desplegando sus miembros alados como "Hor Señor del Cielo", e incrementando su intensidad hasta el Yenes (rojo), color que simboliza la sangre y la guerra.

Según mis conclusiones, la evolución de la nueva estrella es una clara señal de que Amón-Ra, amado Dios Todopoderoso, ha allanado el camino de vuestros ejércitos hacia la victoria sobre los enemigos de Kemet. La aparición del astro junto a la estrella de Hor no puede tener otro significado que el señorío de Su Majestad, ungido de los Dioses, sobre las demás naciones, en la conquista de las tierras del norte.—- expresó con total convencimiento.

El rostro del soberano reflejó una contenida sonrisa de satisfacción, en tanto el resto de los presentes, felices por la buena nueva, abundaban en comentarios y alabanzas a los Dioses, agradecidos para con la divina providencia por haberlos hecho partícipes en una era de grandeza nacional al servicio del Neter-nefer Tutmés III.

En medio del entusiasmo de los comensales, el Faraón elevó su mano derecha ornada de suntuosas sortijas y lujosas pulseras, que brillaron con dorados destellos, reflejando la luz de las lámparas. Se hizo un absoluto silencio para escuchar la palabra del monarca. Impetuoso y lleno de optimismo, como inspirado por una fuerza vital y sobrenatural, anunció la decisión tanto tiempo esperada.

—- Mañana, antes que despunte el Sol, encabezaré la marcha triunfal que nos lleve a la conquista de Meggido, para la gloria de mi Padre Amón-Ra.—- expresó Tutmés, como si de una profecía se tratara, ante la algarabía general. Se hizo silencio nuevamente, a la espera de que el soberano diera más precisiones.

—- He decidido tomar la ruta de las montañas para arribar a Meggido.—- concluyó Tutmés, esperando algún tipo de comentario, sabiendo que sus generales se sorprenderían ante una decisión tan arriesgada.

—- ¿Mi Señor, puedo hacer una observación al respecto?—- consultó el general Uneg.

—- Lo escucho.—- dijo Tutmés, sabiendo exactamente cual sería la objeción de Uneg, para luego explicar sus motivos.

—- Mi Señor, con todo respeto desearía mencionar lo peligrosa que es la ruta de los desfiladeros. Hay sectores del camino que son muy estrechos, por los que pasa un solo caballo, a lo que se agrega el inconveniente que plantean la nieve, o peor aún el hielo cuando ésta se solidifica, y el fuerte viento de las altas cumbres.—- advirtió Uneg, mientras la gran mayoría de los altos oficiales asentía.

—- Con respecto a la dificultad que plantea el camino, la respuesta es transitar aquellos tramos estrechos pasando un carro por vez, tirado por solo un animal, y tomar los resguardos que fuesen necesarios para no sufrir accidentes. En cuanto a la nieve y el viento, durante esta época las tormentas son muy poco frecuentes y apenas se conserva hielo en los picos más elevados. Lo sé bien, pues he consultado con mercaderes que transitan la región durante todo el año.—- replicó Tutmés.

—- Mi Señor, una marcha lenta a través del territorio montañoso retrasaría mucho nuestro avance hacia Meggido.—- expresó otro oficial.

—- Utilizar las rutas más seguras es lo que ellos esperan que hagamos. Tendrán hombres en cada aldea y cada pueblo de la ruta espiando nuestros movimientos, para informar a Durusha acerca de la marcha del ejército de Kemet y darle a conocer exactamente el día de nuestro arribo a Meggido.

Además, el tiempo no es tan importante en este caso. Llegar un poco antes o un poco después no agregaría ventaja ni desventaja adicional, ya que el rey cananeo y sus aliados esperan nuestra llegada a la planicie. De todas maneras, nuestro ejército estará en la región con antelación a lo que ellos imaginan, porque planeo una marcha directa, sin detenernos en las ciudades ni pueblos que se encuentran en el rumbo que, como ya sabemos, permanecen indefensos, pues el grueso de las milicias asiáticas están acantonadas bajo el mando de la coalición.

Los enemigos suponen que avanzamos cautelosamente, revisando bajo cada piedra del desierto sin encontrar oposición, para sorprendernos con un ataque masivo, empleando todo el poderío militar de los aliados. La sorpresa en este caso lo aportaría el hecho de arribar a Meggido por el desfiladero, bajando de las montañas entre la ciudad y la posición de nuestros enemigos, instalados en la planicie, que aguardan nuestra llegada a través de los valles que desembocan en la misma. Caeremos sobre ellos como una jauría de lobos sobre desprevenidos corderos.—- respondió el monarca, haciendo alarde de un genio estratégico admirable.

Los generales aceptaron las palabras del Faraón sin más objeciones, aunque no se veían completamente convencidos.

La madrugada siguiente partimos rumbo al norte, en busca de los angostos y áridos valles que nos conducirían a las cimas más elevadas del cordón montañoso. La hierba y los pocos árboles adaptados a la escasa humedad de los valles más protegidos del viento del desierto eran paulatinamente reemplazados por pastos duros y raquíticos arbustos, que resistían el inclemente clima, a medida que ascendíamos hacia el relieve más escarpado.

Rebaños de ovejas pastaban en las colinas de pastos más tiernos, en tanto las cabras aprovechaban aún la tosca vegetación de los terrenos más castigados por el frío de la altura y la desertización. Corzos y gamos, habitantes frecuentes de los valles mejor regados por las lluvias provenientes del "Gran verde", eran reemplazados por liebres y ratones en las zonas en que los recursos alimentarios resultaban más escasos.

Así mismo, zorros y chacales constituían la fauna de predadores en las regiones en que los mamíferos herbívoros comenzaban a escasear. Bandadas de buitres acechaban desde lo alto, desplegando sus alas en interminables vuelos en círculo, esperando terminar con los despojos de las víctimas que dejaban los grandes felinos y las hienas.

El viento del noreste, proveniente de los desiertos, se enfriaba a medida que ascendíamos en la ruta de las cumbres que desnudaban su intimidad de roca recia y estéril, en ausencia de plantas y animales, en las que solo de vez en cuando se divisaba a gran altura, en los recodos protegidos de las incesantes ráfagas eólicas, algún nido abandonado por las águilas hasta la siguiente temporada de cría.

Al atardecer de la primera jornada, advertimos con desánimo que el frío de la montaña era más crudo de lo que había supuesto el Faraón. Centenares de fogatas, encendidas con leña transportada a lomo de burro y excrementos de animales, apenas sirvieron al numeroso ejército para soportar la primera noche en un pequeño valle de altura.

La borrasca levantaba polvo y pedregullo de los picos cercanos, arrojándolos a la depresión en donde nos encontrábamos. Cuando el viento amainaba se hacía más soportable la espera y hasta era posible observar el firmamento rebosante de celestiales hogueras, como si fuese una imagen en espejo del campamento, multiplicada por incontables cantidades.

Nunca en mi vida había sentido tanto frío, a pesar de haber pasado muchas madrugadas en el desierto, durante las expediciones de caza. Aún permaneciendo junto al fuego y cubierto con un largo abrigo de lana, cada soplo de la ventisca parecía atravesar la carne con mil cuchillos, provocándome temblores imposibles de controlar.

La piel de mi rostro y de mis manos, acostumbrada a las cálidas temperaturas de Kemet, se sentía reseca y escamosa, como si el despiadado clima la quemara con su hálito helado. Mis ojos lloraban irritados y mis narices derramaban constantemente un moco líquido, que de tanto limpiarlo, erosionaba la piel del labio superior hasta formar dolorosas escaras, que se desprendían una y otra vez ante cada intento de higienizarme.

El Faraón descansaba en una amplia tienda, atendido por sus sirvientes, y dormía en un camastro plegadizo, lo bastante cómodo para reiniciar la marcha con las primeras luces del alba de la siguiente jornada, como si hubiese pernoctado en palacio.

Sin poder dormir, fui a visitar a Maya, que se encontraba entre las tropas que acampaban cerca de mi ubicación. Mi joven amigo había sido ascendido a oficial luego de los servicios prestados durante la batalla contra las tropas de Udimu, en la lucha fratricida que culminó con la coronación de Tutmés. A pesar de que las ocupaciones de ambos nos mantenían un tanto alejados, nos visitábamos siempre que teníamos oportunidad.

La confianza y el afecto que forjaron nuestra amistad se habían fortalecido con el tiempo, viniendo Maya a llenar el gran vacío que dejaron las ausencias de Ykkur y Madakh, transformándonos en íntimos amigos. Por el contrario, mis lazos con Amenemheb y Sai, tan estrechos en cierta época, se hicieron más superfluos, sintiendo la necesidad, por mi parte, de alejarme de ellos en razón de que sus intereses directos como jefe y subjefe, respectivamente, del cuerpo de custodia del Faraón, iban en contra de mi prohibida relación con Ahset. Me sentía intranquilo ante la idea de comprometerlos en mis asuntos amorosos, y, obviamente, no podía pedirles que fuesen cómplices de mis actos.

Maya se encontraba sentado frente a la fogata de su sector, con las piernas cruzadas y los brazos entrelazados junto al cuerpo, intentando, como el resto, combatir contra el frío que calaba los huesos. Llevaba puesto un sacón de lana grueso, que debería haberlo aislado de la helada mejor de lo que el mío, más delgado, me protegía a mí. Sin embargo, se lo veía acurrucado resistiendo la gélida madrugada a duras penas.

—- Querido amigo, ¿cómo estáis?—- dije tiritando, parado junto a Maya.

—- Congelado, mi estimado Shed.—- respondió Maya con voz temblorosa, observándome por debajo de la capucha que cubría su cabeza, casi sin querer moverse.

—- Tenéis un buen abrigo muchacho, ¿cómo podéis sentir frío?—- pregunté con socarronería.—- ¿Tal vez el joven oficial se ha vuelto debilucho y delicado?—- dije en voz alta, despertando risas de todo el grupo apretujado en círculo frente a la hoguera.

—- Veo que el frío no afecta vuestra jocosidad, anciano.—- respondió sonriente devolviendo la chanza, mientras se paraba.

—- No os levantéis. Venía solo a saludaros.—- dije.

—- No creáis que me levanto por vos. Deseo estirar las piernas y necesito caminar un poco porque tengo entumecido el trasero de tan helado que está el suelo.—- respondió, haciendo reír nuevamente a los congregados frente a las llamas.

Nos alejamos caminando por la pendiente del estrecho sendero hacia un enorme peñasco que emergía sobre una de las laderas rocosas. El mapa celeste fulguraba en infinitos puntos brillantes que tapizaban la negra cúpula sobre nuestras cabezas. Intermitentes ráfagas silbaban con agudos sones al atravesar el adusto relieve montañoso.

—- ¿Cómo está vuestra familia? Hace ya largo tiempo que no los veo.—- dije, mientras cerraba un poco más mi abrigo, cruzándome de brazos.

—- Se encuentran muy bien, Shed, y siempre os recuerdan con cariño.—- respondió.

—- ¿Aún continuáis vuestro romance con la bella Ari?—- pregunté. Ari era la más joven de las hijas de un idenu de Waset, que, perteneciendo a la nobleza local, no veía con buenos ojos la relación de su hija con un joven oficial de condición inferior.

—- Así es. Estoy enamorado de ella y creo que ella también lo está de mí, pero su padre no me quiere y no sé que futuro pueda tener nuestro noviazgo.—- respondió apenado.

—- No os desaniméis, Maya. Quizá solo sea cuestión de tiempo para que os valore y sepa reconocer que podéis ser un buen yerno. Además, tenéis un promisorio futuro dentro del ejército, pensando que ya sois oficial siendo tan joven.—- expresé intentando despreocuparlo.

—- Temo que su padre termine por convencerla de que le conviene aceptar a Bat, un primo lejano de noble cuna y con enormes posibilidades de transformarse en escriba real. ¿Me imagináis con posibilidades de superar a un competidor así?—- inquirió.

No pude evitar reírme por la manera en que Maya veía su situación.

—- ¿Os burláis de mí?—- preguntó molesto.

—- No, Maya, no me burlo de vos, pero me causa gracia la forma en que consideráis vuestras probabilidades de éxito.—- respondí, apoyando mi mano en su hombro y rodeándolo con mi brazo, demostrándole mi afecto.—- Ari no es una competencia de tiro al blanco, ni una carrera de carros. No penséis que competís contra nadie. Ella os ama, lo he visto en sus ojos, el modo en que os mira, la forma en que se refiere a vos. El corazón de una muchacha romántica como Ari no se compra con una cuna noble.

—- Pero su padre …—- volvió a decir. Lo interrumpí.

—- No importa tanto lo que diga su padre, si vuestro nombre está grabado en el corazón de Ari. Demostradle que la amáis, y que lucharéis por ese amor sin importar los obstáculos que debáis sortear. Confiad en mis palabras, Maya.—- expresé, con la certeza que me brindaban algunos años más de experiencia.

Maya permaneció un momento, meditativo y en silencio.

—- ¿Y qué hay de vuestra relación con Tausert?—- me preguntó, observando el firmamento, como si no quisiera mirarme para no darse cuenta de que le mentiría.

Me tomó por sorpresa. Por un momento no supe qué responder. Si le decía la verdad me amonestaría con total justificación.

—- Bien. Todo está bien entre nosotros.—- respondí, sin poder fingir seguridad.

A pesar de la oscuridad que nos rodeaba supe que Maya clavó sus ojos en mí.

—- ¿Dejasteis de frecuentar a Ahset?—- inquirió en tono severo.

Era obvio que no podía mentirle. Maya tenía la extraña virtud de desnudar mis debilidades y mis engaños.

—- No, realmente aún no he terminado con ella.—- respondí con vergüenza.

—- ¡Por los cuernos de Amón, Shed!—- maldijo en voz baja.—- ¡Sabía que me estabais mintiendo!—- dijo, realmente muy enfadado.

—- Quisiera poseer la mitad de la sabiduría de Thot para lograr quitarme el pesado yugo que representa mi amor por Ahset.—- respondí sincero.

—- ¡No me habléis de sabiduría, Shed! ¡Sois lo suficientemente inteligente para saber que lo estáis arriesgando todo por esa mujer y no vale la pena! ¡Si os descubren, lastimaréis a Tausert, mancharéis de oprobio a vuestra familia y destruiréis vuestra inmaculada trayectoria!—- expresó preocupado y molesto ante mi comportamiento.—- Ya lo habíamos hablado anteriormente. No puedo creer que aún sigáis empantanado en ese asunto.

—- Lo sé, Maya. Es una batalla que libro íntimamente entre la sensatez que me impulsa a alejarme de ella y la obsesión que, ganando mi espíritu, me empuja a su lecho cada vez que siento su presencia o recuerdo su belleza.—- respondí, resignado.

—- Una belleza vacía y mortal, diría yo, que os arrastrará a un abismo sin retorno.—- replicó.

Permanecí en silencio, sin decir palabra, en un estado de parálisis que exasperó a Maya.

—- ¡Os estáis comportando como un muchacho que recién descubre el sexo y se deslumbra por la primera mujer que le da placer! ¡Esa mujerzuela no vale el riesgo a que os exponéis por ella, y por el otro lado, dejáis a una muchacha maravillosa como Tausert que os ama con el amor más puro que un hombre pueda desear!.

¡Lo más probable es que el Faraón os condene a muerte a ambos si llega a sus oídos que vosotros sois amantes!—- expresó en un clamor desesperado.

Maya tenía toda la razón, pero, me era tan difícil sustraerme a los encantos de Ahset que me estaba resignando a aceptar el destino que me tocara, sin importar el desenlace final.

Mi mente, obnubilada por el lujurioso romance, perdía la perspectiva de los sucesos que caerían como una maldición sobre mis seres queridos. Maya intentó hacerme recapacitar, en un momento en que había perdido el control sobre mis actos, y era dominado por esa enfermiza pasión.

—- Además, pensad en la vergüenza y la desgracia que sobrevendrá sobre Pentu. ¿Creéis que el Faraón reaccionará solo contra vos? Vos mismo dijisteis que la compasión no es una de sus virtudes, ¿no es así? Imaginad las medidas que puede tomar contra vuestro padre. Lo deshonrará, expulsándolo de la jefatura de artesanos. Peor aún. Por rencor puede despedirlo como escultor y prohibir que sea empleado en cualquier obra pública en templos y edificios oficiales. ¿Pensáis que los nobles y aristócratas le darán trabajos para sus ajuares funerarios o para sus residencias si el soberano lo execra del núcleo de sus artistas? ¡No lo pensasteis, Shed!, ¿de qué vivirán Pentu y vuestra madre? Si es que los amáis tanto como aseguráis, no los hagáis pasar por una humillación que podría terminar con sus vidas. Yo perdí a mi padre y haría cualquier cosa para recuperarlo, pero no puedo resucitarlo; vos, sin embargo, os comportáis de manera egoísta con vuestros padres, puesto que, por un estúpido capricho, podéis condenarlos a morir en la deshonra.—- concluyó, dejándome solo para volver al campamento.

Las palabras de Maya conmovieron mi conciencia, golpearon mis oídos como una maza de guerra sobre la inerme humanidad de un enemigo moribundo. Como una bofetada, despertó mi mente, dormida por un mortal hechizo, del que quizás no hubiese despertado hasta sentir el hacha del verdugo sobre mi cuello.

El peligro que se cernía sobre el futuro de mi familia, provocado por mi inexplicable estado de aturdimiento, despabiló mis sentidos sumidos en el embrujo que había tejido Ahset como inmensas redes de placer, en su telar de besos y arrumacos, armando una fatal trampa de seducción en torno de mi vulnerable naturaleza, tan hábilmente manipulada por sus expertas manos. De no haber sido Maya tan duro en sus términos, me hubiese arrepentido vanamente, llenándome de culpas y remordimientos, el resto de mis días. La angustia que me ocasionó el imaginar las consecuencias que mi relación con la concubina del Faraón podría tener sobre mi familia, me llevó a asumir la necesidad de terminar con Ahset, apenas regresara a Kemet, luego de concluida la expedición a Retenu.

El temor al castigo moral que recaería sobre los seres que más amaba, recompuso mi sentido de la responsabilidad, armándome de valor para tomar la decisión que salvara mi propio futuro y el de los míos, del enorme abismo de infelicidad y desdicha frente al que me encontraba. No sería fácil, debería sobreponerme a mis propias debilidades y limitaciones para salir lo mas urgentemente que pudiese de aquel escabroso asunto. Esos días en tierras extranjeras, mi gran amigo Maya me salvó de cometer el peor error de mi vida, que podría haber concluido con un final más trágico aún que mi propia muerte.

Me resultó imposible conciliar el sueño las pocas horas que restaban antes del alba.

Agobiados mi mente y mi cuerpo al comenzar la nueva jornada de marcha hacia Meggido, me sentí extenuado, invadido por una sensación de debilidad extrema que, consumiendo mis últimas fuerzas, parecía hundirme en un sopor y una pesadez que me resultaba difícil combatir. Como si estuviese borracho, tenía grandes dificultades para mantener el equilibrio durante el ascenso a través de los tortuosos senderos de montaña, percibiendo la flaqueza en mis miembros inferiores, que vacilaban a cada paso, en la imposibilidad de impulsar con seguridad mi cuerpo, que parecía pesar lo que un elefante. Me sentía confundido, y mi entendimiento, perturbado por imágenes que deformaban la realidad que me rodeaba, me sumía en un total desconcierto al cual no le hallaba explicación.

Nuevamente, Ahset apareció ante mí, en su delicado camisón de lino púrpura, llamándome a su lecho. Sacudí mi cabeza tratando de esfumar la visión.

No quería volver a mirar y contemplar otro fantasma que amenazara con desmoronar la endeble entereza que me quedaba. Afligido, pensé que la locura pudiese estar arrebatando la poca cordura que animaba mis actos, el precario juicio que restaba en mi espíritu.

¿Algún ente del submundo intentaba invadir mi maltrecho Ka?, ¿Estaría siendo amenazado por un demonio que trataba de destruir mi corazón?

Temía siquiera especular, pues incluso en la especulación acechaba la sombra de la incertidumbre, sembrando más dudas en mi desquiciado entendimiento. No tuve siquiera el valor para enfrentar lo que podía aparecer nuevamente ante mis pupilas y simplemente mantuve los ojos cerrados.

—- Mi señor, ¿se encuentra bien?—- preguntó alguien a mi lado.

Al dirigir la vista hacia mi interlocutor, descubrí con espanto la imagen de mi padre colgado por el cuello como un condenado a muerte, observándome con ojos desorbitados y el rostro desfigurado, preguntándome por qué él debía ser castigado por mis culpas.

Mi cabeza parecía que estallaría de dolor y mi estómago intentaba deshacerse del poco contenido que le había proporcionado la noche pasada. Perdí el equilibrio y aferrado a mi potro, me encontré oscilando en el vacío. Por temor a caer al precipicio, busqué un lugar donde asirme y me encontré de frente la mirada de Tausert, despreciativa y llena de rencor, reprochándome que la hubiese traicionado. No, no podía ser verdad lo que estaba pasando, lo que veía debía ser solo consecuencia de mi imaginación.

Sudaba profusamente y al mismo tiempo, mi piel se erizaba de frío. Creí morir de tan enfermo que me sentía.

Abrí y cerré mis párpados para observar otra vez, sin poder entender lo que me ocurría.

—- Señor embajador, ¿me escucha?—- repitió la voz amable y lejana.

Todo se volvió negro, y mientras la propia montaña giraba a mí alrededor, perdí contacto con mi caballo y sentí que mi cuerpo flotaba en el aire. Apenas percibí dolor cuando barranca abajo, mi cuerpo rodó hacia las frías aguas del lago que llenaba el fondo de la hondonada, perdiendo completamente el conocimiento.

Todo se transformó en oscuridad y silencio. No existen recuerdos en mi memoria de lo que sucedió después. Tampoco sé cuanto tiempo transcurrió, hasta que percibí aquel penetrante olor a sangre y al apestoso hedor a excremento. Completamente tieso, sin poder moverme, con mi cuerpo entumecido y helado, era obvio que estaba muerto. En un extraño estado de ensoñación, me imaginé dentro de un ataúd, envuelto en el vendaje de lino y el sudario mortuorio, mis órganos extirpados y colocados en los vasos sagrados, en tanto mi Ba se debatía en las tinieblas del inframundo, aguardando el veredicto del Dios Asar, Señor del mundo de ultratumba, en espera de la absolución y el pasaje al Am-Duat, o la condena y la aniquilación de mi espíritu para toda la eternidad.

No existía luz en aquel sitio, tampoco sonidos de ninguna especie, solo aquella mixtura de repugnantes aromas. Pero, ¿por qué debería captar los olores y no otras sensaciones como sonidos o luces? ¿Se podría acaso percibir el sabor o tal vez el tacto? Inmóvil como estaba, y sabiendo que me encontraba atrapado en la mortaja fúnebre, hice un intento por mover un dedo de mi mano derecha, pero no sentí movimiento alguno, sino tan solo ese desagradable entumecimiento, como si careciera de miembros.

Sin fuerzas, intenté mover mi lengua, y para mi sorpresa, pude sentir que tocaba el paladar y hasta entreabrí mi boca. Pasé mi lengua por el borde externo de mi labio y, un sabor amargo y sanguinolento se hizo presente. ¿Por qué tenía el rostro con sangre y mis párpados mojados por esa sustancia pegajosa y desagradable?

Muy débil aún, inclusive para pensar con claridad, mientras trataba de razonar lo que ocurría con mi cuerpo, descubrí, para mi asombro, que sí podía escuchar algo. Se trataba de, casi imperceptibles golpes rítmicos que surgían de, ¡de mi pecho!

¡Tal vez aún no había muerto!, pero, ¿¡me habían encerrado en un féretro para llevar mi cuerpo de regreso a Kemet!? ¡Terminaría muriendo de asfixia de todos modos!—- pensé alarmado.

Mis latidos se hicieron más fuertes y en la desesperación hice un esfuerzo por mover mis miembros. ¡Pude sentir que una de mis piernas se extendía, aunque con enorme dificultad, hasta que, finalmente, logré liberarla! Logré mover mis manos hacia mi cara hasta tocarla, sin encontrar ningún tipo de vendaje que la cubriese. Todo mi cuerpo estaba rodeado de bolsas o sacos húmedos, llenos de líquidos y sustancias malolientes de donde provenían los nauseabundos olores.

En tanto, recuperaba mis fuerzas, y desconcertado aún por ignorar el lugar en donde me encontraba, giré mi cuerpo levemente, y al moverme, golpeé contra una superficie correosa y dura, que a modo de cubierta se encontraba apenas por encima de mí. En aquel preciso instante, vi. la tenue luz que se filtraba cerca de mis pies y escuché voces en el exterior.

—- ¡Se está moviendo!—- gritó alguien allí afuera.

—- ¡Está vivo!—- exclamó Maya, con alegría.

—- ¡Sáquenlo de allí y cobíjenlo con mantas de lana y pieles! Permanezcan con él hasta que se reponga. Nosotros volveremos con el Faraón.—- dijo el hombre que impartía las órdenes, cuya voz reconocí. Era Amenemheb.

A medida que abrían la cubierta animal que me protegía, comprendí lo que había ocurrido. Tiritando, y con mi cuerpo terminando de reaccionar, fui ayudado a salir del interior del sarcófago de carne y hueso en que me habían introducido, no para sepultarme, sino para salvar mi vida, luego de caer en las heladas aguas del lago de montaña. Temblando en extremo al salir desnudo del interior del buey que habían sacrificado, fui envuelto en pieles y llevado hasta la hoguera que habían encendido Maya y los soldados que nos acompañarían hasta mi total recuperación.

Cobijado en el interior de las pieles de carnero y junto al abrigo del fuego, me percaté de que el brazalete que me regalara Ahset no se encontraba en mi muñeca. Me invadió una profunda aflicción por la pérdida de aquel objeto y estuve a punto de preguntar a Maya acerca de él. Tal vez se desprendió en mi caída o tal vez me lo habían robado los hombres que me sacaron de las aguas del lago. No me animé a decir nada pero tuve que reprimir la desesperación que me impulsaba a salir a buscarlo en medio de la noche, como si mi propia vida dependiera de ello. Turbado y nervioso traté de calmarme y de disimular mi pesar ante la imposibilidad de recuperarlo, temiendo además que Maya notara mi descontrol, sabiendo lo mucho que reprobaría mi actitud por tan poca cosa. Vano fue mi intento pues el rostro de mi amigo, me dio la pauta de que sabía lo que me ocurría. Bajé la cara apesadumbrado por mi propia flaqueza y me sumí en el silencio, hundiéndome entre las pieles para ocultar mi vergüenza de la mirada acusadora de Maya hasta quedarme dormido.

Al día siguiente, sintiéndome recuperado físicamente y mucho mejor de ánimo, proseguimos nuestro derrotero. Me sentía feliz de estar vivo luego de haber sido salvado de morir congelado, gracias al procedimiento, hasta aquel momento desconocido por mí, que empleaban los habitantes de las regiones montañosas al norte del Elam, en casos de accidentes en ríos o lagos helados que, para mi suerte, conocía el guía cananeo que conducía a nuestro ejército.

Capítulo 5

"La conquista de Meggido."

Antes del final de la tarde, habiendo recuperado por completo mi compostura, alcanzamos a la retaguardia de nuestro ejército, que transitaba el último tramo del desfiladero, azotado por el intenso viento del norte.

Bajo una fina llovizna de un cielo oscuro y borrascoso, arribamos al último valle previo a la planicie de Meggido, poco antes de que oscureciera.

La enorme serpiente humana que se había deslizado sigilosamente por los abruptos senderos de montaña, comenzaba a replegarse sobre sí misma para pasar la noche a menos de un iteru de distancia de la planicie de Meggido y con la ventaja de aguardar la llegada del alba en situación más que favorable con relación a nuestros enemigos de la coalición cananea, a los que esperábamos tomar por sorpresa.

La parte más difícil de la aventura bélica había sido superada. Lo realmente peligroso no era enfrentar a las tropas asiáticas, sino salvar el enorme obstáculo que representaba la geografía de la región, que nos entregaba al enemigo en inferioridad de condiciones, arribando a la planicie con nuestras huestes separadas por los desniveles del terreno que nos hubiesen enfrentado contra un enemigo que nos aguardaba sólidamente alistado. Por el contrario, la estrategia de Tutmés, aunque riesgosa, era tan osada que no entró entre las opciones que deben haber considerado los líderes a’amu.

A esta altura de la empresa, sabíamos que no quedaba otra posibilidad que el éxito para el ejército de Amón-Ra y la derrota para los príncipes coligados.

Por lo que me enteré más tarde, perdimos en los acantilados y precipicios de la accidentada ruta sólo siete hombres, entre los que pude haberme encontrado, dos asnos, un carro, tres caballos y cuatro bueyes, uno de los cuales fue sacrificado para salvar mi pellejo. La cifra de las bajas, desde la fría consideración numérica, era despreciable, teniendo en cuenta la magnitud de un ejército de veinticinco mil hombres, cuatrocientos caballos, más de trescientos asnos, setenta bueyes y doscientos cincuenta carros de combate.

Tuvimos que acampar sobre el húmedo valle, pasando la noche bajo la fina y persistente garúa, que duró hasta la siguiente jornada, sin fogatas que nos proporcionaran calor y luz, pero no podíamos arriesgarnos a ser descubiertos por los centinelas del ejército cananeo. Luego de devorar mi ración junto a los de mi grupo, platiqué con Maya poco antes de dormirme.

—- ¿Que te ocurrió cuando caíste hacia el lago?—- preguntó Maya, observando las magulladuras que mostraba mi cara, bastante maltratada por la rodada sobre las recias aristas de la ladera rocosa.

—- Me sentía muy mal, tan enfermo como nunca antes lo había estado.—-contesté, evitando comentar las escalofriantes visiones que sufrí previas al accidente.

—- Sabes cuánto afecto siento por ti y lo mucho que quiero a los tuyos, Shed. Sin intención de molestarte en mi insistencia, espero que mis palabras hayan encontrado abrigo en tu corazón y alertado tu razonamiento. Tal vez fui demasiado duro en mis apreciaciones, pero no por ello fueron exageradas con relación a la urgente necesidad de un cambio total en tu actitud con respecto a Ahset.—- expresó Maya, intentando vislumbrar en mis gestos alguna verdad que acaso pudiese ocultarse tras de una respuesta mentirosa para tranquilizarlo.

—- Te aseguro, amigo mío, que tus palabras fueron tan sabias y aleccionadoras, que lograron conmocionar mi espíritu, atormentándome con el flagelo de la certeza y el azote de la verdad, hasta tal punto, que invadieron mi mente de espectros capaces de aterrorizar al propio Asar, Señor de ultratumba.

—- Temí ser demasiado vehemente en mi empeño de ayudarte a recapacitar sobre el error de continuar tu relación con la favorita del Faraón.—- dijo Maya, bajando la voz al percatarse de que se acercaban dos soldados de nuestro grupo.

—- Entiendo tu preocupación, me siento sumamente agradecido contigo por haberme ayudado a despertar del sueño embriagador en que había caído a causa del embrujo bajo el que me tenía sometido, y puedes estar tranquilo con respecto a la actitud que tomaré a mi regreso a Kemet.—- respondí a Maya, poniendo mi mano en su hombro en señal de la estima en que lo seguiría teniendo por el resto de mis días.

Aunque no estaba seguro, imaginé que había sido él quien me librara del brazalete. Maya sabía que la favorita me lo había obsequiado. Sin embargo, preferí no preguntarle por el incidente para no herir su corazón si es que él no tenía nada que ver con la desaparición del mismo, siendo tal vez, otro hombre de los que me habría socorrido quien me despojara de la alhaja solo por su valor material. De lo que estaba absolutamente convencido era que no lo había perdido por accidente ya que estaba firmemente unido a mi brazo.

Maya se retiró unos instantes, y no sé en qué momento, me quedé profundamente dormido.

Antes del amanecer del día veintiuno del mes en curso, las tropas se habían alistado esperando las primeras luces del alba para entrar en acción. Había cesado de llover y los nubarrones se disipaban lentamente, permitiendo que la claridad previa a la aparición del Gran Atum, el disco Solar, inundase de luz las cumbres de los montes orientales.

Descendimos hacia la llanura de Meggido por detrás de la posición de los campamentos cananeos, abriéndonos paso a la entrada de la planicie en forma de media luna o de una hoz, abarcando, con los extremos norte y sur de la vanguardia, las fastuosas tiendas de campaña de los líderes asiáticos que aún se encontraban descansando.

Los gritos de nuestros guerreros, el estruendo de los carros, el galope de los caballos y el tintinear de los bronces, produjeron tal espanto entre los enemigos apenas despiertos, que la escena resultaba patética, provocando risas en vez de incitar al combate.

Los pocos soldados y oficiales asiáticos que se hallaban preparados para la batalla observaban azorados a los príncipes y demás líderes de la coalición huyendo a pie, desnudos o semidesnudos, hacia la ciudad fortificada, presas del pánico, abandonando sus tiendas, sus joyas, sus armas, sus delicadas vestiduras, sus carros y caballos.

Fue un espectáculo tan vergonzoso, tan indigno de verdaderos gobernantes, que Tutmés ordenó que los dejaran refugiarse en la fortaleza, al verlos escapar como mujeres asustadas, aún sabiendo que al hacerlo les daba la oportunidad de rehacer sus fuerzas y preparar la ciudad para un asedio que le llevaría meses sostener.

Esta vez el Faraón se mostró magnánimo y benevolente para con sus rivales al permitirles protegerse en Meggido, cuando de haberlo deseado, podría haberlos masacrado, al encontrarlos completamente indefensos en la planicie, y entrar victorioso en la ciudad rebelde sin ninguna oposición.

A pesar de la opinión de los generales, referida la necesidad de atacar la ciudad antes de que cerraran los portales de ingreso y de que defendieran las torres y los atalayas, el monarca mandó recoger el botín que había abandonado el enemigo y decidió levantar circunvalaciones en torno a la fortaleza para sitiarla, hasta obligarlos a rendirse sin derramamientos de sangre, cuando sus reservas de alimentos se agotaran.

Mientras se mantenía el asedio de Meggido, fue conquistada Jenoam y otras ciudades, pueblos y aldeas de Retenu y de Kharu, que rindieron tributo a Tutmés, en tanto que el rey de Kadesh, y otros príncipes amorreos y hurritas del país de Djahi, enviaron presentes y obsequios en joyas, oro, piedras preciosas y demás objetos de lujo, en reconocimiento al poderío del Faraón.

Transcurrieron siete largos meses de sitio, en los que el soberano de Kemet se dedicó a recorrer la región que, a partir de entonces, pasaba a formar parte de los territorios conquistados y controlados, cuyos pueblos rendirían honores al monarca, reconociéndose vasallos de su majestad, el ungido de Amón-Ra, Tutmés III.

Antes que finalizara el séptimo mes de asedio a Meggido, los sitiados, acosados por la falta de alimentos y una epidemia declarada en las últimas semanas, se rindieron, rogando clemencia al Faraón, jurando entregar sus tesoros y el oro de sus templos, abriendo la ciudad a la entrada del ejército, con la palabra de nuestro soberano de que los lugares sagrados no serían profanados y su gente no sería víctima de actos de barbarie de parte de nuestras tropas.

Ingresamos a través de "La puerta de los Dioses", que era el modo en que denominaban los cananeos al enorme portal de entrada a la ciudad fortificada de Meggido, con los carros al frente, a cuya cabeza sobresalía la imponente figura de Tutmés, vestido con sus atavíos más lujosos, preparado para recibir de sus enemigos subyugados el botín de guerra correspondiente a los tesoros del templo de Hadad, Dios de la tempestad del cielo y de los templetes de otras divinidades asiáticas.

Viendo el lamentable estado en que se encontraban los sobrevivientes, ya que, además de la hambruna, había aparecido una temible peste, el Faraón ordenó que se permitiese el ingreso de las mercancías retenidas para repartir alimentos entre los vencidos. La enfermedad que diezmó a la población se manifestaba sobre todo en ancianos y niños que presentaban manchas moradas sobre la piel, alta fiebre acompañada de diarrea, vómitos, concluyendo fatalmente en pocos días; había matado a la tercera parte de los habitantes refugiados en la fortaleza hasta los días previos a nuestro ingreso.

Aquellos que permanecían en pie, desfilaban ante nosotros como muertos vivos, arrastrando sus miembros para desplazarse, los rostros pálidos y demacrados, muchos de ellos enfermos, descarnadas figuras al borde de la muerte por inanición, entre las que se había desatado la pasada jornada una lucha despiadada por la carne de las pocas ratas que aún quedaban en la ciudad, y que había decidido a Durusha, su Rey, a rendirse ante Tutmés.

El repugnante hedor que impregnaba el aire provenía de las decenas de cadáveres diseminados por las calles, las plazas, los palacios y templos, que los sobrevivientes no se atrevían a enterrar, provocando la contaminación de los pozos de agua y los canales de aprovisionamiento. Enjambres de moscas pululaban a sus anchas, infestando el ambiente con su negra sombra.

Los esqueletos descarnados de vacunos, caballos, asnos, perros, gatos y cualquier animal capaz de servir de alimento, acompañaban los cuerpos sin vida de hombres, mujeres, ancianos y niños, que, habiendo encontrado la muerte, yacían expuestos a la intemperie bajo el sol de mediodía que aceleraba su descomposición, proporcionando un verdadero festín a los buitres que se zambullían en picada, para dar cuenta de los despojos.

Al observar el sombrío espectáculo, Tutmés ordenó la permanencia de los efectivos del ejército fuera de las murallas, en tanto hizo llamar a los magos sanadores para que colaborasen con los pobladores. Los generales y funcionarios más destacados, entre los que me encontraba, secundamos al monarca de Kemet en su camino hacia la residencia de Durusha, que ya nos estaba esperando.

La urbe asiática mostraba la misma disposición que todas las ciudades cananeas, aunque se diferenciaba de la mayoría por riqueza y tamaño.

Aquí y allá se elevaban columnas de humo negro y maloliente, procedente de casas de particulares y edificios incinerados por razones que desconocíamos. Se observaban enormes fosos a medio tapar, exhibiendo cuerpos cubiertos de gusanos e insectos que se arremolinaban sobre los restos putrefactos.

Como el muro exterior, los edificios oficiales estaban construidos de pequeños bloques de piedra, no mucho mayor que el tamaño de nuestros adobes, extraída de las montañas cercanas. El Palacio real, al que se accedía a través de una escalinata también de piedra, dominaba la plaza del mercado en ruinoso estado, sobre cuyo extremo norte se alzaba el templo al dios cananeo Hadad. Dos construcciones menores pero no por ello menos llamativas, completaban el conjunto del complejo religioso, dedicadas a las deidades Athtarath, relacionada con la fertilidad y Anath, cuya imagen dorada se alzaba sobre un imponente pedestal de mármol, como impasible espectadora de tan lúgubre escenario, en el vestíbulo de la residencia de Durusha.

El pórtico del palacio, formado por seis columnas cuadradas, exhibía en sus fustes escenas en bajorrelieve y pintadas del Rey o sus predecesores en actividades relacionadas al culto de los dioses o en la tarea de gobernar. El techo del vestíbulo que precedía a la entrada principal de la residencia se encontraba también esculpido con imágenes del dios de la tormenta, reinando sobre su creación.

La enorme puerta de cedro enchapada en láminas de oro se abrió para dar paso a Tutmés, que fue recibido por el chambelán del rey cananeo, que lo esperaba en el interior del salón del trono. Los sirvientes del rey de Meggido, sus funcionarios y los príncipes coligados, se arrodillaron en presencia del Faraón, mientras Durusha lo esperó al lado del trono, habiéndose apeado de él, para cedérselo en muestra de sumisión, haciendo una genuflexión para besar la mano del monarca de Kemet, buscando su perdón, apelando a la adulación como recurso para ganarse el favor del soberano, envanecido con su propia grandeza. Durusha se expresó con corrección en la lengua de los faraones sin que mediara intérprete.

—- Mi Señor, os ruego, os imploro perdón por mi falta, al desafiar vuestro poder bélico y la magia de vuestros Dioses. De haber sabido que su majestad era un verdadero Dios de espíritu piadoso y corazón generoso, hubiera abierto las puertas de mi reino para que la grandeza del hijo de Amón-Ra iluminase con su aura mi humilde morada.—- casi vomito al escuchar tanta mentira e hipocresía.—- Mi intención fue solo la de proteger los lugares sagrados, los templos de nuestros Dioses, y a mi pueblo, del saqueo y la profanación.

—- ¿Acaso habéis presenciado acto alguno de salvajismo de parte de mi ejército?—- preguntó Tutmés, mientras se sentaba en el trono.

—- ¡No, mi señor, por el contrario, he descubierto que su majestad es sumamente bondadoso y lleno de misericordia para con los vencidos!—- expresó, temeroso de provocar el disgusto del monarca de Kemet.

—- Entonces, ¿qué motivos tuvisteis para temer, si ninguna maldad os he hecho?—- preguntó el Faraón.

No sabiendo qué excusas dar, como aquel cobarde que insulta y provoca cuando se ve respaldado por otros, Durusha no tuvo mejor idea que la de culpar a sus cómplices.

—- Los soberanos del país de Djahi y los hurritas de Naharín os temen, y fueron ellos quienes nos obligaron a tomar las armas contra vosotros, bajo amenaza de ser invadidos si no combatíamos vuestro avance hacia el norte.—- respondió, sin mirar a Tutmés.

—- ¿También obligaron a Joab de Siquem a asesinar al príncipe de Sucot?—- la pregunta del Faraón provocó que el resto de los príncipes asiáticos se apartaran de Joab, que se encontraba entre ellos, como si de un leproso se tratara.

—- Mi señor, —- se notaba que improvisaba la respuesta.—- Misael, príncipe de Sucot, me tendió una emboscada para asesinarme y luego atacar Siquem apoderándose de ella. Habiéndome llamado él mismo ante su presencia, aduciendo que quería unir su ejército a nuestra coalición para luchar contra voz, trató de sacar provecho de mi ingenuidad.—- transpiraba profusamente haciendo más evidente su falacia.

—- Misael era mi aliado y sé por uno de sus mensajes que nunca pensó en apoderarse de reino alguno. Tampoco estaba dispuesto a traicionarlos, pero me había informado que se mantendría neutral en el conflicto considerándose vasallo de Kemet.—- las palabras del Faraón provocaron una mortal palidez en Joab, que vaciló abrumado.

La mención a los mensajes que el príncipe Misael había enviado a la corte de Kemet me convenció que el Faraón ya no confiaba en mí, pues siendo uno de sus funcionarios de mayor relevancia, me había mantenido al margen de este importante secreto, y quién podía saber de cuántos más.

Por supuesto que no cuestionaría al Faraón el ocultarme cierta información relevante a mi cargo de diplomático. ¿Quién era yo para juzgar una decisión suya? Un intenso escalofrío recorrió mi piel; según mi parecer, su actitud confirmaba que sospechaba de mi relación con Ahset. Lo que no comprendí hasta mucho tiempo después, era por qué no nos condenó a muerte.

—- Por el bronce mataste y por el bronce morirás,—- siguió diciendo Tutmés.—- te condeno a muerte por el asesinato del Príncipe Misael y serás decapitado al final del día.—- sentenció a Joab, ante el estupor de los presentes.

De nada sirvieron las súplicas de Joab que lloró implorando de rodillas el perdón del Faraón que, inmutable, ordenó que llevaran al reo hasta la celda en donde permanecería hasta el momento de su ejecución.

—- Los demás príncipes retornarán sanos y salvos a sus reinos luego de jurar lealtad a Su Majestad. En el plazo, no mayor de una semana, enviarán los tesoros al Faraón, en objetos de oro, plata y piedras preciosas, tanto como juzguen conveniente los inspectores del soberano de acuerdo a la riqueza de sus templos, en tres cofres diferentes.

Cada año entregaréis la misma cantidad de trigo, cebada y lino, igual a la estipulada en las condiciones que aceptaron durante la rendición como tributos obligatorios de pueblos vasallos. —- comunicó el intérprete Sela al resto de los mandatarios asiáticos, que sabiamente disimulaban su disgusto por la pérdida que significaban los botines de guerra que exigía Tutmés.

—- ¿Cuándo partiremos?—- preguntó uno de ellos, ansioso por dejar Meggido.

—- Los inspectores del Faraón ya los están esperando fuera de Palacio para acompañarlos.—- respondió Sela.

Los príncipes cananeos fueron invitados a postrarse ante el soberano de Kemet y besar su mano, antes de retirarse de la sala del trono.

Seguí al cortejo de sirvientes de Palacio, que acompañaban a Durusha y a los príncipes hasta la fachada de la residencia, en donde la guardia esperaba por el Faraón, para secundarlo en su visita al templo de Hadad, en donde lo aguardaban los sacerdotes, para entregarle los tesoros del Dios de la tormenta del cielo.

Grande fue el disgusto de los gobernantes asiáticos cuando, al salir del pórtico de la residencia, descubrieron que no los esperaban sus carros de guerra para regresar a sus respectivos reinos, sino que les habían preparado asnos, en los que viajarían montados hacia sus ciudades, para humillarlos ante sus pueblos.

El soberano de Kemet se proponía demostrar a sus adversarios hurritas que si bien su objetivo era finalmente avanzar sobre Amurru, Djahi y de ser posible llegar hasta las puertas mismas de la capital de Naharín, no iba a descuidar los territorios invadidos, avanzando las enormes distancias y los difíciles terrenos que separaban sus zonas de influencia, sin antes consolidar su poderío sobre la totalidad del país conquistado. Una ofensiva armada potente, pero carente de control territorial, hubiese podido concluir en una retirada apresurada y prematura de los ejércitos de Kemet, o aún peor en desastres militares, de no haber afianzado previamente la autoridad y el poder del Faraón sobre la miríada de ciudades, pueblos y aldeas que constituían el sitio de asiento del vasto panorama de naciones, dirigidas por los reyezuelos de Retenu. No cometería el error de su abuelo Tutmés I que en una fulgurante campaña militar llegó a la frontera misma de Naharín-Mittani hasta la tierra de los ríos invertidos del norte, para tener que luchar con la retaguardia de sus huestes la retirada precipitada en los campos de Djahi, asediado por los mismos ejércitos que había derrotado semanas o meses antes.

Tutmés III planeaba organizar el país y dividirlo administrativamente, para aprovechar mejor los recursos del mismo, pacificarlo y al mismo tiempo utilizarlo como cuartel general desde donde tomar impulso para sus próximas campañas bélicas.

Durante los próximos tres años, el monarca se dispondría a confirmar su señorío sobre la región en futuras campañas, tomando las ciudades de Nuges, Herenkaru y la opulenta ciudad portuaria de Tiro, como base naval y de aprovisionamiento de suministros del ejército de Kemet.

Capítulo 6

"El retorno a casa y el valor del amor verdadero."

Retornamos a la tierra del Hep-ur en el año veinticuatro de reinado del Faraón, habiendo transcurrido casi un año y medio fuera de nuestro país y lejos de nuestros seres queridos.

Partes: 1, 2, 3, 4
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