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Kemet, el país de la tierra negra

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Partes: 1, 2, 3, 4

    1. Entre el placer y la culpa.
    2. Rumbo a la reconquista de las tierras del norte
    3. La toma de Joppe
    4. Maya, mi amigo y mi salvador.
    5. La conquista de Meggido.
    6. El retorno a casa y el valor del amor verdadero.
    7. Designio divino
    8. El elixir del sueño eterno.
    9. El proceso contra Kina
    10. El que duerma descansará, y el que vele vivirá en el tormento
    11. Una muchacha llamada Menwi.
    12. Nuestras debilidades, nuestros verdugos.
    13. Mi despedida de Tausert y una nueva misión.
    14. Fuego y muerte.
    15. La conquista de Uartet y Arvad.
    16. La fortaleza de Urkhi-Teshup.
    17. Los ojos de una dama hurrita.
    18. Entre las heladas aguas y el fuego abrasador.
    19. La familia real de Tunip.
    20. Un pasado de muerte, un futuro de vida.
    21. Sin destino seguro
    22. De regreso a La Tierra Negra
    23. La poción de la reina
    24. La trampa
    25. El vientre de Naunekhet
    26. La profecía cumplida
    27. Conclusión

    Introducción

    Pasada la gran festividad conjunta de la toma de poder por Tutmés III y la adoración de Amón del año veintidós de reinado del Faraón (primer año efectivo de reinado en realidad, luego de veintidós años de usurpación de la reina Hatshepsut) nuestro soberano dispuso que se celebraran los funerales de la fallecida soberana, cumplidos en tiempo y forma los rituales de "Ut", la conservación del cuerpo para la vida eterna, respetuoso de la tradición y las condiciones que exigía el mundo de ultratumba; sin embargo, negó a su predecesora un entierro con los honores de Neter-nefer, otorgándole solo los privilegios de "Gran esposa de Amón", es decir, consorte Real.

    Por otra parte llegó también el momento de juzgar y condenar a los secuaces de Hatshepsut que sobrevivieron a la cruenta lucha por el poder.

    Como era obvio suponer, Tutmés se mostró implacable con aquellos que habían colaborado con la perpetuación del ignominioso reinado de su fallecida madrastra. Así, Senmut, condenado a muerte, se suicidó antes de llegada su condena, tomando veneno que había pedido a uno de sus esclavos que le llevara secretamente a su lugar de reclusión para acabar con el martirio que significaba haber perdido a su amante y soberana.

    El general Udimu fue colgado, al igual que el Chambelán, en tanto que el viejo Shishak murió en los calabozos de la alcaldía, antes del juicio, al negarse a probar alimentos y agua, lo que provocó su deceso en menos de tres semanas.

    Los escribas, los medyau, los miembros del ejército acólitos de Udimu y los custodios de Hatshepsut sobrevivientes, debieron purgar sus penas como esclavos en las minas y canteras de Kush, que era lo mismo que ser condenados a muerte, pero prolongando la agonía.

    Aún recuerdo con claridad el momento en que Tutmés preguntó a Shomu por qué lo había traicionado, justo antes de que el hacha silenciara para siempre su lengua.

    —- La Reina me ofreció grandes riquezas,—- dijo Shomu mirando fijamente a Tutmés.—- pero no fue eso lo que motivó mis actos. Durante años tuve que acallar mi amor y esconder mis sentimientos por mi amante, teniendo que vernos a escondidas como ladrones de tumbas.

    Conociendo el desprecio con que tratáis a los hombres de mi condición, me sentí acorralado al llegar el momento de vuestro advenimiento.

    No podría soportar seguir viviendo de aquella manera y no viendo otra salida a mi angustioso futuro, accedí a la oferta de Hatshepsut de una vida libre y pública.—- concluyó Shomu, volviendo su rostro de lado, esperando el desenlace sin temor, más bien con resignada serenidad.

    Sentía un profundo dolor por la pérdida de mis mejores amigos y no aceptaría que se disculpase la traición, sin embargo, no tuve rencor hacia Shomu y reconocía que sus palabras no faltaban a la verdad.

    Imaginé que Tutmés se apiadaría de aquel custodio que durante tanto tiempo le había servido fielmente, imponiéndole alguna condena menos severa.

    Me equivoqué. Sin decir palabra, desde su sitial, con un leve gesto, dio la orden al verdugo. Shomu fue, al igual que su amante, decapitado y su cuerpo enterrado lejos de su cabeza, sin los ritos Ut de conservación, para asegurar la destrucción de su Ka, la aniquilación de su espíritu. Su castigo tenía valor ejemplarizador, pero no pude evitar cierto malestar por el tiempo compartido, las misiones en que arriesgamos la vida juntos y por haber luchado codo a codo, valorándolo también como gran guerrero que era. En aquel momento se me ocurrió que, si Tutmés hubiese sido más tolerante a la hora de juzgar la vida de los demás tal vez Madakh, Ykkur y el mismo Shomu aún estuviesen vivos, pero para aquel instante, poco servía imaginar las cosas de otro modo cuando todo se había consumado.

    Los asesinos del padre de Maya fueron descubiertos y ajusticiados, pero nunca se pudieron recuperar los restos de Ipu, abandonados en el desierto a la acción de los animales carroñeros y a los elementos. Traté de consolarlos diciéndoles que, personalmente, creía que el espíritu de los hombres justos como Ipu, eran protegidos por el Dios Asar aunque sus cuerpos no se conservaran. Si no, ¿de qué otra manera podrían las deidades recompensar a aquellos que, perdida su sustancia corpórea, habían obrado en la vida con el sentido que Ma’at señala?

    Asistí conmovido a la inhumación de los cuerpos de mis queridos amigos Madakh e Ykkur, encontrados poco después en el lugar de la emboscada, a los que se rindieron los honores que merecían, luego de sacrificar sus vidas para salvar la del nuevo soberano. Los recordaría con afecto durante el resto de mis días, ya que de ellos aprendí muchas cosas que me ayudarían a sobrevivir y a superar los escollos que se presentan en el camino hacia la tumba.

    Mi familia, por otro lado, más allá de los sustos que pasó por tantas situaciones angustiosas sufridas en los meses anteriores, se encontraba en perfecto estado. Mi madre había recuperado la alegría que la caracterizaba, mi abuela recuperó la tranquilidad que necesitaba, Eset pudo volver a sus tareas habituales en el taller de costura del Palacio y mi padre prosiguió entre los maestros escultores más prestigiosos del país, encargado luego de dirigir algunas de las obras que llevaría Tutmés a cabo para engrandecer y hermosear los templos y santuarios de la gran metrópoli.

    Por mi parte, esperaba ser nombrado miembro del grupo de custodia del Faraón como que tenía sobrados méritos para ser premiado con dicha inclusión.

    Sin embargo, el soberano tenía otros planes para mí que cambiaron radicalmente el rumbo de mi vida hacia un ámbito de la esfera de gobierno impensado en aquel momento según mis aspiraciones. Fui nombrado "Guardián de los secretos de las lenguas extranjeras", es decir, eligió para mí funciones relacionadas con mis aptitudes para la escritura y los idiomas que, a decir de todos, me depararía una existencia envidiable, un futuro promisorio, un cargo de gran prestigio social, una vejez holgada disfrutando de las rentas acumuladas y un rico sepulcro en el sector de la necrópolis reservada a los altos funcionarios.

    Tal vez, la providencia me hubiese favorecido más brindándome el simple puesto de custodio, mas, querido nieto Kamose, poco puede hacer el hombre para cambiar el curso del viento, para contener las olas del mar o para impedir que el sol se ponga. Del destino de los hombres solo los dioses saben el cómo y el por qué, a mí solo me resta narrar los hechos, pues, en lo que respecta a las respuestas a esos interrogantes, las desconozco.

    Capítulo 1

    " Entre el placer y la culpa."

    Un hecho aparentemente menor ocurrido durante las primeras semanas de reinado de Tutmés, fue la explosión moderada de una montaña de fuego ubicada en una importante isla del país de Keftiu, que ocasionó una gigantesca columna de negro humo, visible aún desde el delta del Hep-ur, y un posterior oscurecimiento de la zona marítima y terrestre circundante, por la formación de densos nubarrones que se disiparon lentamente con el transcurso de los meses.

    Los sacerdotes del templo de Ra aseguraron que dicho fenómeno también provocó el enfriamiento del clima de la región al punto que la estación de la cosecha de ese período careció de los intensos calores que la caracterizan. Si bien el suceso no produciría por aquel entonces alteraciones notables, ya que solo afectó de manera directa al país de Keftiu y a los territorios próximos, el estremecimiento que sobrevendría tiempo después en la mencionada isla resultaría tener trascendentales consecuencias en los acontecimientos futuros.

    Con la entronización de Tutmés, se abrían un sinnúmero de interrogantes acerca del futuro del país y las cuestiones relacionadas con el manejo de los territorios extranjeros dominados por nuestros ejércitos. De lo que sí estábamos seguros, era de la energía con que, el monarca, se disponía a emprender la nueva empresa.

    Durante los siguientes meses el Faraón se ocupó de reorganizar la administración, seriamente afectada por la desaparición y destitución de gran número de funcionarios, debiendo nombrar en muchas ocasiones a escribas novatos, a falta de burócratas mejor ubicados en el escalafón o más experimentados, que inspiraran en el soberano la confianza necesaria para colocarlos al frente de importantes responsabilidades.

    Tutmés ubicó en la cúspide de cada estamento a los personajes más eficientes y reconocidamente fieles a su mando, como a Rekhmyre, que nombrado visir (Tjaty, como se denomina al cargo en nuestra lengua), se hallaría a la cabeza de la organización de los recursos del estado, confiándole la elección de sus colaboradores, para obtener el mayor provecho de las riquezas del país y de los territorios de las tierras nehesi, de manera que se pudiese contar con los medios económicos necesarios para hacer frente a su máximo objetivo, la recuperación de los territorios del norte, antaño conquistados por su abuelo Tutmés I.

    La más alta jerarquía del clero de Amón-Ra, permaneció en manos seguras, las del prestigioso Menkheperre’seneb, confirmado en el cargo.

    El dignísimo puesto de arquitecto y director de las obras reales, además de supervisor del Tesoro Real, recayó en la figura del honorable Benimeryt, más tarde nombrado también tutor de la princesa Merit-Amón.

    Debido a la facilidad que había demostrado en el dominio de la escritura, el propio Tutmés ordenó mi instrucción en el conocimiento de las lenguas y dialectos extranjeros, para transformarme en un experto escriba y calificado lingüista, con miras a reemplazar a los representantes de Kemet ante las naciones asiáticas, que no habían cumplido sus funciones con probidad, vendiendo información a los enemigos hurritas y a sus aliados amorreos, durante el reinado de Hatshepsut.

    Fue bastante sorpresivo para mí, considerando el hecho de que mi entrenamiento durante los años previos, fue orientado a mi preparación como custodio para formar parte de la guardia personal, que finalmente, quedaría al mando de mi amigo Amenemheb.

    La mayor parte de mi tiempo lo pasaba en Palacio asimilando los conocimientos recibidos de personajes exiliados por razones políticas, nobles y aristócratas caídos en desgracia y mercaderes asiáticos empobrecidos, que fueron reunidos por el monarca para formar a los nuevos embajadores entre los que me encontraba.

    Sin embargo, paralelamente, Tutmés en ocasiones me encomendaba, tarea que me complacía pues me permitía descansar del agotador y a veces tedioso aprendizaje del protocolo diplomático, el entrenamiento de los nuevos miembros de la custodia, o que supervisara el alistamiento de las tropas del ejército, a las que deseaba transformar en cuerpos de combate de máxima eficacia cuyo desempeño, sumado a las tácticas y estrategias de guerra que planeaba utilizar para enfrentar a las naciones rivales, lo llevara a la victoria.

    A veces, también me ordenaba que lo acompañara en sus numerosos viajes a diferentes ciudades del país, pero normalmente me dejaba en la capital para que prosiguiera mis estudios con el objetivo de que lograra el dominio de las lenguas, las letras, las tradiciones y costumbres de las naciones extranjeras más destacadas.

    Este cúmulo de conocimientos en la formación de un diplomático constituía toda una innovación ideada por Tutmés, ya que por lo que me enteré posteriormente, los embajadores y representantes extranjeros, solo conocían la lengua y escritura de los países en que desarrollaban sus actividades.

    Mis nuevas responsabilidades, me obligaban a permanecer largo tiempo en el ámbito palaciego e inevitablemente me enfrentaban con situaciones y sentimientos ambiguos y contrapuestos. Contradictorias emociones embargaban mi ka confundido por pasiones prohibidas que conmocionaban mi cuerpo en las cálidas noches de insomnio, como si la razón y mi naturaleza animal se debatieran en un malvado juego, maltratando mi indefenso corazón y llenando mi espíritu de amargo pesar.

    Las dos mujeres que colmaban con sus virtudes las diametralmente opuestas facetas de mi ser, el amor puro y cándido de Tausert y el irrefrenable deseo que despertaba Ahset en mí, se cruzaban en mi camino cada día, a cada instante torturándome con impiadosa crueldad, manteniéndome en una permanente vacilación e indecisa pasividad que me afligía constantemente.

    Empero, la decisión debía haber sido fácil y la cordura tendría que haberse impuesto desde el principio a los impulsos del cuerpo, que solo me acarrearían graves problemas. Podía vencer a cualquier rival en la lucha con la espada, arrojaba la lanza más lejos que los guerreros, nadie era capaz de superar mi puntería con el arco y sin embargo, no conseguía dominar mi propia esencia ni controlar mi debilidad por el placer sensual.

    Ahset se había convertido en concubina de Tutmés y también en su favorita, luego de que Khepermare, su ex-esposo, fuese condenado (por haber tomado parte a favor de Hatshepsut) a trabajar en las minas de oro de Kush en donde murió poco tiempo después.

    Hubiera sido mucho más fácil para mí olvidarla si ella me hubiese ignorado, abrumada por las atenciones, los costosos regalos, los magníficas celebraciones, las exquisitas joyas y los viajes con que la halagaba el Faraón, servida por decenas de esclavas para satisfacer todos sus deseos, opacando incluso la importancia de Meryetra, la Gran Esposa Real. Nada, de todos esos privilegios y demostraciones de parte del monarca, evitó que Ahset me enviara mensajes con sus más fieles sirvientes, invitándome a su alcoba, cada vez que Tutmés abandonaba la capital por diferentes razones. Engañar a un funcionario como Khepermare había sido una irresponsabilidad, pero traicionar al propio monarca constituía una total locura.

    Conocía a Ahset y sabía cuánto la excitaban los riesgos, como la hacía vibrar el peligro llevándola a límites inimaginables.

    El harén era por cierto un nido de serpientes en que se tramaban todo tipo de confabulaciones, se levantaban calumniosas acusaciones y se urdían planes para desprestigiar a las mujeres por las que el monarca mostraba más inclinación o cuyos hijos eran preferidos por el soberano. Si conociendo como Ahset conocía el ambiente del harén, sabía que no era necesario que existieran motivos para que una concubina fuese acusada de amoríos con algún personaje que frecuentaba el palacio, el mandar recados a un hombre que desarrollaba sus actividades constantemente en la residencia, era casi un suicidio.

    Sin embargo, parecía que todo eso no era razón suficiente para calmar las expectativas de Ahset, y lo peor era que yo tampoco podía dejar de pensar en ella. Cada vez que la veía en los jardines o la encontraba en los corredores, intercambiábamos miradas furtivas, robándonos mutuamente por un instante de aquel ámbito, para escapar con el pensamiento hacia un paraíso de privada intimidad donde poder desatar la pasión y dar rienda suelta a los irreprimibles deseos de unirnos nuevamente.

    Cada madrugada me sorprendía, luego de haberme extasiado vanamente en el ígneo brillo de sus ojos cristalinos como el mar, en el sabor de sus labios, en la tersura de su desnudez contra la mía, escuchando sus gemidos en mis oídos, tras el cálido roce de su piel húmeda de perfumado sudor luego de habernos hecho el amor, con la decepcionante realidad de estar solo en mi lecho mientras ella esperaba por mí, cada noche sola en el suyo.

    En el extremo opuesto de mis sentimientos se hallaba Tausert, noble, bondadosa, sensible, con su dulzura, su inocencia, desbordando de alegría mi corazón con cada sonrisa, con cada gesto, su amor incondicional pero digno, la admiración que me profesaba, y la belleza frágil e inmaculada que la hacía la esposa fiel y la madre ideal de los hijos que deseaba tener en el futuro. Transcurría horas conversando con ella, visitando los bosquecillos de sicomoros, cabalgando juntos a la orilla del río, jugando como niños a querernos tiernamente con sutiles caricias e imperceptibles besos, casi etéreos, en una unión espiritual de dos almas gemelas. Ahí justamente residía la ambigüedad de mi situación. Tausert era mi alma gemela y Ahset mi cuerpo gemelo. No sabía cómo evadirme de esa contradicción.

    La confianza que el Faraón había depositado en mí, reprimía mis ansias de acudir a los aposentos de Ahset cuando él se ausentaba semanas enteras llevado al norte por asuntos de estado, mas, sentía flaquear mi templanza cuando veía la lujuria reflejada en los ojos de esa mujer. La infidelidad hacia Tausert y la deslealtad para con el Faraón me hacían sentir más vil y miserable de lo que fue Shomu con su traición, sin embargo, como la barca a la deriva no puede evitar ser llevada por la corriente hacia la catarata, así, mi ánimo era arrastrado por la sensualidad hacia el placer.

    Aquella tarde, durante un viaje del soberano a Mennufer para celebrar la festividad del Dios Ptah, me encontraba en la quietud de los jardines de palacio, tomándome un momento de descanso después de horas de trabajar en mi perfeccionamiento de la lengua hitita, con un noble de Hatti exiliado en la capital de Kemet. Habiéndose retirado mi instructor asiático, disfrutaba de la belleza del purpúreo resplandor del ocaso sobre las colinas, bajo la fresca sombra de una acacia luego de una tórrida jornada, en la tranquilidad de la residencia, casi desierta por la partida de la corte secundando al monarca, incluidos un buen número de sirvientes y esclavos, entre los que se hallaba la propia Tausert, que acompañaba a una de las señoras del harén.

    Sorpresivamente, vi. aparecer a Makale, una de las esclavas nehesi, transitando los senderos entre los canteros de malvas y margaritas, llevando un cesto con el que recogía flores, mientras se dirigía hacia mí.

    No era raro ver a una sirviente negra en los jardines, empero, me llamó la atención que la esclava más fiel de Ahset permaneciese en palacio. Hasta aquel instante creí que Ahset había viajado aquella misma mañana con la comitiva, como el resto de las damas del harén, pero al ver a la joven nehesi, sospeché que no lo había hecho.

    Con calculada distracción la muchacha dejó caer un rollo de papiro al pasar junto a mí, mientras inspeccionaba el cantero de amapolas que se hallaba a mis espaldas. Disimuladamente, aunque con cierto nerviosismo ya que aún quedaban muchos ojos indiscretos en palacio, levanté el escrito encontrando como esperaba una nota de Ahset, sin firma ni sello para no dejar pruebas de su autoría: "He aguardado esta oportunidad por meses. Te espero cada noche anhelando tus caricias y mis labios recuerdan cada beso de tu boca. Mi piel arde de deseos ansiando ser recorrida por tus manos. Necesito de ti como el viajero siente necesidad del agua en el desierto. No me niegues tu oasis, se mi fresco manantial y mi frondoso sicómoro para que en ti aplaque mi sed y bajo tu agradable sombra repose mi cabeza. Mi esclava guiará tus pasos esta noche hasta los aposentos de mi amiga, la princesa Kina."

    Mi corazón latió intensamente, en tanto, una rara mezcla de ansiedad y temor se apoderó de mí, abrumado por la idea volver a tenerla entre mis brazos, al tiempo que consideraba los riesgos que implicaba la posibilidad de que algún guardia del harén o quizá cualquier sirviente de palacio pudiera descubrirnos.

    La ocasión no podía ser más propicia, teniendo en cuenta que ni siquiera se encontraban las compañeras de Tausert, que podrían sospechar de mí y que el propio Chambelán se había retirado a su residencia en las afueras de Waset, ante la ausencia de la mayoría de los cortesanos. Su secretario escriba, era un borrachín que no tardaba en caer en total estado de ebriedad cuando lo dejaban a sus anchas, invitando a los miembros de la guardia en una orgía de bebidas, hurtadas de la bodega de la residencia, que iba desde cerveza hasta vino y licor.

    Me sentía lleno de pesar, pero al mismo tiempo deseoso de tener aquel encuentro prohibido, incitado por los recuerdos de aquellas noches de deleite carnal, capaces de arrebatar la cordura del hombre más casto.

    Cargado de culpas por traicionar a Tausert y a mi soberano, me veía atraído hacia ella en una ineluctable caída, hacia una vorágine de la que me era imposible escapar.

    Parece difícil de creer que yo amase a Tausert y cayera en brazos de Ahset en la primera ocasión que se presentaba. Sin embargo, era verdad que la amaba, pero el amor de la dulce Tausert, sabía a agua fresca de manantial que todo hombre necesita para vivir y disfruta cuando está sediento. Por el contrario, el fuego que encendía Ahset en mis entrañas, tenía el efecto de un mágico y exquisito elixir, como un vino dulcemente embriagador, que adormecía el pudor y encendía mis sentidos, entregándome a un gozo adictivo, que me hacía débil y vulnerable al dominio con que manipulaba mi ser.

    En los meses que habían pasado desde la coronación, con la estabilidad y la tranquilidad de vuelta a nuestras vidas, había reanudado mi romance con Tausert e incluso llegamos a compartir momentos de sensual intimidad, reconfortantes y plenos de ternura, que fortalecían nuestra unión. A pesar de ello, el amor de Tausert satisfacía mi corazón mas, no mi cuerpo.

    Me resultaba imposible abstenerme de la atracción animal que Ahset ejercía sobre mí, como una irresistible tentación de ignominioso poder que me rebajaba a la condición de una fiera salvaje incapaz de controlar sus instintos.

    Trataba de ocupar mi mente en otros asuntos, buscando evadirme de los pensamientos que una y otra vez, me llevaban el recuerdo de sus formas perfectas y su voraz erotismo, terminaba siendo una lucha inútil, vana, que consumía mis fuerzas y derruía mi concentración hasta agotarme.

    Esa noche luego de entrar en las habitaciones del Harén, cual saqueador a un sepulcro, artero e infame, apresuré mis pasos por los corredores desolados hacia los brazos del acto nefando, de la perfidia más despreciable, mientras mis piernas se negaban a desandar el camino que me llevaría a satisfacer a mi piel y a avergonzar a mi corazón. La encontré yaciendo sobre mullidos jergones con un camisón de lino blanco transparente que exaltaba sus atributos y elevaba su hermosura a la condición de una diosa.

    Bebiendo de una copa de alabastro jugaba con sus dedos enrulando sus sedosos cabellos que brillaban con tonos rojizos ante el tenue fulgor de una lámpara de aceite. Hambriento de su carne, me acerqué a sus espaldas, acechándola como un león pronto a devorarla, en un juego de presa y cazador. Ella intuía mi presencia esperando nerviosa el roce de mis manos, adivinando mis deseos de redescubrir su siempre indómita naturaleza.

    Excitado por su figura me saqué el taparrabo y me acosté detrás de ella sin que emitiese un sonido ante mi cercanía, sin que hiciese el más mínimo movimiento para volverse hacia mí, como si desconociese mi existencia.

    Apoyé mi pecho sobre su espalda y mi shendyt tenso por la presión de mi falo sobre sus caderas, sintiendo temblar sus piernas. Sin darse vuelta se movió lentamente en ondulaciones reptantes que provocaron el deslizamiento del camisón hasta descubrir sus caderas desnudas, que frotó lascivamente contra mi faldellín, hasta levantarlo por encima de mi pene, que se irguió enhiesto contra su entrepierna. Con extrema suavidad escabullí mi mano derecha por debajo de la translúcida tela hasta arribar a sus pechos turgentes como odres llenos con los pezones tibios e hinchados provocando el erizamiento de su piel. Se apretó contra mi cuerpo hasta que sentí que había penetrado en su vientre que ondulaba suave y rítmicamente. Mordí su cuello y seguí subiendo hasta a la nuca oculta tras la cabellera perfumada a manzanas, que caía de lado cubriendo su hombro con grandes bucles.

    Al succionar el lóbulo de su oreja recorriendo con mi lengua su pabellón giró sobre si misma para terminar pasando sus piernas alrededor de mi cintura. Emitió un quejido casi felino, arañando mi espalda, retorciéndose y atrayendo contra su pelvis mis caderas con más y más intensidad aún, en rítmicos vaivenes más rudos y frecuentes, entre gemidos y jadeos. Me sentía enloquecer libando sus senos mientras se sacudía con frenesí hasta gritar, arrebatada por una excitación indescriptible, en un estremecimiento que hizo vibrar lo más íntimo de nuestro ser, en un rapto extático. Aquella madrugada de descontrolada pasión, Ahset llevó a límites hasta entonces desconocidos mi experiencia sexual.

    Antes de que yo escapara de sus aposentos cobijado por las últimas sombras del alba, ella abrió su cofre de alhajas y sacó un bello brazalete de ébano y marfil grabado con símbolos desconocidos en su exterior.

    —- Esta joya representa el indestructible lazo que te mantendrá junto a mí en cuerpo y alma, para que nuestro amor sea eterno.—- dijo colocándomelo antes del beso de despedida.

    La inscripción interior rezaba, "Unidos en la vida y en la muerte bajo la magia de la poderosa Sakhmet". Me llamó la atención que hubiese elegido a una deidad guerrera con inclinaciones hacia los embrujos y los poderes ocultos, en vez de una diosa como Hathor caracterizada por bendecir los amores profundos y puros, pero viniendo de Ahset no podía desconocer su originalidad y su desprecio por lo trillado y convencional.

    Algo había de poderoso en aquella joya que me hizo sentir estrechamente ligado a Ahset, tan íntimamente unido a ella, que me encadenó a su voluntad.

    Así fue como volví a caer en las garras de la lujuria hecha mujer, de la tentación hecha carne, aborreciéndome a mí mismo por la flaqueza de mi espíritu, por engañar la confianza y el amor que Tausert depositaba en mí. A ella le dije que había recibido el brazalete como obsequio del propio Faraón.

    Ahogado en un mar de remordimientos, me hundí con enfermizo fervor en la pecaminosa relación que nos arrastraba hacia un futuro impredecible, plagado de peligros y de desenlace incierto.

    Nuestros furtivos encuentros se sucedieron con frecuencia cada vez mayor, convirtiendo el placer en un juego demencial de riesgos innecesarios que podían costarnos la cabeza. Una noche nos escapamos de una celebración en palacio, para hacer el amor en una de las salas de la administración que se hallaba a oscuras. En otra ocasión lo hicimos en los jardines en donde nos podrían haber descubierto los guardias nocturnos.

    Cuando volvía la calma y recuperaba la compostura, en la soledad de mis aposentos, llegué a llorar amargamente afligido por la compulsiva obsesión que dominaba mi ser, corriendo el albur de perderlo todo por una pasión desenfrenada que no me conduciría a nada bueno.

    Decidí poner cierta distancia entre Ahset y yo, pidiendo a Tutmés que me permitiera acompañarlo en la campaña que iniciaría en breve, esgrimiendo como excusa que podría practicar mis conocimientos de las lenguas de los pueblos de Retenu.

    El soberano accedió de buen grado, sugiriendo que me uniera al grupo que iría a la vanguardia explorando la ruta costera.

    Días antes del viaje me había sentido raro y aunque no era la primera vez que participaba de una expedición a tierras extranjeras, embargaba mi pecho una sensación de angustia que me resultaba imposible soportar y además sufría un extraño padecimiento que se asemejaba a tener una culebra retorciéndose dentro de mis entrañas. Agudos dolores de abdomen que me abandonaban y regresaban sin motivo aparente, al punto que mis padres intentaron convencerme de que desistiera de formar parte de la empresa. La propia Tausert, preocupada por mi estado de salud, compró hierbas curativas del mercado para que tomara sus infusiones pero nada calmaba mi afección.

    La misma Ahset me envió un mensaje diciéndome que su amiga del harén, la princesa Kina, otra esposa secundaria del monarca, una dama misteriosa que según ella poseía poderes sobrenaturales, recomendaba que viese a Henu, el mago curandero y herbolario del soberano. Lleno de dudas y creyendo que pudiese tratarse de un embrujo o algún mal incurable, consulté a Henu que después de inspeccionar mi cuerpo insistió en que me abstuviera de partir con los ejércitos del Faraón y me proporcionó un potingue espumoso, más parecido a agua podrida que a una cura milagrosa, cuya ingesta debía repetir por tres días seguidos. El repugnante bebistrajo me provocó vómitos tan intensos y una debilidad tan marcada que no lo volví a tomar.

    Finalmente, durante ocho días, purgué mi vientre alimentándome solamente con leche de mujeres que daban la teta a sus retoños, como me aconsejó mi madre que, sabiamente, decía que si la leche materna era tan buena para los recién nacidos también lo sería para alguien enfermo. Al cabo de diez días me sentía mejor pero estaba flaco y endeble.

    Todavía preocupado, temiendo que la travesía pudiese costarme la vida, rogué a mi amigo Maya, que viajaba con el contingente, que se ocupara de mis restos si algo malo me pasaba. A pesar del riesgo que corría, mi mente me impulsaba a dejar Kemet aunque mi cuerpo se negaba a alejarse de Ahset. Me consolaba pensando que si fallecía durante la campaña aún tendría una agradable morada eterna en la tumba que me estaba haciendo excavar en el cementerio de los nobles, mas, si era condenado a muerte por mi relación con la concubina, el rey se encargaría de que no hubiese eternidad para mí.

    Capítulo 3

    "La toma de Joppe"

    El disco de Atón rodaba por el vientre de Nut abrasando el desierto a medida que atravesábamos los áridos valles entre las colinas de Retenu, pero el calor que no era tan intenso como otros años, amainaba al atardecer y cuando el viento levantaba alguna tormenta de arena, no solo impedía la visión a unos pocos codos de distancia sino que, tornaba el ambiente marcadamente frío. La diosa Ioh era nuestra única compañía en las gélidas noches de calma, alumbrando con su pálido resplandor la actividad de nuestro improvisado campamento.

    Junto al fuego de una de las tantas hogueras dispersas por el angosto valle, me senté a comer mi ración al lado del comandante.

    —- He ideado un plan que, teniendo en cuenta la imposibilidad de asediar la ciudad con el reducido número de hombres con que contamos, puede llevarnos

    a conquistar Joppe sin bajas considerables para nuestras tropas.—- dijo Djehuty, devorando junto con un trozo de gacela asada su hogaza de pan, que desprendía migas rodando hasta su abultado vientre.

    Lo miré expectante, mientras terminaba de tragar su alimento, moviendo como un rumiante la boca grasienta y sus gordas mejillas cubiertas por una barba entrecana y desaliñada.

    —- Contadme, ¿qué tenéis pensado?—- pregunté, interesado.

    —- Mi intención es . . . —- se interrumpió para arrojar un trozo de carne a su mascota, al que llevaba a todos lados. El felino, un robusto gato barcino, era su fiel compañero desde hacía varios años por lo que sabía, y se había convertido casi en un símbolo entre sus tropas, como una protección de la diosa Bastet.—- Prefiero no dar a conocer los detalles por ahora.—- dijo mirando a su alrededor, ya que no estábamos solos.

    Sospeché que su plan estaba relacionado con los carros llenos de pieles, lana, cereales, y demás productos, parte de los tributos entregados por los pueblos vasallos al Faraón durante los días previos de campaña, que llevábamos junto con nuestras provisiones.

    —- ¿Para qué llevamos los carros con los tributos? —- le pregunté intrigado.

    —- He ahí el secreto de mi plan.—- dijo, aproximándose a mí, para luego dar otra mordida al muslo.—- No creáis que desconfío de vos. Por el contrario, os confiaré un importante protagonismo en la conquista de la ciudad enemiga. Ocurre que la traición tiene ojos y oídos aún entre las desoladas dunas del desierto.—- explicó, tras lo cual hizo una pausa para limpiarse la boca con el vuelo del lado derecho del paño de cabeza de su tocado, dejándolo mugroso.— Los riesgos serán muchos, —- prosiguió.—- y el precio del fracaso para los que lleven a cabo la misión será la muerte. Sé que a pesar de vuestra juventud sois un hombre sensato, por lo que sabréis comprender mi silencio. Pronto os desvelaré mi estrategia.—- respondió el comandante, dando muestras de prudencia y astucia. Djehuty terminó de sacarse con una de sus largas y sucias uñas los restos de comida retenidos en los espacios entre los pocos y oscurecidos dientes que le quedaban, en tanto yo, me limité a asentir con la cabeza, mientras terminaba mi frugal alimento consistente en leche de cabra y unos pocos dátiles que llevaba en mi saco.

    Durante la siguiente jornada, observé que el comandante había ordenado aminorar la marcha y deliberadamente transitábamos la ruta hacia Joppe pasando por todas las poblaciones asentadas entre el campamento del Faraón y la costa, recogiendo hasta los modestos presentes y miserables tributos como demostración de vasallaje, aún de las aldeas más humildes. ¿Intentaba ponernos en evidencia? No solo éramos pocos sino que tampoco podríamos atacar por sorpresa pues, los espías del rey de Joppe ya le habrían llevado noticias de nuestro avance. ¿Acaso se proponía sobornar al soberano a’amu con la paupérrima recaudación de algunas ciudadelas y unas cuantas aldeas? Me resultaba difícil de creer.

    Luego de haber pasado el día especulando con distintas posibilidades y sin encontrar un desahogo a mi curiosidad, me acerqué durante el ocaso al comandante que esperaba a que terminaran de armar su tienda, sentado sobre una estera de junco mientras era refrescado por un par de sirvientes que limpiaban su cuerpo de sudor y aplicaban aceite aromático a su piel. No podía esperar más para saber cual sería mi función en el proyecto.

    —- ¿Un poco de agua, señor comandante?—- ofrecí al militar, extendiéndole mi odre rebosante del fresco líquido del pozo cercano.

    Bebió con placer derramándose parte sobre la cara para luego mojarse el ralo y ensortijado cabello.

    —- Entre el calor y nuestro cansino avance por este paisaje desolado me siento más cansado que cuando empezamos la campaña a toda marcha.—- dije, sacándome el paño de cabeza para enjugarme la cara de sudor.

    —- Sé que nuestro progreso es lento pero para lograr engañar a nuestros adversarios es preciso hacerlo de esta manera.—- explicó.

    —- Es obvio que vuestro objetivo no es un ataque sorpresivo a la ciudad costera. Por el contrario, lo que hacéis es dar tiempo al rey Og para que se prepare antes de nuestra llegada, ¿verdad?—- inquirí.

    —- Sois muy perceptivo, embajador, —- dijo Djehuty.—- sin embargo, creo que estáis equivocado al creer que el soberano de Joppe se encuentra en su reino. Confiando en la información de aquellos hombres que se presentaron ante el Faraón, diría que el rey de Joppe se encuentra en Meggido esperando la llegada de nuestros ejércitos con los demás soberanos rebeldes, habiendo dejado en su ciudad a algún miembro masculino de la familia real para resistir nuestro asedio cerrando la ciudad.—-

    —- Pero, si ya nos aguardan preparados para resistir el sitio de la ciudad, ¿en qué nos beneficia llegar más tarde de lo que ellos esperan?—- pregunté confundido.

    —- Mi plan apuesta a que se sientan tan confiados en su superioridad de fuerzas y recursos, que se atrevan a enfrentarnos en la llanura o quizá a emboscarnos para destruirnos, antes de que un nuevo contingente de tropas de nuestros ejércitos pudiese reforzar el asedio a su ciudad.—- expresó el comandante.

    —- Pero, si las tropas que guardan la ciudad son inferiores a nuestras fuerzas tampoco se animarán a dar batalla y permanecerán tras la seguridad de las murallas.—- dije, sin comprender aún que se proponía Djehuty.

    —- Mis espías regresaron esta mañana con la información que yo esperaba. Zipor, el hijo menor del rey está a cargo del gobierno de la ciudad. El soberano y el príncipe heredero fueron al encuentro de los demás reyes cananeos.

    Por otra parte, como lo imaginaba, el ejército que custodia la ciudad es superior al nuestro en al menos cinco veces cien hombres. Les dejaremos creer que pueden vencernos fácilmente y durante la contienda huiremos precipitadamente abandonando los carros con los tributos en los que se encontrarán escondidos cierto número de soldados que abrirán de noche las puertas de la ciudad para caerles por sorpresa.—- explicó.

    —- ¿Entonces que haré yo, comandante?—- inquirí, nuevamente.—- Lo pregunto porque puede serme de utilidad revisar mis papiros con tiempo para repasar el protocolo que acostumbra la corte de Joppe.

    —- Os proporcionaré todo para que os hagáis pasar por un mercader que introducirá en la ciudad a parte de nuestros hombres, escondidos entre los productos que trafica.—- respondió.—- El resto los introducirán los mismos asiáticos cuando se lleven el botín de guerra al huir precipitadamente nuestras huestes ante el ataque del ejército de Joppe. Vos y los hombres que lleváis, ayudaréis a los demás soldados a salir de los escondites para que juntos abran las puertas de la ciudad después de la medianoche.

    —- Ni falta hace decir que si nos descubren nos despellejarán, ¿verdad? —- dije, estremecido por un escalofrío que recorrió mi espina, pensando en lo que podrían hacernos los asiáticos si caíamos en sus manos.

    —- Tal vez los despellejen, tal vez intenten venderlos al Faraón si es que los consideran lo suficientemente valiosos como para pagar un rescate por sus vidas.—- respondió.

    —- El Faraón no pagará ningún rescate por hombres que fracasaron en una misión. Lo conozco demasiado como para hacer suposiciones inviables, de modo que no nos queda más opción que conquistar Joppe de cualquier manera.—- dije resignado.

    —- Así es. Mi carrera militar quedará truncada, la vergüenza caerá sobre mi estirpe y hasta puedo perder el sepulcro que he preparado para mí y para mi esposa si el plan no da resultado, por lo que mi futuro terrenal y también espiritual dependen de nuestro éxito. —- respondió con gesto grave, irguiéndose para dirigirse a su tienda.

    El príncipe Zipor era conocido en toda la región por su carácter sanguinario y las apetencias por la herencia del primogénito. No dudaría en sacrificarnos como corderos para demostrar su valía. Además, al igual que su padre el rey Og y su hermano, era un obsecuente de Parsatatar, rey de Naharín y del príncipe Akrabín de Qatna, sucesor al trono de su tierra.

    Por lo que sabíamos acerca de los hombres de la Casa real de Joppe, sus ambiciones de territorios en Retenu, los habían llevado a enfrentamientos con sus pares de otros reinos vecinos, demostrando poco tino en el aspecto diplomático y peor visión de la política que les convenía a los príncipes asiáticos para enfrentar a los ejércitos de Tutmés III.

    Al parecer, los veinte años de debilidad en las fronteras del imperio, demostrados por el ilegítimo gobierno de Hatshepsut, llevaron a los reyezuelos a’amu a subestimar el resurgimiento de Kemet como potencia militar a manos del nuevo soberano. La falta de unificación de criterios y las actitudes individualistas y mezquinas de gobernantes cananeos como Og, habían salvado a Kemet de ser invadido en las peores épocas de decadencia del ejército durante el reinado de la madrastra de Tutmés III, como en los tiempos de los Heka-Khasut.

    Su necedad, rayana en la más absoluta estupidez, impulsó a Og a desafiar la autoridad que Durusha de Meggido tenía sobre los príncipes de Canaán, intentando conquistar Siquem, sin posibilidad alguna de éxito con un ejército reducido y en contra de una alianza poderosa. Sólo la oportuna intervención de los enviados de Parsatatar lo salvaron del desastre total, al convencerlo de entregar un pequeño botín para salvaguardar su retirada y la de sus hombres, cuando se encontraba acorralado por los ejércitos aliados bajo las órdenes del hijo mayor de Durusha, que había ido en ayuda de Joab, ante el asedio bajo el que Og pretendía someter a la ciudad de Siquem.

    El astuto Parsatatar podría haber dejado que la coalición que dirigía Durusha aplastara a Og, pero sabía que eso aumentaría el prestigio de su líder, que con el tiempo podría transformarse en una amenaza contra la hegemonía que él tenía sobre los territorios de Djahi y el país de los amorreos, por lo cual le convenía sobremanera que se mantuviese el equilibrio de fuerzas en la región. Por otro lado, el control de la ciudad puerto de Joppe revestía una importancia trascendental para el dominio marítimo al que aspiraba el rey hurrita, en contra de sus enemigos hititas y contra la armada de Kemet, que recuperaba lentamente el esplendor de otros tiempos. Parsatatar seguramente consideraba que, a pesar de su impulsividad, Og era mucho más maleable entre sus manos que otros príncipes canaaneos, de modo que le convenía mantenerlo como monarca en un sector vital de la costa de Retenu, al sur de Akko, una de las bases más importantes de la flota hurrito-cananea.

    Teniendo presente la poca brillantez de genio que demostraban los varones de Joppe, la idea de Djehuty tenía visos de éxito, aunque no debíamos subestimar al príncipe Zipor, ya que lo que le podía faltar de astucia, le sobraba de desconfiado y traicionero. Debíamos ser audaces, pero, al mismo tiempo, cautos, armando una historia que fuese creíble y que no despertara sospechas.

    Habiendo alcanzado el último valle al este del cordón montañoso que nos separaba de la planicie costera, Djehuty ordenó a sus hombres que permaneciesen acampados durante el día de nuestra partida, para darnos tiempo a ingresar en la ciudad. Luego, durante la siguiente jornada, retomarían la marcha para continuar con su parte del plan.

    Aquella misma madrugada, antes del alba, estábamos listos para partir rumbo a Joppe dispuestos a comenzar con el plan que nos llevaría a la conquista de la ciudad puerto, o en su defecto, a una muerte segura.

    Iba vestido con una túnica de lino crudo, de mangas largas, un gorro rojo de lana y la barba y el bigote ralos, que me había dejado crecer desde la salida de Kemet, parecía, según decían los idenus del grupo, un verdadero mercader, de aquellos que se veían pulular en las ferias de toda gran ciudad, ofreciendo su mercancía, voceando las virtudes de sus productos, o engañando a los posibles clientes para ganar a sus competidores.

    Luego de que camufláramos a los soldados escondidos dentro las cestas de caña, cargadas de pieles de cabra y oveja, salimos en busca de la planicie costera hacia la ruta habitual de las caravanas que desde el norte llevaban sus artículos a comerciar con las ciudades de Retenu.

    En tres carros repletos de cestas, jalados por yuntas de fuertes bueyes, transitamos la ruta en total soledad, con la tranquilidad de saber despejada la costa de salteadores nómadas, que nosotros mismos habíamos eliminado de la región.

    Bajo el brillante disco de mediodía, cuyo efecto era disminuido por la fresca brisa marina, transitamos a la vera de un par de aldeas enclavadas al pie de las colinas sembradas de olivo, rumbo a Joppe.

    A medio iteru de distancia de la fortificación, cuyas blancas murallas veíamos ondular por efecto del aire caliente sobre el ardiente camino, fuimos interceptados por soldados de un puesto de guardia, que, ubicados en un atalaya cercano, inspeccionaban las caravanas que se dirigían hacia el mercado urbano.

    —- ¡Alto ahí!—- gritó uno de los guardias desde la torre del puesto de vigilancia.

    En número de ocho a diez con cascos oblongos de cobre, camisas blancas, chalecos de cuero, los barbados asiáticos se aproximaron a revisar la carga que mis cuatro sirvientes (en realidad eran todos soldados mercenarios de Khinakhny de las milicias extranjeras de Kemet), y yo, conducíamos hacia la ciudad del rey Og.

    Uno de los más fornidos de entre los guardias enemigos, de tupida barba negra, se acercó hasta el carro que conducía uno de mis soldados disfrazado de sirviente, a inspeccionar la mercadería. Mi gato (el de Djehuty en realidad) refunfuñó enojado al hombretón, que se sorprendió, apartándolo con la mano. El felino vino hacia mí, buscando protección.

    Me apeé de mi carro, alarmado, cuando vi. al sujeto levantando y sacando las pieles y los cueros de las cestas arrojándolas al suelo, temiendo que descubriera a los soldados escondidos dentro ellas.

    —- Os ruego no arruinéis mi mercancía.—- dije en lengua cananea con disimulada preocupación, mientras levantaba y sacudía las pieles ensuciadas con arena.

    —-¿Quién eres tú para decirme qué debo y qué no debo hacer, mercachifle barato?—- dijo el asiático, atrayéndome hacia sí, estirando con sus torpes manos mi túnica hasta poner mi cara enfrente de la suya, mientras vociferaba, emanando un apestoso aliento. Más alto que yo, parecía un oso, de manos grandes, antebrazos gruesos y cubiertos de tan espeso pelo que apenas permitían ver la blanca piel que cubrían.—- ¡Desparramaré tu maldita mercancía por toda la playa y la irás juntando de rodillas sin decir palabra! ¿Me entiendes, rastrero gusano?—- gritó en mi cara, en tanto que sus compañeros festejaban con sonoras risotadas el maltrato al que me sometía, mientras seguían vaciando peligrosamente las cestas.

    —- No creo que al rey Og le agrade ver cómo arruinaron las pieles que pidió que le enviara mi señor.—- dije apurado, intentando detenerlos antes de que nos descubrieran. Se me ocurrió invocar a Og, sabiendo que no se hallaba en la ciudad.

    El embuste surtió efecto. El hecho de que las pieles fueran para el rey los paralizó, y dejaron de revolver las cestas inmediatamente. Otro guardia, al parecer el jefe del grupo, más bajo, de largos cabellos castaños y ojos pardos claros, apartó con gesto preocupado al gigante barbado y acomodó el cuello desbocado de mi túnica, tratando de recomponer el error que estaban cometiendo.

    —- ¡Levanten todo y limpien las pieles que tiraron en la arena!, ¡Rápido!—- les ordenó a sus hombres, haciendo lo propio, temiendo las consecuencias que la estupidez cometida pudiera acarrearles.

    —- Perdone, señor mercader, este lamentable malentendido. Os ruego nos permita escoltarlo con uno de nuestros carros hasta la ciudad.—- expresó.

    —- Estaría sumamente agradecido.—- respondí amablemente, en tanto reía íntimamente por el cambio de actitud de los guardias, que lo único que faltaba era que buscaran una alfombra roja para mi entrada a Joppe.

    —- Le ruego no mencione a "Mi Señor" este desgraciado incidente.—- solicitó el comandante de la guardia, mirando con evidente enojo al gigante, que sacudiendo cueros y pieles, trataba de evitar la mirada de su enfadado superior.

    —- No os preocupéis.—- dije.—- El rey nunca conocerá este acto de descortesía.—- expresé, ante la preocupada sonrisa del jefe.

    Más tranquilo, luego de pasar la inquietante situación suscitada, entramos en la ciudad, en cuyo centro se levantaba la ciudadela protegida por una fortificación cuadrangular de altos muros almenados. Bajo la fresca techumbre de grandes higueras, altísimas palmeras y coposos sicomoros, rebosaba de actividad la plaza central, colmada de un gentío bullicioso, intercambiando toda clase de objetos, manufacturas, cereales, legumbres, artesanías, animales de tiro, cabras, ovejas, pescados y otros productos.

    Transitamos lentamente entre la multitud congregada, ubicándonos sobre uno de los sectores junto al muro, donde se apretujaban los visitantes arremolinados alrededor de la feria, los carros de los comerciantes ambulantes o los puestos instalados en el predio del puerto.

    A pesar de no ser una urbe espacialmente grande, se podía adivinar su riqueza e importancia a través de la magnificencia del templo a su dios Baal y los santuarios a dioses tutelares menores, que se distribuían por la ciudad y ante los cuales los fieles entregaban sus ofrendas para sacrificios, como palomas, corderos, carneros, etc.

    La residencia real ocupaba gran parte del muro norte y evidenciaba en su fachada el egocentrismo y la megalomanía del rey por su propia persona, cuya imagen, del tamaño de las columnas del pórtico de entrada, se alzaban por pares, flanqueando la escalinata de ingreso, en actitud hierática, exaltando su supuesta condición divina.

    Recorrí la ciudad exterior observando atentamente la disposición de los atalayas, ubicados estratégicamente en la falda de las colinas, que descendían hacia la planicie costera. Desde allí se divisaba la región hacia los cuatro puntos cardinales, de manera de prevenir cualquier ataque sobre Joppe, inclusive por mar, dando tiempo a la defensa de su guarnición en la ciudadela fortificada en caso de asedio por parte de un gran ejército.

    Decenas de soldados, distribuidos entre los torreones y las torres que a distancias regulares coronaban el muro de circunvalación, custodiaban el orden dentro y fuera de la ciudadela bullente de un mercantilismo febril.

    Periódicamente desde cada puesto de guardia se hacía sonar el cuerno de carnero que portaban los oficiales al mando, como aviso de calma y orden desde cada atalaya y a lo largo de la muralla, o en señal de alarma, que se propagaba de un puesto a otro, de norte a sur y de este a oeste.

    Calculé el número de sus tropas en al menos quince veces cien hombres, contando los soldados de las barracas, los de las murallas, de los atalayas, de los templos, de las plazas, del puerto y los que custodiaban el palacio y los edificios anexos. Era seguro que para las excursiones armadas contarían con un mayor número de hombres, proporcionado por las levas realizadas entre los habitantes de las aldeas cercanas, directamente dependientes del gobierno de Joppe.

    Considerando la situación y nuestros recursos, nuestras posibilidades de conquistar la ciudad, según el plan, eran buenas, pero resultaba imprescindible neutralizar a los vigías de por lo menos uno de los atalayas, para permitir el paso de nuestros hombres, durante la noche, rumbo a la ciudadela, cuyas puertas debían ser abiertas desde el interior por nuestros soldados ocultos.

    Durante la tarde pude ver al príncipe Zipor, mientras, con su comitiva, inspeccionaba a las tropas en la explanada frente al templo de Baal.

    La aparente tranquilidad en que había transcurrido la mañana se había convertido en tensión hacia la tarde, y pronto una masiva migración se iniciaba hacia el interior de los muros. Poco antes del ocaso, cuando las antorchas ya habían sido encendidas en las calles, en lo alto de los torreones y las torretas, en los atalayas y sobre los macizos pilares que flanqueaban el gran portal de acceso a Joppe, familias enteras que habitaban los barrios de la ciudad exterior terminaban de ingresar con sus animales de tiro y sus carros repletos de enseres, sacos con grano y ropas. Hombres, mujeres, niños y ancianos arreaban sus cerdos, cabras, ovejas y vacas, y trasladaban sus aves de corral algunas en brazos y otras en jaulas, además de sus pertenencias personales más importantes para ponerse a resguardo, sabiendo que se aproximaba el enemigo.

    Esa noche sufrí nuevamente las consecuencias del mal que me aquejaba. De a ratos sentía aquello quemando mi cuerpo por fuera, bañándome en profuso sudor, y con la sensación de que una criatura devoraba mis vísceras por dentro.

    Trastornando mi espíritu me provocaba confusas visiones en las que empecé a descubrir a Ahset caminando entre la gente en la plaza, junto al templo, deambulando sobre las pasarelas de la muralla. No podía dar fe de lo que veía, mis ojos me engañaban y mis hombres empezarían a creer que estaba endemoniado. ¿Cómo podría hacer que siguiesen mis instrucciones si perdían su confianza en mí? La veía constantemente pero simplemente comencé a ignorar su imagen, porque no podía encontrarse allí. Debía ser el efecto de mi afección. De pronto todo cesaba y parecía volver a la normalidad.

    A riesgo de perder autoridad con mis subordinados tuve que confesar a Heri el jefe de grupo que estaba bajo mi mando, que me sentía enfermo y que precisaría de su ayuda.

    Los soldados en general solían detestar a los funcionarios letrados por su carácter soberbio y su arrogante desprecio hacia las demás profesiones por considerarlas de clase inferior. Se vanagloriaban de su cómodo trabajo intelectual que les brindaba una vida sin sobresaltos, bien remunerada y bajo una fresca sombra donde trabajar con sus papiros y su equipo de escriba. Por mi parte, yo tenía la fortuna de que en el ejército se me conociera por mi anterior ocupación de custodio del Faraón y porque nunca abandoné las actividades bélicas durante las cuales conocí a grandes guerreros entre los que hice buenos amigos, ganándome el respeto de la mayoría de los hombres de armas.

    Para mi tranquilidad, Heri me brindó su atenta asistencia en todo momento.

    Pasada la medianoche y ciertamente, más repuesto de mi padecimiento, decidí que amparados en la oscuridad y la quietud nocturna nos dispusiéramos a sacar a los soldados escondidos. Cobijados en las sombras proporcionadas por los techos de las caballerizas contiguas a nuestra tienda, ayudamos a los diez soldados a salir de las cestas. La mayoría se hallaban con el trasero dolorido y con los miembros inferiores entumecidos después de haber permanecido sentados con las piernas encogidas durante toda la jornada.

    Mientras ellos se alimentaban con pan y frutas, recuperando su compostura, repasamos los movimientos que deberíamos efectuar la noche siguiente teniendo en cuenta los dispositivos de seguridad con que contaba la fortaleza, según lo que habíamos observado el día previo.

    Antes del amanecer las tropas de Zipor salieron de la fortificación hacia la llanura costera en espera de la llegada de nuestras huestes. A los efectivos que tenía la ciudad se sumaron durante el alba al menos cinco veces cien hombres provenientes de las levas entre las poblaciones circundantes. Algunos de ellos no eran más que niños y la mayoría sumaba demasiados años para defender su propia vida ante el embate de cualquiera de nuestros soldados.

    El príncipe había tragado el anzuelo y se disponía a hacernos frente en batalla alentado por el reducido número de nuestros efectivos, buscando una resonante victoria, que le favoreciera en su lucha por el trono de Joppe o ambicionando un lugar preeminente entre los príncipe de Retenu, en lugar de la mucho menos descollante actitud de resistir el asedio sobre la ciudad.

    Hacia el mediodía, bajo un cielo nublado y un ambiente opresivo, los rumores y chismes surgidos entre el populacho hacinado en la ciudadela declaraban que el comandante del ejército invasor, luego de haber conminado al príncipe a rendir la plaza, había recibido de éste como contestación un total rechazo.

    Además Zipor, elevado por la chusma al rango de héroe, había amenazado a los enemigos diciéndoles que no tomaría prisioneros y que todo aquel que cayese en manos de sus soldados sería sacrificado, para escarmiento de los que osaran pisar suelo del reino de Og.

    Como estaba previsto por Djehuty la contienda llevó más tiempo en los preparativos que en resolverse en el terreno, dado que nuestras tropas no opusieron resistencia. A media tarde el ejército de Joppe había puesto en precipitada fuga a las tropas del Faraón, o eso creían ellos, y tomaban como botín de guerra lo que dejaron abandonado los nuestros en la huida.

    Así, según lo planeado, antes de que el disco de Atón se pusiera allende los mares, nuestros enemigos introducían en palacio al resto de los soldados con quienes esa noche abriríamos las puertas de la ciudad al ejército de Kemet. Como en aquel viejo cuento de nuestra infancia, el chacal disfrazado de ave entraba en el palomar.

    Esa noche la ciudad se vistió de fiesta y por doquier se encendieron fogatas para celebrar el resonante triunfo de Zipor al que muchos empezaban a vitorear llamándole "El heredero". Se sacrificaron bueyes de cuernos cortos al dios Baal y cada santuario recibía las bestias para sus holocaustos, lo que alegraba al sacerdocio que disfrutaría de una opípara cena. En tanto que la residencia real se hallaba iluminada hasta su última antorcha y engalanada con sus más exquisitos ornamentos con la nobleza disfrutando de los agasajos al príncipe salvador de Joppe, el pueblo se regocijaba asando cabritos, corderos y cerdos por las plazas y en las avenidas de la ciudad. La cerveza y el vino corrían por las calles en odres que pasaban de mano en mano y pronto la algarabía se transformaba en franca disipación.

    Luego de la medianoche, aprovechando las circunstancias que llevaban a un relajamiento de la vigilancia en el interior de la fortaleza, ordené a mis hombres que se prepararan para comenzar la misión. Cada uno de ellos portaba un arco, una aljaba llena de saetas, un hacha y un puñal.

    Dificultando nuestra operación, una gran luna llena que de a ratos asomaba entre espesos nubarrones, bañaba de blanquecina luminosidad la ciudadela en los sectores en donde debíamos movernos.

    —- Las torres de la muralla han sido abandonadas, manteniéndose ocupados por soldados sólo los torreones ubicados en cada una de las esquinas de la fortaleza.—- dije, observando que todos prestaban atención a mis indicaciones.—- Los guardias recorren las pasarelas del muro atravesando las torres, uniendo en su trayecto la distancia entre los torreones. Según pude observar, se mantienen dos guardias en cada uno de ellos, mientras que otros dos van y vienen hasta la torre ubicada sobre el sector central del muro, sitio en el que se encuentran con el guardia proveniente del torreón vecino.

    En total conté dieciséis hombres custodiando las alturas de la fortificación, en tanto que otros cuatro guardan la seguridad de la gran puerta que se abre en la pared oriental, de frente a las colinas en las que se oculta nuestro ejército. La plaza central es recorrida por tres parejas de soldados que transitan entre la festiva muchedumbre el sector del mercado y los templos, mientras que una decena más resguardan la seguridad del puerto, pero estos últimos están tan lejos de nuestro sector de acción que casi no debemos preocuparnos por ellos.

    Los edificios oficiales y los templos se encuentran custodiados por dos guardias delante de cada fachada y solo la residencia real se halla bajo una estricta vigilancia, a cargo de los custodios del rey, que, por lo que pude ver, no suman más de una docena. De ellos se ocuparán los hombres ocultos en los carros que forman el botín de guerra, que estarán esperando nuestra señal para entrar en acción dentro de palacio.

    El resto de la tropa se halla mezclada con la plebe disfrutando su embriaguez .—- dije.—- El general Djehuty me confió la planificación de los movimientos de nuestro grupo para dar ingreso a las tropas de nuestro ejército, en tanto que el otro grupo de hombres se encargarán de neutralizar a las tropas de la residencia y de la toma de rehenes de la familia real, si es que las maniobras no salen según lo previsto, de manera de poder negociar algún tipo de rendición por parte del príncipe Zipor, o en su defecto, nuestra salida de Joppe sin demasiadas bajas.—- expliqué a los soldados. Me sorprendí al descubrir lo jóvenes que eran algunos de ellos y lo tranquilos que se veían. Sabía que Djehuty los había elegido de entre lo más selecto de sus guerreros, pero por un instante, me preocupó que no fuesen lo suficientemente experimentados.

    —- Nuestro primer objetivo será la puerta de la fortaleza, la que deberemos ganar poniendo fuera de combate a los hombres que la custodian, sin llamar la atención. Luego, tomarán las ropas de los cananeos que eliminen y vistiéndose con ellas, continuarán atacando a los guardianes de los torreones, para finalmente salir de la ciudadela y tomar el atalaya que se encuentra justo en frente de la fortaleza. Desde allí, daremos la señal para que nuestro ejército avance hacia la ciudad. Oremos para que la voluntad de Amón-Ra nos lleve a la victoria.—- concluí.

    Nos arrodillamos frente a la estatuilla de "El Oculto", como llamamos a Amón, y rezamos en la oscuridad una plegaria para recibir su bendición:

    "OMNIPOTENTE SEÑOR DE LA TIERRA NEGRA,

    AMADO PROTECTOR DE LOS DÉBILES Y LOS DESVALIDOS, FUERZA DE LOS JUSTOS Y FLAGELO DE LOS INICUOS,

    GUÍA NUESTROS PASOS PARA LA GLORIA DE TU NOMBRE, OH, BENDITO AMÓN-RA."

    —- Yo encabezaré el grupo que atacará a los custodios del portal de ingreso.—- dije mientras me ponía de pie.—- Vosotros tres vendréis conmigo, el resto aguardará en las sombras hasta que tomemos el control de la entrada.—-

    Vestido con una túnica negra sin mangas ajustada por una cuerda a la cintura, portando mi arco sobre el hombro izquierdo, y el carcaj en mi espalda, llevaba entre mis manos el gato de Djehuty, quien no me perdonaría si llegaba a ocurrirle algo malo, pero lo necesitaba para distraer a los custodios cuando al pasar por las caballerizas se alteraran las bestias por nuestra presencia, arriesgando el éxito de la misión.

    Me deslicé, seguido por mis hombres a través de los establos. Los potros, asustados por nuestro subrepticio avance, se agitaron sensiblemente moviéndose y relinchando. Permaneciendo oculto e inmóvil entre el ganado, aproveché aquel instante para lanzar hacia la entrada del cobertizo al felino, que maulló enojado por mi maltrato, en el momento en que uno de los custodios del portal de la fortaleza se aproximaba a investigar el motivo por el cual los animales se hallaban inquietos.

    Bajo la claridad lunar, observé al guardia levantar al gato, que mansamente se entregó a sus brazos; seguidamente, el cananeo dio media vuelta para volver a su puesto, mostrando a uno de sus compañeros la causa del alboroto.

    Agazapados y luego arrastrándonos por detrás de altos montones de hierba con que se alimentaba a los caballos del rey, llegamos debajo de la escalera que subía hasta el torreón nororiental. El sitio se veía despejado, y pasando por delante de la misma, accedimos al ángulo de la fortaleza donde se hallaba instalada una pequeña casilla.

    Al parecer, en ella disponían los custodios de un lugar de descanso, para beber agua o comer algo caliente durante las gélidas noches de invierno, en que, bien sabía yo por mi estancia en Biblos, la llegada del alba se hacía interminablemente larga. Nos encontrábamos a menos de dos veces cien codos de la entrada de la fortaleza y a cubierto de la vista de los cananeos que la custodiaban. Escondidos detrás de los carros de combate estacionados junto a la mencionada cabaña, vimos salir del puesto a uno de los guardias, dirigiéndose hacia nuestra posición, bostezando y desperezándose.

    El cananeo no podría vernos a menos que se acercara demasiado, pero no le daríamos tiempo de hacer tal cosa. Hice señas a mis hombres para que se prepararan para actuar. Puñal en mano atacaría al asiático, permitiendo que ellos rápidamente se adelantaran y eliminaran a los otros tres que conversaban dentro del puesto. Por experiencia, sabía que la sorpresa es un factor sumamente importante en el éxito de cualquier movimiento, y aunque podría haberme limitado a matar al guardia de un flechazo, no podía estar seguro de que no emitiese algún sonido que alertara a los demás. Indiqué a uno de mis hombres que le disparara al pecho, en tanto yo me lanzaría sobre él para cortar su pescuezo.

    En el momento en que nos disponíamos a actuar, me alarmó que el custodio que se aproximaba levantara su mano para saludar a alguien que se hallaba a nuestra espalda. Sobresaltado, giré para observar a quién se dirigía, y vi. a uno de los guardias del torreón que había descendido por la escalera sin que me percatara de su presencia.

    Cuando nos descubrió ya era muy tarde para él. La saeta, disparada con instintiva reacción por uno de los míos, atravesó su pecho con mortal certeza. Antes de que el guardia del torreón terminara de derrumbarse escaleras abajo, me subí a uno de los carros desde el que me lancé sobre el custodio de la entrada que, boquiabierto, contemplaba a su compañero muerto, sin comprender qué había sucedido.

    Caí sobre él con todo el peso de mi cuerpo, hundiendo mi puñal en su garganta, antes de que pudiese hacer el más mínimo intento por defenderse. Sentí lástima por él cuando se debatía vanamente tratando de respirar, mientras se ahogaba con su propia sangre, que burbujeando por la herida, bañaba su cuello.

    Nunca pude acostumbrarme a matar, aunque mis víctimas fuesen enemigos. El matar a un ser humano me producía una extraña y desagradable sensación de vacío en mi estómago, acompañada de un sentimiento de desolación e inútiles especulaciones sobre aquellos a quien sacrificaba, en relación a si serían buenos esposos o si tendrían hijos o si sus padres dependerían de su trabajo para subsistir.

    Mi mente me torturaba, castigándome, para mitigar la culpa que experimentaba al acabar con una vida, como quien apaga la débil lumbre de una lámpara.

    Entre tanto, dos de mis hombres corrieron hacia el puesto para atacar a los otros tres custodios de la entrada. El cuarto hombre de mi grupo se había ocupado de desvestir al cananeo muerto en la escalera, quitándole las ropas para ponérselas. Nuestro próximo movimiento sería contra los guardias del torreón, que, ignorantes de lo que ocurría bajo sus pies, esperaban la muerte, que estaba tan próxima como estaban nuestras armas de terminar con sus existencias.

    Luego de ocultar el cadáver detrás de los carros, llegué corriendo para ayudar a los dos hombres de mi grupo que, habiendo neutralizado a los custodios, los desvestían para colocarse sus respectivos atuendos.

    Haciendo lo propio con el tercer custodio muerto, tratando de evitar los ojos del desdichado como si me miraran acusadores, despojé su cuerpo inerte de la coraza de cuero, el gorro y la túnica de lino crudo que llevaba puesta.

    Partes: 1, 2, 3, 4
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