Capítulo 9
Tutmés fue informado del deceso de su concubina mientras se encontraba aún en una de las ciudades del sur, y a pesar de lo doloroso que debe haber sido para él la noticia del fallecimiento de Ahset, tomó una actitud digna de un soberano que se encuentra por encima de las cuestiones mundanas y de los pesares del corazón, propio de los simples mortales. Decidió permanecer en Nekhen hasta concluida la festividad, ordenando que se iniciasen los ritos de Ut con los restos de su mujer, dejando a cargo del visir el proceso en virtud del cual se investigarían los sucesos que desencadenaron la tragedia.
La indignación invadió a Rekhmyre en contra de Kina, sabiendo que era ella la promotora de las actividades que habían desencadenado el fatal desenlace, pues el visir conocía tanto como yo, que la princesa asiática alentaba los delirios de Ahset a la vez que la manipulaba.
Kina fue encarcelada en la mazmorra de palacio por orden suya, mientras al resto de los implicados se los encerró en las cárceles de la alcaldía.
Como era de esperarse, el asunto conmocionó la residencia real, transformándose en el bocado preferido de las damas del harén, muchas de las cuales vieron renovarse sus esperanzas de influir en el Faraón, aprovechando el duro golpe que significaba para el soberano la muerte de la mujer que amaba.
Desde que el Faraón arribó a Waset se conoció la noticia de que no juzgaría él mismo a los culpables del incidente, delegando la responsabilidad en Rekhmyre, que formaría el consejo que tendría a su cargo el proceso. Por algún motivo que no comprendí, Tutmés se mantuvo al margen del asunto, como restándole importancia, tal vez deseando aparentar que se trataba de un asunto doméstico que no acaparaba demasiado su atención. Me comentó el secretario del visir que Tutmés se reservó para sí el derecho de dictar la sentencia a los acusados.
El juicio se inició una semana después de ocurridos los hechos, estando presente el Faraón y el resto de la familia real, en tanto se permitió la asistencia de los miembros del harén y la nobleza de la capital, entre la que se contaban solo los funcionarios más encumbrados.
El salón de reuniones de palacio dio cita a los personajes más importantes de la provincia en la apertura del proceso en que se buscaría la resolución del incidente que había concluido con la muerte de Ahset, y en la que Rekhmyre acusaba a la princesa Kina de intento de asesinato sobre mi persona, pues en mi condición de funcionario diplomático, era representado por el visir, como máxima autoridad de los poderes del imperio por debajo del Faraón.
Yo me encontraba en el lado opuesto de la sala en que se había instalado el consejo, esperando para ser llamado a declarar en condición de testigo y víctima al propio tiempo. Tausert, nerviosa, se hallaba a mi lado en todo momento, acompañándome.
El murmullo del público se trasformó en un silencio absoluto cuando ingresó la principal acusada, la princesa Kina, a la que se hizo sentar frente al tribunal, del otro lado de la sala. Llevaba puesta un bello atuendo blanco tratando de inspirar inocencia y lucía en su cuello lujosas alhajas de oro y pedrería dignas de una reina extranjera.
Su tocado, con una corona de florcitas amarillas entrelazadas le confería una apariencia de pureza y candidez que engañaría a cualquiera. Los comentarios por lo bajo que siguieron a su ingreso fueron rápidamente acallados por el portavoz del consejo, que mandó a llamar a Uakhau, a quien hicieron ingresar por una puerta lateral. Uakhau, primero en ser interrogado, era el secretario escriba de la necrópolis que declaraba como acusado de permitir la profanación del lugar sagrado. Se hizo arrodillar al reo, que contestaría las preguntas con la cabeza gacha, sin levantar la vista hacia el Faraón, sentado en su sitial, junto a la princesa Meryetra. A la diestra del monarca y por debajo del nivel en que se encontraba la pareja real, se hallaba el estrado, en que se había reunido el consejo de justicia o Kenbet.
Uakhau se veía asustado mirando a hurtadillas al tribunal, sin poder ocultar su temor y su vergüenza. Sudaba copiosamente, mojando su faldellín con las gotas que caían desde su prominente abdomen. Despojado del paño de su cabeza, se veía aún más indefenso, con sus manos atadas por detrás de la espalda.
—- Uakhau, hijo de Merty, se os acusa de permitir la profanación del valle de las tumbas de las reinas con motivos perversos. Decid lo que tengáis para expresar en vuestro favor, y hablad con la verdad, pues de no ser así sufriréis la condena de los inicuos.—- dijo el visir.
—- Mi señor, os juro que recibí un papiro en donde se autorizaba la presencia de las damas del harén para un ritual secreto de consagración del sepulcro.—-
—- ¿Quién autorizaba la presencia de las concubinas?—- preguntó el visir.
—- El sello que lacraba el papiro rezaba: Menkheperreseneb, sumo sacerdote de Amón-Ra.—- respondió Uakhau.
Una oleada de comentarios y murmullos invadió la sala al ser inculpado el primer servidor del Dios. El Faraón y la reina escuchaban con atención.
Menkheperreseneb, que formaba parte del alto tribunal, preguntó sorprendido.
—- ¿Dónde se encuentra ese documento?—- inquirió el sumo sacerdote.
El asistente del tribunal acercó la prueba a Menkheperreseneb, el cual, luego de revisar el papiro y su lacre, lo entregó al visir para que lo examinara.
—- El sello y la resina del lacre son idénticos a los utilizados por el templo, pero la autorización está escrita sobre un papiro común, en lugar del que se utiliza para los documentos oficiales. Esto demuestra que es una simple falsificación. —- dijo el visir.
—- Cualquiera puede copiar el sello del sumo sacerdote, pero la resina del lacre es original, lo que significa que ha sido hurtada de las reservas del templo.—- dijo Menkheperreseneb.—- El secretario portasellos debe ser citado a declarar, pues es el responsable de las mismas.—- exigió.
—- De todas maneras, la falsificación no os exime de culpas, pues como escriba de la necrópolis, era vuestro deber reconocer el documento como posiblemente falso e investigar su legitimidad antes de aceptarlo.—- dijo el visir.
—- ¿Cómo puede ser que no os haya extrañado que el ritual se realizara de noche, cuando vagan los entes del desierto y los demonios de la oscuridad?—- preguntó el clérigo de Amón-Ra.
—- No era la primera vez que las damas visitaban el sepulcro de noche y realizaban ritos secretos y misteriosos.—- respondió angustiado el burócrata, tratando de excusar su omisión.
Se volvió a levantar un murmullo entre el público presente, ante una revelación escabrosa que para mí no resultaba extraña.
—- ¿Queréis decir que en reiteradas oportunidades las concubinas visitaban la necrópolis con los mismos fines?—- preguntó el tesorero real, sentado en el extremo opuesto del estrado.
—- Así es, mi señor. La princesa Kina conoce los secretos de la magia y su poder es grande. En una oportunidad, incluso salvó la vida del hijo de uno de los guardias de la necrópolis, que se encontraba gravemente enfermo, y que los magos sanadores de Waset no habían podido curar.—- dijo Uakhau, mientras la concurrencia observaba a la concubina con admiración y miedo al mismo tiempo.
—- Esa cuestión la dejaremos para más adelante, lo que quiero saber ahora es si las concubinas presentaban autorizaciones cada vez que visitaban el cementerio real.—- dijo Rekhmyre.
—- Ciertamente, mi señor.—- respondió Uakhau.
—- Podéis retirar al acusado.—- dijo el visir al asistente.
—- Haced ingresar a la esclava Tanay.—- mandó el asistente a los guardias que custodiaban la puerta por el acceso lateral.
La esmirriada muchacha, apenas núbil, con apariencia de niña, entró a la sala con el rubor brotando en sus mofletes trigueños. Tenía aspecto de proceder de las tribus de chehenu del desierto occidental.
—- Debéis responder con la verdad conforme a Ma’at, o seréis condenada a muerte.—- dijo secamente el visir.
La muchacha asintió con la cabeza, atemorizada.
—- ¿Quién organizó la ceremonia llevada a cabo esa noche?—- preguntó el visir.
—- No lo sé con exactitud, mi señor. Cuando yo llegué al sepulcro ya estaba todo dispuesto para comenzar el ritual. Las otras esclavas llegaron antes que yo.—- respondió con voz temblorosa.
—- ¿Porqué llegasteis después?—- preguntó el tesorero.
—- Llegué tarde porque era la encargada de confeccionar el atuendo de boda para el señor funcionario, al que tuve que modificar a último momento, a causa de unos cambios que hizo mi señora Ahset.—- respondió.
—- ¿Cómo empezó la ceremonia?—- preguntó el sumo sacerdote.
—- Cuando el señor funcionario fue ingresado inconsciente al interior de la cámara funeraria, los sacerdotes de Amón comenzaron los cánticos rituales por orden de la princesa Kina. Mi señora Ahset nos mandó mudar las ropas del desvanecido por el atuendo nupcial, el que yo había llevado al sepulcro,
momentos antes.—- aclaró Tanay.
—- ¿Qué hacían la señora Ahset y la princesa Kina mientras tanto?—-preguntó de nuevo Menkheperre Seneb.
—- Mi señora terminaba de ser maquillada con sus cosméticos por una de mis compañeras, tendiéndose luego junto a su futuro esposo para el inicio de la ceremonia. La princesa Kina vistió la túnica sacerdotal y su máscara de Sakhmet esperando el momento de comenzar el oficio.—- explicó la joven chehenu.
—- Continúa con el desarrollo de los ritos.—- expresó el visir.
La muchacha vaciló un instante sin saber qué responder.
—- Los sacerdotes pronunciaron oraciones mientras se escuchaban los instrumentos…—-
—- Eso no tiene importancia. ¿Se llevó a cabo la boda?—- dijo Neferhor, exasperado.
—- Creo que sí, aunque realmente no sé si se completó.—- dijo insegura la joven.
—- ¿Y luego qué ocurrió?—- inquirió impaciente el canciller.
—- Mi señora intentó darle al señor funcionario un brebaje, pero cuando se lo acercaba a los labios, el hombre despertó de repente asustándonos a todos, y mientras peleaba con los sacerdotes fue herido por uno de ellos, a pesar de lo cual pudo escapar del lugar.—- respondió nerviosa Tanay, esperando la aprobación del tribunal para que le permitieran salir de allí.
—- ¿Quién preparó el brebaje?—- preguntó el visir.
—- No lo sé, mi señor.—- contestó la joven.
—- ¿Qué contenía el brebaje del que hablas?—- volvió a preguntar.
—- No lo sé, mi señor.—- respondió con timidez.
—- ¿Qué hizo la princesa Kina cuando vio que el funcionario escapaba?—- preguntó el tesorero.
— Salió deprisa dando órdenes a los esclavos para que lo encontraran y lo trajeran de vuelta vivo o muerto.—- dijo Tanay.
Se escuchó un murmullo de desaprobación, pero Kina ni siquiera se sonrojó.
—- ¿Cómo reaccionó la señora Ahset con la huida del funcionario?—- preguntó el visir.
—- Se sintió muy entristecida.—- se limitó a decir.
—- ¿Cómo fue que murió vuestra ama?—- dijo impaciente Neferhor.
—- Mis compañeras dijeron que había bebido veneno.—- respondió.
—- ¿Qué no estabais allí en ese momento?—- preguntó molesto el canciller, ante la parquedad de la testigo.
—- No, mi señor. Fui enviada a buscar algún trapo al anexo de la tumba, para limpiar el líquido derramado en la cámara del sepulcro.—-
—- La declaración de la testigo no nos sirve demasiado para aclarar los hechos.—- concluyó irritado Neferhor.—- Creo que estamos perdiendo el tiempo.
—- Sólo una pregunta más.—- dijo el visir.—- ¿Dónde se encontraba la princesa cuando la señora Ahset agonizaba?—-
—- La princesa escapó del sepulcro acompañada de la otra dama.—- dijo Tanay, provocando confusión entre los presentes.
—- ¿Con qué otra dama?—- preguntó el visir, conmovido por el final de su sobrina y confundido por la aparición de un nuevo personaje en el relato.
—- Una mujer de educados modales y lenguaje aristocrático asistió como sacerdotisa de Hathor colaborando con la princesa Kina.—- describió Tanay.
—- ¿Conocéis a aquella mujer?—- preguntó el canciller.
—- Nunca llegamos a ver su rostro, pues lo mantuvo oculto por un velo y cuando pronunció los ensalmos litúrgicos, su voz era deformada por la máscara de Hathor que llevaba puesta.—- precisó la joven.
Me ocupé de buscar entre las mujeres presentes alguna actitud que me ayudara a descubrir la identidad de aquella dama. Sabía que había escuchado esa manera sutil de expresarse entre los miembros de la corte.
Por un momento la sala quedó en silencio. Mirando a los demás miembros del tribunal, el visir esperó que alguien formulara alguna otra pregunta.
—- ¿Nadie tiene otra cuestión que indagar?—- dijo Rekhmyre.—- Mi señor, ¿desea hacer alguna pregunta?—- se dirigió el visir al soberano.
—- No.—- respondió Tutmés.
—- La esclava puede retirarse.—- autorizó el Visir.
Luego del testimonio de Tanay fueron llamados a declarar los otros sirvientes, que no aportaron más datos a la investigación.
Al día siguiente se escucharon los testimonios de los esclavos de Kina, los de algunos de los guardias de la necrópolis y de Merenre, el secretario del visir, que me había rescatado de una muerte segura la noche del incidente.
Las distintas versiones no cambiaron ni modificaron demasiado los hechos, sin aclarar mucho más lo ya expuesto por los primeros testigos, pero sí incrementaban la responsabilidad de Kina en el asunto.
Recibí todo el apoyo de mi abnegada esposa y de mi familia, que me habían respaldado incondicionalmente, aún en los instantes más comprometedores del juicio.
Tausert se mostraba con una fortaleza y una nobleza de espíritu que, reflejado en su infinita bondad, perdonó mis faltas, dándome aún más motivos para amarla intensamente.
Al comienzo del tercer día del proceso fui llamado a declarar. Muchos deseaban que no sólo fuera considerado como testigo y víctima, sino que, por el contrario, esperaban que se me juzgase por adulterio y como responsable de la muerte de Ahset, no existiendo otra posibilidad que la pena capital, de ser encontrado culpable. Mientras se desarrollaba el proceso, yo observaba a Tausert y adivinaba en su tranquila mirada que su inocente alma no vislumbraba la trágica posibilidad de que el juicio concluyera con mi condena. Muchos, entre ellos Neferhor, detestaba verme ocupando el cargo que quería para su hijo, y los aristócratas de Waset, que constituían la flor y nata de la capital, odiaban ver a un vástago del populacho inculto, encumbrado entre lo más selecto de la burocracia metropolitana.
Los antiguos enamorados de Ahset entre los que se encontraban hombres que se disputaron el amor de la concubina y las mujeres del harén que tanto tiempo conspiraron para destruir a la favorita, no se contentarían con asistir a su servicio fúnebre, si podían disfrutar de ver colgado al amante de su enemiga que, tantas veces, había burlado sus artimañas para desenmascarar la adúltera relación.
Así era el aire que se respiraba en aquellos días, siendo la corte, una selva pletórica de alimañas, que se habían dado cita para acechar a la presa y aguardar el momento apropiado para clavar sus afilados colmillos ávidos de sangre e inyectar sus ponzoñas, haciéndome víctima del sacrificio en que pudiesen saciar sus envidias, sus resentimientos, sus egoísmos y sus frustraciones. Qué lejos estaba mi cándida esposa de siquiera imaginar esa trágica parodia de justicia que desarrollaba en torno a mi vida, y al destino de nuestro matrimonio.
—- No es necesario que os recuerde el castigo que reciben los que faltan a las reglas de Ma’at, señor funcionario.—- me advirtió Rekhmyre.
—- Lo tengo presente, mi señor.—- respondí.
Como no podía ser de otra manera Neferhor tomó la iniciativa.
—- ¿Cómo empezó vuestra relación con la señora Ahset?—- inquirió con malicia el canciller.
—- La conocí cuando siendo aprendiz de carpintero, se me ordenó acudir a sus aposentos a reparar una estantería de su mobiliario.—- respondí.—- Hacía poco tiempo que había reñido con mi actual esposa, que en aquel momento era mi prometida, y encontrándome solo, al romper nuestra relación, me sentí atraído por la singular belleza de la señora Ahset, siendo seducido por sus encantos.—-
—- No os importó que la mujer estuviese unida en matrimonio y en flagrante delito os convertisteis en su amante. ¿Acaso no sabéis que el marido de la adúltera podía exigir la pena de muerte para ambos, de haberos descubierto en falta?—- dijo el sumo sacerdote con gesto admonitorio.
—- Lo sé mi señor, pero su increíble hermosura y la avasalladora personalidad de la dama, liberaron mis sentimientos y encadenaron mi razón.—- respondí avergonzado.
—- ¿Cuánto tiempo duró dicha relación?—- preguntó el visir, anticipándose a Neferhor que seguramente preguntaría lo mismo pero de manera más insultante y maliciosa.
—- Abandonamos nuestro romance, después de que nos enteramos que su majestad la tomaría por esposa.—- respondí escuetamente.
—- ¡No es cierto, porque hay muchos testigos que los vieron hablando y discutiendo en la boda de vuestra hermana!—- replicó Neferhor, alterado.
—- El señor canciller y yo estamos hablando en este momento, y ello no implica que seamos amantes, ¿verdad?—- dije, dejando en ridículo al mal intencionado burócrata. La audiencia no pudo disimular las risas mientras dejaba furioso a Neferhor.
—- Yo también estaba presente esa noche.—- dijo el visir que me dio pie para que pudiese explicar la situación.—- Os solicito que aclaréis qué sucedió.—-
—- La señora Ahset se sentía angustiada porque al mismo tiempo que era halagada por la dedicación y las atenciones de su esposo el Faraón, creía que el amor del soberano se transformaría en menosprecio cuando se diese cuenta de que ella era estéril.—- respondí.
Hasta el propio Tutmés se sorprendió ante la revelación.
—- Por alguna razón que desconozco, ese hecho la decidió a intentar retomar nuestro vínculo, creyendo tal vez que yo abandonaría a mi prometida para volver con ella. Esa misma noche le expliqué que yo no quería reiniciar la relación por dos motivos de incuestionable peso: En primer término porque ella se había transformado en concubina de mi señor Tutmés y en segundo término porque yo amaba a Tausert.—- respondí.
Obviamente mentí en parte de la respuesta, ya que continuamos siendo amantes después de ser desposada por el Faraón, pero sí dejé de frecuentar a Ahset cuando me di cuenta de que amaba a Tausert y que deseaba volver con ella. Había sacrificado la verdad por salvarme en este mundo, aunque tal vez por mi cobardía sería condenado en el juicio de ultratumba. De todas maneras, ¿para qué hubiese servido mi condena, sino solo para traer más tristeza a mi sufrida esposa?
—- ¿Cómo os llevaron a la necrópolis esa noche?—- preguntó el tesorero.
—- Yo me encontraba esa madrugada redactando en lengua hitita, una misiva para ser llevada antes del alba por el mensajero real. Después de trabajar toda la noche con varios documentos, me sentía cansado y decidí salir de la sala de escribas para ir a refrescarme en la fuente del jardín. Mientras me encontraba allí, me sobresaltó la presencia de Kina que apareció en el lugar, de manera sorpresiva, distrayéndome un momento durante el cual, Ahset se introdujo en la sala donde yo trabajaba, sin que pudiese verla. Cuando regresé a concluir mi tarea, Ahset llegó por detrás de mí y me clavó la púa de un anillo que contenía alguna mágica ponzoña que me paralizó, dejándome semiinconsciente e inmóvil, sin posibilidad de reaccionar. Así, fui secuestrado de la residencia.—- respondí.
—- ¿Cómo puede ser que nadie entre los guardias de aquel turno, os hubiese visto trabajar en la sala de escribas?—- preguntó Neferhor, con toda la intención de poner en tela de juicio mi aseveración.
—- No había ningún guardia recorriendo los corredores de palacio aquella noche, y el custodio del visir que dio la alarma sobre mi secuestro, puede confirmar mis palabras.—- respondí al canciller.
—- Los guardias responsables de ese turno también serán indagados.—- dijo el visir dirigiéndose al Chambelán que se puso visiblemente nervioso.
—- Desde luego mi señor. Los culpables serán castigados.—- contestó el Chambelán.
—- ¿Cómo fue que pudisteis escapar, si habíais sido dormido?—- preguntó el jefe de los graneros.
—- Nunca perdí el conocimiento. Tal vez, la cantidad de sustancia que me inyectó la señora Ahset, fuese insuficiente para mantenerme inmovilizado por más tiempo.—- respondí, sin encontrar otro motivo.
—- Una de las esclavas de la señora Ahset dijo que intentó escapar cuando os fueron a dar de beber el veneno. ¿Por qué esperó hasta ese momento para escapar? —- cuestionó el canciller.
—- Cuando cruzábamos el río, sentí que el efecto de la sustancia en mi cuerpo comenzaba a desvanecerse y empecé a recuperar el tacto en mis miembros de manera muy lenta pero de forma progresiva. Mientras desarrollaban la ceremonia de matrimonio, recuperé la sensibilidad de mi cuerpo, pero temiendo que todavía me encontrase demasiado débil para escapar del lugar, decidí esperar hasta sentirme lo más fuerte que pudiese.
Cuando la señora intentó darme de beber el brebaje, supe que había llegado el momento de intentarlo o moriría en el sepulcro.—- concluí.
—- ¿Alguna vez dijo la señora Ahset cuál era su relación con la princesa Kina?—- preguntó el visir.
—- La señora la tenía en muy alta estima y la consideraba una gran hechicera dotada de un inmenso poder y conocimiento de la magia, pero, personalmente creo que la princesa Kina la perjudicó, enfermando su ka, confundiendo sus pensamientos y llevándola hacia un abismo de emociones y sentimientos del que no pudo escapar.—- respondí, con toda sinceridad acerca de la responsabilidad que recaía en la dama asiática.
Por el rabillo del ojo, vi la silueta de Kina sentada a un lado del estrado, que me estaría destrozando con su mirada fulgurante llena de odio. Kina no solo enajenó la mente de Ahset y la empujó al fatal desenlace, sino que con sus embrujos y maleficios, había puesto en riesgo mi vida.
Al principio, mi mente se encontraba confundida por la aparente contradicción entre la supuesta devoción de Kina por su amiga Ahset y la contrapuesta actitud de incitarla a situaciones nefastas que terminaron por lanzarla al suicidio.
Sin embargo, como la densa niebla que impide ver el derrotero va disipándose lentamente rasgada por el haz de luz que la invade, así como el relámpago llena de claridad la negrura nocturna, la razón iluminó mi entendimiento. Ahset había sido un útil instrumento para Kina proporcionándole la autoridad de que disponía la favorita dentro del harén, en el ámbito de palacio y quizás mucho más allá. Pero Kina, se dio cuenta que ese poder sería efímero, al descubrir que Ahset no podría darle un heredero a Tutmés, pues su esterilidad la marginaba de la lucha por la sucesión, de la salvaje contienda por el trono. Por su parte, a pesar de su dominio de la magia, Kina también era incapaz de parir un descendiente para su señor el Faraón, habiendo perdido todos y cada uno de los embarazos, como si una maldición de ineluctable cumplimiento matara a sus vástagos dentro de su propio cuerpo, antes de los primeros tres meses de gestación.
La princesa asiática comprendió entonces que, de seguir con la amistad que la unía a la favorita, se hundiría en el pantano de la exclusión al perder la posibilidad de participar e influir en el único tema que realmente importaba en el harén: la herencia de la doble corona.
La única manera en que podría volver a introducirse en el excitante mundo de las conspiraciones y las intrigas, constituido por el nido de serpientes que era el harén, era ganarse el favor de una de las señoras que ya le había dado un heredero varón, aunque no fuese la preferida del soberano. La princesa Meryetra hermana menor de Hatshepsut, aunque no era bella, ni siquiera atractiva, y no contaba con la atención del Faraón, poseía el tesoro más preciado en el hijo que había dado a luz poco tiempo atrás, y su sangre real como descendiente directa del propio Tutmés I, eran razones de peso para transformarla con los años, en la mujer más importante del Imperio.
Supuse que sería blanda arcilla en las hábiles manos de la manipuladora Kina, pero antes de comenzar un firme acercamiento a su próxima presa, la hechicera asiática debía deshacerse de Ahset que, siendo inteligente, no tardaría en percatarse de sus maniobras y elucubraciones en su contra. Y para conseguir su cometido, qué mejor opción que trastornar su espíritu, implicándome en la cuestión de manera circunstancial.
Era obvio que luego de mi muerte, acusaría a la favorita por mi asesinato con lo que ello implicaba, para luego continuar su nueva y provechosa amistad con la princesa Meryetra. Por ello había hecho participar a Meryetra en la ceremonia secreta, quién sabe con qué excusa, tal vez con la promesa de ayudarla con sus poderes para favorecerla ante el soberano, pero con el oscuro objetivo de comprometerla en un asunto de suma gravedad, que le serviría de medio para extorsionarla, de ser necesario, e influir sobre ella. Tutmés la hubiera castigado de algún modo si se hubiese enterado de su participación en el escándalo.
—- ¿Insinuáis que la princesa Kina es la responsable de la muerte de la señora Ahset?—- preguntó el tesorero extrañado.
—- No cuento con pruebas para acusar a nadie pero, el extraño comportamiento de la señora en el último año me hace sospechar que se encontraba bajo el negativo influjo de la princesa.—- respondí, deseando que se hiciese justicia y que Kina pagase sus maldades.
—- Si nadie más desea preguntar algo, . . .—- dijo el visir.—- Puede volver a su lugar, señor funcionario.—- señaló Rekhmyre.
Se procedió a tomar testimonio a los sacerdotes embalsamadores de Amón-Ra de los que había escapado milagrosamente aquella madrugada y al final de la tarde, declararon los guardias de palacio responsables de la seguridad de la residencia durante esa noche. Así mismo, declaró el porta-sellos del templo de Amón-Ra que no tuvo otra opción que decir la verdad y reconocer que había sido sobornado por Kina para redactar los permisos apócrifos con que entraba en la necrópolis.
Al siguiente día, luego de que se hubieron expresado todos los testigos y los acusados del caso, solo restaba que Kina fuese llamada ante el consejo.
—- Princesa, el Kenbet os llama a dar testimonio sobre los hechos acaecidos la madrugada en que perdió la vida la difunta señora Ahset. Os advierto que faltar a la verdad irá en perjuicio vuestro.—- anunció el visir, en tono solemne.
Kina se postró de rodillas ante los magistrados en actitud de humildad y luciendo un atuendo simple, se mostró humilde e inofensiva, aspecto que no se condecía con la perversidad que ocultaba.
—- Princesa, ¿qué relación os unía a la señora Ahset?—- preguntó el sumo sacerdote de Amón.
—- Éramos muy buenas amigas. Yo amaba a Ahset como se ama a una hermana. La favorita fue la única dama del harén que se acercó a mí y me brindó su amistad cuando llegué desde el país de Retenu para unirme en matrimonio al soberano.—- pronunció, balbuceando y con lágrimas en los ojos.
Su hipocresía y descaro rebasaba los límites de la desvergüenza más abyecta.
—- ¿Desde cuando entablaron amistad con la señora?—- consultó Neferhor.
—- Poco después de mi llegada a Kemet, hace dos años.—- respondió.
—- ¿La difunta dama le confiaba sus sentimientos?—- preguntó el tesorero.
—- Ahset no tenía amigas dentro de la residencia a causa de la clara inclinación que mi señor el Faraón tenía por ella, lo que despertaba la envidia y el resentimiento de la mayoría de las damas del harén. Mi llegada fue una alegría para ella pues, me confesó que se sentía muy sola sin poder conversar con otra mujer de las cuestiones del corazón.—- dijo, inspirando una falsa sensación de confiabilidad.
—- Como vos misma habéis podido escuchar, habéis sido acusada de hechicería, de dominar los prohibidos secretos de la magia. ¿Qué podéis decir en vuestro favor para defenderos de tan graves cargos?—- preguntó Neferhor. Se extendió una oleada de comentarios entre los presentes para posteriormente dar lugar a un silencio absoluto esperando la respuesta de la princesa.
—- En mi tierra, la magia es un don preciado que no cualquiera posee. Yo he sido dotada de poderes por los mismos dioses que, desde niña, han puesto en mis manos los atributos y los misterios que emanan de su omnipotencia. Ignorar o negar el regalo que la divinidad ha puesto a mi alcance no constituye una virtud sino una torpeza y peor aún, pues en Retenu se considera una afrenta a Baal despreciar ese talento.—- emitió, con firmeza y actitud segura.
—- No estamos en Retenu princesa Kina, sino en Kemet.—- replicó el visir, con cierta ofuscación ante la soberbia que reflejaba la respuesta de la princesa.—- En "el país de las dos tierras", los únicos autorizados a ejercer los secretos de la magia son los sacerdotes consagrados de los diferentes cultos de los dioses de nuestro país. Solo el Faraón, como sumo sacerdote de todos los dioses, tiene la potestad de autorizar el ejercicio de la magia a terceros que no formen parte del fuero clerical. ¿Acaso la señora cuenta con la autorización del soberano para tal ejercicio?—- aseguró el visir, aunque en realidad la magia era ejercida por cualquiera, pues no existía control posible.
—- Desconocía esa norma. Pero por otra parte ¿cómo es que se permiten las artes de la adivinación y la hechicería en la ciudad? Ambos conocimientos son parte de la magia.—- arguyó Kina.
—- Las artes adivinatorias no son consideradas prohibidas entre nuestra gente, sin embargo, fuera de los clérigos que interpretan los oráculos de los dioses, la mayoría de los adivinos a los que consulta el populacho, no son sino embusteros y charlatanes. Por otro lado, la hechicería es una práctica penada por la justicia de Ma’at.—- afirmó el sumo sacerdote de Amón-Ra.
—- Esto no es una asamblea informativa, mi señora. Se trata de esclarecer los graves acontecimientos en cuyas circunstancias se intentó cometer un asesinato y en los que se quitó la vida una de las damas del harén, sin contar el sacrilegio llevado a cabo al profanar la necrópolis de las reinas para un ritual prohibido por las reglas de Ma’at. No olvide que se está juzgando vuestro grado de responsabilidad en los hechos.—- expresó el visir, un tanto impaciente.—- Varios testigos declararon que habéis oficiado de principal sacerdotisa en la ceremonia. Esos testimonios os comprometen seriamente en el acto sacrílego.—- advirtió el visir.
—- La señora Ahset se encontraba severamente afectada por una grave enfermedad de origen desconocido, que le ocasionaba largas noches de insomnio, prolongados períodos de melancolía, incontenibles episodios de llanto desconsolado y jaquecas que afectaban aún más su ya deteriorada salud. Henu, uno de los sacerdotes sanadores del Faraón, —- dijo Kina, señalando al curandero allí presente.—- puede corroborar lo que digo, pues él la visitó algunas veces cuando caía en aquellos frecuentes momentos de angustia.—-
Nada confiables me resultaban las aseveraciones de Henu, pues se rumoreaba que era aprendiz y amante de Kina, mucho más interesado en los misterios de la magia, que en la sensualidad de la princesa.
—- Siendo su amiga, me vi compelida a brindarle mi ayuda en lo que se le ofreciera, preocupada de verla en tan deplorable estado.—-
—- Y ¿qué provocaba la angustia de vuestra amiga?—- preguntó Neferhor, tratando de husmear en un rumbo que lo llevaría hacia mí.
—- Fue el morboso amor por Shed lo que obsesionándola la destruyó, se apoderó de ella como un gusano que consumió su carne, como una incontrolable lepra que invadió y corrompió su espíritu, encadenándola a un sufrimiento incomprensible, solo explicable por el poder de un embrujo o la fuerza de algún maligno sortilegio.—- afirmó, con una afectación que cautivó la atención de todos, estremeciendo a muchos de los asistentes.
—- ¿A quién hace responsable del maleficio del que habla?—- inquirió el canciller deseoso de escuchar el nombre del acusado, adivinando la respuesta.
—- Al diplomático que fue su amante, incluso cuando Ahset ya era consorte de mi señor Tutmés.—- afirmó con malicia, apuntándome con su dedo acusador.
Sentí que mi corazón estallaría.
—- ¡¡No es cierto!!—- exclamé en tono airado y al mismo tiempo afligido por la manera en que tergiversaba la situación.—- ¡Está falseando los hechos para convertirme de víctima en victimario!—- dije al consejo.
—- No está autorizado para expresarse, señor funcionario.—- dijo el sumo sacerdote en tono admonitorio.
—- Siéntese y cálmese. Se le concederá la oportunidad de defenderse de las afirmaciones de la princesa.—- dijo el visir intentando tranquilizarme.
—- ¿Sobre qué suposición basa vuestra sospecha?—- preguntó curioso el jefe del doble granero.
—- ¿Cómo sino, puede explicarse que la más bella dama de la familia real, favorita del soberano, poderosa y rica, pudiese ser cautivada por un miserable campesino apenas ilustrado?—- dijo con desprecio, observándome por encima del hombro.
Hice un esfuerzo sobrehumano para aplacar mi furia. Tausert me apretó fuerte la mano, tratando de contener mi exasperación. Kina estaba hundiéndome.
—- ¿Acaso el funcionario Shed domina también los secretos de la magia?—- preguntó el visir, creyendo que me hacía un favor.
—- No, pero consulta hechiceras.—- respondió, sorprendiendo a todos, incluso a mí mismo.
—- ¿De qué habláis, mi señora? ¿A qué hechicera os referís?—- preguntó curioso el visir.
—- La ilustre hechicera Nakha fue visitada por el funcionario en más de una ocasión, siendo informada de ello por uno de mis eunucos a quien ordené seguirlo.—- respondió.
—- ¡Nakha es adivina, no hechicera!—- exclamó Tausert, encolerizada ante la falsa acusación.
La tomé de la mano y le di a entender que no debía reaccionar.
Sentía que el suelo se deslizaba bajo mis pies, tragándome poco a poco, como arena movediza. Jamás imaginé que mis acciones eran espiadas por sus esclavos.
—- Este hecho deberá ser dilucidado citando a la mencionada mujer.—- dijo el visir, comenzando a desconfiar de mi inocencia.
Kina era tan hábil para falsear en su favor las circunstancias, que me sentí perdido en el lodazal de sus maquinaciones.
—- Más allá de lo que haya hecho el funcionario Shed, tema sobre el que volveremos después, estamos juzgando en este instante vuestra participación en la profanación del lugar sagrado y las actividades prohibidas que desarrollasteis.—- dijo Rekhmyre.
—- Los propios sacerdotes que se encargarían de la momificación del funcionario, reconocieron que fueron llamados a una reunión secreta por la que vos les habéis ofrecido un importante pago en oro por sus servicios.—- acusó Menkheperreseneb.
—- Ahset se encontraba totalmente desequilibrada y por temor a que cometiese una locura, accedí a colaborar con su plan.—- respondió, deslindando responsabilidades.
—- ¿A qué plan hacéis referencia?—- preguntó el canciller.
—- El plan consistía en desposarse y luego suicidarse con su amante para compartir juntos la eternidad en la tumba.—- respondiendo con los ojos lacrimosos, fingiendo emoción.—- Traté de convencerla de que abandonara la idea de volver con Shed, pero el embrujo al que la sometieron era muy intenso y no pude salvarla.—- concluyó, llorando con desconsuelo, provocó la compasión del público. Ante su notable actuación, los miembros del consejo sintieron que debían suspender el interrogatorio.
—- Creemos que ha sido suficiente por el momento.—- dijo el visir, engañado como el resto de los asistentes.
Mañana se continuará con el proceso,—- dijo a la concurrencia.—- y anuncio al señor funcionario que hasta que no se aclare la situación referida al posible embrujo de la fallecida señora Ahset, deberá permanecer encarcelado en la alcaldía por la acusación de hechicería.
Tausert se echó a llorar sobre mi hombro, preocupada por mi suerte.
Esa noche me fue imposible dormir, intentando vislumbrar la manera de demostrar ante el consejo, que el cargo por embrujo que Kina había levantado en mi contra, eran burdas patrañas para desviar de sí misma la atención acerca de las acusaciones que pesaban sobre ella.
Agotado y hambriento, transcurrí la madrugada entera caminando el interior del calabozo como si el movimiento me pudiese ayudar a encontrar la esquiva solución a mi problema. Tal vez, la vigilia no fuese en vano, tal vez, todavía tenía posibilidades de sobrevivir a la astuta celada tendida por la malévola Kina. Sabía que cifraba mis esperanzas en argumentos que quizás no convencieran a los miembros del Kenbet, sin embargo, no contaba con mejores opciones para salvar mi honor y mi vida.
Contaba con que Nakha, la adivina, declarara la verdad, referida a que no la conocía, antes de la consulta que le hicimos con Tausert para elegir el día de nuestra boda.
Recordé de pronto la misiva que todavía guardaba entre mis papiros y pensé que podría servirme de mucho. Era el papiro que me había escrito Ahset luego de mi regreso de la campaña asiática, con él intentaría demostrar o al menos en parte, que era ella la que insistía en mantener nuestro vínculo, pero me faltaba la principal evidencia de mi inocencia, que era la carta de contestación que yo le había enviado, negándome a proseguir nuestro romance. Si ese papiro aún existía, podía ser de gran ayuda a mi defensa, empero, también especulaba con que las esclavas de Ahset se negaran a proporcionármelo.
Tausert llegó temprano esa madrugada para traerme alimentos y el consuelo de su compañía.
Por sus ojeras me di cuenta que ella tampoco había dormido.
—- Shed, mi amor, te ves muy cansado. Aquí tienes pan, leche y dátiles.—- dijo, entregándome un saco y acariciando mi cara a través de la pequeña ventanilla de la puerta.
—- Gracias, pequeña mía.—- dije emocionado, por su ilimitado amor. Angustiado sobremanera, pensando que tal vez se cumplieran las premoniciones de Nakha, se quebró mi resistencia y no pude contener mis propias lágrimas.
—- Tausert, os amo. Os agradezco lo mucho que me habéis apoyado y por el amor más puro que jamás ninguna mujer me hubiese entregado. Pase lo que pase y si me condenan a muerte, os amaré aún desde mi sepulcro.—-
—- No Shed, por favor no digáis eso.—- respondió llorando.—- No pueden creerle a esa maldita mujer.
—- Aunque sea injusto, es posible que eso ocurra, pero necesito vuestra ayuda para acceder a la única alternativa que tengo de librarme de una segura condena.—- expliqué, apremiado por el corto tiempo que me quedaba para conversar con Tausert.
—- Decid qué queréis que haga.—- respondió, atenta.
—- Buscad entre mis papiros la carta que me envió Ahset a mi llegada de la campaña en Retenu, y entregadla al visir.
—- Pero, mi amor, yo no sé leer.—- respondió entristecida.
—- No os preocupéis. Encontrad a Merenre, el secretario escriba del visir, y pedidle que busque la carta. Él no se negará a ayudarme. Luego, localiza a Makale, la esclava de Ahset y decidle que necesito la correspondencia que le envié a su ama la última vez.
Si conseguís esos dos papiros puede que el tribunal reconsidere mi situación.—- aseveré.
—- No os preocupéis, mi amor, encontraré esas cartas. Si fuese necesario pagaré y suplicaré a la esclava para que me entregue la vuestra.—- respondió.
—- ¿Cómo están mis padres?—- pregunté, extrañado de que no la hubieran acompañado.
—- Vinieron conmigo, pero se encuentran afuera porque no permiten el ingreso más que de un familiar como visita.—- explicó.
—- Decidles que estoy bien, que los amo y que me perdonen por la vergüenza que les he causado.—- dije entristecido.
Tausert vaciló en un rapto de indecisión, cuando iba a decirme algo.
—- ¿Qué ocurre, pequeña?—- pregunté, al reconocer su inquietud.
—- Shed, querido esposo mío, no quería daros esta noticia mientras se desarrollaba este proceso tan desagradable y esperaba un instante de tranquilidad, pero hemos tenido pocos últimamente, ¿verdad?—- dijo, enjugándose las lágrimas, tratando de disminuir un poco el dramatismo de la situación.
No sabía de qué hablaba, pero nunca pensé que hubiese estado guardando algún secreto.
—- Quizá no sea el mejor momento de contároslo pero, tal vez, os sirva dándoos fuerzas para bregar por nuestro destino.—- nos besamos con dulzura a través de los barrotes de la ventanilla, pero la miré sin comprender aún.
—- Estoy encinta, Shed. Vais a ser padre.—- en medio de tanta tristeza, llegaba la buena nueva más inesperada, que insufló en mi espíritu todos los deseos de vivir.
—- La alegría que me dais hoy, solo puedo compararla con la felicidad de saber que me amáis.—- volví a besarla una y otra vez.
Entró uno de los guardias de la alcaldía mientras reíamos emocionados.
—- Señor funcionario, su esposa ya debe retirarse.—- nos comunicó.
—- Os veré esta tarde cuando se reinicie el proceso.—- dijo Tausert, mientras se alejaba.
—- Hasta pronto, mi amor.—- respondí.
No debía morir sin ver a nuestro hijo. Era un regalo de los dioses que me llenaba de nuevas ilusiones y ganas de luchar por seguir viviendo.
Devoré mi alimento con fruición para estar fuerte. Daría lucha a esa bruja hasta conseguir que me creyeran los miembros del Kenbet. Pero era fundamental que esas cartas aparecieran.
Temprano en la tarde de ese día, continuó el juicio, siendo llevada a comparecer la adivina Nakha.
El aire cálido del desierto había invadido las calles de Waset durante el mediodía caldeando las estancias de palacio con hálito ardiente. Dos enormes negros de Kush, mecían enormes abanicos de plumas de avestruz para refrescar a la pareja real ya ubicada en su sitial.
Me encontraba solo en mi lugar, sin la compañía de Tausert que debía estar buscando las cartas.
Las chismosas murmuraban por lo bajo al verme solo, pensando tal vez que mi esposa me habría abandonado luego de soportar tantas mentiras y engaños. Pronto se darían cuenta que estábamos más unidos que nunca.
—- Que ingrese Nakha, la adivina.—- ordenó Rekhmyre.
La anciana ingresó caminando apoyada en su bastón pero con dignidad y prestancia.
—- Os conmino a decir la verdad o seréis penada por infligir las reglas de Ma’at.—- le advirtió el visir.
—- Por vuestro nombre sospecho que no sois de Kemet, ¿es así?—- preguntó el sumo sacerdote.
—- Es cierto, mi señor. No tuve la bendición de nacer en vuestro amado país.—- dijo Nakha tratando de congraciarse con el tribunal.
—- ¿De dónde procedéis entonces?—- inquirió nuevamente Menkheperreseneb.
—- Nací en la ciudad de Sidón del país de Khinakhny.—- contestó ella.
—- ¿Y por qué estáis en Kemet?—- preguntó el sumo sacerdote.
—- Vine a vivir a esta tierra cuando perdí a mi familia en un ataque de los hurritas a la ciudad de Simurru.—- respondió la anciana.
—- ¿Cuál es vuestro medio de vida?—- preguntó el tesorero.
—- Soy adivina y reconozco los hechos del futuro a través de las placas de jaspe y las vísceras de los animales sacrificados.—- respondió tranquila.
—- ¿Practica también la hechicería?—- preguntó el canciller.
—- Desde que llegué a esta tierra supe que era prohibido el ejercicio de la magia para los particulares, de modo que no he vuelto a practicarla desde entonces.—- dijo segura.
—- ¿Reconocéis a ese hombre sentado allí?—- preguntó el visir señalándome.
—- Si, lo conozco. Se llama Shed.—- respondió.
—- ¿En qué circunstancias lo habéis conocido?—- preguntó el canciller.
—- Lo conocí, cuando Shed fue con su prometida a consultarme acerca de la elección de la fecha para el día de su boda.—- explicó.
—- ¿Alguna vez le pidió este hombre que usted le proporcionara algún tipo de poción mágica para cautivar el corazón de una mujer?—- inquirió el jefe de los graneros, profundizando el interrogatorio.—- Recuerde que si se descubre que mentís, podéis ser condenada.—- amenazó.
—- No tengo nada que temer, mi señor, porque respondo con la verdad.—- dijo, confiada en sí misma.—- Este joven nunca me solicitó pócima de ninguna especie y de haberlo hecho, jamás le hubiese dado un preparado con poderes mágicos sabiendo que están prohibidos.
—- ¿Esa fue la única oportunidad en que lo visteis?—- preguntó el visir.
Dudó un segundo en contestar.
—- Al día siguiente de la primera entrevista, volvió a consultarme nuevamente acerca de un aspecto de su futuro, que lo inquietaba.—- respondió intentando ocultar el secreto.
—- ¿Qué lo preocupaba?.—- inquirió el visir.
—- A través de los símbolos, descubrí que existían fuerzas ocultas que estaban amenazando su futuro matrimonio pero, no podía ayudarlo porque el poder de los entes malignos superaba mis posibilidades.—- respondió, impresionando a la concurrencia.
—- ¿De quién o de qué provenía la amenaza?—- preguntó Rekhmyre.
—- Su procedencia era humana. Alguna persona o personas intentaban perjudicarlo, pero me fue imposible descubrir a los responsables, pues las fuerzas del mal saben ocultarse entre las sombras.—- su sinceridad era tan obvia que parecía convencer a todos.
—- Si nadie desea formular más preguntas me parece innecesario retener más tiempo a ésta mujer.—- expresó el visir, demostrando respeto por la anciana, que se había ganado la confianza de todos.
Al dirigirse hacia la puerta, Nakha se topó de frente con los ojos de Kina, que desvió de inmediato la mirada, evitando la aguda percepción de la anciana. Nakha se volvió para mirarme antes de salir de la sala. Ahora ya sabía de donde provenía el peligro que nos acechaba.
Me preocupaba que Tausert todavía no hubiese vuelto.
Mientras esperábamos que el tribunal comenzara a deliberar y decidiera reunirse en privado para discutir las opiniones de los integrantes, apareció Merenre por la puerta lateral, solicitando al Faraón, permiso para ingresar.
El soberano con aspecto de cansado y a punto de retirarse, autorizó casi de mala gana al secretario de Rekhmyre. Siéndole concedido, se acercó para hablar al oído del visir.
—- Mi señor, me informan que existiría un nuevo testigo cuya declaración podría colaborar notablemente con el esclarecimiento del proceso.—- expresó el visir.
—- Será el último testigo que se llamará.—- sentenció Tutmés que visiblemente afectado por el calor, volvió a sentarse en su trono. La princesa Meryetra hizo lo propio.
—- Haced ingresar a la esclava Makale.—- mandó Rekhmyre, sorprendiendo a todos los presentes.
El corazón se agitó dentro de mi pecho al escuchar el nombre de la muchacha nehesi, cuando sin imaginar las posibilidades de que fuese llamada para ser interrogada, me di cuenta que su declaración, podía llegar a transformar mi condición de acusado en condenado.
Makale, una de las tres esclavas de Ahset, era a la que mejor conocía por ser la más fiel entre las sirvientes de la favorita, y quien llevaba los mensajes que yo le enviaba y la que me los traía de su parte. Makale, debía sufrir demasiado por la muerte de su ama, ya que era la única quería mucho a la concubina. Pero más sorprendente me resultaba su llamado al estrado porque yo suponía que no podía hablar.
Imploré a Thot, dios de la sabiduría, que Makale fuese iluminada por la inteligencia de la divinidad, para que no divulgase los secretos que guardaba, y que, dolida por la muerte de su señora, no me juzgara responsable de su suicidio. Me preocupaba sobremanera que al interrogarla saliese a la luz públicamente la relación que me unió durante tanto tiempo con Ahset aún después de su enlace con Tutmés. Rogaba que ocultara la verdad pues, a pesar de que el monarca ya sabía de nuestro romance, si mi conducta adúltera en su perjuicio se daba a conocer en el proceso, el Faraón no dudaría en castigar mi falta ante el conjunto de la sociedad.
El visir no hurgaría en mi relación con su sobrina, pero el canciller Neferhor, que también formaba parte del tribunal, no desaprovecharía tan buena oportunidad de que se me acusara de adulterio en frente de todos.
Lo que no advertí en un primer momento era que Kina estaba tan preocupada como yo.
Antes de la primera pregunta se le mencionaron las consecuencias de que faltase a la verdad.
—- ¿Desde cuando servisteis a vuestra ama?—- preguntó el visir.
—- Serví a mi ama desde mi llegada a la capital cuando fui comprada por el anterior esposo de la señora Ahset, hace ocho años.—- respondió la joven negra que no contaba con más de veinte años. Era la primera vez que la escuchaba hablar.
—- ¿Por qué fingíais ser muda?—- preguntó curioso el visir.
—- Nunca fingí ser muda mi señor. Simplemente me juré no volver hablar con vuestra gente, cuando los soldados de Kemet mataron a mis padres y nos vendieron a mí y a mis hermanos como esclavos a los mercaderes de la ciudad de Sunnu.—- explicó con voz clara.—- por eso me creyeron muda.
—- ¿Vuestra ama sabía que podías hablar?—- preguntó de nuevo el visir.
—- Sí, pero cuando le expliqué los motivos, comprendió mi dolor y guardó mi secreto.—- respondió.
—- ¿Y por qué habéis decidido romper vuestra promesa?—- inquirió Rekhmyre.
—- Porque yo quería mucho a mi ama y la señora Ahset era buena conmigo. Como último servicio a ella, deseo que se castigue al culpable de su muerte.—- se me hizo un nudo en la garganta al ver que muchos posaban sus ojos en mí.
—- ¿Con cuántas esclavas contaba la señora Ahset?—- preguntó el supervisor del granero del alto valle.
—- Somos tres las esclavas nehesi y una chehenu, que servimos a mi ama en los últimos años.—- respondió.
—- ¿Alguna de vosotras era la preferida de la señora, o todas cumplían las mismas funciones a su servicio?—- preguntó el canciller.
—- No mi señor. Mi ama asignaba a esta humilde sierva sus servicios más importantes.—- respondió con orgullo.
—- ¿Acaso os confiaba también sus secretos de alcoba?—- el canciller profundizaba con esa pregunta en terreno peligroso.
No pude ocultar mi nerviosismo, aunque traté de mostrarme lo más calmado posible.
Makale vaciló un instante.
—- No temáis.—- dijo el Faraón, haciendo uso de la palabra por vez primera.—- Expresaos con libertad, yo os autorizo.—-
El canciller se regodeó malignamente en las palabras del soberano esperando que la esclava me hundiera en el fango.
—- Así era. Muchas veces me contaba sus penas y sus alegrías con relación a lo que sentía en su corazón.—- respondió la joven.
Me sorprendió de pronto la presencia de Tausert a mi lado, tomándome la mano con fuerza.
—- ¿Encontrasteis las cartas?—- pregunté ansioso.
—- Tranquilizaos mi amor, las he encontrado.—- respondió sonriente.
—- ¿Y dónde están?—- pregunté buscando en sus manos.
—- No las tengo aquí.—- respondió.—- Escuchad Shed, escuchad lo que dice Makale.
Confié en su optimismo pero me preocupaba saber de las cartas.
—- Y dinos, ¿qué os comentaba de su matrimonio con su fallecido esposo Khepermare?—- escarbó nuevamente Neferhor.
—- Mi señora no era muy feliz con él. Mi antiguo amo era muy tacaño, celoso, y nunca podía satisfacerla en el lecho nupcial.—- dijo Makale.
En la sala los comentarios por lo bajo y el chisme barato no se hicieron esperar.
—- ¿Y la señora Ahset le era fiel a su esposo Khepermare?—- siguió Neferhor.
Se me cortó la respiración de solo pensar en la respuesta que daría.
—- Mi señora se sentía muy sola y a veces se enamoraba de hombres jóvenes y apuestos que veía en las estancias de palacio.—- respondió.
—- ¿Quieres decir que tenía amantes entre los hombres que frecuentaban la residencia?—- Neferhor perseguía la respuesta como un león hambriento persigue a su presa.
—- Sí, tuvo amoríos con otros hombres.—- dijo con cautela la esclava.
La puñalada artera se aproximaba como un dardo envenenado en la oscuridad.
—- ¿Era el joven Shed, uno de esos amantes?—- los latidos de mi corazón palpitaban en mi garganta, con la fuerza de un torrente pugnando por desbordar su cause.
—- Sí, él fue su último amante.—- respondió Makale, sin siquiera dudar en responder.
Todas las miradas cayeron sobre mí como saetas de oprobio, hiriendo de vergüenza a mi inocente esposa.
Tutmés me observaba con impasible indiferencia, casi con desprecio, sin importarle el desenlace del interrogatorio.
No me atreví a mirar a Tausert que supuse estaría llorando apenada.
Se dibujó una sonrisa de satisfacción en Neferhor que ya había conseguido clavar los dientes en su víctima.
Rekhmyre me miró resignado, impotente para detener la cacería que Neferhor había desatado sobre mí.
Sentí que caía en un abismo, mi esposa, mis padres, mi hermana, marginados de la sociedad por mi culpa.
—- ¿Hasta cuando fueron amantes el funcionario Shed y la señora Ahset?—- preguntó Neferhor, disfrutando de mi trágico final asestándome el golpe de gracia.
—- Hasta que mi señora supo que el Faraón, mi señor Tutmés, la tomaría por esposa.—- respondió con tanta seguridad como antes.
La respuesta me sorprendió como a muchos, y ni qué decir a Kina y a Neferhor que esperaban que la esclava dijera que habíamos sido amantes hasta poco antes de mi boda. Intuí que Makale no quiso manchar el nombre de su ama al decir una verdad que la condenaría a ser aún más vituperada en su descanso eterno. Aunque todavía seguía comprometida, mi situación había mejorado.
Neferhor se esforzó por controlar su disgusto en contra de la esclava que él suponía que había mentido.
—- Recuerda que la mentira se paga con la muerte.—- dijo el canciller que más que una advertencia, amenazó a la muchacha para que modificara su respuesta.—- ¿No fueron amantes después de su enlace con el soberano?
—- No, no lo creo, pues de haberlo sido, mi ama me hubiese comentado. Ella no tenía secretos para conmigo.—- respondió la muchacha de forma tajante.
—- ¿Estáis segura que no mantuvieron relaciones sexuales después de la boda de Ahset con el soberano?—- hurgó maliciosamente Neferhor.
—- Creo que la esclava ha dado su respuesta al respecto, considerando por mi parte impertinente y ofensivo para la memoria de la difunta insistir sobre el tema.—- dijo el visir, frustrando el embate del canciller.
—- ¿Cómo es que los hechos que investigamos volvieron a relacionar a la concubina y su ex-amante?—- arremetió de nuevo Neferhor sin resignarse.
—- Mi señora había cifrado muchas ilusiones en su matrimonio con el Faraón, pero con el tiempo se dio cuenta de que el soberano dejaría de amarla y la aborrecería cuando se diese cuenta de que ella era estéril.
Su corazón volvió entonces a recordar a Shed. Sintió que su amor le pertenecía a él y que a pesar de que las atenciones de mi señor Tutmés eran grandes para con ella, sus noches eran largas y solitarias, y los días interminables sin la compañía del hombre que amaba.—- respondió Makale.
—- Y la concubina, ¿volvió a verse con el funcionario?—- inquirió Neferhor.
—- Durante varios meses luchó por olvidarlo pero la princesa Kina no hacía más que mencionar al funcionario, hablándole del romanticismo del amor arriesgado y de lo triste que sería cuando el soberano la repudiara por su infertilidad.—- comentó la muchacha.
—- ¿Queréis decir que la princesa Kina terminó por estimular el retorno de Ahset a su pasado vínculo con el diplomático?—- dijo el visir.
—- Sus pensamientos volaban como palomas buscando el nido hacia las noticias de su amado, y enfermó de tristeza cuando supo que Shed contraería matrimonio. La princesa por su parte no hacía más que incitarla a reanudar esa relación, diciéndole que el funcionario la amaba a ella, pero que para ocultar la verdad, salvando las apariencias, trataba de callar los rumores sobre su secreto romance casándose. —- expresó la muchacha.
El público se encontraba absorto escuchando la historia, mientras algunas mujeres enjugaban sus lágrimas conmovidas por su dramatismo.
—- ¿Ella no volvió a buscarlo antes de que Shed se casara?—- preguntó el tesorero.
—- Mi señora le escribió una carta que debe encontrarse en poder del señor funcionario, y yo tengo aquí la respuesta que él le envió. Mi señora estuvo a punto de destrozarla por el dolor que le causaba su contenido, pero no pudo hacerlo porque eran las palabras de su querido, era su voz que le hablaba y ella lo amaba demasiado para romperla, de modo que la guardó entre sus objetos más preciados.—- dijo entregándole el papiro al asistente del tribunal.
—- Léala.—- ordenó Rekhmyre al asistente.
Mi señora:
Os ruego sepáis disculpar que no acceda a vuestros deseos, pero creo que no debemos continuar algo que nunca debería haber comenzado, sabiendo que desde que se gestó nuestra relación, existían motivos por demás poderosos para que ambos supiésemos comprender que tal vínculo no tenía ni presente ni futuro y con mayor razón ahora que mi señor Tutmés os ha tomado como esposa.
He perdido ya, la confianza y la estima que mi señor el Faraón tenía depositada en mí, y que en el pasado hube ganado arriesgando mi vida contra aquellos que buscaban su muerte. En otro tiempo me hubiese sentido feliz y orgulloso de morir defendiendo a mi señor y, sin embargo, hoy me encuentro avergonzado de mí mismo por no hallarme a la altura del hombre que su majestad esperaba que fuera.
Subyugado por vuestros encantos, me había convertido en la sombra de una sombra, sin carácter ni voluntad, incapaz de mirarme frente a un espejo, por temor a encontrar la deplorable imagen de un ser indigno, transformado en juguete de vuestros voluntad, merecedor del oprobio más absoluto de quienes me aman y respetan.
Así, profundamente arrepentido de mi humana debilidad y luchando contra mi propio deseo de volver a vuestro lado, he tomado la difícil decisión de alejarme de vos, para encontrarme a mí mismo y recuperar al hombre que fui.
Por ello, os suplico, os imploro que perdonéis mi negativa, pensando que es por el bien de ambos y de aquellos que nos aman.
Suyo servidor, Shed.
—- ¿Qué hizo ella ante tal respuesta de su amado?—- preguntó el tesorero.
—- Desesperada por perderlo, intentó convencerlo de escapar juntos, pero él se negó diciéndole que ya no la amaba, que su corazón pertenecía a Tausert, su futura esposa.—- respondió Makale.
Escuché que Tausert lloraba y la tomé de la mano. Tutmés dejó de mirarme con odio y vi un brillo de compasión hacia Ahset en los ojos de la princesa Meryetra.
—- Continúa.—- dijo el visir.
—- Su respuesta la destrozó. Se negaba a alimentarse y pasaba todo el día, postrada, diciendo que solo la muerte podría aliviar su dolor.—-
—- ¿Y cómo terminó todo derivando en el incidente de la necrópolis?—- preguntó el sumo sacerdote, preocupado por lo que se refería a su jurisdicción.
—- La princesa Kina la convenció de que Shed aún podía ser su esposo, aunque ello significara que debieran envenenarlo, momificarlo y sepultarlo secretamente en una cámara anexa de la propia tumba.—- respondió.
Kina abandonó su mirada inocente para clavar sus ojos, como brasas encendidas, en la joven esclava.
—- Pero, ¿cómo pudo aceptar tan demencial idea, de matar a su amado y guardarlo en la tumba?—- preguntó el tesorero.
—- Para aquel momento, mi señora ya había perdido la cordura y aquel plan de la princesa asiática le resultó su mejor opción. Luego, ella se suicidaría días o semanas después para ser enterrada junto a él.—-
—- ¿Porqué esperaría ella para unirse a él, cuando podían morir juntos?—- preguntó una mujer del harén que se encontraba entre el público, llena de curiosidad.
La esclava hizo una pausa, pues no tenía obligación de responder a esa pregunta no autorizada, pero el Faraón le permitió contestarla ante el interés de la audiencia.
—- Si ella también desaparecía se pensaría que había sido una huida de ambos o un pacto suicida de amantes y por lo tanto, si la investigación que se realizaría los descubría, no solo no les permitiría compartir la misma tumba, sino que se les negarían los rituales de conservación por su pecado. Si ella seguía viviendo, solo se trataría de la desaparición de un funcionario quizás atacado por delincuentes, o fugado por razones desconocidas, sin que nadie sospechara que se encontraba descansando en una tumba del valle de las reinas.—- explicó Makale.
—- ¿Cómo pensó la señora Ahset que podía tomar por esposo a su amante, si él ya estaba casado con otra mujer?—- preguntó el sumo sacerdote.
—- A través de su dominio de la magia, la princesa Kina la convenció de que ganaría la voluntad de la diosa Hathor y de la diosa Eset, halagándolas como a poderosas manifestaciones de Sakhmet, a cuyas teofanías rendiría holocaustos y sacrificios de becerros, corderos y machos cabríos, en misteriosas ceremonias llevadas a cabo en las colinas del desierto occidental, durante tres noches sin luna. De esta manera las diosas concederían la anulación de las bodas previas, otorgándole legitimidad al nuevo enlace en el más allá.—- respondió Makale.
—- ¿El funcionario Shed accedió voluntariamente a participar en la ceremonia de la necrópolis, aquella noche?—- preguntó el canciller sin muchas esperanzas de poder inculparme.
—- Las esclavas permanecimos esperando en la necrópolis, de modo que no podría responder esa pregunta, pero si puedo decir que el funcionario llegó desvanecido, siendo introducido en el sepulcro por los esclavos de la princesa Kina.—- contestó.
—- ¿Ya estaban los sacerdotes de Amón-Ra esperando para llevar a cabo los rituales de conservación en la propia tumba, o llegaron después?—- preguntó Menkheperreseneb.
—- Se encontraban allí desde que nosotros llegamos. Tenían todos los instrumentos dispuestos para iniciar el ritual apenas falleciera el funcionario.—- se me erizó la piel de solo recordar lo que me hubiesen hecho.
—- ¿Podríais reconocerlos?—- preguntó el clérigo nuevamente, con el fin de castigar a los culpables.
Noté a Tutmés como turbado. ¿Lo habrían afectado los recuerdos?
—- Sí, mi señor.—- respondió.
—- ¿Y cómo pensaban darle muerte?—- preguntó el visir.
—- Estando el funcionario aparentemente desvanecido, mi señora Ahset intentó darle de beber el elixir que contenía un potente veneno preparado por Kina, para terminar con su vida.—- respondió la muchacha.
—- ¿Y qué ocurrió luego?—- preguntó el administrador de los graneros.
—- En aquel momento el funcionario pareció despertar súbitamente, golpeó el vaso derramando su contenido y luchando contra los esclavos y los sacerdotes embalsamadores, escapó de la tumba.—- respondió la esclava.
—- ¿Qué hizo Ahset cuando escapó su amado?—- preguntó Meryetra sorprendiendo a toda la audiencia incluyendo al propio Faraón.
—- Su ánimo se derrumbó y, sintiéndose desolada, comenzó a lloriquear como una niña, mientras tratábamos de consolarla.—- explicó la muchacha.
—- ¿Cómo reaccionó Kina en aquel momento?—- preguntó el visir.
—- Salió del sepulcro a ordenar a sus esclavos y a los guardias de la necrópolis que no permitieran que el funcionario escapara, y que lo trajeran vivo o muerto.—- continuó Makale.—- Un tiempo después, la princesa Kina entró al sepulcro y anunció nerviosa que debían escapar de allí, pues habían llegado tropas desde la ciudad.
—- Y luego, ¿qué ocurrió?—- inquirió el Visir nuevamente.
—- Mi señora, completamente desesperanzada se negó a huir. Decía que todo había terminado para ella. La princesa le dijo que si bebía el elixir del sueño eterno terminarían los sufrimientos para ella y. . . —- decía la joven cuando fue interrumpida.
—- ¡¡Son puras invenciones de esa embustera nehesi!!—- reaccionó sumamente alterada Kina. Embargada por la aflicción, se veía acorralada y sin escapatoria ante la declaración de Makale.—- ¡Yo no… nunca obligué…!—- Claramente turbada, Kina titubeó al no acertar a formular una respuesta que pudiese ser convincente, para un tribunal que ya no creía en su inocencia.—- ¡Nunca le dije que bebiera el veneno!—-
Se elevó una nueva oleada de comentarios entre la concurrencia horrorizada por la actitud de la princesa asiática.
—- Recordad que no debéis mentir.—- reiteró el visir a la muchacha.
—- Mi señor, juro por mi ka que estoy diciendo la verdad. No he roto mi promesa de no hablar con la gente de Kemet, solo para venir a engañaros. He aceptado dar testimonio, por el amor que profesé a mi señora, que fue la única persona por la que sentí verdadero afecto, desde que perdí a mi familia y fui convertida en esclava.—-
—- ¡Mentís, hiena nehesi!—- dijo exaltada Kina en un rapto de furia.
—- ¡¡Silencio!!—- ordenó Tutmés. Tal vez solo fuese por el calor reinante pero me dio la impresión que el soberano acudía demasiado a su copa con agua. Lo observé algo demacrado como si no se sintiese bien.
—- Continuad.—- dijo el sumo sacerdote, sin casi prestar atención al exabrupto de Kina.
—- La princesa la convenció de que bebiendo el brebaje al menos terminaría con sus angustias y sufrimientos, y mientras mi señora ingería el veneno, Kina escapó con la otra mujer. —- concluyó Makale.
—- ¿Pudisteis reconocer quién era aquella mujer?—- indagó Neferhor.
—- No mi señor, no lo sé.—- respondió.
Después de la declaración de Makale me sentí más aliviado, imaginando que el tribunal al menos no me consideraría responsable de la muerte de Ahset. Pero para Kina todavía pesarían más acusaciones.
La princesa asiática se veía superada por los cargos, sin embargo, su actitud era altiva y desafiante. No podía ocultar su enfado y al mismo tiempo evidenciaba su impotencia para contrarrestar el testimonio de Makale. La joven esclava, la estaba comprometiendo tan gravemente que difícilmente pudiese escapar de ser condenada a muerte.
—- ¿Vuestra señora, obligó o amenazó de alguna manera a la princesa Kina para que la ayudara con los ritos ceremoniales, llevados a cabo en su sepulcro?—- preguntó el visir.
—- No, mi señor, por el contrario mi señora no estaba dispuesta a sacrificar a su amado, pero luego, influida por la princesa y a causa de lo desesperada que se encontraba, finalmente accedió.
Kina alteraba a mi ama, describiéndole como unirían, Shed y su esposa, sus cuerpos desnudos, haciendo el amor en el lecho, como abrazaría y besaría Tausert a su amado y lo estrecharía en las noches frías, mientras ella se encontraba sola en sus habitaciones. Provocaba a mi señora haciéndole perder la cordura, hasta manejar sus sentimientos y transformarlos en resentimiento, al hacerla creer que el señor funcionario la había usado y ultrajado, tan solo para luego abandonarla, burlándose de ella.—- explicó la joven negra.
—- Y ¿porqué crees que la princesa actuaba de esa forma si decía ser amiga de la favorita?—- preguntó confundido el tesorero.
—- Lo ignoro mi señor. Al comienzo de la relación entre ellas, yo también creí que la princesa realmente quería a mi ama.—- respondió.
—- ¿Alguna vez recibió vuestra ama objeto alguno de su amante, con el cual el funcionario pudiese haber intentado hechizarla?—- inquirió el sumo sacerdote.
—- No que yo supiera. Sin embargo, yo fui testigo cuando la princesa Kina entregó a la favorita un brazalete talismán, sobre el que había desatado un conjuro para hechizar al funcionario, y transformarlo en eterno esclavo del amor de mi ama.—- dijo la muchacha.
Cundió el murmullo en la sala ante las implicancias del testimonio.
Kina, sentada en su silla y con la mirada perdida, no intentó desacreditar en modo alguno los últimos dichos de Makale, como si ya no escuchase sus palabras. Tal vez se sintiese abrumada al no encontrar la manera de desviar las acusaciones que, anteriormente, solo habían arrojado sospechas acerca de sus culpas, pero que ahora se confirmaban con el inevitable resultado de una segura sentencia.
Sin señales de arrepentimiento, sin siquiera la más mínima evidencia de temor ante el inminente desenlace del proceso, pareció despertar de un mal sueño para adoptar nuevamente su gesto soberbio, e indiferente a las miradas de reprobación que se cernían sobre ella. Kina se mostraba desafiante, como si repudiara a sus acusadores y despreciara la cercanía de la muerte. ¿Qué fuerza desconocida movía el espíritu de aquella inescrutable mujer? ¿De donde provenían sus mágicos poderes?
Absorto en mis pensamientos no me había percatado de que Makale ya había abandonado la sala por orden del visir.
—- Queda una sola cuestión por aclarar.—- dijo el visir.—- ¿Quién es la misteriosa dama que os asistió como sacerdotisa aquella noche?—-
Impasible, la princesa ignoró la pregunta con tal insolencia que encolerizó a Rekhmyre.
—- Os recuerdo que estáis en una situación demasiado comprometida para todavía ocultar la identidad de una cómplice, hecho que podría agravar aún más vuestra condena.—- le advirtió el visir en tono de amenaza.
Kina, desconociendo la autoridad de Rekhmyre y sin emitir respuesta, fingió un bostezo, con una osadía insultante hacia el jefe del tribunal, que se vio desconcertado.
—- ¿Sabéis que puedo condenaros a muerte?—- preguntó Tutmés a su concubina.
Los ojos de Kina, se clavaron en el rostro del soberano que pareció sorprendido ante la hostilidad de aquella mirada.
—- Lo sé.—- respondió Kina sin apartar la vista de su interlocutor.
Había algo en sus ojos, algo tenebroso e impío, que puso incómodo al Faraón, juraría que se sintió atemorizado por aquella mirada. Percibí un misterioso brillo en sus pupilas, un resplandor inicuo, poderoso y sobrenatural que me estremeció.
—- ¿Pensáis acaso…?—- el monarca vaciló perturbado con aparentes dificultades para expresarse. Confundido por su repentino malestar, se interrumpió, sin que la concurrencia comprendiera lo que le ocurría. —- ¿Creéis que vuestra magia os salvará?—- inquirió Tutmés, haciendo un esfuerzo por recomponerse.
—- No, mi señor. Se que mis dioses han decidido desde de mi concepción, en el vientre de mi madre, el día en que abandonaré el mundo de los vivos. Mis poderes no alterarán la fecha dispuesta por los seres superiores….—- mientras Kina hablaba, parecía agravarse el malestar de Tutmés que se llevaba disimuladamente la mano a su abdomen, sin casi prestarle atención.
—-… pero me han confiado ese secreto, negado al resto de los mortales….—- Kina dejó en suspenso lo que se esperaba como obvio; que revelara el día de su deceso, que todos sospechaban muy próximo.
—- Entonces… ¿seréis capaz de adivinar el día…?.—- el soberano volvió a interrumpirse ante la preocupación del Chambelán que se acercó de inmediato.
—- Mi señor, ¿os sentís bien?—- consultó al Faraón cuyo rostro se veía pálido.
—- ¿Adivinaréis acaso, el día en que yo ordene que se ejecute vuestra sentencia?—- dijo Tutmés con decisión, tratando de sobreponerse a su evidente estado de enfermedad.
—- No me han dado a conocer la fecha; empero, los seres que habitan el reino de la oscuridad eterna, me hicieron saber que seré llamada al más allá, en la víspera de vuestra muerte.—- la profética respuesta conmocionó a todos los presentes indignando al tribunal por el atrevimiento de la extranjera. Cuando miraron al soberano esperando la reacción lógica ante tan infame amenaza, observaron con aflicción a Tutmés desplomarse enfermo e inconsciente en brazos del Chambelán.
Una gran conmoción cundió en la sala. La reina angustiada, sostenía la cabeza de Tutmés caída de lado, como si estuviese muerto. Las mujeres horrorizadas, oraban a la divinidad por la salud del soberano mientras, los funcionarios solicitaban sin demora los servicios del curandero real.
El visir, tratando de imponer el orden en el caos en que se había transformado el estrado, ordenó que se llevasen a la acusada y desalojaran la sala, urgidos por trasladar al Faraón desvanecido hasta sus aposentos para ser atendido.
Rekhmyre, antes de retirarse del lugar acompañando a los sirvientes que transportaban al soberano, autorizó al alcalde a dejarme en libertad, bajo la prohibición de abandonar la ciudad, quedando bajo la custodia de los guardias de la alcaldía hasta que el Faraón diera el veredicto final.
Nos abrazamos alborozados sabiendo con seguridad que no sería condenado, aunque al mismo tiempo permanecimos expectantes por la súbita enfermedad de Tutmés.
—- Amor mío, mi corazón adivinaba que la justicia triunfaría.—- dijo Tausert llorando de alegría. Besé sus mejillas, secando sus lágrimas con mis besos.
—- Otra vez me habéis salvado y me faltan palabras para expresaros lo mucho que os amo. Ahora también os debo la posibilidad de ver nacer al retoño que lleváis en el vientre y de disfrutar el placer de estrecharlo entre mis brazos.—-
Mi familia y la madre de Tausert se unieron a nosotros para compartir nuestro júbilo.
Maya, Binnet, Amenemheb y otros amigos, me dieron a conocer su alegría, al saber que había sido absuelto de las acusaciones vertidas en mi contra.
Transcurrieron tres días en los que compartí la calidez del hogar con mi esposa, en la paz y la tranquilidad de nuestra casa y con nuestros seres queridos, brindando por la feliz noticia de la preñez de Tausert. También se nos había informado acerca del estado de indisposición sufrido por el soberano, que por obra y gracia de los dioses no era grave ni duradero. El Faraón repuesto de su dolencia, se haría presente en la sala del trono para dictar la sentencia del juicio a los acusados.
La corte en su conjunto se hallaba expectante por la sentencia que recaería sobre Kina. La mayoría de los funcionarios estaban seguros que la condenaría a muerte y otros dudaron pensando en que siendo una princesa extranjera, no era conveniente desde el punto de vista político ante la posibilidad de que la ejecución de Kina pudiese ocasionarle la sublevación de las ciudades estado de Retenu en que gobernaban su padre y sus aliados.
Tutmés no era un soberano piadoso y si de diplomacia se trataba, no hubiese dudado en sentenciarla a pesar del riesgo de incitar sublevaciones de los asiáticos, ya que podría aplastarlas fácilmente, aportándole incluso jugosos dividendos en botines de guerra y tributos suplementarios, como escarmiento por rebelarse a su autoridad (por mi parte, yo tenía mis serias dudas acerca de que pudiese alzarse en armas el padre de Kina, que era un anciano y achacoso rey). Empero, yo también creía que no la sentenciaría a muerte, aunque por motivos diferentes.
Tal vez, muchos no advirtieran el temor que la mirada de Kina había despertado en Tutmés. Sugestionado por la condición de hechicera de la princesa, el Faraón no la condenaría a muerte porque creía que también se estaría condenando a sí mismo.
La profética respuesta sobre el deceso del Faraón un día después que ella muriese, y la sorpresiva morbidez de Tutmés en aquel preciso instante del juicio, no dejaba lugar a dudas sobre la amenaza que significaba para el soberano, viniendo de una mujer a la que se creía dotada de poderes sobrenaturales.
Finalmente, se reunió una vez más el tribunal en presencia de la pareja real para dar a conocer la sentencia dictada por el soberano a los responsables de los hechos que se juzgaban.
Con la sala del trono colmada de nobles y aristócratas, además de los miembros de la familia real, cortesanos y curiosos, el secretario del tribunal recibió de manos del visir, el dictamen del soberano contra los acusados.
Comenzó por los guardias de la necrópolis y los de palacio que se hallaban implicados, los cuales fueron encontrados culpables y en su totalidad, penados a quince años de tareas en las canteras del desierto occidental en el país de Uauat. Se habían salvado de morir, pero sus vidas no se diferenciarían demasiado de las de los esclavos peor maltratados y con mucha suerte, alguno de ellos conseguiría sobrevivir ese período.
Los sacerdotes embalsamadores que habían participado de la ceremonia, fueron expulsados del clero y condenados a veinticinco años de trabajos forzados en las minas auríferas de los desiertos de Kush, lo que equivalía a la sentencia de muerte.
El porta-sellos del templo de Amón-Ra fue condenado a desempeñar, a perpetuidad, funciones de escriba en los salares de natrón.
Los esclavos, fueron vendidos a nuevos amos sin ser penados por sus acciones, y solicité a mi madre que con mi peculio, comprase como sierva a Makale, para luego dejarla en libertad de regresar a su tierra.
Por último, leyó el fallo en contra de Kina.
—- Su majestad, ha declarado a la princesa Kina, culpable de los cargos de intrusión en el lugar sagrado de la necrópolis y al ejercicio ilegal de la magia, siendo condenada a recibir treinta latigazos, efectivizándose la sentencia ante la presencia de las restantes miembros del harén para que sirva de advertencia, en cuanto a las consecuencias de desafiar la autoridad del Faraón. También pesará sobre la princesa, la prohibición de abandonar sus aposentos por un período de dos años.
Sin embargo, se la considera libre de culpa por la muerte de la señora Ahset, cuyo deceso se atribuye a suicidio por hallarse poseída por algún demonio.—- concluyó el secretario del tribunal.
¿Qué había del intento de asesinato contra mi persona? Al parecer toda la responsabilidad recaía sobre Ahset, que ya no estaba para ser condenada por su falta, de modo que Kina era librada de una responsabilidad que, de haberse sumado a los otros cargos, la debía condenar a la pena máxima.
Seguramente, el Faraón deseaba demostrar que aplicaba un castigo ejemplar (a mi entender por demás benévolo), que ayudaría a su concubina extranjera, a recapacitar sobre sus actitudes y comportamiento, aunque lo que realmente ponía en evidencia, era su preocupación por la seguridad de la princesa asiática, temiendo que se cumpliese su predicción.
Cuán errada era la visión de Tutmés, que ignoraba completamente el modo de pensar de una noble como Kina, desconociendo sus sentimientos y lo que guardaba en su corazón. La sentencia era indigna para una dama de la realeza de Retenu, resultaba insultante para una mujer de su estirpe, una humillación que mancillaría su honor, provocando aún más su rencor, su maldad, incitando la perversidad de su alma morbosa.
Presentí que incluso la muerte, hubiese resultado más aceptable a su sentido de la dignidad.
Al parecer, Kina había imaginado que su amenaza podría arrancar para sí, la indulgencia total del Faraón, creyendo que sería declarada inocente, escapando impune de todos los cargos, por temor a sus poderes sobrenaturales. La lectura del dictamen, la enfureció. Sus pupilas dejaban traslucir sus emociones de manera tan clara, que me sentí perturbado al percibir la ira que reflejaban. No pude evitar cierta conmoción al ver sus ojos pardos refulgentes de odio clavados en mí, intuyendo que me culpaba por la vergüenza y la humillación de ser azotada públicamente (como si yo hubiese dictado la sentencia), transformándola en el hazme reír del harén. A pesar de que debía estar más que satisfecha de haberse librado de una segura y merecida condena a muerte, la hostilidad de su mirada me advirtió que debía estar atento en contra de alguna venganza de su parte.
Por algún motivo que iba más allá de mis conocimientos, Kina evidenciaba un resentimiento profundo hacia nuestra tierra y nuestra gente. Quizá se sintiese presa de las circunstancias, en las que fue entregada por su propia familia como esposa de un rey que subyugaba a su país y que personalmente la sometía sexualmente para luego ignorarla, haciéndola prisionera en un harén en el que debía compartir su existencia con decenas de otras mujeres que la menospreciaban solo por ser originaria de uno de los reinos más pequeños de Retenu, o tal vez todas mis especulaciones fuesen equivocadas y jamás podría adivinar la razón de su malicia.
—- Por último —- declaró el vocero del tribunal, sacándome de mis pensamientos.—- se ordena la liberación del funcionario Shed al no encontrársele responsabilidad en el incidente que nos ocupa, pero en vistas de su relación adúltera durante el primer matrimonio de la desaparecida y considerando su comportamiento como indigno de un funcionario de su rango, se lo degrada en la escala diplomática a la mera función de intérprete de los ejércitos de Kemet.—-
La decisión me perjudicaba en gran manera, ya que no solo disminuía mis ingresos de forma notable, sino que limitaba mis ocupaciones a las de un principiante en la carrera diplomática, cuando en mi condición de "Guardián de los secretos de las lenguas extranjeras", lo que en Keftiu denominan embajador, me encontraba por mérito propio, solo un escalón por debajo del canciller, desempeñando las funciones más importantes dentro de las relaciones internacionales. Perdería las prerrogativas de mi anterior cargo y tendría que dejar el país para acompañar a los ejércitos cuando estos abandonasen Kemet por razones de conquista o simplemente en las excursiones a las tierras del norte cuando fuesen a recaudar los tributos que los pueblos vasallos rendían cada año al Faraón dejando a mi familia y la comodidad del hogar, para salir de campaña con las tropas. Por otro lado, confiaba mucho en mi capacidad para el puesto de embajador como para estar seguro que con el tiempo, Tutmés no podría prescindir de mis servicios. Fue un duro golpe a mis aspiraciones como funcionario, pero me sentía feliz de haber salido casi indemne de la causa.
La pesadilla había pasado y la calma había vuelto a nuestras vidas. Me sentí liberado y aunque pasé algunas malas noches soñando con el recuerdo de la favorita, poco a poco fui olvidando las dificultades que durante tanto tiempo me afligieron, permaneciendo en mi memoria, los buenos momentos compartidos, sin pesar, sin penas ni remordimientos, pues tenía la conciencia tranquila de saber que no fui el culpable de que Ahset se quitase la vida. Luego supe, por el visir, que Ahset le había confesado a Tutmés que me amaba, y lo había desafiado a ganar su amor como hombre, y obligado a jurarle que no usaría su poder para cambiar nuestras vidas. A partir de aquel momento se abrieron mis ojos a la luz de los hechos que durante tanto tiempo se mantuvieron en la oscuridad y me llevaron a entender porque Tutmés no me había condenado a muerte.
Nunca comprendí el motivo por el cual el Faraón, ordenó que yo presenciase la flagelación de la princesa Kina. Si ya me resultaba desagradable ver como se golpeaba a un animal o a un esclavo, cuánto más, aborrecía ser espectador del castigo físico de una mujer, cuyo objeto me resultaba dudoso, al menos en la intención de doblegar la rebeldía de la princesa y aplacar su inclinación a la desobediencia.
Aquella mañana, con el ardiente brillo de Ra cayendo a plomo sobre el valle y poco antes de hallarse el sagrado disco en el cenit, las esclavas del harén descubrieron el torso de Kina hasta la cintura, tras lo cual el verdugo, ató sus manos a una anilla que pendía de la columna central del patio. El látigo era de largas tiras de cuero sin partes de metal lo que lo hacía menos lacerante, pero no mucho menos doloroso.
Sentado a la sombra de la galería principal, Tutmés dio la orden de ejecutar la sentencia.
Su figura enjuta, se estremeció como el pabilo en la brisa, cada vez que la fusta cortando el aire con su sibilante chasquido, desgarraba su piel en cada golpe, abriendo purpúreos surcos bañados por pequeñas gotas de sudor que, deslizándose lentamente, impregnaban de sal, las ya de por sí dolorosas laceraciones.
Creí que la princesa no soportaría el tremendo martirio que representaba para su cuerpo frágil y delicado, imaginando que el Faraón se apiadaría de ella parando el brazo del verdugo a mitad del castigo.
Imperturbable, Tutmés vio caer el flagelo una y otra vez sin que su rostro demostrara siquiera un leve atisbo de compasión.
Kina, por su parte, en una muestra de voluntad y entereza más que sorprendentes, ahogó su dolor sin gritar, emitiendo apenas cortos y casi inaudibles gemidos, cuando todos esperaban que rogase clemencia antes de que su carne exangüe ya no resistiera tan fiera mortificación.
Faltando menos de una decena de azotes y cuando su pequeña espalda ya era una gigantesca úlcera sanguinolenta abrazada por el sol, Kina se desvaneció quedando colgada de sus miembros en la más penosa imagen que hubiese visto de un flagelado.
Tan conmovedora y dramática se revelaba aquella escena, que el resto de las mujeres de la corte, observaron suplicantes al rey para que suspendiera tan despiadado tormento, sin resultado alguno.
Inconsciente, Kina fue desatada y transportada hacia su habitación, no antes de que se cumpliera la ejecución en su totalidad.
Jamás pensé que algún día, pudiese arrepentirme de haber sentido compasión por aquella mujer pero, el tiempo es capaz de modificarlo todo.
Capítulo 10
"El que duerma descansará, y el que vele vivirá en el tormento".
Los meses pasaron desde aquellos días atribulados y, como si de una noche aciaga o de un mal sueño se tratara, fuimos olvidando los pesares de ese tiempo, ocupados en ver crecer el vientre de Tausert cuajado de vida, protector y alimentador de mi simiente, albergando a nuestro vástago en ciernes. Portaba en sus entrañas el cálido cobijo donde dormía el pequeño, soñando la fantasía de un mundo feliz en la onírica tierra donde todo es posible, donde la brisa fresca es eterna y el sol no es ardiente sino tibio y el trigo crece sin ser sembrado y el pan perfuma con su sabroso aroma sin ser horneado, donde el vino no embriaga y la vid nace del desierto porque la arena es fértil como el limo de la crecida, y las dunas son límpidos manantiales de agua clara en los que abrevan las criaturas creadas por el demiurgo universal.
Nuestro hijo descansaba en el país de los niños en donde todo es alegría, pero, presintiéndolo sin verlo, deseábamos que despertase a la realidad de los hombres, con sus miserias y sus maldades, tan solo por el vil egoísmo de besarlo y acariciarlo. ¿Acaso no estaba más seguro en la cálida intimidad de su madre, que bajo la oscura y fría noche del cielo de Nut? Aún hoy siendo viejo, lloro amargamente desvariando e imaginando ideas locas, como el poder guardar por siempre a los retoños en el seno materno, para librarlos del mundo de iniquidad y perversión que nos ahoga, corrompiendo nuestra inocencia de infantes, entregando nuestra candidez como se ofrece el becerro para ser sacrificado ante altar de la mentira y la hipocresía humanas.
Perdonad querido nieto, si vuestro viejo abuelo cae en estas digresiones, recordando bellos instantes de felicidad, que duran lo que la mariposa en la primavera o quizás menos, lo que dura una flor sin marchitarse bajo los ardientes fulgores de Ra y que, sin poder evitarlo, se nos escapan como el agua entre los dedos.
Ese amado hijo que aguardábamos con impaciencia tu abuela Tausert y yo, no era otro que vuestro padre.
Vuestro padre, de quien vuestra madre ya os habrá contado muchas cosas cuando hayáis podido leer mi narración, nació el anteúltimo día del segundo mes de la estación de Shemu, la cosecha, del año veintiséis de reinado de Tutmés III. Luego de un alumbramiento normal bajo la protección de la diosa hipopótamo Taweret, yo mismo lo llevé a la orilla del río, lo bañé para protegerlo con las sagradas aguas del Gran Hep, otorgándole por nombre, el de su abuelo materno llamado Kai, a pedido de mi esposa. Su padre, un buen hombre, barquero de oficio, había fallecido mordido por un cocodrilo, cuando Tausert aún no había sido destetada por Lyna, mi suegra.
De piel oscura como yo, Kai, tenía finos cabellos lacios, negros como la noche y brillantes como el reflejo de la luna en el río. Era hermoso, de gordos mofletes con grandes y vivaces ojos como los de su madre. Su pequeña nariz respingona, se transformaría con los años en la recta nariz de mi padre, sobre labios gruesos y un mentón recio y varonil.
Inquieto y travieso, el pequeño crecía sano y fuerte amamantado por la abundante leche que concedió la diosa vaca a Tausert, cuyos pechos, habían crecido grandemente colmándose del nutritivo líquido.
Luego del fallecimiento de mi querida abuela, un año antes, mi madre sufrió mucho cuando supo que Eset se iría a vivir con su esposo a Mennufer, en donde le ofrecieron un importante puesto entre los orfebres del Templo del Ptah. El nacimiento de Kai llenó de gozo el gran vacío que dejaban en el corazón de Amunet, la muerte de su madre y la partida de mi hermana.
Pentu, por otra parte, no hacía más que hablar a sus compañeros escultores de las travesuras de su diablillo, como lo llamaba, y se apresuraba a terminar sus tareas en la necrópolis para esculpir algún muñequito, un animalito o quizá un pequeño carro de madera fabricado a partir de los deshechos de la carpintería, con el que pudiese sorprender a su nieto que siempre lo recibía con una sonrisa.
Aunque se encontraba enferma, Lyna paseaba con su nieto, pavoneándose orgullosa por la barriada, e incluso lo llevaba en sus visitas a sus ancianas amigas para que lo conocieran.
Qué felices disfrutábamos de largas horas viéndolo jugar y ensuciarse hasta el cabello, o embarrarse la cara saboreando el dulce de dátiles que mi madre le preparaba y que tanto le gustaba.
Por aquel tiempo, nos preocupamos un tanto cuando notamos que sus dientes no aparecían. Consultando a un sacerdote mago, nos dijo que debíamos esperar a que cumpliese un año aguardando que ocurriera el brote. Como la aparición de los dientecillos se hacía esperar, solicitamos al clérigo que hiciera lo necesario para que aparecieran. La receta consistía en que nosotros mismos llevásemos a Kai a la ribera del río y en la orilla ayudarlo a cavar un pequeño hoyo. Debíamos poner un diente de ajo en su manita y hacer que él lo introdujera en el hueco, para luego taparlo con tierra. Posteriormente oramos al dios del trigo, Nepri, para que así como hacía crecer el grano en la espiga, hiciese crecer junto con el diente de ajo, sus esquivos dientecillos. No pasaron dos meses para que comenzásemos a ver germinar los pequeños bordes sobre las encías de Kai.
Poco después de aquel hecho, recuerdo que Tausert llevaba al risueño Kai a la residencia real, para hacer las delicias de sus compañeras de la servidumbre, acercándome unos momentos a mi niño durante mi corto descanso de mediodía en la sala de escribas.
A pesar de haber sido destituido de mi rango de representante del Faraón en los territorios del norte, mi labor dentro del ámbito diplomático no se había modificado, pues continuaba llevando a cabo mis tareas habituales, (aunque por una remuneración menor) ya que no existían nuevos funcionarios que pudiesen ocuparse de la traducción y la redacción de documentos oficiales, misivas del Faraón a sus aliados, decretos administrativos acerca de tributos sobre los territorios subyugados y edictos sobre impuestos al tránsito de las caravanas comerciales, todos traducidos a las lenguas nativas de las regiones a las que iban dirigidas.
Tanto era mi trabajo que a veces ni siquiera podía almorzar en el hogar, apremiado por la falta de tiempo, y Tausert me preparaba algún manjar durante la mañana, para luego llevármelo en mi corto receso a la hora del cenit.
A causa de las noticias sobre la inminente coalición del heredero del reino de los hititas con los reyes de Alalakh y Kizzuwatna, en contra del rey Parsatatar de Naharín, se había producido una gran convulsión entre los príncipes del país de Djahi, que se encontraban en un dilema, al tener que optar entre apoyar al rey hurrita, (aliado con el que compartían similares orígenes culturales y religiosos) arriesgándose a debilitar sus fronteras meridionales frente a Kemet, o dejar solos a los hurritas, permitiendo la expansión de los tradicionales enemigos, los monarcas de Khatti, y el fortalecimiento de las rebeldes tribus de Assur.
El conflicto asiático había aumentado, aún más, mis ya agobiantes obligaciones durante las últimas semanas, viéndome en la necesidad de pasar días enteros trabajando con la abundante correspondencia que había suscitado aquella situación, volviendo a mi hogar muy tarde en las noches, para regresar a las mismas antes del amanecer sin poder alegrar mi corazón con la risa de Kai o las tiernas caricias de Tausert, a quienes encontraba dormidos cuando llegaba, dejándolos dormidos cuando partía nuevamente para seguir con mi trabajo al día siguiente.
Esa madrugada, la besé en los labios mientras aún dormía en nuestro lecho, y me acerqué a ver a Kai que descansaba plácidamente en su cuna junto a ella. Desayuné muy frugalmente acosado por lo exiguo de mi tiempo, apenas un par de dátiles, un trozo de pan y unas cuantas cucharadas de cuajada de cabra con miel y salí como cada mañana hacia la residencia real en la frescura de la aurora.
El mismo negro firmamento tachonado de estrellas, anunciaba el alba de una nueva jornada por el purpúreo resplandor sobre las cimas de las colinas orientales. No había extrañas señales en los cielos, ni acres olores en el aire anunciando fatalidad. Los chacales no merodeaban cerca de nuestro hogar, no rondaban los cuervos en la brisa matutina, ni los buitres acechaban desde lo alto. ¿Qué tenía de diferente aquel día, a tantos otros que transcurrieron tranquilamente entre el amor de nuestra familia y la alegría de vivir en paz? Nada. No hubo presagios, indicios, ni signos proféticos, que me ayudaran a advertir o al menos a sospechar el inenarrable sufrimiento con que, aquel día, marcaría nuestras vidas.
Llegué a la residencia y tomé rumbo hacia la sala de escribas para abrir el lugar que todavía se encontraba cerrado y a oscuras. Los guardias que custodiaban el lugar me dieron paso saludándome amablemente. Encendí una lámpara de aceite y desplegué sobre mi mesa el papiro que contenía el decreto sobre un impuesto a los productos que traficaran los mercaderes amorreos, hacia los territorios de Naharín-Mitanni. Completada su traducción con las primeras luces del alba filtrándose verdosa, por entre las grandes hojas de las palmeras datileras, me dispuse a transcribirlo en escritura cuneiforme sobre un papiro oficial que tendría como destino la ciudad de Keben, desde donde sería distribuido a través de tablillas de arcilla a todos los puestos fronterizos controlados por nuestros aliados.
Antes de que concluyera con la trascripción del documento, escuché un griterío cuyo eco resonaba en las todavía silenciosas galerías de palacio. Al principio no le presté atención, ocupado en mis asuntos hasta que creí escuchar una voz familiar que me sorprendió, por lo que salí de la sala junto a otros escribas, a ver que ocurría con aquel tumulto.
Por entre los guardias que sujetaban a alguien tratando de entrar por la fuerza al corredor que desembocaba en nuestro sector, descubrí con perplejidad que la mujer a la que impedían el paso era Awa, mi fiel esclava nehesi. Corrí hacia ella para tratar de aclarar lo que ocurría. Cuando al llegar la vi con los ojos llenos de lágrimas, mi corazón saltó dentro de mi pecho, presintiendo que algo malo había ocurrido.
—- ¡Déjenla tranquila!—- exclamé.
—- ¡Ésta mendiga ha ingresado burlando la vigilancia de la entrada!—- respondió uno de los guardias.
—- No es una mendiga, es mi esclava.—- respondí mirando el desconsuelo y la tristeza reflejado en el rostro demacrado de la pobre vieja. No paraba de llorar. Tomé sus manos para calmarla.
—- ¡Por la gracia de Amón!, ¡¿qué ocurre?!—- pregunté desesperado.
—- ¡Debéis venir pronto, mi señor, ha sucedido algo terrible!—- dijo la anciana tirándome del brazo para que la acompañara.
—- ¡Iré contigo, pero dime qué pasó!—- inquirí angustiado.—- ¿Acaso al pequeño Kai…?.—-
—- ¡No, el pequeño está bien, pero a su esposa…!—- se interrumpió.
—- ¡¿Qué le pasa a Tausert, Awa?!—- pregunté afligido.
—- ¡La mordió una serpiente, mi señor!—- dijo ella con pesadumbre.
—- No, no puede ser.—- respondí incrédulo.
Dejé atrás a Awa y salí corriendo hacia el exterior y tomé de los custodios uno de los carros que había cerca del pórtico de entrada. Me vieron tan alterado que no se atrevieron a frenar mi avance.
Entre una nube de polvo recorrí las calles de Waset hacia nuestro hogar sintiendo infinita la distancia. No podía ser, Awa debía estar equivocada, su mente de vieja debía estar viendo alucinaciones. Si, eso debe ser, me dije, tratando de persuadirme de que solo era imaginación de la esclava.
Salté del carro y observé alarmado que mi casa se encontraba llena de vecinos y curiosos agolpados en el jardín delante de la fachada. Atravesé la corta vereda empujando personas para llegar entre el gentío hasta la puerta de mi hogar.
Un par de vecinas consolaban al pequeño Kai sosteniéndolo en brazos en la sala. Me acerqué a ellos y, mientras besaba a mi hijo, busqué con la vista a Tausert que no se encontraba allí.
—- ¡¿Dónde está mi esposa?!—- pregunté agitado.
—- En uno de los cuartos con su madre.—- dijo una de ellas, visiblemente entristecida tomando a Kai en brazos, cuando empezaba a lloriquear al ver que me alejaba.
—- ¡Tausert, mi amor!—- caí arrodillado al verla tendida sin sentido junto a su madre, que la mecía estrechándola contra su pecho envuelta en una manta.
—- ¡La mordió una serpiente, Shed!—- dijo Lyna, destrozada por el dolor.
—- ¿Dónde la mordió?—- pregunté.
Señaló con el dedo, el brazo tumefacto de Tausert al destaparla.
Al revisarla pude ver que presentaba las marcas de los colmillos de una culebra ponzoñosa. Todo se derrumbó dentro de mí al contemplar la mordedura. La hinchazón era seria y el estado de Tausert era propio de una cantidad de veneno más que considerable. Para mi desconsuelo, descubrí que había otra mordedura en su pantorrilla cerca del pié resultado de otro ataque. Había visto demasiadas de ellas en las expediciones militares, para engañarme a mí mismo tratando de convencerme de que podría hacer algo por mi amada esposa. Descorazonado, caí sentado junto a ella como un chiquillo, llorando de impotencia al sentir que la vida se escapaba de su cuerpo y que pronto su ka volaría como un pájaro, sin que yo pudiese hacer algo para retenerlo.
Rogué a Amón y a los demás dioses, a todos y a cada uno, a las deidades de Kemet y a las extranjeras que conocía para que la ayudaran a seguir viviendo, para que continuara amamantando con leche y amor a nuestro retoño, para que se sucedieran sus días regalándome su cálida sonrisa.
Hubiese entregado mi inútil existir a cambio de que su corazón hubiera seguido latiendo.
Me senté junto a ella. Se encontraba desvanecida, temblando, bañada en sudor a causa de la fiebre con que el veneno quemaba su piel.
La besé, la acaricié, enjugué su frente mojada con un paño húmedo que tenía Lyna, y le hablé, pero no respondió.
Por un instante, entreabrió sus párpados y en un esfuerzo supremo, balbuceó unas palabras entre el temblor extremo de sus labios.
—- Ka… Kai…Kai.—- mi dulzura estaba preocupada por nuestro hijo a pesar del sufrimiento que le provocaba la ponzoña.
—- Kai está bien, mi amor. Descansa.—- respondí sin saber qué decir, abrazándola más fuerte aún.
—- La serpiente estaba por morder a Kai y ella lo salvó, pero la alcanzó a ella.—- explicó Lyna, con la mirada perdida mientras acariciaba a su hija.
Tausert se estremecía levemente en entrecortados suspiros como si el dolor o el ardor, no sé precisar, le impidieran respirar, y luego de lastimosos y prolongados estertores falleció.
¿Cómo podía estar muerta si apenas un par de horas atrás la vida bullía en sus labios cuando la besé dormida? ¿Cómo podría enfriarse su cuerpo si hace solo unos instantes su sangre corría presurosa llevando calor por sus venas? No podía ser que estuviese rígida e inmóvil si apenas ayer corría y daba brincos haciendo reír a nuestro hijo. ¡No, su corazón no se había detenido, era imposible, si recién acababa de sentirlo palpitar brioso con el ímpetu de tambores resonando estruendosos con un eco eterno!
Por un instante, tuve la esperanza de que fuese otra de mis pesadillas, otra macabra jugarreta de mis torturantes noches y que Tausert me despertara para preguntarme porqué lloraba dormido. Pero el fatídico sueño proseguía sin dar señales de ser solo una mala treta de mi mente enferma.
Sin asumir completamente que lo que ocurría era real y no parte de mi imaginación atormentada, me paré a su lado.
—- Lyna . . . , Lyna . . . , Tausert ha muerto . . . —- mi suegra mecía el cuerpo sin vida de su hija, arrullándola como si estuviese dormida en tan triste escena que las abracé para unirme en un llanto desconsolado.
—- ¡No, no es cierto, déjanos solas!—- reaccionó, violentamente.—- ¡Vete, déjala descansar, ya despertará cuando la fatiga abandone su cuerpo!—- deliraba Lyna.
—- Lyna, por la gracia de Amón, no os hagáis más daño. Yo también sufro por su pérdida pero, ya nada podemos hacer.—- dije, intentando ayudarla a afrontar la cruel realidad que a mí también me destrozaba el corazón.
—- ¡¿Vos?, ¿qué sabéis vos de sufrimiento?! ¡Mi pobre hija no ha vivido más que amarguras y tristezas desde que os conoció, y la he escuchado llorar en la oscuridad de la noche por vuestros engaños y mentiras! ¡Alejaos de nosotras!—- sus palabras me apabullaron.
Con mi alma hecha jirones, abandoné la habitación, lastimado por la dura verdad de sus palabras.
—- ¿Dónde se encuentra la serpiente?—- pregunté a las mujeres que se encontraban en la sala con Kai.
—- No lo sabemos, pero Lyna nos dijo que se hallaba en vuestro cuarto cuando mordió a Tausert.—- respondió una de ellas.
Recordé que mi jepesh estaba allí mismo, y el ver cerrado el aposento me hizo suponer que la sierpe aún se encontraba en el lugar. Lyna debe haberla encerrado por temor a que saliera hacia la sala, pensé.
Abrí lentamente y con suavidad, desplazando la puerta un palmo de anchura, para observar el interior. Asomé la cabeza por el marco, y al ver que la serpiente no estaba cerca, entré y cerré la puerta a mis espaldas.
Allí se encontraba, enroscada en un rincón con la cabeza baja y en una quietud total, entre la cuna de Kai y la pared. Era una mamba negra. No alcanzaba a comprender cómo había llegado hasta esta región tan al norte del país cuando era sabido que esa especie pertenecía a los territorios al sur de Uauat y Kush. Fui al extremo opuesto de la habitación sin apartar mi vista de ella y saqué mi espada curva, la que guardaba al lado del arcón. La así con las dos manos firmemente y me acerqué con sigilo al reptil. Era grande para su tipo. Su longitud sería de al menos cinco codos y las escamas que cubrían su cuerpo brillaban como el nácar pulido.
Al acercarme esgrimió su lengua bífida en el aire escrutando el ambiente, como si hubiese percibido mi presencia. Irguió su cuello en actitud de alerta y comenzó a deslizarse lentamente sobre sí misma, en giros envolventes. Me miró con sus ojos escalofriantes, exentos de piedad y fríos como cuentas de cristal, atrayéndome hacia ellos con su mortal atractivo. Me sentí hipnotizado por aquella mirada que hechizaba mis sentidos aletargando mi mente con su fatal promesa. Tal vez, la diosa Wadjet me llamaba para llevarme con mi amada. Quizá no fuese tan doloroso y tuviese como consuelo el poder unirme a Tausert en el mundo de ultratumba.
De repente la mamba alargó su cuello y se lanzó hacia mí en un violento ataque que no llegó a destino por milagro. Salté hacia atrás sorprendido trastabillando hasta casi caer.
¿Qué me ocurre? ¡¿Por la sabiduría de Tot que me está pasando?! ¡Estuve a punto de dejarme matar! ¿Quién criará a Kai si yo muero? Mis padres son ancianos y tal vez no les queden muchos años de vida. ¿Qué será de mi hijo sin mí?
Despabilado luego del susto que me dio, reaccioné. Tomé una de mis túnicas y la lancé contra la serpiente que cayó bajo el peso de la tela, tras lo cual salté hacia adelante y apliqué tres golpes con el filo del sable, el último de los cuales le destrozó la cabeza.
Arrojé los pedazos de la culebra hacia la calle para que los perros dieran cuenta de ella y todavía temblando al haber sentido tan de cerca la muerte, fui a estrechar entre mis brazos a Kai, que aún berreaba porque no lo llevaban con su madre.
Lloré, lloré y seguí llorando sin saber hasta cuando, sin tiempo ni medida, porque mi mundo se había terminado. Lloré sin consuelo, con la amargura del que pierde la visión, porque mi luz se había apagado.
Cubrí con cenizas mi cabeza en señal de luto y junto a mi familia llevamos en cortejo fúnebre, los restos de mi amada esposa por las calles de Waset, hacia el templo, donde su cuerpo sería preparado para el descanso eterno.
Me fueron concedidos tres días de duelo que los empleé para ordenar la preparación del sepulcro de mi esposa en la tumba familiar que habíamos adquirido con mi padre en la necrópolis popular de la ciudad, en el sector reservado a los funcionarios, por estar esa área más protegida de los saqueadores.
Al cuarto día después del fallecimiento de Tausert, y en espera de que se cumpliese el período que exigían los rituales de ut, regresé a trabajar con los documentos que con urgencia me había encomendado el propio visir, ante la impaciencia del Faraón que al parecer planeaba una campaña en pocos meses, en vista de los acontecimientos que se sucedían entre Naharín y Khatti.
Al acercarme a mi lugar de trabajo, descubrí entre los documentos que buscaba, un papiro enrollado y atado con un cordón hecho con fibras de junco, lo que me daba la pauta de que no se trataba de ningún papiro oficial. Me extrañó encontrar aquel rollo allí, ya que antes de ingresar a la sala pregunté, como de costumbre, si había recibido correspondencia personal, siendo informado que nada había llegado para mí. Lo abrí, curioso por conocer su contenido, sabiendo que si se encontraba entre mis elementos de escritura, debía estar dirigido a mí.
Al abrirlo, contemplé horrorizado el espeluznante símbolo de enterramiento recorrido por una culebra idéntica a una mamba que lo abrazaba con su cuerpo enroscado en él. Había más que una cruel burla en aquel obsceno mensaje. La vileza que reflejaba el dibujo, también reconocía la responsabilidad de su autor, que se daba a conocer como artífice del crimen. Nunca dije a nadie el tipo de serpiente que había mordido a Tausert.
Sentí la ira apoderarse de mí como el fuego consume un campo de rastrojos secos. Una amarga impotencia destrozaba mi corazón que ansiaba la venganza contra el infame que había segado la vida de mi amada esposa, una criatura tan inocente como Tausert, incapaz de dañar a nadie, llena de compasión y dispuesta siempre a perdonar. Su asesino había matado mis ganas de vivir, sepultado la alegría de nuestra familia y robado la felicidad de mi pequeño hijo.
—- ¡¿Quién dejó esto entre mis cosas?!—- grité desencajado.—- ¡¿Quién fue?!—-
En mi desesperación amenacé y maltraté a muchos de los escribas que trabajaban en la sala, desconcertados ante mi demencial comportamiento.
—- ¡¿Ha sido Neferhor verdad?! ¡No encubran a ese cobarde hijo de ramera!—-
Todos y cada uno, negaron saber la procedencia del papiro. Ni siquiera conocían el contenido del mismo por lo que no comprendían mi reacción, hasta que alarmados, llamaron a los guardias de palacio para poner fin a mi descontrol, cuando corrí como un loco por los pasillos de la residencia buscando al canciller.
Entre cuatro de los custodios, consiguieron paralizar mis miembros que lanzaban golpes de ira e impotencia en todas direcciones, derribando a cuantos se me acercaban.
Cuando me llevaban inmovilizado ante el visir, descubrí a Kina mirándome desde la ventana de su habitación riendo maliciosamente, con su escuálido rostro deformado en una mueca de satisfacción.
Los tristes recuerdos surgieron en mi memoria dormida como genios maléficos liberados por el propio dios Sutej para torturarme. La profecía de Nakha la adivina, se había cumplido como una ineluctable sentencia.
Las palabras de Nakha retumbaron dentro de mi cabeza con la fuerza destructiva de una tormenta:
_ "Aquel que os brindó su copa llevará la desgracia a vuestro hogar".
_ "La mano del extraño será el instrumento de castigo".
_ "El que duerma, descansará, y el que vele, vivirá en tormento".
La copa de la que fui convidado era la de Ahset, ya que por motivo de mi relación con ella, la desgracia invadió nuestras vidas.
Mi amada esposa reposaría en su descanso eterno y yo velaría por Kai en memoria de nuestro amor, atormentado por mis culpas.
La respuesta a la sentencia que restaba desató mi furia, encendida por el dolor y los remordimientos, comprendiendo que Kina había intentado asesinar a nuestro hijo para vengarse de mí y que Tausert, tal vez presintiendo el peligro, lo había evitado a costa de su propia vida. Sabía que mis conclusiones eran correctas porque había algo más que me daba la certeza de que no estaba equivocado. El día de la muerte de Tausert se cumplía exactamente un año de la ejecución de la sentencia contra Kina.
A golpes y tirones me libré de mis captores y escapando hacia los corredores avancé buscando las estancias del Harén. Corrí escaleras arriba con la mente obnubilada y la sangre quemándome las entrañas. Mataría con mis propias manos a ese monstruo humano con forma de mujer así fuera lo último que hiciese en mi vida.
Con un gran número de custodios persiguiéndome llegué hasta el ingreso al harén y mientras ponía fuera de combate a uno de los guardianes que cuidaban los aposentos, sentí un duro golpe en la cabeza que me hizo perder el conocimiento.
Desperté en el despacho de Rekhmyre tendido en el suelo cuando me arrojaron agua en la cara.
—- ¿Queréis decirme que os ocurre, Shed? Os comportáis como un endemoniado insultando a voces a Neferhor, amenazando y maltratando a otros funcionarios, y golpeando a los guardias. Exijo una explicación de vuestra parte.—- me intimó el visir.
Me dolía terriblemente la cabeza y me sentía mareado, pero no había perdido la noción de lo que había hecho.
—- Mi señor, Kina ha asesinado a mi esposa.—- respondí, mientras me tocaba el chichón en mi nuca.
—- ¿Qué locura estáis diciendo, Shed? Kina hace más de un año que no sale de su habitación por la prohibición impuesta por el soberano.—- replicó.
—- Tal vez no lo haya hecho con sus propias manos, pero mandó a poner la serpiente que mató a Tausert.—- insistí.
—- ¿Qué pruebas tenéis de ello?—- inquirió Rekhmyre.
—- Ninguna prueba fehaciente, pero sé que ella lo hizo para vengarse de mí.—- respondí convencido.
—- Y ¿por qué insultabais a Neferhor?—- preguntó inquisitivo.
—- Porque encontré sobre mi mesa un papiro conteniendo un dibujo que hacía alusión a la muerte de mi esposa y, como sé que me odia, pensé que él sería el responsable pero, al ver a Kina riéndose de mi sufrimiento, supe que era ella.—- expliqué.
—- Creo que estáis muy afectado por la pérdida de vuestra esposa y lo comprendo, pero no debéis dejaros arrastrar por vuestra imaginación, buscando obsesivamente un responsable de su muerte. No es frecuente pero, una serpiente del desierto puede deslizarse hacia un caserío y matar a alguien de manera accidental.—- respondió.
—- La serpiente era una mamba, que no es común en esta zona del país y no creo que de forma azarosa mi esposa muriese exactamente un año después de que se cumpliera la sentencia de Kina.—- objeté, acongojado.
—- De todas maneras no podéis acusarla sin evidencias concretas. ¿Qué pensabais hacer cuando los guardias os golpearon?—- preguntó curioso.
Parecía que mis piernas no podían sostenerme y me derrumbé de rodillas. Avergonzado y consternado, oculté el rostro a la mirada de Rekhmyre e intenté contener mi llanto sin conseguirlo, frente a la realidad que no lograba superar.
—- Sentí el impulso de matarla en mi desesperación por vengar la muerte de Tausert.—- enjugué mis lágrimas, y lo miré como si él pudiese encontrar remedio a mi dolor.—- Sé que fue Kina.
—- Aunque fuese verdad que Kina hubiese mandado a poner la serpiente en vuestro hogar, cuestión que en mi opinión está más que en duda, el asesinar a Kina no solo no os devolverá la vida de vuestra esposa, sino que dejará huérfano a vuestro pequeño hijo, porque sabéis que vuestro castigo no podría ser otro que la pena de muerte. ¿Creéis que a Tausert la haría feliz saber que ella murió en vano tratando de proteger a vuestro retoño para que, finalmente, terminase quedando a cargo de sus ancianos abuelos al morir vos también?—- las palabras del visir gozaban de la fuerza de la cordura.
A pesar de que mi alma se quemaba por dentro sabiendo que la asesina de mi esposa saldría impune de su crimen, debía reconocer que no tenía más opción que seguir su consejo.
—- Cuidaos de vuestros enemigos y cuidad a vuestro hijo que es lo más valioso que tenéis en la vida. Advertid sobre Kina a vuestros padres para que no corran peligro y honrad la memoria de Tausert por el resto de vuestros días.—- puso su mano en mi hombro tratando de expresarme que comprendía mi pesar.—- Llorad su ausencia hasta que vuestro pecho se desahogue, entregaos al sufrimiento hasta que no os queden lágrimas y agotad vuestro dolor hasta que las fuerzas abandonen el corazón sediento de justicia. Dejad que os sorprenda el sueño, fustigad vuestro cuerpo para que no la extrañe por las noches y ocupad vuestra mente para que no la evoque todo el tiempo. Pero, no cometáis el error de querer lavar su sangre, derramando inútilmente la vuestra.—- concluyó.
Capítulo 11
Abandoné el despacho del visir sin conocer el consuelo, sin haber podido colmar el vacío que se agigantaba en mi alma, sin descubrir la cura que mitigara mi desazón.
Quería huir pero, no se puede huir de uno mismo. Corrí hacia el desierto como un endemoniado, perseguido por los fantasmas de mi propia conciencia, buscando escapar de mi pesar, tratando de evadirme de mis culpas por saber que si no me hubiese mezclado con Ahset, Tausert aún estaría viva.
Cobardemente deseaba tomar el puñal que colgaba de mi cintura y abrir mis venas para dar final a aquella tortura pero, aparecía en mi mente mi pequeño Kai con sus manitas aferrando mis orejas, jugando animado con los muñecos que le fabricaba mi padre y sonriendo con su babeante boquita apenas poblada por algunos dientes.
Vagabundeé por las dunas durante largas horas, sin rumbo, sin noción del tiempo, hasta caer rendido en la arena cuando el crepúsculo alargaba las sombras de la tarde.
Desperté en la oscuridad de la noche, con la piel erizada por el frío viento del desierto soplando entre las colinas recortadas bajo la luz de la luna. No sabía donde me encontraba y, comencé a caminar hacia donde creía que se encontraba el río.
A poco de andar entre los médanos y los pastizales, descubrí un sendero que me llevaba hacia un barján más elevado, desde el que divisé unas luces a la distancia.
Al llegar vi que se trataba de una aldea, una de las tantas que poblaban la ribera al norte de Waset, entre ésta, y el próximo centro urbano de importancia.
La mayoría de las cabañas se encontraban a oscuras con sus moradores durmiendo.
Atraído por un bullicio cercano, atravesé las callejuelas hasta dar con una taberna en la que se escuchaban risotadas e insultos, canto y sonidos musicales arrancados sin mucho arte a maltratados instrumentos.
Desaliñado y sucio, con mi faldellín cubierto de arena, entré al tugurio enfilando hacia el dueño, que se encontraba roncando, apoyado sobre la mesa en que dispensaban las bebidas.
El lugar estaba lleno de marinos que habían tomado la bodega de la taberna por su cuenta, entonando desafinados cantos tradicionales, acompañados de mujeres de dudosa condición y músicos más dormidos que despiertos.
Ignorando sus miradas, me acerqué al cantinero despertándolo de un golpe en el brazo que soportaba su cabeza.
—- Dadme una jarra de vino.—- le dije arrojándole uno de mis brazaletes de bronce.
Molesto por haberlo despertado, el cantinero estuvo a punto de proferir alguna obscenidad mas, cuando se percató del valor de mi pago, buscó sin pérdida de tiempo mi pedido.
Una de las mujeres, abandonó el grupo interesada en la posibilidad de ganarse otra ajorca a cambio de favores sexuales. El marino con el que estaba, se levantó tambaleándose tras ella para asirla por el brazo.
—- ¡¿A dónde vais?!.—- le recriminó, balbuciente.
—- Dejadme borracho maloliente, ¿acaso sois mi dueño?—- se burló la mujer empujándolo. El sujeto cayó hacia atrás tumbando un taburete y quedando desparramado en el piso.
—- ¿Quién os creéis que sois para despreciar a mi amigo, sucia mujerzuela?—- dijo otro de ellos, aproximándose amenazador hacia la muchacha.
Sin prestarle atención, la joven se acercó intentando captar mi interés.
—- Qué fuertes espaldas tienes.—- dijo, apoyando sus manos en mis brazos.
—- Vete. No quiero nada contigo.—- le contesté, apurando otro vaso de vino.
Quería beber y emborracharme, sin importarme nada más.
El hombretón alto y gordo arrancó a la mujer de mi lado y le dio una sonora bofetada con el revés de su enorme mano, derribándola e hiriendo su labio inferior del que surgió un hilo de sangre. Las risotadas del resto no se hicieron esperar al ver caer de bruces a la prostituta.
—- ¡Hijo de la hiena más ramera!—- le gritó ella, lanzándole una andanada de puñetazos que rebotaban contra sus obesos flancos, provocando aún más hilaridad en los espectadores.
Ignorando los golpes de la mujer que no hacían mella en su humanidad, la asió de los cabellos desgreñados y la atrajo hacia sí.
—- ¿Quieres oro perra?—- le espetó en la cara.—- Yo te lo daré.
El tercer vaso de vino había transformado mi tristeza en mal humor, y aquella estúpida riña de borrachos terminó con la poca paciencia que me quedaba.
Vi venir la enorme mole de carne hacia mí, dispuesta a despojarme de las ajorcas que me quedaban. Sin pensarlo dos veces tomé la jarra con vino que estaba sobre la mesa y la estrellé contra la frente del gigante que se desplomó cuan largo y pesado era.
La taberna se transformó en una batalla campal cuando los marinos enfurecidos, atropellaron a los flautistas para caer sobre mí.
Afectados por mi dosis de bebida, mis reflejos se encontraban lentos y mi capacidad de reacción era inferior al de una tortuga coja, sin embargo, mis rivales, para mi fortuna, estaban en peores condiciones que yo.
Dando y recibiendo toda clase de golpes destrozamos el lugar en un escándalo tal que debe haber despertado a toda la aldea. Las meretrices y los músicos se unieron al tumulto descontentos por no recibir su paga.
Exhaustos luego de una contienda a puño limpio caímos tendidos durmiendo la mona en el piso de la taberna destruida, hasta el día siguiente.
Desperté en una mísera pocilga sobre una vieja estera de junco, al lado de un perro flaco que me miraba sin saber si era un nuevo habitante de la cabaña o su próxima comida.
No recordaba cómo había llegado allí.
Una penetrante mezcla de repugnantes olores impregnaba el ambiente. El intenso calor desprendía los miasmas emanados de alguna materia en descomposición que invadían el aire del lugar.
Al mirar hacia arriba, me cegó el sol de mediodía que se filtraba verticalmente a través de un agujero entre el techo y el muro.
Me dolía todo el cuerpo y la cabeza me pesaba cual si fuera un bloque de granito.
A duras penas me levanté vacilante y luego de hacer dos pasos tuve que sentarme porque todo me daba vueltas.
Vomité sobre la pared de adobe hasta sentir que mis entrañas querían escapar por mis fauces. Era la primera vez que bebía demasiado.
—- ¿Cómo os sentís, hombre de anchas espaldas?—- dijo la muchacha de la noche anterior, apareciendo al abrir una destartalada puerta de cañas.
—- Bastante mal…—- respondí interrumpiendo la respuesta para lanzar otra bocanada de hedionda bilis.
—- Cuando dejéis de vomitar, venid conmigo. Os prepararé una infusión de hierbas para que os recuperéis.—-
La muchacha vivía en aquel cuchitril con un niño de unos diez años que me observaba con recelo.
—- ¿Cómo os llamáis?—- pregunté, recibiendo el jarro que me ofrecía.
—- Mi nombre es Menwi.—- respondió mientras apagaba la pequeña hoguera.—- ¿Y vos?
—- Me llamo Shed.—- respondí.
Su piel era trigueña y suave, sus enmarañados cabellos, negros y ondulados. A pesar de su aspecto desaliñado, su cuerpo era bien formado y sus facciones no carecían de belleza.
—- ¿Duele mucho la herida en la boca?—- tenía los labios un poco hinchados y un moretón en la mejilla, del golpe que le había propinado el gigante.
—- Bah, no es gran cosa. He sufrido peores heridas peleando con las otras mujeres.—- respondió, sin darle importancia.
—- ¿Él es vuestro hijo?—- pregunté, en tanto que bebía la infusión.
—- Así es, se llama Hui.—- respondió.
—- ¿Con quién lo dejáis cuando vais a la taberna?—- pregunté.
—- Mi madre lo cuidaba hasta hace un año atrás pero luego de su muerte lo dejo durmiendo solo. Ya es grande y sabe cuidarse bien.—- respondió, sin evidenciar preocupación por él.
—- ¿A dónde lleváis a los clientes? Quiero decir…—- no sabía cómo preguntarlo sin que resultara ofensivo.—-
—- Copulan ahí.—- dijo el niño, señalando el camastro revuelto junto a la ventana.
—- Responde solo cuando os pregunten.—- lo reprendió, jalándolo de la oreja.
El niño abandonó enojado la cabaña, corriendo hacia la ribera.
—- No trabajo solo con hombres, también soy partera y me desempeño bien, pero gano mejor como prostituta y el trabajo es más fácil.—- respondió, con cierta vergüenza.
Su té calmó mis náuseas y me sentí agradecido hacia ella. Presentí que no era una mala persona pues podría haberme robado las ajorcas mientras dormía y, sin embargo, no lo hizo y me albergó en su hogar.
La ayudé en sus quehaceres y conversamos de muchas cosas.
Cuando la penumbra comenzaba a ganar el interior de la cabaña encendí la hoguera alimentada con estiércol de cerdo.
—- ¿Quién sois?—- dijo con mirada inquisitiva.
—- Un hombre como cualquier otro, Menwi.—- respondí, sin ánimos de ahondar en detalles.
—- No fui bien educada ni vengo de una familia de sacerdotisas, pero no soy tonta, Shed. Vestís un faldellín de lino de la mejor clase, calzáis sandalias de cuero de vaca, portáis brazaletes de oro y de bronce, y luces una lujosa sortija en vuestro cuello. —- dijo, observando el anillo de bodas de Tausert que yo guardaba como recuerdo.—- ¿Habéis cometido algún crimen? Si huís de la policía medyau no desconfiéis de mí; no entregaría ni a mi peor enemigo a esos malditos.—- dijo, adelantándose a mi respuesta.
—- Nadie me persigue si eso os preocupa, no soy un criminal, pero no quiero hablar de mis asuntos.—- respondí, tratando de evitar cualquier recuerdo.—- ¿Cuántos niños trajisteis al mundo?—- pregunté, sin real interés, tan solo por cambiar de tema.
—- Seis o siete, no recuerdo bien, pero uno de ellos nació muerto.—- respondió, sin tristeza.
—- ¿Quién os enseñó las habilidades de las comadronas?—- inquirí.
—- Mi madre. Ella era una gran partera. Intervino en casi todos los nacimientos de los brutos que pueblan esta miserable aldea.—-
—- ¿Por qué no os marcháis de aquí si tanto despreciáis este lugar y a su gente? Podrías ejercer como partera en alguna ciudad más importante y dejar de prostituiros.—- opiné, creyendo ayudarla.
—- ¿Y de qué viviría hasta que me hiciese de fama? Debería trabajar de ramera de todas formas y en las grandes ciudades hay meretrices más hermosas y de esbeltas figuras. Los pescadores de la aldea y los marinos ebrios no son demasiado exigentes y tampoco son tacaños.—- respondió satisfecha.
—- ¿Y el padre del niño?—- pregunté, imaginando que podía ser un cliente de paso.
—- Ese inmundo borracho murió hace mucho tiempo, bendito sea el pendenciero que lo mandó al otro mundo.—- respondió aliviada.
—- ¿Era vuestro marido?—- pregunté.
—- Ni amenazada de muerte me hubiese casado con esa bestia. Me violó antes de mis trece años.—- respondió, mientras revolvía el guisado de lentejas y pescado en una abollada marmita de cobre.
—- ¿Tenéis hijos?—- preguntó de forma casual.
—- Os dije que no quiero hablar de mi vida.—- respondí, molesto ante su insistencia por saber de mí.
—- Está bien. Os prometo que no volveré a preguntar.—- se disculpó.
—- Iré a buscar agua para la cena.—- dije, concluyendo la charla.
Luego de la comida me quedé durmiendo en el cuarto contiguo, haciendo compañía al niño mientras ella salía hacia la taberna.
A media noche me desperté pensando en Tausert, en Kai y en mi familia que estaría preocupada al no tener noticias de mí. Otra vez los sentimientos de culpa, los recuerdos penosos, mi conciencia atormentada. Me levanté y salí al frío de la noche para volver a la taberna a emborracharme, a pelear, a apostar por oro, trigo o pescado o lo que fuera que estuviese en juego, para finalmente terminar al alba donde fuese y como fuese. Si encontraba la muerte por ahí mucho mejor.
Día tras día, noche tras noche durante semanas, adormecía mi mente y apagaba mis recuerdos en la taberna hasta quedar sin sentido tendido en alguna calle, en la ribera o a la vera del camino con pordioseros y mendigos.
Una mañana de regreso a la casa de Menwi, borracho y maloliente, la encontré lavando la ropa en el río.
—- ¡Querida Menwi! ¿Cómo estáis?—- dije, vacilante, haciendo esfuerzos para mantener el equilibrio.
—- Apestas Shed, ve a bañaros. Ni los cerdos se os acercarían.—- dijo enfadada.
—- ¿Qué os ocurre mujer? ¿Os habéis acostado con pescadores más hediondos que yo y ahora os molesta que entre así a esa apestosa pocilga?—- hizo caso omiso a mi injustificada ofensa.
Dejó de lavar para mirarme pensativa.
—- ¿Porqué intentáis destruiros Shed? ¿Qué mal hicisteis que os castigáis de esa manera?—- preguntó, clavando un puñal en mi corazón…
—- ¿Quién demonios sois para juzgar mis actos?—- reaccioné violentamente, alterado por la bebida.
—- Se nota que sois un hombre instruido y de modales cortesanos, no comprendo que os comportéis como esos brutos que nunca tendrán la suerte de recibir educación.—- me reprendió como a un niño.
—- ¿Por qué me molestáis mujerzuela? ¿Estáis celosa porque me he acostado con todas vuestras amigas y todavía no lo hice con vos? ¿Queréis sexo ramera? Ven que te lo daré.—- hiriente y grosero, la tomé del brazo e intenté arrastrarla por la playa hacia la cabaña.
Logró levantarse y, soltándose de mi mano, me pegó un puñetazo en la quijada que me hizo perder el precario equilibrio que me mantenía en pié, para terminar cayéndome entre los pastizales.
—- Cerdo engreído. Os traté como a un amigo y, ¿me insultáis como si fuera basura?—- dijo, entristecida por mi maltrato.—- Sois como todos los hombres, necio y bueno para nada.—- dio media vuelta y se marchó.—- ¡Y no volváis a pisar mi casa!—- gritó, mientras se alejaba.
Menwi había sido muy buena conmigo y la había lastimado sin motivo. Pero no hice caso a sus protestas porque ni siquiera su amistad me importaba. Ya nada tenía valor para mí. Solo quería volver a beber sin pensar en el pasado ni en el futuro.
No sé cuanto habría pasado desde aquella tarde pues había perdido la noción del tiempo, y los días y las noches se sucedían sin tener en cuenta su transcurso.
Una noche mientras me encontraba bebiendo junto a un grupo de pescadores en una mesa de la taberna, sentí un jalón en mi pelo que me tiró del taburete y me arrastró hacia afuera.
—- ¡¿Qué demonios…?!.—- exclamé sorprendido.
No podía pararme y me dolía el cuero cabelludo, tanto que creía que me lo arrancarían. De pronto me soltaron el cabello y asiéndome de las muñecas me continuaron llevando hacia la ribera. A pesar de mi ebriedad, advertí que Menwi venía siguiéndonos. Creí que me atacaban para robarme el anillo de Tausert que era lo único de valor que me quedaba y que ella se vengaba por haberla insultado.
Maldiciendo y blasfemando contra mis agresores, fui llevado hasta el pequeño muelle desde donde me arrojaron a las frías aguas del Hep-ur en medio de la negrura nocturna. Las gélidas aguas me despabilaron de golpe quitándome la borrachera y alertándome al pensar que trataban de ahogarme.
Al salir flotando hacia la superficie, nadé hacia un costado de los pilotes, y alcé la vista hacia aquellos hombres, cuyas siluetas recortadas contra las luces de las antorchas no llegaba a distinguir.
Uno de ellos me estiró la mano para ayudarme a subir y no iba a asirla hasta que escuché su voz.
—- Shed, dadme la mano.—- el corazón se paró dentro de mi pecho al reconocer la voz de mi padre.
La vergüenza por abandonarlos sin dejar siquiera un mensaje, me hicieron sentir un cerdo desconsiderado e ingrato.
—- ¡Padre! ¡Maya!.—- exclamé al reconocerlos.
Me ayudaron a subir al entablado.
—- ¡¿Por qué nos hacéis padecer, Shed?!—- preguntó mi padre, con gran tristeza y enfado al mismo tiempo.
Mi padre me abrazó sollozando como si yo hubiese resucitado de mi tumba. Menwi se aproximó observándome con mirada admonitoria.
—- ¿Qué os proponéis estúpido muchacho?—- preguntó mi padre, con lágrimas en los ojos.—- ¿Es que no imaginasteis lo mucho que sufriríamos al no saber nada de vos? Os comportáis como un niño irresponsable.—- reprochó mi insensatez.
—- Padre… yo… vos no comprendéis el dolor que me quemaba las entrañas.—- no supe qué decir, como justificarme.
—- No puedo creer que os hayáis escapado de esa manera y que os ocultéis cobardemente, para evadiros de la realidad, despreciando el apoyo de los que os amamos.
¿Cuándo murió el gran guerrero del que aprendí a enfrentar los peligros de la batalla y los golpes de la vida? ¿Dónde está el sepulcro del gran héroe que salvó al Faraón y me infundió entereza y valor para recuperarme de la muerte de mi padre? Decídmelo para que lleve ofrendas a su tumba porque él era el ejemplo de hombre que me esforzaba por emular.—- me reprochó Maya.
—- Nunca quise ser referente de nadie.—- respondí, evadiendo la responsabilidad que ello significaba.
—- ¿Creéis que esa respuesta sirve de excusa para rebajaros a la condición de un beodo que deambule entre prostíbulos y tabernas hasta dejarse morir como un miserable vagabundo?—- dijo Maya, con la ruda sinceridad que lo caracterizaba.
—- ¡Quiero morir padre, la vida es mi peor condena porque no soporto más tener en mi conciencia el peso de ser culpable de la muerte de Tausert!—- respondí, llorando como un chiquillo.
—- No penséis en el dolor, porque el dolor os hace egoísta y no reparáis en el sufrimiento que provocáis a vuestra madre, transformándoos en un borracho, un mendigo que desperdicia su valiosa vida de forma penosa, por temor a afrontar la realidad.—- dijo mi padre.
—- Pensad en vuestro hijo, Shed.—- dijo Maya.
—- En él pienso todo el tiempo. ¿Cómo haré para poder mirarlo a los ojos y decirle la verdad de por qué murió su madre?—- pregunté, desconsolado.
—- ¿Creéis que se sentirá orgulloso cuando sepa que su padre lo abandonó para transformarse en un don nadie que duerme su embriaguez en cualquier lugar? Si lo que deseáis es morir hazlo de una vez y muere dignamente.—- dijo, entregándome su puñal.—- Vuestros padres cuidarán de Kai y, si ellos mueren yo me comprometo a adoptarlo y protegerlo como si fuese sangre de mi sangre pero, no sigáis con este martirio que destroza el corazón de los que os aman.—- dijo Maya.
—- Perdón, perdón por mi cobardía, perdón por mi estupidez, perdón por mi ingratitud, padre mío.—- dije cayendo de rodillas y quebrado en llanto ante Pentu.
Mi padre acarició mi cabeza cariñoso y emocionado.
Los estreché contra mi pecho conmovido, y al mismo tiempo, feliz de saber que aunque mi pena no pasara, ellos estarían siempre a mi lado para apoyarme.
Menwi lloraba tan conmovida como nosotros.
—- Gracias, Menwi.—- dijo mi padre, entregándole un pequeño saco con oro.
—- Yo no lo hice pensando en que me recompensaran.—- dijo negándose a recibirlo.
—- No lo toméis como un pago si no como un regalo por habernos ayudado a encontrar a mi hijo. Sin vos nunca lo hubiésemos logrado.—- respondió Pentu. Ella finalmente lo aceptó.
La abracé agradecido por haberme salvado de mí mismo.
Tomamos una barca y alejándonos del muelle, la vi desaparecer con la mano en alto despidiéndose de nosotros mientras avanzábamos río arriba rumbo a Waset.
Capítulo 12
"Mi despedida de Tausert y una nueva misión."
La familia festejó mi regreso llevando regalos a los dioses por haberlos escuchado en sus ruegos.
Cuán feliz estreché a mi pequeño retoño entre mis brazos, mimándolo y compensándolo por el tiempo que no lo arrullé en su cuna, que no velé por sus sueños, abandonándome a la nada y afanándome por mi propia destrucción.
Pasé la primera semana en Waset, descansando y recuperándome en el hogar de mis padres, hasta lograr mi restablecimiento, sabiendo que me resultaría sumamente difícil conseguirlo si permanecía en nuestra casa con tantos recuerdos de Tausert a mí alrededor.
—- ¿Mi suegra sabe de mis sospechas acerca de que la princesa Kina fue la responsable de la muerte de Tausert?—- pregunté a mi madre mientras ella preparaba la cena.
—- No, no lo sabe Shed. Decidimos que era mejor que no lo supiese, pensando que la haría sufrir más de lo que ya ha sufrido y que además podría provocar su rencor cargando las culpas en vos.—- respondió, Amunet.
—- ¿Y vosotros cómo supisteis de ello?—-
—- El visir hizo llamar a Pentu al sentirse preocupado por vuestra desaparición, luego del tercer día que no fuisteis a proseguir la traducción de unos documentos que él aguardaba con urgencia. Nos angustiamos mucho cuando comentó a Pentu que os veíais muy atormentado cuando le confiasteis que creíais que Kina había mandado a poner la serpiente en vuestra casa. Pensamos lo peor y la aflicción nos ocasionó muchas noches en vela. Os hicimos buscar por toda la ciudad y luego en los centros urbanos más importantes del país, incluida Mennufer a donde pensamos que podíais haber viajado para ver a Eset.—-
—- Realmente lamento mucho lo que habéis padecido, pero en aquel momento perdí la cordura y hasta llegué a pensar en asesinar a Kina con mis propias manos.—- respondí, recordando esos momentos de desesperación.—- pasado el tiempo ni siquiera estoy seguro de que ella sea la culpable.
—- Mientras estuvisteis ausente nos llegaron noticias que confirmaban vuestras sospechas y que por lo mismo nos alarmaron en extremo, pensando que podrían haberos asesinado.—- dijo Amunet como revelando un secreto que debería callar.
—- ¿De qué habláis madre?—- pregunté intrigado.—- ¿Cuáles noticias?—
—- No os debería estar diciendo esto. Vuestro padre me reprendería si supiese que os lo estoy contando.—- dijo en voz baja.
—- ¡Dime madre, por la gracia de Amón!—- requerí impaciente.
—- ¡Prometedme que no cometeréis otra locura!—- dijo mi madre, casi arrepentida al observar mi ansiedad.
—- Madre os juro por la vida de mi amado Kai que no haré nada de lo que pueda arrepentirme.—- le respondí, tranquilizándola.
—- Una de las esclavas de Ahset, Makale, fue apuñalada y murió durante un confuso episodio en el mercado de la ciudad fronteriza de Sunnu.—-
—- ¡Por los cuernos de Hathor, hizo perseguir a la muchacha hasta darle muerte!—- exclamé, azorado.
—- Debéis cuidaros de esa mujer, hijo mío. Es una asesina y está completamente endemoniada.—- dijo mi madre preocupada.
—- Si tuviese los medios para llegar a ella o quizás a Henu, su cómplice.—- le comenté, pensativo.
—- ¡Hijo mío, acabáis de jurarme que no haríais nada que pudiera volver a angustiarme! ¡No me deis más sustos por la piedad de Mut!—- dijo Amunet, juntando sus manos en señal de ruego.
—- No os preocupéis madre. No intentaré nada descabellado. —- respondí.
En realidad no creía que Henu fuera capaz de dejar la serpiente que mató a mi esposa, de otro modo, lo habría hecho pagar sus culpas. Sin embargo, a pesar de que conocía su avaricia y de que era un individuo sin escrúpulos, no tenía el coraje para asesinar a nadie.
Al saber de mi regreso, mi suegra sintió alivio de saber que me encontraba a salvo, yendo a visitarme.
—- Fui demasiado dura con vos y me arrepiento de mis dichos en vuestra contra, pues sois un buen hombre e hicisteis muy feliz a Tausert mientras fue vuestra esposa. Mi corazón se alegra de que estéis bien pues mi nieto os necesita y mi hija descansará su ka en el paraíso de Asar al saber que habéis regresado para honrar su memoria.—- dijo Lyna, disculpándose.
—- Lyna, mi amor por ella es verdadero y su recuerdo no se apagará, porque es mi promesa mantener por el resto de mis días su memoria viva en el corazón de nuestros descendientes, haciendo honor a su amor maternal, que la llevó a sacrificarse a si misma para salvar la vida de nuestro hijo.—- dije, besando las manos de la anciana.
—- Mis días se acaban, Shed. La enfermedad que me aqueja avanza día a día y siento flaquear mis fuerzas. La muerte de mi pequeña, disminuye aún más mis deseos de resistirme a la tumba que me llama hacia sus entrañas. Mi esposo yace en el reino de Asar desde hace mucho tiempo y ahora que mi hija ha partido para encontrarse con él, siento que ya nada me queda por hacer aquí.
Tenéis mi bendición y no existe resentimiento en mi corazón hacia vos. Por otra parte, sé que sois un buen padre y que amando como amas a Kai, no permitiréis que nada le falte, ni que nadie le haga daño.—- acentuó tan significativamente la última frase, que intuí que hacía alusión a lo de Kina.
No pude ocultar mi vergüenza y mi dolor ante sus ojos, arrodillándome delante de ella para suplicar su perdón.
—- No os culpo de nada, Shed, porque mi hija nunca lo hizo y considero que ya difícil carga debe ser llevar la pena que os causa su ausencia, para todavía agregar reproches a vuestro yugo.—- dijo, con voz calmada.
Su perdón fue un bálsamo para las heridas de mi alma, abiertas por el filo de mi conciencia.
Mientras estuve ausente, transcurrió el tiempo en que los restos de mi esposa fueran sometidos a la acción preservadora de las sales sagradas, que asegurarían la incorruptibilidad de su cuerpo para toda la eternidad.
Sus servicios fúnebres se cumplieron luego de los días estipulados por el ritual, al encontrarse en óptimas condiciones para su momificación. Sus exequias fueron trasladadas por las calles de Waset hacia la necrópolis, en un conmovedor cortejo funerario, ante las demostraciones de pesar de muchos pobladores que habían llegado a conocer y valorar la calidad humana de Tausert.
La ceremonia se desarrolló luego de que hubimos depositado su ataúd en el bello sarcófago de granito rosa que le hice esculpir.
Colocamos las ofrendas y se cantaron himnos de bienaventuranza para propiciar su exitoso viaje hacia el Duat, el reino de Asar en el paraíso eterno.
Antes de abandonar la necrópolis con el resto de la familia, les pedí que me dejaran solo para despedirme de mi esposa.
—- Querida Tausert, os entrego estas palabras de mi alma, como un humilde y último tributo al valioso amor con que halagasteis a mi indigno ser:
Venid lúgubre ave de la noche en pos de mí, llevadme en vuestras negras alas a su encuentro, porque sin ella, mis venas ya no llevan sangre sino lodo y mi corazón no late, sino que se convulsiona de amargura ante su falta. Aborrezco mi juventud que ha marchitado con su partida, deseando en alma y vida la prematura vejez de mi aliento, cansado de lamentar su ausencia, que me acerque a la tumba para volver a sus brazos.
Sin sentido es la belleza del alba que es oscura penumbra a mis pupilas y, sin su calor, el lecho cómplice de nuestro amor, no es sino matas y espinas heladas por la escarcha.
Mi amor, cizañas y malas hierbas son las amapolas y los nenúfares, comparadas con la primorosa flor que guarda vuestro sepulcro.
La batalla y el entrechocar de armas no me traerá temor por la espada del guerrero o la saeta del arquero, porque la lanza de mi enemigo atravesando mi cuerpo, solo sería un consuelo o una bendición que terminaría con la vana existencia del estar pero no ser, como es bueno el rayo de tormenta calcinando el árbol seco que yergue su estéril presencia hacia la luz que ya no puede aprovechar, tendiendo sus muertas raíces hacia el agua que ya no puede absorber.
Amada mía, sin vos soy un espectro que arrastra su osamenta, la mera sombra de un hombre al que le han robado el espíritu y profanado el ka.
El trino de las aves no es sino un grotesco gorjeo de buitres que hacen carroña de mi triste silencio que os añora.
Ni la cándida mirada de nuestro pequeño hijo, puede hacerme feliz siquiera un instante pues, en su carita, dibuja tu tierna sonrisa que os devuelve a mí.
Y no es que tiemble el puñal en mi mano para abrir mi carne y terminar con este inútil devenir, con este despertar cada día sin realmente vivir, transcurriendo, sin motivos para continuar, con esta absurda agonía de simplemente permanecer hasta que la muerte se apiade de mí, no, no es miedo a morir porque estoy muerto, mas, en mi egoísta deseo de no ser, ¿tengo derecho de quitar a mi vástago el padre, después de haberle arrebatado a su madre?
Solo él me ata a este mundo vacío de motivaciones, carente de atractivos, lleno de excusas para huir de él, cuando en el más allá me esperáis vos, mi amada esposa, que en vuestra infinita bondad, ya habréis perdonado mi culpa y lavado mi falta con el sacrificio de vuestra inocencia.
Mi pecado agiganta mi pesar pues, no solo lloro vuestra pérdida sino que llevo como un yugo en mi alma el ser responsable de vuestra muerte. El dolor de no teneros me lastima y la soledad en que deambulo como un fantasma sin descanso me tortura, empero, la carga que me agobia como un lastre en el cuello, es la de saberme causante de que hoy moréis en donde yo debería estar pagando mis maldades.
Mi memoria me desgarra en interminables noches de vigilia como el reo esperando el momento de su ejecución, como la víctima en el altar aguardando ser inmolada pero, mi desesperanza no está en el desenlace, sino en el lento paso del tiempo que no termina con mis huesos, que no agota mis entrañas, que se niega a concluir con mi condena de seguir viviendo.
En el silencioso ambiente de la necrópolis desierta y con el viento del norte como única compañía, abandoné el lugar sagrado bajo los rojizos reflejos del ocaso.
Días después de reintegrado a mi tareas, me rebeló mi amigo Amenemheb, la intención del Faraón de lanzar una expedición en territorio asiático, proyectada para el próximo año, de la que yo debería formar parte como miembro del cuerpo de intérpretes que acompañaría la vanguardia de las tropas.
A la semana siguiente de aquel comentario, me llamó la atención una notificación que me llegó, cuyo contenido hacía referencia a la reunión a la que se me citaba, que presidiría Tutmés, con cierto carácter de confidencial y urgente. No entendía el motivo de mi participación en la misma, teniendo en cuenta que tras mi desaparición fui relevado de mis obligaciones en las labores diplomáticas por mis superiores, delegándome el propio canciller, solo las tareas y documentación de carácter administrativos.
Aquella noche, fuimos convocados al salón central, un reducido número de funcionarios y los principales representantes del ejército y la flota.
Neferhor, que allí se encontraba esperando con los demás y acompañado por su hijo, me observó con fastidio aunque sin hacer ningún comentario. Era obvio que le molestaba mi presencia pero no tenía otra opción que aceptarlo pues, significaba que era el soberano quién había ordenado mi presencia.
Al ingresar al recinto, nos sorprendió a todos encontrar a Tutmés acompañado por el visir y por un sacerdote del clero de Ra, sentado en la cabecera de la gran mesa de ébano, revisando una serie de documentos que se hallaban desplegados en aparente desorden.
—- Señores, —- dijo Tutmés, sin preámbulos, levantando la vista hacia nosotros en el momento en que ingresábamos.—- os he reunido esta noche para tratar los temas relacionados a la expedición que planeo ejecutar luego de la fiesta de Opet del próximo año. Venid, en torno a la mesa que voy a plantearos mi estrategia, necesitando de vosotros ciertos datos que serán de vital importancia para la consecución de la misma.—- hizo una breve pausa, esperando que todos se ubicasen en sus lugares habituales.
—- Después de haber afianzado la hegemonía de Kemet sobre los territorios de Retenu, ha llegado el momento de expandir nuestro dominio, teniendo en cuenta que la situación política actual entre las naciones del norte, es favorable a nuestros intereses.—- reflexionó, observando los rostros atentos de sus interlocutores.—- Señor canciller, os pido que expongáis a modo informativo y de forma escueta, los hechos acaecidos en el último mes entre las potencias imperiales del norte, para que tengamos una visión clara de la situación.—-
Neferhor hizo una reverencia hacia el soberano asintiendo a su pedido.
—- Hemos recibido noticias de que a la muerte del rey Khantilli del reino de Khatti, su vecino Parsatatar, el soberano de las tribus hurritas de Naharín, desconoció al heredero real Zidanta II, aduciendo que el trono del país de los hititas, correspondía al primogénito de la hija mayor del difunto monarca, casada, con motivo de una alianza de paz entre los dos reinos, con el heredero al trono de Naharín, el príncipe Saushsatar, su propio hijo, por lo que declaró usurpador a Zidanta y con esta excusa invadió el territorio oriental del reino de Khatti.
Zidanta II apoyado por la mayoría de los líderes tribales de los hititas, enfurecidos por el oportunismo y la actitud traicionera de su, hasta entonces aliado, estableció una coalición con su rival, el monarca Palliya de Kizzuwatna al hacerle notar las terribles consecuencias que tendría para ambos seguir luchando entre sí mientras Parsatatar, ávido de más territorios, esperaba que se debilitasen mutuamente para luego caerles encima con todo el poder de sus ejércitos. Para reforzar su unión convencieron al rey Idrimi de Alalakh de que se sumase a la coalición para enfrentar a Naharín, a cambio de la total exención de impuestos sobre las caravanas comerciales procedentes de su reino hacia Khatti y hacia la isla de Alashiya bajo dominio hitita, más el libre tránsito de productos de intercambio a través del reino de Kizzuwatna.
Tan grandes ventajas convencieron a Idrimi de respaldar a Zidanta y Palliya en su confrontación contra Naharín trayéndole a nuestro enemigo graves problemas a los que se ha sumado el reciente levantamiento del carismático caudillo Ashshurbel de las tribus rebeldes de Assur, que tiene convulsionada la región oriental del reino hurrita.
Se podría decir que los gobernantes del país de Kharu, Djahi y de las ciudades costeras de Khinakhny como los príncipes de Biblos, Sidón y otros, se encuentran virtualmente librados a su suerte debido a que el rey Parsatatar tiene demasiados problemas como para prestarles apoyo frente a una avanzada de nuestras huestes.
Karaindash del reino de Karduniash, seguramente contribuirá con el monarca hurrita para sofocar a los rebeldes del líder Ashshurbel, pues tampoco le conviene el resurgimiento de sus acérrimos rivales de Assur.
Por otro lado y aunque no tenemos informes precisos al respecto, quedan pocas dudas de que los líderes del Pankhu, el consejo de sabios ancianos que dirige los destinos de la escindida nación hurrita que aborreció los crímenes de Parsatatar para llegar al trono, brindará su ayuda a sus hermanos de Naharín.—- concluyó Neferhor, para luego retirarse.
—- De esta manera, —- dijo Tutmés.—- vemos que el equilibrio de fuerzas se encuentra estable y que nuestra intervención en el conflicto, resultaría muy provechosa para nuestras pretensiones sobre el indefenso país de Djahi y Khinakhny.
El propio Zidanta II nos ha abierto el camino al enviarnos su solicitud de apoyo, ofreciéndonos la total neutralidad de su armada para con nuestra flota, de modo que podamos atacar por mar las ciudades de Khinakhny a cambio del envío de cereales.
Obviamente, el plan que les pasaré a describir no deben revelarlo a nadie bajo ningún concepto. Conociendo estos detalles veamos cuáles serán nuestros objetivos.—- dijo, desplegando un mapa trazado sobre papiro.—- Ante la situación de desamparo de los príncipes de Khinakhny atacaremos las ciudades costeras del país con un desembarco masivo sobre la ciudad de Sidón, para luego cerrar nuestro cerco sobre Tiro.—- dijo, observando los rostros como si buscara alguna respuesta.
Su actitud era diferente a la que mostraba en la planificación de otras maniobras. Había algo extraño en su mirada, una sombra de desconfianza en quienes lo rodeábamos.
—- Las tropas del ejército de Amón avanzarán desde Meggido a través de la cadena de montañas mientras que el ejército de Ptah tomará la vanguardia del ataque cayendo por sorpresa desde el sur llegando por la región costera.—- respondió sin hacer más comentarios.
Lo conocía demasiado para no darme cuenta que Tutmés se traía algo entre manos.
Su estrategia carecía de la audacia que lo caracterizaba, limitándose a movimientos seguros basados en un desplazamiento de tropas que tomarían los objetivos gracias al número de efectivos empleados.
¿Había perdido Tutmés la osadía que siempre lo llevó a obtener rutilantes triunfos?, ¿se estaba volviendo viejo y conservador, haciendo hincapié en asegurar terreno para afianzar sus dominios lenta y progresivamente? Me resultaba difícil creerlo.
No puso énfasis en ningún aspecto de la campaña que pudiese asegurar la victoria, no mostró el entusiasmo contagioso que siempre trasmitía a sus altos oficiales y tampoco evidenció satisfacción por el plan que su ingenio había creado.
Todos se limitaron a asentir esperando más instrucciones sobre las tareas que se llevarían a cabo para poner en marcha una operación militar de semejante envergadura.
—- Partiremos de Kemet el próximo año, un mes después de concluida la festividad de Opet.—- continuó diciendo.—- Idenu Nebka os encomiendo la tarea de dirigir una expedición hacia las tierras al sur de la sexta catarata en busca de madera de los bosques tropicales dirigida a la fabricación de sesenta naves de gran calado para reforzar la flota marítima y trescientos carros de combate. Comenzad el preparativo mañana mismo. Poned en conocimiento del visir y por escrito todo lo que preciséis para la organización de la misma.
General Uneg tendréis a vuestro cargo el alistamiento de las milicias mercenarias que harán falta para reemplazar las huestes del Delta destacadas entre los cuadros que se sumarán a la escuadra naval.
Por otra parte he enviado a mis arquitectos para que colaboren en la culminación de las obras de engrandecimiento del puerto de Perunefer para albergar la flota que pondremos en marcha rumbo al Gran verde.
¿Alguno de vosotros tiene alguna pregunta para formular?—- preguntó, observando a todo el grupo.
El portaestandarte Kau levantó su mano solicitando intervenir.
—- ¿Qué deseáis saber?—- inquirió Tutmés.
—- ¿Serán suficientes las reservas de metal para la fabricación de armas, y piezas de los carros?—- era una cuestión importante que no había sido mencionada por el monarca.
—- Hay más de ocho mil hombres trabajando desde hace dos meses en las minas del Sinaí para engrosar los depósitos de cobre con que cuenta Mennufer. Justamente vuestra pregunta me hizo recordar un punto que me olvidaba. La fundición de la capital del norte trabaja día y noche desde hace semanas aumentando el arsenal para armar nuestros ejércitos en vistas a esta campaña.—- la respuesta del Faraón fue concluyente.
—- General Mineptah.—- dijo dirigiendo la mirada hacia el jefe de carros del ejército de Ptah.—- Mañana saldréis en la nave que se dirige al norte con la misión de controlar la fabricación de las partes necesarias para el ensamblaje de los carros de combate a ser empleados en la próxima expedición, ya que la velocidad de ataque será factor vital para conseguir el éxito, empleando la estrategia de combate que he planeado.—- expresó Tutmés.
—- ¿Algo más que aclarar?—- dijo el Faraón.
Nadie más tuvo alguna pregunta que formular por lo que Tutmés dio por finalizada la reunión.
Cuando regresaba a casa montado en mi caballo, advertí que dos hombres me seguían en un carro de combate. Cauteloso, decidí desviar mi ruta hacia el mercado, cuya actividad había menguado al mínimo durante la noche, de modo que pudiese perderme en las callejuelas oscuras para sorprender a mis perseguidores. En un sector atestado de tiendas entre la fuente y la avenida que conducía al puerto, me apeé del potro y lo escondí detrás de un muro de adobe.
Uno de ellos bajó del carro y me buscó entre los tenderetes. Salí por detrás de él y tomándolo por sorpresa le torcí el brazo derecho por detrás de la espalda, inmovilizándolo con mi otro brazo en su cuello.
—- ¡¿Por qué me seguís?! ¡Hablad!. —- lo amenacé apretando demasiado su garganta.
—- ¡Mi señor, no le hagáis daño! ¡Venimos de parte del visir!—- gritó el otro, alarmado.
Lo solté al ver que ninguno de ellos llevaba armas en sus manos. Tampoco intentaron desenvainar las espadas que colgaban de sus cinturas.
—- Acabo de estar con el visir y no parecía interesado en hablar conmigo. ¡¿Por qué habría de creeros?!—- dije, aun desconfiado.
—- Os lo juro. Somos integrantes de la custodia personal de Rekhmyre. Mi señor nos ha encomendado que os entreguemos este mensaje.—- dijo, dándose a conocer.
—- Acercaos a la luz que no os veo.—- era verdad, lo había visto antes acompañando al visir.
Dejé libre a su compañero el que quedó algo dolorido por mi maltrato, y abrí el rollo de papiro lacrado que me extendió.
Reconocí la escritura de Rekhmyre y su sello oficial. Me solicitaba una entrevista secreta en su residencia para aquella misma noche.
—- Mi señor Rekhmyre quiere platicar con vos. Nos ha ordenado que os escoltemos hasta su villa.—- dijo, con tímido respeto.
Accedí a la petición del visir teniendo en cuenta la urgencia del tema a tratar, según sus propias palabras.
Fui conducido hacia la residencia a través de un sendero al borde del desierto, que recorría el este de la ciudad de norte a sur. La luna menguante apenas se veía y el firmamento nublado que se agitaba con el viento amenazaba con algún posible chaparrón. El aire olía a margaritas silvestres en aquel camino poco transitado. Constituía la mejor opción para llegar; una ruta poco empleada para evitar que alguien nos viese.
Ya en la residencia, fui conducido a la sala principal de la mansión, a los efectos de responder a sus requerimientos.
Luego de esperar unos instantes en la antesala, un sirviente me hizo ingresar a donde se encontraba el anciano funcionario, acompañado por un escriba, sentado con un papiro sobre el cual redactaba el dictado del jefe de la administración.
—- Dejadnos solos.—- ordenó Rekhmyre.
El visir hizo silencio hasta que estuvo seguro de que nadie podía escuchar lo que hablábamos.
—- Shed, el Faraón me ha pedido que hable con vos de un asunto sumamente delicado que le preocupa grandemente. Justamente no quiere tratarlo directamente para que no se sospeche acerca de ello.—- expresó el visir.
Aguardé atento sus palabras sin imaginar de qué se trataba. Rekhmyre hizo una pausa para tomar aliento. Su salud no era la misma que hace un par de años atrás y claramente se notaba el deterioro de sus capacidades.
—- Mi señor Tutmés os necesita para llevar a cabo una investigación. El propósito de la misma, es descubrir al traidor que está divulgando información confidencial, cuyo contenido, es fundamental para el éxito de Kemet en la lucha contra el imperio de Naharín y sus aliados.—- lo miré sorprendido sin saber de qué me estaba hablando.
—- Sí Shed, como lo escucháis, alguien de entre los personajes que se encontraban en la reunión de anoche, debe estar vendiendo información secreta al enemigo. Dos embarques de trigo y cebada dirigidos uno hacia Alashiya y otro hacia las costas de Kizzuwatna fueron interceptados por flotas amorreas aliadas de Naharín. La pérdida del primer cargamento la creímos casual, imaginando que una patrulla enemiga había dado de manera fortuita con nuestras naves, pero el segundo envío fue emboscado por una flota cuantiosa que sabía la ruta que seguirían los barcos cargueros y el número de naves que los escoltaban.
—- ¿Y por qué el Faraón confía en mí?—- pregunté curioso.
—- Porque ambos cargamentos se perdieron durante vuestra ausencia, por lo que sois el único de entre los funcionarios de palacio que no tuvo la oportunidad de entregar la información acerca de los pormenores de ambos envíos.—- respondió.
—- Por cierto, ¿si la información hubiese sido divulgada por los funcionarios de Mennufer?—- pregunté entreviendo esa posibilidad.
—- Los capitanes que comandaban ambas flotas recibieron órdenes escritas redactadas en Waset sin intervención de funcionarios de Mennufer y tampoco podemos desconfiar de ellos porque uno fue tomado prisionero y el otro murió defendiendo la carga.—- concluyó el visir.
—- ¿Puedo suponer entonces que el plan que describió el Faraón es falso, y que trata de engañar a nuestros enemigos utilizando al propio espía para transmitir informaciones erróneas?—- especulé.
—- Tenéis toda la razón, Shed. Al mismo tiempo, dicha información servirá de señuelo para atrapar al traidor, al que aprehenderemos luego de que haya transmitido la información falsa.—- explicó, Rekhmyre.
—- No será fácil descubrirlo. Tal vez, esté transmitiendo la información en este instante.—- reflexioné.
—- No creemos que se arriesgue a comunicar la información inmediatamente. De todas formas el Faraón ya ha ordenado la formación de un grupo de hombres que os secundará en la investigación.—- dijo Rekhmyre.
—- Prefiero elegir yo mismo a la gente que me ayude a vigilar a los sospechosos. Además, pongo como condición para aceptar la misión, que sus integrantes actúen bajo mis órdenes directas sin intervención de terceros. El jefe del grupo será el joven oficial Maya del ejército de Amón. Sepárelo de sus funciones con alguna buena excusa para que nadie sospeche de nuestras actividades. Entre él y yo, decidiremos el resto de los integrantes. Salvo el Faraón, nadie, sin excepción debe conocer la existencia de nuestro grupo, en primer término por la seguridad de sus integrantes y en segundo término, para el éxito de la investigación.—- expliqué.
—- Comprendo vuestros recaudos Shed, pero no sé si el Faraón accederá a todas vuestras exigencias.—- advirtió Rekhmyre.
—- No tiene opciones, pues lo haremos de esa manera o no lo haremos de ninguna. El que traiciona al Faraón sabe que se juega la vida, de modo que quien sea no dudará en matar si sabe que fue descubierto. No me arriesgaré a que asesinen a mi gente.—- respondí intransigente.
—- Supongo que Tutmés no pondrá objeciones pero debo confirmar mañana su respuesta.—- dijo Rekhmyre.—- De todas maneras os solicito que iniciéis la investigación mañana mismo.
—- Esperaré que me hagáis llegar la respuesta del soberano a mi lugar de trabajo en la sala de escribas a través de un mensajero de palacio como si se tratara de algo intrascendente para no despertar suspicacias. Desde ahora, no volveremos a encontrarnos en las estancias de palacio sino que yo os buscaré cuando tenga novedades que informar.—- dije, despidiéndome del alto funcionario.
Me reuní con Maya la mañana siguiente para informarlo de la misión que el Faraón nos había encomendado.
—- ¿De quién sospecháis, Shed?—- preguntó Maya, mientras nos dirigíamos a casa para planificar nuestro trabajo.
—- Puede ser cualquiera de ellos o quizás sea más de uno, no es fácil saberlo. De todos modos debemos actuar como si todos fueran culpables para luego ir descartando posibilidades de acuerdo a como se presenten las evidencias.—- dije.—- ¿Ya tenéis pensado a quienes vamos a reclutar para que colaboren con nosotros?
—- No tengo todos los nombres pero ya he pensado en tres personas confiables que nos pueden ser muy útiles en nuestra labor.—- respondió Maya.
—- Os escucho.—-
—- El primero en quien pensé es Kemy, el mayor de mis hermanos, es fuerte y cauto.
El segundo es nuestro amigo Wadj que como oficial del ejército puede mezclarse entre los de mayor grado sin que desconfíen de él.—- asentí con total acuerdo sabiendo que era un hombre confiable.
—- El tercero es mi hermano Ta’a . . . —- continuó.
—- No creo que sea conveniente involucrarlo en este asunto. Ta’a es casi un niño.—- le interrumpí considerando que era demasiado joven para la peligrosa tarea.
—- Ta’a es muy astuto y sabe cuidarse solo, trabaja en el mercado de abarrotes y conoce a mercaderes y marinos. Sin embargo, lo reemplazaré si pudiese existir algún riesgo para él.—- respondió Maya, confiando en la capacidad de su joven hermano.
—- Quién es el otro.—- pregunté.
—- Una mujer.—- respondió.—- Su nombre es O’my, es una muchacha nehesi, que fue esclava y a la que su amo le cortó la mano por robarle pan estando hambrienta. Sobrevivió a su herida y desechada por su dueño, quedó desamparada en las calles de Waset, mendigando para vivir. Mi familia la ayuda con ropa y la alimenta desde hace años.—- explicó Maya.
—- ¿Y de qué manera creéis que podría sernos de provecho?—- pregunté.
—- Conoce cada rincón de la ciudad y por su condición de indigente pasa inadvertida. Podría husmear sin que nadie sospechara.—-
—- Tenéis razón, no lo había pensado.—- respondí.
—- Y vos, ¿en quién habéis pensado para que colabore con la investigación?—- preguntó Maya.
—- Cuento con la ayuda de un hombre fiel a Tutmés, como es el mercader Gamartu y estuve pensando en traer Menwi, la muchacha que conociste en la aldea a la que fueron a buscarme vos y mi padre.—- respondí.
—- La recuerdo.—- preguntó sorprendido.
—- Sí. Podría serme útil introduciéndola en el ambiente de los prostíbulos ya que el general Sipar es afecto a las meretrices y ya sabéis lo que se dice: "El hombre confiesa en la alcoba lo que no se atrevería a contarle a su padre".—- comenté según un conocido refrán de mi tierra.
—- Aún nos faltan al menos dos colaboradores más para vigilar al resto de los sospechosos.—- dijo Maya.
—- Esta madrugada estuve investigando algunos datos y por lo que averigüé, ya podemos eliminar a dos hombres de la lista de sospechosos. Uno de ellos es el general Uneg. Es un hombre rico de noble cuna estimado por el Faraón que no necesita del oro con que podrían comprar su lealtad y no existen motivos para que pudiésemos pensar que es extorsionado. Lleva una vida feliz con su familia tiene varias esposas, es normal en cuanto a sus inclinaciones sexuales y nunca se lo ha visto frecuentando el harén, ni ha sido descubierto en situaciones comprometedoras o que puedan despertar desconfianza. Se diría que si alguien debe ser eximido de sospecha ese es Uneg.—- respondí convencido de que no podía ser el traidor.
—- ¿Quién es el otro?—- preguntó Maya.
—- Neferty, es el comandante de carros del delta oriental. El propio Rekhmyre me transmitió esta madrugada cuando llegaba a la residencia que recordó que el comandante no había asistido a la reunión en que se mencionó el envío del segundo cargamento de cereal rumbo a Khatti, pues estaba entrenando los nuevos cuerpos de combate entre las guarniciones fronterizas en Hut-Waret. Son buenas noticias que facilitan nuestra tarea.—- respondí.
—- Yo desconfiaba de él antes que de cualquier otro. Es un sujeto hosco que da la impresión de ser malvado.—- juzgó Maya.
—- Es un buen hombre pero su corazón sufre gran dolor porque tiene un hijo endemoniado, al que lo mantienen encerrado por su agresividad y apariencia bestial.—- expliqué.—- Del que desconfío antes que de los otros es del Idenu Kau. Se rumorea que es homosexual y aunque nadie puede afirmar tal hecho ya que tiene una concubina, podría estar siendo extorsionado por ese motivo. Nunca olvidaré la historia de Shomu mi compañero de la custodia de Tutmés, antes de recuperar la corona.—- reflexioné recordando los tristes sucesos.—- Dejaremos que O’my lo vigile.
—- ¿Cuándo haréis venir a la muchacha de la aldea… cuál era su nombre?—- preguntó Maya tratando de recordarlo.
—- Menwi.—- respondí.—- Ve ha buscarla de mi parte y dile que le proporcionaré un techo y que no le faltará comida para su hijo.—-
—- Yo iba a seguir los pasos del idenu Nebka.—- respondió Maya.
—- Yo mismo lo seguiré. Tu busca a Menwi que puede ayudarnos mucho a recoger datos sobre Sipar el jefe de la flota del delta.—- comenté.—- Estuvo en todas las reuniones previas y no sabemos casi nada de él. Se dice que frecuenta todas las casas de placer de la ciudad y lleva mujeres a su residencia en las afueras de Waset. Tal vez alguna de ellas sea su contacto con los mensajeros que llevan nuestros secretos al enemigo.—- especulé sin verdaderos argumentos en qué basarme.
Asignados los personajes que serían vigilados por cada uno de los integrantes del grupo, me dediqué desde esa misma tarde a observar las actividades de Nebka.
Como un buitre revoloteando sobre su víctima, observé a mi presa desde que salió de su villa, situada en los fértiles suburbios al sur de la capital, entre las residencias de los nobles más poderosos de la metrópoli, antes de que los primeros fulgores de Ra diseminarán sus reflejos escarlatas sobre el firmamento oriental.
Pasó su jornada atareado en la planificación de la expedición dirigida a la búsqueda de la materia prima de los bosques tropicales, que proporcionaría madera suficiente para armar una poderosa flota, a fin de alcanzar los ambiciosos objetivos que había trazado el soberano. Yendo y viniendo entre la residencia palaciega, los talleres reales, el puerto y las barracas, reclutando mano de obra, herramientas y demás recursos para poner en marcha la campaña.
Al final de la tarde, cuando las penumbras del ocaso se deslizaban sigilosamente sobre el valle y luego de un día realmente agotador, divisé a Nebka entre su gente, despidiendo a todos, no sin antes recordarles que debían estar prestos para reiniciar las labores al día siguiente, antes que despuntara la barca de Amón-Ra.
Sin haber obrado de manera extraña en ningún momento y descubriendo en él a un funcionario responsable y laborioso, creí que no debía ser Nebka el intrigante y traidor que entregaba al enemigo los secretos más preciados del alto mando de su majestad. Sin embargo, era demasiado prematuro absolverlo de culpa con tan pocas evidencias en su favor. Debía controlar sus actividades incluso durante las horas que los dioses han destinado para el descanso del hombre, sabiendo que la oscuridad da cobijo a los injustos y a los impíos, que creyéndose impunes entre las sombras, desarrollan sus actos inicuos como los murciélagos despliegan sus alados miembros en la noche.
Dejó la residencia real sin su secretario a quien había ordenado retirarse momentos antes. Lo propio hizo con sus esclavos, los que dejaron las instalaciones palaciegas llevándose la litera de su amo. Como un ladrón al acecho, se escabulló de los sectores más transitados de palacio, ocultándose de las miradas, en busca de los jardines y aún más allá, hacia los bosquecillos de palmeras que llevaban a los establos, en donde lo esperaba un sirviente con un carro tirado por dos corceles, dispuesto para que abandonase el lugar por los fondos, atravesando la espesura del cañaveral hacia el exterior.
Tuve que salir rápidamente de la residencia y montar mi potro, dando un largo rodeo a la residencia sabiendo que de no actuar con celeridad perdería el rastro.
Su actitud resultaba sumamente sospechosa y no podía tener otra razón para tal comportamiento que ocultar un secreto. Quizás había encontrado lo que buscaba. Tal vez me hallaba tras los pasos del traidor.
Entusiasmado por la posibilidad de lograr el difícil objetivo encomendado por Tutmés, cabalgué a todo galope cubriendo la gran distancia que me separaba de Nebka.
La nube de polvo levantada por el veloz tránsito del vehículo de ruedas, me permitió descubrir la rauda fuga del funcionario atravesando las desoladas calles de la capital, más allá de los muros del complejo de templos.
Lo seguí a distancia prudencial evitando ponerme en evidencia; Nebka empero, llevaba tanta prisa que no se hubiese percatado de mi presencia aún cabalgando junto a él.
Llegó a la ribera en donde dormían sobre la playa un grupo de barqueros. Despertó al que más cerca se encontraba del sendero en que dejó el carro, para que lo transportara hacia la otra orilla.
Detuve mi marcha y esperé a que se alejara de la costa para hacer lo propio en otra barca.
La noche era agradable, atemperada por la brisa que se derramaba sobre el valle como una bendición de frescor luego del intenso calor diurno.
La diosa del cielo en su faz creciente, jugaba a las escondidas entre las nubes que se debatían en el viento, dibujando animales y objetos, caras y cuerpos, dioses y demonios, sobre el negro firmamento, como un pintor ebrio creando imágenes sin sentido, surgidas de alguna prolífica borrachera.
Alternativamente encontraba y perdía a Nebka en las penumbras creadas por los oscurecimientos nubosos, a punto tal que casi me pongo en evidencia cuando por temor a perderlo de vista me acerqué demasiado al lugar en que su barca había abordado la playa occidental.
No me descubrió de pura casualidad, porque se encontraba tan absorto en sus pensamientos, que el mundo a su alrededor se esfumaba a su paso, al encuentro de lo que con tanta avidez iba a buscar.
El pequeño embarcadero, se encontraba emplazado sobre un promontorio de modestas dimensiones que interrumpiendo la playa, daba acceso a los campos que se extendían entre la ribera y las colinas occidentales, al sur de Waset.
Nebka tomó una tea encendida de los pilares que formaban la entrada de la propiedad y ascendiendo por el barranco, enfiló hacia los sembradíos. Del otro lado a través de los árboles, se podía observar entre el follaje la luminosidad proveniente de antorchas.
Abriéndose paso entre los campos de escanda, llegó al límite de los terrenos de siembra para adentrarse luego hacia una arboleda de sauces y acacias. La paja recién cortada despedía su perfumado y característico aroma a medida que transitaba agazapado el surco dejado por Nebka.
Me alejé del sendero flanqueado de azufaifos, por el que ingresó el funcionario hacia un cenador en donde se reuniría con alguien que ya lo estaba esperando. Encontré reparo en un grupo de tamarindos que me permitían husmear por entre sus ramas la sita secreta.
Un par de esclavas nehesi sostenían las antorchas apartadas algunos codos del lugar en que se encontraban sentados platicando el funcionario con su misterioso interlocutor.
Estaba demasiado lejos para poder escuchar la conversación y la ubicación tomada por Nebka me impedía ver quién lo acompañaba. Con sigilo me deslicé tratando de ver al personaje que ocultaba su rostro bajo una túnica con capucha. La insuficiente luz del lugar tampoco era propicia para espiar su identidad. Acianos y anémonas embellecían los canteros que los rodeaban, de los que Nebka cortó un capullo para regalarlo a su acompañante que lo recibió aspirando su fragancia. Debía ser una mujer pero ni de eso podía estar seguro.
Se alejaron aún más hacia la cobertura vegetal bajo las palmeras que rodeaban una especie de establo en la intimidad del bosquecillo.
Nebka tomó una de las teas y abrazado a ella (su andar y maneras eran de una mujer) ingresó al lugar en busca de mayor intimidad ordenando a sus esclavas que los esperaran cerca de la playa.
Debía acercarme más para poder ver el rostro de la mujer de modo que pudiese reconocerla luego.
Busqué un acceso a través del cual pudiese ver hacia adentro. Encendieron una lámpara de aceite dentro de la casilla y a través de la ventana el resplandor del pabilo me permitió posicionarme para observarlos. No era correcto espiarlos en sus actos íntimos, pero debía descubrir la identidad de la acompañante antes de que transcurriera la madrugada.
Sus siluetas a contra luz se unieron en un beso ardiente de sensualidad creciente. Él le apartó la capucha para luego sacarle la túnica por encima de su cabeza, apartándose de ella un instante para verla desnuda y disfrutar de la belleza con que sus armoniosas formas lo deleitaban.
Quedé estupefacto cuando la tímida luz de la lámpara, iluminó su rostro y reconocí a la amante del funcionario. Comprendí el por qué de tantas reservas, de tanto secreto. Las razones para ocultar la relación no provenían de oscuros motivos atribuibles a la entrega de datos e información al enemigo, sino a un vínculo amoroso que los comprometía peligrosamente.
La mujer que acompañaba a Nebka era la bella Kebhet, la esposa de Mineptah, el máximo jefe de los carros del ejército de Ptah, que había salido aquella misma mañana rumbo a Mennufer.
Mineptah era un hombre irascible e impulsivo que no dudaría en asesinarlos a ambos si llegaba a descubrir su relación. Era lógico que buscasen la mayor privacidad que pudieran proporcionarse.
Si bien no era moralmente aceptable su vínculo, yo no era quién para juzgarlos teniendo en consideración que yo había cometido la misma falta.
Consideré conveniente abandonar el lugar tal como había llegado.
Por accidente, cuando me alejaba del sitio, pisé unas ramas secas que no advertí en la oscuridad. El sonido que produjeron al quebrarse bajo mi peso, delataron mi presencia.
—- ¡¿Quién anda ahí?!—- gritó Nebka, saliendo nervioso del establo con la antorcha en una mano y su espada en la otra.
Permanecí inmóvil por un instante, suponiendo que no llegaría a verme entre los arbustos, pero mi faldellín blanco me puso en evidencia.
—- ¡No escapéis cobarde! ¡Os cortaré en mil pedazos antes que dejaros ir!—- exclamó corriendo hacia el cantero de los ranúnculos para interceptar mi huida.
Viendo que no podría evitar su acometida, intenté tranquilizarlo, disuadiéndolo de atacarme.
—- ¡Calmaos, no voy a delataros!—- dije.
—- ¡Por supuesto que no lo harás, porque no saldrás vivo de aquí!—- gritó descontrolado.
—- Escuchad lo que os diré.—- dije tratando de platicar con él.—- No es lo que pensáis. No me importa vuestra relación adúltera…—- me interrumpió, furioso.
—- ¡¿Venís a espiarnos y me decís que no os importa nuestro romance?! ¡¿Creéis que soy estúpido?!—- respondió enfurecido.—- ¡Preparaos para liberar vuestro ka al viento!—- dijo amenazándome de muerte.
—- ¡Matadlo Nebka o mi marido nos matará a ambos!—- gritó Kebhet cubriendo su desnudez en la entrada del establo.
Alcé un palo del suelo para defenderme, sabiendo que serían vanos mis intentos de convencerlo.
Me escondí detrás de un granado luego de su primer intento fallido. Nebka distaba mucho de ser un experto, pero no debía descuidarme pues su furia lo hacía extremadamente peligroso.
Otro golpe de su sable hizo saltar pedazos de la corteza de un sauce tras el cual me protegí. Desairado, embistió nuevamente lanzando un tajo lateral que hendió el aire dejando descubiertos sus costillas del lado opuesto al ataque, aprovechando por mi parte para aplicarle un palazo en la espalda por detrás del brazo. Gimió de dolor, pero solo sirvió para irritarlo aún más.
—- ¡¡Hijo de la hiena más sucia, voy cortarte por la mitad!! ¡Aaaaaaaah!.—- gritó blandiendo su khepesh en alto, corriendo de frente hacia mí.
Me hice a un lado y cuando llegaba le golpeé con fuerza sobre el abdomen.
—- ¡Uuuugh!—- emitió un ronco quejido quedando arrodillado.
Antes que pudiese desarmarlo volvió a pararse tomó aire apretándose el estómago, recuperándose para renovar su ataque.
—- Reconsidera vuestra actitud. No podréis hacerme daño, recuerda que pertenecí a la custodia de Tutmés.—- expresé.
—- ¡Me importa un cuerno lo que hayáis hecho! Voy a abriros el vientre así sea lo último que haga.—- respondió.
Avanzó otra vez, aunque con menos ímpetu que antes y lanzó una tímida estocada con más temor a ser golpeado que con convicción de dañar.
Golpeé su antebrazo desarmándolo y luego apliqué un fuerte revés sobre su hombro derecho para hacerlo desistir de cualquier otro intento de ataque.
Se retorció de dolor quedando tendido en el suelo al tiempo que Kebhet se acercó corriendo preocupada por su estado.
—- Aparte del dolor y unos cuantos moretones no le pasará nada.—- dije a Kebhet.
—- Os daré todas mis joyas, y el oro que queráis, pero no nos delatéis.—- rogó ella llorando, mientras lo ayudaba a levantarse.
—- Ya os dije que no me interesa que engañéis a vuestro marido. No vine a espiar vuestro vínculo. La razón por la que lo he seguido es otra pero, no puedo revelarla porque es un secreto.—- expliqué a la mujer.
Alcé la espada y la arrojé lejos hacia los matorrales para que no intentara atacarme nuevamente.
—- Vuestro secreto no será conocido por mi lengua. No me siento juez de nadie, así es que podéis estar tranquilos.—- dije, antes de marcharme.
Retorné a mi hogar exhausto, buscando recuperar las fuerzas para continuar con la investigación. Antes que amaneciera me despertó el trino de las aves revoloteando en vuelos agresivos, peleándose por los maduros dátiles que pendían como dulces trofeos de las palmeras del jardín. Mientras desayunaba los observaba como se abalanzaban en picada unos sobre otros amenazándose y propinándose uno que otro picotazo sin realmente dañarse, sin lastimarse al punto de que alguno de ellos pudiese llegar a morir, y comparaba su comportamiento con el de los humanos, tan diferentes, entregados a mortales enfrentamientos en que los hombres se afanan por conquistar territorios, tesoros y esclavos, matándose unos a otros sin sentido, pues a mi modo de ver, ninguna conquista puede compensar el sufrimiento que la guerra, la opresión, el sometimiento y la esclavitud, ocasionaban a las naciones que se autoinmolaban por los líderes a los que seguían en sus aventuras bélicas, siendo los poderosos, los únicos beneficiarios del derramamiento de sangre.
El llamado a mi puerta, interrumpió mis pensamientos, haciéndome regresar a la realidad, en la que la razón y el sentido común son los primeros baluartes arrasados por las destructivas fuerzas de la insensatez.
—- ¡Menwi, qué alegría volver a veros!—- exclamé, al abrir la puerta y encontrar a mi amiga y a su hijo, acompañando a Maya.
—- ¡Shed, mi corazón se regocija por vos!—- respondió ella asiendo con firmeza mis manos.
—- Lo mismo digo, querida amiga. Tal vez Maya ya os haya adelantado algo acerca de la razón por la que os solicité que vinierais a la capital.—- dije, esperando una respuesta de mi amigo.
—- No me pareció conveniente adelantarle nada.—- dijo, Maya.
—- Solo me dijo que me necesitabais y fue suficiente para decidirme a abandonar la aldea, sabiendo que mi hijo y yo, estaríamos mejor cerca de vos.—- respondió, posando sus manos sobre los hombros del pequeño Hui.
—- Ambos permaneceréis en casa de mis padres hasta que puede conseguiros una vivienda.—- respondí, hincándome para saludar al niño que devolvió tímidamente mi muestra de afecto.
—- Shed, no tenemos tiempo que perder, recuerda que debíamos reunirnos con Gamartu para saber si el resto de los miembros del grupo ha podido averiguar algo.—- dijo Maya, advirtiendo que se hacía tarde.
—- Es cierto.—- respondí.—- Dejaremos a Hui con mi madre y en el camino de regreso os comentaré la razón por la que estáis aquí.
Mi madre aceptó de buen grado cuidar al pequeño, tras lo cual dejamos la aldea de los artesanos de la necrópolis para regresar a la orilla oriental dirigiéndonos inmediatamente a entrevistarnos con Gamartu.
—- ¿Qué os puedo ofrecer, estimado Shed?.—- dijo el mercader, al vernos aparecer ante su puesto.
—- Deseo que me mostréis el bello pectoral de oro y turquesas que me prometisteis tenerme para hoy.—- respondí, disimulando ante los clientes que examinaban sus mercancías.
—- Os ruego me acompañéis al interior de mi humilde hogar para que conversemos sobre el precio de tan valiosa joya.—- dijo.—- Consultad lo que queráis con mis hijos.—- dijo a sus demás clientes.
Dejando a sus hijos y a sus sirvientes atendiendo a los posibles compradores, nos hizo ingresar hacia la parte posterior de su tienda.
—- Mujer, dejadnos unos momentos que debemos hablar de negocios.—- dijo Gamartu a su esposa y a una de sus hijas que allí se encontraban.
Se retiraron hacia el exterior haciendo una sencilla reverencia ante nosotros en señal de respeto.
Presenté a Menwi al mercader, a quién le brillaron los ojos al apreciar las atractivas formas de la muchacha.
—- Contadme que habéis averiguado.—- pregunté, ansioso.
—- Sí, …—- dijo Gamartu, visiblemente distraído por los bellos pechos de Menwi, la que se sonrió al darse cuenta.—- Vuestro compañero Wadj me dijo que aún no ha podido encontrar ningún indicio de que el jefe de la flota del Alto Hep-ur pueda ser el traidor. Solo descubrió que Daga es un fanático jugador y que se pasa largas noches en el juego de la serpiente y otros más, apostando fuertes cantidades de oro.—- respondió Gamartu.
—- Tal vez esté comprometido en deudas importantes que alguien haya aprovechado para tentarlo a traicionar por oro al Faraón.—- dijo Maya, especulando con esa posibilidad.
—- No lo creo.—- respondí.—- He escuchado que es un gran jugador y aunque no lo fuera, viene de una familia de las más ricas del iripat, dueña de campos y fundaciones piadosas en el Delta y cuyas propiedades se cuentan entre las más extensas del alto Kemet.
—- Pienso lo mismo.—- dijo Gamartu.—- Es uno de mis mejores clientes. Suele no reparar en gastos con tal de que su esposa y sus hijos luzcan las más finas alhajas que los orfebres locales y extranjeros pueden crear.—-
—- Talvez sea conveniente que Wadj siga observando sus actividades, pero creería que tampoco es nuestro hombre.—- respondí.
—- ¿Por qué dices tampoco?—- preguntó Maya.
—- Porque también he descartado a Nebka de entre los sospechosos.—- respondí.
—- Pero, si me dijiste que había ciertas versiones que hacían desconfiar de él.—- insistió Maya con la típica curiosidad de los jóvenes.
—- Sin embargo, he descubierto ciertos secretos de él que explican su comportamiento.—- respondí dando a entender que no era necesario profundizar más al respecto.—- Pasando a la actividad que desarrollará Menwi, esta tarde la presentaré con Merythator, una muchacha del barrio de las meretrices para que la introduzca en los prostíbulos que frecuenta Sipar. Veremos que puede averiguar acerca de él.
¿Qué hay a cerca del tesorero Penniut?—- pregunté a Maya a quién correspondía su seguimiento.
—- La verdad es que no he conseguido descubrir nada de él que pueda resultar sospechoso. Está separado de la madre de sus hijos y se cree que tiene como amante a una de sus esclavas, una mujer amorrea que ha sido su fiel sirviente desde hace muchos años. Se sabe que es un buen padre y ha sido un recaudador intachable desde que se le encomendó la tarea de controlar los ingresos de la rica región de Ta-she sin que nunca faltase siquiera un saco de cebada de los silos. Se diría que es un funcionario ejemplar.—- concluyó Maya un tanto frustrado.
—- No penséis que vuestro trabajo no ha servido solo porque no habéis descubierto en Penniut al traidor. Es tan importante saber que los demás son hombres honestos y confiables, como descubrir a aquel que entrega nuestros secretos al enemigo. Sabíamos que no sería fácil descubrir a quién nos traiciona. Pueden pasar meses hasta lograrlo e incluso puede que nunca lo logremos.—- dije a Maya para que no decayera su entusiasmo en la investigación.—- De todos modos tenemos que intentarlo y por sobre todo no hay que desesperar.
En ese momento ingresó desde una entrada lateral una figura envuelta con harapos, maloliente y sucia que llevaba cubierta su cabeza con un mantón de lana desgarrado. Nos observó con desconfianza, posando la mirada en Maya que se acercó a ella.
—- Ella es O’my.—- dijo Maya, presentándonos a su amiga.
—- ¿Has comido algo el día de hoy?—- pregunté preocupado por su salud. Se la veía como una criatura débil y enfermiza que renqueaba al caminar. Entre sus enmarañados cabellos negros, un ejército de liendres se deslizaba lentamente por su cabeza. De a ratos introducía los dedos de su única mano para rascarse con sus mugrosas uñas, sacando montones de pelo invadidos por puntos blancos.
Negó con la cabeza sin hablar.
—- ¿Qué puedes contarnos de Kau?—- preguntó Maya, mientras le servía pan y frutas secas.
Hablaba con Maya como si nosotros no existiésemos.
—- Ese hombre recibió durante la noche a otro hombre en su hogar.—- respondió.
—- ¿Cómo era el otro hombre?—- preguntó Maya.
Me señaló sin dar más detalles.
—- ¿Cómo yo de estatura?—- pregunté extrañado, porque se trataría de un sujeto alto.
—- Sí, pero más gordo y de piel blanca.—- respondió.
—- ¿Joven o viejo?—- volví a indagar.
—- Joven.—- afirmó con seguridad.
—- ¿Iba solo o lo llevaban sus sirvientes?—- preguntó Maya.
—- Llegó en una costosa litera transportado por esclavos. Tiene aspecto de ser un miembro del Iripat, como el malvado amo que me cortó la mano.—- dijo mostrando su muñón, que dejó impresionada a Menwi.
—- Puede ser un amante, confirmando su homosexualidad, o tal vez su contacto, si fuese el traidor.—- especulé.
—- Deberíamos acompañar a O’my, tal vez sea importante.—- dijo Maya.
—- Tendremos que disfrazarnos de mendigos. No podemos arriesgarnos a que nos descubran.—- dije.
—- Yo les daré ropas viejas de mis esclavos. Deberán rasgarlas y ensuciarlas un poco.—- dijo el mercader.
—- Las necesitaremos para esta misma noche.—- comenté pensando en que era conveniente no perder tiempo.—- Tenedlas preparadas para el ocaso que vendremos a buscarlas luego de acompañar a Menwi hasta el caserío de las meretrices.—- concluí.
—- ¿Dejaré de observar los movimientos de Penniut?—- preguntó Maya.
—- Al menos por algunas noches. Quiero que me acompañéis para ver si podéis ayudarme a reconocer al visitante de Kau. Tal vez sea un hombre del ejército, pensando que es un individuo corpulento, y vos conocéis muchos más oficiales de alto rango.—- expliqué.
Nos despedimos de Gamartu, dejando que O’my comiera y bebiera con el comerciante que le ofreció su hospitalidad.
Cuando llegamos a mi casa, encontramos a Awa arrodillada en el jardín de entrada, despejando de malas hierbas el cantero de las juncias.
—- Mi señor, una joven os espera en la sala.—- dijo la anciana.
Merythator nos aguardaba. La había citado allí para presentarle Menwi.
—- Gracias por acudir a mi llamado.—- dije a la joven meretriz, saludándola con afecto.
—- Siempre podéis contar con mi amistad.—- respondió, amablemente.
—- Ella es Menwi, una buena amiga.—- dije presentándolas.—- Se ha visto en problemas con su pareja y huyendo de él, ha venido a mí para solicitarme ayuda, pero es demasiado orgullosa para permitir que la mantenga, de modo que desea trabajar en vuestro burdel.—- expresé en tono de confidencia, mientras me alejaba con Merythator, dejando a Menwi con Maya.
—- ¿Es vuestra amante?—- preguntó, con indiscreta curiosidad.
—- No, no lo es. Es una buena amiga a quien quiero retribuir un favor.—- respondí.
—- ¿Ha trabajado en algún burdel anteriormente?—- inquirió Merythator.
—- Así es. En su aldea era meretriz de modo que sabe manejarse con los clientes.—- respondí.
—- Quiero ser sincera con vos. Necesitará algunos cambios en su aspecto.—- dijo la mujer, desaprobando el cabello desordenado de Menwi.—- Además para empezar deberá darme la mitad de lo que gane durante los primeros meses pues yo pagaré su estancia en la casa de las mujeres, su comida y vestido. Luego de un tiempo de trabajo podrá ganar más.—- aclaró Merythator, como una experta conocedora del negocio.
—- No os preocupéis por la vivienda, ella puede vivir en mi casa con su hijo.—- lo dije como al pasar para ver si aceptaba esa condición. Mi madre ya tenía demasiado trabajo con el pequeño Kai y con Lyna que se encontraba enferma para todavía darle más trabajo cuidando a Hui.
—- No importa que tenga un hijo, otras mujeres también los tienen pero debe estar a disposición de los clientes cuando yo la necesite, por eso debe vivir con las demás. Tenemos esclavas que cuidan de los niños.—- dijo con la decisión de no transigir al respecto.
—- Está bien, como vos digáis.—- acepté mostrando satisfacción, para disimular el verdadero interés de que Menwi pudiese ingresar al burdel.
—- Debemos irnos.—- dije a Menwi.—- Merythator os proporcionará todo lo necesario. Iré a visitaros mañana mismo en cuanto tenga un tiempo de descanso.—-
Volvimos al mercado a buscar la vestimenta que utilizaríamos para hacernos pasar por mendigos y esperamos allí hasta después del ocaso para abandonar el lugar amparados por las sombras de la noche que ya habían invadido las oscuras callejuelas del puerto.
Durante los primeros días nada ocurrió y esperamos vanamente alguna aparición.
Antes de la medianoche del sexto día de vigilancia, merodeábamos la casa del jefe de los rebaños en espera de tener más fortuna para conocer al visitante nocturno.
Mezclados entre un grupo de vagabundos y pordioseros, nos cobijamos del frío de la madrugada bajo un sauce ubicado en un descampado cercano a la residencia del noble Kau, para husmear la actividad reinante.
Todo se veía normal, en un ir y venir de custodios, sirvientes y esclavos atareados en sus actividades previas a la cena de su señor.
Cansado de fijar la vista a la distancia, me detuve a observar a los que me rodeaban. Miserablemente vestidos, aquellos indigentes, harapientos y sucios, hediendo a heces, orina y sudor, se daban calor unos a otros, algunos dormitando, otros hablando por lo bajo en murmullos casi imperceptibles e incluso había una pareja copulando, sin que a los demás les llamase la atención.
Una mujer desgreñada y andrajosa dormía su borrachera jarra en mano mientras, su pequeño hijo le chupaba la teta ávidamente para succionar su leche.
Resultaba penoso ver a esas personas, abandonadas a su suerte, en un país rico que se vanagloriaba de guardar en las arcas de su Dios, más oro del que poseían juntas el resto de las naciones del mundo.
Me parecía increíble que, menos de un mes atrás, yo mismo me había entregado a esa existencia de autodestrucción.
El gran disco de la diosa Ioh, recorrió un largo trecho en su periplo celeste, antes de que se observara actividad en la entrada de la casa del funcionario Kau.
—- Ese es el hombre.—- musitó O’my.
Entre las sombras que proyectaban los árboles bajo el blanquecino reflejo lunar, nos deslizamos con sigilo hacia la entrada para ver mejor al visitante.
Los guardias que custodiaban el pórtico de ingreso a la residencia, saludaron al personaje recién llegado en su litera, con respetuosa familiaridad.
Ubicados a no más de cincuenta codos de distancia entre los matorrales que se alzaban en el descampado, vimos acercarse la litera hacia la luz que irradiaban las grandes antorchas enclavadas en los pilares que limitaban el acceso a la mansión.
La litera era lujosa, de cedro probablemente, lustrada y con aplicaciones en marfil con figuras de animales del típico gusto de los miembros del iripat.
El personaje en cuestión vestía una túnica blanca de mangas cortas que permitían ver las ajorcas con pedrería que lucía en su muñeca derecha. En sus manos se adivinaban sortijas que brillaban con áuricos reflejos en sus dedos. Llevaba el tocado de lino en la cabeza que, desde nuestra posición, ocultaba en parte sus facciones, a lo que se sumaba la insuficiente iluminación que me impedía ver con claridad.
—- ¿Podéis ver de quién se trata?—- pregunté al oído a Maya, ya que yo no había alcanzado a distinguir al sujeto.
—- No llego a verlo bien, pero creo que no lo conozco o al menos no recuerdo haberlo visto.—- respondió.
Los guardias abrieron el portal y la litera penetró en los jardines sin que pudiésemos ver al hombre.
—- ¿Esperaremos a que salga para intentar reconocerlo?—- preguntó Maya, sin saber que hacer.
—- No tengo intenciones de pasarme toda la madrugada en este frío.—- respondí, mientras evaluaba ciertos riesgos.
—- ¿Qué haremos, Shed?—- me miró extrañado.—- No estaréis pensando en entrar a la casa, ¿verdad?—- preguntó, incrédulo.
—- No nos queda otra opción, Maya. El tiempo corre y aún no tenemos ningún indicio que nos lleve tras los pasos del traidor.—- respondí.
—- ¿Cómo pensáis entrar? Los perros que llevan los guardias se ven feroces.—- advirtió.
—- Me ayudaréis a distraerlos.—- respondí.
—- ¿Cómo lo haré?—- preguntó.
—- ¿Podéis subiros a aquella palmera?—- pregunté indicando una palmera datilera de mediana altura cargada de frutos, cercana al muro de circunvalación de la residencia.
—- Sí, puedo hacerlo.—- respondió, sin comprender aún lo que me proponía.
—- Mientras arrojáis dátiles hacia el jardín para confundir a los canes, yo saltaré el extremo opuesto del muro.—- respondí.
—- ¿Ese es todo el plan?—- preguntó.—- Recordad que hay guardias, que puede veros algún esclavo, que tal vez haya más perros de los que hemos visto.—-
—- Tenéis razón, pero pensad que quizá no halla otro modo para saber que hace ese individuo en casa de Kau.—- respondí sin otro argumento válido que justificara tanto riesgo.
—- Si os descubren y son quienes entregan nuestros secretos a los hurritas, no dudarán en mataros.—- dijo Maya, intentando disuadirme.
—- Si eso pasa comunicarás al visir que habéis encontrado al traidor y mi muerte habrá valido la pena.—- respondí, decidido.
—- Está bien.—- respondió, no muy convencido.
Esperé que Maya se trepara a la palmera para moverme circundando el muro por el exterior, hacia los fondos de la residencia.
El paredón de adobe alcanzaba unos seis codos de altura en el sector más bajo y se extendía sin solución de continuidad rodeando toda la propiedad. Habiendo buscado el tramo iluminado por la luna, divisé cerca de una esquina una añosa y enorme higuera que ayudaría a ocultar mi ingreso con su follaje. Hice silencio un instante prestando oídos a algún sonido que pudiera señalar la presencia de animales o personas del otro lado del muro. Al no escuchar más que la suave brisa meciendo suavemente las hojas de un sauce cercano, me dispuse a escalar la pared. Fui asiéndome lentamente de las oquedades e imperfecciones de su estructura que ascendí no sin cierta dificultad hasta alcanzar la parte superior, tras lo cual me quedé acostado sobre ella tratando de ver qué había del otro lado. La negra sombra que proyectaba el muro no me permitía ver nada, de modo que tuve que esperar a que mi visión se adaptara a la oscuridad de la zona para poder distinguir lo que había a mi alrededor.
En ese instante me sobresaltó el ladrido de los perros a la distancia, pero no venían hacia mí, sino que se encontraban inquietos por los dátiles que estaría arrojando Maya para darme tiempo a ingresar. Debía actuar rápido pues mi compañero tampoco podría distraer a los canes y a los guardias durante mucho tiempo sin que lo descubrieran.
Bajé despacio permaneciendo aferrado de las manos hasta quedar colgado a menos de un codo del suelo y me dejé caer. Bajo mis pies había un cantero cuyas plantas sufrieron el rigor de mi peso. Salí de allí y caminando con cautela entre los árboles del parque fui acercándome hasta la casa propiamente dicha que se veía iluminada interiormente en varios sectores de la misma. Husmeando a través de puertas y ventanas caminé agachado buscando el sitio en donde se encontrarían el dueño de casa y su visitante. Lo primero que vi fue la cocina en la que un grupo de sirvientes aseaban los trastos que se habían utilizado para preparar la cena. Junto a la misma se encontraba una pequeña habitación aparentemente empleada como depósito de objetos de limpieza y demás enseres.
En otra estancia de la casa, un grupo de esclavas negras calentaban agua en recipientes de arcilla sobre un brasero que luego vertían en una enorme tina construida en piedra e instalada a nivel del suelo, que fue una verdadera novedad ya que jamás había visto algo parecido en Kemet, pero que luego descubrí que era una costumbre muy apreciada por los nobles hititas y por otros de latitudes septentrionales que gustaban de los baños de inmersión calientes. Al principio quedé confundido sin entender qué se proponían las sirvientes hasta que escuché a una de ellas anunciar a su señor que el baño estaba listo.
De pronto escuché voces en el sector del parque cercano a mi ubicación y apresuradamente busqué refugio en uno de los árboles cercanos trepándome al más robusto de ellos cuyo tronco se bifurcaba próximo al suelo en una gran rama. Permanecí inmóvil agarrado a su áspera corteza silenciando incluso mi respiración al ver que dos custodios se aproximaban en su recorrida alrededor de los jardines.
Para mi suerte no llevaban perros que hubiesen descubierto mi presencia a través del olfato, aún antes de verme. Mi vestimenta era oscura así es que talvez pasara inadvertida entre el tupido follaje, pero parte de mi sombra se proyectaba en el suelo deformando la del tronco que me sostenía.
Recién después de que los guardias se hubieron alejado en su ronda, reparé que la posición en que me encontraba me permitía observar, a través de una ventana más cercana al techo que al suelo, todo lo que hacían las esclavas terminando de alistar el baño para su amo.
—- Podéis retiraos a descansar.—- dijo Kau a algunas de las esclavas.—- Vosotras nos serviréis esta noche.—- dijo al resto del grupo.
—- Acomodaos, amigo mío.—- dijo al sujeto que lo acompañaba a quién no veía por encontrarse en el otro extremo de la habitación hasta que se aproximó a él mientras se desvestía.
Quedé estupefacto al reconocer de manera inconfundible al hijo de Neferhor y funcionario del soberano, que a su vez era mi superior en la escala diplomática. El "jefe de los secretos de las lenguas extranjeras" Baef’re, era el misterioso visitante de Kau.
—- Llama a las mujeres.—- ordenó Kau a una de las esclavas mientras otra le desprendía su taparrabo. Otra hizo lo propio con Baef’re, y ambos sujetos entraron en la gran tina.
Seguidamente aparecieron las mujeres a quienes había hecho llamar Kau. Una de ellas era una prostituta de la casa de placer de Merythator, a quien conocía de vista, que abriendo lentamente su translúcido vestido, lo dejó caer tras de sí para sumergirse con los hombres. Luego entró otra muchacha de las que trabajaban para ella.
—- Os traje lo que me pedíais.—- dijo la mujerzuela a Baef’re.—- Es una sorpresa que os tenía reservada.
—- ¿Me halagaréis con una muchacha nueva?—- preguntó con ávida curiosidad.
—- Así es. Pero os va a costar más de lo que creéis.—- respondió ella, con medida avaricia.
—- No importa el oro que pague, si es que ella lo vale.—- dijo Baef’re.
—- La hice venir especialmente desde Mennufer para vos.—- mintió ella.
—- ¿Qué esperáis para mostrarme la nueva adquisición?—- respondió el cliente.
—- Entrad Menwi.—- dijo la meretriz, para completar mi sorpresa.
Saliendo desde una puerta lateral, se acercó hasta el borde de la fuente. Si no hubiese escuchado su nombre hubiera jurado que se trataba de otra mujer. Su negro cabello, brillaba bajo la luz de las lámparas en decenas de finas trenzas bajo una delicada corona de alelíes. Los cosméticos con que fue maquillada destacaban sus pómulos suaves y redondeados, bajo los almendrados ojos pardos, pintados con magistral sutileza. Su boca parecía una fruta madura dispuesta a deleitar al paladar más exigente.
—- Quitaos la túnica.—- dijo Baef’re.
Sentí acelerarse mis latidos y mi sangre apuró su tránsito por mis venas. La odié y la deseé intensamente por lo que ella haría con esos hombres como si me estuviese siendo infiel.
Su vestido cayó, dejando al descubierto la impensada belleza que sus humildes ropas habían ocultado tanto tiempo a mis ojos. No se parecía a Tausert y tampoco podría haberla comparado con la abrumadora hermosura de Ahset, sin embargo, el encanto de su rostro en armonía con la sensual proporción de su feminidad despertaron mis anhelos de poseerla.
Lentamente se sumergió junto a Baef’re que la abrazó posando sus asquerosas manos sobre ella. Mi cuerpo experimentaba el llamado sexual y al mismo tiempo un encendido encono hacia mi superior. Los demás personajes en la habitación habían desaparecido para mí. Tan solo existía Menwi que se entregaba a aquel miserable que la manoseaba con total descaro.
Lamió sus pezones hasta casi morderlos con agresividad, con su obscena lengua recorrió su cuello hasta derivar en sus carnosos labios que se abrieron pecaminosos, adúlteros, para unirse en besos apasionados a aquel infame.
La tendió sobre el suelo, con sus piernas aún sumergidas en el agua y llenando un cuenco con el tibio líquido, lo derramó sobre su vientre. Su piel se erizó de excitación y ella lo atrajo hacia sí para terminar de turbar mis morbosos pensamientos agitados entre la ira y la pasión por aquella mujer.
No pude soportarlo más. Debía irme de allí. Era obvio que Kau y Baef’re no eran homosexuales y que ocultaban sus actividades solo para evitar problemas con sus prometidas, mujeres de noble cuna dentro de la aristocracia que no soportarían ser reemplazadas por profesionales del sexo. No imaginaba a un par de traidores disfrutando de los placeres sensuales despreocupadamente, mientras arriesgaban sus pellejos entregando información secreta a los enemigos de su rey. No, no podían ser ellos.
Esperé el momento adecuado para bajar de allí, evitando mirar lo que ocurría dentro de la casa, que de solo pensarlo exaltaba mi imaginación en una mezcla de intenso ansias, al tiempo que desprecio hacia Menwi por la manera en que se entregaba a otros.
Bajé del árbol apenas se dio la primera oportunidad y corrí hacia los fondos por donde había ingresado.
Los lebreles percibieron mi presencia y se echaron a correr tras mis pasos pero sin oportunidad de darme alcance, para solo lograr confundir a los guardias que nunca sospecharon de mi presencia.
—- ¡Estaba preocupado por vos!—- dijo Maya saliendo a mi encuentro cuando me vio llegar.—- ¿Averiguasteis algo de valor?—- inquirió.
—- Nada concluyente, pero me animaría a eliminar a Kau de la lista de sospechosos.—- respondí.
—- ¿Os ocurre algo?—- observó Maya, percibiendo un cambio en mi ánimo.
—- Nada Maya, no sucede nada.—- respondí, sin lograr disimular mi turbación.
Junté nuestros harapos sin decir palabra y en silencio regresamos a la ciudad sin poder quitar de mi mente la imagen de Menwi.
Capítulo 13
"Nuestras debilidades, nuestros verdugos."
Durante la mañana de aquel día luego de dormir un poco, volvimos al mercado para reunirnos con Gamartu para analizar el progreso de nuestra investigación.
—- Se nos terminan los sospechosos y no encontramos evidencias que dirijan nuestra atención a un individuo en particular que pueda ser el traidor que buscamos.—- reflexionó Maya.
—- Todavía nos queda conocer si Khnumhetep, el jefe de escribas, tuvo acceso a alguna orden escrita por el Faraón a los jefes de las flotas que comandaban las expediciones atacadas. De confirmarse dicha posibilidad, tendríamos a un nuevo sospechoso.—- repliqué.
—- Pero si el jefe de escribas tuvo la oportunidad de leer dichos documentos, también pudieron caer en manos de otros funcionarios cercanos al soberano o al propio visir, como ser el propio vocero Amunedjeh.—- dijo Gamartu.
—- Es cierto lo que decís. Tal vez estemos buscando entre los hombres equivocados.—- pensando en que podría ser enorme el número de burócratas que pudieron copiar las órdenes si no hubiesen permanecido en lugar seguro antes de ser entregadas a sus destinatarios.—- Deberé consultar a Rekhmyre si las condiciones de seguridad bajo las cuales se mantuvieron guardados los documentos, garantizan que nadie más entre los funcionarios de la residencia pudiese acceder a ellos.—- concluí.
—- También falta conocer lo que pueda descubrir Menwi a cerca de Sipar.—- dijo Maya.
El recuerdo de los sentimientos experimentados la noche anterior, los revivió con amargo realismo.
—- Sí, . . .—- dije titubeando distraído por la perturbadora emoción que me ocasionaban imágenes que aún flotaban en mi mente.—- veremos que podemos averiguar de él.—- respondí por obligación eludiendo cualquier otra cuestión acerca de Menwi. Por supuesto que no pude impedir que Maya percibiese que algo me afectaba en relación a ella, pero en aquel momento no dijo nada, solo me observó inquisitivo.
—- Iré ahora mismo a ver al visir, para confirmar nuestra lista de sospechosos.—- comenté.
—- Yo buscaré a mi hermano que me reemplazó en el seguimiento de las actividades de Penniut para saber como van sus investigaciones.—- dijo.
Salí con Maya hacia la residencia tratando de concentrarme en los datos que teníamos sobre todas las informaciones recabadas hasta el momento, buscando en mi memoria algún signo, alguna señal que me indicara que estábamos pasando por alto un hecho importante, una actitud extraña o quién sabe que más.
—- ¿Qué está pasando Shed? Os comportáis de manera poco habitual desde anoche, y no me digáis que estoy imaginando cosas. Os conozco lo suficiente para darme cuenta que hay algo que os molesta.—- dijo Maya, muy perspicaz como siempre.
Permanecí en silencio un momento sin deseos de responder pero luego pensé que contarle a Maya lo que me ocurría quizá me ayudase a comprender lo que sentía y a superarlo.
—- Anoche, cuando entré en la casa de Kau, descubrí que su compañero de juerga es Baef’re mi superior, el hijo del canciller Neferhor y que se reúnen en secreto porque llevan prostitutas para divertirse, de manera que sus prometidas no sepan sobre sus actividades.—-
—- Y, ¿qué es lo que os molesta de ello?—- preguntó Maya, interrumpiéndome.
—- Dejadme terminar. Entre las mujeres que llevaron anoche estaba Menwi que había sido enviada por Merythator.—- respondí, sin atreverme a explicar sin rodeos el asunto.
Maya me miró sin comprender a lo que me refería. Me observó sin animarse a interrumpirme de nuevo.
—- No sé lo que me ocurre, ni por qué, pero sentí celos al ver a Menwi, hermosa como estaba, en brazos de otro hombre. Me sentí traicionado y la odié por serme infiel.—- expresé con sinceridad esperando la réplica de Maya.
—- ¿Fuisteis amante de Menwi?—- preguntó.
—- No.—- respondí.
—- ¿Estáis enamorado de ella?—- concluyó.
—- No lo sé. Creo que no podría sentir amor por ella. Esto no tiene sentido.—- reflexioné.
—- Quizá sea una mezcla de deseo y alguna forma de celos nacida de la amistad surgida entre vosotros.—- expresó Maya, sin seguridad.
—- Cuando estuve en la aldea pude haberme acostado con ella muchas veces y nunca lo intenté. Ni siquiera la veía atractiva.—- respondí con sinceridad.
—- Pero, por algún motivo anoche fue diferente. Me dijisteis que se veía hermosa, ¿verdad?—- preguntó.
—- Realmente se veía hermosa como nunca antes.—- dije. —- Anoche sentí una gran excitación al imaginar que podía estar en el lugar de Baef’re, pero al mismo tiempo me sentía mal por desearlo.—- respondí.
—- ¿Creéis equivocado mezclar la amistad que los une con el sexo?—- especuló Maya.
—- Pienso, que lo que me perturba es reconocer que deseo a una mujer, como si estuviese traicionando el recuerdo de Tausert.—- respondí inseguro.
—- ¿No tuvisteis relaciones con las prostitutas de la aldea de Menwi?—- preguntó extrañado.
—- Si lo hice, pero no por placer sino para auto castigarme, rebajarme y destruirme, tal como me abandoné a la bebida para morir de a poco.—- respondí, recordando aquellos difíciles momentos.
—- Entiendo. No creo que sea incorrecto que busquéis la compañía de una mujer luego de tres meses del fallecimiento de Tausert.—- dijo.
—- ¿Qué pensáis que debería hacer al respecto?—- pregunté, desorientado.
—- Si estuviese en vuestro lugar comenzaría por no dar demasiada importancia a mis propios pensamientos y actuaría de manera natural.—- respondió.
—- No sé a qué os referís Maya.—- pregunté.
—- Sí lo sabéis, Shed. No tenéis por qué contener vuestros deseos hacia otras mujeres. Lamentablemente, Tausert murió pero, vos no y, el hecho de que veáis a otras mujeres o volváis a enamoraros, no significa que olvidéis a vuestra esposa o que no la hayáis amado.—- dijo.
—- Gracias Maya, vuestras palabras me sirven de mucho.—- respondí.
Maya me dejó para seguir su ruta mientras, yo me dirigí a palacio en busca de Rekhmyre.
Atravesé los corredores rumbo a la administración sin perder tiempo y evitando en lo posible ser visto por los escribas.
Los guardias del Visir sabían por orden del propio funcionario, que debían permitir mi ingreso en la sala de entrevistas, en cualquier momento y sin preguntar motivos. El objetivo era que nadie me viese esperando para un encuentro con él, que de alguna manera pudiese relacionarlo con la misión secreta que llevábamos adelante. Fuese para informarlo o para consultarle sobre cualquier asunto, debía aguardarlo en la intimidad de la sala, lejos de las miradas y los comentarios.
Así es que al entrar imprevistamente al despacho de Rekhmyre, encontré a Merenre que revisaba unos papiros guardados en un pequeño y delicado armario de caoba y marfil, que por su aspecto valioso, debía guardar objetos de gran importancia.
El secretario se sobresaltó de tal manera que se le cayeron la mitad de los papiros que se hallaba inspeccionando, el rubor cubrió sus mejillas, su frente se empapó de sudor y sus manos temblaron como si hubiera visto al mismísimo Sutej secundado por su ejército de demonios viniendo hacia él para arrancarle el Ka de su cuerpo.
—- Perdón, señor secretario, no fue mi intención asustarlo.—- me disculpé.
—- ¡Po…! ¡Por los… cuernos de Amón!, ¡¿Cómo se os ocurre entrar de esa forma?!—- dijo enfadado y avergonzado a la vez.
Se acuclilló para recoger los documentos que se hallaban en el suelo con un nerviosismo que excedía lo normal. Había algo más en su semblante que la sorpresa de encontrarse con lo inesperado. Su perturbación acusaba un temor, un miedo que me pareció exagerado por un simple susto.
—- ¿Me permitís que os ayude?—- pregunté intentando reivindicarme.
—- ¡Bastante habéis hecho ya! No toquéis nada y manteneos lejos de mis documentos.—- dijo, sumamente molesto, mientras guardaba los papiros en el armario para luego asegurar su cierre.
—- No fue mi intención… —- dije, tratando de disculparme pero me interrumpió.
—- No tiene importancia, pero la próxima vez al menos haceos anunciar golpeando la puerta.—- respondió, fastidiado.—- ¿A qué se debe vuestra presencia?—-
—- Debo hablar con el visir.—- respondí.
—- Sobre qué tema.—- inquirió.
—- Un asunto privado.—- repliqué.
—- Mi señor Rekhmyre acompañó al Faraón en su recorrida por las obras reales en el templo de Amón-Ra.—-
—- No tengo prisa, voy a esperar a que regrese.—- respondí.
—- No podéis permanecer aquí.—- me espetó.
—- El propio Rekhmyre me autorizó a ingresar y a esperarlo en este lugar de ser necesario.—- dije.
—- Me parece muy extraño que no me lo haya comunicado.—- dijo, molesto y aún nervioso.
—- ¿Acaso el visir debe daros explicaciones o consultar con vos las decisiones a tomar?—- pregunté, irónicamente.
—- No, por supuesto que no.—- dijo antes de retirarse.
El comportamiento de Merenre era inusual, su actitud, la exagerada reacción que tuvo ante mi entrada. Su propio aspecto era diferente del que tenía acostumbrado a observar en él. Se lo veía un tanto desaliñado, cansado, ojeroso, como si no durmiese bien. Tenía poco más de treinta años y de pronto aparentaba cincuenta, hasta daba la impresión de estar mucho más canoso que cuando se celebró el juicio en contra de Kina. ¿Qué le estaba ocurriendo? No podía ser él el traidor. Era la mano derecha de Rekhmyre, su heredero directo a ocupar el más alto cargo de la administración del país, con un futuro asegurado, prestigio, propiedades y una rica tumba en el cementerio de los nobles de Waset. Era ridículo siquiera imaginar que intentara traicionar por riqueza al Faraón. Pero algo le estaba pasando. ¿Estaría enfermo? De todas maneras, aunque así fuera, no se explicaba su reacción cuando irrumpí en la sala del Visir.
¿Qué sabía realmente acerca de él? Era soltero y vivía con su anciana madre. Su padre fallecido largo tiempo atrás había sido administrador del tesoro de Ptah en Mennufer, en donde Merenre se formó en la escuela de escribas desde muy joven, mostrando sus capacidades para cargos importantes en la burocracia. Una desagradable cicatriz provocada por una quemadura en su niñez, había deformado su cuello y parte de su rostro, provocándole gran vergüenza que lo llevaba a ocultar su deformación con una bufanda de lino. Se decía que frecuentaba las casas de placer como cualquier hombre normal y que si no tenía esposa o concubina era porque desconfiaba de las mujeres creyendo que se acercaban a él por interés y no por amor.
Poco tiempo después llegó el visir.
—- ¡Shed!, estaba impaciente por tener noticias vuestras. ¿Qué habéis podido averiguar?—- preguntó ansioso Rekhmyre.
—- A decir verdad nada concluyente, pero al menos hemos separado de la lista de sospechosos a la mayoría de los funcionarios, entre ellos a Nebka, a Daga, y muy posiblemente a Kau. Nos queda por seguir los pasos de Sipar y confirmar la inocencia del jefe de los graneros, Penniut, de quien hasta ahora no hemos encontrado actividad que nos haga presuponer que sea el traidor.—- respondí un tanto desilusionado por los magros resultados de la investigación.
—- Pero, ¿cómo puede ser que no aparezca el culpable?—- preguntó insatisfecho y preocupado Rekhmyre.—- El Faraón me pregunta constantemente acerca de la cuestión. ¿Qué le responderé?, ¿qué excusas le daré para justificar que no hemos descubierto a un miserable traidor de entre solo nueve o diez hombres?—-
—- Mi señor, le advertí que los resultados no serían inmediatos. El plan que he puesto en práctica es el único que nos puede garantizar el éxito. No pensará que es mejor torturar a todos esos hombres hasta que uno confiese su culpabilidad, ¿verdad?
—- Por supuesto que no, pero…—- dijo, sin convicción.
—- Confiad en mí.—- le dije convencido.—- Esto lleva tiempo. Investigar las actividades de tantos funcionarios no es tarea fácil, teniendo presente que de ser descubiertos se corre el riesgo de echar por la borda toda la misión, sin dar jamás con el responsable. No debemos apresurarnos pues si cometemos un error y se conoce nuestra investigación perderemos al contacto aunque descubramos al traidor.—-
—- Tutmés me exige celeridad en los resultados. Dice que no puede dar a conocer los verdaderos planes de la campaña hasta que no se descubra al traidor. Además hemos recibido un mensaje urgente de nuestros aliados hititas solicitando un nuevo envío de cereales. Se encuentran en problemas para alimentar a sus ejércitos tras el duro invierno en las estepas, pero, ¿cómo preparar el cargamento y enviar la expedición, sin el peligro de perderlo nuevamente a manos del enemigo?—- expresó preocupado, Rekhmyre.
—- Decidle al soberano que nos dé una semana más. Si en ese intervalo no logramos descubrir al traidor, que planifique el envío sin informar a su alto mando y que transmita órdenes orales directas y sin intermediarios al jefe de la expedición, de esa manera evitará riesgos de que se filtre información.—- concluí.—- Por cierto.—- recordé preguntar cuando ya me iba.—- ¿Hay alguna posibilidad, que los detalles relacionados con el envío de los cargamentos anteriores, hayan sido asentados en papiros que pudieron estar al alcance de cualquier miembro de la administración?.—- consulté.
—- Tal vez, pudiera ser que en un descuido, la información respecto del contenido del cargamento, la ruta a seguir y el puerto de destino de la primera expedición enviada a nuestros aliados, hubiese estado a la mano de cualquier burócrata de palacio. Con respecto a la segunda expedición, tengo la seguridad que el papiro en donde se encontraban los detalles en cuestión, nunca salió de esta oficina, pues mis guardias custodian este lugar día y noche sin que nadie pueda ingresar aquí sin mi autorización.—- respondió Rekhmyre.
—- Y, ¿cuántas personas cuentan con dicha autorización?—- inquirí.
—- Solo mi secretario.—- respondió.—- ¿Por qué?
—- Por nada. Solo quería estar seguro de que no existían otras vías por las que pudiese fugarse información.—- respondí.
No quise cubrir con un manto de sospecha la trayectoria de Merenre delante del visir, hasta no investigar sus actividades, ya que me sentía en deuda con él, por haberme salvado de una muerte segura aquella noche en que fui secuestrado y llevado a la necrópolis, y por lo mucho que había colaborado en la búsqueda de aquellas cartas que me absolvieron de culpa durante el juicio a Kina. Sin embargo, desde aquel momento se transformó en mi principal sospechoso.
Contaba con la confianza del visir, tenía acceso a la información que había pasado a manos del enemigo y su comportamiento se había mostrado, si no digno de sospecha, por lo menos sumamente extraño. Pero, ¿qué motivo podía tener un hombre que perseguía un futuro promisorio, para traicionar a su propio soberano quién sería el único que podría proporcionárselo? La respuesta a tan misterioso interrogante ocuparía mi atención durante los próximos días.
Dejé la residencia evitando transitar por los sitios en que se desarrollaba la actividad diplomática, para no encontrarme al canciller Neferhor, a su hijo, o a cualquiera de los otros funcionarios que compartían conmigo la sala de escribas, que de toparse conmigo me preguntarían las razones de mi ausencia.
Regresé a mediodía a la tienda de Gamartu para conocer las novedades que tenía el hermano de Maya, respecto a las actividades del Jefe del granero del alto Kemet. Maya ya se encontraba allí con su hermano Kemy y estaba conversando con O’my la mendiga, Gamartu, Wadj, y para mi sorpresa también se encontraba Menwi. Saludé a todos en general sin detenerme en Menwi que al parecer esperaba un trato especial. Aún me sentía molesto por lo de la noche pasada y la sangre quemó mis entrañas y mi corazón se agitó en mi pecho al verla. A pesar de no estar embellecida como la noche anterior, se veía hermosa con un llamativo vestido nuevo que marcaba su cuerpo y dejaba traslucir sus pezones a través del delgado lino púrpura. Noté en sus facciones un gesto de fastidio por mi descortesía.
—- Veo que estamos casi todos. Nos dediquemos a estudiar el estado de nuestra investigación.—- dije, eludiendo su mirada. Puede parecer absurdo, pero al ignorarla me vengaba de lo que yo sentía como su infidelidad.—- ¿Qué habéis averiguado de importancia respecto a Penniut?—- pregunté a Kemy.
—- Nada. El jefe del granero es un funcionario correcto, un tanto holgazán pues solo da órdenes sin mover su gordo trasero de la silla desde la que dirige a sus escribas pero por lo demás no hay nada que decir en su contra.—- respondió el hermano de Maya.
—- ¿Lo has seguido, luego de dejar los silos al final de la jornada?—- pregunté.
—- Cada atardecer retorna a su hogar llevado en litera por sus sirvientes, atiende personalmente a sus halcones y cena opíparamente con su familia para luego retirarse a su terraza a beber antes de ir a dormir.—- relató Kemy.—- Podría apostar mi cabeza a que él no es el traidor.—- concluyó.
—- ¿Qué dices tú, O’my?—- consulté a la muchacha nehesi que, sentada en el suelo mataba hormigas con su dedo para después introducirlas en su boca, ante la sorpresa de todos.
—- No sé nada más.—- respondió sin levantar su vista hacia mí, mientras continuaba con su cacería.
—- ¿Qué puedes contarnos de Daga?—- pregunté a Wadj.
—- Tampoco pude aportar más de lo que ya informé de él.—- respondió.—- Es un jugador empedernido y un apostador enfermizo pero, ni siquiera tiene deudas de juego ya que gana mucho más de lo que pierde. Realmente no creo que sea el sujeto que buscamos.—- dijo.
—- Por mi parte, puedo asegurarte que Uneg es tan transparente como parece y no he encontrado motivos para dudar de su inocencia.—- dijo Gamartu, anticipándose a mi pregunta.
—- ¿Qué hay de los que faltan?—- pregunté a Maya.
—- ¿Acaso no importa lo que yo haya averiguado?—- preguntó Menwi, molesta.
—- Ya llegará vuestro turno.—- respondí cortante.
Me miró furiosa, sin decir palabra. Maya esbozó una sonrisa al tiempo que reprobaba mi infantil actitud. Se esforzó para responder sin reírse. Le hice una seña con la cabeza para que contestara mi pregunta.
—- Ninguno descubrió algún hecho de importancia.—- respondió Maya.
—- Dime Menwi, ¿qué habéis averiguado?—- pregunté.
—- ¡Nada!—- respondió, enfadada para fastidiarme. Al darse cuenta que su respuesta la hacía quedar como una tonta, se ruborizó y respondió lo que realmente había querido comunicar antes.—- En realidad, … si he averiguado algo. Sipar estará esta noche en lo de Merythator y me acercaré a él para conocerle más.—- respondió.
—- ¿Qué habéis averiguado de lo que hablamos esta mañana?—- preguntó Gamartu, interesado.
—- El propio Rekhmyre me aseguró que nadie excepto él tuvo acceso a esos documentos.—- no quise mencionar mis sospechas respecto a Merenre delante de todos.
—- Entonces si no es Sipar, habremos fracasado en nuestro empeño.—- dijo defraudado el joven Kemy.
—- Tal vez exista otra posibilidad. Cuando esté seguro, les haré saber. Por el momento no quiero despertar falsas expectativas.—- respondí al grupo, observando renovarse la luz de esperanza en sus miradas.—- Volveremos a reunirnos dentro de tres días aquí mismo. Si llegaran a descubrir algo importante, lo comunicarán a Gamartu, quién me lo trasmitirá. Hemos terminado por hoy y que Amón-Ra ilumine con su protección vuestro camino.—- dije, despidiéndome de ellos.
—- ¿Qué os ocurre Shed?—- me enfrentó directamente cuando ya me retiraba.—- ¿Porqué me tratáis con indiferencia?—- preguntó Menwi.
—- No lo hago.—- dije, sin ganas de dar explicaciones.
—- ¿Acaso negaréis que me ignorasteis adrede cuando saludasteis a los demás?—- replicó con enfado.
—- Estoy demasiado preocupado para perder el tiempo en nimiedades. Si creéis que os ignoré pido disculpas y terminemos con esto.—- respondí, grosero.
—- Me irrita vuestra altanería. Nunca pensé que fuerais tan soberbio. Os creí educado y galante pero veo que me equivoqué.—- dijo, dándome la espalda al salir.
Me sentí como un estúpido. Estaba comportándome como un niño que no podía controlar sus sentimientos y menos aún los impulsos de su cuerpo. Debía retractarme de mi actitud en algún momento y pedirle disculpas. Menwi no estaba haciendo nada que no correspondiese. Era prostituta y estaba cumpliendo con la misión mientras hacía su trabajo habitual. La deseaba y quería poseerla pero, no debía confundir mis emociones pues podría afectar no solo nuestra amistad sino también su desempeño en la misión.
Fui a casa de mis padres a visitarlos y a ver a Kai, que llevado por mi suegra, pasó todo el día jugando con Hui, en la aldea de los artesanos de la ribera occidental. Mi esclava, la vieja Awa, fue para colaborar con mi madre en la atención de los niños y de la pobre Lyna cuya dolencia había deteriorado notablemente su ya precaria salud. Comí con ellos, y retorné a descansar a mi casa antes del ocaso pues, el agotamiento provocado por varias noches sin dormir me impediría seguir con atención a Merenre.
Las blancas paredes de los palacios y los muros de los templos brillaban como espejos, reflejando la intensa luminosidad de la tarde que cegaba con su dorada claridad. El calor era bochornoso y el aire se tornaba sofocante cuando el viento del desierto hacía su aporte de polvo y arena.
Llegué transpirado a casa y me quité el faldellín para enjugarme el sudor y eliminar la suciedad pegada a mi piel. Di un suave masaje a mis pies agobiados que se veían hinchados y ampollados, luego de una actividad casi continua durante varios días.
Sentado en una silla y con un trapo mojado con agua fresca que empapé en un barril que manteníamos a la sombra, fui limpiando mis piernas con lentitud aprovechando el momento para disfrutar de la sombra de la acacia en la tranquilidad del jardín.
Su aparición en la sala me sorprendió pero, me pareció oportuno el momento para hablar de lo que me había estado pasando y para disculparme por mi comportamiento.
—- La puerta estaba abierta. Espero que no os moleste que haya venido. Necesitaba dialogar con vos.—- dijo Menwi.
—- No me molesta, por el contrario. Yo también deseaba que hablemos.—- respondí.
—- Antes que nada quiero deciros que si os habéis arrepentido de haberme llamado a Waset, no dudéis en decírmelo. Prefiero que seáis sincero y no que me ocultéis la verdad transformándome en una carga para vos.—- dijo pensativa.
—- Os aseguro que no es ese el motivo de mi grosero comportamiento. Lo reconozco porque vuestro reproche de hoy era justificado y sé que no merecéis ese trato de mi parte.—- expresé avergonzado.
—- Dejadme que os limpie la espalda.—- dijo.
Le entregué el lienzo que comenzó a pasar suavemente por mis hombros. Sentí la excitación que me provocaba su cercanía y el roce de sus manos.
—- Entonces, ¿por qué actuasteis de esa manera?—- preguntó, intrigada.
—- Anoche estuve husmeando la casa del idenu Kau, que era uno de nuestros sospechosos, y os vi con Baef’re.—- me interrumpí pues me costaba decirlo sin que pareciera fuera de lugar. Menwi me miró con atención, pero aún sin comprender.—- Sentí celos al veros con él. Sí, puede pareceros ridículo, —- me apresuré a decir.—- pero es la verdad. Vuestra diferente apariencia, la vestimenta que utilizabais y hasta la actitud tan alegre que mostráis con relación a la vida que llevabais en la aldea, provocaron en mí un cambio en la forma de veros.—- sus manos se deslizaron sobre mi abdomen y prácticamente me rodeó con sus brazos.
—- Anoche os deseé como jamás lo había hecho antes. Sois hermosa y no puedo evitar sentirme atraído por vos, aunque sé que no debería estar diciéndoos todo esto.—- sus manos aferradas a mi pecho mientras besaba mi cuello, demostraba que a ella tampoco le importaba.
Un vigoroso impulso recorrió mis entrañas cuando ella mordió tiernamente mi oreja. Sentía la presión de sus senos contra mi espalda y llevé mis manos por detrás de mi cabeza para acariciar sus cabellos que caían sobre mi hombro como una lluvia de delgadas trenzas. Su pelo olía a dátiles, en tanto que su piel húmeda llevaba el aroma de granadas silvestres. Giró hasta quedar arrodillada frente a mí uniéndonos en un beso interminable y apasionado. Cuando intenté abrazarla llevó mis manos hasta su vestido que prontamente arrojó a un lado para hundir mi boca sobre sus pezones enhiestos. ¡Con qué placer indescriptible libé de sus pechos suaves y tibios como si de un manjar de los dioses se tratara! Bajó lentamente hasta encontrar mis labios. Nos devoramos mutuamente como predadores hambrientos. Lamí su cuello cual gacela saciando su sed a orillas del río. Jadeante de excitación, Menwi descendió por mi vientre hasta soltar mi taparrabo.
Antes de que alcanzara el éxtasis, se posó sobre mí y con serpenteantes movimientos ondulatorios me provocó aún más excitación y luego la monté como lo hace el león con su hembra que duró largo tiempo. Finalmente terminamos unidos en el intenso calor de nuestras anatomías fundidas en un abrazo ardiente. Cansados y sudorosos, caímos en un sueño reparador entrelazados sobre una estera de junco.
Desperté sobresaltado, cuando un movimiento de Menwi junto a mí, me sorprendió de repente descubriendo que ya había oscurecido totalmente.
—- ¡Menwi, ya ha caído la noche debemos irnos!—- dije, preocupado, pensando que seguramente Merenre ya se habría retirado de la residencia real.
—- ¡Oh, no! Merythator me reprenderá por llegar tarde.—- dijo alarmada, mientras se vestía con premura.
Salimos apurados, aparentando cada cual, estar pensando en sus obligaciones. No dijimos nada en el camino. Nos observábamos a hurtadillas como niños tratando de descubrir en el otro, lo que no nos animábamos a preguntarle de forma directa. Ambos sabíamos que impulsivamente habíamos infringido una regla no escrita que alteraba la relación de amistad que nos unía hasta entonces. El simple contacto de nuestras manos al saludarnos, el roce de nuestra piel al acercarnos, el cruce de nuestras miradas, ya no serían los mismos. La pasión, de alguna manera, había dañado el sentimiento casi fraternal que alguna vez creíamos que se había gestado de un aprecio desprovisto de intereses mundanos. Nos separamos cerca de las murallas del templo de Amón, sin saber qué decir, con tan solo un "hasta pronto" forzado por las circunstancias.
Capítulo 14
Tuve suerte al encontrar a Merenre aún en palacio pero sus movimientos y tareas no tenían nada de extraño o sospechoso. Durante tres días lo seguí prácticamente sin descanso a través de la residencia, las calles de la ciudad en sus recorridas por las entidades oficiales, los encargos del visir a las estancias del templo dedicadas a la administración, la correspondencia que se enviaba en los navíos reales desde el puerto, la recepción de los recuentos de impuestos enviados por los Heritepa’as (es decir los gobernadores de las provincias), los despachos que se enviaban a los administradores de Uauat y Kush, y las órdenes dictadas a los administradores de los Wehat (los oasis). Nada, absolutamente nada, hacía presumir que Merenre pudiese estar metido en algo turbio y, por el contrario, me sentía culpable por haber dudado de él, reconociendo incluso que su dedicación al trabajo superaba con creces la mía.
Mi impaciencia al no encontrar ni la más mínima evidencia de actos que pudiesen relacionarse al robo de información o a la entrega de secretos militares, se transformaba en desesperación al agotarse el tiempo solicitado a Rekhmyre para encontrar a el o a los traidores. De lo único que podía acusar a Merenre era de trabajar demasiado. Si yo hubiese desempeñado todas las tareas de las que él se ocupaba en el mismo día, seguramente mi rostro hubiera reflejado el doble de cansancio que el suyo y, mucho más abandonado mi aspecto.
Pedí a Maya que nos turnáramos para vigilarlo. Merenre dormía tan poco de noche, que debía esforzarme por llevarle el ritmo y aún así no podía lograrlo. En una de aquellas oportunidades, tuve que ser reemplazado por Maya cuando, luego de no dormir durante tres jornadas completas, me encontró dormido frente a la casa del secretario que para aquel momento ya había dejado su hogar para reanudar sus tareas matutinas.
Esa misma noche surgió la primera prueba de que mi intuición no me había engañado. Luego de descansar todo el día y toda la noche, regresé frente a la casa de Merenre en donde estaría Maya espiándolo de cerca.
—- ¿Ha ocurrido algo imprevisto?—- pregunté de manera rutinaria a Maya que observaba con atención hacia la casa del secretario.
—- Más de lo que imagináis.—- respondió, sorprendiéndome inesperadamente.
—- ¡Contadme!—- dije ansioso.
—- Anoche, muy entrada la madrugada, seguí a Merenre hasta el mercado de abarrotes, al cual se dirigió solo, sin sus sirvientes, con ropas oscuras y tratando de ocultar su identidad. Se entrevistó con una bailarina que trabaja en una de las tiendas montadas en la feria de espectáculos ambulantes que proviene de Mennufer y que se encuentra instalada desde hace dos meses en Waset.—- dijo Maya.—- Escuché parcialmente lo que conversaban, pues no pude ubicarme lo suficientemente cerca para oír con claridad todo lo que decían, pero creo que ocurre algo malo entre ellos que está afectando profundamente al secretario.—-
—- ¿Qué es lo que escuchasteis?—- pregunté desanimado, imaginando que se trataría de otra falsa suposición, relacionándola mas bien con otro asunto amoroso malhadado.
—- Merenre la tomó del brazo con violencia sacándola de la tienda mientras otros integrantes del elenco de artistas se hallaban celebrando algo en el interior. De pronto, un hombretón forzudo con aspecto extranjero salió aprisa tras ellos y lo apartó de un empujón de la mujer, a quien ordenó entrar a la tienda con los demás, mientras que el secretario, casi descontrolado, vociferaba que "exigía verla".—- respondió Maya.
—- ¿A la bailarina?—- pregunté, confundido.
—- Tal vez no. Supongo que no se refería a la muchacha.—- dijo Maya sin total convicción.—- En ese instante, salió el saltimbanqui de la tienda de espectáculos y lo amenazó.
—- ¿Qué le dijo?—- pregunté, impaciente.
—- Le escuché decir al titiritero: "No podéis exigir nada y si no hacéis lo que digo,…" pero en aquel momento se escucharon risas y cantos en el interior de la tienda que no me permitieron interpretar lo que decía y, finalmente, le dijo "… la enviaré a reunirse con vuestro padre". Merenre enfurecido intentó atacar al comerciante pero el guardaespaldas del mercader lo impidió sacándolo a empellones.
—- ¿Entonces pensáis que…?.—- inquirí horrorizado.
—- Vos mismo nos dijisteis que la madre de Merenre es viuda y vive con él, ¿verdad?—- preguntó.
—- Así es.—- afirmé, intuyendo la sospecha de Maya.
—- También dijisteis que la anciana adora su jardín y que lo cuida y atiende ella misma, ¿no es así?—- dijo Maya.
Me estremeció de solo pensar a las conclusiones a que estaba arribando.
—- ¿Habéis visto a la madre del secretario en estos días?—- preguntó.
—- No, realmente no. Vi a sus esclavos y custodios pero no he visto nunca a su madre. Pensé que podía estar enferma dentro de la casa, porque jamás apareció por el jardín.—- contesté, conmovido por lo que la especulación de Maya traía aparejado.—- ¿Creéis que…?.—- me interrumpí, sin siquiera atreverme a decirlo.
—- Así es Shed. Creo que esa gente tiene secuestrada a la anciana y está extorsionando a Merenre, exigiéndole el robo de información a cambio de no dañarla.—- respondió.
—- De solo pensarlo me compadezco de él.—- respondí.—- Y, ¿qué está haciendo ahora el secretario?—- pregunté.
—- No ha salido de la casa desde su regreso de palacio.—- respondió Maya.—- Podríamos hablar ahora mismo con él y decirle que deseamos ayudarlo.—-
—- No es conveniente. Piensa que la gente que lo extorsiona seguramente lo mantiene constantemente vigilado para que no intente pedir ayuda, y debe amenazarlo con matarla si lo hace. Tal vez, haya alguien entre los guardias de su custodia o entre sus sirvientes, que forme parte de los secuestradores, de manera que debemos cuidar que no nos descubran.—- expliqué.
—- Entonces, ¿qué haremos?—- preguntó.
—- Se me ha ocurrido una idea que puede dar resultado.—- dije.—- Mañana le llevaréis un mensaje para que pueda encontrarme con él, lejos de las miradas de quienes lo vigilan.—-
—- ¿Dónde lo citaréis?—- preguntó con curiosidad.
—- En el templo de Amón-Ra. En el área prohibida del lago sagrado.—- respondí.
—- Pero,…—- dijo extrañado Maya.—-… los guardias permitirán el ingreso de Merenre pero no os dejarán entrar.—- advirtió Maya.
—- Buscaré alguna manera de escabullirme hacia el interior del recinto sagrado sin que me reconozcan.—- dije.—- Regresemos a casa para que redacte el mensaje que llevaréis antes del alba a su despacho, de forma que Merenre lo encuentre al llegar a la residencia.—-
—- ¿Qué ocurrirá si se alarma al verse descubierto y comete algún error que nos ponga en evidencia?—- preguntó Maya, mientras nos alejábamos de la zona.
—- Por el bien de su madre y de él mismo esperemos que no lo haga porque, de lo contrario, es posible que maten a la anciana.—- repliqué preocupado.—- Le haré saber que actuamos por orden del Faraón, que conocemos su situación y que intentaremos ayudarlo para atrapar a los culpables y salvar a su madre.—- le expliqué.
—- ¿Cómo enviarán la información que les proporciona Merenre?—- preguntó Maya.
—- Deberemos averiguarlo a como de lugar y tendremos que actuar pronto para que no llegue a manos de Parsatatar. Es sumamente importante que encontremos al mensajero que lleva los verdaderos planes de Tutmés al enemigo. Toda la campaña ideada por el Faraón debería ser anulada y aunque fuese modificada, habría perdido gran parte de su valor estratégico al poner en aviso a los hurritas sobre los puntos que nuestras fuerzas tendrían como prioridad atacar.—- comenté.—- ¿Quién es el dueño de la tienda de espectáculos ambulante?—- pregunté.
—- Su nombre es Hiram y, por lo que sé, es un mercader cananeo del sur del país de Retenu.—- comentó.
—- Deberíamos vigilar los movimientos de Hiram y su gente, desde esta misma noche. Busca a Kemy y a Wadj para que colaboren contigo, yo me uniré a vosotros cuando termine la nota para Merenre.—- dije.
—- ¿Informaremos al visir acerca de todo esto?—- preguntó Maya, poco antes de arribar al centro de la metrópoli.
—- Al final, todo se sabrá pero, por ahora, lo mantengamos en secreto por el bien de Merenre y su madre.—- concluí.
Redacté la nota lo más pronto que pude, con el poco material que tenía, ya que frecuentemente no llevaba a casa mis mejores instrumentos para escribir que, normalmente, permanecían en la sala de escribas.
Maya llevó el mensaje como habíamos convenido mientras yo lo reemplazaba en la vigilancia de las tiendas de Hiram. Kemy y Wadj se encontraban vigilando los movimientos del mercader desde otros sectores de la feria.
Transformados en vendedores de productos exóticos proporcionados por Gamartu, y ataviados a la usanza de las naciones del norte para no ser reconocidos, transitamos durante toda la mañana el mercado, husmeando a Hiram y a su gente.
Maya me mostró a la bailarina con quién había estado Merenre aquella noche, y, apreciando la singular belleza de la joven, comprendí que podía estar relacionada directamente con el secuestro de la madre del secretario.
Con el fulgor de Ra, cerca de mediodía, cayendo ardiente sobre el valle, me dirigí al encuentro de Merenre, a quien había citado a la hora de mayor actividad dentro de la mansión del Dios, considerando que en medio del ajetreo de miles de fieles, sacerdotes, aprendices, burócratas y sirvientes, nuestra reunión subrepticia en las estancias sagradas del templo pasaría inadvertida para la muchedumbre que pululaba atareada.
Infiltrado entre un grupo de deudos que esperaban los ritos de Ut para su familiar fallecido, me escabullí hacia el interior de las salas de embalsamamiento y robé una túnica usada, de las que empleaban los sacerdotes que practicaban la incisión y vaciamiento de los cadáveres y con una máscara de ritual del dios Anup que se encontraba allí mismo, me deslicé a través del patio peristilo, hacia la sala de columnas, en donde esperaba encontrar al secretario.
Se sorprendió al verme aparecer de pronto, por detrás de una de las grandes columnas, con la máscara del dios chacal y la túnica sucia de secreciones y sangre humanas.
—- ¡¿Quién sois?!—- preguntó temeroso.
—- Tranquilizaos, soy Shed.—- dije, sin sacarme la máscara.
—- ¿Qué queréis?—- dijo asustado.
—- Confiad en mí. Quiero ayudaros. Nunca olvidaré lo mucho que colaborasteis para que me absolvieran durante el juicio a la princesa Kina.—- dije, intentando calmarlo.
—- ¿El Faraón y Rekhmyre saben de mis actos?—- preguntó, abrumado por la angustia.
—- No creí conveniente revelarles la verdad hasta conocer con certeza las razones de vuestros actos. Siempre os conocí como un hombre digno y un funcionario probo, por ello quiero ayudaros a salir de esto y luego, tal vez, el Faraón y el visir, comprendiendo vuestra situación sean más benignos al dictar la pena, considerando las circunstancias que os impulsaron a actuar como lo hicisteis.—- expliqué.
Transpiraba mucho más que yo que estaba cubierto por las calientes vestiduras y la sofocante máscara.
—- ¿Cómo ocurrió todo?—- pregunté.
—- Fui convencido por el mercader Hiram, luego de innumerables invitaciones y obsequios, de asistir al espectáculo que brindaban sus artistas en la gran tienda que tiene en la feria. Allí conocí a su hija Josabet, la más bella de las bailarinas, y como un estúpido me dejé seducir por sus encantos, cayendo en la trampa que me tendieron.—- confesó con pesadumbre.—- Sabiendo que me había enamorado de Josabet, Hiram empezó a cerrar el cerco a mi alrededor presionándome para conseguir ciertas licencias sobre sus negocios, y exención de impuestos sobre sus ganancias, con el solo objeto de extorsionarme para conseguir cada vez más de mí.
Demasiado tarde, advertí que me estaba hundiendo en un pantano del que no podría salir, sin gran perjuicio para mi carrera. Me amenazó con acusarme ante el propio Faraón si no le entregaba información secreta relacionada con la alianza firmada con los hititas, el número de efectivos de las guarniciones en Retenu y Djahi, las rutas de envío de cereales a nuestros aliados, los lugares de asiento de los puestos de frontera, sitio de tránsito de las delegaciones encargadas de recaudación de tributos e impuestos, etc.
Decidí negarme a continuar accediendo a sus presiones aunque me costase perder mi posición y muchos años de duro trabajo. Lo que más me preocupaba era defraudar la confianza que había depositado Rekhmyre en mí, empero, jamás traicionaría a mi soberano y a mi tierra por salvar mi pellejo. Entonces fue cuando el maldito Hiram mandó a sus hombres que raptaran a mi madre.
Torturado por la culpa y desesperado ante una encrucijada de la que no sabía como salir, cedí a sus pretensiones para salvar la vida de mi pobre madre que inocente de todo cuanto ocurría, se había transformado en víctima de mis debilidades. Hoy ni siquiera estoy seguro de que esté viva.
—- ¿Cuándo la secuestraron?—- pregunté.
—- Hace al menos dos meses y medio.—- respondió.
—- ¿Y cuánto tiempo pasó desde la última vez que la visteis?—- pregunté.
—- Por lo menos tres semanas. Me preocupa que esté enferma o que la hayan dejado morir. Su salud ha flaqueado durante los últimos dos años.—- respondió.
—- ¿Os llevaron a verla al lugar en donde la ocultan o la trajeron hasta la feria?—- pregunté.
—- Me trasladaron con los ojos vendados a un lugar en el desierto a donde la habían llevado. Estaba bien pero se veía muy angustiada y me rompió el corazón verla sufrir por mi culpa.—- respondió acongojado.
—- Debemos averiguar el sitio en donde la tienen secuestrada para poder rescatarla.—- dije.—- ¿Habéis entregado el documento con los planes para la campaña de Tutmés del próximo año?
—- Hice una copia del documento pero, aún no se la entregué. La tengo en mi poder. Creo que Hiram espera esos datos para dejar Waset y viajar hacia el norte, por ello no quiero dárselo hasta que no me entreguen a mi madre.—- dijo convencido.
—- Lo más probable es que la mantenga como rehén hasta salir del país para asegurarse de que no los mandaréis a perseguir para quitarles los documentos y luego matarlos. Fuera de las fronteras de Kemet estarán relativamente seguros y supondrán que ni siquiera os atreveríais a dar a conocer vuestros actos pues lo único que conseguiríais sería poneros la soga al cuello.—- reflexioné.
—- ¡Por la santidad de Eset que no podemos permitir que abandonen Waset!—- exclamó alarmado.
—- Debéis presionarlos para que os permitan verla. Tenéis que amenazarlos con no entregarle los papiros si no lo hacen. Diréis que robaréis los secretos de la expedición cuando os demuestren que vuestra madre se encuentra bien. No os queda otra opción pues si saben que tenéis con vos el plan secreto, os torturarán y destruirán vuestra casa buscándolo hasta conseguirlo.
Simulad que estáis volviéndoos loco, de modo que se preocupen pensando que podrían correr el riesgo de ser descubiertos si el escándalo que provocareis pusiese en alerta a la policía medyau. Os llevarán con ella para calmaros y allí aprovecharemos para rescatarla. Los seguiremos hasta el escondrijo y los atacaremos.—- dije, tratando de darle confianza.
—- Si descubren la trampa matarán a mi madre.—- dijo, dubitativo.—- No puedo ponerla en peligro.—- declaró, retractándose de su intención de cooperar.
—- Eso deberíais haberlo pensado antes.—- dije en tono admonitorio.—- De todas maneras no tenéis la seguridad de que la dejen con vida cuando abandonen el país y por otro lado si les entregáis los documentos y no logramos recuperarlos antes que salgan de Kemet no os podré proteger del Faraón que os condenará a muerte y yo mismo estaré en graves problemas si lo permito. Debéis pensar en la tristeza de vuestra madre cuando quede sola en el mundo.—- confiaba en poder salvar a la anciana y al mismo tiempo evitar que el secreto de la campaña llegase a manos de los hurritas.
—- Tengo miedo, Shed. Soy uno de los funcionarios más importante de Kemet después del propio visir y, estoy temblando como un chiquillo asustado.—- dijo descontrolado.
Conmovido, estreché sus manos y las cubrí con las mías, sintiendo piedad al verlo tan vulnerable.
—- Todos tenemos miedo alguna vez, pero debemos sobreponernos a las causas que lo originan haciéndoles frente. No se puede volver el tiempo atrás y os lo digo por experiencia, uno desearía cambiar algunas cosas del pasado pero como eso es imposible, solo nos resta luchar contra la adversidad y tratar de sobrellevar las consecuencias de nuestros actos.
Ésta misma noche debéis visitar a Hiram y plantearle vuestras exigencias, incomodándolo al punto de provocar su preocupación, impulsándolo a dar el paso en falso que nos permita recuperar a vuestra anciana madre.
El tiempo se nos agota, ya que el Faraón está urgiendo a Rekhmyre para que el grupo de investigación que ha formado, es decir mi gente y yo, obtenga los resultados deseados. El visir nos dio solo unos pocos días más y en menos de una semana debo darle una respuesta, de no ser así, Tutmés enviará a sus esbirros de la custodia a torturar a media ciudad hasta que encuentren algo. Si no permitís que intervengamos no me quedará otra opción que informar a Rekhmyre de vuestros actos y el revuelo que esto ocasionará hará peligrar mucho más la vida de vuestra madre.—- expliqué, al desesperado Merenre.
—- Veo que no tengo alternativa.—- respondió con los ojos lacrimosos.—- Mi corazón se estremece de temor. No podría soportar que ella sufriera algún daño por mi culpa.—- dijo, con la mirada perdida en el vacío.
—- Vamos a evitar que eso ocurra.—- respondí tratando de infundirle optimismo.—- Os seguiré los pasos esta noche cuando veáis a Hiram. No digáis que tenéis los documentos en vuestro poder.—- le advertí.
Terminamos la conversación y abandonamos la sala por diferentes lugares de manera que no nos vieran juntos.
Me despojé de los atuendos robados y salí de allí sin que nadie se hubiese percatado de mi presencia.
Había algo más que me preocupaba pero al tiempo escapaba de mi comprensión integral de los hechos. ¿Cómo llegó a conocer Hiram, un simple mercader de feria, que Merenre sería una víctima ideal para concretar sus planes? Sentía que faltaba atar un cabo en toda esta historia pero no lograba encontrarlo.
Desde una distancia prudencial observé a Merenre dejar el ámbito del templo seguido de lejos por un individuo al que no conocía pero que por su aspecto recordaba a los musculosos malabaristas de Hiram. Grande fue mi sorpresa cuando advertí que a aquel hombre de Hiram le seguía los pasos otro sujeto al que sí conocía. Era uno de los custodios de Tutmés de la guardia cuyo jefe era mi amigo Amenemheb.
¿Qué estaba ocurriendo?—- pensé.—- ¿Porqué estaba ese guardia personal haciendo el trabajo que nos correspondía a los de mi grupo? ¿Me estarían siguiendo a mí y sin darme cuenta los habré llevado hasta Merenre? ¿Habría autorizado el propio Tutmés un grupo paralelo que estaría espiando nuestros movimientos?
Monté en cólera al suponer que posiblemente nos estuviesen utilizando para dar con el culpable, a quién capturarían pasando por encima de la autoridad que merecíamos detentar en virtud del esfuerzo de investigación desplegado en estos interminables días de desvelos, y agotadoras jornadas, siguiendo los pasos de funcionarios que nada tenían que ver con el asunto, erróneamente conducidos por datos equivocados. ¿O acaso también desconfiarían de mí? ¿Pensarían quizás que seríamos capaces de vendernos al enemigo por alguna tentadora oferta?
Furioso me dirigí a palacio para consultar a Rekhmyre por aquella intromisión en nuestra investigación cuando aún no había expirado el plazo concedido por el propio visir.
Entré como la tempestad en el despacho de Rekhmyre a exigir una explicación.
—- ¡¿Shed, como os atrevéis a ingresar de esa manera?!—- preguntó el visir molesto por mi abrupta invasión de su sala.
—- ¡¿Quién autorizó que nos espiaran?!—- exploté, como el rayo en la tormenta. Los guardaespaldas del visir se aproximaron amenazadores hacia mí.
—- Retiraos.—- dijo Rekhmyre a sus custodios y a un escriba que me observó horrorizado por mi osadía para con el visir.—- Mis guardias podrían haberos atacado.
—- ¡Eso sería menos ofensivo que saber que me hacéis espiar por los imbéciles guardias del Faraón!—- respondí.
—- El propio Tutmés, impaciente, a pesar de mi opinión en contrario, ordenó seguiros a Miamón, para conocer lo que estaba ocurriendo con la investigación. Os envié un mensajero a Gamartu vuestro amigo para poneros en aviso pero, por lo que veo no llegó a tiempo.—- respondió resignado.
Miamón, era el segundo de Amenemheb. Éste último era mi amigo y jefe de la custodia del monarca. Tutmés había traído al brutal guardaespaldas del gobernador de Mennufer para secundar a Amenemheb, mucho más reflexivo y previsor que ejecutivo. El ambicioso Miamón, aprovecharía aquel mandato del Faraón, como un escalón para trepar a lo más alto de la custodia desplazando a Amenemheb.
—- Miamón puede echar todo a perder si comete el más mínimo error.—- advertí.—- Ya estamos muy cerca de lograr el objetivo.
—- Shed, ya no hay tiempo para prórrogas. Tutmés a ordenado encontrar al traidor usando cualquier medio para lograrlo. Vuestro grupo deberá dejar la búsqueda.—- dijo.
—- ¡Le estoy diciendo que ya sabemos quién es el responsable de la entrega de información al enemigo!.—- dije exasperado.
—- ¡¿Porqué no lo habéis capturado ya?!.—- preguntó irritado.
—- Porque el responsable es un buen hombre que cometió un grave error y por su culpa su madre puede morir.—- respondí.
—- ¿De quién habláis, Shed?.—- preguntó ansioso.
—- Es Merenre, vuestro secretario.—- respondí entristecido.
—- No puede ser.—- dijo Rekhmyre con gesto de estupefacción.
—- Yo tampoco podía creerlo pero es él, me lo ha confesado con gran pesar. Quienes lo extorsionan tienen secuestrada a su madre.—- afirmé, ante la incrédula mirada del visir.
—- Llamadlo inmediatamente.—- me ordenó Rekhmyre.
—- No es conveniente pues, al parecer, lo vigilan constantemente. Si ellos lo saben dañarán a la madre de Merenre.—- repuse.
Rekhmyre se levantó pensativo de su silla y caminó por la sala con la mirada perdida.
—- ¿Cómo pudo ocurrir semejante cosa?.—- dijo atónito.
—- Hiram, el mercader de espectáculos, le tendió una hábil celada al hacerlo seducir por los encantos de la más bella de sus bailarinas. Él se enamoró de ella y, poco a poco, el mercader lo fue manipulando a través de la muchacha, aprovechándose de sus sentimientos para que le otorgara licencias para sus propios negocios que, el asiático utilizó para obligarlo a situaciones cada vez más comprometedoras.
Muy tarde comprendió Merenre, que había caído en las redes de Hiram y por no poner en riesgo su carrera accedió a entregarle la información referida a los envíos de cereal con rumbo a Khatti. Cuando hubo rumores acerca de la expedición que planeaba Tutmés en tierras de los amorreos, Hiram lo conminó a que le entregase los papiros de la campaña y al negarse a dárselos sin importar las consecuencias que tuviera para su trayectoria como funcionario, Hiram hizo secuestrar a su madre para tenerla como rehén, canjeándola por los documentos que Merenre debía obtener para él.—- expliqué.
—- Tenéis mi autorización para continuar con la misión. ¿Merenre les entregó el plan de invasión a Khinakhny?.—- preguntó preocupado.
—- No lo hizo aún y seguramente eso es lo que esperan para abandonar la capital rumbo al norte.—- respondí.
—- Esos documentos no deben salir de Waset por ningún motivo. Ni siquiera deben llegar a manos de Hiram, no podemos correr ese riesgo.—- dijo el visir.
—- ¿Existe en papiro el plan falso de la campaña?.—- pregunté.
—- No. Solo el plan original fue asentado por escrito.—- respondió.
—- He planeado rescatar a la madre del secretario, engañando a Hiram con entregarle el plan de la campaña si permite que Merenre la vea. Cuando lo lleven con ella, los atacaremos y salvaremos a la anciana.
Necesito que me proporcione un papiro oficial con el plan falso descrito paso a paso como si del verdadero se tratara, para que no despierte sospechas en Hiram. Una vez que atrapemos a Hiram, este documento apócrifo nos serviría de carnada para descubrir al mensajero que lleva la información hacia territorio enemigo.
—- La identidad del mensajero la podemos obtener a través del propio Hiram una vez capturado.—- dijo Rekhmyre como algo obvio.
—- Mi amigo el mercader Gamartu me ha enseñado que los espías de Parsatatar saben que si son capturados sus vidas no valen nada y que se suicidarán antes de que los torturen para sacarles algo. También sé por él, que los hurritas tienen muchos ojos y muchos oídos en todos los países, de manera que será mejor que nadie se entere de la captura del mercader traidor y que rastreemos a sus contactos por medio del plan falso, haciendo pasar a algunos de nuestros hombres como gente de Hiram escapada de nuestras garras y al mismo tiempo, introducir el plan falso para engañar a nuestros enemigos respecto de nuestros movimientos y objetivos en la campaña, induciéndolos a error.—- dije.
—- No decís que Hiram intentará escapar con el papiro hacia el norte?.—- preguntó.
—- Estoy seguro de que Hiram no lleva personalmente la información fuera de Kemet, debe tener contactos en las ciudades del norte del país a quienes las entrega para que la saquen de nuestras fronteras.—- especulé.
—- Os haré confeccionar un papiro con el plan falso y os apoyaré para que intentéis salvar a la madre de Merenre, pero no puedo aseguraros de que convenza al Faraón para que repliegue al grupo de Miamón para que abandone su investigación paralela.—- dijo.
—- Miamón no lleva a cabo ninguna investigación paralela, sino, que se limita a husmear nuestras actividades, sin saber cabalmente lo que estamos haciendo, ni porqué.—- expresé, airado.
Rekhmyre se encogió de hombros dándome a entender que la última decisión al respecto, y, a pesar de todos mis argumentos en contrario, la tenía Tutmés.
—- Veré qué puedo hacer.—- respondió.
—- Necesitaré el papiro para esta misma noche. No debemos dar lugar a que Miamón y sus hombres, interfieran en nuestros planes.—- dije antes de salir.
—- Lo tendréis.—- respondió Rekhmyre, mientras preparaba un papiro.
Fui directamente hacia el mercado del puerto a ver a Gamartu para consultarle algunas inquietudes relacionadas con Hiram.
Luego de recorrer varias calles atravesando la zona de las murallas que circundaban los templos y santuarios de nuestras deidades bajo el impiadoso calor de la tarde, descubrí que un individuo vestido con atuendo de campesino, de rostro enjuto y sombrío, seguía mis pasos con evidente intención de saber sobre mis actividades.
Me irritó sobremanera pensar que Miamón estuviera fisgando mis movimientos. No debía darles oportunidad de conocer la maniobra que planeábamos contra Hiram.
Me introduje entre las tiendas de los mercaderes de Karduniash abarrotadas de géneros, joyas y productos de lujo, entre las que se mezclaban sin concierto, las de los comerciantes de especias procedentes de más allá de Elam.
De lejos observé el gentío curioso arremolinado ante los puestos de unos mercaderes recientemente llegados desde ignotas tierras al oriente del oriente trayendo exóticas mercancías de particular belleza y desconocidas para nuestro pueblo. Estos pequeños hombrecillos de ojos rasgados, caras planas y largas barbas puntiagudas, traficaban entre otras cosas, un clase de cerámica nunca antes vista en nuestras tierras, como así también un tipo de tela tan suave como los pétalos de la flor de loto, que confeccionaban con una especie de hilo que aseguraban ser obtenido a partir de un gusano.
La cuestión es que aprovechando el alboroto, me confundí entre el público para evadirme de mi perseguidor. Di un rodeo al sector corriendo entre las tiendas para acercarme al sujeto y poder sorprenderlo por detrás.
Lo hice trastabillar de un empellón y lo puse de frente contra un pilar inmovilizando uno de sus brazos para poder controlarlo, mientras la gente que se encontraba cerca nos miraba sorprendida.
—- Soy de la guardia ciudadana.—- dije a los que se hallaban cerca para no alarmarlos. Saqué al sujeto de allí para interrogarlo.
—- ¿Por qué me seguís? ¿Quién os mandó? Responded o os romperé el brazo.—- dije amenazándolo.
—- Mi señor, . . . trataba de alcanzaros para darle un mensaje.—- dijo al borde del dolor.—- Me envía vuestro padre a avisaros que Lyna, vuestra suegra, ha fallecido.—- inmediatamente lo solté.
—- Os ruego me disculpéis por el maltrato, y os agradezco por traerme el mensaje.—- dije avergonzado, sin saber cómo compensar al pobre hombre.
La muerte de Lyna era previsible, pero me sorprendió que ocurriese de manera tan sorpresiva.
Aunque debía comenzar el ritual de duelo aquella misma tarde, no podía posponer la reunión con el grupo para salvar a la madre de Merenre. Fui a la tienda de Gamartu en donde esperaba encontrar a Maya.
—- ¡Shed, estábamos inquietos sin saber por qué tardabais en llegar!—- dijo Maya con gesto de preocupación al verme llegar.
El grupo se encontraba completo, incluida Menwi. Les comenté que había confirmado lo referente a Merenre y nos dispusimos a crear un plan para salvar a su madre.
Esa misma noche, los miembros del grupo, nos esparcimos entre la muchedumbre, congregada ante el escenario montado entre las grandes fogatas encendidas en el terreno central de la feria. El público que contemplaba absorto el espectáculo, vivaba acaloradamente las piruetas de los malabaristas dando saltos y cabriolas, mientras Hiram anunciaba a voz en cuello al resto de los artistas, en la presentación durante el inicio de la función de esa noche.
Mientras tres hábiles muchachos deleitaban al populacho haciendo malabares, arrojando por el aire antorchas encendidas de a tres o cuatro sin dejarlas caer, vi llegar a Merenre para sumarse al gentío. Se veía agitado y nervioso y luego de permanecer un momento entre el gentío que observaba alelado el número del ilusionista, se dirigió directamente hacia la tienda de Hiram ubicada en uno de los extremos de la plaza, cuyo dueño se encontraba ante una mesa, contando las ganancias de la jornada, acompañado de su custodio, un forzudo de gran altura y fuertes músculos.
Lo contemplé a la distancia, tranquilo al principio cuando advertí que conversaba con el mercader, manteniendo una postura adecuada, aunque un tanto tensa.
Me inquietó observar que el secretario increpó a Hiram en el momento en que intervino el custodio empujando al funcionario hasta hacerlo retroceder con cierta brusquedad. Hiram ingresó a su tienda dándole la espalda al funcionario y haciendo caso omiso a sus palabras, mientras este reaccionaba descontrolado tratando de ingresar en la tienda. De pronto Merenre sacó del interior de su túnica un papiro que llevaba escondido, dejándolo a la vista del custodio que llamó a su señor, quien retornó interesado a dialogar con el secretario. La escena, que pasaba desapercibida para la multitud, resultó terriblemente preocupante para quienes sabíamos lo que podría acarrear la entrega de aquel papiro al caer en manos de Hiram.
—- ¡Merenre ha entregado el papiro original de la campaña!—- dijo alarmado Maya que se había aproximado entre la gente hasta mi posición.—- ¿Qué haremos ahora?—-
Realmente vacilé en aquel momento sin saber con seguridad si debíamos mantener una actitud expectante o tendríamos que actuar ante la inesperada acción de Merenre.
No tuve tiempo de responder. Una flecha salida de la oscuridad se clavó en el pecho del custodio de Hiram que se desplomó pesadamente. Azorados, vimos escapar al mercader hacia el interior de una de las tiendas contiguas en tanto Merenre gritaba que se detuviera. Ante nuestra propia sorpresa, Miamón y una decena de hombres fuertemente armados salió de entre la muchedumbre blandiendo sus espadas contra el resto de los guardias que protegían a Hiram. Los gritos de pánico del gentío próximo, las mujeres asustadas por el incidente y el llanto de los niños atemorizados, provocaron una estampida entre la multitud aterrorizada que comenzó a huir sin rumbo para ponerse a resguardo de las saetas que caían contra los custodios y los artistas del mercader. En medio de la confusión, vimos a Merenre derrumbarse bajo el efecto de una lanza que le atravesó el pecho cerca del brazo derecho.
Un pavoroso incendio se originó al prenderse fuego las tiendas cuando la gente en su desesperación por escapar, pateó los maderos encendidos de las fogatas contra los puestos que limitaban la plaza.
Nos lanzamos hacia la tienda de Hiram detrás de Miamón y sus hombres que penetraron en el lugar matando a quien se les interpusiera en el camino en busca del mercader.
Hiram, montado en un carro con su auriga y custodiado por dos hombres que lo seguían en otro, huía por la parte de atrás, burlando la persecución de Miamón para salir de la feria bordeando el muro que limitaba el predio. Corrimos hacia ellos Maya, Wadj y yo, en tanto los demás del grupo ayudaban a la gente a salir de la plaza y otros a apagar las llamas que amenazaban con consumir por completo el lugar.
—- ¡Intentan rodear el muro por el este para escapar hacia el desierto!—- les grité, intuyendo lo que hacían.
En ese momento tropecé con una familia que corría en sentido contrario quedando retrasado con respecto a mis compañeros.
Maya con la velocidad de un halcón y la agilidad de un gato, trepó a la parte superior del muro y se lanzó al vacío contra el primero de los carros que pasaba.
Derribó al custodio y golpeó al auriga, que perdiendo el control, cruzó el carro al tironear de las riendas de sus caballos, los cuales se atravesaron en la ruta del carruaje en el que escapaba Hiram, cuyo conductor se vio obligado a frenar para evitar el choque. Wadj que en su carrera había levantado del suelo un largo pedazo de caña, cruzó rápidamente el portal que separaba secciones contiguas del muro, e interceptó al vehículo de Hiram que venía desprevenido viendo como volcaba el carro de sus hombres con el que, por milagro, no habían colisionado.
El golpe de Wadj alcanzó a Hiram entre el pecho y la cara arrancándolo del carro con fuerza hasta finalmente hacerlo caer estrepitosamente en la calle. El auriga frenó el rodado un poco más adelante y apeándose de él nos enfrentó para proteger a su señor.
Ni siquiera le presté atención, dejando que Wadj se ocupara de él. Me preocupaba la condición de Maya que en su caída golpeó duramente contra los custodios y el bastidor del vehículo. No solo temía que hubiese sufrido un serio daño sino que fueran a atacarlo los hombres de Hiram al verlo desvanecido.
Uno de ellos se levantó algo vacilante y mientras yo llegaba alzó su espada del suelo para ir contra Maya que se encontraba completamente inconsciente.
—- ¡¡Cuidado, Maya!!—- grité, temiendo que el barbado cananeo descargara el filo de su khepesh contra mi amigo en completo estado de indefensión.
Como un toro embravecido arremetí contra el custodio que apenas llegó a girar hacia mí, cuando lo embestí con la fuerza de mi impulso haciéndolo chocar de bruces contra el pilar de una de las esfinges con cabeza de carnero que flanqueaban la avenida. Cayó como muerto luego de dar con su cara en la piedra.
Me levanté lo más rápido que pude y asiendo el arma del extranjero con ambas manos, di media vuelta para enfrentar a su compañero que se abalanzaba hacia mí, atacándome por la espalda. A pesar de que su ataque era feroz por los poderosos brazos del sujeto, su lentitud lo hacía menos peligroso, sin embargo, aquella embestida que en otra época me hubiese sido fácil de esquivar, a causa de mi falta de entrenamiento, estuvo a punto de hacerme sucumbir ante un rival inferior en las artes de lucha. No pude evitar que la hoja de su espada marcara un hilo de sangre, como una pequeña culebra roja sobre mi abdomen que podría haber sido una herida mortal, de haberme enfrentado contra un guerrero más veloz.
Salté hacia atrás, sorprendido al descubrir el purpúreo fluido manando de mi vientre, manchando de escarlata mi faldellín. Al verme herido, mi enemigo se lanzó nuevamente sobre mí, blandiendo su espada en alto para concluir la faena. Bloqueé con suma dificultad su pesado golpe en alto, con mi espada aferrada por ambas manos y aprovechando su torpeza para reaccionar, di un círculo a la trayectoria de mi khepesh por detrás de él y la dejé caer con todas mis fuerzas sobre la parte posterior de su pierna derecha, desjarretándolo. Lanzó un espeluznante alarido de dolor al caer tomándose la pierna, que amputada, le colgaba de sus babuchas hechas jirones y empapadas en sangre.
Wadj había recobrado el documento que Hiram, recuperando el conocimiento, llevaba guardado entre sus ropas.
Me acerqué a Maya que se retorcía de dolor en el suelo, para ayudarlo a incorporarse. En el rostro y los miembros exhibía raspones, moretones y magulladuras. Su hombro izquierdo se veía deformado con el brazo caído por delante del cuerpo. Se había dislocado la articulación, que constituía una lesión dolorosa, pero por lo demás no era grave teniendo en cuenta el espectacular acto de arrojo con que había evitado la huida de los asiáticos.
Lo ayudé a levantarse entre la negrura del humo, impulsado por el viento que en ráfagas intermitentes, lanzaba bocanadas de un ardiente hálito, impregnado del nauseabundo olor a carne, pelo, y sangre quemados por el fuego que aún se elevaba indómito en gigantescas llamaradas que, como voraces monstruos, amenazaban con devorar lo que quedaba del mercado.
Mirones y curiosos se juntaron en la calle, comentando la trágica escena, en tanto los curanderos de la feria atendían a los heridos y la mayoría de los ciudadanos de la zona, colaboraban para controlar el siniestro que arriesgaba propagarse a otros sectores de la capital.
Dejé a Maya al cuidado de Wadj y ordené a los soldados medjau que apresaran a Hiram en nombre del Faraón.
Me uní al resto de las tropas medjau y a los efectivos del ejército que habían acudido a la feria a colaborar con los vecinos que luchaban por sofocar las llamas. Estuvimos la noche entera llevando agua en cubos, jarras, odres y cualquier otro recipiente desde las fuentes, pozos, abrevaderos y canales, tratando de combatir contra el viento que arrojaba brazas encendidas hacia las barriadas cercanas provocando focos secundarios.
El aire caliente se elevaba en remolinos que abrasaban la piel y los cabellos, produciendo quemaduras y ocasionando terrible ardor en los ojos.
El pequeño muro que circundaba el predio ferial, no resultaba un medio eficaz que pudiese limitar el avance de las llamas que se elevaban varios codos por encima de las tiendas soplando cenizas al aire, hasta quemar el follaje de las palmeras más altas.
La enorme variedad de mercancías sensibles al intenso calor desatado, y su contacto directo con el fuego, daba más energía al incendio que lo destruía todo a su paso. Muebles, carros, toldos, alfombras, cortinados, edredones, almohadones, etc, formaban el alimento preferido con el que se fortalecía el insaciable enemigo. Estallaban las jarras con vino y cerveza, como así también los envases con perfumes, aromas y esencias. Tampoco pudieron huir de las garras del invasor ígneo un grupo de animales exóticos confinados en jaulas de madera que se convirtieron en sus ataúdes.
Poco antes del amanecer, luego de que fuese controlado el incendio gracias a que había amainado el viento, pudimos descansar.
Pasaron cuatro días hasta que se pudieron recuperar todos los cadáveres y se limpió el terreno que aparentaba un campo de batalla.
Satisfecho por los rápidos resultados obtenidos por Miamón, Tutmés se sintió tranquilo para concretar los preparativos para la campaña asiática. Los sobrevivientes entre los artistas de Hiram fueron apresados y encarcelados junto con el mercader para ser juzgados. El documento conteniendo el plan secreto fue recuperado, sin posibilidades de que ninguna copia pudiese llegar a manos del enemigo y el traidor que ya había provocado graves pérdidas a Kemet y sus aliados, había sido descubierto para finalmente ser castigado. Visto de esa manera, como lo consideró Tutmés, el desempeño de Miamón había sido todo un éxito, que le valió su ascenso a jefe de custodia del soberano, desplazando del cargo a Amenemheb.
La cruda realidad de los acontecimientos era que, los hombres de Miamón habían provocado una masacre, asesinado a la mayoría de los hombres y a varias mujeres que trabajaban para el mercader, y ocasionado la muerte de muchos inocentes espectadores, al desatar el pánico entre la concurrencia que desencadenó la estampida y finalmente la accidental deflagración.
No se pudo conocer el nombre del contacto de Hiram en el norte ya que murió desangrado por heridas auto infligidas. Se cortó las venas de las muñecas antes de ser interrogado y ninguno de los sobrevivientes de entre sus secuaces reveló la identidad de dicha persona, con seguridad, porque no la conocían, a pesar de las torturas a las que los sometió Miamón. Nadie supo explicar como llegó el puñal a sus manos encontrándose recluido en la prisión de la alcaldía. Si bien no contaba con indicios al respecto, mi intuición me decía que Hiram tenía además, al menos, un contacto en la propia capital. Ni el más osado de entre los espías llega a la capital de un poderoso imperio enemigo y se mueve a placer relacionándose con funcionarios de alto rango sin contar con una conexión que guíe su estrategia dentro del ámbito del poder.
De poco me hubiese servido mi corazonada sin contar con pruebas, por lo que me limité a expresar mis sospechas solo al visir que, luego del incidente ocurrido, prefirió no comentarlas con el Faraón. Él mismo temía caer en desgracia con Tutmés por lo que se limitó a cumplir con sus tareas, sin traer al soberano otras preocupaciones que las relacionadas con la próxima campaña militar.
La cautela con que había actuado en el nefasto episodio, me valió una severa reprimenda de parte del Faraón, quien me amonestó por la lentitud en mis procedimientos para llevar adelante la pesquisa; admonición que por poco no llegó a convertirse en una acusación directa de complicidad al tratar de ayudar a Merenre, de la que me libré solo gracias a que Rekhmyre afirmó ante el soberano que yo le había adelantado la identidad del traidor y que él mismo me había autorizado a proceder según mi criterio, antes de que se sucedieran los lamentables sucesos en la feria.
Merenre sobrevivió a la herida provocada por el ataque de los hombres de Miamón, empero, tal vez hubiese sido más afortunado para él perder la vida allí, que vivir para soportar lo que le deparó el destino.
Josabet, la bella mujer cananea, murió atravesada por una flecha de los hombres de Miamón, a pesar de que Merenre, herido como estaba, la salvó de perecer en las llamas y la cuidó hasta la llegada de los curanderos. Ella misma, antes de morir, le dijo a Merenre que su madre había sido llevada esa noche a la feria, para que él pudiera verla, pero su madre, a quien tenían oculta en una de las tiendas, falleció en el incendio.
El juicio a Merenre fue penoso y nada pude hacer para menguar la culpabilidad que ante los ojos de Tutmés, pesaba sobre él. Se abandonó de manera completa luego de conocer el destino de su madre. Jamás intentó defenderse durante el proceso, permaneciendo en silencio sin alzar la voz para justificar ninguno de sus actos o para negar calumniosas acusaciones que elevaron aquellos pérfidos burócratas que se beneficiaban de su desgracia. El secretario de Rekhmyre fue encontrado culpable y condenado a muerte por traición. Tal vez, él deseaba el fatal desenlace como una liberación a su ka torturado por los remordimientos.
Mi intento de ayudar a Merenre ocasionó que las sombras de la desconfianza volviesen a levantarse como un muro entre el Faraón y yo.
Aquellos aciagos sucesos provocaron una gran tristeza a Rekhmyre, afectando su salud, ya deteriorada por la muerte de Ahset y su avanzada edad.
El grupo formado para la investigación se desbarató, pero mantuve una buena amistad con todos sus miembros, a quienes compensé con mi propio peculio por su trabajo.
Finalmente, mi encono en contra de Miamón, por la innecesaria violencia que desplegó y la matanza de la que lo hice responsable durante el juicio, me valió su enemistad de por vida, que se transformaría en un odio que perduraría hasta el final de mi estancia en Kemet.
Capítulo 15
"La conquista de Uartet y Arvad."
Mi vínculo con Menwi se prolongó en el tiempo, sin que ninguno de los dos intentase definir si se trataba de una amistad o algo más, teniendo en cuenta que ella nunca pensó en dejar su oficio de meretriz y yo jamás tuve intención de solicitarle que lo abandonara.
Nuestros encuentros solían ser ardientes y desenfrenados, pero desprovistos de sentimientos más profundos de ambas partes, según creía yo. Nunca nos prometimos nada, nunca pedimos ni exigimos nada del otro, jamás la sombra de los celos volvió a ensombrecer nuestras miradas al entregarnos al placer sin preguntas ni condiciones. Vivíamos en mundos separados pero al mismo tiempo nos unía la pasión. Tal vez me aferré a ella como el náufrago ase su tabla de salvación; quizás necesitaba sentir el calor y el afecto de una mujer, al sentirme tan desvalido luego de haber perdido a Tausert. Mis propios prejuicios, los de la sociedad a la que pertenecía, me separaban de ella porque no me permitían verla como a cualquier mujer, con quién formar una pareja y constituir un hogar. Nunca llegué a amarla pero, siempre me pregunté si mis sentimientos hubiesen sido diferentes de no haber sido ella prostituta.
Me sentía muy complacido por la sensualidad de aquellas noches, sin embargo, mi corazón y mi alma, parecían sepultados en la misma tumba en que me esperaba mi esposa para que compartiésemos la vida eterna. Tal vez, el amor hubiese muerto con ella, quizás la vida no guardaba más que una sola posibilidad de amar de verdad como yo había amado a Tausert. Pero, ¿Qué secreto ocultaban aquellas visiones borrosas que se esfumaban entre sueños? ¿Qué significado tenían las imágenes de paisajes desconocidos envueltos en niebla? ¿Quién me observaba con esa mirada melancólica que me despertaba como un incomprensible presagio en la quietud de la madrugada? ¿Dónde encontraría la pureza que adivinaba en esos ojos tristes y nostálgicos? Como las dunas son esculpidas por el viento y las huellas en la playa son borradas por las olas, así llegaban y desaparecían esas misteriosas señales que no sabía interpretar, o que quizás solo fuesen fantasmas que vagaban como mudos habitantes de mi imaginación.
Fui amante de Menwi durante aquellos meses, sin cuestionamientos, sin despedidas ni promesas de futuro, pensando en mi eventual regreso a Kemet luego de emprender el viaje a las tierras del norte, formando parte de la expedición de conquista en la campaña del año veintinueve de reinado de Tutmés III.
Una semana después de la fiesta de Opet de ese año, partimos de Waset hacia el norte, rumbo al delta del Hep-ur con la mayor parte de la flota del Alto Kemet. Llevé conmigo mi caballo aunque me costó no poco convencer al capitán para que me autorizara a ello.
El puerto de Peru-nefer, estaba siendo engrandecido por orden de su majestad para transformarlo en una enorme base naval, dirigida a albergar grandes escuadras como la que se disponía a lanzar sobre las costas de Amurru.
Con madera de los bosques de Khinakhny y de las tropicales tierras del sur en donde nace el Hep-ur, fueron ensambladas veintiocho naves de alta mar, aunque no todas del mismo porte, que sumarían un total de cincuenta y dos con las que aguardaban en el puerto de Mennufer para completar la escuadra.
En un lugar preferencial del puerto esperaba la nueva nave del Faraón. La nave insignia al igual que otras ocho naves más que la secundaban, eran realmente colosales, aunque por supuesto, las demás carecían de la pompa y el boato de la nave real. En su conjunto, constituirían la vanguardia de la flota.
De más de cien codos de largo, la nave del soberano contaba con veinticinco pares de largos y fuertes remos, impulsados cada uno por tres esclavos. El sistema de dirección estaba formado por un timón doble de remo, controlado por dos timoneles. La vela cuadrangular, más ancha que alta, exhibía en el centro de su blanca faz de proa, el dorado símbolo del ureo real.
La camareta central, se hallaba construida en madera de cedro, íntegramente recubierta con láminas de oro, grabadas y pintadas, representando escenas épicas y religiosas en las que se veía al Faraón en diferentes actividades guerreras en las que doblegaba a sus enemigos y en otras, ofrendando a los dioses.
Los castillos de proa y popa, también en madera de cedro, mostraban paneles laterales colados en oro en forma de carneros los de proa como manifestación del dios Amón y como toros los de popa en franca alusión al dios Hep.
Un bello halcón de bronce, de una majestuosidad excelentemente lograda, símbolo del Dios Hor, enfundaba el extremo de la proa de dicha nave, en tanto que otras, portaban un león de cobre en el mismo sitio.
Me encontraba en Peru-nefer admirando los detalles relacionados con la ampliación del puerto aún inconcluso, cuando fui llamado ante la presencia del soberano.
En la sala del trono del palacio de Mennufer, fuimos reunidos los intérpretes que acompañaríamos a los comandantes de batallón, con quienes colaboraríamos como traductores para la comunicación con los gobernantes, funcionarios y demás habitantes de los países sobre los que fuesen avanzando las tropas y posteriormente, asesorando a los jefes de guarnición asentadas en territorios sometidos al vasallaje.
Fui asignado por Tutmés para secundar al general Sipar y a su lugarteniente el idenu Upma’at, un joven aristócrata soberbio, arrogante e inescrupuloso, formado en las filas del nuevo ejército, entre los oficiales de la nobleza deseosos de enriquecerse del saqueo y el abuso de las naciones sometidas. Lo secundaba un jefe de carros de origen mashawash de nombre Osorcon que, mucho mayor de edad que su superior, soportaba la humillación y los insultos del joven Upma’at. Tratándolo como a un siervo, lo degradaba delante de los otros portaestandartes por su condición de extranjero. Osorcon actuaba de forma obsecuente y sumisa, como un perro hambriento que espera recibir las sobras de la mesa de su señor. Sabía que por su edad no le quedaban muchos años para servir entre las tropas mercenarias y que ocupar la jefatura de carros era una buena oportunidad de acumular alguna riqueza antes de dejar el ejército, aunque debiera mostrarse sumiso cuando el joven oficial lo ridiculizaba, mofándose de él.
Desde el primer encuentro, Upma’at intentó hacer prevalecer su condición de noble sobre mí, conociendo mi procedencia de los estratos bajos de la población.
—- Es grande la generosidad de su majestad, al permitir que los hijos de la chusma accedan a la diplomacia. Seguramente, me será más útil de siervo que de traductor.—- dijo, burlándose de mí delante de sus pares de la nobleza.
—- Es cierto que mi señor es generoso, pero ello nada tiene con mis funciones de intérprete. Mis conocimientos adquiridos con años de estudio, ayudarán a iluminar vuestra ignorancia en las lenguas y las costumbres de los pueblos extranjeros, sobre los que nuestro monarca extenderá su señorío. Él os ha encomendado mantener la paz y el orden sin los cuales es imposible beneficiarse de las riquezas que Kemet recibirá como tributo e impuestos, y la única manera de conservar el dominio sobre los pueblos subyugados es la comunicación y las buenas relaciones. Si el yugo es demasiado severo provocará constantes rebeliones y si el control se relaja fomentará intentos de emancipación reiterados. Por eso, se debe conocer la manera de pensar, de sentir y de actuar de nuestros aliados y también la de nuestros enemigos.—- Upma’at enmudeció ante mi contestación, tras lo cual me retiré sin darle posibilidad de respuesta.
Quizás creyera que podía tratarme como lo hacía con Osorcon pero, desde el principio, me ocupé de demostrarle que mi condición de asistente en materia diplomática, no me convertía en su sirviente. Por supuesto, mi actitud me valió su rápida enemistad, por lo que debía cuidarme de su lengua que estaría pronta a acusarme ante sus superiores del ejército y aún ante el propio Tutmés.
Zarpamos de Peru-nefer, el puerto de Mennufer, aquella madrugada luego de ultimados los preparativos del viaje.
Con buen tiempo, cielo despejado y las velas de los navíos henchidos por la fresca brisa matinal, atravesamos el tramo sur del delta, antes que el enorme disco de Atón hiciese su aparición sobre el horizonte oriental. Desde la baranda de estribor, observé la variada fauna de hipopótamos, cocodrilos, garzas, grullas, ocas, gansos y chorlitos que habitaba la costa cubierta por juncos, papiros y lotos. En ciertos sectores la frondosa vegetación acuática impedía el tránsito fluido al cubrir vastos sectores entre las riberas. Los sectores menos anegados, mostraban campos de cultivo y, de vez en cuando, se divisaban a la distancia, rebaños de cabras, ovejas o vacas en terrenos de pastos.
Abandonamos la costa de Kemet luego de mediodía, bajo el intenso calor de la tarde, apareciendo ante nuestra vista la impresionante vastedad del "Gran verde" cuyas turbulentas aguas nos disponíamos a atravesar durante varias jornadas de navegación. Todo dependía del buen tiempo y de la intensidad y dirección de los vientos.
El aire marino, trajo a mi memoria los recuerdos de aquel primer viaje a Khinakhny cuando era un aspirante al cuerpo de custodia de Tutmés. A pesar del peligro que conllevaba la misión y de mi falta de experiencia, fueron momentos emotivos en los que me sentía entusiasmado ante la perspectiva de conocer nuevas tierras y lejanos países, habitados por pueblos de extrañas costumbres y modo de vida distintos a los nuestros. Todo era novedoso y excitante.
Hoy las cosas se veían diferentes y abandonar Kemet me entristecía por dejar a Kai, mi pequeño hijo, y a mis padres. También sentía cierto temor de morir lejos de mi tierra y que mi cadáver no pudiese ser momificado para descansar junto al de mi amada esposa. ¿Qué podía esperar de una nueva expedición de conquista sino, ver más derramamiento de sangre, sufrimiento y muerte, para someter a otros pueblos que eran víctimas inocentes de la disputa territorial entre los imperios de Kemet y Naharín?
Sin grandes expectativas con respecto a lo que me depararía la campaña como espectador del choque armado, tenía como único objetivo, el descifrar la trama del complicado tejido que formaban las relaciones internacionales a través del conocimiento de los factores que movían los intereses de los imperios y sus aliados. Tal vez, de esa manera, colaborara con la victoria de Tutmés para que la hegemonía de Kemet condujera al final de la guerra con los hurritas de Naharín. Con los enemigos sojuzgados y los territorios de la región bajo el control de nuestros ejércitos, llegarían tiempos de paz y tranquilidad. Al menos eso era lo que yo pensaba en aquella época, pues, ¿no sería acaso la paz, el fin último del imperio que terminase victorioso, cuando el adversario fuese derrotado? Parecía una conclusión razonable, pues los pueblos que deben soportar que la lucha se desarrolle sobre sus territorios, tienen serias dificultades para producir lo que se espera de ellos. ¿Cómo exigir tributo a las naciones diezmadas por el hambre, las pestes y la muerte que llevaba consigo la guerra? Sin embargo, el tiempo me llevaría a comprender que, la imagen que se dibujaba en el complejo tapiz en que se imbricaban estrechamente las fuerzas de los pueblos de la región, descubría que el equilibrio que conduciría al advenimiento de una era de paz, sería siempre tan precario que jamás podría lograrse su establecimiento de forma duradera. Pero, no debo adelantarme a los hechos.
La estrategia planeada por Tutmés, llevaría a dividir la flota al abandonar la ciudad costera de Joppe, después de completar nuestro abastecimiento, tras lo cual, un total de veinte embarcaciones zarparían tres días antes que nosotros y efectuarían una maniobra de distracción sobre la ciudad puerto de Sidón, buscando atraer la atención de la escuadra cananea con asiento en Khepen, conocida en Keftiu con el nombre de Biblos, que enviaría parte de su flota hacia el sur, en apoyo de la ciudad atacada, dejando desprotegidas las ciudades del norte. El resto de nuestra flota, a la cual se uniría el grupo de distracción, caería con todo su poderío sobre las costas de Uartet y Arvad, las que constituirían los verdaderos objetivos.
La ciudad costera de Sidón había sido reforzada por nuestros enemigos en el último año, en vista de la expansión del dominio marítimo de Kemet, después del acceso al trono de Tutmés. Lo mismo, habían hecho los soberanos de Biblos y Tiro que formando una alianza, se prestaban apoyo ante un eventual ataque de nuestra armada. Obviamente la importancia de estas ciudades de Khinakhny, era muy superior a la que detentaban las urbes portuarias de Amurru, sin embargo, el ataque franco, terrestre o marítimo de las primeras, hubiese exigido un esfuerzo bélico y una inversión de recursos que Tutmés consideraba innecesario malgastar, teniendo como opción aislar a estas ricas metrópolis cercándolas a través de la ocupación de las regiones vecinas, impidiendo que partiesen de, o llegasen a ellas, las caravanas comerciales del interior, y bloqueando sus puertos para interrumpir su comercio marítimo. Era cuestión de tiempo que tuviesen que rendirse y reconocer el vasallaje respecto de Kemet. Mientras tanto, los ejércitos desembarcados en Amurru penetrarían en el país de Djahi, y atacarían a los reinos aliados de Parsatatar para debilitar su influencia en la región.
Con un suave viento en contra y la fuerza de los remos a menos de la mitad de su capacidad, progresamos hacia el noroeste con más de treinta naves, abandonando la proximidad de las costas, para evitar avanzar a través de las rutas comerciales transitadas por las embarcaciones mercantes. No podíamos darnos el lujo de ser descubiertos y fracasar en la misión por un simple descuido. La utilización de palomas mensajeras, implementada desde tiempo atrás por nuestros ejércitos, había sido adoptada por todos los pueblos del mundo conocido y eran frecuentemente utilizadas por las patrullas navales para prevenir a las flotas atracadas en los puertos base.
El periplo prefijado transcurría fuera de las corrientes marítimas que atravesaban el oriente del "Gran verde", dando un largo rodeo que permitiese a nuestros enemigos trasladar la flota hacia el sur, dejando a nuestra merced a las ciudades puerto del norte.
La primera paloma mensajera llegó a la nave real y la segunda, poco tiempo después, enviadas por la flota de distracción, confirmando el arribo de las naves de Biblos en apoyo de la escuadra de Sidón.
A partir de ese momento con las velas plegadas, los remeros nehesi fueron azotados para que impulsaran las naves con toda la fuerza de sus músculos hacia la costa asiática, hasta que los vientos fuesen favorables a nuestro avance.
Las palas de los remos batían el agua salpicando las barandas de babor y estribor, formando intermitentes dibujos en la espuma marina mientras subían y bajaban con violencia hendiendo las olas.
Los remeros nehesi bufaban como toros, tirando y empujando en conjunto, al compás de los repiques de los tambores situados en la popa, con sus oscuras pieles sudando profusamente bajo el intenso sol de mediodía, impregnando el aire sobre cubierta con el desagradable olor de su transpiración, hediendo a cebollas, que constituían una parte importante de su dieta.
Cuatro embarcaciones sidonias provenientes de Alashiya y Keftiu fueron interceptadas por la armada, siendo incautadas sus mercaderías y tomados prisioneros sus tripulantes, a dos jornadas para llegar a Uartet. No hubo más retardos ni contratiempos que frenaran la marcha de la armada de Kemet. La noche previa a que el vigía de la nave capitana alcanzara a avistar la costa de Amurru, descubrimos luces a babor de nuestra formación. Antes de que se sospechara de una patrulla enemiga la nave de vanguardia de aquella formación, desplegó su vela iluminando la proa para que identificáramos con claridad el ureo real estampado en su centro. Eran las naves de la flota de distracción que nos habían dado alcance para reforzar el ataque a los puertos de Uartet y Arvad.
La madrugada del desembarco alcanzamos a divisar las luces de Uartet todavía dormida, indefensa y desprevenida, poco antes del alba, con las primeras luces del nuevo día insinuándose en purpúreos reflejos sobre el perfil montañoso del país de Djahi al oriente de la región costera de Amurru.
En aquellas tristes circunstancias, llegaría a conocer esa tierra, cuna de extraños dioses que la bendijeron con tanta belleza y fertilidad que solo Kemet podría igualar. Sus aguas son ricas en variedad de peces, sus campos rebosantes de rubias espigas, las faldas de sus colinas revientan de plantas de vid preñadas de las mejores uvas, para llenar los lagares con el más exquisito vino, montañas cubiertas de vegetación arbórea de deliciosos frutos y valiosas maderas, llenas de exuberante vida salvaje y guardando en la intimidad de la roca, metales y piedras preciosas.
A ese paraíso de lujuriosa hermosura llegábamos a invadir, subyugar y matar, como tantos otros ejércitos extranjeros atraídos por la codicia hacia sus riquezas naturales, para someter a la población local esclavizándola por la fuerza de la violencia, para robar los frutos de su trabajo y los dones de su suelo.
Nunca pude evitar ponerme en el lugar de los oprimidos quizá, por mi origen de humilde campesino quizá, por el recuerdo de las penurias que mi padre me relató haber sufrido en su infancia de nómada y luego de esclavo del templo de Khmun. Qué difícil parece, para los ricos y poderosos que nunca tuvieron hambre, que nunca sintieron frío, ni cayeron exhaustos luego de una agotadora jornada de duro trabajo en el impiadoso calor de la tarde, compadecerse de aquellos que sufren la crueldad de su yugo, el despojo, el abuso, el maltrato y la brutalidad de los grandes señores que cargan sus hombros de pesados tributos, de excesivos impuestos, adueñándose de sus vidas y las de sus familias, sin importarles su dolor, angustia y sufrimiento, existiendo de manera miserable hasta que los sorprende la muerte que de forma impiadosa, como el segador empuñando su hoz, troncha de cuajo sus vanas ilusiones de alcanzar algún día un momento de felicidad.
Como hienas cayendo en manada sobre un desahuciado e indefenso animal, nuestras naves hicieron presa de la costa, ante la aterrada mirada de la gente que iniciaba sus actividades en el embarcadero del puerto de Uartet. Paralizados por la sorpresa, no atinaban a reaccionar al observar el desembarco de miles de soldados que de norte a sur, abordaban las playas de su país blandiendo lanzas, espadas y palos contra sus habitantes y avanzando sobre la ciudad.
Descendí con los demás funcionarios que acompañaban al Faraón, transportado en su litera y a los altos oficiales, avanzando con la retaguardia de las tropas por las avenidas de la ciudad.
A medida que mis pasos me llevaban hacia las calles interiores de la urbe, mis ojos no daban crédito del salvajismo con que nuestras tropas atacaban a todo aquel que se pusiese en frente, ante la satisfecha mirada de los superiores del ejército que, imperturbables, hacían caso omiso del vandalismo a que sometían a los civiles, transformados en víctimas de nuestros soldados transformados en viles saqueadores.
Los defensores eran masacrados sin piedad e innecesariamente, y muchos de ellos ni siquiera se encontraban armados ya que corrían desorientados entre la multitud aterrorizada.
Los comerciantes y mercaderes lloraban su ruina, luego de ser golpeados, expoliados, y destruidas sus mercancías. Los ancianos apartados a garrotazos de las vías de avance de los combatientes. Las mujeres corriendo despavoridas con sus hijos en brazos temiendo que muriesen bajo las hordas de salvajes arrasando y quemando todo a su paso.
Cerca de mí y mientras contemplaba espantado el execrable comportamiento de los nuestros, sin que los oficiales intentaran modificar la situación, pude ver a un corpulento soldado arremeter sobre una bella joven nativa a la que asió de la manga de su vestido y llevó a tirones hacia una vivienda próxima cuya puerta pateó, sin conseguir abrir. La muchacha, apenas núbil, trato de soltarse y en el forcejeo desprendió la manga de su túnica tras lo cual se echó a correr pero, rápidamente, fue alcanzada de nuevo por su perseguidor que esta vez la tomó por la muñeca. La joven, llorando y suplicando, le decía en su lengua al agresor, que le entregaría sus ajorcas y sortijas para que no le hiciera daño. El soldado, sin comprenderla, y sin importarle el miedo que podía leer en su mirada, la arrastró hasta introducirla en un cobertizo empujándola a un rincón. La muchacha cayó golpeándose contra la pared, pero, rápidamente, se levantó e intentó escaparse por una ventana lateral mas el hombre se lo impidió, tras lo cual, la abofeteó y desgarrándole la vestimenta la atrajo hacia sí, besándola por la fuerza para finalmente arrojarla contra el heno acumulado en una esquina. No pude soportar más aquella situación, y corrí para interponerme entre ellos.
—- ¡Dejadla!—- le ordené, en tono airado.
Era gordo, fuerte y casi de mi estatura. Me miró con desdén, quitándose el faldellín, sin sacarme la vista de encima, como demostrando que no tenía autoridad sobre él y que yo no podría impedir que se diese un festín con la indefensa joven.
—- Apartaos o os romperé la cabeza.—- amenazó el sujeto.
—- ¡Os dije que la dejarais en paz!—- repetí con decisión, esperando el golpe del bastón que empuñaba.—- ¡Soy funcionario del Faraón y os ordeno que la dejéis tranquila!
—- No recibo órdenes de un escriba. Nuestro superior nos dijo que les hiciéramos sentir el rigor de Amón.—- me espetó, desafiante.
Embistió de repente pero lo esquivé, sin embargo, me arrinconó junto a la muchacha que giró y se acurrucó entre la hierba. Casi tropiezo con ella a punto de perder pie por no pisarla.
—- ¡Esto os enseñará a no entrometeros en lo que no os concierne!—- gritó furioso.
Levantó el palo para asestarme el golpe con todas sus fuerzas pero me agaché y aferré un puñado de heno y tierra que le lancé en la cara. Al quedar momentáneamente cegado, lo pateé en los testículos, provocando que soltara el palo y se contrajera de dolor, agachándose para tomarse la entrepierna, circunstancia que aproveché para tumbarlo de una trompada.
Giré hacia la muchacha para ayudarla a salir de allí antes que se levantara el soldado. Se estremeció al tomarla de la mano.
—- ¡No me hagáis daño, os lo ruego!—- dijo asustada, con el rostro sucio, surcado de lágrimas y el cabello de desgreñado.
—- No temáis. No voy a haceros daño. Podéis ir con vuestra familia.—- respondí en cananeo.
Me miró extrañada, confundida por mi evidente aspecto extranjero en contraste con mi dominio de su lengua.
Los miembros de la turba nos atropellaron para saquear lo que quedaba de una tienda de géneros que comenzaba a incendiarse.
—- Mi padre está muerto. Ellos lo mataron.—- dijo, señalando a los soldados de Kemet que pululaban en las calles.
—- Sois libre de ir con quien queráis.—- dije.
—- No tengo más familia.—- respondió, angustiada y con ojos suplicantes.
—- No puedo hacer nada más para ayudaros.—- contesté.
—- Os suplico me llevéis con vos. Tengo miedo que vuelvan a atacarme.—- respondió, tomándome la mano.
—- No puedo llevaros conmigo. Debo cumplir funciones y no puedo cuidar de vos.—- dije, intentando desanimarla mientras trataba de alejarme de ella.
—- No me dejéis, os lo ruego. La noche será larga y no tengo siquiera un lugar seguro en donde dormir. Mi hogar está en ruinas y el fuego lo ha consumido todo al punto que ni una cobija me a quedado.—- respondió, afligida por su desamparo.
—- No depende de mi voluntad. Además, no me conocéis. Puedo ser tan malvado como el hombre del que os salvé.—- respondí. Sin embargo, sentí pena por ella, y me preocupó pensar que permaneciera sola en las calles de Uartet.
—- No es verdad. Si fuerais perverso no hubieseis arriesgado vuestra vida por salvarme, para luego dejarme en libertad.—- volvió a atravesar mi corazón con su mirada de cordero sacrificado. —- Yo puedo serviros. Seré vuestra esclava.—- contestó rogando mi atención.
Mi tío Acán no tardará en llegar con una caravana desde Washukany. Dejadme que permanezca con vos hasta que pueda irme con él.—- no soltaba mi brazo y me impedía volver con los demás funcionarios a los que ya había perdido de vista.
—- Veré que puedo hacer pero, no os aseguro que pueda llevaros conmigo.—- respondí, sin saber si me autorizarían a tomarla como esclava.—- ¿Cuál es vuestro nombre?—- pregunté.
—- Mi nombre es Ataliya. ¿Cuál es vuestro nombre, mi señor?—- dijo, adoptando una actitud de sirviente que yo no le había pedido. Me hizo reír su ocurrencia.
—- Mi nombre es Shed.—- respondí.
—- Mi señor Shed, no pido nada para mí, mas, os ruego me ayudéis a brindar a mi padre un entierro decente y una digna sepultura.—- dijo la joven.
Observando que los nuestros se encontraban muy ocupados en saquear y destruir, no creí que fuesen a necesitar urgentemente de mis servicios de intérprete, de modo que accedí a los requerimientos de la muchacha.
—- Decidme que hacer para que tenga una ceremonia honorable; yo os secundaré en lo que pueda.—- respondí.
Besó mis manos, arrodillándose ante mí.
—- La gracia del gran Teshut os bendiga.—- respondió.
Llevé en mis brazos el cuerpo sin vida del anciano, acompañado por Ataliya que me condujo hasta los restos humeantes de su casa. Mientras yo dejaba el cadáver de su progenitor, preparaba el carro y uncía los asnos al yugo, ella extrajo de un disimulado pozo en el suelo del establo, un pequeño saco con joyas de oro. Sin perder tiempo, nos pusimos en camino hacia el sitio ceremonial en donde los sacerdotes del culto a los antepasados prepararían los restos del difunto.
Subimos lentamente la ladera de la más alta de las colinas que rodeaban la ciudad a través de un sendero de lajas, flanqueado por encinas, robles y enebros, entre la vasta extensión de pinos y cedros, hasta el edificio que coronaba la cima.
Al llegar, ingresamos a través de un pórtico de cuatro gruesas columnas de roca, para llegar a una amplia sala de piso de caliza y techo de madera, en donde el gentío se reunía lamentando a sus muertos.
Barbados sacerdotes de largos cabellos, recibieron el cadáver y lo posaron en una estancia interior, junto con otros que habían sido llevados por sus deudos. Entre aquellos había muchas mujeres jóvenes y viejas y algunos hombres que lloraban desconsoladas por las pérdidas de sus seres queridos abatidos en combate o asesinados por los soldados de Kemet.
Las mujeres llevaban sus cabezas cubiertas por largos lienzos y sus rostros velados en señal de duelo. Los hombres llevaban una faja negra en su cintura y sus cabellos atados en trenzas de a pares.
Al verme entrar, reconocieron mi aspecto, observándome con desconfianza.
Un hombre, visiblemente ofuscado por mi presencia en el lugar, se acercó a mí con gesto airado, desenvainando el puñal que portaba a un lado del cuerpo.
—- ¡¿Acaso, no os alcanza con asesinar impunemente a nuestra gente, que venís a profanar nuestro templo y a perturbar el descanso de nuestros muertos?!—- gritó, furioso.
—- Él, es mi esposo.—- dijo Atalaya, interponiéndose entre ambos.—- Es un mercader de Kemet y no tiene nada que ver con el ejército que mata a nuestra gente.—-
Sin estar seguro de creerle o no, el sujeto frenó su amenaza, mientras era alejado por un par de mujeres que se hallaban con él y trataban de convencerlo de que la violencia no conducía a nada.
—- ¿Porqué dijisteis que soy vuestro esposo?—- pregunté extrañado.
—- Lo dije para disuadirlo de que os atacara, pues, según nuestras leyes, si un hombre mata a otro, sin motivo alguno, tiene la obligación de mantener a su viuda de por vida.—- respondió.
Ataliya pagó en oro el tratamiento de las exequias de su padre y un lugar para su enterramiento en la montaña sagrada.
Su padre era un mercader de la ciudad de Kadesh que, luego de la muerte de su esposa (la madre de Ataliya), había llevado a su hija a vivir a Uartet por ser ésta una ciudad más tranquila y próspera para el comercio. Con su muerte, Ataliya había quedado sola, sin familiares ni parientes, por lo que planeaba volver a Kadesh con Acán, en cuanto la situación se calmara y pudiese vender el negocio de su padre a algún otro mercader. Mientras tanto, temía ser secuestrada para ser llevada como esclava, por su juventud y belleza, a los traficantes de mujeres que la venderían en algún lejano país para ser una más de las concubinas de algún monarca extranjero.
Cuando regresé al centro de Uartet acompañado por Ataliya, la toma de la ciudad había concluido. Pregunté a un grupo de oficiales por el lugar en donde se encontraba el Faraón y me informaron que se encontraba en el palacio del príncipe local.
Sin tiempo para defenderse, las desorientadas guarniciones nativas, no habían acertado a organizar una defensa adecuada que pudiese frenar la embestida de los batallones de vanguardia de Kemet, que arrasaron con cualquier intento de resistencia, terminando con los restos de los efectivos del desbandado ejército amorreo en una apresurada retirada hacia la residencia del príncipe local. Allí se encontraba el gobernante cobijado con su familia, temeroso de ser asesinado por los violentos ataques de los cuerpos de choque, bajo las órdenes del general Uneg.
En el portal de entrada al palacio, dejé a Ataliya al cuidado de los guardianes, ordenándoles que la mantuvieran vigilada en razón de que era mi esclava, amenazándolos con represalias si ella escapaba o algo le sucedía.
La residencia de Uartet carecía del lujo y la amplitud de los palacios que habitaba la familia real de Kemet. Sin embargo, era un lugar de una elegante sobriedad y belleza en la distribución de las estancias y los espacios libres. Salas amplias y ventiladas permitían el ingreso de la luz del día a través de amplios ventanales por los que la fresca brisa de occidente llevaría las fragancias marinas a sus interiores, atemperando los cálidos veranos en tanto que, los bosques de las colinas cercanas, proporcionarían la protección contra el gélido viento boreal, impregnando el ambiente con sus aromáticas resinas y el perfume de sus flores silvestres.
A pesar de que el día era triste y pobre en luminosidad, se adivinaba la hermosura que, los lirios y las azufaifas, las amapolas y los acianos de los jardines, entre un abigarrado conjunto de otras plantas ornamentales desconocidas para mí, desnudarían bajo la radiante brillantez de un resplandeciente cielo azul, coronado por la grandeza de Ra.
Al entrar en la austera sala del trono, presencié una escena por demás desgarradora y concluyente, en cuanto a mis sospechas del cambio en el carácter del Faraón, otrora noble y generoso, a uno insensible y cruel.
—- ¡Llevaos los cofres con alhajas y piedras preciosas, quedaos con nuestros esclavos, tomad la mies de nuestros campos y los tesoros de nuestros dioses pero, os lo suplico, os lo imploro, no me quitéis a mis hijos!—- exclamó la reina, desgarrada por el dolor.
Sin importarle su dignidad de soberana, sus delicadas facciones desencajadas por la angustia, se hallaba arrodillada aferrando los pies del Faraón, con el rostro surcado por lágrimas de vano desconsuelo. Suplicante, se inclinó con la humildad de una madre desesperada, rogando que su verdugo revocara aquella sentencia que laceraba más su corazón que el filo de una espada.
Tutmés, sentado en el trono de su vasallo, observaba imperturbable el sufrimiento de la dama asiática.
—-¡Mi buen señor, tened misericordia de vuestra humilde súbdito!¡No os llevéis a mis hijos! Miradlos, son apenas unos niños.—- dijo, señalando a los pequeños vástagos que, asustados, lloriqueaban sin siquiera comprender en su real dimensión el destino que les tocaría en suerte.
—- Mi señor, ¿qué provecho podríais obtener de ellos, sino tan solo las molestias de tener que soportar sus disputas y sus gritos, sus berrinches y sus llantos, y el alboroto de sus juegos alterando la paz de vuestro palacio?—- dijo, el hasta entonces soberano de Uartet, intentando disuadir a Tutmés de llevar a sus hijos a Kemet.
—- Ellos me asegurarán la lealtad de sus padres.—- respondió lacónico el Faraón.
Como si de rehenes se tratara, los retoños de los gobernantes asiáticos serían trasladados como huéspedes obligados del Faraón, para asegurar la fidelidad de los gobernantes subyugados y, al mismo tiempo, educarlos en las costumbres y las normas de nuestro país, de manera que llevaran la influencia de Kemet a los territorios conquistados, cuando reemplazaran a sus progenitores a medida que éstos fallecieran. Constituía un procedimiento sumamente cruel para los afectados que, con el tiempo, demostró no ser demasiado efectivo.
La toma de Arvad, por su parte, había ocasionado muchas bajas entre nuestras tropas a causa de que en medio del sitio de la misma, que se presentaba netamente favorable a los nuestros, apareció un gran contingente de guerreros amorreos provenientes de la ciudad cercana de Simurru. Llegadas en ayuda de sus vecinos, las huestes que rubricaban la alianza entre las ciudades de la costa asiática, complicaron los planes, provocando que las acciones se prolongaran durante semanas. Finalmente, la ciudad fue conquistada pero, costó un número elevado de muertos y heridos entre las tropas, y el agotamiento de los recursos asignados al resto de la campaña, que dificultaría el siguiente paso en la consolidación de la hegemonía de Kemet sobre las costas del país de Djahi.
Luego de dos meses de permanencia en Uartet y, habiendo dejado a la graciosa Ataliya en la seguridad de la familia de su tío, me uní a los escribas del Faraón que tomaban conocimiento de la administración y las riquezas de la región, en vistas a la futura exigencia de tributos e impuestos sobre los territorios sometidos al vasallaje. A pesar de que todo parecía concluido, existía una cuestión que no había sido resuelta, y que necesitaba una pronta solución para poder concretar la afirmación del dominio de Kemet sobre la costa amorrea.
Capítulo 16
"La fortaleza de Urkhi-Teshup."
Antes del crepúsculo de sexagésimo cuarto día desde nuestro arribo a Uartet, me encontraba en una pequeña habitación de la residencia real, comparando las tablillas de arcilla en las que constaba el recuento de los últimos tres años de recaudación de impuestos sobre las cosechas. Mientras cotejaba los valores, un fino haz de luz filtrado a través del ondulante cortinado de transparente lino crudo, inundó de un mágico rubor las blancas paredes de la estancia. Detuve un instante mi actividad para admirar fascinado, desde la ventana alcanzada por el fresco hálito marino, el agónico descenso del moribundo disco solar, a punto de sumergir su majestuoso esplendor en rojizos destellos sobre la inmensidad acuosa. Más allá de la extática contemplación de aquel fenómeno de sublime belleza y hermético misterio, me pregunté lo lejano e inalcanzable del periplo por el que transita en la bóveda celeste la barca de Amón que, mientras en Kemet lo vemos hundirse en el océano de arena, en las tierras del norte observamos su inmersión entre el oleaje del horizonte.
Absorto en mis cavilaciones, fui sorprendido por el llamado a mi puerta. Un mensajero, me comunicaba que Tutmés ordenaba mi asistencia a la reunión del alto mando de las tropas, para dar a conocer los próximos objetivos de la expedición.
Tutmés, apenas hizo su aparición en la sala del trono acompañado de Uneg y Sipar, se dirigió, sin preámbulos, a los asistentes que esperábamos por su presencia desde hacía largo tiempo. Su rostro serio evidenciaba la importancia de la cuestión a tratar.
—- He recibido de nuestros informantes en tierra enemiga, los rumores de la inminente reunificación de la nación hurrita a través de un pacto entre los sucesores de Parsatatar de Naharín y los líderes del consejo de ancianos del Pankhu, de las tribus disidentes. Ésta noticia nos obliga a actuar de inmediato ante la posibilidad de que un fortalecimiento del imperio de Naharín provoque una reacción de sus aliados de Djahi para expulsarnos de la costa del país. Suponemos que el rey de Tunip intentará un ataque contra Uartet y Arvad en busca de la reconquista de ambas ciudades cuyos monarcas siempre respondieron a su influencia. Estamos preparados para resistir dicho intento, más sería muy peligroso que se uniesen a sus ejércitos, las tropas de los reyes de Kadesh y Qatna, aliviadas de sus obligaciones para con su aliado de Naharín. Por ello he decidido que en vez de esperar el golpe del monarca de Tunip, debemos golpear nosotros primero para sorprenderlo y derrumbar sus planes.—- lo disimulado de los comentarios de los oficiales no evitó que provocara la reacción del Faraón.—- ¡¿Acaso debo rendir cuenta de mis decisiones a los hombres que deberían secundarme?!—- preguntó visiblemente molesto.
—- Mi señor, nadie de entre nosotros osaría poner en duda vuestro genio militar, sin embargo, pienso que la distracción de nuestras diezmadas tropas en la conquista de Tunip, dejaría demasiado indefensas a las ciudades costeras ante una invasión por mar dirigidas por las escuadras de Khinakhny.—- respondió Daga, exponiendo un razonamiento sumamente coherente de la situación.
—- ¡¿Quién dijo que abandonaríamos a su suerte a las ciudades costeras?!—- preguntó Tutmés irritado.—- Mi plan consiste en enviar un ejército de entre cuatro mil y cinco mil hombres y sitiar Tunip hasta la rendición del rey Urkhi-Teshup, afianzando nuestro dominio sobre Uartet y Arvad.—-
Si Tutmés no hubiese sido tan falto de sentido del humor, los concurrentes se hubiesen inclinado a pensar que el monarca les estaba gastando una broma. Por supuesto que no hubo quién atinara a esbozar una sonrisa; el Faraón estaba demasiado enfadado para soportar la jocosidad de nadie.
La empresa que se proponía Tutmés con tan insignificante número de efectivos, no solo parecía condenada al fracaso, sino que arriesgaba en convertirse en un viaje al matadero para los desdichados a los que asignara tal misión. Todos sabíamos que Tunip era una ciudad fuertemente fortificada, cuyas murallas y terraplenes la hacían virtualmente inexpugnable, motivo que la había convertido en legendario ejemplo de invulnerabilidad en toda la tierra de los a’amu. Al propio tiempo, conocíamos por nuestros espías, que poseía provisión de agua subterránea proveniente de la filtración de los arroyos estivales de las montañas cercanas y del deshielo de las mismas, y en cuanto a los recursos alimentarios, contábamos con la información de que las ricas tierras de los llanos, colmaban sus silos con el mejor cereal de la región. ¿De qué manera lograríamos someter con un puñado de hombres, a una fortaleza cuyos habitantes no podían ser acuciados por la sed ni por el hambre?
El éxito de tan aventurado intento se presentaba como virtualmente imposible. Además, aunque nuestras tropas bloquearan vanamente la ciudad, el exiguo número de nuestros efectivos nos expondría a ser masacrados durante el sitio por un ejército llegado desde las ciudades vecinas, en ayuda de Tunip.
—- Debido a que la lentitud en la toma de Arvad nos ocasionó el importante número de bajas que hoy complican nuestra hegemonía en la costa de Djahi, —- dijo Tutmés mirando fijamente al general Sipar.—- os permitiré la oportunidad de reivindicar vuestro prestigio con la conquista de Tunip.
Sipar tragó saliva, enmudeciendo por un instante.
—- Os agradezco por vuestra generosidad.—- respondió Sipar, obligado por las circunstancias.
La oportunidad que le otorgaba el Faraón era, a consideración de todos los presentes, mucho más parecida a una condena, que a una posibilidad de recuperar fama militar.
—- Partiréis rumbo al interior del país en cuanto estén concluidos los preparativos para la misión.—- dijo el Faraón.
—- Necesitaré un intérprete para entablar tratativas sobre las condiciones de rendición del monarca de Tunip.—- solicitó Sipar.
Ni siquiera dudé de que fuera yo el otro condenado.
—- Shed os acompañará como traductor.—- indicó Tutmés.
Todos me miraron como compadeciéndome. Asentí con un movimiento de cabeza, sin demostrar turbación, maldiciendo en mi interior contra el Faraón, cuya animadversión hacia mí, lo impulsaba a arriesgar mi erudición, que no supo valorar, enviándome a una expedición peligrosa cuando podría haber encomendado a cualquiera de los guías nativos.
Me resigné a aceptar las circunstancias y a cumplir con mis funciones a pesar de estar en desacuerdo con los planes de nuestro soberano. Desde mi punto de vista era más seguro reforzar la vigilancia en las ciudades costeras y resistir cualquier asedio, que correr el riesgo de perder más efectivos en una incierta aventura militar.
Retomando el hilo de la narración, os contaré mí querido nieto, cómo se sucederían los aciagos eventos en que estuve a punto de perecer y que, sin embargo, cambiaron mi destino.
Partimos hacia el interior del país con algo menos de cuatro mil quinientos hombres, cincuenta carros, armamento, vituallas para no mas de dos meses, asnos, caballos, esclavos y equipo, con la promesa del Faraón de enviarnos abastecimiento en cuanto arribaran refuerzos desde Kemet.
El día era luminoso y cálido, con un firmamento azul límpido y una irisada silueta de nubes cubriendo el cielo boreal de nuestra ruta.
Como extranjeros procedentes de una tierra en su mayor parte yerma y estéril, nos vimos sorprendidos por la exhuberancia del ambiente rebosante de vida salvaje, habitante de la profusa cubierta vegetal que tapizaba los montes que, de norte a sur, separaban la zona costera del interior de Djahi.
Sus frondosos bosques de cedros alternaban por sectores con robles y pinos además de otras especies como enebros y teberintos. Gran variedad de plantas herbáceas como ajonjolíes y violetas embellecían los senderos. Por sectores también se observaban algarrobos y acacias.
Durante el día descubrimos entre la vegetación baja, manadas de jabalíes cuya carne asada hemos consumido con gran deleite aunque, a mi parecer, no es tan sabrosa como la del cerdo doméstico. Entre otros animales cazamos gamos y corzos para alimentar a las tropas, por ser más dóciles y menos escurridizos que las liebres y los conejos. Los zorros vagabundeaban en la espesura, viéndonos atravesar la oscuridad del bosque como invasores indeseables. Las águilas, huéspedes de las cumbres desnudas, escrutaban con ojo avizor a los incautos roedores que merodeaban por el suelo buscando alimento. En las márgenes de un riachuelo que bajaba de las montañas alborotado, un gran oso solitario ganaba su cuota de peces de aquella jornada. A veces, después del crepúsculo, veíamos brillantes ojitos como cristales de roca que se movían curiosos en la negrura, intentando descubrir a los nuevos moradores.
A medida que se aproximaban a la lumbre de nuestras fogatas, se revelaban ante nosotros los más osados cervatillos de entre las manadas que recorrían durante el día, las laderas de las colinas ricas en pastizales, y que buscaban cobijo en el bosque al final de la tarde. Por las noches, solíamos escuchar a lo lejos, resonando entre las laderas rocosas con agudos ecos, los lastimeros aullidos de algún miembro de una jauría de lobos cuya silueta sobre los riscos, se recortaba contra el disco lunar.
No sé que más se puede decir de ese lugar paradisíaco, visitado en los inviernos por el helado llanto de los cielos, que conocería en esa tierra, y que ellos llaman nieve, tersa y suave como el plumaje de las garzas del Hep-ur, blanca como el más perfecto blanco de los lotos del alto Kemet y fría, pero mucho más fría, que las madrugadas en el desierto azotado por la tormenta, o el duro mármol de los sarcófagos ocultos en las tumbas del valle de los faraones.
No hace falta decir que me sentí cautivado por el país de Djahi, en el que pasé una de las épocas más felices de mi estancia en tierra a’amu, a pesar de que constantemente vivimos en peligro. Pero no debo adelantarme a los acontecimientos, pues cada tiempo tiene sus alegrías y sus padecimientos.
A pesar de ser conducidos por un guía nativo, tardamos varios días en arribar a las cercanías del valle, ya que la estrechez de algunos tramos de la ruta, la espesa vegetación y el relieve montañoso nos impedían un avance más veloz.
El río, que descendía caudaloso y sonoro, es llamado por los naturales, "El aliento de Dios", pues creen que sus aguas nacen de la boca de Teshut, su "Dios de la tormenta del cielo".
Avistamos Tunip a la vera de los campos de cultivo, desde una gran distancia y por entre los árboles que colindaban con el descampado, como una gigantesca formación constituida por un enorme muro almenado cuadrangular, reforzado con torreones en las cuatro esquinas y protegido en su base por contrafuertes terraplenados.
Supuse que sería mediodía, pero se hacía difícil precisar el momento de la jornada, debido a la oscuridad ocasionada por las negras nubes que eclipsaron a la barca de Amón-Ra, transformando la claridad del día en penumbras. Como si de un mal presagio se tratara y el reino de las sombras amenazara con consumir al mundo de la luz, así, parecía la advertencia de alguna potencia desconocida, expresada en amenazas mudas de maléficos entes extraños que moran y vagan eternamente en las noches sin luna.
Los soldados de Kemet se encontraban temerosos por las señales que emanaban del cielo, cual tenebrosas profecías de muerte. La mayoría de nosotros nunca había sido testigo de ninguna tormenta de ese grado de violencia. Crujientes lanzas de luz resplandecían desgarrando las tinieblas con el brillo de mil soles hendiendo el aire o cayendo sobre la tierra como venablos de furia divina, quemando solitarios árboles en el llano hasta convertirlos en gigantescas teas humeantes, acompañadas de ensordecedores rugidos quebrando la quietud del bosque.
—- No creo conveniente salir de la arboleda hacia el descampado.—- me dijo Sipar, levantando la voz para hacerse oír.—- Deberíamos esperar hasta mañana.—-
Incesantes ráfagas del viento del norte, penetraban con fuerza sibilante entre las copas de los cedros y el follaje de los robles, agitándolos hasta quebrar el ramaje menos flexible y desprender la abundante hojarasca que pronto cubrió los caminos.
—- Estoy de acuerdo en que el grueso de las tropas permanezca en la espesura, sin embargo, sería conveniente presentarnos como una comitiva diplomática enviada para llegar a un acuerdo con el rey de Tunip.—- mientras daba a conocer mi parecer, comenzó a llover torrencialmente.
—- ¿Creéis acaso que podemos persuadir al legendario Urkhi-Teshup de unirse al Faraón como aliado?—- preguntó, mofándose de mí.
—- Tal vez los años lo hayan ablandado y prefiera pactar con el Faraón antes que embarcarse en un enfrentamiento que finalmente terminará perdiendo.—- especulé.
—- Perdemos nuestro tiempo al suponer que el hombre caracterizado por su tenacidad y valor se doblegará porque su cabello se haya vuelto blanco. Por el contrario, el viejo monarca debe estar más testarudo que antes.—- dijo Sipar.
—- No digo que sea tarea fácil convencerlo. Lo que pienso es que si no intentamos un acercamiento nunca sabremos las posibilidades que hubiésemos tenido de ganarnos una plaza importante negociando pacíficamente. Además, a través de una visita diplomática y de tono amistoso, podríamos averiguar algo respecto a su actitud hacia el Faraón y su grado de lealtad para con los líderes de la nación hurrita.—- expresé.
Sentía una profunda curiosidad hacia la figura del legendario monarca considerado un héroe entre su pueblo. Su fuerte personalidad y su conducta honorable en el campo de batalla le granjearon la estima de amigos y enemigos, que lo admiraban como guerrero y gobernante. Se decía que a pesar de su rivalidad con Tutmés I, abuelo del actual soberano de Kemet, el anciano Faraón guardaba un gran respeto por Urkhi-Teshup, que en aquel entonces era un joven príncipe.
—- Cuando Urkhi-Teshup vea el ejército con que esperamos amenazar su ciudad, se burlará de nosotros.—- dijo Sipar, desanimado.
—- Se me ha ocurrido que tal vez sea mejor no desplegar nuestras huestes a la vista del enemigo de modo que no conozca nuestro precario poder militar.—- —- No comprendo. ¿Cómo vamos a sitiar la ciudad si no bloqueamos su entorno?—- dijo. Al percibir su aliento a vino, entendí por qué le resultaba difícil pensar con claridad. ¿Cómo podría dirigir el asedio contra una fortaleza, si ni siquiera podía dominar su afición por la bebida? Estábamos perdidos si dependíamos de aquel beodo incorregible.
Apartándolo del grueso de los oficiales que lo secundaban, lo alejé para platicarle en privado.
—- ¡¿Por qué habéis estado bebiendo, si sabéis que aún cuerdo os será problemático decidir una estrategia que nos ayude a escapar con vida de este trance?!—- le dije, enfurecido por la conducta irresponsable del oficial.
—- Tengo miedo, Shed. Me siento angustiado. Estoy obligado a cumplir con éxito cada orden encomendada por el Faraón para no ser desplazado por los oficiales más jóvenes y convertirme en un paria entre mis compañeros de armas. La verdad, es que temo fracasar y la ansiedad que me provoca el no saber cómo resolver una situación complicada, me impulsa a beber. Al principio el vino me daba confianza y me ayudaba a asumir con más facilidad los compromisos, pero ahora ya no puedo controlarme.—- recordé mi mala experiencia con la bebida y sentí pena por él.
—- Puedo decir que estáis enfermo y comunicar a las tropas que transferiréis el mando al mejor de tus subalternos para que asuma el control de la misión.—- respondí, preocupado por nuestras magras perspectivas de supervivencia.
—- No confío en ninguno de ellos. Son codiciosos y sin escrúpulos, me destrozarán delante del Faraón. Son capaces de acusarme de cobardía o de traición.—- dijo Sipar, más preocupado por los enemigos internos que por los extranjeros que no dudarían en masacrarnos.
—- Alguien debe tomar el control de la situación. Esto no es un juego. La vida de todos nosotros corre peligro. Si perdemos tiempo, más probabilidades hay de que las tropas asiáticas descubran nuestro endeble poder militar.—- respondí, urgiéndolo a tomar alguna decisión.
—- Prefiero delegaros el mando a vos, que confiar mi pellejo a esos carroñeros.—- dijo con desprecio, refiriéndose a sus oficiales.
—- ¡Esto no se trata de una competencia por el poder ni por el prestigio!—- dije, impaciente.—- Además yo no soy un guerrero, soy solo un funcionario dedicado al conocimiento de las lenguas y a las relaciones diplomáticas.
—- Más allá de mis temores, ninguno de ellos es apto para dirigir a las tropas. Están acostumbrados a recibir órdenes y cumplirlas, pero no a impartirlas. Los hemos formado ambiciosos pero sin criterio ni poder de mando.—- respondió Sipar.
—- No puedo creer que no haya ninguno de entre ellos capaz de llevar adelante la vanguardia de nuestras tropas.—- dije, incrédulo.
—- El de mayor autoridad entre los jóvenes oficiales es Upma’at pero, no lo creo capaz de salir airoso de semejante reto.—- respondió Sipar.
Ya conocía a ese imbécil y engreído sujeto. Jamás hubiese aceptado poner mi vida en sus manos. Sin embargo, me cuidé de no hacer ningún comentario acerca de él. No era bueno criticar a un noble delante de otro de su misma condición.
—- Tal vez, tengáis razón. Asumiré el mando de las acciones en vuestro nombre pero, con la condición de que no pronunciéis palabra sin consultarme. —- respondí, teniendo presente lo mucho que había aprendido en el terreno militar al lado del propio Tutmés.
No podía dirigir el ejército bajo mi propia responsabilidad, pues los oficiales se negarían a recibir órdenes de un funcionario civil, sin atributos para la conducción de las milicias; haría las veces de vocero del general Sipar.
—- El general Sipar me ha encomendado que comunique sus decisiones a vosotros pues se encuentra enfermo y sin posibilidades de comandar personalmente las acciones.—- dije, acercándome a los oficiales que comenzaban a sospechar. Sipar solicitó a los esclavos su litera aparentando indisposición.
—- ¿Por qué habríamos de aceptar que un burócrata nos imparta las órdenes?—- replicó desafiante, Upma’at.
Su desprecio hacia mí era evidente, pero consideré que no era momento para exacerbar nuestra mutua hostilidad.
—- Parece que no entendéis lo que acabo de decir.—- repuse.—- Voy a transmitiros las órdenes de vuestro superior, no ha tomar decisiones por él.
—- ¿Por qué no habríamos de hacerlo uno de nosotros?—- contestó otro.
—- Yo soy el más indicado porque sé cómo debemos encarar las tratativas diplomáticas, de qué manera debemos presionar al monarca de Tunip y las posibilidades de negociar una rendición con nuestros enemigos, sin derramamiento de sangre propia, ni ajena.—- la respuesta fue tan contundente que nadie se atrevió a ponerla en entredicho. Una gran mentira defendida con firmeza, es aceptada por los ignorantes y los incautos como una verdad indiscutible.—- El general ha decidido que el grueso de las tropas no abandonará el bosque.—- respondí.
—- Y, ¿cuándo sitiaremos la ciudad?—- preguntó uno de ellos.
—- Cuando el rey de Tunip se niegue a aceptar las condiciones de rendición.—- respondió Upma’at, como si la respuesta fuese obvia.
Son más estúpidos de lo que pensé, me dije interiormente.
—- No levantaremos asedio sobre la fortaleza porque fracasaríamos en nuestro intento y pondríamos en evidencia nuestra debilidad.—- respondí, tratando de llevar algo de luz a aquellos hombres.
—- ¿Entonces, qué haremos? No comprendo.—- dijo otro visiblemente confundido.
—- Negociaremos con el monarca de Tunip, haciéndole creer que contamos con el triple de fuerzas de las que realmente tenemos.—- respondí.
—- ¿Cómo conseguiremos engañarlos?—- preguntó uno de los idenu más jóvenes.
—- Cada soldado armará con ramas de árbol, dos muñecos que serán vestidos con ropas, para que aparenten ser efectivos de nuestras tropas. Es seguro que el rey de Tunip mandará hombres para que nos espíen. En la noche y a cierta distancia, no podrán advertir los soldados falsos, en el movimiento de tantos hombres yendo y viniendo. Simplemente verán el vasto número de efectivos y darán por hecho que somos la cantidad que mencionaremos al rey. Debemos mantener guardias estrictas alrededor del campamento para que no descubran nuestra treta.—- expliqué.
—- Durante el día se percatarán de nuestro embuste.—- dijo Upma’at pesimista.
—- Lo más probable es que nos espíen de noche por el peligro que significará para los que se arriesguen. Si a pesar de todo intentaran hacerlo de día, el interior del bosque es lo suficientemente oscuro como para impedirles observar con claridad la actividad del campamento. La única manera sería que se acercaran demasiado, hecho que no permitiremos que ocurra.—- expliqué.
—- ¿Qué ventaja nos dará hacerles creer que somos más si no sitiaremos la ciudad?—- preguntó otro que hasta el momento, había permanecido en silencio escuchando atento.
—- Si vos y vuestro padre sabéis que ha entrado un ladrón en vuestra casa, ¿qué haréis con él?—- pregunté.
—- Entre los dos lo atacamos y le damos muerte.—- respondió.
—- Y, ¿si los ladrones fueran diez y estuviesen armados?—- pregunté nuevamente.
—- Huiríamos.—- respondió, ingenuamente.
—- No es precisamente la respuesta que esperaba. Debemos hacerles creer que somos mucho más numerosos, para que nos teman. El monarca de Tunip se recluirá en su fortaleza esperando nuestro asedio, lo que nos permitirá buscar el modo de vulnerar sus defensas, sin correr peligro de que sus huestes nos ataquen. Aunque pidan ayuda a sus aliados más cercanos de Qatna y Kadesh tendríamos una semana y media, tal vez dos, para tramar alguna estrategia que nos permita, al menos intentar, vulnerar las defensas, antes de que se organicen los enemigos para enfrentarnos. Como comprenderéis, no tendremos mucho tiempo para intentar conquistar la fortaleza, y cuando los ejércitos adversarios lleguen, si es que no hemos conquistado la fortificación, tendremos que emprender la retirada, de lo contrario, seremos masacrados.—- concluí.
Sus rostros no expresaban satisfacción, sin embargo, advertí que a falta de un plan mejor no pusieron objeciones al respecto. Después de todo, no arriesgábamos la vida inútilmente por la posibilidad de transformarnos de sitiadores en sitiados y si fracasaba nuestro intento, tendríamos como excusa para nuestro repliegue la aparición de ejércitos enemigos más poderosos a los que no podíamos hacer frente. Tal vez, Tutmés se sintiera defraudado de que no hubiésemos tenido éxito pero, no nos acusaría de cobardes, y con tan reducido número efectivos, tampoco podría achacarnos el fracaso.—- pensé.
Avanzamos hasta los terrenos de cultivo, dejando a la vista de los labradores que trabajaban los campos de trigo, la vanguardia de nuestras tropas mientras, el resto del ejército permanecía a resguardo de la tormenta en el interior del bosque. Los campesinos huyeron atemorizados corriendo a protegerse tras las murallas de la fortaleza situada a unos mil codos de nuestra posición. Así mismo los habitantes del caserío exterior que rodeaba el alcázar buscaron refugio allende los muros.
Partimos hacia la ciudadela, cuatro oficiales, cinco soldados y yo, montados en cinco carros de combate, portando los estandartes representativos de nuestras diosas del alto y el bajo Hep-ur, las insignias de Amón-Ra y Ptah, consistentes en dos pesados sellos de oro con las efigies de ambas divinidades y los símbolos de la realeza de Kemet, el cayado y el flagelo, también labrados en el dorado metal.
Bajo la lluvia y estremecidos por el frío que arreciaba sobre la montaña y el llano, avanzamos azotados por la hojarasca levantada en intensas ráfagas, arrancada violentamente a la vegetación caducifolia por el viento del norte.
Mi carro hundió sus ruedas en el lodo debiendo descender junto a mi auriga para sacarlo del pozo en el que había caído. Al intentar empujar el bastidor para permitir que afirmase en terreno más sólido resbalé, y terminé cayendo de bruces, embarrándome hasta el pecho con mi rostro salpicado de fango. Mi aspecto no podía ser más lamentable.
A medida que nos acercábamos, la enorme silueta de piedra, recortada contra la relampagueante claridad de la tormenta, se agigantaba paso a paso como un fantasmagórico espectro que nos atraía con su hipnótico poder. Su situación de asiento sobre un afloramiento rocoso, hacía destacar aún más su magnificencia, en vez de empequeñecerla en comparación con la montaña a cuyo pie se alzaba.
El camino que atravesaba los campos, nos llevaba rumbo a la pared sur de la muralla, sobre la cual se abría el imponente portal custodiado desde lo alto por dos torreones, uno oriental y otro occidental. Al aproximarnos a la entrada por entre el caserío desierto, descubrimos que en realidad lo que veíamos, era un puente levadizo que al descender, unía la verdadera puerta con el camino que abruptamente tronchado, concluía en el foso que se abría frente al muro meridional de la fortificación.
La negrura de la tarde se aclaraba bajo la tempestad en violentas descargas luminosas, seguidas de estrépitos atronadores. Jamás había presenciado la furia de Teshut, el dios de los hurritas, con tan terrible poder, como si se tratase de una amenaza de muerte por invadir sus dominios. Solo la fe que teníamos en la protección de Amón-Ra nos indujo a continuar la marcha, mientras veíamos refulgentes dagas de luz descendiendo sobre la comarca hasta caer sobre los sitios más altos.
Desde las almenas de la fortificación, soldados armados con lanzas y escudos, nos observaban aproximarnos con curiosidad y desconfianza al propio tiempo ante nuestra deplorable apariencia. Los centinelas apostados junto a la entrada nos apuntaban con arcos y flechas, en tanto que los guardias que se hallaban en los torreones nos miraban desde la altura como a despreciables gusanos arrastrándose por el fango. Embarrados hasta las rodillas, con las sandalias pesadas como adobes, sucios, empapados y jadeantes, llegamos ante la fachada del edificio, al borde del foso, con más aspecto de mendigos que de representantes de Kemet; distábamos mucho de parecer los enviados del soberano más poderoso del mundo.
—- ¿Quiénes sois y qué venís a buscar?—- preguntó en lengua cananea, un personaje con yelmo y una cota de malla que parecía ser el jefe de la guardia.
—- Soy representante del gran Faraón Tutmés III de Kemet, y traigo un mensaje de mi señor para el rey Urkhi-Teshup.—- dije en lengua cananea, mientras observaba que las paredes orientales de la construcción daban a un profundo barranco sobre el río.
Mientras esperábamos la contestación del rey a mis palabras, especulaba sobre las posibilidades de éxito que teníamos, intentando un ataque desde el exterior. La ciudadela se encontraba situada sobre la ribera occidental del cañón de piedra que el río había labrado sobre el terreno en su paso hacia el norte, de modo que ese lado de la muralla era completamente inaccesible a nuestras pretensiones. El muro occidental, por el contrario, colindaba con el suave declive de los salvajes eriales y los fértiles campos de cultivo. Sin embargo, toda perspectiva se esfumó al descubrir los terraplenes con un fuerte talud sobre el paramento del muro, que hubiese hecho infructuoso cualquier intento de utilización de torres de sitio o de escalar la pared sin ser destrozados por los arqueros.
Ese dispositivo de defensa debe haber sido previsto para resistir el empleo de máquinas de guerra como torres y arietes, ya utilizadas y mejoradas en tiempos del rey hitita Khatusil. Por su parte, la entrada frente a cuyo portal nos encontrábamos, ofrecía la ventaja de un acceso amplio, salvo que debía sortearse un foso lleno de agua de al menos quince codos de anchura, a través de un único medio, constituido por el puente levadizo que se controlaba desde el puesto de guardia situado en el interior del edificio. Si la fachada norte, que aún no habíamos tenido posibilidad de inspeccionar, era tan inaccesible como las otras tres, parecía difícil que pudiésemos conseguir algo mejor que una retirada con las manos vacías, a menos que pudiésemos aplicar una treta igual a la utilizada en la conquista de Joppe.
El rechinar de los poderosos goznes que unían el pontón al portal de piedra, distrajo mi mente absorta en la búsqueda de una solución al problema que la fortaleza nos planteaba. Los grandes eslabones que formaban las fuertes cadenas, se deslizaron golpeando levemente a su paso los lados de los estrechos túneles del muro, por los que se desplazaban hacia el exterior, permitiendo el lento descenso del pesado puente de madera y metal.
El solo hecho de que el rey aceptara recibirnos, ya era un verdadero logro, pues yo en su lugar, hubiera optado por rechazar a los emisarios de cualquier invasor, cobijado en la seguridad de mi ciudadela. A pesar de ser de modestas dimensiones en relación a otras ciudades fortificadas, su emplazamiento y construcción la hacía virtualmente inexpugnable.
La doble puerta de cedro se abrió para permitir nuestro ingreso.
—- Podéis entrar en la fortificación, pero lo haréis sin vuestros carros. El rey os recibirá en palacio.—- dijo escuetamente, el jefe de la guardia.
—- Os agradeceremos que dispongáis que alguien nos conduzca hacia allí.—- solicité.
—- Yo mismo os guiaré.—- respondió.
El centro de la ciudadela se encontraba ocupado por los puestos de la feria que comerciaban productos extranjeros traídos por las caravanas, en tanto que el resto de las mercancías se ofrecían sobre el sector norte de la misma, como luego descubrirían nuestros exploradores.
La residencia real se alzaba majestuosa sobre parte de la sección del muro oriental, la más segura del alcázar, en tanto que el resto de la misma estaba ocupada por el templo del dios Teshut, las viviendas de los nobles y sobre el muro meridional a ambos lados de la entrada, las barracas del ejército.
Los edificios administrativos, el tesoro y los silos, se hallaban, por el contrario, todos ubicados sobre el muro occidental. Me llamó la atención esta disposición y supuse que algún motivo debía tener el hecho de que los lugares de vivienda estuvieran de un lado de la ciudad y los edificios de la administración se encontraran reunidos en el opuesto.
La población, desarrollaba sus actividades habituales sin evidentes señales de perturbación, a pesar de la fuerte lluvia y a la precipitación que aún sobrevendría sobre la ciudadela. El piso empedrado que cubría la mayor parte de las callejuelas y los lugares de tránsito público, no se veían anegados, gracias a un sistema de desagües que, por sus resultados, drenaba con gran efectividad el agua caída.
No había árboles ni arbustos dentro del predio y toda construcción que podía verse, estaba levantada con roca y madera. No se observaba edificación en adobe y la estatuaria, salvo en el pórtico del templo de Teshut, era inexistente.
El bullicio del gentío reunido en la plaza del mercado, se interrumpió al presenciar nuestra llegada. Nuestro avance por la calzada principal despertó la curiosidad de los más jóvenes y la desconfianza en los adultos. Hombres y mujeres nos observaban con recelo y muchas miradas de rencor se clavaron sobre nuestro grupo entre los más viejos, que quizá recordaran el yugo impuesto por anteriores Faraones. A pesar de todo no hubo actos directos de agresión, salvo alguno que otro escupitajo en el suelo a nuestro paso.
Miré disimuladamente hacia el sitio desde donde se accionaba el carrete que recogía las cadenas que sostenían el puente levadizo.
Al arribar al centro de la plaza nos esperaba una guardia armada en formación, mientras la muchedumbre se arremolinaba a nuestro alrededor. Los niños nos examinaban como si fuésemos seres extraños y no como humanos igual que ellos. En verdad, algunos de entre la población de Tunip eran de raza hurrita, de cabellos dorados, ojos cristalinos y piel pálida, diferentes de los propios nativos de Djahi.
A nuestra derecha, delante de las escalinatas de ingreso al palacio, algunos miembros de la familia real y de la corte, salieron a ver quienes eran los emisarios del Faraón. Hombres apuestos y bellas mujeres ricamente vestidos, luciendo costosas alhajas, nos observaban como a indigentes sucios e incivilizados, llegados a mendigar un mendrugo de pan.
No nos ofrecieron ni un pedazo de trapo con qué secarnos y limpiarnos para mostrarnos más dignos ante el rey. Deseaban que nos humilláramos, presentándonos de manera vergonzosa frente al "Señor de Tunip", pisoteando por el suelo nuestro orgullo de funcionarios del soberano de Kemet.
Nos hicieron ingresar a la sala del trono, que como el resto de la residencia, estaba decorada de forma sobria, con pisos y paredes rústicas pintadas de colores claros y luminosos que reflejaban la luz de las lámparas de aceite. Luego de una prolongada espera que consideré intencional, entró desde una puerta lateral, previa presentación del heraldo.
Se nos ordenó que hiciésemos una genuflexión en gesto de respeto a la persona del monarca y que no mirásemos a sus ojos, tras lo cual, nos dirigió la palabra.
—- ¿Quiénes sois?—- preguntó, en tono poco hospitalario el rey.
—- Mi nombre es Shed y soy representante diplomático de Tutmés III, Faraón de Kemet, Su Alteza.—- respondí, sin levantar la vista hacia él.
—- ¿A qué habéis venido?—- preguntó, otra vez.
—- Mi Señor. . . —- me disponía a responder cuando me interrumpió.
—- Podéis mirarme.—- aclaró el soberano.
—- No soy digno de posar mis ojos en Vuestra Alteza.—- dije, haciendo de la prudencia mi mejor arma.
—- Os lo ordeno. Quiero que me miréis a los ojos cuando me habláis, así sabré cuando intentéis engañarme.—- me sorprendió, una contestación tan directa que sonaba a advertencia.
Obedecí como debía. Entonces descubrí la gruesa figura del rey Urkhi-Teshup, ciñendo su diadema. De blanca piel, espesa barba y largos cabellos entrecanos, ataviado de púrpura y dorado, luciendo sortijas, ajorcas y pectorales de oro con incrustaciones en turquesa, amatista y lapislázuli, se encontraba sentado en su sitial mirándome con atención.
—- Mi Señor nos ha enviado a comunicaros que os ofrece que seáis su vasallo sin derramamiento de sangre. Si su Alteza acepta ser súbdito del Faraón, mi Señor os hará su aliado a cambio de un tributo anual y os brindaría su protección.—-expresé. Indignado por el contenido de mis palabras, que en realidad eran mucho más amables que el mensaje original de Tutmés, se paró visiblemente disgustado.
—- Miraos bien.—- nos dijo reflexivo.—- Con ese aspecto de inmundas sanguijuelas, de cerdos revolcados en la porqueriza, ¿osáis arrastraros como lombrices de aguas estancadas hasta mis dominios, para balbucir tamaña necedad?—-
—- Su alteza, . . . —- intenté excusarme.
—- ¡¿Cómo os atrevéis a amenazarme en mi propio palacio?!—- replicó, completamente indignado.
—- Os ruego me perdone, su Alteza. Solo soy . . . —-.
—- ¡¿Por qué habría de aceptar ser el vasallo de un reyezuelo de un ignoto reino acorralado por desiertos?!—- expresó, con exacerbado desprecio.
—- Mi Señor es benévolo y generoso, . . . —- trataba de explicar.
—- ¡¿Benévolo habéis dicho?!—- replicó.—- ¡¿Acaso me habéis escuchado pedir perdón?! ¡¿Tal vez crea vuestro amo que el rey de Tunip ruegue de rodillas solicitando benevolencia?!
¡¿Yo, Urkhi-Teshup, señor Tunip, rey de las montañas de Djahi desde que era un muchacho, debo temer a un joven monarca que vivió como un zángano durante más de veinte años sin exigir su herencia, protegido bajo la falda de su madrastra?!—- dijo el rey, con calculada malicia.
¿Me habéis escuchado solicitar su generosidad? ¡Mi reino reboza de mies, mis lagares revientan colmadas del mosto que brinda al paladar el mejor vino, mis rebaños son gordos y numerosos, llenando mis mesas de exquisitos manjares y mis arcones son llenados de oro por la gracia de nuestro poderoso Teshut! ¡Jamás aceptaré ser vasallo de un oscuro gobernante de un país lejano que se atreve a insultarme en mi propia cara con semejante propuesta!—- dijo furioso el anciano.—- Además, ¿qué protección puede ofrecerme y de quién nos resguardará? ¡¿Él, un desconocido soberano con intereses enfrentados a los propios, nos cuidará de caer en manos de nuestros aliados que son en realidad, nuestros verdaderos hermanos, la misma sangre engendrada por los mismos Dioses?!—- permaneció un momento en silencio, y volvió a enfrentarnos.
Su blanca barba se agitaba mientras caminaba hablando nervioso, de un lado a otro de la sala.
—- ¡¿Acaso cree vuestro señor que temo un ataque a la fortaleza?!—- rió a carcajadas con evidente exasperación.—- ¡¿Tal vez piensa que podría doblegarme sitiando el alcázar?! Ya lo han intentado los hititas y nuestros enemigos de Alalakh y solo han perdido tiempo sin resultado. El propio Tutmés I tuvo que resignarse a atravesar el territorio y enseñorearse del país sin poder poner un pie dentro de estas murallas. ¡Esta fortificación es inexpugnable y lo reto a intentar su conquista con toda la fuerza de sus ejércitos! ¿Cuántos hombres ha traído para tomar mi fortaleza?, ¿tal vez cinco mil?, ¿tal vez diez mil?, ¿o quizás veinte mil?—- le espetó a uno de los oficiales que no comprendía ni una palabra de todo el airado monólogo del monarca.
—- Contamos con nueve mil efectivos que aguardan en el bosque la orden para sitiar la ciudadela.—- respondí, sin dar más precisiones.
—- ¡Es un insulto siquiera insinuar que con ese puñado de hombres podríais conquistar Tunip!—- dijo el viejo rey burlándose de nosotros.—- Necesitaréis el doble de refuerzos para lograr que deje de roncar por las noches, aunque tampoco con ese número podrán perturbar mi sueño.—- replicaba con ironía.
—- ¿De qué se ríe el viejo?—- me preguntó desconcertado uno de los oficiales. Salvo yo, ninguno del grupo conocía la lengua hurrita que empleaban los nobles de Djahi.
No le respondí. Esperaba que se percatara de que era muy imprudente hablar sin autorización del rey.
—- ¡¡Guardias acompañad a estos hombres fuera de la fortaleza!!—- gritó.
Al instante, aparecieron cuatro custodios para escoltarnos.
—- Llevad a vuestro señor mi contestación: "La casa de Tunip será soberana por toda la eternidad".—- respondió, como si de una profecía se tratara.
Salimos de la residencia bajo el oprobioso abucheo de la muchedumbre, gritando improperios y obscenidades contra nosotros. Los soldados protegían con sus cuerpos las cajas de madera que contenían los sellos reales y los demás símbolos regios. Sufrimos el maltrato de una multitud que era apenas contenida por los guardias que, por orden del propio rey, no la dejaba acercarse para hacernos daño. De haberlo permitido el populacho nos hubiese destrozado. A pesar de la seguridad, en un instante de suma tensión, una horda descontrolada de entre los campesinos más violentos, embistió contra nuestro grupo, aprovechando algún cobarde para sacar su brazo armado por entre el gentío, hiriendo en el abdomen a uno de los oficiales más jóvenes. Al tratar de ayudar al herido, otro soldado fue apaleado. El soldado intentó devolver el golpe.
—- ¡Protegeos pero no contestéis la agresión!—- grité a mis hombres, sabiendo que de hacerlo la chusma nos lincharía.
Como pudimos, atravesamos el puente y regresamos al galope en los carros, preocupados por alejarnos del peligro para dar atención al joven oficial cuyo vientre se había cubierto de sangre.
—- ¡Llamen al curandero, tenemos un hombre herido!—- grité, al llegar al campamento.
Me apeé del carro para llevar al muchacho hasta una de las tiendas. El maestro curandero que nos acompañaba era de los mejores del ejército. Me quedé con ellos, afligido por el estado del oficial que por aquel momento había perdido el conocimiento. Me sentía responsable de lo sucedido.
—- ¿Qué ha ocurrido?—- preguntó el general Sipar, aproximándose a la tienda.
—- La chusma nos atacó cuando abandonábamos la ciudadela.—- respondí, mientras observaba las maniobras del mago sanador.—- Sobrevivirá?—- le pregunté, preocupado.
—- Sangró mucho, pero no creo que sea una herida que haga peligrar su vida. No ha tocado los órganos internos.—- respondió calmado, devolviéndome la tranquilidad.
—- Veo que ha fracasado en sus planes. Tal vez sería mejor que el general delegue el mando en uno de nosotros.—- dijo con sorna Upma’at, esperando inclinar la decisión en su favor.
—- Tal vez tenga razón Upma’at.—- dijo Sipar, dubitativo.
—- No considero un fracaso nuestro encuentro con el rey.—- repliqué.
—- ¿Consideráis un éxito volver con un hombre medio muerto y el haberos escapado como ratas de un naufragio?—- me espetó con total desparpajo, Upma’at.
Tuve que contenerme para no romperle la cara de una trompada. Su descaro resultaba intolerable, pero no era momento de comenzar un pleito entre nosotros.
—- No supondríais que iríamos a conquistar la fortaleza con diez hombres, ¿verdad?—- respondí, con igual ironía.
—- Entonces, ¿qué os proponíais al entrevistaros con el monarca?—- preguntó otro oficial, confundido.
—- Por una parte, deseaba verle en persona. Quería saber qué clase de hombre es y cuán seguro está dentro de su ciudadela. Por otra parte, deseaba conocer personalmente la fortificación, observarla de cerca para descubrir algún aspecto de su disposición o de su estructura que la haga vulnerable.—- respondí.
—- ¿Y qué habéis podido averiguar de provecho?—- preguntó Sipar.
—- El sistema de defensa es inexpugnable, es imposible penetrar en el alcázar sin ayuda interna. El muro oriental es inaccesible al limitar con la pared rocosa del cañón que cae oblicua hacia el río. El muro occidental es una trampa mortal para cualquier ejército que intente escalarlo. La entrada meridional se halla precedida por un foso inundado, insalvable sin el puente levadizo que se controla desde un puesto de guardia ubicado en su interior. Empero, nos queda inspeccionar la puerta septentrional.—- expliqué.
—- ¿Estáis pensando en entrar en la ciudadela como lo hicieron cuando tomaron la ciudad de Joppe?—- preguntó Sipar.
—- Así es. Sin embargo, el habernos dado a conocer hará que refuercen sus medidas de seguridad en el ingreso de carros introduciendo productos comerciales.—- reflexioné.
—- Entonces fue un error haberse dado a conocer.—- dijo otro de los oficiales.
—- No lo creo. He aprendido que, de ser posible, es una gran ventaja conocer los puntos fuertes y débiles del adversario de manera . . . —- decía, cuando Upma’at con total insolencia me interrumpió.
—- Bla, bla, bla, pura palabrería de burócrata.—- dijo, desacreditándome.
No soporté más su atrevimiento y lo derribé de un puñetazo en plena mandíbula.
El resto se sorprendió por mi reacción aunque no la consideraron injustificada. Obviamente, no esperaba el golpe que lo dejó inconsciente. Uno de sus compañeros se apresuró a ayudarlo a levantarse.
—- La mandíbula es su punto débil, y sorprender al rival proporciona más ventajas para que nuestro ataque consiga éxito.—- respondí, mientras me masajeaba la mano con que había golpeado al impertinente idenu.
Algunos que sabían lo detestable que podía ser Upma’at, sonrieron.
—- Fue muy claro como ejemplo, pero le sugiero que no vuelva a reñir con mis hombres; si lo atacan no podré defenderlo.—- dijo Sipar.
—- Sé defenderme solo y no tengo por qué soportar su falta de respeto.—- respondí, molesto.
—- Os recuerdo que no estamos aquí para pelear entre nosotros.—- dijo Sipar.
Upma’at se levantó algo vacilante, enardecido para vengarse de mí. Me puse en guardia esperando su ataque.
—- ¡Basta ya!—- lo recombino, Sipar.—- ¡Os pasasteis de la raya y lo tuvisteis bien merecido! ¡No permitiré más incidentes de este tipo! El próximo que provoque un pleito será puesto bajo custodia.—- advirtió.
—- ¿Quién nos comandará?—- preguntó uno de los oficiales al descubrir la crisis de autoridad que reinaba en el grupo.
—- Ya he dicho que será Shed.—- dijo Sipar.
—- Yo no seguiré a un burócrata sin autoridad que ataca de manera traicionera.—- dijo uno de los oficiales amigos de Upma’at.
—- Que lo diriman ahora, en un combate franco.—- dijo otro.
—- ¡No pueden poner en entredicho la orden de un superior!—- dijo alterado Sipar, viendo que sus decisiones no eran acatadas.
—- Ninguno de nosotros seguirá a este hombre si no demuestra que es digno siquiera de defenderse sin atacar por sorpresa.—- replicó un tercero respaldado por el resto.
—- Acepto el reto pero. . . —- dije.
—- ¡No se trata de aceptar ningún reto, es cuestión de que se obedezca la orden de un oficial de mayor rango!—- dijo Sipar, preocupado por la sublevación de sus hombres.
—- Es demasiado tarde, señor. Uno de nosotros casi pierde la vida por acatar las órdenes de este hombre y ni siquiera estábamos en combate.—- respondió otro, en tono desafiante.
—- Señor, acepto el reto y me comprometo a seguir órdenes de Upma’at si pierdo. Antes del combate, exijo que se comprometan a obedecer mis órdenes si soy el vencedor.—- sabía que podía derrotar a ese joven engreído.
Nadie se negó a aceptar, pero daban por sentado que Upma’at me derrotaría fácilmente.
Si vencía a mi rival no solo se verían obligados a seguir mis órdenes sino que me ganaría el respeto de todo el grupo.
—- Yo impondré las reglas.—- dijo Sipar.—- No utilizarán armas ni cualquier otra clase de objeto. Pelearán a manos limpias y el que sume cinco caídas sobre su rival será el vencedor.—-
Ya caía la noche y se encendieron antorchas para iluminar el lugar de la contienda entre las sombras del bosque. Me quité mis ropas dejándome solo el taparrabo, en tanto Upma’at hizo lo propio en el extremo opuesto.
Se reunió un gran número de hombres a nuestro alrededor para presenciar la pelea. En su mayoría alentaban a Upma’at, en tanto otros no tomaban partido pero estoy seguro que se encontraban de mi lado, pues una buena cantidad de ellos, sobre todo los guerreros más jóvenes, detestaban al oficial por el maltrato y los abusos a que los sometía.
Upma’at se paró frente a mí. Su rostro anguloso de pronunciados pómulos larga nariz como pico de águila y finos labios, se hallaba enmarcado por un cabello negro ondulado que pendía hasta sus hombros. Alto y fibroso, su cuerpo enjuto me hizo recordar al de mi fallecido amigo Madakh.
Sus movimientos eran veloces y sus reflejos aún más. Después de los primeros escarceos no estuve tan seguro de poder vencer.
Se lanzó con gran celeridad golpeando mi estómago con su puño, que me obligó a contraerme de dolor, tras lo cual me derribó con otro golpe que sin llegar a destino, fue lo suficientemente fuerte para hacerme perder la vertical. La gritería en su favor no se hizo esperar. Con gesto de triunfo sonrió a sus compañeros creyendo que me daría por vencido.
Me levanté y esperé su próximo ataque sabiendo que mis mejores posibilidades estaban en contraatacar.
Me miró con despreció y embistió para darme un topetazo pero adivinando su intención de marcarme otra caída, atravesé mi pierna haciéndolo trastabillar hasta caer de bruces cuan largo era, despertando algunas risas entre los concurrentes. Sintiéndose burlado, se levantó furioso para abalanzarse una vez más, lanzando puñetazos más ampulosos que efectivos que logré bloquear con mis brazos, no sin dolor. Por entre mi guardia lancé un trompis recto que si bien no fue demasiado poderoso consiguió abrir la piel bajo una de sus cejas.
Al advertir la herida sobre su ojo se sintió en ridículo y como un toro embravecido y descontrolado saltó sobre mí con sus pies descalzos impulsándome hacia atrás hasta hacerme caer otra vez. Con el mismo impulso rodé hasta volver a pararme, solo para descubrir que otra vez agitaba su mano como un mazo para dejarla caer con violencia sobre mí. Antes que lo consiguiera lo dejé sin respiración con un fuerte codazo en la boca del estómago, cayendo arrodillado. Ambos habíamos caído dos veces y para su pesar, yo volvía a equilibrar la balanza del combate.
Se paró de repente y sorprendiéndome por su velocidad, me embistió con sus brazos como un par de arietes, impulsándome de espaldas contra los espectadores que accidentalmente, evitaron con sus cuerpos mi caída. Una furibunda trompada agitó el aire sobre mi cabeza, al evitarla milagrosamente agachándome. Allí, perdió la batalla, cuando tuve frente a mí sus testículos, que impacté con toda la fuerza de mi puño contra su pelvis. La multitud reunida se estremeció como si cada uno que la formaba hubiese recibido el golpe.
Apenas gimió, retorciéndose de dolor sobre el suelo, quedando acurrucado entre lamentos y quejidos. Supe que el pleito había terminado. Upma’at no volvería a levantarse sin ayuda. La muchedumbre enmudeció comprendiendo quien comandaría las acciones.
Nadie dijo nada y por mi parte tampoco había nada que decir.
Me alejé hacia mi tienda deseando descansar, con el cuerpo adolorido por los golpes y la mente puesta en la responsabilidad que me había ganado. Decidí que al día siguiente inspeccionaría personalmente la ciudadela y entraría disfrazado para que no me reconocieran.
Ingresé y me senté sobre mi estera. A la tenue luz de la lámpara de aceite que uno de los sirvientes había dejado encendida, coloqué un paño mojado sobre mi nuca que había raspado al caer y que descubrí sangraba levemente.
Me sorprendió la presencia de Sipar delante de la tienda, al que no vi acercarse.
—- Me parece una estupidez que hayáis peleado con Upma’at.—- dijo Sipar, en tono admonitorio.
—- Bien lo vale, si sirve para ganarme el respeto del resto de los oficiales.—- dije, sin prestar oídos a la recriminación.
—- Me preocupa que solucionéis los desacuerdos a golpes.—- insistió el general.
—- En su lugar, yo me preocuparía por el escaso ascendiente que tiene sobre sus subalternos. Ninguno de ellos estuvo de acuerdo en su decisión de entregarme el mando de las tropas y demostraron abiertamente su oposición. Me habíais dicho que los oficiales no estaban preparados para tomar decisiones sino tan solo para obedecer. Veo que el ejército ha fracasado en la formación de un orden jerárquico.—- fui duro, pero no estaba faltando a la verdad.
—- No permitiré que pongáis en duda mi trayectoria militar. ¡Nunca antes, un grupo de oficiales había desconocido mi autoridad!—- respondió, herido en su orgullo.
—- No pongo en tela de juicio vuestra fama de guerrero pero, quizá haya llegado el momento de que os retiréis a una vida más tranquila.—- respondí.
—- Quizás no debí haber confiado el mando a un burócrata.—- dijo, con cierto tono despectivo y, al mismo tiempo, resaltando la, a mi modo de ver, discutible superioridad de los militares como casta, por sobre los demás funcionarios.
—- Yo no pedí esta responsabilidad pero, después de lo sucedido hoy, confío más en mi propio criterio que en el genio estratégico de vuestros hombres.—- repliqué.
—- No debisteis enfrentaros a Upma’at. Es un individuo orgulloso y vengativo. No os perdonará la humillación a que lo sometisteis.—- me advirtió Sipar.
—- Es imprudente y no respeta jerarquía ni edad; era tiempo que alguien lo pusiera en su sitio.—- respondí.
—- Algunos hombres no son fáciles de dominar.—- dijo como excusa.
No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Cómo podía formarse un verdadero cuerpo militar si no se consolidaba la autoridad?
—- Nunca fue disciplinado como debe ser un verdadero guerrero.—- repuse resignado, sabiendo que mi opinión de nada servía.
—- Muchos oficiales no se atreven a poner límites a un joven noble cuyo padre es rico e influyente.—- dijo.
Permanecí en silencio sin decir palabra, desencantado por el nivel de personajes que llenaban los cuadros del ejército. Había más dignidad en esos muchachos que entregaban sus cuerpos en la batalla derramando la menospreciada sangre del campesino, que en los falsos honores grabados en los ricos sepulcros de los aristócratas de la guerra.
—- ¿Qué planes tenéis para asaltar la fortaleza?—- preguntó Sipar, acercándose para hablar en voz baja de manera que nadie lo escuchara.
Percibí en su aliento el inconfundible olor. Había estado bebiendo otra vez. Era en vano volver a reprenderlo de modo que ignoré su estado.
—- A decir verdad no tengo nada planeado todavía pero, dudo que podamos poner en práctica la treta empleada en la toma de Joppe. La vigilancia parece ser muy estricta.—- contesté.
—- ¿Entonces?—- volvió a preguntar.
—- He pensado en disfrazarme de cazador para revisar personalmente el muro septentrional. También recorreré el interior de la ciudadela para investigar el sistema de guardia y el control y funcionamiento del puente levadizo.—- concluí esperando que Sipar se fuera para dejarme dormir.—- Os ruego que ordenéis refuercen los turnos de guardia para que ningún espía enemigo pueda acercarse durante la noche al campamento y descubran nuestro verdadero número de efectivos.—- ya no confiaba en lo más mínimo en la capacidad y el criterio de Sipar para adoptar medidas de seguridad.
Ya sin fuerzas, me tendí sobre mi estera para conciliar el sueño que permitiera recuperar las energías para enfrentar otra agotadora jornada, aún más peligrosa que la de aquel día.
Capítulo 17
"Los ojos de una dama hurrita."
Antes del amanecer, mientras desayunaba una hogaza de pan y carne asada de jabalí, elegí de entre las ropas de nuestros soldados un sayo sencillo con capucha como los que empleaban las gentes simples de aquellas comarcas. Ordené que mataran un cervatillo y que me proporcionaran un arco, flechas y un cuchillo para simular a un cazador. Hice que recortaran mi cabello, calcé sandalias de cuero de jabalí de las que usaban el vulgo y dejé todos mis objetos de lujo como sortijas y brazaletes. También coloqué un parche en mi ojo izquierdo para cubrir parte de mi cara ante el riesgo de que alguien pudiese reconocerme. Realmente parecía uno más de entre los habitantes del lugar, a pesar de que mi piel era un poco más oscura que la mayoría de la población nativa, pero no llamaría la atención, pues, como muchas ciudades del país, Tunip era una urbe cosmopolita.
Esa mañana, con el animal muerto cargado en mis hombros, tomé rumbo por los senderos del bosque hacia la zona norte de la ciudad para ingresar por la puerta septentrional, como si arribara desde los valles cercanos para vender el producto de la caza en la feria local. Confiaba que pudiese pasar inadvertido durante el primer control en la entrada de la fortaleza.
Saliendo del bosque hacia el caserío cercano me mezclé entre el gentío que llevaba productos de diversa especie a comerciar al mercado que funcionaba en la ciudadela. Pastores, agricultores, alfareros y porqueros, se amontonaban en el portal esperando la autorización de al menos media docena de guardias que inspeccionaban a quienes intentaban ingresar en la fortificación.
—- ¿De dónde venís?—- me preguntó, en lengua cananea popular, un joven zagal que llevaba una oveja atada a su cayado.
—- Soy cazador de las montañas del noroeste.—- respondí cauteloso, sin hablar demasiado por temor a expresarme de manera sospechosa.
—- ¿Cuál es vuestro nombre?—- preguntó, con voz dulce una agraciada niña que apareció por entre las piernas del pastor. Su cabellera sucia y enmarañada no disminuía la gracia de sus infantiles facciones.
—- Mi nombre es. . . Sheir.—- titubeé tratando de recordar un nombre amorreo que se pareciera al mío. Su simpática sonrisa era aún más bonita a pesar de la falta de algunos dientes.
Los soldados me hicieron señas para que me aproximara hasta la entrada. La pequeña se aferró de mi sayo para seguir conversando.
—- ¡Dejad de molestar, Belsa!—- la reprendió el pastor, que imaginé que era su hermano.
—- ¿Está dormido?—- preguntó la pequeña con inocencia, refiriéndose al animal muerto sobre mis hombros.
—- Hablemos bajo para no despertarlo.—- respondí, para no lastimar su ingenuidad.
Los guardias me dieron paso luego de solicitar que dejara mis armas en el puesto de vigilancia. Mi soledad me hacía inofensivo y quizá la compañía de la pequeña hizo aún más en mi favor.
Observé los dispositivos de seguridad buscando puntos débiles posibles de explotar para la penetración de las tropas. Revisaban absolutamente todo sin posibilidad de introducir armas ni hombres sin su consentimiento. En este sector de la fortaleza no existía puente levadizo ni foso pero la entrada estaba protegida por una doble puerta maciza de troncos de roble y los custodios de la muralla dominaban el sitio desde la altura, haciendo imposible un ataque sorpresivo que sería además rechazado sin dificultad con un mínimo de esfuerzo de los arqueros apostados en las torres almenadas.
—- ¡Belsa, venid conmigo!—- dijo el muchacho tomándola de la mano para llevársela a otro sector del mercado. Desde lejos me saludaba con su manita, mientras se alejaba. Le devolví el saludo y me sumergí entre la multitud que intercambiaba sus mercancías.
Presté atención al lenguaje que empleaba el vulgo pero el barullo y el hablar apresurado de algunos me confundió, sin embargo, al pasar por diversos sectores de la feria, y a pesar de que no comprendía algunas expresiones, me sentí tranquilo al advertir que no era, en general, diferente al que había aprendido de los amorreos que me instruyeron en Kemet. Mi conversación con Urkhi-Teshup había sido muy fluida pues lo primero que aprendí fue la lengua culta, dominada por la aristocracia del país, muy influenciada por la cercanía de la nobleza del imperio hurrita de Naharín, muchos de cuyos términos aplicaba, mestizando el idioma nativo más rústico y limitado de Djahi.
Mientras transitaba el interior de la ciudadela observando aquí y allá, el pálido resplandor solar de la mañana volvió a ser eclipsado por las oscuras sombras de extensos nubarrones.
El frío hálito del norte descendía nuevamente con su manto de fina garúa que lenta pero inexorablemente se transformó en una llovizna persistente, si bien no intensa, como la de la jornada anterior. Cargando lo que quedaba del ciervo luego de haber intercambiado sus cuartos traseros por un saco de trigo y una docena de panes de cebada, me acerqué al pozo oriental a beber agua fresca.
Me quité el capucho para refrescar mi cabeza transpirada por el esfuerzo de cargar mi presa, en el momento en que llamó mi atención la aparición de un grupo de soldados que secundaban a una mujer con aspecto de cocinera o ayudante, que eligió varios animales, entre ellos jabalís, corderos, cabras y palomas, tras lo cual ordenó los trasladaran hacia una calle lateral que desembocaba según supuse, en los fondos de la residencia real.
Dejando el cubo con agua en manos de otro sediento, cargué el resto del ciervo y sin ponerme el capucho me dirigí tras ellos, surgiendo de repente desde la fachada del palacio a través del atrio columnado, un grupo de hombres y mujeres jóvenes ataviados con delicados atuendos que se acercaban hacia la feria en dirección hacia mí. Se me erizaron los cabellos de temor ante la perspectiva de que me reconociesen pues, entre ellos, descubrí a varios de los miembros de la familia real que me recibieron el día anterior en la residencia, antes de entrevistarme con el rey. Tratando de evitar sus miradas, cubriéndome con el ciervo que cargaba en mis hombros, apuré el paso hacia la callejuela lateral. Tuve mucha suerte de que no se percataran de mi presencia tan solo por el persistente olor que despedían los restos sanguinolentos de mi presa y el hedor de mis ropas cubiertas de desagradables secreciones, que los llevó a alejarse de mí con gesto de repugnancia.
Alejándome presuroso de ellos mientras volvía a cubrirme la cabeza, llegué hasta un patio rodeado de estrechas galerías, en la que se movían con celeridad sirvientes, carniceros y cocineros trabajando para halagar el paladar del monarca.
Me di vuelta para echar un vistazo al grupo de cortesanos que acababa de evitar y aún sobresaltado, divisé con tranquilidad que se dirigían a las tiendas de los mercaderes de joyas. Sin detener mi marcha, me introduje por el sendero empedrado que, por los lastimeros quejidos que emitía un borrego, me percaté que debía tratarse de un matadero en donde se sacrificaban las bestias para la cocina. Me acerqué sin que nadie advirtiese mi presencia y, mientras un trío de sirvientes destazaba una res, otros dos degollaban un cordero. La abundante sangre que manaba de la garganta de la víctima llegaba a una canaleta de piedra en la que depositaban los recipientes donde se recogía el espeso y purpúreo líquido. Algunos más, traían aves y cabras sacrificadas al parecer en el templo del Dios Teshut.
Me introduje un poco más hacia lo que parecía ser la cocina y al ver que todos proseguían con sus ocupaciones, dejé el ciervo en el suelo, y me acerqué a husmear lo que ocurría más allá de la puerta, en el sitio en que se escuchaba el parloteo de voces femeninas, intentando averiguar a qué se debía tan febril actividad. Al asomar la cabeza, descubrí una gran cocina en la que numerosas mujeres se afanaban en la preparación de gran variedad de alimentos, desde los comunes como el pan, las habichuelas y las hortalizas, hasta otros deliciosos manjares como pasteles de miel y tortas de frutas. Era obvio que se estaba preparando todo para un gran banquete, pero ¿qué celebrarían?—- pensé.
En ese preciso instante me sobresaltó la voz de una mujer que a mis espaldas, me reprendió con suavidad por estar metiendo las narices en donde no debía.
—- ¿Qué hacéis aquí? Alejaos de aquí antes de que os descubran los guardias y os saquen a patadas.—- dijo, más bien en tono de advertencia que de amenaza. En verdad, nunca tuvo intención de llamar a los guardias para que emplearan la violencia sobre mí.
No podía ser sino, otra de las hijas del rey. Tenía los mismos ojos de Urkhi-Teshup y adiviné que sus delicadas facciones las habría heredado de la reina Shadu-Hepa. Cuánta tristeza había en la mirada de aquella joven, pensé, en aquel momento, en vez de preocuparme por mi seguridad. Sus blondos cabellos caían como una cascada de largos bucles sobre sus hombros, en tanto su piel blanca de mejillas rosadas resaltaba el brillo de sus ojos grises. Sin duda, había quedado prendado de su enigmática melancolía y su frágil figura, pero, ¿qué sentido tenía pensar en ello?, me dije, reconviniendo a mi corazón desbordado de emoción ante aquella distinguida dama.
—- Yo,. . . os ruego me disculpéis, mi señora.—- le respondí, aturdido por su encanto, al punto que casi le contesté en mi propia lengua.
Cargué sobre mis hombros el ciervo y me alejé rumbo a la plaza del mercado sin mirar atrás, por temor a que pudiese reconocerme, de haberme visto el día anterior cuando pasamos frente a los miembros de la familia real al ingresar al palacio.
Cuando estuve a una distancia prudencial y oculto entre la multitud de la feria, me volví para ver hacia la puerta del matadero pero, ella no estaba allí. Para mi fortuna, nada ocurrió, y pude confundirme entre la muchedumbre sin que surgieran problemas.
Evité por todos los medios acercarme a los puestos de artículos que atraían a nobles y cortesanos, dedicándome a escudriñar el alcantarillado, intentando descubrir una vía de acceso. Durante largo tiempo recorrí la ciudadela bajo el sol que aparecía tímidamente y de a ratos, entre las nubes que alternativamente lo eclipsaban.
Para mi desilusión, el sistema de desagüe estaba profusamente distribuido en todo el perímetro bajo los muros, con gran cantidad de estrechas bocas de salida en vez de unas pocas de gran tamaño que permitiesen el paso de un hombre.
Mientras me debatía entre encontrar otra vía de acceso o abandonar la empresa que cada vez parecía más complicada, me encontré de frente con Ataliya, la muchacha a quien había ayudado en la ciudad de Uartet, que se encontraba ofreciendo los productos en la tienda de su tío.
—- ¿Shed, sois vos?—- preguntó, sin seguridad.
A pesar de mi disfraz me había reconocido.
—- No soy quien creéis.—- dije, ocultando mi rostro de su inquisitiva mirada, bajo la capucha.
Me interrumpió el paso tratando de verme frente a frente. Toda la misión y mi propia vida peligraban si Ataliya decidía ponerme en evidencia.
—- Sé quien eres y no podrás convencerme de lo contrario.—- me dijo elevando el tono de manera desafiante, llamando la atención de los que se encontraban a nuestro alrededor. La tomé del brazo y la llevé aparte para hablarle en privado.
—- Sí, soy yo.—- reconocí.
—- ¿Qué hacéis vestido de esa manera?—- preguntó, con curiosidad.
—- No puedo decíroslo.—- respondí.—- Os ruego que no llaméis la atención sobre mí.—-
—- Ayer os vi acompañado por los soldados de vuestro ejército. ¿Qué es lo que hacíais aquí?—- preguntó.
—- Actuábamos en misión diplomática.—- expliqué.
—- ¿Y ahora habéis venido a espiar?—- inquirió en tono de reproche.
—- ¿Por qué preguntáis tanto?, ¿Acaso pensáis delatarme después de haberos salvado la vida?—- le reclamé, apelando a su sentido de la gratitud.
—- No,. . . no lo haré.—- respondió, reconociendo su deuda para conmigo.—- No haré nada en vuestra contra, pero, si descubro a un solo soldado de Kemet en la ciudad, no dudaré en dar la alarma.—- advirtió.
—- Agradezco vuestro silencio.—- concluí alejándome.
Turbado por la situación que acababa de atravesar, crucé toda la plaza apartándome de la muchacha para vigilarla desde lejos y ocultarme de ella, por si cambiaba de opinión y me acusaba ante las autoridades.
Sin quitarle la vista de encima, me aproximé a una campesina para hacer trueque con lo que me quedaba del ciervo, que ya me había cansado de transportar, para entregárselo por unas hogazas de pan y un poco de leche de cabra.
—- ¿Se celebra alguna festividad religiosa hoy?—- pregunté a la mujer, para luego hundir el diente al tibio y sabroso pan de escanda.
—- ¿Acaso no sois de aquí?—- preguntó, extrañada de mi ignorancia.
—- No. Soy de las montañas del noroeste.—- respondí.
—- Hoy se cumple un nuevo aniversario del natalicio de la soberana Shadu-Hepa, por eso tendremos celebración ésta noche.—- respondió con alegría, la mujer.
Sentí que me tironeaban de la parte baja del sayo y descubrí sorprendido que se trataba de la pequeña Belsa. Me hinqué para ponerme a su altura, al advertir sus mejillas surcadas por lágrimas.
—- ¿Qué os ocurre? ¿Por qué lloráis?—- pregunté, mientras enjugaba su carita.
—- ¡Los guardias apresarán a mi hermano!—- exclamó angustiada.
—- Llevadme a ellos.—- dije.
La niña me condujo hasta el sitio de la feria en que se encontraban. El tumulto había congregado a un buen número de curiosos que se aproximaron a ver qué ocurría.
—- ¡Se quedó con mi oveja y pretende pagarme con un pequeño saco de cebada!—- dijo el pastor, forcejeando con los guardias que intentaban llevárselo a la rastra.
—- Me vendió una oveja vieja y enferma, ¿cuánta cebada pretendía que le diera? Luego intentó cargar otro saco y se lo impedí.—- dijo el mercader, acusando al joven zagal.
—- ¡El miente!, ¡Esa no es mi oveja!—- gritó el muchacho desesperado al ver que lo querían estafar. Sin embargo, los custodios de la fortaleza daban por verdadera la versión del comerciante.
Era cierto, su oveja era un animal joven y bien alimentado. El mercader lo estaba timando aprovechando el apoyo de la autoridad militar.
En el pequeño corral junto a la tienda se encontraba la oveja del muchacho. Era la única entre un grupo de animales que contaba con dos cabras, un becerro y un asno.
—- ¡Esa es la oveja del pastor!—- grité a los guardias.
El jefe de la guardia hizo caso omiso a mis palabras y ordenó que detuvieran al joven.
—- ¡¿Quién sois vos?!—- preguntó otro de los custodios del orden.
—- Mi nombre es Sheir y soy cazador. Yo ingresé delante del zagal a la fortificación, y sé que su oveja es aquella que se encuentra en el corral y no ésta que el mercader asegura.—- aseveré, ratificando el reclamo del muchacho.
No me prestó atención y ordenó que lo encerraran en el calabozo del cuartel.
Al resistirse lo golpearon. La niña corrió hacia ellos en ayuda de su hermano y pateó a uno de los custodios que se dio vuelta y la empujó haciéndola caer, provocando su llanto. Me enfureció su insensibilidad pero me contuve sabiendo que no debía inmiscuirme en los problemas de la gente.
Llevé a la niña al pozo para que bebiera un poco de agua y se calmara ya que su llanto se había hecho incontenible.
—- Quiero ir a las letrinas.—- dijo, Belsa.
—- Te acompañaré.—- le contesté.
Me llevó hasta los retretes públicos en donde esperé que hiciera sus necesidades y decidí entrar yo también a orinar.
La letrina consistía en un pequeño cuarto tabicado por un entablado de madera que lo dividía en dos, para hombres y mujeres por separado. Un asiento con un gran agujero en su parte media por donde caerían los excrementos, se hallaba sobre un hueco en el suelo que se extendía por debajo del tabique de una pared lateral a la otra del retrete, que evidentemente llevaba a una cloaca subterránea.
Mientras orinaba, escuché un rumor, como un eco que provenía desde la cloaca, un sonido de agua corriente que fluía bajo mis pies. ¿Cuál era el origen del fenómeno? No estaba lloviendo, por lo tanto no era el desagüe pluvial. ¿Qué era entonces? ¿Acaso pudiese ser que hubiesen canalizado un arroyo natural o un manantial procedente de las montañas para que evacuase por su intermedio los deshechos hacia el río? Tal posibilidad ameritaba una exploración de las paredes del cañón en busca del sitio de desembocadura de dicho canal.
Era casi el mediodía y el cielo gris amenazaba con otra tormenta. Debía inspeccionar la pared del cañón en busca de la salida de la cloaca. Si estaba en lo cierto, teníamos una vía de entrada a la fortaleza que nunca hubiésemos imaginado y la oportunidad propicia se nos presentaba justamente hoy con la celebración del cumpleaños de la reina. La seguridad se relajaría un poco en el ambiente festivo y en la confianza en la invulnerabilidad de la fortaleza. Pero, ¿qué haría con la niña? No podía llevarla conmigo y tampoco me parecía bien dejarla abandonada entre el gentío, mientras su hermano, se encontraba preso en el cuartel.
¡Por supuesto!, pensé. Podía dejarla con Ataliya, que estaba seguro, que no se negaría a cuidar de ella hasta que los jefes del orden decidieran liberar al muchacho.
—- ¿Tenéis hambre?—- le pregunté, imaginando que un poco de comida calmaría su ansiedad.
—- Sí.—- se limitó a decir con sus ojitos enrojecidos y los mofletes sucios de secarse las lágrimas con las manitas mugrientas.
—- Vamos a comer algo.—- le dije, llevándola de la mano.
—- ¿Qué le pasará a Mikem? ¿Lo lastimarán?—- preguntó, angustiada.
—- No, Belsa, nada le pasará. Tal vez lo tengan un tiempo preso hasta que se calme.—- le expliqué para tranquilizarla. Al fin y al cabo no había hecho nada malo que le impidiera ser liberado antes del anochecer.
Le di de comer pan de mi morral y leche de cabra que había dejado al cuidado de la campesina a quien le había vendido los restos de mi venado. La mujer se conmovió al ver a Belsa devorar su alimento y le obsequió también un cuenco conteniendo cuajo con miel, que hizo las delicias de la niña.
Ni bien terminó su comida, llevé a la pequeña al puesto de Ataliya que se encontraba en la tienda de su tío Acán convenciendo a un cliente acerca de las virtudes de su mercancía. Luego de concretar la venta me prestó atención.
—- ¿A qué habéis venido?—- preguntó de modo descortés, mirando con curiosidad a Belsa.
—- Necesito un favor.—- le dije.
—- ¿Otro más?—- preguntó en tono irónico.
—- No es para mí, es para la niña.—- respondí, sabiendo que no se negaría.
—- ¿Qué le ocurre?—- inquirió interesada.
—- Vino a la ciudadela con su hermano pero, en un incidente, él fue apresado y hasta que lo liberen, Belsa estará sola. Por eso, pensé que una joven caritativa y bondadosa como vos, no se negaría a protegerla hasta que su hermano sea liberado y pueda hacerse cargo de ella nuevamente.—- expresé, intentando ablandar su postura.
—- ¿Por qué no la acompañáis vos?—- preguntó Ataliya, mientras la niña nos miraba preocupada por saber con quién permanecería.
—- Yo lo hice hasta ahora, pero debo irme y no puedo llevarla a donde voy.—- contesté, cansado de dar explicaciones sin sentido ya que Ataliya conocía mi situación.—- ¿Haréis que os ruegue?—- pregunté molesto.—- Hacedlo por ella, no por mí.
—- Está bien, podéis dejarla a mi cuidado pero antes de iros, avisad a su hermano que ella está conmigo.—- advirtió.
Lo más rápido que pude fui a los cuarteles a informar al pastor el paradero de Belsa, en tanto, allí mismo supe por versiones del propio jefe del cuartel que, antes del final de la tarde, se indultaría por decreto real a todos los reos encerrados por delitos leves como alteración del orden, del que estaba acusado Mikem, como un regalo del monarca a su pueblo en el día del cumpleaños de la reina.
Salí de la ciudadela hacia el río para explorar las paredes del cañón y las márgenes del río. Un pequeño puerto, que el día anterior no había visto desde nuestra ubicación, se encontraba al pie del camino que conducía desde el portal sur de la fortaleza hasta la ribera. Flanqueado de pinos y abetos en su extensión, arribaba a un exiguo muelle junto al embarcadero en donde se veían atracadas un par de naves de pequeño calado. La vigilancia de la zona era mínima y recorriendo la orilla, descubrí sin mucha dificultad el hueco sobre la pared del cañón por el que se derramaban los líquidos cloaca les hacia el río. Como me lo había imaginado, la cloaca estaba formada por un lecho natural complementado por placas de roca talladas que cubrían la vertiente a manera de tapa, dejando una abertura de al menos tres codos de ancho por dos codos de altura, lo que nos proporcionaba una posibilidad de ingreso a la fortificación en un día clave para un intento serio de conquista de esa difícil plaza.
El espeso manto nubloso había bloqueado nuevamente la luz solar provocando un prematuro oscurecimiento como si se acercara el ocaso. A través de los senderos del bosque regresé hasta nuestro campamento para ajustar el plan en vistas a desarrollar las acciones que nos llevaran a concretar nuestra misión.
—- ¡Identificaos!—- advirtió el centinela que me vio arribar por los sombríos atajos que transcurrían a través de la espesura vegetal.
—- Soy Shed, el embajador del Faraón.—- respondí con presteza, para evitar que me atacara. Aún me apuntaba con su arco hasta que me reconoció.
—- Perdón, mi Señor. Se nos mandó extremar las medidas de seguridad y disparar ante la aparición de cualquier sospechoso.—- respondió disculpándose.
—- Está bien, así debe ser.—- contesté satisfecho por las previsiones tomadas.
—- ¡El embajador ha regresado!—- gritó, anunciando mi presencia en el campamento.
Mientras me sacaba el atuendo de cazador que me tenía sofocado, conversaba con los soldados que se reunían a mí alrededor para conocer los resultados de mi entrada en la fortaleza.
—- ¿Qué habéis averiguado?—- preguntó expectante Sipar, llegando hasta nosotros. Entre los miembros del grupo de oficiales que se aproximaban distinguí a Upma’at, que, sin embargo, se mantuvo alejado de los más interesados por saber qué novedades tenía para ellos.
—- Puede que haya una manera de ingresar en la fortaleza pero no lo sabremos con seguridad hasta que no lo intentemos.—- respondí sin desear entrar en detalles.—- General, necesito que convoquéis una reunión con los idenus para describirles mi plan y discutir las opiniones que se planteen al respecto.—- le solicité, en tanto mojaba mi cabeza con agua proporcionada por un sirviente.
—- Bueno, os invito a que os alimentéis y descanséis. Mañana reuniré a los principales oficiales y escucharemos vuestro. . . —- le interrumpí impaciente, al ver que no comprendía la urgencia del caso.
—- Perdón, general, creo que no me expresé con claridad. La situación exige que actuemos con celeridad. Nuestra mejor oportunidad de tomar la fortaleza se dará esta misma noche.—- me miraron como si hubiese perdido la razón.—- Sé lo que pensáis, Sipar, pero no estoy delirando.—-
—- Como mínimo me parece muy precipitada la decisión. Creo que debéis tomar las cosas con calma. No se conquista una ciudad como Tunip de la noche a la mañana. Hay que evaluar los riesgos y las ventajas antes de actuar.—- reflexionó.
—- Vos mismo me delegasteis el mando de las tropas, por lo que exijo, se escuche lo que tengo que decir y luego, si el conjunto de los oficiales considera inviable mi proyecto, me comprometo a entregar el control de nuestro ejército a aquel de los oficiales que merezca vuestra confianza.—- expresé, urgido por las circunstancias.
—- Me parece aceptable la petición.—- dijo Upma’at, adelantándose entre sus compañeros al entrever la posibilidad de quedarse con el poder de las tropas luego de que se rechazara mi plan.—- Cuanto antes sepamos lo que proponéis el embajador, más fácil será tomar la decisión correcta.—- dijo el idenu tratando de mostrarse ecuánime cuando en realidad, tras sus palabras, escondía su egoísmo y su desmedida ambición de poder.
Sipar ordenó que se dispersara a las tropas que se habían congregado en derredor tratando de conocer lo que el alto mando llegase a decidir.
—- La reunión se llevará a cabo en mi tienda en instantes. Ordeno que se dé ha conocer la obligatoriedad de la asistencia a todos los oficiales que forman parte de las tropas.—- dijo Sipar para evitar que algunos no se presentaran por temor a favorecer las apetencias de Upma’at.
Hasta que fueron llamados todos los oficiales que se encontraban dirigiendo a sus hombres en la caza de animales en el interior del bosque, cortando leña para las fogatas o volviendo del río para reponer la provisión de agua, aproveché para vestirme con ropas limpias y descansar sobre mi estera, poniendo en orden mis ideas para luego exponerlas ante los oficiales de Sipar. Sabía que Upma’at se opondría a mi propuesta sin importar lo descabellada o coherente que pudiese ser, tan solo por el encono que nos enfrentaba y aún más por la posibilidad que le daría de ser nombrado como jefe de nuestras huestes.
Entre miradas de desconfianza y gestos de fastidio, algunos de ellos de mala gana, escucharon mi propuesta.
—- Señores, antes de explicarles mi plan, quiero dirigir unas palabras al grupo. Se que ninguno de vosotros acepta de buen grado que comande las acciones pues me ven como un extraño entrometido haciendo las veces de comandante, cuando en realidad soy solo un diplomático y no un militar. Sé también que en lo personal, estoy enfrentado a algunos de vosotros por una incompatibilidad de carácter insalvable referida a personalidades opuestas, sin embargo, no hemos venido hasta aquí para trabar amistad ni para transformarnos en camaradas inseparables, sino en busca de un solo objetivo: La conquista de Tunip. Todos sabemos la importancia que la toma de esta plaza tiene en los futuros planes de dominio de nuestro Faraón, por una parte como ciudad clave en la resistencia de las monarcas de Djahi contra la hegemonía de Kemet y por otra parte porque su rey es uno de los principales aliados de nuestros enemigos de Naharín. Por este motivo, solicito vuestra colaboración para, dejando de lado rivalidades y enfrentamientos, intereses mezquinos y actitudes egoístas, unirnos en un solo esfuerzo buscando cumplir con éxito la misión que se nos ha encomendado.
Nada lograremos si no luchamos juntos en esta empresa, pero si nos mueve la misma voluntad y el mismo anhelo, podremos retornar ante Tutmés con un triunfo descollante expresado en la rendición de Urkhi-Teshup reconociéndose su vasallo y de no conseguirlo, al menos regresaremos con la frente alta sabiendo que combatimos con la sangre caliente, el corazón dispuesto y la mente alerta, entregando lo mejor de nosotros en la batalla.
Si no os sentís capaces de entregaros a este acto de grandeza, me ahorraré más palabras y renunciaré ahora mismo al honor y la responsabilidad con que me honró el general Sipar a causa de su estado de salud. Si por el contrario, deseáis formar parte de los hombres que forjaron la gloriosa historia de nuestra tierra negra, hacédmelo saber ahora porque no podemos darnos el lujo de desperdiciar el tiempo que nos queda.—- me sentía inspirado y al parecer mi discurso logró hacer vibrar la cuerda patriótica de cada uno de los presentes incluido el propio Upma’at que, aunque tibiamente, se sumó a mi convocatoria (tal vez porque no le quedaba otra opción ante la posibilidad de ser acusado de cobarde por sus pares).
—- Paso a describirles mi plan.—- dije, tomando una vara de pino para dibujar y explicar mi estrategia sobre el suelo. Cada uno de ellos se acercó poniendo toda su atención enfocada en la descripción de mi plan.—- La única vía de acceso posible para ingresar nuestras armas sería la salida de la cloaca que desemboca sobre la pared rocosa del cañón.—- dije marcando su situación con el palo.—- Hasta que no la recorramos en toda su extensión no sabremos si podremos o no penetrar en la fortaleza. Mi propósito es entrar en la ciudadela a través de la letrina pública con un número de al menos diez hombres provistos con el armamento indispensable para poder moverse dentro del desagüe, es decir puñal y hacha, ya que el resto del armamento, entiéndase arco, flechas, lanza, espada, etc., deberemos dejarlo antes de ingresar por la boca de salida, ya que podría dificultar el desplazamiento por esos espacios estrechos e irregulares. Una vez dentro, atacaremos a la guardia de la puerta meridional y nos apoderaremos del control del sistema que baja el puente, para que vosotros, que estaréis esperando afuera, podáis invadir la fortaleza apenas descienda el puente y se abra la doble puerta.—-
—- ¿No estaréis demasiado expuestos a que los descubran con tanta gente ocupando la ciudadela?—- preguntó otro oficial.
—- Entre otros motivos, elegí la puerta meridional para nuestro ingreso porque está como mínimo a unos cuatrocientos codos del sitio previsto para el desarrollo de los actos festivos y a no más de cincuenta a setenta codos de la letrina pública. La única desventaja, aunque nada despreciable, es que el cuartel militar se halla también mucho más cercano a la puerta sur que a la puerta norte.—- respondí.
—- ¿Cómo sabremos cuando acercarnos a la puerta sur?—- preguntó, uno de ellos.
—- Cuando nos hagamos con el control del cuarto en donde están la máquina que hace descender el puente, agitaremos una antorcha sobre la torre más cercana a vuestra ubicación. Vosotros permaneceréis aguardando la señal agazapados en los terrenos de cultivo cercanos al caserío de la zona.—- respondí.
—- ¿Deberemos mantener a oscuras el campamento para que no adviertan el movimiento de tropas?—- preguntó otro.
—- No, en absoluto. Tal maniobra resultaría demasiado sospechosa y pondría en peligro el éxito del ataque. Con que un cuerpo de mil hombres se separe disimuladamente hacia el bosque cercano para después aproximarse en la oscuridad a la fortaleza, será suficiente para controlar la situación una vez invadida la ciudadela. Después le seguirá el resto.—- expliqué.
—- ¿Podrán diez hombres dominar a todos los efectivos que custodian esa parte del muro?—- preguntó alguien, con desconfianza.
—- Es cierto. Vos mismo habéis visto lo estrictos que son en cuanto a las medidas de vigilancia.—- advirtió uno de los idenu que formaba parte de la delegación que visitó al rey Urkhi-Teshup en palacio.
—- Por eso no debemos desaprovechar la oportunidad que esta noche nos brinda cuando todo el pueblo esté de fiesta por el cumpleaños de la reina. Correrá el vino y la cerveza y como de costumbre durante una celebración, la vigilancia se relajará y los guardias se hallarán propensos a la tentación de la bebida, el alimento abundante, la música y las mujeres hermosas.—- especulé conociendo que entre todos los pueblos ocurre algo parecido.—- Aprovecharemos toda esa distracción y su confianza en la invulnerabilidad de la fortificación para sorprenderlos desprevenidos.—- dije confiado.
—- Si…, Amón no lo permita, los hombres que entren por la cloaca no pueden abrir el portal meridional, quedarán aislados y serán presa de las fuerzas de la defensa.—- dijo Upma’at, advirtiendo el fatal desenlace que tendría tal situación para los diez elegidos que se infiltraran entre los enemigos.
—- Es cierto. De ser descubiertos, esos hombres estarán seguramente condenados a muerte.—- dije, reconociendo que no sería fácil conseguir diez voluntarios suicidas para la misión.—- Hay que solicitar nueve voluntarios que estén dispuestos a arriesgar sus vidas en el intento. Yo seré el primero comandando el grupo.—- repuse.
Salvo uno de los idenus, el más joven de los oficiales que no pertenecía a los seguidores de Upma’at, ninguno de los demás se ofreció a seguir mi ejemplo.
—- Os agradezco vuestra ayuda.—- le dije, brindándole mi reconocimiento por su valor.—- ¿Cuál es vuestro nombre?—- pregunté.
—- Mi nombre es Yuny, mi señor.—- respondió con orgullo.
—- Doy por terminada la reunión si es que no hay más preguntas de los presentes.—- concluí, sin esperar más adhesiones. Upma’at y los suyos se retiraron sin hacer comentarios, con una mezcla de sentimientos entre vergüenza y rebeldía.
—- Idenu Yuny, os encomiendo buscar ocho de los mejores voluntarios que halléis entre las tropas. Deben ser fuertes, ágiles y por sobre todo diestros en la lucha cuerpo a cuerpo.—- recalqué, teniendo en cuenta la dura tarea que nos esperaba.
—- ¿Cómo llegaréis a la boca del desagüe?—- preguntó Sipar.
—- Debido a que la pared del cañón tiene una fuerte inclinación cercana a la vertical, será más fácil descender con sogas desde los pinos que pueblan el margen entre el muro y el borde rocoso, que intentar escalarlo desde el río en la oscuridad.—- expliqué.
—- ¿Qué elementos necesitaréis?—- preguntó el general, mostrándose sumamente entusiasmado.
—- Cuerdas, armas, antorchas y equipo para encender fuego dentro de la cueva. Encenderemos las antorchas dentro de la cloaca para localizar la letrina.—- respondí.—- Mientras preparan todo dormiré un poco. Estoy muy agotado y necesito descansar. Nos espera una difícil noche y debo estar bien despierto para actuar.—-
—- Si tuviese veinte años menos os acompañaría con gusto.—- dijo Sipar, como rememorando viejas hazañas.
—- Lo sé, general. Sin embargo, no piense que será menos importante guiar a los hombres que invadirán la fortaleza cuando bajemos el puente. No confío en otro para esa tarea que no seáis vos.—- expresé, dando valor a su tarea.—- Nuestras vidas estarán en vuestras manos, no nos defraude.—- respondí, esperando que la responsabilidad lo indujera a mantenerse sobrio. Sipar asintió y se retiró dejándome solo.
Regresé a mi tienda y ordené que me despertaran antes del anochecer.
Quedé profundamente dormido apenas tendí mi cuerpo exhausto sobre la estera cubierta de una manta de suave lana de oveja.
Como si mi espíritu hubiera abandonado mi cuerpo, guiado por una blanca garza de largas alas que me arrastraba en el aire tras de sí, me encontré de pronto en un lugar bello, apacible, cerca de un lago de mansas aguas y suaves brisas que refrescaban mi piel como dulces caricias, en un paisaje paradisíaco que imaginé serían los campos de A’aru, el sitio donde descansan los justos en el reino de occidente, el Am-Duat. Cual viaje místico entre la vida y la muerte, en un fluir de imágenes de diáfana pureza, tan reales como yo mismo, pero al mismo tiempo tan diferentes a todo lo conocido, viajaba mi ka desbordado por el gozo de una felicidad eterna, de una paz absoluta. En la inefable experiencia de encontrarme en un vínculo imperecedero con mis seres queridos que habitaban el inframundo entre miles de otras gentes, vi a mi abuelo que venía afectuoso hacia mí para abrazarme, en una actitud tan distinta de la severa postura que le había caracterizado en vida. Madakh e Ykkur, mis entrañables amigos, a quienes tanto echaba de menos, me saludaron con la misma jovialidad de siempre desde una barca, mientras arrojaban sus redes al agua.
En el nimbo deslumbrante que inundaba de luz ese ambiente sobrenatural que regocijaba mi espíritu de calmado éxtasis, de deleite ultraterreno, que aplacaba las ambiciones, desvanecía los temores, consolaba los sufrimientos, extinguía las angustias, apagaba los resentimientos, consumía las culpas, la encontré junto a su madre. Como parte de ese letargo del que no deseaba despertar, descubrí su mirada tierna, con la misma candorosa sonrisa con que alegró el tiempo en que fue parte de mi vida.
—- Me siento desorientado y confundido desde que te perdí, mis pensamientos me sumergen en un abismo sin fondo, el tiempo se convierte en una condena interminable de la que no puedo escapar. La soledad y el pesar me empujan a buscar la muerte como única salida. Llévame contigo, mi amor.—- dije, sin palabras, en un idioma íntimo y silencioso.
—- El tiempo no existe, la culpa es vana y el pesar es inútil, mi querido.—- me dijo mansamente.—- Somos parte del sueño que los dioses sueñan y no podréis abandonarlo hasta que tu cometido en el mismo haya terminado. No desaprovechéis la parte que os corresponde de existencia en remordimientos y culpas, vive los días con la voluntad de ser feliz, disfruta de nuestro hijo, de la compañía de vuestros padres y no pienses en qué vendrá, ni cuánto falta para que volvamos a estar juntos. El presente es el único momento que podéis vivir. No lo perdáis abandonándolo, por regresar a los recuerdos y tampoco lo desprecies por adelantarte en el camino tratando de anticipar lo imprevisible. Vive cada instante sin temores y con la misma pasión con que os entregasteis a mí como esposo. No ha llegado el momento en que la mente infinita despierte de vuestro sueño. Os queda mucho por recorrer y, aún así, será menos que la existencia de la mariposa que engalana la primavera con sus tornasolados colores, tan breve como el arco iris que maravilla las pupilas y efímero como el brillante e irrepetible fulgor del relámpago en la tempestad. Por ello mi querido Shed, no os angustiéis. La muerte irá a buscaros cuando vuestro cuerpo cansado por el peso de los años acuse la fatiga de una vida plena, colorida como un jardín florido, matizada por alegrías y tristezas. No desperdiciéis lo que queda de ella y cuida que vuestra alma siga los dictados del corazón, que es el único que hablará por vos en el juicio ante el Dios Asar.—- concluyó alejándose de mí, para nunca más volver a visitar mis noches.
El graznido de un cuervo por entre los cedros que rodeaban mi tienda, me sobresaltó como si hubiese vuelto a la vida desde algún mortal encantamiento, como despertado de un mágico y maravilloso hechizo por el lúgubre canto del pajarraco nocturno.
Las palabras de Tausert me liberaron de pesares dándome nuevos ánimos para vivir, como ella misma dijo, escuchando la voz de mi corazón. Jamás volví a recordar a Tausert con remordimientos, por el contrario la sentí como mi protectora y guía.
Resurgió en mí la esperanza de volver a creer en la vida y también, porqué no, en el amor. Pero, algo había ocurrido en mi espíritu para lo que aún no tenía respuesta. ¿Tendría algo que ver mi encuentro con aquella misteriosa dama de mirada melancólica? Incomprensiblemente para mi mismo, desde el primer momento me sorprendí por mis sentimientos hacia ella. ¿Qué puedo decir de lo que experimenté? Su mirada me habló de su soledad, me contó de sus tristezas, del agobio de las penas y el peso del dolor. En sus ojos vi más que su hermosura, descubrí mucho más que la nobleza de su corazón y adiviné tanto más que su carácter bondadoso. En sus ojos grises presentí mi destino.
La desconocida señora a quien en pocas horas pondría en peligro, atacando su ciudad, a sus seres queridos y a su padre, para transformarlos en súbditos y vasallos del Faraón (cuyos métodos aborrecía), había embelesado mi alma y despertado el dulce deseo de los besos de su boca, recreado la anhelada fragancia del placer en el aroma de su piel y reavivado las inigualables ansias de escuchar la voz del amor de sus labios.—- pensé.
Por otra parte, ¿era sensato mi amor (bueno, en realidad el amor pocas veces lo es) si había surgido sin saber qué secretos guarda ella en su alma? Nada sé de su pasado tanto como de su presente, aunque, de un modo arcano a mi entendimiento, siento que mi futuro la anuncia, que mi espíritu la recuerda y que mi corazón la reconoce.—- meditaba.
—- ¿Habría percibido ella lo que yo?—- me pregunté.
La imaginaba inquieta al verse invadida por incomprensibles sentimientos y confusas visiones que perturbarían su mente.
¿Cómo podía armonizar mi razón aquel cúmulo de insostenibles contradicciones entre mis elevados sentimientos hacia ella y las terribles acciones que las circunstancias me impelían a cometer contra su persona y los suyos? ¿De qué manera compatibilizaría ambas situaciones sin perder la cordura? ¿Y si acaso mis actos terminaban indirectamente con su vida? Tal vez, me adelantaba vanamente a los hechos y el único que perecería sería yo mismo. Pero, hasta ese aspecto había cambiado. La mera existencia de aquella joven me había dado motivos para ya no desear mi propia muerte. Y así era, pues temía que la espada enemiga hendiera mi carne y derramara la sangre que corría por mis venas, que mi cuerpo tomara la pétrea consistencia del esquisto bajo la asfixiante mortaja de lino y que mi piel se enfriara como la helada estela de mármol antes de haber disfrutado siquiera del cálido roce de sus manos. No, por supuesto que no quería morir, porque su vida había devuelto el valor de la mía.
Sin embargo, ¿puedo de pronto decir que siento amor por ella y me encuentro a punto de destruir su mundo, de hacerla infeliz convirtiendo su vida de princesa en una existencia miserable?
—- Mi señor, estamos listos para salir hacia la fortaleza.—- anunció Yuny aproximándose a mi tienda, distrayéndome de los angustiantes pensamientos que poblaban mi despertar.
¿Qué cruel jugarreta de la fatalidad me impone hacer frente a este insondable acertijo? ¿Tengo elección? ¿Qué debo hacer? ¿Por qué vuelvo a sentir mi vida a la deriva al igual que las algas a merced del oleaje marino, como una hoja arrastrada río abajo por la corriente, o cual semilla de cardo impulsada por los vientos? ¿Que fuerza, inalcanzable a mi comprensión, se complace en transformar mi devenir en una sucesión de dilemas?—- me dije.
Estoy delirando, pensé. El clima tormentoso de estas tierras está afectando mi juicio y envenenando mi voluntad. Mejor no pensar. Si, eso es, mejor no pensar. Tan solo debo concretar lo que he venido a hacer a este país sea mi sino matar o morir.
Capítulo 18
"Entre las heladas aguas y el fuego abrasador."
Mis hombres y yo, a diferencia del resto de las tropas, íbamos vestidos con ropas comunes al igual que cualquier campesino de la región.
El viento arreciaba a medida que avanzaba la noche. El cielo se movía convulsionado por densos nubarrones desplazándose desordenadamente mostrando su ímpetu en luminosos destellos, acompañados por estruendosos estampidos que retumbaban con sonoros ecos en las montañas.
Emprendimos la larga caminata divisando las lejanas luces de las grandes antorchas sobre la fachada sur de la muralla de Tunip. Avanzamos en la oscuridad a través de los estrechos senderos entre los campos de cultivo apenas alumbrados por las relampagueantes descargas cuyo fulgor fue disminuyendo en intensidad y frecuencia hasta hacerse ocasionales y esporádicas cuando empezó a llover. Una densa cortina de agua se precipitaba sobre los montes al igual que la tarde en que conocimos al rey Urkhi-Teshup. Rodeamos los sembradíos más cercanos al río, ocultándonos entre los pinares que descendían hacia la ribera a medio iteru del caserío próximo al portal meridional. Desde una distancia prudencial inspeccionamos el pequeño puerto y su embarcadero en el que se encontraban amarradas una nave mercante y dos embarcaciones de menor talla. Una rampa de piedra comunicaba el embarcadero con el camino que conducía a la puerta sur de la fortaleza. Se veían dos figuras sobre el entablado del muelle que no podían ser sino los guardias encargados de custodiar la seguridad de los navíos. Un puesto de guardia consistente en una pequeña cabaña de madera entre el muelle y el barranco era la única construcción que se veía sobre la estrecha playa. Una antorcha de brea colocada sobre los pilotes que sobresalían por encima del piso del muelle iluminaba el sitio con una mortecina lumbre amarillenta. Esto significaba otra complicación adicional pues nos veríamos obligados a eliminar a los guardias del puerto antes de intentar penetrar en la cloaca.
Debíamos ser muy cautos al momento de actuar. Desde el torreón sur oriental se veía claramente el embarcadero y no podíamos permitirnos ser descubiertos atacando a los guardias pues sus soldados alertarían a toda la fortaleza, lo que haría imposible el posterior ingreso a la ciudadela. Necesitábamos movernos sigilosamente para neutralizar a los custodios y reemplazarlos rápidamente por dos de nuestros hombres para que desde la torre no abrigaran sospechas.
—- Vosotros me acompañaréis río abajo hasta el muelle. Pondremos fuera de combate a los guardias y tomando sus capas los reemplazaréis antes de que desde el torreón noten algo sospechoso. Seguidme y prestad atención a todas mis señales.—- expliqué.
El terreno estaba muy mojado y se había formado un barrillo muy resbaladizo que complicaba el descenso por el barranco. Decidí que sería conveniente unirnos por medio de sogas para que ninguno de nosotros terminara engullido por el caudal.
Nos dejamos llevar por la corriente hacia el norte y esperamos el momento propicio para actuar. El resto del grupo permanecía entre los pinos del bosque. Cuando la lluvia aumentó su intensidad, noté que el caudal del río iba incrementándose progresivamente, sin embargo, no creí necesario alterar nuestros planes pero, hice señas de que avanzáramos más rápido. Nos asíamos de las piedras, de los troncos caídos, de todo aquello que nos permitiese aferrarnos para no ser arrastrados corriente abajo de manera descontrolada.
El agua estaba muy fría y paulatinamente percibí entumecimiento en mis piernas. En un momento dado, uno de mis hombres no hizo pie y gracias a la soga que nos unía no pereció ahogado. El sonido de la lluvia sobre el río, las ráfagas de viento azotando el bosque y el rugido esporádico de la tormenta quebrando la noche con atronadores bramidos, evitaron que se escuchara el chapoteo desesperado de nuestro compañero.
A poco de llegar bajo el muelle y con los guardias a la vista, sentí un fuerte golpe por detrás y una punta que rasgó mi camisa hasta punzar mi carne. Me salvé de que una rama se clavara en mi espalda, pero no pude evitar que me jalara hacia el interior. El ramaje estaba siendo desprendido por el viento y lanzado sobre el río, siendo uno de aquellos grandes trozos el que golpeó mi cuerpo impulsado por la correntada.
El río se hacía más caudaloso a cada instante, seguramente a causa del agua recogida en las cumbres del sur castigadas por la tempestad y su nivel subía claramente.
Llegamos a los pilotes por debajo del piso del muelle con el agua a un codo de sobrepasar el borde de las tablas.
Desatamos la soga de nuestras cinturas y me asomé levemente sobre el entablado para ver la ubicación de los guardias. Se encontraban conversando animadamente junto a las naves atracadas y llevaban lanza y escudo cada uno. Era el momento ideal para atacar. Estaban muy lejos de las antorchas que iluminaban la casilla y las de los pilares que daban acceso a la rampa.
Nadé por debajo del muelle buscando el mejor lugar desde donde pudiésemos disparar sobre ellos. El extremo norte del embarcadero quedaba oculto del torreón más cercano por las copas más altas de los cedros que bordeaban la rampa que ascendía hacia el camino. Se me ocurrió que sería mejor atraerlos hacia ese sector, eliminarlos y suplantarlos lo más pronto que se pudiera.
—- Tendremos tensado el arco bajo el muelle y apenas emerjamos del agua haremos blanco sobre ellos. Yo atacaré primero.—- dije al oído de mis compañeros.
A pesar de la oscuridad reinante nos llegaba un pobre resplandor filtrado a través de las tablas que formaban el suelo del muelle. Golpeé el casco de uno de los navíos para llamar su atención y regresé a mi posición. Les hice señas para que nos aproximáramos rápidamente al extremo del entablado buscando la orilla para hacer pie; agachados dentro del agua salimos lentamente.
No podría haber resultado mejor. Cuando emergimos entre las sombras ni siquiera nos escucharon debido al clamor del río que ahogaba cualquier otro sonido y el custodio que se encontraba de espaldas a nosotros tapaba la visión del que, estando de frente, podría habernos descubierto.
El desdichado no debe haber llegado a comprender que era aquello que le atravesó el pecho desde atrás en tanto que el segundo paralizado de terror ni siquiera atinó a tomar el cuerno de carnero que le colgaba para dar la alarma en el instante en que las flechas de mis hombres lo atravesaron mortalmente. Ambos se desplomaron sin emitir sonido salvo el sordo ruido de sus cuerpos al caer sobre el piso de madera. Mis hombres treparon al muelle quitaron las capas a los soldados muertos para ponérselas y arrojaron los cadáveres al río. Por mi parte, nadé hacia el extremo opuesto y salí del agua por detrás de la casilla. Tiritaba de frío y sentía que me dolía todo el cuerpo pero, me sentía satisfecho pues todo estaba resultando según lo planeado.
Desde un ángulo del embarcadero al amparo de las sombras, miré hacia las almenas del torreón y observé total calma en los soldados que lo ocupaban al igual que los que recorrían el muro sobre la entrada.
Me apresuré a llamar a los demás miembros del grupo que se encontraban cerca de la playa. Con Yuny y el resto de los hombres, nos metimos en el río antes de llegar a la zona iluminada pasando nuevamente por debajo del muelle bordeando la costa. La corriente subía cada vez más siendo notoria la elevación de su nivel pues debíamos llevar la cabeza tocando el piso del muelle para mantener nuestras cabezas fuera del agua.
Pasando el embarcadero, la costa se hacía rocosa, y el borde superior del barranco pétreo se encontraba coronado, junto a la muralla de la ciudadela, por una hilera de cedros, pinos y otras especies silvestres. Estos árboles, aunque no muy grandes, nos favorecían doblemente al ocultarnos de la vista de los guardianes de la muralla por una parte, y por otra parte, nos proporcionaban un excelente lugar donde atar nuestras sogas para poder descender la pared de piedra buscando en la oscuridad la salida del desagüe. Tomé la iniciativa, sintiendo que me correspondía el riesgo y la responsabilidad por haber sido el promotor de la idea.
—- Cuando encuentre la entrada a la cloaca tiraré tres veces de la cuerda para que vosotros descendáis uno a uno por ella.—- expliqué.
Atamos fuertemente una larga soga a un pino y colocándome mis guantes de arquero comencé el descenso. La lluvia y el intenso viento cayendo en ráfagas sobre mi piel me hicieron estremecer de frío. Paso a paso fui bajando la escarpadura tratando de encontrar la salida de la cloaca, tomando como referencia visual el borde superior de un peñasco que sobresalía sobre el barranco. Descendí hasta la altura que creí correcta y recorriendo de lado a lado la pared del precipicio buscando con mis pies el hueco del desagüe, me sorprendí al no poder encontrarlo. Confundido, subí un poco más y realicé el mismo procedimiento pero tampoco dio resultado. Me preocupó sentir mis brazos fatigados pensando que tendría que subir para poder descansar. Decidí hacer un último esfuerzo antes de ascender, pero esta vez bajaría dos codos por debajo del nivel inicial seguro de que lo hallaría. Al dar el segundo paso hacia abajo sentí que mi pie entró en el agua, advirtiendo lo mucho que había crecido el río. Al mirar hacia el embarcadero vi que había quedado completamente cubierto por la inundación y que mis hombres se habían visto obligados a subir a la rampa que llevaba hasta el camino. En aquel momento me di cuenta de que la salida de la cloaca debía encontrarse anegada. Al hacer el siguiente paso, resbalé hacia el interior del desagüe, golpeándome levemente el abdomen contra el margen rocoso al penetrar con mis piernas hasta la cintura. Me paré sobre el piso de la entrada y luego solté y tiré de la cuerda tres veces para llamar la atención de mis soldados.
Esperé a que el primero de ellos llegara para recién intentar el ingreso al desagüe. Apenas veía a mi compañero de misión bajo los pálidos relámpagos de la tormenta.
—- Mi señor, ¿dónde está la entrada?—- preguntó Yuny, confundido al ver que el río me rodeaba.
—- Estoy parado sobre el piso de la entrada.—- respondí.
—- ¿Cómo entraremos entonces?—- inquirió desconcertado.
—- No nos queda otra opción que nadar hacia adentro.—- respondí.—- Tendremos que movernos en la oscuridad pues el agua inutilizará las antorchas y el equipo de hacer fuego.
—- Pero si el río sigue creciendo nos atrapará el agua en su interior.—- dijo preocupado.
—- Desde que encontré la salida diría que el nivel del agua no ha seguido subiendo.—- contesté mirando los nubarrones que se movían rápidamente impulsados por el viento. La lluvia iba también en disminución.
—- Me introduciré ahora mismo para explorar su interior. Si no es posible permanecer adentro, tendremos que esperar que baje el río pero perderemos un tiempo muy valioso. Voy a necesitar otra cuerda para moverme en el desagüe de modo que me ayudéis a salir si no encuentro un tramo que no esté inundado. Cuando tense la cuerda manteniéndola así, significará que estoy bien y será señal para que vosotros nadéis hasta mi posición siguiendo la trayectoria de la soga. Si por el contrario jalo de la cuerda varias veces deberéis sacarme rápido.—- concluí, dejando sobreentendido que mi vida dependía de su ayuda.
Mientras hablábamos llegaron dos hombres del grupo para unirse a nosotros. En tanto que Yuny los ponía al corriente de lo que me disponía a hacer, inspiré profundamente y me sumergí en las frías aguas que efectivamente habían comenzado a descender lentamente. Con los ojos y la boca cerrados para que no me entraran las inmundicias que flotaban en el agua, nadé palpando las paredes del desagüe, notando por su irregularidad, que se trataba de una formación natural aprovechada para el fin ya descrito. Se trataba más precisamente de una pequeña cueva.
La turbulencia provocada por la corriente circulante dentro de la cueva, dificultaba mi búsqueda de un acceso a zonas más elevadas en las que pudiera encontrar aire, ya que me hacía girar en un remolino que confundiéndome, me alejaba de las paredes, manteniéndome en el medio de la masa de agua.
Varias veces me vi obligado a jalar de la cuerda para que Yuny me ayudara a salir, desesperado por la falta de aire. Durante la cuarta tentativa pude finalmente asirme de una saliente rocosa e impulsándome hacia arriba, logré salir por encima del agua, al menos para tomar una bocanada de aire e intentar hacer pie, hasta que finalmente lo conseguí.
El olor dentro de la cueva era tan nauseabundo que de haber tenido algo en el estómago, seguramente lo hubiese vomitado. Nunca sentí en toda mi vida un hedor semejante que ha permanecido en mi memoria y de solo recordarlo me provoca asco. Una mezcla pestilente de excrementos, orina, alimentos en descomposición, y animales muertos, invadieron mi olfato ocasionándome náuseas irrefrenables.
En una completa oscuridad, di un paso para afirmarme en terreno seco, pero sintiendo que resbalaba, estiré mi mano derecha hacia un lado para tomarme de la pared, apretando algo pequeño y blando que escapó por mi brazo y cruzando por encima de mis hombros hasta caer en el agua. Las pequeñas patitas caminando por mi piel y el roce de la larga cola me hizo caer en cuenta de que la cueva se encontraba infestada de ratas. El chillido agudo y ensordecedor de miles de ellas asustadas por mi presencia turbó mis sentidos, haciéndome estremecer la sola idea de que pudiesen atacarme en masa. La aterradora idea de convertirme en víctima de los millares de ojitos que me observaban, coronada después por la escalofriante sensación de decenas de ellas atravesando mi espalda, mi pecho, mi cabeza y cualquier otra parte de mi humanidad por donde pudiesen transitar, estuvieron a punto de hacerme desistir de la empresa, para sumergirme nuevamente en el agua desesperado de ansiedad por librarme de ellas. Pude sobreponerme, a pesar de todo, controlando mis nervios al comprender al mismo tiempo que los roedores no estaban atacándome sino que me utilizaban de puente para sortear el agua que bajaba por la cloaca, huyendo al mismo tiempo de la inundación hacia otros sectores más secos de la caverna.
Me apoyé firmemente sobre las paredes y el techo y logré dar un paso hasta que pude permanecer sostenido solo por mis piernas sin ayuda de las manos.
Sentí el tirón de la soga y la mantuve tensa para que Yuny advirtiera que podían ingresar a la cloaca.
Agitado y medio descompuesto aún, me vi compelido a respirar aquel malsano aire que, sin embargo, me ayudó a recuperar el aliento.
A medida que mi visión iba adaptándose a la oscuridad del lugar, percibí una tenue luminosidad que se filtraba desde cierta distancia, proveniente de unos amplios conductos que desembocaban en la parte alta de las paredes de la cueva.
En tanto prestaba atención a estos detalles, colaboraba con los soldados que iban emergiendo del agua. Los recién llegados a la caverna tosían, vomitaban y proferían toda clase de insultos, y obscenidades, asqueados por las pestilentes emanaciones del lugar, maldiciendo al país y su gente (por no poder descargar su malhumor conmigo que los había llevado allí), de modo tan disparatado e irracional que me causó risa por lo absurdo de la situación. Prontamente los hice callar por precaución, pensando en que nuestras voces pudiesen ser escuchadas al retumbar el sonido a través de los conductos hacia la superficie.
Sin saber cual de los conductos pudiese llevarnos hasta las letrinas, opté por el de la izquierda tan solo porque parecía el más amplio de los tres. Por otra parte, las perspectivas que nos esperaban no mejoraban en nada ya que el contenido sería igualmente repulsivo en cualquiera de ellos. Obviamente el sistema de lavado de agua corriente que fluía a través de ellos, no era lo suficientemente eficiente ya que una fracción importante de los desechos volcados en la cloaca quedaban depositados en las paredes, acumulando gusanos, moscas, cucarachas y quien sabe qué otros habitantes de toda podredumbre.
Arrastrándonos por encima de todas esas porquerías, arribamos a una letrina que al parecer pertenecía a las barracas de los soldados pues escuché voces de hombres que maldecían por tener que estar de guardia en vez de poder estar con sus mujeres y divertirse en la fiesta. Era demasiado arriesgado tratar de salir por allí, por lo que tuvimos que desandar el camino para buscar una salida por los otros conductos. Por suerte el segundo intento fue con éxito y llegamos luego de un largo trayecto hasta la letrina pública que había descubierto gracias a la niña. Creí reconocer el lugar al ver que el hueco estaba tabicado en el medio para separar los sexos. Al asomarme con gran dificultad, debido a lo exiguo del espacio para moverse, verifiqué mi sospecha avisando a mis hombres que se prepararan para salir. Tuvimos que hacer silencio cuando de pronto alguien entro en la letrina de mujeres. Una mujer gorda y pesada hizo crujir el tablón perforado y entre ruidosas flatulencias volcó el contenido de su vientre y vejiga sobre nosotros que apenas pudimos evitar ser impactados de lleno con todas esas inmundicias.
Deseosos por escapar de allí decidí que sería conveniente hacerlo por el retrete masculino para no llamar la atención. Contorsionándome para deslizarme por el estrecho lugar que tenía, salí lo más rápido que pude en momentos que escuché que otra persona se acercaba para entrar. El individuo se metió sin preguntar si estaba ocupado, disimulando por mi parte que estaba haciendo mis necesidades para tapar a Yuny que se encontraba a medio salir de la cloaca. Borracho y de mal talante, el sujeto me conminó a que desocupara pronto la letrina o me sacaría él mismo. Por su parte, el retrete de las mujeres fue nuevamente ocupado, por lo que luego de salir Yuny, tuvimos que suspender momentáneamente la salida de los demás del grupo.
Era evidente que algo debíamos hacer con el individuo que aguardaba afuera, ya que advertiría que algo sospechoso ocurría al verme salir solo y encontrar a Yuny adentro. Él me había visto solo y luego encontraría que éramos dos.
—- Yo saldré y cuando él entre, tú lo pondrás fuera de combate.—- dije al oído de Yuny.
Yuny asintió y lo esperó listo para golpearlo.
—- Puedes entrar si tanto apuro tienes.—- le dije al amorreo en su lengua, más bajo que yo pero con aspecto de pendenciero.
—- ¡Qué rayos…!.—- llegó a decir antes que Yuny lo desmayara de un puñetazo.
Afortunadamente no había gente cerca y lo saqué desvanecido como si se tratara de un beodo durmiendo la mona como otros tantos que yacían tendidos por todas partes.
Sin mayores contratiempos pudimos sacar a todos los hombres de la cloaca y fueron saliendo hacia las calles de la ciudadela sin que nadie nos viera.
A la distancia se escuchaban la música, los cánticos, las risas y el griterío propio de la celebración desarrollándose en la plaza central. Por el contrario las sendas aledañas a las letrinas se encontraban casi vacías. De vez en cuando veíamos alguna pareja alejándose hacia algún sitio oscuro buscando intimidad o algún grupo de campesinos bebiendo y conversando animadamente alrededor de una hoguera. El puesto de guardia se hallaba a un par de calles de nuestra posición, de modo que pudimos movernos entre las sombras con cierta comodidad.
Nos dividimos en dos grupos de cuatro hombres, uno comandado por Yuny y otro por mí, para no llamar la atención, acercándonos a nuestro objetivo disimuladamente como juerguistas alborotados por la bebida. Al cruzar la vía central, divisamos desde lejos la plaza del mercado en la que se desarrollaba la fiesta, con un nutrido público disfrutando de la celebración. Debíamos estar seguros de que todo transcurría como yo lo había previsto pues de otro modo, tendríamos que abortar la misión ante el peligro de ser descubiertos antes de que pudiésemos abrir la puerta de la fortaleza. De nada nos servía morir sin siquiera contar con una seria posibilidad de éxito. Para nuestra tranquilidad todo estaba exactamente como el plan lo exigía. La custodia del puesto de guardia de la puerta era la normal, se hallaban dos hombres recorriendo el muro oriental, tres en el torreón y en la casilla, desde donde se controlaba el mecanismo de descenso del puente, se encontraban tres soldados más.
Al subir las escaleras para acceder al muro almenado nos salieron al encuentro dos guardias de los pocos que todavía se hallaban sobrios.
—- ¡No podéis permanecer aquí!—- dijo el primero de ellos con la mano levantada hacia nosotros para frenar nuestro avance.
Saqué mi espada corta que llevaba colgada de mi espalda y la hundí antes de que pudiese protegerse. El otro, aterrado, trato de escapar escaleras arriba pero uno de mis hombres le partió la espina de un hachazo.
Los soldados del torreón no advirtieron nuestro ataque pero pronto se darían cuenta de que sus compañeros no se hallaban en su lugar de custodia. Nos dividimos nuevamente. Dos de ellos atacarían a los custodios del torreón en tanto el restante y yo, iríamos directo hacia la casilla sobre el muro sur.
Entramos de repente en la pequeña cabaña que hacía de puesto de guardia del muro sobre la puerta meridional y de sitio de asiento de la máquina que accionaba el puente levadizo. La escena fue simplemente patética.
Los dos soldados, uno de edad mediana y un joven casi imberbe se encontraban bebiendo sentados a una mesa alumbrados por una lámpara de aceite y con un par de jarras de cerveza en un estado lamentable de ebriedad, riendo y balbuceando incoherentes obscenidades, y expresándose de manera ininteligible. Me compadecí de ellos pero era muy arriesgado para nosotros dejarlos vivos. Mi compañero decapitó al mayor de ellos, (con la espada de alguno de los soldados cananeos muertos momentos antes) cuya cabeza rodó hacia atrás golpeando con rudeza en el suelo, mientras el cuerpo caía pesadamente convulsionándose en impresionantes espasmos. El muchacho se nos quedó mirando aterrorizado con ojos lacrimosos y totalmente paralizado comenzó a orinarse encima. Sentí lástima por él y, simplemente, no pude atacarlo. Mi compañero, sin embargo, no perdió el tiempo en contemplaciones y lo traspasó con el puñal sin culpa alguna. Cuando me disponía a correr el cuerpo del joven para despejar el sitio en que se hallaba la palanca que movía el dispositivo para bajar el puente, se me erizaron los cabellos al escuchar el cuerno dando la señal de alarma desde el muro oriental al ser descubiertos nuestros compañeros en el torreón. Mi compañero salió apresuradamente de la casilla a tratar de acallar la señal de alarma pero, sorprendido por un soldado enemigo que lo esperaba en la pasarela del muro, fue muerto de un lanzazo que le atravesó el vientre.
El amorreo esperó que yo atacara y no me quedaba otra opción que hacerlo pues el tiempo urgía y pronto tendríamos a todos los soldados de la fortaleza encima. Levantando una de las jarras con una mano, impulsé con la otra la mesa arrojándosela encima para luego golpearlo con la misma y ya casi indefenso lo corté entre el cuello y el hombro.
La antorcha de la pared iluminaba la palanca que trababa la rueda manual en donde se enrollaban las cadenas del puente.
Tiré con todas mis fuerzas de la palanca esperando que las cadenas bajaran. El puente sonó con un agudo chirrido, pero luego nada ocurrió. Desesperado, al escuchar que Yuny y sus hombres ya habían abierto la puerta y se batían contra los soldados de la ciudadela que lentamente acudían desde toda la fortaleza para atacarnos, temí por un momento que fracasáramos y que termináramos nuestros días masacrados en la ciudadela estando tan cerca del éxito.
Miré debajo de la rueda esperando encontrar una traba secundaria, descubriendo para mi sorpresa que la lanza de uno de los guardias muertos había caído accidentalmente obstruyendo el mecanismo. Con todas mis fuerzas empujé la rueda para enrollar las cadenas de manera que la lanza quedara suelta. Soportando la rueda, moví mi pierna derecha hasta patear el venablo, sacándolo de lugar, tras lo cual solté la rueda que girando velozmente desenrolló las cadenas que dejaron caer el puente con gran estrépito, ante el tumulto y el griterío de nuestros soldados que fuera de la fortaleza, esperaban para ingresar. Entrando como toros salvajes, se lanzaron con bravura hacia las calles de la ciudadela desguarnecida.
Desde la muralla, observé a nuestro ejército fluir como un torrente humano invadiendo las calles de Tunip, en tanto que los habitantes de la región huían despavoridos corriendo, entrechocando, tropezando y cayendo, siendo presas del desconcierto total al verse a merced de sus enemigos dentro de la fortaleza que creían inexpugnable.
Mi orden de evitar muertes innecesarias no pudo impedir que la lucha se convirtiera en una carnicería. Cuando los campesinos y el resto del ejército enemigo reaccionaron e intentaron hacer frente a nuestro ataque, la contienda, que creímos que sería corta y sin vano derramamiento de sangre, se convirtió en un choque encarnizado a causa de la valentía con que los naturales se negaban a rendirse. Jamás imaginamos que la gente común sería capaz de presentar tanta resistencia a pesar de que muchos hombres peleaban borrachos, siendo notable que incluso las mujeres y los niños combatían por su libertad y por su rey. Y digo por su rey, porque la mayoría de los pueblos no luchan contra los ejércitos de países enemigos, salvo cuando su señor es un buen soberano y los gobierna con justicia y sin explotarlos pues, de otra manera, les resulta lo mismo ser esclavizados y maltratados por el tirano de la región que por un monarca extranjero.
Éramos pocos en relación al número de almas de la región que se habían dado cita en la celebración, de manera que ante la agresión debíamos responder sin fallar, pues de caer en manos de la chusma enardecida, seríamos destrozados sin piedad.
La calma y la alegría de la multitud apenas momentos antes, se había convertido en un dramático espectáculo de sangre y muerte. Los lastimeros gemidos de las mujeres desencajadas llorando sobre los cadáveres de maridos e hijos eran estremecedores.
Al ruido del choque de metales, el galope de los caballos, el tránsito de los carros, los gritos, los quejidos y lamentos, se sumó el sonido del fuego propagándose de un edificio a otro, transformándose la ciudadela entera en una tea ardiente. La residencia real, no estuvo a salvo de las enormes llamas que invadieron el edificio desde el norte, difundiéndose rápidamente por el interior colmado de objetos combustibles tan variados como la techumbre de cedro, el mobiliario de roble, las esculturas, las cortinas, las alfombras, etc. Vi correr a los miembros de la corte, escapando del incendio, ahogados por el humo e intimidados por el intenso calor que lo consumía todo a su paso con gigantescas lenguas de fuego.
—- ¡Yuny!—- le grité para que me escuche en el tumulto. La batalla llegaba a su final y los combates se hacían más esporádicos.—- ¡Yuny, protege a la familia real y llévala hacia el templo en donde estará a salvo!
Sin peligro de ser atacado, busqué a la princesa que había conocido aquel día en la cocina de palacio, preocupado por su seguridad. Me acerqué a los miembros de la corte pero tampoco la encontré entre sus mujeres. Recorrí de un lado al otro la plaza del mercado sin dar con ella, hasta que la vi salir entre las columnas del atrio del palacio. Su rostro sucio y desmejorado por el llanto, evidenciaba una incontenible angustia. Un hombre trató de tomarla de los brazos para sacarla de allí pero, ella se negaba a abandonar el lugar, que estaba pronto a derrumbarse con las vigas calcinadas por las llamas.
—- ¿Qué ocurre?—- pregunté en cananeo a una sirviente que también trataba de apartarla del peligro.
—- ¡El niño se encuentra adentro!—- respondió la mujer, con pesar.
—- ¡Minok estaba durmiendo en la alcoba del rey!—- dijo gritando, fuera de sí. ¡No dejaré morir a mi niño! ¡Suéltame!—- gritó la princesa, forcejeando con un sujeto con apariencia de príncipe.
—- ¡No os dejaré que entréis! ¡Todo está a punto de caer en ruinas!—- trató de convencerla, en el instante que crujía uno de los maderos del alfarje y el crepitar de los tirantes se hacía más sonoro.
Fue un impulso. Algo en mi interior me decía que no había llegado hasta ahí para morir abrazado por el fuego. No pensé en el peligro que me amenazaba. Simplemente, lo hice.
Corrí velozmente entre los soldados hasta encontrar a uno de ellos que llevaba una capa, se la quité y yendo hacia el pozo la sumergí en el cubo con agua y me envolví con ella para volver al palacio.
La tomé por los hombros de frente y la miré a los ojos, intentando calmarla.
—- Decidme cómo encuentro al niño.—- dije.
Me miró incrédula con lágrimas en sus ojos.
—- En las habitaciones del ala sur cerca de los jardines.—- respondió agradecida.
Me sumergí en la inmensa nube de humo que brotaba hacia fuera con la esperanza de hallar al pequeño. El lugar se había convertido en un caldero. Por doquier se desprendían trozos del techo, las paredes y los ornamentos precipitándose como brazas encendidas a mi paso. Sentía el calor abrasador evaporar la humedad de la capa que comenzaba a ponerse muy caliente y el aire enrarecido comenzaba a marearme. Mis ojos injuriados apenas veían entre lágrimas provocadas por las cenizas y el denso humo que llenaba el ambiente. Para mi fortuna los dioses me favorecían, en una sala todavía poco afectada por el calor, encontré un jarrón conteniendo flores por lo que fui directo a él para volver a mojar la capa. Recorrí con renovados ánimos los sectores meridionales de la residencia, al apreciar que había sobrados motivos para creer que el pequeño aún seguiría vivo pues, aquel sector se hallaba aún menos afectado por el siniestro.
Con gran premura revisé cada habitación gritando el nombre del niño esperando que respondiera para ayudarme a encontrarlo más rápido.
Tendido en el piso debajo de una camita, encontré a un niño algo mayor que mi Kay pero de no más de cuatro años, sollozando asustado, temblando de miedo, mientras repetía: ¡Zelap, Zelap! y preguntaba dónde estaba Zelap.
No había tiempo que perder, lo así de un pié y lo jalé hacia mí. Rápidamente lo cubrí con mi capa, cargándolo entre mis brazos y escapamos sorteando obstáculos, escombros y todo tipo de despojos ardientes tratando de no chocar, en un estado de obnubilación casi total. El niño lloró más intensamente al percibir el calor que traspasaba la capa, cuya agua había vuelto a evaporarse. Con la piel ardiendo de calor lo estreché más fuerte contra mi pecho.
—- ¡Ya salimos pequeño!—- en un gesto de agradecimiento y confianza conmovedores, el chiquillo se abrazó fuerte de mi cuello, apoyando su suave carita contra mi piel sucia y sudorosa.
De pronto la nube se disipó y vi las luces de las antorchas del exterior. Un estrépito a mi espalda me hizo temer lo peor, creyendo que seríamos aplastados por el techo, pero nada ocurrió y pudimos salir ilesos hacia el atrio.
—- ¡Mi querido Minok!—- gritó de alegría la princesa abrazando y besando tiernamente al niño que lloraba desconsoladamente. Su mirada agradecida, llena de felicidad por el bienestar del pequeño, era para mí retribución suficiente.
Con los ojos muy irritados y mi piel sumamente sensible, me senté en la escalera, agotado, exhausto pero, satisfecho por haberlo logrado, mientras Yuny, me cubría con un lienzo mojado para aliviar mis quemaduras.
—- ¡Gracias por salvar la vida de mi hijo!—- dijo la soberana con humildad descargando su aflicción, en tanto el resto de las damas de la corte, se aproximaban felices de ver al chiquillo con vida.
Apenas podía ver el contorno de su figura a causa del terrible dolor que afectaba mi visión, pero su tono de voz reflejaba su reconocimiento por haber salvado a Minok. Mis ojos irritados ardían más que momentos antes impidiéndome mantenerlos abiertos.
—- ¡Pero, si es el embajador del Faraón!—- dijo furioso el hombre que se hallaba con la princesa, al reconocerme.—- ¡¿Por qué le agradecéis si es él quien puso en peligro al niño provocando tanta destrucción y muerte?!—- exclamó iracundo, encabezando un grupo de nobles que lo apoyaba.
Los soldados de Yuny se aproximaron a mí para cubrirme, cuando él se me acercó amenazador desenvainando la espada que llevaba en la cintura. Levanté la mano para que mis hombres no le hicieran daño.
—- ¿Qué sentido del honor lleva a un noble personaje como vos a atacar a un enemigo desarmado?—- pregunté con ironía.
—- ¿Qué puede saber de honor un salvaje de Kemet?—- respondió, agresivo e insultante.
Su actitud era bravucona y ridícula ya que la ciudadela estaba en nuestro poder y no lo había visto luchando por ella. Parecía que intentaba aparentar el valor que no supo mostrar antes. Quizás, —- pensé —- fuese el esposo de la princesa que intentaba rehacer su imagen ante ella, por no haber exhibido arrojo para rescatar al niño de las llamas.
—- ¿Creéis que matándome ahora recuperaréis Tunip?—- pregunté, sin comprender su postura.
—- No, sé que no la recuperaría pero os daría lo que merecéis.—- dijo.—- Pero me matarían vuestros custodios antes de que pudiera terminar con vuestra miserable existencia.—- contestó, provocándome.
—- No os temo y tampoco necesito que mis hombres me protejan.—- respondí molesto por su soberbia.
—- ¡Tomad una espada y morid como el gusano que sois!—- respondió, escupiendo sobre mis pies.
No pude soportar más su afrenta y tomando la espada de uno de mis hombres me puse en guardia. Me encontraba en total desventaja pues veía bastante borroso.
Tal vez, solo estaba alardeando para impresionar al rey, ¿pero qué sentido tenía ya? Sin embargo, me equivocaba y pronto quedaría en evidencia su verdadera motivación.
—- ¡Basta Kamal, os ordeno que envainéis vuestra espada!, ¡Todo ha terminado! No tiene sentido continuar el derramamiento de sangre.—- dijo sabiamente Urkhi-Teshup, aceptando su derrota.
Kamal se alejó visiblemente disgustado seguido por algunos jóvenes aristocráticos.
—- El rey viene hacia vos.—- me dijo Yuny, sabiendo que yo apenas podía ver.
Con un trapo mojado, trataba de cubrir mis ojos pues a cada momento que pasaba sentía más el dolor, como si miles de espinas los atravesaran.
—- Sé que habéis destruido mi ciudad y sojuzgado mi reino pero, debo agradeceros el haber arriesgado vuestra vida para salvar la de mi pequeño hijo.—- dijo conmovido, tomando a su niño en brazos.
—- Me siento muy feliz por haber salvado a vuestro hijo.—- respondí.—- Yo también tengo un hijo de la edad de Minok y solo uno sabe cuanto los ama. Sé lo que es perder a un ser amado y el sufrimiento que desgarra el corazón no se lo deseo a nadie.—- respondí.
—- Os ruego nos permitáis permanecer en el templo para cuidar de mi madre y de los niños, hasta mañana al menos.—- preguntó la princesa, adelantándose a su padre.
—- ¿Cuál es vuestro nombre?—- pregunté, con sumo respeto.
—- Mi nombre es Zelap, señor. Soy la hija mayor del rey de Tunip.—- respondió.
Me sorprendió que fuese ella a quien Minok nombraba.
—- Princesa, no soy yo el que decide esa clase de asuntos sino el general Sipar pero, estoy seguro de que no se opondrá en absoluto.—- respondí.—- Yo mismo le informaré que he dado la autorización para que permanezcáis en ese edificio por esta noche.—-
—- Gracias otra vez, señor.—- concluyó, yendo a acompañar a la reina que se dirigía con las demás miembros de la corte hacia el templo para atender a los heridos.
Cuánta ternura transmite.—- pensé al escuchar su voz.—- Pero, ¿qué sentido tenía fantasear con el amor de la princesa si todo estaba a contracorriente de mis deseos? Por un lado era obvio que Kamal era su esposo, su amante o tal vez su prometido. ¿Cómo podía ser tan iluso de creer que ella podía fijarse en mí, si todo lo que yo representaba estaba en mi contra? Soy extranjero, no pertenezco a la nobleza ni a la familia real de Kemet y por si esto fuera poco, su padre debía aceptar convertirse en vasallo de Tutmés y su ciudad estaba ardiendo en llamas, por mi culpa. Por otro lado se me olvidaba que el Faraón había decretado que serían castigados aquellos funcionarios que entablaran relaciones amorosas con miembros de la nobleza asiática, para evitar que pudiesen repetirse los lamentables sucesos acaecidos con el secretario del Visir, me refiero al escriba Merenre, cuyo triste final conmocionó a toda la burocracia del país. Entonces, ¿para qué soñar con el amor de una dama que desde todos los puntos de vista se presentaba inviable? Qué necio me sentí en ese momento, al haberme esperanzado en una relación cuya posibilidad de concreción solo tenía raíces en mi fértil imaginación.
Transitando por las calles de Tunip, controlando las actividades de nuestras tropas, contemplé el desolador escenario en que se había convertido la otrora majestuosa ciudadela. El gentío lamentando a sus difuntos, las mujeres llorando a sus padres, a sus esposos, a sus hijos o hermanos, otros socorriendo a los heridos, otros más intentando salvar los pocos bienes que les quedaban de la voracidad del incendio. Caballos, asnos, bueyes, cabras, ovejas y quién sabe que otros animales, sueltos por las calles, testigos indiferentes de tan grotesco espectáculo, y en el palacio, los vanos esfuerzos de sirvientes y esclavos por apagar el fuego que no se extinguiría hasta consumir completamente lo que quedaba de la residencia. En medio de este desorden estaba yo. Vagando como un fantasma, sin rumbo, invadido por un extremo agotamiento, después de dos jornadas de intensa actividad casi sin descanso, en el frenético empeño de conquistar lo que parecía inconquistable. Todo había terminado como quería nuestro soberano, la misión se había cumplido con éxito, el enemigo derrotado y el país controlado de manera indiscutible. ¿No debía sentirme feliz por lo logrado, o al menos satisfecho?, mas, cada nueva victoria militar conllevaba el sabor amargo de reconocer que a nuestro paso sembrábamos destrucción y muerte, para recoger como frutos, el odio de los pueblos subyugados por el recuerdo de las vidas que habíamos segado y el sometimiento de los sobrevivientes que eran explotados para llenar de oro los cofres del Faraón y los tesoros de los templos de Kemet.
Para aquel instante, empezaban a vislumbrarse los primeros reflejos del alba y la luz de un amanecer sin nubes se adivinaba por el oriente.
Un montón de heno acumulado en un establo alejado del incendio, me atrajo hacia sí buscando aliviar mi maltratado cuerpo. Sin fuerzas ya para seguir adelante, me dejé caer en un rincón entre las ovejas y las cabras, y recostando mi cabeza sobre la blanda hierba, abandoné mis pensamientos a la nada para adormecer la voz de mi alma.
Capítulo 19
Ese mismo día, el general Sipar me encomendó encargarme de la familia real y sus necesidades. Partió hacia Uartet dejando a Upma’at a cargo de la guarnición local con mil quinientos hombres, llevándose el resto con él. Deseaba alzarse con los elogios y el reconocimiento del Faraón que ya poco lo estimaba como estratega y conductor de tropas (no sin razón), para reivindicarse de sus fracasos anteriores. No me importaba que se adjudicase la conquista de Tunip sin tener mérito pues, por un lado, yo no era militar de modo que no me servía de nada haber participado en combate y por otro lado, después de lo ocurrido, de lo único que me sentía orgulloso era de haber salvado al pequeño Minok. El hecho de haber creado el plan que culminó con éxito la misión, no me proporcionaba satisfacción alguna, por el contrario, pesaba en mi corazón como el yugo que cargan los condenados o el lastre que frena el tránsito de un navío.
Por ser el único capaz de comunicarme con el rey y su gente, y hasta tanto Sipar no volviese con órdenes expresas del Faraón, decidí organizar la reconstrucción de la ciudadela poniéndome al servicio de los arquitectos reales buscando devolver a Tunip su normalidad y la necesaria actividad comercial que toda ciudad necesita para superar la conmoción provocada por la sangrienta contienda desatada en su propio seno.
Upma’at mantenía encarcelados a los hombres de la casa real y a los nobles en tanto se permitía a las mujeres y a los niños hacer una vida casi normal aunque con algunas restricciones en cuanto a su libertad de abandonar la fortaleza para evitar cualquier intento de fuga hacia las ciudades cercanas.
Estaba seguro que Tutmés ordenaría el traslado de los hijos de la pareja real hacia Kemet, en calidad de huéspedes y rehenes, como lo venía haciendo desde la última campaña asiática, para asegurarse la fidelidad de los soberanos vasallos y al mismo tiempo, educar a los futuros monarcas en la corte del Faraón para que con el tiempo reemplazaran a sus padres como gobernantes de sus países de origen.
Gran parte de mi tiempo lo dediqué a recuperar la correspondencia diplomática y algunos escritos burocráticos que, asentados sobre tablillas de barro en su mayor parte, resistieron el calor del incendio sin daños severos.
Una de aquellas tardes, mientras recuperaba los documentos que al parecer nadie había imaginado que resistirían la deflagración, fui sorprendido por una vocecita a mi espalda que me distrajo de mi lectura.
—- ¿Cuál es vuestro nombre?—- preguntó el pequeño Minok, acercándose hasta el sitio en que me encontraba buscando entre los escombros.
—- Mi nombre es Shed, príncipe Minok.—- respondí, sonriendo al pequeño.
—- ¿Qué hacéis?—- inquirió.
—- Estoy acomodando un poco este desorden.—- respondí, tomándolo en mis brazos.—- ¿Cómo os sentís?—- pregunté.
Se lo veía bien pero tenía en sus bracitos y piernitas algunos moretones y magulladuras.
—- Duele.—- dijo, señalando sus lesiones.
—- Sois un muchachito valiente. Pronto estaréis corriendo sano y fuerte.—- dije con cariño, recordándome a mi amado Kay, a quien tanto extrañaba.
—- ¿Minok?, ¿dónde os habéis metido?—- se escuchó una voz femenina que no reconocí. Tal vez fuese ella.
—- Perdón, señor. Se me escapó, espero que no os haya interrumpido.—- dijo la jovencita. Supuse que sería otra de las hijas del rey ha quien ya había visto acompañando a la reina. La bella muchacha, apenas núbil, tenía los rasgos de su madre, incluso su blonda cabellera.
—- No, no es molestia. Ya terminaba mi tarea.—- respondí.—- Me alegro de verlo tan recuperado.—- comenté a la muchacha.
—- Gracias a vos podemos amarlo y mimarlo como lo hicimos desde que era un bebé.—- dijo cargándolo, mientras lo abrazaba, besándolo tiernamente.
—- ¿Es el más pequeño de la familia?—- pregunté.
—- Es el menor de la familia y el único varón, por lo que se transformó en la debilidad de mis padres. Es el heredero del trono.—- explicó la jovencita bien dispuesta a platicar. No debía hacerlo pero, aproveché para conocer más de Zelap.
—- ¿No tenéis sobrinos de vuestras hermanas?—- inquirí.
—- Aún no. La única que contrajo matrimonio es mi hermana mayor, Zelap, pero no tiene hijos.—- respondió, desvaneciendo mis esperanzas.
—- ¿Kamal es su esposo?—- me atreví a preguntar.
—- No, Kamal es su cuñado. Su esposo murió.—- respondió la jovencita.
A lo lejos, escuchamos que una de las esclavas la estaba buscando.
—- Debo irme.—- dijo apresurada.
—- ¿Cual es vuestro nombre?—- pregunté.
—- Mi nombre es Talip, señor.—- respondió con una sonrisa.—- ¿Cuál es el suyo, señor embajador?—- preguntó con mucha naturalidad y sin inhibiciones.
—- Mi nombre es Shed.—- respondí.
Intentaba ser cauto en la manera de dar alas a mis esperanzas pero, me resultaba difícil refrenar mis sentimientos hacia Zelap.
Entre mis responsabilidades primaba el contralor sobre el desempeño de los funcionarios y tomar las medidas que creyera convenientes para mantener relaciones cordiales con La Casa Real y con la aristocracia local.
Por su parte, Upma’at fue confirmado en su cargo de jefe de la guarnición local, novedad que no constituía, a mi modo de ver, una buena noticia. Carecía de madurez y prudencia para ejercer tanto poder, por lo que pensé que su designación me traería problemas.
Mi relación con la familia real era respetuosa y sincera, aunque se limitaba a lo estrictamente diplomático. La adopción, por propia iniciativa, de severas medidas dirigidas a preservar el comportamiento de nuestras tropas, con el objeto de evitar maltratos y abusos contra la población local, me ganó el aprecio de toda la comunidad y la desconfianza de la mayor parte de nuestra guarnición. Desde mi concepto, para mantener al pueblo de Tunip y su aristocracia en calma, debíamos conservar un ambiente de paz y armonía que, sin relajar los dispositivos de seguridad, facilitara una convivencia en la que pudiera recuperarse la prosperidad para el desarrollo de la actividad social y económica.
Cuatro meses después, la ciudad de Tunip había vuelto a una vida normal, salvo por nuestra presencia, y la situación bélica de la región se apaciguó en ausencia de acciones militares.
El trato hacia mi persona por parte de los miembros de la corte era, normal y se mostraban más abiertos a la comunicación, apreciando mi buena administración y mi predisposición a que la ocupación del reino no se transformara en un yugo insoportable.
En todo este tiempo, entablé un vínculo más fluido con la mayoría de los nobles y funcionarios nativos que derivó en un trato francamente amistoso. Comprendían, que las circunstancias me habían llevado a ejercer un cargo en franca oposición a los intereses de su país, pero que no era un perverso invasor inclinado a abusar de sus habitantes haciendo uso de mis prerrogativas.
Sin embargo, jamás pude establecer un nexo con Kamal y sus partidarios que siempre se mantuvieron renuentes a entablar un diálogo que permitiese sobrellevar la situación que tanto para ellos, como para mí, resultaba difícil e inmodificable por razones obvias. Al advertir su constante animadversión y agresividad, preferí no enfrentarlo para impedir que las consecuencias del choque echaran por tierra el trabajo de varios meses de pacificación. Al ver que no tendría la fuerza suficiente para animar una rebelión interna en nuestra contra, aprovechó las falencias de la vigilancia impuesta por Upma’at para escapar de la fortaleza. No valía la pena castigarlo por su error pero, indiqué que ajustara el sistema de seguridad y le ordené que no tomara represalias sobre los ciudadanos sospechados de colaborar en la fuga.
Sabía que tarde o temprano sufriríamos un ataque sobre la fortaleza, encabezado por los aliados de Naharín, en especial de Kadesh y Qatna. Extrañamente, Tutmés no ordenó la deportación inmediata de la familia de Urkhi-Teshup, quizá temiendo que fuese rescatada de su cautiverio por las tropas enemigas en viaje a Kemet, cuando fuesen llevados como huéspedes rehenes. Solo esperaba que Tutmés enviara un administrador oficial que me reemplazara, haciendo frente a las responsabilidades gubernativas, y que se destacara una guarnición definitiva y mucho más numerosa, al mando de un oficial de verdadera experiencia, para retornar a mis actividades habituales.
En vistas de la buena relación con la familia real y ante el pedido de autorización para celebrar la boda de una sobrina del rey con un joven noble de Hamat, accedí a tal petición, dándoles libertad para decidir los preparativos, mientras no afectaran el control de la defensa de la ciudadela.
Fui invitado a la ceremonia por los propios contrayentes con total acuerdo del rey, aceptando de buen grado, al sentirme halagado por tal distinción.
Toda mi vestimenta era de campaña y típica de Kemet, y sin posibilidad de conseguir mejor ropa para la ocasión, acepté el ofrecimiento de la reina de enviarme a las costureras de palacio para que me confeccionaran un atuendo acorde a una celebración de bodas de miembros de la nobleza.
Llegado el día de la ceremonia, me presenté acompañado por Yuny, a quién nombré como mi oficial de custodia, ante el atrio del templo del dios Teshut en donde se llevaría a cabo el enlace. Con mi lacio cabello recogido en una cola, ya que para aquel momento había vuelto a crecer, y llevando el negro atavío de lana, con largas mangas y bordados en dorado, llamé la atención de la muchedumbre sorprendida por mi aspecto. Me sentía extraño vistiendo aquellas ropas tan distintas a las de Kemet, sin embargo, pareció surtir un efecto benéfico en los asistentes que vieron con agrado el que hubiese accedido a vestir a la usanza hurrita, y sin maquillaje, que entre los suyos solo usan las mujeres. La multitud nos abrió paso mientras que algunos de los nobles nos cedieron amablemente su lugar para que presenciáramos de cerca los ritos matrimoniales. Fue en ese mismo momento cuando vi a Talip aproximarse entre la concurrencia y tomándome de la mano, me guió hasta el lugar en que se encontraba la familia real, más precisamente al lado de Zelap, que en conjunto se inclinaron levemente para darme la bienvenida, gesto que retribuí, con agradecimiento.
Advertí que, Zelap, se ruborizó al percibir mi mirada sobre ella. No fue mi intención incomodarla pero, no pude evitar posar mis ojos, prendado por su hermosura. Se veía maravillosa con su cabello reunido en finas trenzas y el tocado cubierto con una graciosa corona de azaleas. Sus ojos finamente delineados y los párpados pintados con un suave tono purpúreo destacando sus bellos ojos de un gris claro. Como una fruta madura, su boca me invitaba a gozar con su sabroso secreto, para libar de sus labios un dulce néctar como el colibrí que se deleita con la exquisita esencia de la flor.
Presenciamos la ceremonia y luego asistimos a la celebración que se desarrolló en el interior del palacio reconstruido.
Sabrosos manjares se sirvieron para agasajar a los invitados que esperaban sentados ante las mesas rebosantes de pan, vino, cerveza, pasteles, dátiles manzanas, higos, cebollas, ajos y lechuga en cantidad. Llegaban bandejas con jabalís, becerros, corderos, cabras, palomas y patos asados o preparados de diferentes maneras halagando el paladar de los comensales.
Conversando de cosas triviales con el soberano y los miembros de la corte en el patio de la residencia, la joven Talip sentada a mi lado, recibió en sus brazos al pequeño Minok que andaba jugando y correteando por ahí con los demás niños hijos de los nobles.
—- Tengo sed.—- dijo el chiquillo, acalorado, pidiendo agua a su hermana.
—- Pensar que algún día será rey de Tunip.—- dijo Talip.
—- Será un digno heredero y mejor soberano.—- comenté a Zelap, tratando de entablar diálogo con ella.
—- Al ser el menor de la familia y el único varón, se transformó en el consentido de todos.—- respondió ella.
—- Mi amada reina me dio otros hijos varones pero, todos fallecieron siendo apenas lactantes.—- explicó el rey, tomando la mano de su esposa que le sonrió.—- Ese muchachito es mi mayor esperanza para el futuro de Tunip, aunque estoy orgulloso de todos mis hijos.—- su sentimentalismo le hacía olvidar que las decisiones de su reino las tomaría otro soberano desde Kemet, pero ¿qué sentido tenía matar su ilusión y arruinar aquel instante de alegría del viejo rey?
—- ¿No tenéis nietos de vuestras hijas, mi Señor?—- inquirí de manera respetuosa.
—- Aún no. La única que contrajo matrimonio fue Zelap, pero no tiene hijos.—- respondió.
—- ¿Kamal es vuestro prometido?—- me atreví a preguntar a Zelap.
—- No, Kamal es el hermano de mi difunto esposo.—- respondió con tristeza, bajando la cabeza.
—- Os ruego me disculpéis por haceros revivir recuerdos con mis impertinentes preguntas.—- dije.
—- No os lamentéis. Ya es tiempo que se acostumbre a la idea de que la vida continúa y que uno no debe sepultarse junto a los seres queridos que han dejado este mundo.—- dijo sabiamente la reina, haciéndome recordar las palabras que Tausert había pronunciado en mis sueños.
—- Su esposo murió luchando heroicamente. Era un príncipe valeroso y de noble corazón.—- comentó el soberano.
Enmudecí por un momento, incómodo, al pensar que podría haber fallecido combatiendo contra nuestros ejércitos.
—- No os sintáis responsable. Él falleció el año anterior mientras combatía contra los hititas, formando parte del ejército de los aliados de Naharín.—- respondió Mapalip, la hermana que seguía a Talip en edad.
—- Os ruego me disculpéis un momento.—- dijo Zelap, levantándose de la mesa para acompañar al retrete a la más pequeña de las hermanas, una preciosa niña de no más de seis años.
—- Debe haber sido muy doloroso para ella.—- dije.
—- Así es. Ella lo amaba mucho y se ha sentido muy sola desde su muerte.—- comentó la joven.
—- Me imagino. Sin embargo, muchos príncipes de la región deben pretender su mano, ¿verdad?—- especulé.
—- Por supuesto. El príncipe heredero de Qatna ha pedido su mano como así también el rey de Hamat. Empero, el que más reclama derechos para ser su esposo es Kamal, por la costumbre cananea de tomar por mujer a la consorte de un hermano muerto que no ha dejado descendencia.—- explicó ella.
—- De modo que pronto podría casarse con él.—- dije, como dándolo por sentado.
—- No lo creo. Ninguna de nosotras está obligada a cumplir con la tradición amorrea pues los miembros de nuestra casa real son de origen hurrita.—- respondió.
—- El Rey de Kadesh es hijo de una hermana de mi padre, por lo que la unión estaría bien vista por ambas familias pero, mi yerno era un joven tranquilo, mientras que la personalidad de Kamal es muy distinta.—- dijo pensativo el monarca.
—- Zelap no lo ama. Kamal no es bueno y cariñoso como era su esposo. Él es interesado y cruel.—- dijo Mapalip, de manera tajante.
—- Eres demasiado joven para juzgar de esa manera a un hombre que solo protege los intereses de su padre y de su pueblo.—- reprendió Urkhi-Teshup a su hija justificando las acciones de Kamal.
—- Zelap desconfía de él, cree que es ambicioso y sin escrúpulos. Piensa que solo quiere casarse con ella para acceder a la herencia del trono de Tunip. El rey de Kadesh y los nobles de su reino, alientan a mi padre para que presione a mi hermana a contraer enlace con él, tratando de convencerlo de las ventajas de renovar la unión de sangre luego de la muerte del esposo de mi hermana.—- comentó Talip.
—- Os prohíbo que habléis de mis parientes y aliados como si fueran un grupo de intrigantes confabulados para adueñarse de mi reino. Todos luchamos por el bien común y la grandeza de la nación hurrita en paz con el pueblo amorreo.—- dijo, amonestándola.
—- Padre, —- dijo Zelap de regreso para sentarse a la mesa. Había escuchado parte de la conversación.—- yo os amo profundamente pero no voy a casarme con él tan solo por contribuir a fortalecer vuestra alianza. Además, no estoy segura de que os convenga tanto estrechar los lazos con la casa real de Kadesh.—- dijo ella, sembrando la duda entre los presentes.
—- ¿A qué os referís? Lo que tengáis que decir decidlo abiertamente.—- dijo el rey en tono airado. No era inteligente ventilar asuntos de esa índole delante de los nobles que compartían lazos de sangre y mantenían vínculos económicos con los vecinos de los reinos cercanos.
—- No me parece conveniente, padre. No creo que sea el lugar ni el momento propicio.—- Zelap advertía el peligro que conllevaba manifestar ciertos secretos en presencia de la aristocracia. Obviamente el ilustre Urkhi-Teshup, famoso por su sabiduría, estaba perdiendo su buen criterio con el avance de los años, dejando que su ira se impusiera a su prudencia.
—- ¡No permitiré que en el seno de la propia Familia Real se levanten acusaciones calumniosas contra quienes han sido mis aliados de toda la vida!—- expresó por respuesta.
—- Mi señor, no debéis enfadaros con vuestras hijas pues ellas os aman como yo lo hago y solo se preocupan por vos.—- dijo la soberana, buscando aplacar el enojo de su esposo.
—- Padre, con todo respeto, recordad como actuaba Kamal y con qué atrevimiento osaba aconsejaros y opinar sobre cuestiones que solo vos podíais decidir. Pensad, ¿qué atribuciones se tomaría de transformarse en esposo de Zelap y con serias aspiraciones al trono de Tunip? No olvidéis que ya es heredero a la corona de Kadesh.—- dijo Talip, tratando de iluminar el entendimiento de su padre.
El rey hizo silencio y con aspecto meditabundo, llamó a su secretario para que lo ayudara a levantarse pues había bebido demasiado. —- Acompañadme a dar un paseo.—- le dijo. Nos levantamos de nuestros asientos como muestra de respeto hacia el soberano que nos dejaba. La reina, por su parte, se excusó para retirarse pues no se sentía bien.
—- Señor embajador, ¿sería tan amable de acompañarme hasta mis habitaciones?—- dijo la soberana, mientras sus esclavas se aproximaban a ella para ayudarla.
Sus hijas se miraron confundidas. A todos nos extrañó su petición.
—- Será un placer, mi señora.—- respondí, tan sorprendido como los demás.
—- ¿Queréis que vayamos también?—- preguntó Talip.
—- No. Deseo que vosotras os quedéis aquí disfrutando de la fiesta. Necesito hablar a solas unos instantes con el embajador.—- respondió.
Nos alejamos despacio hacia el interior del palacio, buscando los corredores que nos llevaban hacia los aposentos reales. A diferencia del Faraón, el monarca de Tunip tenía una sola esposa y no existía harén como en otros muchos reinos de la tierra a’amu. Sin decir palabra, caminé a su lado, esperando silencioso a que me rebelara el motivo de que yo estuviera allí.
—- Si vosotras decís al rey una sola palabra de lo que escuchéis ahora, les haré cortar la lengua.—- dijo la reina amenazando en broma a sus esclavas que sabían que debían guardar el secreto.—- Decidme, señor embajador, ¿es cierto que el Faraón me quitará a mis hijos para llevárselos a vuestra tierra?—- dijo la reina con la mirada lacrimosa, sin poder disimular su angustia.
—- Lamento deciros que es verdad pero, ni yo sé cuando dará la orden, mi señora. Normalmente los lleva consigo al regresar de la campaña de conquista pero desconozco el motivo que ha permitido a vuestra familia seguir felizmente unida. Tal vez, espera encontrar un sitio adecuado a los muchos huéspedes que está llevando a Kemet o quizá esté planeando llevarlos con una escolta armada más numerosa por precaución, pensando que podrían ser rescatados por tropas de vuestros aliados al llevarlos hacia las ciudades costeras.—- respondí, siendo absolutamente sincero.
—- De modo que es cierto lo que me dijeron, —- dijo llorando desconsolada.—- en algún momento se llevarán a mis retoños.—- musitó acongojada y con la mirada perdida. —- Señor embajador, debo confesaros que mi salud es precaria y que mis curanderos saben que me queda poca vida. Creo que vos sois un buen hombre, por eso os ruego que, dentro de vuestras posibilidades, cuidéis de ellos y los ayudéis a sobrellevar el difícil futuro que les tocará vivir en vuestra tierra. Yo sé que no tenéis por qué comprometeros con esta pobre vieja a haceros responsable de sus vidas y, también soy conciente de que muchas situaciones estarán fuera de vuestro alcance pero, viviré mis últimos días más tranquila si me dais vuestra palabra de que no los abandonaréis a su suerte.—- dijo sumamente emocionada.
—- En el tiempo en que he tenido el honor de conoceros y de relacionarme con vosotros, me he sentido feliz de poder compartir muchos momentos en vuestra compañía, encariñándome con cada uno de los integrantes de vuestra bella familia, por lo que me comprometo de todo corazón a hacer todo lo que se encuentre dentro de mis posibilidades para servir y proteger a vuestros hijos cuando sean llevados a Kemet.—- respondí, tomando las manos de la anciana, esperando que mis palabras le llevasen algún consuelo.—- ¿El rey no lo sabe aún, verdad?.—- pregunté, preocupado por la forma en que podría reaccionar el soberano.
—- Creo que mi esposo ya lo sabe pero, es tan cruel la realidad que la niega como si no la conociese o quizá la oculta de mí, pensando que afectaría todavía más mi pobre salud.—- respondió ella.
—- Yo os ruego que si el rey se entera, convencedlo para que no intente evitar el traslado o planee llevarlos fuera de Tunip, porque el Faraón puede ser desalmado al momento de tomar represalias.
Sé que sufriréis por tenerlos lejos pero, os aseguro que, son bien tratados en Kemet.—- dije, tratando de reducir su angustia.
—- Os agradezco vuestra hombría de bien. Ahora, por favor, regresad a la celebración para no preocupar a mis hijas.—- dijo la anciana, despidiéndose de mí para ingresar en sus habitaciones con las esclavas.
Al volver a la mesa, me observaron de manera ansiosa, esperando que les explicara las razones de la actitud de la reina.
—- Señor embajador, no nos revelaréis lo que quería hablar nuestra madre con vos?—- dijo curiosa, Talip.
—- Os pido disculpas. He prometido a la reina no rebelar el tema de nuestra plática.—- respondí. Zelap me miró intentando adivinar en mi rostro el nivel de gravedad del problema.
Mapalip, por su parte, preguntó por mi situación personal, sin sospechar nada malo.
—- Cuentan que en vuestro país los hombres tienen muchas esposas, ¿es cierto?—- inquirió la jovencita.
—- El Faraón y algunos personajes importantes pueden contar con esposa y concubinas, que se consideran como cónyuges de segunda categoría.—- expliqué.
—- ¿Tenéis esposa y concubinas, señor embajador?—- interrogó Mapalip, sin rodeos.
—- ¡¿Cómo podéis ser tan insolente?!—- la reprendió Zelap. Talip sonrió admirada del descaro de su joven hermana.
—- No me molesta que lo haya preguntado.—- dije.—- No tengo concubinas y sí, tenía esposa pero, falleció hace más de un año.—- respondí.
—- ¿Estaba enferma?—- preguntó Talip.
—- No, la mordió una serpiente.—- dije.
—- ¿La amabais mucho?—- indagó Mapalip.
—- La amaba con todo mi corazón, —- respondí, sin evitar sentirme nostálgico todavía.—- pero, como dijo sabiamente la reina, la vida continúa y debemos aprovechar cada momento buscando ser felices.
—- Es cierto.—- dijo Talip, observando a Zelap que evitaba su mirada.
En ese momento se aproximó a la mesa un joven noble que venía por Talip.
—- Espero no interrumpir. . . —- se disculpó.
—- Os presento a Shimael, señor embajador.—- dijo Talip.—- Me disculpáis?, iremos a dar un paseo.—-
—- Están enamorados.—- explicó Mapalip, acercándose a mí en tono de confidencia.—- ¿Qué bello es el amor, verdad?—- dijo suspirando de una manera que me causó gracia.—- ¡Ah! Allá están mis amigas, los dejo.—- simplemente se levantó y se fue.
Quedamos solos y pensé que se excusaría para irse pero, no lo hizo.
—- ¿Tenéis hijos?—- preguntó Zelap.
—- Tengo un hijo de mi esposa. Es un muchachito algo menor que Minok.—- contesté.
—- Qué tierno. Yo amo a Minok como si fuera mi propio hijo. La enfermedad de mi madre me llevó a cuidarlo y criarlo desde su nacimiento. ¿Cómo se llama vuestro hijo?—- preguntó Zelap.
—- Su nombre es Kay. Es muy travieso y juguetón.—- comenté.
—- ¿Sois de familia noble?—- preguntó ella, algo más desinhibida.
—- No, mi padre es un artesano. Él, es escultor.—- respondí, sin atreverme a confesar que mi origen era más humilde aún.—- Yo mismo fui aprendiz de escultor y, aunque nunca fui un gran artista, todavía esculpo en madera algunos juguetes para mi hijo.
—- ¡OH!, me imagino la alegría del pequeño al ver que su propio padre le hace los juguetes.—- dijo sonriendo.
—- A veces no se alegra tanto cuando los compara con las figuras magníficas que le fabrica mi padre.—- respondí, riendo.—- Hago lo que puedo, con mucho amor.
Reímos juntos y me maravilló su sonrisa cálida y natural.
Zelap iba a decir algo pero, se sintió incómoda al advertir las miradas de algunos nobles sobre nosotros. Por mi parte, me hubiese gustado seguir conversando pero, me di cuenta que el perro fiel de Upma’at, me observaba con demasiada atención.
—- Debo irme. Antes, quería deciros que tengo curiosidad por saber qué tan buen escultor sois.—- expresó, con particular interés.
—- Os prevengo que puedo desilusionaros con mis limitadas dotes pero, si me proporcionáis las herramientas necesarias, será para mí un verdadero placer.—- aseguré.
—- Hasta luego, señor embajador.—- se despidió alejándose.
Luego de aquella tarde, inspirado en su recuerdo, escribí:
Una renovada ilusión halló morada en mi corazón, cuando la soledad se marchó en el frío de la noche al sentir que no había lugar para ella en el resplandor del alba. Un nuevo amanecer auguraba la luz de vuestros ojos y en la promesa de los besos,
vuestro aliento desplegó
las alas de mi alma en el viento de la esperanza,
remontándome en la fe como un soplo de vida,
que llegaba cual panacea a curar viejas heridas,
para volver a creer, para confiar de nuevo,
que era posible dejar atrás el seco y estéril desierto,
en busca de un oasis en donde saciarme
del inagotable manantial del amor.
Mientras mi espíritu alborotado rebozaba de alegría cada vez que mis ojos la contemplaban, mi razón me devolvía a la tierra, advirtiéndome de los peligros que acechaban nuestra relación en ciernes.
Debía cuidarme de Upma’at que me hacía espiar para sorprenderme en flagrante delito. Por su parte, Zelap estaría expuesta a las injurias de los que ansiaban verla como consorte de Kamal. Si Zelap correspondía mis sentimientos, como yo creía, deberíamos proteger nuestro secreto de las sospechas de algunos, de la desconfianza de muchos, de las miradas indiscretas, del recelo de los enemigos y de la envidia de los codiciosos. Hasta aquellos que querían nuestro bien podían transformarse en enemigos, tentados por el chisme. Por ello, no teníamos más opción que disfrazar de amistad nuestro amor y de indiferencia nuestro deseo.
Mientras terminaba de recuperar las tablillas salvadas de las ruinas de palacio, descubrí un enorme archivo entre ellas, conteniendo la correspondencia del rey con sus semejantes de otros reinos. Decenas de misivas aportaban una cantidad de información de vital importancia para los intereses de Tutmés con la que pude reconstruir el cuadro político de Djahi y sus relaciones con los demás países de la región. Gracias a ellos, descubrí que el imperio hurrita de Naharín veía debilitada gravemente su hegemonía, al tener que dividir sus fuerzas en dos frentes, uno occidental contra el reino hitita y sus aliados, y otro oriental, aunque menos preocupante, combatiendo a las rebeldes tribus asirias que sin ser un verdadero peligro, ocasionaban la distracción de tropas que hubiesen sido de gran utilidad para apoyar a sus aliados de Djahi, entiéndase, los soberanos de Kadesh, Qatna, Hamat, entre otras ciudades, acosadas por nuestros ejércitos. La obstinación del monarca, Parsatatar, de no pactar con el consejo de ancianos gobernante de las tribus disidentes que emigraron de Naharín, asentándose al oriente del imperio en el lugar que denominaron Khurri, durante la guerra civil que había escindido a la nación hurrita cuando éste asesinó a su tío Shatuara, ponía a todo el país de los hurritas en peligro de caer bajo una coalición de sus enemigos.
Bajo la dirección del consejo de nobles, las tribus disidentes se negaron a reunirse en una sola nación hasta que Parsatatar no aceptase restituir los derechos y privilegios tradicionales de la aristocracia, entre ellos, el de elegir un rey, solo legitimado por la aceptación de todos los líderes tribales que conformaban el consejo de ancianos. Parsatatar se había apoyado en las clases bajas y el campesinado, junto con una parte del ejército, para arrebatar las propiedades de la clase terrateniente, la nobleza, que se le enfrentó, apoyada por una parte importante de las tropas militares formadas por los adeptos al asesinado Shatuara. Si bien no se había llegado a una guerra fratricida entre las tribus, tampoco existía cooperación entre los bandos para enfrentar a los enemigos en común, lo que exponía tanto la posición de Parsatatar en Naharín, como la del consejo de ancianos en Khurri. La terquedad del Rey hurrita le hacía suponer que podría hacer frente a los ejércitos de Kemet sin la ayuda de los nobles, como antaño lo había hecho durante el indiferente reinado de Hatshepsut. Sin embargo, el advenimiento de Tutmés III modificó drásticamente la situación por varias razones, entre ellas, la eficiente reorganización del ejército, el intenso adiestramiento de las tropas, el aumento del número de efectivos y la notable mejora de las remuneraciones.
También fue responsable de este cambio la tozudez de Parsatatar de creerse invencible y hacerse de enemigos por doquier, suponiendo que vencería a cualquier rival que enfrentara. Empero, a pesar de su debilitamiento, ninguno de los reinos vecinos estaba en condiciones de arrebatarle la supremacía. Finalmente, la punta de lanza que había abierto Kemet en territorio de Djahi venía a desestabilizar el precario equilibrio que intentaba sostener Naharín.
Zidanta II de Hatti, por su parte, al estar imposibilitado para tomar el control de la zona, atosigado por los problemas que debía enfrentar en su propio territorio, como la presión de los salvajes nómadas que asolaban las tierras del norte de su reino, saqueando, matando y destruyendo todo a su paso en cada incursión, no podía darse el lujo de avanzar un ápice sobre las fronteras de Naharín aún sabiendo las deficiencias defensivas del belicoso Parsatatar. También debía mantener alerta a sus ejércitos para contener las periódicas agresiones de los pueblos del mar occidental y conservar el endeble tratado de paz con sus eventuales aliados, el rey Idrimi de Alalakh y Palliya de Kizzuwatna, que a su vez rivalizaban entre sí.
Hasta cierto punto, y aunque pudiera parecer contradictorio, a Zidanta de Hatti le convenía que el trono de Naharín siguiese ocupado por Parsatatar que, en su obcecación, mantenía dividida a la nación hurrita para bien de los hititas.
Ashshurbel Nisheshu, el líder rebelde de la oprimida tierra de Ashur, surgido de entre la masa del pueblo, pujaba por librarse del yugo hurrita peleando por la resistencia que habían levantado los insurgentes en las montañas del norte del país. Su lucha era vana y estéril ya que a pesar de la escisión de las tribus de Khurri, éstas controlaban las zonas ricas del país, hostigando y esclavizando a la mayor parte de los nativos por su superioridad numérica y de recursos.
Por otra parte, sus tradicionales rivales del país de Karduniash sacaban provecho del conflicto, vendiendo a precio de oro los cereales de los que dependía la supervivencia de los insurrectos de Ashshurbel, impedidos de explotar las tierras fértiles en poder de los nobles de Khurri.
A toda esta situación caótica, se agregaba la virtual desprotección de decenas de ciudades de Djahi y Khinakhny cuyos líderes, desorientados por la confusión que reinaba entre los coligados, se veían de pronto enfrentados con sus magros recursos a un poder superior encarnado en la renovada fortaleza militar de Kemet. Abandonados a su suerte sin el respaldo de su tutor hurrita, estos reyezuelos, desconfiando unos de otros y enredados en intrascendentes disputas, no atinaban a formar una coalición sólida para oponerse a nuestro avance.
Así, con la tierra de los dos ríos y su zona de influencia debilitada como una roca invadida por fisuras, la punzante arremetida de los ejércitos de Tutmés vino a transformarse en un cincel abriéndose paso hasta el corazón pétreo para vulnerar su endeble integridad.
En estas condiciones, una nueva expedición de conquista de los ejércitos de Tutmés para los próximos años, podría conducir a la victoria definitiva de Kemet sobre su principal rival.
Una de aquellas mañanas en que concluía la recuperación de los documentos, me llegó una mujer de entre las sirvientes de palacio para dejarme una caja de carpintero con todas las herramientas, obviamente, enviada por Zelap para que cumpliese mi promesa de demostrar mis aptitudes en el tema.
Montado en mi potro, que había mandado a pedir a Maya, quien lo cuidaba en Uartet, salí varias tardes seguidas hacia la tranquilidad del bosque que cubría la falda de la montaña, para trabajar en un bloque de madera de cedro que estaba esculpiendo con forma femenina, para regalárselo a Zelap. Sabía que aunque mucho me esmerara, difícilmente pudiese lograr la perfección de formas que conseguía mi padre, empero, confiaba que mis manos no hubiesen olvidado el manejo de los instrumentos con el fin de lograr una figura que expresase sin palabras lo que guardaba mi pecho, y lo que mis labios hubiesen deseado gritar al viento.
Todo en aquel ambiente era sugerente, inspirador, insuflando en el espíritu del visitante el regocijo, el gozo de contemplar la naturaleza en su esplendor más salvaje e indómito, que se entregaba entera a los sentidos en la lujuriosa quietud de sus paisajes. Deliciosos aromas a madera, hierbas y flores, exquisitos sabores de los frutos silvestres y el bullicioso silencio del bosque, cargado del trino de sus aves, del zumbar de las abejas, del murmullo de los arroyos alborotados buscando el río o de la calmada alegría de alguna cascada vertiendo su frescura entre las rocas, hechizaban mi ka al extremo de sumergirme en una profunda paz intemporal.
Allí me encontró Zelap, cuando siguiendo mis pasos, me descubrió extasiado aquella tarde entre los cedros, antes de reiniciar mi tarea.
—- Buenas tardes, embajador.—- dijo ella aproximándose.
—- ¡Ah!—- exclamé, al no haberla escuchado llegar.
—- Perdón si os he asustado.—- se disculpó.
—- No, no lo habéis hecho, solo me sorprendió oír vuestra voz a mis espaldas.—- respondí, feliz de encontrarme con ella a solas y, luego de varios días de no verla.
—- ¿Qué bello es este sitio, verdad?—- dijo Zelap.
—- Es un lugar verdaderamente maravilloso.—- respondí, ayudándola a descender el barranco.
—- ¿Os interrumpo?—- preguntó.
—- Por el contrario, es un placer poder conversar con vos.—- contesté.
—- Os vi salir hacia el bosque con la caja de carpintero y no pude resistir la tentación de buscaros. Deseo con ansiedad que me mostréis el fruto de vuestro arte.—- expresó.
—- Espero que los hombres de Upma’at no os hayan seguido.—- dije, un tanto preocupado.
—- Me aseguré que mi esclava me ayudara a salir de la fortaleza sin ser vista. De todos modos, si os aflige que me encuentre con vos aquí me iré para no perturbaros.—- dijo comprensivamente.
—- De ningún modo desearía que os vayáis.—- dije, dejando evidenciar lo mucho que me importaba su compañía.
—- ¿Puedo ver la escultura?—- dijo, señalando la caja de herramientas.
—- No está allí. La mantengo oculta en el tronco de aquel árbol.—- le expliqué, señalando el hueco que presentaba un añoso pino caído junto al sendero.—- Ya está terminada pero aún no he tenido tiempo de pulirla y protegerla con resina. Preferiría que no la vierais inconclusa.—- respondí.
—- Parece que he venido en vano.—- respondió, entristecida.
Estuve a punto de decirle que hubiese deseado que ella estuviese ahí, solo para que pudiésemos estar juntos pero, no lo hice. Quizás todavía fuese prematuro expresarle mis sentimientos. Percibí que la relación aún no había madurado para dar ese paso.
—- No lo veáis así. Pensad que cuando termine mi trabajo la escultura se verá mucho mejor que ahora. Además, pienso que será de mucho provecho que conversemos acerca de algo que dijisteis el día de la boda de vuestra prima.—- respondí.
—- No sé a qué os referís.—- dijo, sin comprender.
—- Recuerdo que aquel día dijisteis a vuestro padre que no creíais que le conviniese estrechar lazos con "La Casa Real de Kadesh". ¿En qué estabais pensando?—- pregunté.
Enmudeció y la noté dubitativa. Quizá no confiaba lo suficiente en mí como para transmitirme alguna información acerca del rey de Kadesh o, tal vez, tuviese pudor de confesar algún secreto nacido de haber intimado con Kamal.
—- Perdonadme si mi inquisición os atemorizó. No estáis obligada a responder.—- me disculpé, imaginando que la estaba presionando.
—- Os aseguro, señor embajador,. . .—- le interrumpí.
—- Llamadme Shed, por favor.—- le solicité, buscando un mayor acercamiento entre nosotros.
—- Shed, confío más en vos que lo que nunca me he fiado de Kamal. Además, después de que él huyó de Tunip, me siento más tranquila.—- respondió, segura de mi hombría de bien.
—- No es que quiera inquietaros pero, creo que Kamal es mucho más peligroso estando fuera que dentro de Tunip.—- respondí.
—- Lo que ocurre es que, por una parte, me pesa sospechar de mi propia gente, de mis propios parientes, empero, por otra parte, temo que sus actos perjudiquen a mi padre.—- explicó.—- Al mismo tiempo, siento que, confesando a vos lo que he escuchado que traman, traiciono al Rey de Kadesh, y a los demás hurritas que desean nuestra liberación del yugo que nos impone Kemet pero, me entristece pensar que el precio de mi silencio sea que ellos depongan a mi padre arrebatándole el trono de Tunip, marginándolo a una existencia miserable que lo condenaría a vivir sus últimos años como un viejo inservible, asilado en la corte de Naharín.—- respondió con angustia.—- ¿Comprendéis ahora mi vacilación?.
—- Por supuesto que os entiendo, mas, ¿por qué no informáis a vuestro padre para que él actúe en consecuencia?—- respondí.
—- Shed, no conocéis bien al Rey Urkhi-Teshup. Así como en combate fue un fiero guerrero, como gobernante severo, e implacable como juez, en lo más íntimo de su ser mora un hombre tierno, casi un niño, idealista e inocente, sensible hasta el llanto cuando lo besan sus pequeños hijos o cuando las caricias de su esposa le entregan el preciado bien del amor que pronto le faltará. El legendario rey de Tunip es incapaz de hacer frente a la verdad cuando esta es contraria a sus deseos. Está convencido de que aún decide sobre los asuntos de su reino que, ya todos sabemos que yace bajo el dominio del Faraón. Temo profundamente el momento, cuando el viento eterno apague la tenue flama que habita en el enfermo cuerpo de mi querida madre, para llevarse consigo su hálito hacia la eternidad porque, mi padre, se derrumbará.
Él es un hombre sumamente vulnerable. No sabéis cuan valiente es ese anciano para encarar cualquier peligro para sí, y cuan cobarde puede ser para enfrentar la muerte de los que ama o para aceptar las circunstancias que hoy lo rodean.
No escuchará mis palabras y no creerá en lo que le diga, si ello implica que su querido primo, fiel amigo desde su infancia y su principal aliado, conspira con otros monarcas y cortesanos para destronarlo. Él preferiría morir antes que tener que reconocer que aquellos hombres con los que ha compartido toda una vida de batallas, de partidas de caza, de unir a hijos e hijas en fiestas de hermandad, de compañerismo y fidelidad, lo traicionan vilmente por motivos espurios.—- dijo Zelap, desolada.
—- ¿Le habéis comentado a la reina sobre lo que sospecháis del príncipe Kamal y el rey de Kadesh?—- inquirí.
—- Le he confesado mis dudas empero, ella cree que, finalmente, nuestros antiguos aliados no actuarán en contra de mi padre.—- dijo ella.
—- ¿Qué pensáis hacer entonces?—- pregunté, al advertir que la indecisión la invadía otra vez.
—- No lo sé, Shed. Mi hermana Talip también lo sabe, pero ha echado la responsabilidad de actuar al respecto sobre mis espaldas.—- respondió Zelap, agobiada por la carga.
—- Vos sabéis que soy solo un simple instrumento del Faraón y que estoy muy limitado a actuar por mi propia iniciativa pero, considerando que lo que proteja a vuestro padre también convendrá a los intereses de mi soberano, haré todo lo que pueda para ayudarlo a mantener su permanencia en el trono de Tunip.—- respondí.
—- Mi padre me desterraría si se enterase de que delato a los nuestros.—- contestó.
—- No tiene porqué saberlo. Actuaré por mi cuenta como si nada me hubieseis confiado. Creo que lo que sepáis puede ayudarme a descubrir lo que están tramando los monarcas de la región pero, sospecho que sea lo que fuere, no será bueno para vuestro padre.—- le dije, expresándole mis reservas.
—- Tengo sobradas razones para creer en vuestra honorabilidad, por ello, os confiaré lo que les oí decir.
Unos meses antes de que vosotros tomarais la ciudad, una mañana en que se encontraban Kamal y sus seguidores conversando con uno de los funcionarios de la administración, escuché por accidente que él les decía a los nobles reunidos, que de ser necesario, presionaría a mi padre para que lo asociara al trono luego de que se convirtiera en mi esposo. También les decía que una vez que Naharín contara con todos los ejércitos hurritas, sacaría a patadas a Tutmés del país de Djahi. Luego tuve que alejarme de ellos para evitar que me descubrieran oyendo la conversación.
No llegué a comprender totalmente el alcance de sus palabras y tampoco pude entrever el propósito que lo animaba pero, su tono y la actitud peyorativa con que se refería a mi padre, provocó en mí mayor recelo hacia sus intenciones.—- dijo Zelap, sincerándose totalmente.
Me quedé meditando en lo que acababa de decir Zelap. Sería comprensible que intentaran invadir Tunip para expulsarnos de la ciudad y devolver su soberanía a su rey pero, era obvio que Kamal iba a intentar apoderarse de la corona de Tunip. ¿Por qué querrían desplazar a Urkhi-Teshup del trono? Por otro lado, ¿de qué modo se convertiría Parsatatar en jefe de todos los ejércitos hurritas sin antes transformarse en líder de todas las tribus?—- pensé.
Repasé mentalmente la información que contenían las cartas que cayeron en mi poder, hasta reconstruir las circunstancias que daban respuesta a algunos interrogantes. Es posible que parte de la correspondencia no haya sido dirigida al propio Urkhi-Teshup, sino a alguno de sus funcionarios al tanto de los planes del príncipe de Kadesh y colaboradores de él. El incendio del palacio podría haber dado tranquilidad a dichos funcionarios de que sus actividades y relaciones con la corona de Kadesh, permanecieran sin ser conocidas, gracias a la supuesta destrucción de los documentos entre las ruinas de la residencia real. Sin embargo, nadie pensaba que se hubieran salvado y, menos, que alguien hubiese podido recuperarlos.
—- Espero que lo que estoy imaginando no sea verdad, pues de estar en lo cierto estaríamos en peligro.—- respondí, preocupado.
—- Por la bondad de Teshup, Shed, ¿de qué se trata? No me asustéis con tanto misterio.—- dijo, con cierta angustia, al advertir mi turbación.
—- Tal vez, mis sospechas sean falsas pero, no me arriesgaré a que os ocurra nada estando la seguridad de toda vuestra familia entre mis obligaciones.—- dije.—- Comprometí mi palabra ante la reina, de no divulgar un hecho que enlutará la vida de vosotros pero no tengo otra opción que daros a conocerlo.—- me miró con ansiosa aflicción.—- Se trata del método adoptado por Tutmés de trasladar a los hijos y demás descendientes de los gobernantes vasallos hacia Kemet, para mantenerlos como huéspedes obligados de nuestra corte, forzando de esta manera a los soberanos subyugados a ser fieles al Faraón . . . —-
—- Había escuchado tal versión pero, —- me interrumpió.—- no quise comentarla con mis hermanas. Mi padre seguramente ya la conoce pero al igual que mi madre, sufren en silencio para no transformar la espera de aquel momento en una agonía innecesaria.—- respondió, aliviando mi pesar de ser el mensajero de tan mala noticia.
—- Creo que incluso vuestra madre prefiere que sus hijos dejen Tunip antes de su muerte, para que guarden un buen recuerdo de estos años, creyendo que ella los esperará con una sonrisa en la tierra de Djahi.—- dije.
—- Y, ¿qué relación tiene todo esto con vuestra preocupación?—- preguntó, con los ojos lacrimosos.
—- Porque aunque el Faraón aún no lo haya ordenado, sé que lo hará en cualquier momento y creí necesario que lo supierais para que llegado el tiempo, pudierais ayudar a vuestros hermanos a asumir la realidad y a colaborar para que sufran lo menos posible.—- respondí.—- Aún más, puedo deciros que a pesar de lo cruel que considero esta política del Faraón, en este caso, pienso que sería conveniente.—- afirmé, sin atreverme a dar más explicaciones.
La verdad, es que temo que los aliados de vuestro padre ataquen la ciudad de forma cruenta, considerando a Urkhi-Teshup como a un enemigo colaborador de Kemet. Llevarán a vuestra familia a Kadesh y tomarán el control de Tunip.—- contesté meditabundo.
—- ¿Y si en realidad ellos solo quieren liberar Tunip para restituir a mi padre la soberanía de su reino?—- dijo, con alguna desconfianza. Por primera vez, veía aflorar en Zelap la fibra hurrita que la animaba a mantenerse del lado de su pueblo.
—- Si tanto le importara a Kamal devolverle su total autonomía de gobierno a vuestro padre, ¿por qué buscaba arrebatarle el trono luego de casarse con vos?—- repliqué.
Volví a clavar el puñal de la duda en sus especulaciones, haciéndole notar que, más allá de defender los asuntos del Faraón, mi intención era colaborar con Urkhi-Teshup para sostenerlo en el trono de Tunip, al contrario de lo que tramaban los demás reyes de la región.
—- Os suplico entonces, que me confiéis vuestras sospechas.—- solicitó ella, con inquietud.
—- Pienso que existen dos posibilidades que responden la pregunta de por qué quieren destronar a vuestro padre. La primera, sería que consideran que Urkhi-Teshup está viejo y decrépito y no les sirve como aliado. La segunda, más oscura a mi entendimiento, estaría relacionada con algún objetivo de Kadesh y sus aliados en el que vuestro padre constituiría un obstáculo.—- expliqué.
—- Pero, no creeréis que la vida de mi padre corre riesgo, ¿verdad?—- preguntó, incrédula.
Me había cuidado de no expresarlo de esa manera por temor a que pensara que intentaba ponerla en contra de su propia gente, empero, ella misma me brindó la oportunidad de hacerlo y no la desperdicié.
—- Si lo creo.—- respondí desanimado, al entender que mi sinceridad cargaba de más aflicción su corazón.
—- ¡Oh, imploro que la voluntad del gran Dios de la tormenta demuestre que estáis equivocado!—- dijo, elevando su plegaria a lo alto.
—- Quiera vuestro Dios, que no tenga yo la razón.—- respondí, apenado por su tristeza, cobijando su llanto en mi pecho, tratando de consolar su sufrimiento.
Cuan frágil se veía. Qué no hubiese hecho para contener su congoja y mitigar su dolor pero, todo era en vano.
Capítulo 20
"Un pasado de muerte, un futuro de vida."
En los días siguientes, con mi espíritu agitado por un mal presentimiento, pensé en solicitar a Ataliya, la muchacha cananea que viajaba de ciudad en ciudad con las caravanas comerciales, que visitara en Hamat al hermano de mi amigo el mercader Gamartu para pedirle de mi parte, que investigara lo que se rumoreaba en los reinos vecinos acerca de los planes del Rey de Kadesh, aliado del soberano de Hamat y del monarca de Qatna, con respecto a las sospechas que yo guardaba. Le ofrecí un buen precio en oro para que cumpliera mi pedido entregándole otro tanto para que lo diese en pago al hermano de mi amigo por la información que requería.
Solo me restaba esperar su regreso con alguna información que pudiese serme de provecho para dilucidar la incógnita que me afligía. Sin permanecer inactivo, comuniqué mis sospechas al Faraón y solicité tropas para reforzar nuestra guarnición en Tunip. Su contestación traía pocas esperanzas de mantener la seguridad de Tunip ante la negativa de refuerzos debido a que la prioridad de Tutmés se encontraba dirigida a proteger las ciudades costeras, más importantes desde el punto de vista estratégico y más vulnerables a los ataques enemigos. Sin embargo, anunciaba la concreción de una nueva campaña que ampliaría los territorios sometidos a vasallaje incluyendo la conquista de Kadesh y sus aliados, asegurando el dominio de los reinos del interior del país de Djahi. La cuestión era saber cuánto tiempo podríamos resistir el asedio enemigo si nos atacaban.
Resultaba muy difícil ajustar aún más, las medidas de vigilancia hasta un extremo que llevara la opresión a extremos insoportables, pues, ahogando la limitada libertad de los habitantes de la ciudad, corríamos el peligro de provocar actos de rebelión que no podríamos controlar con un número reducido de efectivos. Tampoco nos convenía arrestar a los nobles implicados, acusándolos de conspirar a favor de los enemigos de Kemet, porque solo lograríamos una sublevación sangrienta que aceleraría nuestra expulsión de la región. Íntimamente presentía que tarde o temprano, sin contar con refuerzos, la ciudad de Tunip volvería a manos de los hurritas.
Escuchando mis razones, el Faraón decidió trasladar a los hijos de Urkhi-Teshup a Simurru para ponerlos a resguardo bajo la protección del gobernador de los territorios, antes de ordenar que fueran llevados hacia Kemet.
El mandato destrozó al rey que nunca logró superarlo.
—- ¡¿Por qué me quitáis a mis hijos?! ¡¿Es que no he pagado el tributo aplicado por el Faraón?!—- gritó desconsolado el rey.—- ¡¿Acaso no entregué la parte que se me exigió de las cosechas de mis campos y de los rebaños de mi reino?! ¡Vos sabéis bien señor embajador que jamás intenté rebelarme a la autoridad de vuestro soberano ni he conspirado para sacudirme el yugo impuesto por vosotros!—- dijo reprochándomelo.—- ¡¿Por qué me hacéis esto?! ¡Decidme!, ¡qué he hecho mal para ser castigado de esa manera!—- su esposa trataba de calmarlo aunque ella misma se veía destrozada por la pérdida de su familia.
Por mi parte, no atinaba más que ha expresarle mis condolencias ante la situación.
Zelap asistía en silencio y con digna entereza al drama que se desarrollaba en su familia, colaborando con la reina para contener la desesperación de Urkhi-Teshup, al asistir impotente a la pérdida de sus retoños.
La desgarradora escena de Minok y sus hermanas mayores, despidiéndose de sus padres, el Rey y la reina de Tunip, fue uno de los sucesos más dolorosos que me vi obligado a presenciar, ya que me había comprometido afectivamente con la familia real, soportando al mismo tiempo la tristeza de que me consideraran culpable del sufrimiento que estaban padeciendo.
Zelap, por ser la hija mayor, había sido autorizada por el gobernador de Simurru a quedarse en Tunip para proseguir al cuidado de su madre enferma.
La melancolía que invadió al, de por sí taciturno, monarca, luego del alejamiento de sus hijos, lo transformó en un fantasma que deambulaba a paso lento por los corredores de palacio o permanecía bebiendo en la oscura quietud de las estancias vacías, mudas de las risas de los niños, frías sin el calor de sus cuerpecitos correteando por allí. La residencia se había convertido en un sitio donde reinaba la desolación y habitaba el desconsuelo.
La soberana, a pesar de la compañía de Zelap y sus sirvientes, cayó postrada pues ya no tenía motivos para levantarse de su lecho y hacer frente a su enfermedad, en ausencia de sus pequeños hijos, que otrora la llamaban a participar de sus juegos y para presenciar los progresos de su educación.
La misma Zelap se había retraído tanto que no volvió a buscar mi compañía, y ni siquiera tenía la oportunidad de verla de casualidad por las calles de la ciudadela porque, prácticamente, no salía de palacio.
A pesar de que el rey dejó de dirigirme la palabra, la reina, por el contrario, se mostró comprensiva y luego de unos meses de mantenerse aislada, distante y dejando de lado la amistad que habíamos cultivado durante largo tiempo, volvió a entablar el diálogo a través de mensajes, hasta que abiertamente me ofreció que ocupara alguna habitación de las tantas que se encontraban desocupadas en la residencia, tentándome con la idea de pasar el próximo invierno en un lugar más acogedor que la vivienda que ocupábamos los funcionarios extranjeros y en un sitio más cercano para poder conversar. Realmente poco me importaban las comodidades con que trataba de atraerme la reina hacia la residencia, empero, su invitación constituía una inmejorable oportunidad de reiniciar mi relación con Zelap, deteriorada por los acontecimientos ya comentados. En principio me negué por una cuestión de respeto a la actitud del soberano que obviamente aborrecería encontrarme en su palacio invadiendo su intimidad. Finalmente, acepté la proposición de Shadu-Hepa que suplicaba me trasladase a la residencia real, asegurándome que contaba con la autorización del rey, que no se oponía a sus deseos sabiendo que yo resultaba para ella una grata compañía en las interminables tardes invernales en que el frío y húmedo ambiente de la montaña, afectaba más su dolencia, impidiéndole salir a caminar por los jardines.
Al parecer la reina Shadu-Hepa, se sentía más cerca de sus hijos cuando yo le describía el lugar de su estancia y los paisajes de Kemet.
—- Cuénteme señor embajador, ¿cómo es el sitio en que viven mis hijos?—- preguntó Shadu-Hepa, de buen ánimo aquel día y de mejor semblante aún. Me alegraba sobremanera verla tranquila, respirando con menos esfuerzo que otras veces y libre de aquellos violentos accesos de tos que la dejaban exhausta.
—- Es muy probable que ahora se encuentren en Waset, la capital situada en el alto valle del Hep-ur, nuestro río sagrado.—- comenté a la reina que escuchaba con atención mi descripción, recostada en su lecho cubierto con mantas de lana y pieles de cordero.
La gran habitación contaba con un hogar en donde crepitaba la leña que se consumía lentamente, mientras caldeaba agradablemente el lugar. Un mobiliario fabricado con esmero en valiosas maderas, llenaba la estancia ornamentada con buen gusto. Mesas de roble conteniendo vasos con perfumes, frascos con ungüentos y aceites, además de una variada gama de productos cosméticos y aromáticos. Cofres de acacia enchapados con láminas de oro y aplicaciones en piedras preciosas, grabados en un estilo típicamente asiático con imágenes de toros alados y animales fabulosos con largos cuellos como de jirafas. Sillas tapizadas con cueros de cabra y pieles de lobo, completaban el moblaje. Media docena de lámparas de aceite distribuidas por el aposento iluminaban el lugar cuyas ventanas se hallaban apenas abiertas permitiendo que se renovara el aire del ambiente con la fresca brisa hiemal.
—- Deben estar disfrutando de la frescura de los parques bajo las palmeras datileras y los bosquecillos de sicomoros, jugando en los jardines entre los altramuces y los acianos y admirando los pececillos de colores del estanque de los nenúfares, bajo el cálido abrazo de Ra, que es el nombre del Dios Solar.—- expliqué, observando la reacción de Zelap que, del otro lado de la habitación, permanecía sin prestarme atención mientras bordaba sobre una prenda de lino y conversaba con una de las sirvientes de palacio. Su indiferencia me entristecía y el temor a perderla me ocasionaba noches de insomnio imaginando que pudiese escapar hacia Kadesh para unirse en matrimonio con Kamal.
Un súbito y violento episodio de tos produjo un estremecimiento en Shadu-Hepa que contorsionándose de dolor terminó escupiendo una bocanada de esputo con sangre que nos conmocionó a todos.
—- ¡¡Llama al curandero real, no pierdas tiempo!!—- dijo enérgica Zelap a una de las esclavas, acudiendo sumamente angustiada en ayuda de su madre.—- ¡Alcánzame el elíxir!—- ordenó a otra.
La poción curativa poseía un efecto mágico casi inmediato, eliminando la tos y calmando los dolores, provocando en el enfermo un intenso sopor hasta el sueño profundo.
—- ¿En qué puedo colaborar?—- pregunté solícito a Zelap.
—- Marchaos de aquí.—- dijo de forma agresiva.—- Creo que ya habéis hecho suficiente.—- contestó sin mirarme, mientras cobijaba a su madre.
—- Sois injusta conmigo, solo intento ayudar.—- respondí, herido por su tono despectivo e irónico.
—- ¡¿Injusta?!—- pronunció furiosa con los ojos llenos de lágrimas saliendo de la habitación.—- ¡¿Yo soy injusta?! ¡No!. ¡Injusto es que mi familia haya sido desmembrada por vosotros sin ninguna razón!—- exclamó con su llanto cargado de impotencia.—- ¡Injusto es que mi madre se esté muriendo y ni siquiera tenga el consuelo de contar con sus hijos! ¡Injusticia es la que vuestro Faraón ha cometido contra mi padre, destrozando su corazón al robarle a sus niños para llevarlos a donde nunca podrá volver a verlos!—- dijo desconsolada, saliendo del aposento para no despertar a Shadu-hepa.
—- Comprendo vuestro pesar, pero. . . .—- enmudecí al ver llegar al rey a espaldas de Zelap.
Urkhi-Teshup que, acompañado de su Chambelán, había acudido hacia los aposentos a averiguar sobre el estado de su consorte, nos observó discutir sin intentar intervenir.
—- ¿Cómo se encuentra vuestra madre?—- musitó.
—- Ya está mejor, padre. Ahora se encuentra dormida.—- le anunció Zelap cuando él ingresaba a la estancia, para que no perturbara su sueño.
—- Zelap, por favor escuchadme. Yo nada podía hacer para evitar que se llevaran a vuestros hermanos. Esas operaciones de traslado son parte de la estrategia del Faraón en cuanto al tratamiento de los reyes vasallos.—- respondí, tratando de disculparme por lo que en realidad no era mi responsabilidad.
—- ¡Ya lo sé pero, fuisteis vos quien recomendó que fueran trasladados antes de que vuestro soberano lo ordenara!—- me reprochó.
—- Os dije que lo haría pensando en que, si Tunip fuese invadida, ellos no corrieran el riesgo de verse inmersos en otra contienda que pusiese en peligro sus vidas, como ocurrió con Minok en nuestro ataque.—- expliqué, tratando de demostrar mis buenas intenciones ante todo. Sin embargo, Zelap tenía cerrado sus oídos a mis palabras y su espíritu solo buscaba desahogar su pena y su desesperanza.
—- ¡Han transcurrido varios meses desde su partida y nada ha ocurrido aquí, salvo que ellos ya no están con nosotros!—- replicó, desafiándome con la mirada, esperando otra respuesta de mi parte.
—- Sabéis que no soy vuestro enemigo y que he demostrado lo mucho que os estimo. No dejéis que vuestro corazón malherido por la tristeza envenene vuestra alma de rencor.—- respondí, dándole a entender que no me prestaría a una discusión inconducente, mientras me alejaba para regresar a mi habitación.
En los siguientes días averigüé al curandero real el estado en que se encontraba la reina y me dijo que por las últimas señales que presentaba su enfermedad no creía que sobreviviese más de un mes. Con verdadero pesar, decidí asistir a las últimas semanas de vida de Shadu-Hepa, acompañándola y entreteniéndola con mi conversación, hablándole de los bellos lugares de mi país en donde se encontrarían sus hijos, las costumbres de mi gente, las creencias en la vida eterna, la conservación de los cuerpos de los difuntos, etc. Una tarde conversábamos de ese tema justamente en presencia de la propia Zelap, que nos escuchaba aunque sin intervenir, atendiendo a su madre que ya no podía alimentarse por sí misma a causa de su debilidad.
—- Entre nuestra gente se acostumbra incinerar los restos del muerto en la pira funeraria ya que los hurritas consideramos al fuego como el elemento más puro de la creación que, liberando el alma, convierte al cadáver en cenizas que vertidas al río o al mar, devuelven la sustancia de que estamos hechos a la naturaleza para que el dios supremo dador de vida, cree a otros seres en que habiten los espíritus que han perdido sus cuerpos.—- explicó la soberana, con notable calma.
—- ¿No podríais hablar de otro tema, madre?—- dijo Zelap.
—- Hija mía, no falta mucho para que os deje, por lo que deberíais acostumbraros a la idea de que ya no estaré con vosotros y pensar que aunque mi cuerpo sea consumido por el abrazo de las llamas, mi espíritu estará cerca de vosotros hasta que el creador decida encarnarme en otra criatura.—- dijo con admirable resignación.
Entristecida, Zelap ocultó su rostro surcado por el reprimido lloriqueo que liberaba alguna lágrima de su desconsolado corazón que no lograba soportar el dolor que representaba la pérdida de su madre.
Shadu-Hepa posó su mano en la de su hija para reconfortarla, demostrándole hasta último momento su fuerza de carácter y su entereza para afrontar el ineluctable final que le esperaba. Inesperadamente, tomó mi mano y la unió a la de su hija y retuvo ambas contra su pecho como intentando expresar un íntimo deseo que nos sorprendió a ambos. Zelap se ruborizó pero, no intentó retirar su mano sabiendo lo que tal gesto significaba para su madre.
—- No deseo encadenar a nadie a mi deseo pero, como vieja que soy, he vivido mucho y puedo reconocer vuestras miradas, sé de sentimientos y sé lo que es el amor porque lo he vivido con felicidad junto a ese gran hombre que es Urkhi-Teshup. No temáis expresar lo que sentís el uno por el otro, porque el verdadero amor no se encuentra cada vez que sale el sol, sino que es algo raro y bello como el arco iris que surge en el firmamento. Es como un regalo de Dios que no debemos ignorar a pesar de las dificultades que puede acarrear, pues al nutrirlo y protegerlo cual si fuera una vid, crece, florece y cuaja en exquisitos frutos que compensan grandemente el esfuerzo y la fatiga del sembrador.—- dijo la reina, con iluminada elocuencia.
Con emocionada ternura y liberándose en un desahogado llanto, Zelap besó la frente de su madre acariciándola y acomodando sus encanecidos cabellos. Posó sus ojos en mí y, con su dulce mirada, expresó todo. Sin palabras, llenó de esperanza mi alma ilusionada y mi corazón revoloteó como un pájaro alborotado en primavera dentro de mi pecho. Sentí la suavidad de su mano bajo la mía y la acaricié tiernamente percibiendo la tibieza de su piel por vez primera.
En aquel instante golpeó la puerta una de las sirvientes de palacio.
—- ¿Qué ocurre?—- preguntó Zelap, al abrir la puerta.
—- Una joven llamada Ataliya busca al funcionario.—- respondió.
—- Mi señora, os ruego me disculpéis pues, debo ausentarme unos momentos. Esa muchacha me trae importante información que estuve esperando desde hace tiempo.—- respondí, lamentando tener que irme.
Abandoné el palacio para poder conversar con Ataliya de manera que me dijera que noticias me tenía el hermano de Gamartu.
—- ¿Cuándo habéis llegado?—- le pregunté, mientras nos encaminábamos hacia la administración central.
—- Antes del crepúsculo pero, perdí tiempo hasta poder encontraros.—- respondió.
—- ¿Qué pudo averiguar el hombre con quién os envié?—- volví a preguntar.
—- El mercader os envía este papiro con la información recabada.—- dijo entregándomelo.
—- No deberíais habérmelo entregado a la vista de todos. Hay muchas miradas puestas sobre mí.—- dije, escondiéndolo rápidamente entre mis ropas.
—- Perdón, no fue mi intención.—- respondió ella.
—- ¿Lo habéis leído?—- pregunté.
—- No lo he abierto, mi señor.—- dijo.
—- ¿Vuestro tío o alguien más tuvo acceso a él?—- inquirí, preocupado por la confidencialidad de los secretos que podría contener.
—- Mantuve el papiro conmigo todo el tiempo y cuando dormía lo guardaba dentro de la manta sobre la que apoyaba mi cabeza, por lo que podéis estar seguro de que nadie más que vos conocerá su contenido.—- respondió, convencida.
Al llegar al edificio de la administración ingresamos a la sala principal a oscuras y cuidando de que nadie nos observara, entregué a Ataliya lo que restaba de su paga, para luego dejarla ir, de manera que pudiese leer el papiro cuya información debía ser muy importante, pues de otro modo, Ninurta, el hermano de Gamartu, no hubiese tomado tantos recaudos al respecto. Encendí un par de lámparas de aceite para contar con más luz y me senté a leer la misiva escrita en lengua cananea.
Señor embajador de Kemet:
Os ruego mantengáis en total anonimato mi identidad por cualquier motivo que fuere, debido al peligro que representan para mi vida los secretos que con tanto riesgo he logrado averiguar y que en la presente os transmito. A pesar de ser generoso en la forma de recompensarme, la información que os revelo es tan dramática por sus consecuencias e implicaciones que, de haber sabido de antemano de qué se trataba, no hubiera aceptado ni por el doble del oro con que pagasteis mi servicio.
Lo cierto es que el Rey de Kadesh, el de Qatna y el de Hamat, han constituido un frente de alianza para reconquistar Tunip y las ciudades costeras de Uartet y Arvad, para luego, reuniendo a las tropas de la región unirse en un solo ejército que sumado al de Parsatatar, invadiese el país de Khurri, buscando reunificar el territorio y la nación hurrita bajo el mando del Rey de Naharín, artífice y principal promotor del plan.
La ubicación estratégica de la ciudad de Tunip en el interior del país de Djahi, la transforma en el primer objetivo a ser reconquistado para luego iniciar la recuperación de la costa y a partir de allí, con las huestes reforzadas por nuevos contingentes, hoy cautivos bajo el mando de los reyes vasallos de Kemet, atravesar las fronteras en que habitan las tribus disidentes, asesinar a los miembros del consejo de ancianos del Pankhu y reunificar la nación hurrita contando con el apoyo de su aliado el Rey Karaindash de Karduniash. Sabiendo que las tribus rebeldes de Ashur podrían retrasar sus maniobras, se aseguró de firmar un pacto de paz con Ashshurbel Nisheshu a cambio de alimentos, para atacar con toda sus fuerzas de vanguardia la frontera occidental del país de Khurri. Dentro de sus proyectos está el exterminar a las tribus de Ashur apenas logre el control total de la nación hurrita, tras lo cual se lanzará contra Khinakhny y los demás territorios controlados por Tutmés.
Espero que la información os sirva a vuestros propósitos y podáis al mismo tiempo emplearla para ayudar a nuestra gente a liberarse del yugo hurrita de Parsatatar y sus seguidores.
A vuestro servicio, Ninurta de Hamat.
Ahora, por fin, comprendía por qué Kamal intentaba desplazar del trono de Tunip a Urkhi-Teshup. El rey de Kadesh y sus aliados sabían que el monarca de Tunip se negaría a participar en una lucha fratricida para satisfacer las ansias de poder de Parsatatar. Había llegado a conocer muy bien al soberano de Tunip y sabía que por su lealtad al pueblo hurrita, no apoyaría una invasión sobre el país de Khurri cuyos líderes actuaron con justicia al no aceptar a Parsatatar después de tomar por la fuerza la corona de Naharín, prefiriendo separarse con las tribus que les eran fieles, antes que sumir a la nación entera en una guerra civil derramando sangre de hermanos por cuestiones de poder.
La pregunta clave en ese momento era, ¿qué estarían dispuestos a hacer el rey de Kadesh y sus aliados para hacerse con el trono de Tunip? ¿Hubiesen llegado a secuestrar a su familia para extorsionarlo de modo que se uniera a su causa?, ¿tal vez derrocarlo y ponerlo prisionero?, o quizá algo peor?
Aquella noche no pude dormir pensando que en cualquier momento escucharíamos el sonido de los cuernos emitiendo la señal de alarma al ser invadidos por los ejércitos enemigos.
Días después, encomendé a Yuny para llevar a Uartet un papiro informando a los funcionarios acerca de lo que había averiguado. También decidí enviar un mensajero con la difícil misión de comunicar a Tishatal, jefe del consejo de ancianos de Khurri los planes de invasión que Parsatatar se disponía a ejecutar contra los suyos.
Mientras esperaba la contestación de Kemet, ordené a Upma’at que redoblara la vigilancia de la fortaleza sin darle a conocer los causas verdaderas por temor a que, por su cortedad de entendimiento, fuese a tomar represalias contra todos los nobles causando una revuelta generalizada que podría terminar ocasionando los sucesos que me proponía evitar.
Por otro lado y no menos angustiante, era la idea de que Zelap corría peligro al permanecer en la ciudad. Sería en vano intentar convencerla de dejar a su madre, por lo que me decidí a advertirle lo que ocurría para que estuviera alerta en caso de que invadieran la fortaleza. No sabía aún de qué manera entrevistarme con ella sin que despertara sospechas en Upma’at y sus hombres, más ocupados en husmear mi relación con la princesa que en cuidar de la seguridad de la ciudadela. Entonces, se me ocurrió enviarle un mensaje dentro de la estatuilla que había esculpido, habiéndola ya terminado. En él, le comentaba a grandes rasgos la información enviada por Ninurta, dejando a su criterio la iniciativa de dar a conocer las mismas a su padre, sabiendo que si provenían de mi boca, las rechazaría de plano. Contestó mi recado diciendo que deseaba verme en el mismo lugar del bosque y a la misma hora que en aquel primer encuentro, cuando yo le avisara.
Evaluando los datos aportados por la correspondencia escrita en las tablillas de barro recuperadas del incendio de palacio, la información proporcionada por Ninurta, el mercader, y repasando lo que me había confiado la propia Zelap, pasé dos días sin poder verla, redactando las misivas ya mencionadas. Extrañaba mucho su presencia, su voz, y aquellos bellos ojos grises que prendaron mi corazón.
Esa fría y tranquila mañana de invierno, concluí el esmaltado de la estatuilla que había prometido a Zelap y la dejé cerca del hogar para que se secara al calor del fuego, antes de llevársela a nuestro lugar de encuentro. Desayuné, busqué a "Fantasma" en las caballerizas, y salí de la fortaleza hacia los senderos del bosque. Había nevado durante la noche y el paisaje se mostraba increíblemente bello y extraño a mis ojos que nunca habían visto tanta nieve junta. La clara iridiscencia cubriéndolo todo, dotaba al ambiente de un especial encanto que cautivaba mi espíritu. Pinos, cedros y robles con su ramaje curvado por el peso de la nieve, los senderos cubiertos por su esponjosa blancura y el silencio más absoluto a veces quebrado por el aleteo de algún ave surcando el techo del bosque. Hasta el aire parecía oler diferente aquel día.
La vi llegar acompañada de otra mujer a través del camino principal que conducía hacia la cascada, desviándose hacia donde yo me encontraba, sin que la reconociera hasta que estuvo lo bastante cerca. Cubierta de pies a cabeza como una campesina, aprovechó el gélido clima para ocultar su identidad bajo un denso vestuario.
—- ¡Qué alegría me da veros!—- le dije, observando de reojo a la otra mujer a quien no había identificado cubierta con sus humildes atavíos.
—- No temáis, es mi sirviente más fiel.—- me dijo, sacándose la capucha de la cabeza.—- Yo también me alegro de poder estar de nuevo con vos.
La tomé de las manos y acercándonos nos besamos con la inocencia de los niños.
—- He aquí lo que os había prometido.—- dije, sacando de entre mis ropas la imagen envuelta en un paño.
La desenvolvió con ansiedad llenándose su mirada de alegría al verla.
—- ¡Me habéis retratado! Es hermosa, Shed.—- dijo, abrazándome.
—- Espero haber captado algo de vuestra belleza.—- dije con humildad.
—- Realmente me deslumbra vuestra habilidad, Shed.—- dijo asiéndome de la mano.—- Venid conmigo quiero que conozcáis un lugar maravilloso.
Caminando hacia la laguna, más allá del arroyo, nos detuvimos para contemplar las mansas aguas en parte congeladas desde el borde de las rocas que bordeaban el barranco.
La abracé y nos besamos apasionadamente. La miré directo a los ojos temiendo que mis palabras la hicieran alejarse de mí, mas, no podía engañarla haciéndole creer que podíamos vivir juntos, una vida feliz y tranquila.
—- Sabéis que no puedo prometeros una relación que pudiese colmar todas vuestras expectativas, en vistas de que nuestra situación es prohibida de acuerdo a las normas impuestas por el Faraón. Pero, podéis estar segura que defenderé nuestro amor con la ferocidad del león, y os amaré como nunca antes fuisteis amada, porque la sangre bulle en mis venas cuando mi palpitar me confiesa que os pertenezco y una tormenta de sensaciones se desata en mi cuerpo cuando me rozáis. Os leeré lo que escribí en estas líneas intentando expresar lo indescriptible de mis sentimientos por vos:
Os amo desde la primera vez que os vi, con el alma y con el cuerpo, como el mar ama la playa que acaricia con cada ola, como la amapola ama la tierra que la cobija, y como el brote adora la luz que le entibia e ilumina, porque como la simiente enterrada en suelo fértil, me habéis devuelto a la vida para germinar en vuestro amor, resucitando a mi corazón sepultado en la tristeza. El brillo de vuestros ojos ha iluminado de estrellas la oscuridad de mis noches y el mudo juramento de vuestros labios ha consolado largas vigilias de soledad con la sola promesa de vuestros besos. Habéis preñado de ilusiones mis pensamientos como el polen fecundiza las ansias de futuro de la flor con retoños y frutos. Mi día no comienza al despuntar el sol sino, cuando renacéis en mi memoria cada vez que despierto, calmando la aflicción de pensar que solo existís en mis sueños y hacéis del árido desánimo de la incertidumbre, una fuente rebosante de los frescos e inagotables oasis de la esperanza.
Enrollé el papiro esperando una respuesta que me confirmara que era correspondido por Zelap pero, permaneció en silencio escudriñando mi rostro como si buscara descubrir algún oscuro engaño más allá de mis palabras. De pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas y temblando se abrazó a mí desahogando en el llanto su contenida emoción.
—- Yo también me sentí atraída por vos desde un primer momento, pero refrené mis sentimientos ante la cruel contradicción que castigaba mi conciencia, fustigándome con la culpa por amaros cuando debería aborreceros por ser parte de los extranjeros que vinieron a invadir nuestro mundo y arrebatarnos nuestra libertad. Sin embargo, contra mi voluntad, habéis destruido mi injustificado desprecio con vuestra nobleza de corazón, derribado mi recelo con vuestra franqueza y vulnerado mi falsa indiferencia con vuestras virtudes. He luchado por negar este amor pensando en vos como en un extraño, un invasor, un enemigo pero, me habéis sorprendido con el carácter generoso, el espíritu compasivo y el modo afectuoso que identifica vuestro proceder. Derribasteis todas las barreras que levanté para impedir que irrumpierais en mi corazón, vulnerable a vuestro carácter gentil y protector.
Vuestras palabras son un bálsamo que viene a aliviar las heridas abiertas por tantos desgraciados eventos que han enlutado los últimos años de mi vida. Enterré a mi joven esposo, perdí a mis hermanos y lloro cada noche sabiendo que no puedo evitar que mi madre nos deje. Temí que nuestro amor también se transformara en un hecho doloroso y sin futuro hasta que mi madre con sus palabras, me dio fuerzas para enfrentar la adversidad, al reconocer el valor de nuestro vínculo.—- concluyó, levantando su vista para mirarme a los ojos.
Nos fundimos en un beso largamente ansiado y dulce, hasta el abrazo sentido de dos enamorados que se entregan el uno al otro con todo el corazón.
Ella cambió mi absurda existencia en una vida plena de alegrías y deseos, de ansias y satisfacción, que cada día me brindaba a través del sabor de sus labios, de la fragancia de su perfumado cuello y el brillo de sus ondulados cabellos. Su voz sonaba en mis oídos como el tranquilo murmullo de la cascada, como el rumor de la brisa atravesando el bosque y el apacible cántico del arroyo descendiendo de la montaña. Sus palabras sanaron las llagas de mi corazón, curaron las heridas de mi alma y aliviaron las cargas de mi ka al confesarle mis pesares. Devolvió el sentido a mis días y la fortaleza a mi espíritu que jamás creí que recuperaría.
Con nuestro secreto solo conocido por aquella sirviente que había sido su nodriza, mantuvimos a resguardo nuestra relación tan solo confiada a Shadu-Hepa, que se sintió feliz por nosotros.
Una tarde cuando nos habíamos citado otra vez cerca de la cascada y caminábamos tomados de la mano hablando de nosotros y jugando con la imaginación y soñando despiertos una vida juntos, con nuestros hijos correteando a nuestro alrededor, nos sorprendió el atropellado avance por los senderos y los gritos de la sirviente de Zelap, acosada por la angustia.
—- ¡Mi señora, … —- dijo agitada la anciana casi sin aliento.
—- ¡¿Qué ocurre?!, ¡Por la gracia de Teshut, decidme!, —- al parecer adivinó que se trataba de la reina.—- ¡¿Es mi madre…?!.—- preguntó Zelap, afligida.
—- ¡Sí, mi señora!, ¡vuestra madre está muy mal!—- balbuceó la mujer, lloriqueando.
Ayudé a Zelap a subirse a mi caballo y la llevé de prisa casi hasta la salida del bosque en donde nos separamos para que no nos vieran juntos. Mientras ella volvía a pié, yo esperé unos momentos apareciendo por otro sitio ante la mirada de los soldados de la guarnición local que se inclinaron ante mi paso.
Disimulé mi preocupación por el estado de la reina pero hice lo más rápido que pude por dejar a mi potro en la caballeriza para volver a palacio junto a Zelap, que estaría con su madre.
El desconsolado llanto de esclavas y sirvientes, cuando llegaba a los aposentos reales, era clara señal de que Shadu-Hepa había fallecido.
Me paré delante de la puerta de la habitación, viendo en silencio la triste escena. De un lado, sentado en el lecho, Urkhi-Teshup besando la frente de su esposa muerta y del otro, mi querida Zelap, arrodillada llorando como una niña, asida fuertemente de la mano de su madre y apretándola contra su cara, como si quisiese evitar que se fuera. Ingresé lentamente y sin decir palabra, me hinqué junto a Zelap en señal de respeto como es la costumbre de ellos para llorar a sus muertos.
Esa misma noche se llevaron a cabo los rituales mortuorios preparando el cuerpo de la soberana para la ceremonia de cremación a llevarse a cabo al amanecer del siguiente día.
Sin evidenciar ninguna relación especial con Zelap, la acompañé esa madrugada a velar los restos de su madre en presencia de los nobles y dignatarios, funcionarios y sirvientes, que se acercaban a la residencia dando muestras de su pesar al Rey desconsolado por la pérdida, en tanto que en la plaza central de la ciudadela, el pueblo rendía homenaje a su reina llenando de flores la pira funeraria que abrasaría sus restos.
Estuve a su lado en todo momento y luego de presenciar la finalización de los ritos durante el crepúsculo al ser entregadas las exequias al río, me retiré a descansar a mi habitación luego de la noche en vela.
Quedé profundamente dormido, agotado por la falta de descanso y la tensión de los últimos días.
Mientras dormía, desperté en la oscuridad, sobresaltado al sentir que tapaban mi boca impidiendo que gritara. Sin saber qué ocurría y temiendo por mi vida al creer que se trataba de un ataque artero, me senté en el lecho tomando la mano que me sujetaba para neutralizar a mi agresor. Al tiempo que percibía su constitución pequeña y frágil, su dulce perfume a flores silvestres aquietó mis nervios. Sus húmedos y cálidos labios cubrieron los míos en un contacto amoroso y sensual.
—- Soy yo, amor mío.—- dijo, en un susurro casi inaudible.
—- Zelap, amada mía.—- pronuncié, sintiendo sus mejillas húmedas de lágrimas.
Sin decir palabra me aferró acurrucándose junto a mí como una criatura desvalida y frágil, buscando cobijo y protección. La abracé y acaricié hasta que se quedó dormida sobre mi pecho.
El nuevo día nos sorprendió entrelazados y la tenue luz del alba me despertó para contemplarla dormida a mi lado con su rubia y larga cabellera derramada sobre sus hombros como una lluvia de doradas espigas de trigo, su redonda frente de niña, sus rosadas mejillas y su boca roja como una manzana pronta a entregar su dulzor. Besé su sien suavemente para despertarla y advertirle que la claridad amenazaba con descubrirnos ante los sirvientes de palacio que pronto iniciarían sus actividades cotidianas. Nos despedimos entre besos furtivos y promesas, con ansias de renovar nuestros encuentros nocturnos en situación más romántica aún.
Los días se sucedieron sin que pudiésemos concretar nuestra unión debido a que Urkhi-Teshup afectado por la pérdida de su esposa cayó enfermo con más tristeza que catarro, por lo que Zelap se dedicó a cuidar de él, hasta que motivado por mi aliento y apoyo, decidió que no podía permanecer postrado sino que, por el contrario, debía ejercer su condición de Rey con más fuerza y energía que nunca, poniendo como objetivo el honrar la memoria de su esposa con un bello monumento en su nombre.
Una nueva cita en la cascada durante la tarde, sirvió para endulzar la espera de aquella noche en que nos entregaríamos el uno al otro en cuerpo y alma. Como si el tiempo no transcurriera, las horas previas se me hicieron interminables, recordando la madrugada que consolé el dolor de su pérdida, confortando su pena por la muerte de su madre, hecho desde el que habían pasado más de tres semanas, deseando hacerla mi mujer por vez primera.
Luego de la cena y de una corta velada en compañía de Urkhi-Teshup bebiendo un poco de buen vino de las bodegas reales frente al hogar del salón principal, nos dispusimos a retirarnos a nuestros aposentos. Cuando las lámparas de los corredores se hubieron apagado, me escabullí subrepticiamente hacia el exterior buscando la habitación de Zelap, cuya sirviente había arbitrado los medios para ayudarme a llegar a ella a través de los jardines que daban a su ventana.
Me esperó junto a la ventana cobijada en su abrigo de lana bajo el reflejo lunar que difundía una mortecina luminosidad a causa de la niebla que había invadido el valle después del frío crepúsculo. Aguardando mi llegada, se hallaba apoyada sobre el alféizar creyendo que yo aparecería en la dirección en que se encontraba mi habitación, sorprendiéndola con un beso al llegar por el lado opuesto.
—- ¡Tonto, me habéis asustado!—- dijo enojada.—- Si hubiese gritado habrían venido los guar…—- cubrí su boca con mis labios y callé sus regaños. Su enfado se desvaneció para dar paso a los besos a veces tiernos y suaves, otras profundos y sensuales. Como un sueño transformado en realidad nos brindamos a los juegos y las caricias, al contacto de nuestras formas y el roce sutil. Mientras me recreaba con sus cabellos unidos en una cola, los desaté, liberando su delicioso perfume a miel y esencias florales, para acariciarlos hasta su nuca buscando el cuello para terminar mordiendo levemente el lóbulo de su oreja en cada ósculo. Su piel se erizó ligeramente y bajando con sus manos a mi cintura desprendió el ceñidor para levantar mi sayo y luego sacármelo completamente. Con igual cuidado, deslicé mis manos sobre sus hombros empujando los bordes de su túnica haciéndolos descender hasta apenas cubrir sus senos. En un reflejo de pudor sostuvo su vestido que caía por su peso, pero luego se abrazó a mi cuello y besando mi barbilla, lo dejó caer lentamente como una barrera derribada por el impulso de los cuerpos buscándose mutuamente. Sobre la alfombra de piel de oso nos tendimos fervientes de pasión junto al calor de la chimenea, desatando el deseo hasta el éxtasis pleno del sexo y el amor fundidos en uno, como una criatura con vida propia que nace de los amantes y al mismo tiempo se adueña de ellos.
Qué dulce cansancio y qué feliz descanso a su lado, compartiendo también el placer de dormir desnudos y abrazados, disfrutando del amor consumado en cuerpo y alma.
Que amargo despertar. ¿Por qué?, porque fuimos traicionados y entregados. Los corredores invadidos por soldados en medio de la noche, pasos, gritos y órdenes para buscarme y encontrarme en flagrante delito.
La puerta se abrió bruscamente despertándonos, violando nuestra intimidad, nuestro descanso, nuestra unión. La figura recortada a contra luz de la claridad de las lámparas de aceite de los pasillos exteriores entró de forma abusiva y desvergonzada en la habitación.
—- Señor embajador, quedáis arrestado por transgredir la orden del Faraón. . .—- le interrumpí furioso, sabiendo cuanto disfrutaba Upma’at este momento de venganza al atraparme en falta. Me había descubierto exactamente como él quería, cometiendo un delito que me condenaría a una sanción que podía incluir prisión y que también me llevaría a perder mi jerarquía diplomática.
—- ¡Lo sé mejor que vos, maldito imbécil!—- le espeté, mientras me tapaba con mi taparrabo. Odiaba a ese sujeto porque unía a su estupidez la malicia que lo impulsaba a destruir a aquellos que no respondían a su voluntad.
—- No, no lo sabéis.—- dijo riendo burlonamente, mientras agitaba un trozo de papiro en una de sus manos.
El escándalo atrajo a sirvientes, esclavos y al propio Urkhi-Teshup, que apareció acompañado por su mayordomo de palacio.
Zelap lloraba apenada, cubriendo su desnudez de los ojos de los insolentes soldados del idenu.
—- ¡¿De qué habláis?!—- pregunté, más enfadado aún, sospechando que me había tendido una trampa.
—- Esta ordenanza del Faraón llegó desde Kemet semanas atrás.—- dijo en tono victorioso.
No me imaginaba de qué hablaba. Al leerlo, supe que el papiro expresaba la declaración de Tutmés de contraer nupcias con todas las princesas célibes del país de Djahi, tomándolas como concubinas para estrechar lazos con sus vasallos.
—- ¡Este documento jamás llegó a mis manos!—- dije iracundo, sabiendo que lo había ocultado de mí para perjudicarme aún más. Mi infracción era mucho peor que intimar con cualquier mujer de la nobleza asiática; estaba manteniendo un romance ilícito con una prometida del Faraón.
—- Llevadla al otro sector de palacio para mantenerla aislada.—- dijo Upma’at a uno de los soldados que se aproximó a Zelap.
—- ¡Os destrozaré el cráneo si osáis acercaros a ella!—- lo amenacé.
—- ¡Mi hija no es una prisionera! ¡No permitiré que la llevéis a ningún sitio!—- ordenó Urkhi-Teshup.—- Ella se quedará conmigo.—- dijo el anciano.
—- ¡Lleven al embajador a los calabozos de la sección norte!—- ordenó Upma’at.
—- ¡Mi amor!—- susurró Zelap, abrazándome afligida.
—- Amada mía, no me arrepiento de nada y de haber conocido la orden de Tutmés de todos modos os hubiese amado.—- le dije al oído, en el instante en que los hombres de Upma’at me esperaban para conducirme a mi lugar de reclusión.
Antes de salir por los pasillos de palacio, vi a la esclava de Zelap reprendiendo y echando a los curiosos y a los chismosos congregados por el escándalo, que miraban y comentaban cerca de la habitación de mi amada terriblemente avergonzada por las circunstancias. La joven sierva se encerró con ella para acompañarla, en tanto el rey se aseguró que un par de guardias de palacio custodiaran su puerta.
Aquella jornada fue muy larga y penosa, pensando en el castigo que nos aguardaría cuando el canciller Neferhor y luego el propio Tutmés se pusieran al tanto de lo sucedido.
La mazmorra del norte se encontraba bajo el torreón nororiental de la muralla que daba al río. El lugar era frío y oscuro y se accedía a él a través de una larga escalera que penetraba en la intimidad de la masa pétrea. La roca que formaba el piso y los muros era impenetrable sin el uso de instrumentos como cinceles de cobre y masas, de manera que sería imposible intentar la fuga excavando sus paredes. La humedad procedente de la filtración del agua de la montaña que transcurría por debajo del suelo del calabozo lo mantenía constantemente mojado. Las noches eran heladas y sin un camastro en donde dormir, pasaba la madrugada sobre una estera de junco sin cobertor ni abrigo alguno. Sobornando a uno de los guardias, Zelap me hizo llegar un par de mantas sin las cuales hubiese muerto de frío seguramente. La poca luz que entraba en la celda procedía de las antorchas empotradas a los lados de la escalera exterior a través de una pequeña ventana en la puerta a la altura de mi cara, y los barrotes de madera impidiendo el paso de mi brazo, dificultaban posibilidad alguna de acceder al sistema que trababa la misma para intentar escapar de allí. Como reo que era, Upma’at había ordenado que solo se me suministrara un mendrugo de pan y un jarro con agua dos veces al día. El encierro y la negrura de aquel sitio provocaban un letargo paralizante que estuvo a punto de acabar con mi voluntad. La falta de comida suficiente debilitaba mi cuerpo, en tanto que la soledad y el silencio, amenazaban con hacerme perder la razón. Las ratas y las cucarachas eran mi única compañía y también mis enemigas, a causa de que las primeras a veces me mordían y las segundas, se comían hasta las migajas que se me caían y que en la oscuridad no podía encontrar.
Luego de varias semanas, pedí a los guardias que me traían el alimento que llamaran a Upma’at para hablar con él.
—- ¿Para qué me hicisteis llamar?—- preguntó, desde el otro lado de la celda acompañado de sus soldados.
—- Hay algo que desconocéis, que puede ser de vital importancia para la seguridad de Tunip.—- dije, tratando de usar la información que poseía para convencerlo de que debía sacarme de allí.
—- Decidme lo que sepáis.—- ordenó.
—- Sacadme de aquí y os lo diré todo. Es demasiado secreto y sumamente complejo para conversar de ello en este lugar.—- respondí.
—- Ja, ja, ja… Creéis que soy estúpido? ¿Pensáis que no me doy cuenta que queréis que os saque de aquí para intentar escapar? Guardaos vuestras mentiras.—- respondió.—- Ya informé a las autoridades de Uartet que os hayáis recluido en prisión a causa de vuestra falta y solo espero su contestación para saber cuando debo enviaros a Kemet.—-
Upma’at quería verme humillado, rogándole clemencia para que me dejara en libertad de huir.
—- Cometéis un grave error manteniéndome aquí. Cuando me necesitéis no podré ayudaros.—- respondí.
—- Sois demasiado arrogante, considerando que vuestra vida está en mis manos.—- replicó el idenu.
—- La muerte llegará cuando tenga que llegar y ni tú ni nadie sabe cuando Asar me llamará ante su presencia.—- respondí, desafiante.
—- Moriréis como deben morir los traidores con vuestra cabeza rodando por el piso luego del golpe del hacha.—- dijo.
—- ¿He traicionado al Faraón por enamorarme de una mujer?—- pregunté, dando a entender que constituía una injusticia.
—- Seguramente os estáis enriqueciendo a espaldas de nuestro soberano, colaborando con los a’amu y viviendo como uno de ellos en la residencia real.—- expresó calumniosamente.
—- Nunca acepté nada del Rey de Tunip que no fuese su amistad y hospitalidad.—- respondí, defendiéndome contra sus injurias.
—- Rogad que la orden de traslado llegue pronto. Os será preferible morir en Kemet a que os pudráis aquí y os juro que no permitiré que escapéis.—- dijo.
Antes de irse se volvió para burlarse de mí.
—- Y por intentar engañarme se reducirá vuestra ración a la mitad.—- concluyó subiendo las escaleras.
—- Hijo de hiena,…—- lo insulté.—- ¡No estoy mintiendo! ¡Escuchadme!, ¡Escuchadme, Tunip será invadida! ¡Kamal, el príncipe de Kadesh, atacará la ciudadela y yo conozco a sus cómplices de la nobleza!—- grité en vano.
Era cierto que deseaba salir de allí pero, al mismo tiempo, me preocupaba el riesgo que amenazaba a Zelap y a su padre, si Kamal se apoderaba de la ciudadela.
Decidido a sobrevivir en ese cubículo, me propuse a luchar por recuperar mis fuerzas adaptándome a las circunstancias. A tientas por la celda encontré un palo y un trozo de pedernal sueltos que, a golpes y por desgaste contra las paredes, di forma, preparándolos para matar las ratas y alimentarme de ellas. Desde mi niñez sabía que había tribus negras que comían su carne, de modo que también podían servirme a mí. No sabía cuánto tiempo había pasado allí, calculaba dos meses, tal vez más, pero, la caza de ratas e incluso de cucarachas despertó mis sentidos y fortaleció mi cuerpo y mi mente. Con el palo practicaba combate imaginario de espadas para mantenerme en movimiento y atrapaba a las cucarachas con las manos escuchando en el silencio más absoluto hasta su caminar por el suelo.
Una madrugada, cuando me encontraba durmiendo en mi celda, se escuchó sin lugar a dudas la llamada de alerta de los cuernos de carnero advirtiendo de un ataque a la fortificación. Los guardias de Upma’at abandonaron sus puestos para trenzarse en combate con los agresores.
Me sentí impotente al encontrarme solo en ese lugar sin poder salir de allí, angustiado al pensar la suerte que correría Zelap. Tampoco contaba con armas si los enemigos venían a buscarme a la mazmorra. Debía abandonar urgentemente la celda, pero no sabía cómo lograrlo. Sabía que existían solo dos posibilidades si me atrapaba la gente de Kamal. La primera y menos probable era que me tomaran prisionero para entregarme a cambio de un pago en oro. La segunda posibilidad, mucho más cierta, conociendo el odio de Kamal hacia nosotros, era que me ejecutaran sin mayores consideraciones, de manera que resultaba de vital importancia salir de la mazmorra lo más rápido posible.
Con el ruido de las armas entrechocando, los gritos de combate, el relincho de los caballos tirando de los carros, y los bandos enfrentados, intenté tumbar la puerta embistiéndola con mi cuerpo, pero no lo conseguí.
De pronto, escuché precipitados pasos descendiendo por la escalera.
—- ¿Señor embajador?—- pronunció el visitante con voz masculina. ¿Señor embajador, me escucha?—- volvió a preguntar.
—- ¡Aquí estoy! ¡Aquí!.—- grité, seguro de que no podía ser una trampa. Me encontraba totalmente indefenso y mis enemigos simplemente tenían que venir por mí. Solo podía ser alguien que venía en mi ayuda.—- ¿Quién sois?—- pregunté.
Mientras quitaba la traba de la puerta, respondió.
—- Me envía el rey a solicitud de la princesa Zelap.—- dijo.—- Mi señora me manda a avisaros que están preparando vuestro caballo para que podáis huir de la ciudadela.—-
—- No me iré sin ella.—- dije.
—- Los sirvientes del rey os esperan en los establos de palacio con su caballo preparado.—- explicó.—- Aquí tenéis una espada y un escudo.
Al subir por las escaleras, la incipiente claridad exterior me cegó por un momento, pero, pude acostumbrarme rápidamente porque la luz de la madrugada era tenue. El día era gris y frío, contrastando en su quietud con la violencia que se desarrollaba en las calles de Tunip.
Observé que la mayoría de las milicias de Tunip combatían del lado de los invasores en tanto que unos pocos fieles a Urkhi-Teshup combatían junto a su rey contra los que se disponían a derrocarlo y a expulsar a la guarnición de Kemet. Diestros guerreros hurritas y cananeos, se encontraban vestidos de pastores seguramente ingresados furtivamente por los aristócratas aliados de Kamal. Viendo que la lucha se inclinaba a favor de los invasores, me precipité hacia la residencia real en busca de Zelap.
Con mi cuerpo dispuesto para la lucha, mi mente atenta, mis ojos y oídos alerta, entré corriendo por los pasillos hacia las habitaciones.
Un soldado hurrita con casco y vestido de oficial me salió al paso blandiendo una espada corta. Me adelanté a su golpe con la misma velocidad que venía, impactando con mi escudo en su rostro atontándolo y empujándolo contra la pared para hundir finalmente mi espada en su vientre. No podía darme el lujo de dejar a ninguno vivo pues, eran muchos más que nosotros.
—- ¡Zelap!—- grité desesperado buscándola.—- ¡Zelap!, ¡Soy yo, Shed!—- volví a llamarla en el ruido del combate que se propagaba por doquier.
Recorriendo los pasillos luché con suerte contra otros miembros de las tropas de Kamal. Sirvientes despavoridos corrían de un lado a otro intentando protegerse de las flechas y las lanzas que se arrojaban los bandos enemigos entre los que muchas veces se hallaban atrapados. Detuve a una esclava que escapaba asustada del sector de los aposentos.
—- ¡¿Dónde está la princesa?!—- pregunté nervioso. La mujer espantada se soltó y huyó de allí hacia el exterior.
A otra que venía de frente a mí para paré obligándola a decirme lo que supiera.
—- La vi saliendo hacia los jardines en dirección a la caballeriza.—- respondió, temerosa.
Corrí hacia el lugar velozmente. Angustiado por la seguridad de Zelap, al encontrar muertos a la mayoría de los soldados de Urkhi-Teshup, comencé a gritar su nombre nuevamente.
Al llegar a la cocina descubrí a dos guardias del rey tratando de proteger a la aterrorizada Zelap, de los cuatro soldados hurritas que intentaban llevársela. Levanté un arco y un carcaj de un soldado muerto y tomando posición desde un lugar en que no me veían, hice blanco de lleno sobre el pecho de uno de los invasores. Uno de los soldados enemigos, un enorme cananeo de rostro bestial, se abalanzó corriendo hacia mí con su masa en alto decidido a destrozarme la cabeza. No tuve tiempo de colocar otra flecha en el arco y solo atiné a asir un leño encendido de la hoguera de la cocina que lancé contra su cara. El choque de la braza contra su piel lo hizo gritar, aprovechando ese instante de distracción para desenvainar mi espada.
—- ¡Muere, hijo de ramera!—- me gritó el gigante, con un rugido que erizó mi piel.
Más furioso que antes, lanzó su golpe que fue a chocar con el borde de la chimenea valiéndome de su error para hender con mi espada su pecho.
Su cuerpo se derrumbó sobre mí y ambos caímos hacia el fuego pero, impulsándome de costado contra la pared logré rodar de lado quemándome solo superficialmente aunque con gran dolor. El cadáver del hurrita se encendió como una tea despidiendo un nauseabundo olor a carne y pelo quemados.
Zelap se acercó corriendo para ayudarme. Me sacó la camisa que había comenzado a arder y me lanzó agua fría para disminuir mi dolor. Los otros soldados habían terminado con sus adversarios y se dispusieron a escoltarnos fuera para que abandonásemos la residencia rumbo a la caballeriza.
—- Debemos irnos Zelap.—- le dije.
En ese instante ingresó el Rey respaldado por un par de sus hombres.
—- ¡Tenía razón embajador! ¡Kamal viene por mi cabeza!—- dijo el anciano, preocupado.
—- ¡No hay tiempo que perder!—- dije, a los guardias del soberano.—- Alisten un carro para el Rey que yo llevaré a la princesa en mi caballo.—- ordené.
—- ¿No es mejor que vayáis en carro vosotros también?—- preguntó Urkhi-Teshup, afligido por su hija.
—- Será más fácil ocultarnos en el bosque con mi potro que obligados a seguir los senderos con el carro.—- expliqué, mientras ensillaba a "Fantasma".
—- ¡Las tropas hurritas de Kamal tienen el control!—- dijo un guardia, protegiéndose de los flechazos que caían sobre su posición desde la torre.—- Deben salir de la ciudadela mientras aún podamos contenerlos lejos de la puerta norte.—- afirmó.
Los soldados trajeron el carro y uno de ellos se subió para conducir al rey en su huida.
En el momento en que cruzábamos el frente de la caballeriza hacia el jardín de la residencia buscando la salida, vi por el rabillo del ojo un par de figuras deslizándose por los muros sobre nuestras cabezas.
—- ¡Cuidado majestad!—- advertirle, fue lo único que pude hacer por él.
Gimió levemente el soberano atravesado mortalmente por una saeta que le traspasó el abdomen de lado a lado, desplomándose del carro con su boca manando sangre.
—- ¡¡Padre!!—- el desgarrador grito de Zelap me hizo detenerme un instante pero, no había nada que pudiésemos hacer por él.
—- ¡Huid!—- llegó a balbucir en el momento en que otra flecha hacía blanco en su agonizante humanidad.
Apuré el trote de "Fantasma", cabalgando bajo los árboles del jardín para cubrirnos de las flechas que disparaban desde lo alto y milagrosamente esquivamos un par de venablos más hasta abandonar el palacio hacia la plaza.
—- ¡¡Disparadles!!—- gritó Kamal furioso, al ver que Zelap escapaba conmigo.—- ¡¡Matadlos! ¡No los dejéis escapar!—- se desgañitaba.
No sabíamos si encontraríamos abierto el portal septentrional pero, era nuestra única opción. Al galope pudimos evadirnos pero cuando llegábamos la encontramos cerrada en medio del fragor de la batalla.
—- ¡¡Abran la puerta!!, ¡¡Abran la puerta que traigo a la princesa!!.—- grité, dando un rodeo, esperando que algunos de los guardias fieles que combatía nos ayudara a escapar mientras veíamos a los carros de Kamal y sus hombres lanzados en nuestra persecución.
Como una fantástica visión las grandes hojas de madera se movieron para permitir nuestro paso hacia la seguridad del bosque.
Internándonos en la espesura, eludimos a nuestros perseguidores cruzando el bosque hacia el noroeste en busca de las colinas y la protección de la costa controlada por nuestras huestes. Luego de muchos iterus de cabalgar atravesando hondonadas, arroyos y barrancos para alejarnos del peligro, nos sorprendió el atardecer. Estábamos lo suficientemente lejos para ya no temer. La ayudé a apearse del caballo y se abrazó a mí, ya sin fuerzas para llorar, sin aliento para lamentaciones, estuvimos abrazados enjugándonos las lágrimas del alma. Deseaba consolarla de todos sus sufrimientos, de todas sus penas y tristezas.
—- Aún no sé qué haremos ni adónde iremos, —- le dije.—- de lo que sí estoy seguro es de que os amo y no os abandonaré nunca.
—- Queráis decir, no nos abandonaréis.—- dijo con una dulce y amplia sonrisa.
La miré y por un momento creí que bromeaba conmigo.
—- Estoy preñada, Shed. Llevo a nuestro hijo en mi vientre.—- dijo, besándome con ternura.
Mi corazón se llenó de gozo y la abracé satisfecho de la vida, y de la providencia.
No sabíamos como continuarían nuestras vidas y el futuro lejano se presentaba tan incierto como los días que se avecinaban. Sin embargo, contábamos con la mayor riqueza que dos que se aman pueden desear. Nos teníamos el uno al otro, y un hijo por nacer.
Capítulo 21
Pasamos la noche cobijados en una pequeña cueva entre las fogatas que encendí para que nos proporcionaran calor y protección, contra los lobos y los predadores de la región. Comimos algo de pan y carne que los sirvientes entregaron a Zelap junto con algo de ropa, una cobija y los instrumentos para hacer fuego.
Durante la madrugada antes de despuntar el sol, abandonamos la cercanía de la montaña. Por entre las copas de los cedros que lentamente perdían su carga de nieve bajo el tibio fulgor de la mañana, avistamos la llanura, adivinando la proximidad del mar en la húmeda brisa perfumada a manzanas de las tierras costeras. Montados en mi caballo descendíamos colina abajo, acompañados por el revoloteo de las aves que nos extasiaban con sus irisados colores y sus armoniosos trinos, a través del camino que nos llevaba hacia Uartet. La belleza y la quietud del paisaje llenaban de sosiego el alma, creando en nuestras mentes deseosas de paz, un momento idílico apartado de peligros, acechanzas y conjuras. Con sus brazos rodeando mi cintura y su cabeza apoyada en mi espalda, Zelap me habló suavemente al oído, como si no quisiera perturbar aquel instante perfecto en nuestras vidas.
—- ¿Shed?—- preguntó —- Estaba pensando que podríamos huir hacia Keftiu o quizás hacia Alashiya, en donde nadie nos reconocería y, luego de asentarnos en lugar seguro, buscaríamos la manera de sacar a mis hermanos y a tu hijo de Kemet para llevarlos con nosotros.—- reflexionó Zelap.
—- Mi querida. . . —- dije en tono comprensivo.—- Cuánta felicidad albergaría en mi corazón si hubiese una solución tan sencilla como la que proponéis. Conociendo la estricta custodia que rige sobre los descendientes de los monarcas extranjeros residentes en Kemet, os aseguro que sería más fácil que olvidéis a vuestros hermanos a que tengamos éxito en sacarlos del país. Además, sabiendo cómo piensa Tutmés, temería las represalias contra mi familia si se percatase de nuestra traición. Han ocurrido demasiados hechos fatídicos entre el Faraón y yo, como para creer que él pudiese perdonar una falta más de mi parte. Hasta lo creo capaz de seguir nuestro rastro con sus sabuesos, más allá de los confines de la tierra conocida, para castigarnos por nuestra ofensa a su divina persona.
Lo he pensado detenidamente mi querida y, no veo otro modo de seguir juntos nuestras vidas, que renunciar a la idea de volver a ver a nuestros seres queridos, hasta que nos crean muertos después de muchos años de ausencia, cuando se desvanezca nuestro recuerdo en la memoria de Tutmés o bien, luego de que el Faraón sea llamado al lugar de descanso eterno, si no nos anticipamos a él.
Estamos obligados a iniciar una nueva existencia prescindiendo de nuestros afectos si queremos continuar juntos.—- respondí, sin poder contener mis lágrimas al pensar que, jamás volvería a ver a mi pequeño Kai.
—- Me oprime el pecho la angustia de perder a mis hermanos. Minok es tan tierno e indefenso todavía. . . —- dijo lloriqueando.
—- Vuestras hermanas lo cuidarán.—- traté de consolarla.
Callados y meditabundos, proseguimos camino sufriendo resignadamente nuestro luto como si de la misma muerte se tratase.
Divisando a lo lejos el primer puesto de frontera en donde se controlaba el paso de las caravanas, los rebaños y las gentes que circulaban hacia las urbes costeras, nos apeamos de "fantasma" para que Zelap me ayudase a disfrazarme de mujer, ya que entre las cosas que ella llevaba solo había ropa femenina. Aunque no era de mi talla, la larga ropa de abrigo me permitiría pasar inadvertido para los soldados de Kemet que hacían guardia. Era un funcionario muy conocido entre las tropas como para arriesgarme a que me reconocieran.
Cubiertos nuestros rostros con velos, al estilo de las mujeres desposadas entre los cananeos, creí que atravesaríamos sin inconvenientes el puesto de control. A pesar de mi altura poco común entre las mujeres, confiaba que el atuendo me ocultara lo suficiente para que no descubrieran mi identidad, sabiendo que para aquel momento, pesaría sobre mi cabeza alguna orden de detención por la denuncia que Upma’at había levantado en mi contra, cuando me encontraron en el lecho con Zelap.
Por desgracia para nosotros, no había actividad en la ruta por aquella hora. Éramos los únicos viajeros que transitábamos esas soledades, de modo que no existía nada mejor que ocupara la atención de los tres guardias que nos detuvieron.
—- ¿Qué hacen dos bellas mujeres solas tan lejos de la ciudad?—- dijo uno de los soldados en lengua cananea salpicada de términos hurritas. Era sin duda un soldado veterano de Kemet, mezclando las lenguas por efecto de la bebida.
Miré a Zelap para que respondiera de manera escueta y con cierta altivez, pensando en que sería la manera más adecuada de desanimarlos a intentar algún acercamiento con malas intenciones.
—- Venimos de ver a mi familia en una aldea cercana. Vamos hacia Uartet.—- respondió Zelap, sentada en el potro sin mirar a su interlocutor.
—- Sois muy hermosa. . . —- dijo el sujeto, de manera lasciva.
—- Quedaos con nosotros a beber. . . y a cantar. . . viejas tonadas de la tierra de Kemet.—- dijo otro, gordo y con aspecto de idiota, de forma balbuciente y mucho más ebrio que el anterior.
—- Mi esposo e hijos nos esperan.—- dijo Zelap evasiva, mientras yo tiraba de las riendas del caballo para continuar la marcha.
—- ¿No dijisteis que veníais de ver a vuestra familia?—- preguntó el tercero, el más joven de los tres, que parecía más sobrio, pero con no menos aviesas intenciones.
—- Sí. Me refería a mis padres y hermanos.—- respondió Zelap.
El más borracho se paró delante del caballo y tomó la rienda impidiendo que siguiera avanzando.
—- Vamos a revisarlas para estar seguros de que no estáis traficando algún objeto de valor.—- dijo con tono autoritario, el viejo.
Ya me estaban colmando la paciencia pues era obvio lo que se proponían.
—- Pero, si es evidente que no llevamos nada.—- protestó Zelap.
—- Tal vez escondan algo bajo el ropaje.—- dijo el mismo, echándose a reír a carcajadas.
—- Vamos muchachita, soltad las riendas.—- me indicó el gordo, que se me acercó por la espalda.
—- No la molestéis. Mi sirvienta es muda y tranquila, pero la estáis poniendo de muy mal talante.—- advirtió Zelap.
—- Me gustan las mujeres de carácter fuerte.—- respondió el viejo.
—- Bajad del caballo. . . —- dijo el más joven tironeando a Zelap del brazo.
Enojado pero bajo control, rodeé a "fantasma" y alejé al insistente individuo que trató de sacarme de un empujón.
—- ¡Apartaos, estúpida mujer!—- gritó en mi cara.
Cómo si fuera una muchacha ofendida pero con demasiada vehemencia, le di una cachetada que sonó como un latigazo haciéndolo trastabillar, tropezar y caer. La hilaridad desatada en los otros soldados enardeció al muchacho, que herido en su orgullo, se levantó furibundo hacia mí, para enseñarme lo que podía hacerle un hombre recio como él a una indefensa joven como yo, por resistirme a obedecer. Al intentar tironear de mi atuendo le torcí los dedos para que lo soltara y volví a asestarle otra cachetada, pero ésta vez, con tal violencia que lo tumbó, dejándolo mareado y con la cara marcada por mis dedos y mi palma, como una graciosa huella colorada con la forma de mi mano.
—- Os demostraré cómo se domina a una perra asiática.—- dijo el viejo, burlándose del muchacho que aún no se reponía de mis caricias.
Con cierto temor, aferró una de mis muñecas e hizo el intento de quitar el velo de mi rostro. Al impedírselo me aferró la otra muñeca. Abrí de repente los brazos, que me tenía asidos, dejando su cara enfrente de la mía. Le propiné un frentazo que le cortó el pómulo, abriendo una línea púrpura que manó profusamente mientras caía de rodillas tomándose el rostro ensangrentado.
—- Podéis iros. . . —- dijo temeroso el gordo, sin ánimos de intentar nada heroico, en tanto que sus compañeros yacían estupefactos y doloridos, observando con asombro nuestra rauda partida.
Al llegar a Uartet especulamos con recurrir a la familia real en busca de ayuda. El monarca y su esposa habían sido buenos amigos de los padres de Zelap, pero al observar los movimientos en la residencia real y la poca libertad de acción con que contaban los reyes, nos dimos cuenta que podría ser demasiado riesgoso darnos a conocer a ellos considerando el severo control bajo el que transcurrían sus vidas. El gobernador de las tierras conquistadas en el país, nombrado por el propio Tutmés, decidió asentar su residencia en Uartet y más específicamente en el palacio real del soberano, de modo que nos veíamos imposibilitados de solicitar su protección y asistencia ante el peligro de ser descubiertos por el funcionario de Kemet.
Mezclados entre la muchedumbre en la plaza del mercado del centro de la ciudad, conversábamos mientras consumíamos el primer alimento del día.
—- ¿Qué haremos, Shed?—- preguntó Zelap, afligida por nuestra incierta situación.
—- Antes que nada, no desesperarnos.—- dije, tomándole la mano afectuosamente y dándole confianza.
—- Mis joyas no nos durarán mucho tiempo. Necesitamos contactar a algunos nobles o a diplomáticos amigos de mi familia, cuya colaboración nos permita salir de las tierras dominadas por el Faraón hacia un país en donde vivamos en paz.—- reflexionó Zelap.
—- Lo sé, Zelap, pero no debemos apresurarnos a buscar a todos y a cualquiera que nos puedan tender una mano, pues entre esas manos también podemos encontrar algunas que nos tiendan un escorpión con el aguijón en alto.—- respondí cabizbajo, buscando en mi mente una mejor solución.
—- No entiendo a qué os referís.—- preguntó confundida.
—- Lo que digo, mi amor, es que tenemos que elegir muy bien antes de decidir a quién confiar nuestro destino. Pensad que muchos de aquellos que alguna vez fueron favorecidos por la benevolencia de Urkhi-Teshup son los mismos que después lo traicionaron. Creo que muchos podrían tentarse pensando en recibir una compensación económica por entregarnos a las autoridades.—- repuse.
—- Pero, entonces no podemos confiar en nadie pues solo podríamos estar seguros de la lealtad de mis padres, pero ya no los tengo, y mis hermanas tal vez estén muy lejos.—- dijo desanimada.
¡Hermano!, ¡Por supuesto!—- pensé.—- Ésa era la respuesta a nuestros interrogantes. Sin saberlo, Zelap me hizo caer en la cuenta que nuestra oportunidad estaba frente a mis ojos. Las barracas de la guarnición de Kemet en Uartet se alzaban frente a la plaza en que nos encontrábamos en ese preciso instante a menos de doscientos codos de distancia de nosotros. ¿Quién mejor que mi gran amigo llenaba el concepto de "hermano" como aquel en quién uno cree y deposita su total confianza? Zelap, con su comentario, me recordó a Maya que, para aquel momento, tal vez ya hubiese vuelto a Djahi entre las tropas que se alternaban en el recambio de la guarnición que protegía las ciudades puerto. Si alguien podía ayudarnos y guardar nuestro secreto, ése era Maya.
Expliqué a Zelap quién era Maya y le conté lo estrecha que era nuestra amistad.
—- Deberéis ir por él a las barracas. Si pudiese iría yo mismo, pero temo que pudieran reconocerme sus camaradas y superiores que tantas veces he tratado en relación con mis funciones en campaña.—- expliqué a Zelap.
—- No sé si lograré que él me comprenda.—- dijo temerosa, al no dominar la lengua de Kemet.
—- No temáis, habláis mi lengua mejor de lo que creéis.—- dije, dándole confianza.
—- ¿Qué le diré? ¿Cómo creerá que sois vos quien quiere verlo en secreto?—- preguntó Zelap.
—- Le diréis que el hijo de Pentu desea conversar ésta noche con él en la playa junto a la rada.—- dije.
Siguiendo mis instrucciones y con la bendición de los dioses de nuestro lado, Zelap dio con Maya, y lo citó para el encuentro aquella misma noche.
—- ¿Qué dijo Maya?—- pregunté ansioso a Zelap.
—- Se veía feliz de saber de vos. Me decía que temían que estuvieseis muerto o que hubierais caído prisionero. Me preguntó por qué os ocultabais. ¿No es obvio acaso?.—- dijo Zelap.
—- Tal vez no sepa que me buscan.—- respondí.
Esa noche de pálida claridad lunar, nos escondimos entre las frías arenas de los médanos cercanos al embarcadero, esperando la llegada de Maya. Las flamas de las antorchas instaladas en los pilares mayores del puerto eran agitadas por el incesante embate del viento marino que enroscaba el turbulento oleaje lanzándolo con violencia contra los pilotes del muelle.
La inconfundible figura de Maya se deslizó entre las sombras llegando desde el extremo opuesto de la playa. Sin peligro a la vista, nos acercamos a él con calculada lentitud asegurándonos de que nadie más se ocultaba entre las sombras. Nos observó llegar con ansiedad y noté por su semblante que esperaba el encuentro no sin cierta desconfianza.
—- ¡Shed, por los cuernos de Amón! Buen susto me habéis dado con vuestra desaparición.—- dijo con alegría, abrazándose a mí.
—- ¡Querido Maya, cuántas lunas y cuántos soles (han recorrido el cielo) desde que nos vimos por última vez!—- lo saludé, a la manera que acostumbraban los navegantes de aquellas latitudes.—- Ella es la princesa Zelap.—- le expliqué.
—- Mi señora, es un honor para mí. Esas vestiduras engañan a cualquiera.—- respondió.—- ¿Por qué os ocultáis como si fueseis forajidos?—- preguntó Maya, curioso.
—- Nos amamos, Maya. Fuimos descubiertos juntos en la habitación de Zelap en Tunip; por ello, estoy acusado de transgredir la ordenanza de Tutmés de no intimar con los miembros de la casa real o de la nobleza extranjeras, y eso no es lo peor, pues sabréis que ha sido pedida en matrimonio por el Faraón antes de que nos encontraran juntos.—- le expliqué.
—- Sé que Tutmés desposará a muchas princesas de las casas reales de los territorios conquistados, pero que yo sepa, aquí no pesa ninguna orden de captura contra ti, ni pedido alguno de proceso por violación de norma dictada por el Faraón.—- afirmó Maya, con seguridad.—- Me sorprendió vuestro contacto porque creíamos que estaríais muerto después de la reconquista de Tunip por los aliados de Kadesh, durante la que fueron asesinados soldados y funcionarios a manos de Kamal y sus hombres, aún cuando ya se habían rendido.—- comentó Maya.
—- ¿Qué ocurrió con Upma’at, el idenu encargado de la seguridad de Tunip?—- pregunté.
—- Debe estar muerto porque nada sabemos de él. Según se dice, fueron los mismos nobles que colaboraban en la administración quienes, traicionándolos, se confabularon con el príncipe de Kadesh.—- respondió.
—- Upma’at desoyó mis advertencias creyendo que le mentía para salvarme. Yo lo previne con semanas de antelación que se tramaba una invasión a Tunip, pero no me hizo caso.—– comenté.—- De todos modos no puedo creer que Upma’at no haya enviado desde Tunip hacia Uartet un comunicado acerca de mi encarcelamiento y sus motivos. Él mismo me dijo, escarneciéndome, que ya había enviado un mensajero con el papiro, informando acerca de mi comportamiento. Se mofaba de mí diciéndome que nada me libraría del castigo y la vergüenza.—- dije, recordando esos aciagos momentos.
—- Si por algún motivo, que desconocemos, ese papiro no llegó hasta el gobernador de Uartet, aún podríamos volver a Kemet para estar con nuestros seres queridos.—- dijo Zelap, con su carita llena de alegría.—- ¡Podría volver a vivir con mis hermanos!—-
—- Os aseguro que yo también estaría muy feliz de poder regresar a mi tierra para volver con mi hijo y mis padres, pero hay algo que no podemos ignorar. . . —- dije, cuando Zelap, mirándome con tristeza recordó su situación.
—- ¿Qué ocurre?—- preguntó Maya, sin comprender de qué hablábamos.
—- Estoy encinta.—- dijo Zelap, posando tiernamente la mano sobre su vientre.
—- Mmm . . . será un difícil problema a resolver.—- dijo Maya, permaneciendo pensativo.
—- Tal vez debamos aceptar que la única opción que nos queda es vivir lejos de Kemet. No veo otro modo de que podamos seguir juntos y tener a nuestro hijo, sin que peligren nuestras vidas.—- respondí resignado.
—- Llévate a Kemet una campesina del vulgo.—- dijo Maya.
—- ¿A qué os referís?—- pregunté.
—- No es mi intención herir la dignidad de la princesa sugiriendo una actitud indigna de su condición, pero podría hacerse pasar por una mujer cualquiera de este país. En Kemet nadie conoce a la princesa Zelap.—- dijo Maya.—- pensad, ¿a quién le importará que vaya a tener un hijo vuestro? Nadie prestará atención a una extranjera ni a su descendiente.
"Nadie prestará atención a una extranjera ni a su hijo". Una y otra vez la frase resonaba en mi cabeza como el persistente y repetitivo eco del oleaje rompiendo en el acantilado. Socavando la roca con magistral destreza, el incansable escultor fue dando forma a su obra hasta descubrirla como si descorriera el velo que la había mantenido ignota aún a los propios ojos de quien la hubo engendrado.
De aquellas especulaciones de la razón surgió una pasajera y descabellada idea que cruzó mi mente como una estrella fugaz. Era tan compleja su realización e inadmisibles algunas de sus consecuencias, que en un primer momento, me incliné a ignorarla.
—- ¿Cuánto tiempo tenéis de embarazo?—- pregunté.
—- Seis semanas aproximadamente.—- respondió ella.
—- ¿En qué estáis pensando?—- preguntó Maya.
—- En nada.—- respondí, sin atreverme a comentar lo que se gestaba en mi prolífica imaginación.
—- ¡Sería maravilloso pues podría ver a mis hermanos y estar contigo al mismo tiempo!—- dijo Zelap ilusionada.
—- No, mi amor. Las cosas no son así en mi país. Lamento descorazonaros. Actualmente, Tutmés no acepta que la realeza tenga contacto con el pueblo como entre vuestra gente, y menos aún los herederos de los reinos extranjeros que son custodiados como si de reos se tratara.—- expliqué.—- Mi dominio de las lenguas asiáticas lo adquirí a través de príncipes y nobles que viven enclaustrados en palacio sin conocer siquiera la ciudad en que viven, siendo trasladados con la corte como huéspedes cautivos con todos los honores y privilegios de la aristocracia pero, carentes por completo de la libertad para obrar a su arbitrio.—- dije.
—- Pero, ¿no escuché de vuestros propios labios que Tutmés era un hombre generoso? —- preguntó, con amargo desengaño en su mirada.
—- Comprended mi amor que todo ha cambiado desde aquella época. El hombre sencillo y cortés que yo conocí como el príncipe Tutmés antes de ser coronado Faraón, se ha convertido en un Dios arbitrario e inalcanzable, tan insensible al sufrimiento de los demás, como lo era su madrastra a quien él tanto detestaba, por el mismo despótico carácter que hoy lo distingue. Así como Hatshepsut se hallaba obsesionada en exaltar su propia grandeza para demostrar que el mismísimo Amón la había engendrado y que era la elegida para gobernar "la tierra negra", así, Tutmés es víctima de la necia obstinación de emular las conquistas de su abuelo Tutmés I, como si solo eso importara, mientras, olvida el bienestar de su pueblo agobiado por altos impuestos y el odio que inspira en las naciones que esclaviza bajo terribles condiciones, provocando sublevaciones en cada aldea, en cada ciudad y en cada país que somete bajo tan insoportable yugo.—- dije resignado.
Como si no hubiese prestado atención a mis palabras y su mente se negara a aceptar la situación que le describía, insistió.
—- ¿Tan difícil es que, con la excusa de buscaros en la residencia cuando cumpláis vuestras funciones, pueda verlos y darme a conocer ante ellos? —- preguntó en tono de súplica, como si fuese yo el que me negara a cumplir su deseo de tener consigo a sus hermanos.
—- ¿Creéis que soportaréis saber que los muros de la residencia del Faraón os separan de ellos sin que jamás los podáis tener frente a vos para estrecharlos con amor, ni platicar con ellos, ni verlos crecer, ni consolarlos y animarlos cuando la desesperanza del destierro y el sentimiento de desamparo invada sus corazones en una tierra lejana y entre costumbres extrañas?—- sabía que mis palabras lastimaban a Zelap, pero la realidad que le esperaba en Kemet hubiese sido aún más dolorosa.—- ¡Qué más quisiera, amor mío, que veros feliz gozando de la compañía de ellos!. Sin embargo, temo que en vuestro afán de estar con ellos pudierais cometer algún error que nos descubriera o bien, que alguno de los príncipes o princesas asiáticos de Djahi que viven en la corte como huéspedes del Faraón pudiese reconoceros, condenándonos a muerte no solo a nosotros, sino también a nuestro futuro hijo.—- respondí, preocupado ante tal perspectiva.
—- Tenéis razón.—- balbuceó con indescriptible tristeza.—- No podría ser feliz junto a vos sabiendo que ellos se encuentran tan cerca de mí, presos en palacio. Preferiría estar lejos en un país que me ayude a olvidar lo que no puedo cambiar, antes que sufrir el tormento de resignarme a tenerlos al alcance de mi mano sin poder siquiera aliviar sus penas.—- dijo Zelap, sollozando.
—- Antes de que toméis cualquier decisión, debemos estar seguros de que no os buscan por vuestra falta.—- dijo Maya, volviendo a participar de la conversación luego de haberse mantenido respetuosamente al margen.
—- Es cierto.—- respondí.—- Me intriga saber por qué Upma’at no envió aquel papiro informando al gobernador acerca de mi encarcelamiento por mantener relaciones con Zelap.—-
Nos despedimos de Maya para volver a nuestro alojamiento hasta saber con certeza en qué condiciones de legalidad nos encontrábamos.
Al día siguiente, antes de mediodía, me reuní nuevamente con Maya en un lugar apartado en donde mi identidad se mantuviera en secreto.
—- ¿Qué pudisteis averiguar?—- pregunté, ansioso.
—- No existe documento en donde se os acuse de infringir norma alguna. Poco importa cual haya sido el motivo de que Upma’at no enviara el informe, lo que cuenta es que no pesa sobre vuestra cabeza ninguna acusación.—- respondió Maya, con entusiasmo.
—- Podéis culparme de desconfiado y también de pesimista,. . . —- dije meditando sobre la cuestión.—- pero existe otra posibilidad.
—- ¿De qué habláis?—- preguntó Maya, sin comprender.
—- Puede ser que Upma’at haya enviado el informe y quien lo haya recibido mantenga en secreto su contenido y conserve el documento en su poder.—- respondí.
—- ¿Para qué querría alguien ocultar ese papiro si os creen muerto?—- preguntó Maya.
—- Para extorsionarme por su contenido si es que aparezco vivo.—- respondí.
—- No puedo arriesgarme a poner en peligro la vida de Zelap y la de nuestro hijo. Antes de aparecer entre los funcionarios del Faraón debo saber quién recibe los informes que envían los jefes de guarnición del interior.—- respondí.
—- De todas maneras, ¿por qué os preocupáis tanto por aquel informe de Upma’at si pronto estaréis lejos de aquí viviendo con Zelap en algún país lejano?—- preguntó Maya.
—- Si ese informe realmente no existe, estoy pensando seriamente en regresar a Kemet.—- respondí.
—- Pero, ¿y que hay de todo lo que os escuché hablar con la princesa?—- inquirió, confundido.
—- No voy a adelantaros nada y tampoco quiero contarle a Zelap mi plan, hasta no estar seguro de que nos encontramos a salvo.—- respondí.
Tuve que esperar una jornada más hasta saber quién podía tener en su poder el documento del que dependía mi futura existencia.
—- Te tengo malas noticias, Shed.—- me dijo Maya, al volver a encontrarnos aquel día.
—- ¿Quién recibe la documentación?—- pregunté, esperando la peor de las noticias.
—- El idenu mayor de las guarniciones reales.—- respondió Maya, cabizbajo.
—- No sé quien es.—- respondí, desconcertado.
—- Es Nebka, el idenu del que sospechábamos cuando sucedió el incidente de Merenre, el secretario del visir. Ese hombre es la mano derecha del Faraón dentro del ejército destinado al país de Djahi.—- explicó Maya.
Permanecí pensativo, meditando las razones que Nebka tendría para no haber dado a conocer dicho informe al Faraón. Tal vez la noticia fuese mucho mejor de lo que yo mismo suponía.
—- No te veo tan desanimado como esperaba.—- dijo Maya.
—- Aún no estoy convencido de si debo alegrarme o no de que fuese Nebka el que recibiera ese informe, pero, quizá me favorezca el hecho de que yo haya mantenido bien guardado un secreto de ese hombre.—- respondí optimista.
—- No comprendo. ¿A qué secreto os referís?—- indagó Maya, con curiosidad.
—- ¿Recordáis que yo seguía sus pasos durante la investigación en que buscábamos al funcionario que entregaba información al enemigo?—- pregunté.
—- Sí, por supuesto.—- respondió Maya.
—- Pues descubrí que Nebka es amante de la esposa del jefe de carros del ejército de Mennufer, Mineptah.—- respondí.
—- ¡Por los cuernos de Amón! ¡Si los hubieseis delatado Mineptah los habría asesinado a ambos! Debería estar más que agradecido por vuestro silencio.—- dijo Maya, sorprendido.
—- Eso espero. Le enviaré un mensaje, sin darle a conocer nuestro paradero, intentando descubrir si el informe se encuentra en su poder y qué intenciones tiene de emplearlo en mi contra.—- respondí.
Con la ayuda de mi leal amigo, hice llegar a Nebka mi mensaje, solicitándole que la contestación fuera depositada dentro de una vasija cerrada en la plaza de la feria central de Uartet en el lugar convenido.
La respuesta no se hizo esperar y en pocos días más tuve en mis manos el envío del idenu mayor Nebka, sin que hubiese motivos para creer que debía desconfiar de él.
En compañía de Maya abrí la vasija descubriendo en su interior un rollo conteniendo un par de papiros. Al desenrollar el primero encontré la contestación de Nebka.
Embajador Shed:
Me alegra que se encuentre sano y salvo al igual que la princesa Zelap, teniendo en cuenta las infaustas noticias de la caída de Tunip en manos del enemigo, y de la masacre desatada en la urbe por el príncipe de Kadesh.
Habiendo recibido del idenu Upma’at, jefe de la guarnición de Tunip, una notificación, relacionada con vuestra persona, previa a los hechos mencionados anteriormente, reservé para mí el contenido del mencionado informe, en ausencia de mis superiores directos y esperando el regreso de los mismos.
Al ponerme al tanto del ataque sufrido por la ciudad y de la muerte de los miembros de la guarnición, y ante la posibilidad de vuestra propia desaparición y la de la princesa, guardé el documento sin darlo a conocer a mis superiores, con el fin de no lesionar innecesariamente vuestra trayectoria y la memoria de ambos.
Como muestra de buena voluntad y agradecido por vuestra hombría de bien, le hago entrega del informe original redactado por orden del idenu Upma’at para que hiciere usted lo que considere conveniente.
Que la luz de Amón-Ra ilumine vuestro camino.
Nebka, idenu mayor del ejército del Faraón.
Tal como lo decía, el segundo rollo contenía el informe en que se me acusaba de mantener relaciones con la princesa heredera de Tunip y se comunicaba a las autoridades de Uartet de mi encarcelamiento, solicitando instrucciones a cerca de los pasos a seguir respecto a mi situación.
Me sentí tan aliviado que abracé a Maya de alegría y me sentí agradecido con Nebka por haberme devuelto la confianza en las personas y la esperanza en un futuro mejor, sabiendo que todavía existían personas con decencia y honor.
—- ¿Qué haréis ahora?—- preguntó Maya.
—- Venid conmigo. Le contaré a Zelap cuál es mi plan para volver a Kemet.—- respondí feliz.
Luego de decirle a Zelap que estábamos seguros y que nada nos amenazaba, me avoqué a explicarle la idea que había tomado forma en mi interior, cual escultura de arcilla moldeada por las manos del alfarero entre los anhelos y la razón.
—- El otro día, cuando hablábamos de vuestro embarazo, Maya dijo algo que quedó grabado en mi mente a fuego, desencadenando una serie de especulaciones sobre las que he meditado largamente, llegando finalmente a la conclusión de que no es imposible que podamos estar con nuestras familias y, al mismo tiempo, permanecer juntos aunque con ciertas limitaciones y restricciones.—- advertí.
—- Por la grandeza de Teshut, Shed, contadme de qué se trata.—- dijo Zelap, impaciente.
—- Ve al grano, Shed, que me ponéis nervioso.—- dijo Maya.
—- Maya dijo que "nadie prestaría atención a una extranjera y a su descendiente". Esta afirmación, con la que concuerdo totalmente conociendo la soberbia y el despectivo engreimiento con que tratan a los huéspedes forasteros en Kemet, nos da una oportunidad inmejorable de engañar al propio Tutmés y a todo el harén haciéndoles creer que el niño que lleváis en vuestras entrañas es hijo del Faraón.—- respondí.
—- ¿Cómo podría suceder algo tan increíble?—- preguntó Maya, con sorna.
—- Falta menos de una semana para el natalicio de Tutmés. Bien sabéis, Maya, que se celebra una grandiosa festividad en honor del Faraón que dura todo el mes y durante la que se une en matrimonio a las princesas de los reinos vasallos y a mujeres hermosas que le son enviadas por reyes y príncipes extranjeros y por los gobernadores de los sepat, para halagarlo.—- dije.
—- Pero si me uniese a él durante las próximas semanas, mi hijo nacería dos meses antes de lo normal.—- dijo Zelap, alarmada.
—- Shed tiene razón. No será la primera vez que ocurra.—- dijo Maya apoyando mi punto de vista.—- Dos miembros de mi familia nacieron de menos de nueve lunas llenas y uno de ellos vive; soy yo.—- afirmó mi amigo.
—- Pero los niños nacidos con menos de nueve lunas son pequeños y muy débiles. Si nuestro hijo es fuerte y sano se darán cuenta de que fue concebido antes de que me uniera al Faraón.—- dijo Zelap, preocupada.
—- Yo me ocuparé de conseguir para el alumbramiento a una mujer de mi máxima confianza. Además, para nuestra tranquilidad os aseguro que nadie prestará atención al parto de "una hija de la realeza asiática de un pequeño reino de Djahi". Tal vez, si fueseis una princesa de Hatti, de Naharín o aún de Kepen, podrían interesarse en vuestro vástago. Las mujeres del harén temen más a la competencia con cualquier hija de la aristocracia provincial de Kemet que a las damas más prominentes de las potencias foráneas. Es descabellado imaginar a una princesa extranjera convertida en gran esposa real. El incomprensible menosprecio con que tratan a los a’amu, será una ventaja para nosotros, amor mío.—- dije a Zelap, entusiasmado, creyendo a cada momento con más fuerza que podíamos hacer realidad mi plan.
—- Piensa en el parto.—- dijo preocupada.—- Quién me atienda en el nacimiento de nuestro hijo advertirá el engaño.—-
—- Confía en mí, Zelap. Créeme que podemos lograrlo. Todo saldrá bien.—- le aseguré.
Recordando aquellos sucesos en el tiempo, ahora que soy un viejo achacoso, encorvado por el paso de los años y el peso de los yerros, y pensando en el enorme riesgo que corrimos, sé, sin lugar a dudas, que si tuviese que intentarlo nuevamente, no me atrevería a hacerlo.
Capítulo 22
"De regreso a La Tierra Negra"
Me presenté ante el propio Nebka, en ausencia de autoridades administrativas de cargos superiores, llevando conmigo a Zelap. Luego de dejar constancia de los hechos acaecidos en Tunip y de haber narrado las circunstancias de nuestra huida de la región, fui autorizado a volver a Kemet en concepto de licencia, teniendo en cuenta el prolongado tiempo de alejamiento de mi hogar y la caducidad de mis funciones, en espera de nuevas misiones diplomáticas a recibir por orden del Faraón.
Dos días después, abordamos un navío de la flota rumbo a mi amada Kemet. En la nave viajaban dos princesas asiáticas con sus sirvientes, de otros reinos vasallos del país de Djahi que también serían desposadas durante la festividad, acompañadas por enviados del Faraón.
Zelap y yo nos mantuvimos separados, sin contacto alguno, salvo el trato protocolar de rigor que se acostumbraba como parte de la cortesía que como diplomático mantenía con los miembros de la realeza extranjera.
Sin contratiempos llegamos al delta del Hep-ur escuchando en el puerto de Per-Wadjet comentarios relacionados con un estremecimiento de tierra durante el amanecer de nuestro arribo, que no percibimos por encontrarnos todavía para esas horas navegando en alta mar. No había ocurrido ninguna desgracia pero el temor a la furia de Geb amenazaba con muerte y destrucción a las poblaciones del delta, siempre preocupadas por el deslizamiento y la aparición de profundas grietas en los peligrosos terrenos drenados de los pantanos y frecuentemente invadidos por las marismas.
Perdiendo solo medio día para abastecernos seguimos curso en una nave real hasta Mennufer y desde allí, hacia el alto valle con el fin de llegar lo antes posible a la capital para tomar parte en los preparativos de enlace de Tutmés con sus futuras concubinas.
El puerto de Waset rebozaba de actividad con la llegada y la salida de embarcaciones mercantes de las más variadas nacionalidades, transportando los productos suntuarios más exóticos y lujosos que podían traficar los poderosos mercaderes del mundo para halagar a la aristocracia más rica y presuntuosa, preocupada en la trivial ostentación y el excesivo boato.
Entre un enjambre de esclavos y sirvientes atendiendo las alborotadas estancias de palacio ante la cercanía de la celebración, me despedí de Zelap con solo una tierna mirada, para verla perderse por los pasillos del harén rumbo al encuentro con sus hermanos.
Fue un bálsamo para mi corazón regresar a Waset después de tanto tiempo. Mi amado hijo Kai parecía crecer y fortalecerse más y más cada vez que volvía a verlo. Se veía alto para su edad, era delgado y fuerte, de lacio cabello negro y piel morena como yo y los bellos ojos de su madre. Percibía en sus actitudes algunas características del comportamiento de Pentu, a quien idolatraba y amaba como si fuera su verdadero padre en razón de mis prolongadas ausencias.
Encontré a mi madre afectada por una vieja dolencia que le impedía realizar los quehaceres más pesados del hogar, por lo que mi padre había adquirido una dócil muchacha de Uauat para que le ayudara al efecto, y al mismo tiempo colaborara con ella en la atención de Kai. Había extrañado mucho la compañía de mi madre y me sentía sumamente agradecido con ella por lo bien que cuidaba de mi hijo. La abracé y la besé con ternura.
—- Mi muchacho, no imagináis cuánto os hemos extrañado.—- dijo ella enjugando sus lágrimas, mientras quitaba las aletas a las percas que comeríamos en el almuerzo.
—- Os aseguro que, por mi parte, los he echado de menos como nunca antes. Mi corazón se estremecía de angustia al pensar que tal vez no volviese a veros.—- repuse.
—- Prefiero que no me contéis vuestras peripecias. Desde que erais un chiquillo me preocupabais con vuestras andanzas. Hubiese vivido más tranquila y descansada de haber tenido dos niñas.—- dijo, mi madre, reprochándome mi carácter inquieto.
—- ¿Cómo está mi padre?—- pregunté, deseando saber de él a quien aún no había visto.
—- Ese viejo es como el granito. Está más sano que vos y se ve más apuesto que cuando era joven, con esas canas blancas sobre sus sienes.—- dijo ella.—- ¡Ah!, no sabéis que ha sido nombrado "Gran Maestro Escultor" y se lo considera el mejor artesano en piedras duras, premiado por una imagen sedente del Faraón que esculpió para la próxima celebración.—- me comentó, orgullosa de su esposo.
—- Qué gran noticia. Estoy muy orgulloso de mi padre.—- comenté.
Se me ocurrió preguntar por la ausencia del hijo de Menwi que pensé encontrar en la casa jugando con Kai.
—- ¿Cuándo dejó de vivir Zanakht con vosotros?—- inquirí, al ver que las cosas del hijo de Menwi ya no estaban.
—- Menwi se lo llevó poco tiempo después que os fuisteis con el grupo expedicionario del Faraón.—- respondió, demostrando cierta tristeza.—- Kai lo extraña mucho.—- agregó.
—- ¿Ocurrió algo malo que la motivara a alejarse?—- indagué, pensando que tal vez hubiese existido algún tipo de incidente con Menwi, conociendo el fuerte carácter de mi madre.
—- Iba a preguntaros lo mismo.—- replicó Amunet, observándome de manera admonitoria.
—- Conozco esa mirada de desaprobación desde que me escapaba cuando niño a robar huevos de cocodrilo con mis amigos.—- dije riendo.—- ¿De qué me culpáis madre?, recordad que hace más de doce lunas que no piso este suelo.—- respondí, sin imaginar lo que mi madre sospechaba.
—- Menwi tuvo una hija después de vuestra partida.—- dijo ella.
Enmudecí sorprendido sin saber qué decir.
—- Vuestro silencio es elocuente, hijo mío.—- juzgó Amunet.
—- ¿Ella os dijo que soy el padre?—- pregunté, incrédulo.
—- No lo dijo, pero tampoco lo negó. Tal vez quiera hablar de ello solo con vos.—- especuló mi madre.
—- No creo que esa niña sea mi hija.—- respondí, escéptico.—- Estuve con ella unas pocas veces y Menwi es visitada por decenas de hombres cada semana.
—- No es así, Shed. Menwi abandonó el lupanar aún antes de que vos dejarais Kemet, pero no pudo contároslo pues cuando vino a buscaros ya os habías marchado.—- dijo mi madre.—- Me confesó que estaba enamorada de ti y que se dedicaría a trabajar de comadrona. Confiaba en poder mantenerse con esa ocupación buscando ganarse tu respeto y consideración.—- comentó Amunet, apenada.—- De poco sirvió que la felicitara por su sabia decisión ya que se sintió ofendida cuando le advertí que vuestro corazón era un hueso duro de roer, sospechando que detrás de mi advertencia se ocultaba cierto menosprecio hacia ella, considerándola indigna de ser tu mujer.—-
—- ¿Y se llevó al muchacho así, de un día para el otro sin decir nada?—- pregunté, afligido por la suerte de Menwi y al mismo tiempo preocupado porque contaba con ella para que asistiera a Zelap en su parto.
—- No se marchó de mala manera pero, me di cuenta que había cierta decepción en su actitud.
Le expliqué que la prevenía por su propio bien, conociendo lo impulsivo que sois en ocasiones y que vuestro temperamento pasional ya os había llevado a cometer errores, hiriendo incluso a la mujer que más amasteis; sin embargo, no pude cambiar su opinión acerca de mi concepto sobre ella y tampoco logré persuadirla para que se quedara con nosotros.—- respondió con pesadumbre.
Me entristecía que Menwi se hubiese ilusionado pensando que nuestra relación podía ir más allá de lo sexual, pero, como siempre, era estúpido y vano el arrepentimiento cuando, previamente, conocía las consecuencias que podía conllevar mi comportamiento. Una vez más, mi impulsividad se volvía en mi contra. Nuevamente debía pagar el precio de las culpas por no controlar mis emociones, por dejar mis actos librados a los dictados del cuerpo, en vez de someterlos a los dictados de la razón. Empero ahora, la secuela de mi debilidad dañaba no solo mi amistad con Menwi, sino que además afectaba la vida de una niña que podía ser mi hija.
—- ¿Sabéis adonde fue?—- pregunté.
—- Me dijo que se quedaría en Waset, pero no nos reveló el lugar en que viviría.—- dijo ella.—- Es una buena mujer y sé que os ama, ¿la buscaréis?—- preguntó mi madre, ignorante de mis vínculos con Zelap.
—- Madre, comprendo el cariño que sentís por ella y vuestra ansiedad al sospechar que puedo ser el padre de su hija. Yo también quiero a Menwi y me ocuparé de que se encuentre bien, sea o no sea yo el padre de la niña, procurando que no le falte nada ni a ella ni a sus hijos pero, en cuanto a tomarla como esposa, no puedo hacerlo. Han ocurrido ciertos sucesos durante este último año, que no conocéis, y que han cambiado mi situación respecto a mi vida antes de dejar Kemet.—- respondí, haciendo una pausa para alzar entre mis brazos a mi hijo que, desprendiéndose de la mano de la niñera, se acercó corriendo para regalarme un pequeño hipopótamo de barro que acababa de modelar para mí.
—- Veo que habéis heredado la habilidad de vuestro abuelo.—- le dije, besando sus mofletes.
—- ¿Os gusta?—- preguntó, con su suave vocecita, ansioso por recibir mí halago.
—- Es el hipopótamo más hermoso que me han regalado.—- respondí, colmándolo de alegría.
Mientras con los juncos jugaba a hacer casitas con Kai, relaté a mi madre los acontecimientos acaecidos en Djahi y cómo los hechos me habían llevado a mi relación con Zelap.
—- ¿Es que nunca os veré llevar una vida tranquila, sin sobresaltos, al lado de una mujer que os ame y que envejezca a vuestro lado, como yo lo hago con vuestro padre? ¿Por qué hacéis más complicada vuestra existencia entablando relaciones conflictivas y prohibidas que os ponen en riesgo, afligiéndome? ¿Es tan difícil que podáis formar una familia como la de Eset. . .?.—- mi madre se interrumpió, recordando con tristeza que sí había tenido una vida familiar así antes de que Tausert falleciera.
Ambos enmudecimos embargados por el dolor. Me apresuré a secar una lágrima que rodó por mi mejilla, ante la atenta mirada de Kai que suspendió el juego desconcertado.
—- ¿Por qué lloráis, papi?—- indagó mi niño.
—- No estoy llorando Kai, es solo que me arde el ojo.—- respondí, evitando explicar sentimientos que siendo tan pequeño no comprendería.
—- Abuela, ¿a vos también os duelen los ojos?—- inquirió con inocente espontaneidad, observando a mi madre ocultándose para que no la viera llorar.
—- Sois un bribón, ¿no se os escapa nada verdad?—- dije, levantándolo para besarlo. Me acerqué con Kai en mis brazos hasta donde Amunet tenía los elementos para cocinar.—- A la abuela la hacen llorar las cebollas que está cortando, ¿lo veis?—- dije, señalando las raíces sobre un cuenco.
—- Y ¿por qué la entristece cortar la cebolla?—- volvió a preguntar en su media lengua.
Reímos a carcajadas a causa de sus preguntas, despertando en él una hermosa sonrisa de blancos dientes y dos simpáticos hoyuelos en sus carnosas mejillas, que me recordó vivamente a Tausert. Mi madre sorprendida por sus ocurrencias, rió, uniéndose a nosotros en un abrazo cálido y emocionado.
—- Iremos a dar un paseo por la necrópolis antes del almuerzo. Llevaremos unas flores para mamá, ¿queréis, Kai? —- dije.
—- ¿Podemos ir en el poto?—- preguntó con ternura.
—- ¿El qué?—- dijo mi madre, confundida.
—- Quiso decir potro.—- señalé riendo.—- Si, Kai, vamos a ir en caballo. Volveremos antes de mediodía.—- avisé a Amunet.
Salimos del caserío de los trabajadores hacia el pequeño mercado que se levantaba a un lado del muelle norte sobre la ribera occidental del Hep-ur. Extrañamente, noté que un fino polvillo blanco grisáceo flotaba en el ambiente como si en las cercanías hubiese alguna cantera de caliza en plena explotación, cosa que era imposible. Desconociendo su procedencia y observando que por lo demás todo era normal, simplemente le resté importancia al hecho. La mañana era espléndida, resplandeciente de cálida luz, pero no sofocante. El viento septentrional soplaba sobre el valle que, normalmente, para aquella época del año, parecía un caldero sobre las brasas. El aire fresco llenaba los pulmones en plenitud y las fragancias silvestres acercaban a mi memoria otros tiempos, cuando durante mi infancia vagaba por la costa de los pescadores de mi añorada aldea de Khmun hasta que el gran disco como un enorme huevo purpúreo se sumergía en el océano de arena.
Compré amapolas rojas y nenúfares azules a una anciana de la feria, y proseguimos por los estrechos senderos, paralelos a las colinas, hacia el cementerio comunal.
Era la primera vez que llevaba a mi hijo a la necrópolis y sé que a pesar de ser tan pequeño, comprendió que en ese sepulcro descansaba su mamá, y aunque él no tenía casi recuerdos de ella, me ocupé de mantener vivo en su corazón la presencia de Tausert como una madre cariñosa que lo amó, alimentó y protegió hasta entregar su vida por él. Kai nunca dejó de visitar la tumba de Tausert, y el amor y el respeto que logré infundir en el muchacho hacia ella, compensaron al menos en parte los remordimientos que sufrí por su muerte.
Días después, mientras intentaba dar con el paradero de Menwi averiguando entre sus amigas del lupanar, me vi sorprendido por el llamado del Faraón que requería de mi presencia.
Esa mañana pasé por la despensa de palacio buscando alguna información de Zelap, a la que no veía desde un par de días atrás sin siquiera conocer el sitio que ocupaban ella y sus hermanos en la residencia.
Supe, por mi amiga Binnet, jefa de la cocina de la residencia real, que mi amada y las demás damas asiáticas habían sido conducidas a las estancias del harén para tomar parte en los eventos relacionados con la celebración del natalicio de Tutmés, y sus bodas con las princesas de las casas reales del país de Djahi.
Al presentarme frente a la puerta dorada de la sala del trono, fui recibido por el nuevo Chambelán, Sekhemib, que me anunció ante el monarca. Tutmés, sentado en el trono real, en la plenitud de su omnipotente majestad, nos miraba desde lo alto de su sitial rodeado por una áurea de hierática grandeza como un Dios inalcanzable observando su creación.
—- No debe mirar a su majestad directamente.—- me indicó el Chambelán al acercarme a donde se hallaba Tutmés.
—- ¿Cómo decís?—- pregunté, sin comprender.
—- No debéis mirar de forma directa al soberano y cuando él descienda del trono debéis arrodillaros pues nadie debe estar a la altura de su majestad.—- respondió el funcionario.
¿Qué es toda esa tontería?—- pensé, fastidiado por el innecesario y pomposo pedestal al que había ascendido el monarca, como si fuese el mismo Amón-Ra bajado de su barca para gobernar a los mortales. ¿No salvé de la muerte en el desierto a este dios? ¿No curé sus heridas y lo oculté de sus enemigos cuando estaba inerme y desvalido? ¿En qué lugar había perdido a ese valeroso príncipe, que, como un hermano mayor supo enseñarme a luchar por los oprimidos y los humildes? Decepcionado, veía su lugar ocupado por un desconocido semidiós, más parecido a un rico mercader de la guerra gobernando con despótica arbitrariedad desde su opulenta corte pletórica de aduladores y genuflexos.
Al lado de Tutmés se encontraba Meryetra, la madre del heredero real, ocupando un sitio de privilegio a la diestra del Faraón.
—- Embajador.—- dijo Tutmés, levantándose del trono para descender las escaleras. Los presentes cayeron rodilla en tierra como derribados por un rayo al ver que el monarca se apeaba al llano. Respetuosamente hice lo propio aunque no sin la sensación de sentir que formaba parte de una farsa o de la escenificación de alguna trama mitológica.
—- Mi Buen Señor, atento estoy a vuestras palabras.—- respondí, según el nuevo protocolo que se había impuesto para dirigirse a la persona del rey, según el antiguo título utilizado durante la época de los faraones constructores de mer.
—- He tomado conocimiento de que habéis entregado a nuestros enemigos del país de Khurri un papiro con información secreta y de enorme importancia para el desarrollo de la situación en las tierras de norte.—- dijo Tutmés, en tono de acusación.
Se me heló la sangre de solo imaginar que el canciller hubiese ocultado la notificación que envié al Faraón con el fruto de mis investigaciones. Neferhor y su hijo, situados hacia la izquierda del trono cerca del pie de las escaleras, se regodeaban en las palabras de Tutmés, esperando me cayera un severa pena por mi atrevimiento.
—- Mi Buen Señor, es cierto que envié un papiro al jefe del Pankhu del país de Khurri, pero al mismo tiempo comuniqué mi accionar al canciller Neferhor para que no dejara de informaros al respecto.—- respondí, preocupado por las implicaciones que me acarrearía una denuncia por traición levantada en mi contra por mis enemigos.
—- ¿Cómo podré confiar en mis funcionarios si deciden por ellos mismos lo que es bueno o malo para mi imperio?—- dijo en tono de reproche, empero su actitud no mostraba la ira del dios todopoderoso de otras ocasiones.
—- Sé, mi "Buen Señor", que obré con total audacia al tomarme la atribución de enviar aquella advertencia a Tishatal, pero estoy convencido de que de no haberlo hecho, hoy no tendríais imperio sobre el cual reinar. Gracias a mi advertencia fracasaron los planes de Parsatatar.—- mi respuesta elevó murmullos y comentarios en mi contra a causa de mi insolencia.
Estaba tan hastiado de ver a tantos obsecuentes e hipócritas comer de la mesa del rey pagando con lisonja y falsedad que sentí la necesidad de diferenciarme de ellos retribuyendo al soberano con un poco de osada sinceridad.
—- Vuestra intrepidez es rayana con la más absoluta desvergüenza.—- dijo molesto Tutmés.—- ¿Qué debo pedir de mis diplomáticos sino es que acaten mis directivas y sigan mis instrucciones? ¿No es el ungido de Amón-Ra el que debe dar las órdenes y tomar las decisiones?—- dijo esperando una disculpa de mi parte.
—- Solo he seguido vuestras instrucciones, Mi Buen Señor.—- repliqué.
Tutmés me observó con fastidio.
—- Espero de vos una respuesta satisfactoria, de lo contrario os arriesgáis a un castigo ejemplarizador.—- amenazó el soberano.
—- La primera regla que me obligasteis a jurar cuando apenas era un chaperón fue la de ser eficiente, y la segunda, el ser leal a la causa de Kemet.—- dije.—- Fui eficiente en mi accionar y leal en mis intenciones, pues, de nada os hubiese servido si mi desempeño no superaba las virtudes del eco de la voz contra el acantilado, que repitiendo vuestras órdenes palabra por palabra fuera de tiempo y situación, llegasen tarde para evitar que Parsatatar se hiciera con el control de toda la nación hurrita, para luego caer con sus aliados sobre las desprevenidas ciudades de Djahi.—- respondí.
—- ¿Y qué podéis alegar en vuestro favor cuando fue justamente la ciudad en que cumplíais vuestras funciones la que cayó en manos del enemigo?—- inquirió, esperando sorprenderme.
—- Su Alteza, mi defensa está en que las ciudades que tomaron sus recaudos luego de mi informe, llegado a las manos del jefe de las tropas de Djahi, Nebka, rechazaron con facilidad el intento enemigo; sin embargo, mis advertencias fueron desoídas por el idenu Upma’at, jefe de la guarnición de Tunip, que se inclinó por la decisión de esperar órdenes directas de Kemet que, lamentablemente, nunca llegaron, pagando con su vida y la de sus hombres, su obediencia.—- respondí.
Luego de unos instantes de silencio el Faraón volvió a su trono sin decir palabra.
—- Podéis retiraos, embajador.—- se limitó a decir el Chambelán, por orden del Faraón.
Esa noche volví a ver a Zelap a la distancia en medio de la celebración, mezclada con las viejas arpías del harén. Se veía nerviosa, incómoda, casi temerosa, no levantaba la vista para evitar las punzantes miradas de las demás que la observaban como un gato a un pichón de paloma. Pobrecilla, me debía estar odiando por haberla traído a este nido de serpientes. Era tan diferente al resto como la gacela lo es a las hienas, tan cándida e inocente cual tórtola comparada con buitres.
¡Qué hermosa es y cuánto la amo!—- pensé.—- Empero, debo contentarme con beber a través de mis retinas la magia de su sonrisa, con hurtar furtivamente el brillo de sus pupilas y arrobado por su belleza, ahogar vanos suspiros rememorando su piel como suaves pétalos que probaron mis labios. Sé que la dulzura de sus besos es mía porque mío es el panal de su boca, y siempre seré su dueño porque me lo ha confesado con la más pura miel de su corazón. Sin embargo, mi espíritu de amante se rebela y mi sangre de enamorado se subleva a la razón que, como coyunda, me unce al yugo de la conformidad, doblegándome a tener que contemplarla a lo lejos, como el mendigo que saborea en el aire el aroma de un manjar con el que nunca se deleitará.
¡Qué mísera será mi existencia si debo resignarme por el resto de mis días a disfrutar de ella a través de mis oídos a pesar de que, gozosos, se postren ante la misericordia de Hathor por permitirme instantes de felicidad con solo distinguir su voz entre el tumulto y la bullanga!
Su mirada vuelve a cruzarse con la mía cual vuelo de alondras en cortejo, alborotando mi pecho, suscitando infructuosos anhelos e incubando esperanzas sin alas, pues, lejos de poder abandonarme al placentero sueño de tenerla en mis brazos, las sonoras carcajadas de Tutmés me despiertan brutalmente, recordándome que la noche aciaga se acerca; la noche en que él buscará poseerla y hacerla su mujer.
Capítulo 23
Una nueva jornada había pasado y aún no encontraba la solución al problema que nos planteaba la primera noche de Zelap con Tutmés. Sin poder dormir luego de regresar de palacio, el nuevo día me sorprendió en mi lecho habiendo agotado las posibilidades que mi inteligencia alcanzaba a vislumbrar. Nada de lo que se me ocurría podía ser factible de concretarse sin grandes riesgos.
Escuché que llamaban a mi puerta, y al llegarme hasta la entrada, encontré a una de las niñas esclavas de la cocina de la residencia real que traía una chalina para mí. Zelap debe habérsela entregado subrepticiamente a Binnet durante la madrugada.— pensé.
Confundido, pero sospechando de qué se trataba, entregué unos dátiles de regalo a la jovencita que se fue corriendo contenta, para luego, ansioso, desplegar con impaciencia la prenda en busca de algún recado envuelto en ella. Para mi sorpresa no encontré papiro alguno, temiendo al principio que la niña lo hubiese dejado caer por accidente, mas, no tardé en advertir que sí había un mensaje inteligentemente ocultado en la tela. En grandes símbolos cuneiformes, y expresados en lengua hurrita pintados con tintura de cosméticos y simulando alguna especie de dibujo ornamental mesopotámico, simplemente decía:
"La poción de
mi madre
conciliará
su sueño."
—- ¡Por supuesto!, —- exclamé.—- ¡Qué astuta es Zelap!—- reflexioné.
El plan de Zelap era tan obvio como solución al trance que atravesábamos que me sentí un tonto al no haberlo pensado yo mismo, que frecuentemente resolvía cuestiones mucho más complejas referidas a la diplomacia.
Ella se había percatado de lo mucho que gustaba Tutmés del vino servido durante el banquete que, originario de los viñedos y los lagares de los oasis occidentales, propiedad del templo de Amón, era trasladado en jarras provenientes de la bodega de palacio para saciar su sed. Su dorada copa era colmada una y otra vez en el transcurso de la cena, y luego de la misma, el soberano continuaba bebiendo copiosamente durante los espectáculos en su honor, de manera que, cuando concluía la velada, debía ser asistido por los hombres de la guardia personal a causa de su embriaguez, con el fin de ayudarlo a retirarse hacia los aposentos para unirse a sus nuevas esposas. Teniendo en consideración el estado del Faraón en esas circunstancias cabía la posibilidad de engañarlo de alguna manera para evitar que Zelap se viese sometida a tener que copular con él en su delicada situación.
Fue seguramente en esos momentos de reflexión cuando recordando las peculiares virtudes de la poción que aplacaba los accesos de dolor que afectaban a la reina Shadu-hepa, su madre, entre las que se contaban ser un poderoso somnífero (casi inmediato) y ocasionar sueño profundo, proporcionaba también un tranquilo y placentero despertar, Zelap imaginó la posibilidad de dársela a beber al Faraón mezclada con vino, con la intención de dormirlo y evadirse del riesgo de un agravamiento de su estado a causa de su unión sexual con él.
Siendo demasiado aventurado alterar el vino que se llevaba a la mesa del Faraón ante la posibilidad que otros lo bebieran descubriendo su particular efecto, debía idear la manera de hacerlo llegar hasta los aposentos de Tutmés ya adulterado con su dosis de poción, para que Zelap y sus hermanas se lo diesen a beber allí mismo.
Solo me restaba conseguir los ingredientes que integraban la fórmula, (polvo de adormidera, una pizca de ajenjo, miel, resina de cedro molida, humor de los ojos de una lechuza y por supuesto vino de uva, no de palma) y unir los elementos como la receta que me haría llegar Zelap lo indicara.
Conseguí aquel mismo día los componentes, que me los proveyó Nakha la adivina extranjera, cuyas cualidades de herbolario habíamos descubierto cuando nos proveyó del brebaje paliativo contra la enfermedad de mi difunta suegra Lyna. Le extrañó que le solicitara polvo de amapola, vegetal que además de su valor ornamental, no poseía, en Kemet, hasta ese momento otra aplicación y era considerada como una simple mala hierba que abunda en los campos de cereal, comentándole por mi parte que en las tierras extranjeras de donde provenía la fórmula, dicha planta era muy apreciada y se la denominaba "La flor del sueño". A pesar de haber despertado su curiosidad por saber qué me disponía a preparar con aquellas sustancias, la anciana se mantuvo discreta y no formuló más preguntas. Por mi parte le expliqué que se trataba de una poción calmante aprendida durante mi estancia en el país de Djahi, que emplearía en el tratamiento de la dolencia de mi madre. Lo más paradójico del asunto fue que con el tiempo aquella mentira terminó siendo verdad ya que aquel preparado fue lo que más alivió los dolores que la afección ósea provocaba a Amunet.
La cuestión es que Nakha jamás sospechó de mis verdaderas intenciones y maravillada con las posibilidades que brindaba la poción en cuanto a sus aplicaciones, la produjo en grandes cantidades que le otorgaron el reconocimiento de muchos de sus clientes.
Con la poción ya en mi poder, esperé la noche en que debíamos emplearla.
Cuando al fin hubo llegado el momento, y luego de otra noche más de festejos y celebración, la sexta precisamente, Zelap se aproximó delante del trono, haciendo una reverencia a su majestad, al tiempo que solicitó al canciller que sirviese de intérprete para hacer un pedido al Faraón. Sagazmente, empleó para comunicarse con él un dialecto ancestral de su gente, utilizado por la nobleza hurrita, más puro y libre de las mezclas con el cananeo, que el lenguaje coloquial frecuentemente utilizado en los documentos y en la administración, que era el que dominaba Neferhor. Confundido y avergonzado delante de Tutmés por su ignorancia en el manejo de aquella lengua desconocida para él, le indicó en tono de exigencia a Zelap que se expresase en la lengua popular a lo cual ella se negó. Neferhor buscó colaboración en sus hermanas, pero ellas obviamente también se negaron, mostrando indiferencia hacia el diplomático.
Encontrándome próximo a ellos y presto a intervenir, me inmiscuí en la conversación como tratando de aportar claridad a la situación que Zelap y sus hermanas, adrede, empezaban a tornar sumamente embarazosa para el canciller e intolerable para el soberano.
—- Mi señor, si vuestra majestad me lo permite, podría aportar algo de luz a este asunto que veo que se presenta un tanto oscuro.—- dije, mostrándome diligente y respetuoso frente a la jerarquía de mi superior.
—- No veo en qué podría ayudar la intervención de Shed en este tema, mi Buen Señor.—- dijo, visiblemente molesto Neferhor a Tutmés.
—- Tendrá su oportunidad, ya que vos no habéis conseguido aclarar nada hasta ahora.—- expresó con cierto fastidio el Faraón desde su sitial.—- Podéis hablar.—- me indicó Tutmés.
—- Ocurre que habiendo presenciado la unión matrimonial entre los nobles de Tunip sé que es tradicional en la aristocracia hurrita cumplir ciertas costumbres.—- expliqué.
—- ¿Puede acaso preguntar a la princesa qué tiene que ver eso con que no se exprese en la lengua hurrita habitual?—- inquirió el soberano, perdiendo la paciencia.
Formulé la pregunta a Zelap, que me respondió en la lengua ancestral que por supuesto yo dominaba gracias a mi estancia en Tunip.
—- Es parte de nuestra dignidad de princesas como representantes de la Casa Real de Tunip el empleo de la lengua de nuestros antepasados en un evento religioso tan trascendental como la unión matrimonial, Mi Señor.—- expresó Zelap, traduciéndoselo por mi parte a Tutmés.
—- Respetaré vuestra tradición.—- dijo Tutmés amablemente.—- Ahora decidme, ¿qué queríais solicitarme?—-
No tardé en transmitir las expresiones del monarca, a lo que Zelap respondió.
—- Siendo la costumbre de nuestra gente la unión monógama, y comprendiendo que no es parte de la vuestra, al menos os rogamos nos concedáis la gracia de compartir ésta primera noche a mis hermanas y a mí, a solas con vos para celebrar en la intimidad un breve ritual de nupcias a la manera hurrita tradicional, marginando a las otras damas del harén, ya que no comparten nuestras concepciones en cuestiones de religión y sexualidad, pues sería para nosotras una humillación difícil de soportar.—- dijo Zelap mostrándose afligida ante la posibilidad de una negativa por parte del Faraón, mientras yo traducía sus palabras.
El soberano, respetuoso de las creencias de las princesas, aceptó de buen grado el pedido de Zelap.
—- Cumpliré vuestro deseo y lo demás que fuese necesario para demostraros mi buena voluntad, el aprecio que tengo por vuestra nación y la consideración que guardo por vuestro linaje, pero ahora terminemos con esto pues me siento cansado de tanto barullo.—- dijo el soberano, levantándose del trono.—- Vos seréis mi intérprete para cumplir el ritual que desean celebrar las princesas, embajador.
—- Será un honor, mi Buen Señor.—- asentí respetuosamente.
Tutmés se alejó secundado por su séquito hacia las habitaciones.
Las circunstancias se presentaban de manera inmejorable para lograr concretar nuestro plan.
Conduje a Zelap y a sus hermanas hasta los aposentos del Faraón más precisamente a la recámara, junto a la alcoba principal del harén, una habitación espaciosa, y según los comentarios de aquellos que conocían el lugar, un paraíso de lujo y comodidad.
Seis esclavas esperaban a las princesas para bañarlas, maquillarlas y vestirlas según los atuendos típicos que ellas mismas habían elegido para aquella noche, incluidas las joyas y accesorios.
Esperé fuera que me llamaran cuando estuviesen dispuestos a dar comienzo. Hasta cierto punto me preocupaba que Tutmés se viese mucho más sobrio que las noches anteriores pero confiaba que la quietud de la alcoba real y el acompañamiento musical, que hice pedir como si se tratase de una solicitud de las princesas, a través de la armonía de las arpas y la monótona sonoridad de los sistros disminuyeran su resistencia al sueño. Temía que se percatase de que le habíamos agregado algo en el vino.
Mientras esperaba, mandé a los sirvientes que trajeran vino de una jarra nueva de la bodega, de manera que si el soberano notaba algo extraño en la bebida pudiésemos achacarlo a alguna alteración en el proceso de fermentación del envase que me encargaría de romper accidentalmente.
Entre mis ropas y debajo de la túnica llevaba escondido el pequeño frasco con la poción que vertería en la copa de Tutmés cuando se hubiese descuidado.
Una de las esclavas negras salió hasta el corredor indicándome que entrase en la gran alcoba. La habitación era grande como un salón cuyas paredes se encontraban pintadas de un tono rojizo suave como se presentan las colinas del valle durante el amanecer cuando la primera claridad del día inunda con esos colores el cielo matinal. Quedé extasiado por el bello juego de luces y sombras de color entre verde y dorado que provocaba la brisa del río al mecer las cortinas, asimiladas a tallos de papiros, que ornaban los tres amplios ventanales sobre la pared opuesta a la puerta de ingreso, ingeniosamente iluminadas por una lámpara de transparente alabastro que semejaba al sol emergiendo por encima del horizonte. El piso imitaba el lecho del Hep-ur y sus riberas, con decenas de almohadones ubicados como las flores de nenúfar flotando entre mesas bajas con la forma de ramos de junco. En medio, una mullida cama con su colchón de lino relleno de plumas de aves representaba la colina emergida en la creación de entre las aguas de Nun, el caos.
—- Demos comienzo a la ceremonia.—- dijo el Faraón, con impaciencia, dando muestras de cansancio. Tutmés se veía sumamente apuesto con su klaft y el ureo dorado en su frente, vistiendo el shendit plisado de un blanco inmaculado que contrastaba con su piel morena en su armonioso torso desnudo, y sus poderosos y bien desarrollados brazos adornados con brazaletes, ajorcas y sortijas de oro con incrustaciones. Sentí celos de que Zelap pudiese ser atraída por él.
—- Perdón, mi Buen Señor. Me distrajo la belleza de vuestra alcoba.—- respondí disculpándome.
—- Los sirvientes deben retirarse.—- dijo Zelap, con notoria ansiedad.
—- ¿Qué dijo la princesa?—- preguntó Tutmés.
—- Hizo referencia a que no se puede comenzar el ritual en presencia de esclavos o cualquier individuo de condición inferior a excepción de los músicos.—- mentí, pensando en que los intérpretes distrajesen al soberano con su música mientras yo mezclaba la poción con el vino en su copa.
Zelap dejó librado a mi arbitrio la elección de los pasos a seguir, guiándome en parte del verdadero ritual de su pueblo para que yo manejara la escena a mi antojo, de manera que pudiese lograr nuestro objetivo.
Talip, la mayor de las hermanas de Zelap, portaba una estatua, traída de Tunip, de un codo de altura de la Diosa Hepat, esposa del Dios Teshut, protectora de los enamorados, patrona del amor y el matrimonio de la religión hurrita. Delante de la imagen esculpida en mármol blanco y hacia el lado izquierdo de la misma, se postraron las princesas, señalando a Tutmés que hiciese lo propio de frente a ellas en el lado derecho de la deidad. Esta ubicación dejaba a Tutmés y a los músicos que entonaban sus instrumentos detrás de él, de espaldas a la bandeja en que se habían dejado las cuatro copas y la jarra.
Fui traduciendo las significativas plegarias que las princesas pronunciaban a coro como parte del bello ritual conyugal, en la lengua de sus ancestros mientras de rodillas movían sus manos como pájaros en vuelo y … a cada pregunta que ellas hacían al Soberano, el respondía lo que yo le dictaba tratando de pronunciarlo correctamente en la lengua asiática. Cuando el ritual tocaba a su fin, me aproximé a servir la poción en la dorada copa de Tutmés.
—- Iré a servir el vino, mi Señor.—- dije a Tutmés.
Sin que nadie me viese deslicé mi mano bajo mis ropas y sacando el pequeño frasco con la poción eché un buen chorro dentro de su copa, tras lo cual la colmé de vino. Con sumo cuidado la dejé sobre una pequeña mesa detrás de Tutmés, entre él y los músicos. Cuando regresaba hacia la bandeja a servir el vino en el resto de las copas, observé horrorizado como se le resbalaba el instrumento al arpista tal vez por el sudor de sus manos, yendo a golpear la copa, volcando el vino del Faraón sobre los almohadones y el piso.
—- ¡Qué torpeza!.—- exclamó molesto Tutmés al sentir mojados sus pies en el charco de vino.
Mientras el músico se deshacía pidiendo disculpas a su señor, me apuré a tomar la copa de Tutmés para ir a llenarla de nuevo pero, para mi total desolación, el Faraón la asió con su mano antes que yo.
—- Llénala rápido y concluyamos la ceremonia.—- me ordenó, sin ninguna intención de entregármela.
Las mejillas de Zelap palidecieron súbitamente al sentir que todo el plan fracasaba con las consecuencias que esto acarrearía.
En tanto servía nuevamente el vino en la copa que sostenía Tutmés, decenas de fatídicos presagios invadían mi mente, imaginando lo peor para Zelap y la vida de nuestro hijo. Volví hacia la bandeja y como si una antorcha se encendiese de pronto iluminando mi razón, ¡Ahí estaba la solución!, en las copas de las princesas.
Sacando rápidamente el frasco con la poción cuando todos colaboraban para limpiar el vino derramado, vertí todo lo que quedaba repartiéndolo entre las copas de las princesas.
De la misma bandeja y con calculada ceremonia entregué a cada una de las princesas su copa y pensé en advertirles, en lengua hurrita, cual si fuera una frase propia del ritual, pero no me atreví por temor a que alguna reacción de parte de ellas hiciera sospechar a Tutmés, de modo que opté por callar entendiendo que pronto se percatarían de lo que yo había hecho.
Una sola mirada directa a los ojos de Zelap bastó para que entendiese que debía seguir mis indicaciones alterando lo que seguía de la ceremonia.
Como si repitiese un ensalmo mágico, Zelap dijo a sus hermanas:
—- Haced lo que Shed ordene.—- mientras hacía reverencias frente a la divinidad.
—- Bendecid este vino diosa madre. —- traduje falsamente al Faraón.—- Ahora, diga conmigo mi Buen Señor dirigiéndose a la princesa primogénita Zelap: "Dadme esposa mía. . . —- pronuncié en lengua hurrita, mientras Tutmés repetía con alguna dificultad.—-. . . el vino consagrado por Hepat, Reina del cielo, confirmando el pacto de nuestros pueblos y la alianza de nuestros reinos en la unión de nuestra sangre".—- dije, como si continuara con la liturgia.
—- "Así sea hecho, esposo mío".—- respondió Zelap, dando de beber a Tutmés de su vino, en tanto ella bebía de la copa de él.
La escena y el ritual se repitieron por dos veces más con Talip y Mapalip. Para nuestra tranquilidad, el soberano bebió todo el vino de las copas de las princesas.
Conociendo el rápido efecto que causaba la poción, me apresuré a echar a todos de la alcoba, saliendo yo mismo en último término, con el fin de dejar solos a Tutmés y sus nuevas esposas, sabiendo que había tomado suficiente para caer en un profundo sueño en breves instantes.
El Chambelán se ocupó de instalar en el corredor, delante de la puerta de la alcoba, un par de guardias de palacio, con lo que me impidió quedarme cerca, en mi intención de escabullirme dentro de la antecámara para ayudar a las muchachas si algo salía mal.
Volví a la fiesta intentando aparentar nada importante ocurría, pero deambulé por las estancias con las entrañas revueltas, temiendo dentro de mi pecho que el brebaje no diera resultado, o que tardara en dormir a Tutmés y dañara a Zelap, o que fuese demasiada la cantidad que terminó por ingerir al consumir todo el vino de las tres copas y le provocara la muerte. La ansiedad por saber que sucedía dentro de esa habitación me consumía, sentía como si una cobra se deslizara dentro de mi vientre; como si una rata estuviese devorando mi estómago.
Mientras mi corazón se debatía en el silencioso drama de la incertidumbre, observaba la patética escena que representaban las prominentes personalidades del país, durmiendo sus borracheras en el suelo, con sus abultados vientres henchidos de tanta comida que no necesitaban, babeantes y sudorosos, con el hedor de sus flatulencias y sus vómitos manchándoles las costosas vestiduras. Grotescas máscaras cosméticas lustrosas de sudor entre los hombres e hilos de cera derramándose desde los conos de perfume sobre las cabezas de las mujeres, surcando sus rostros, se me antojaban obscenas muecas de satisfacción ante mi desesperación. Odié a todos esos cortesanos personajes que celebraban su propia decadencia, que presumían de exaltada indecencia con histriónica expresividad. Desencajadas por la risa exagerada, las facciones se distorsionaban en el afán de mostrar su falsa alegría por festejar la grandeza del Faraón solo porque les llenaba los depósitos de grano y las bodegas de vino. Desbordado ante la vista de aquel exceso sin sentido, de la gula en todos sus aspectos llevada al extremo de lo indigno y bochornoso, asistí a la miseria de las clases acomodadas tan proclives al desenfreno sensual como el vulgo al que desprecian y del cual no se distinguen en absoluto, salvo en su despilfarro. Todo aquello me dio asco y me sentí avergonzado de mi propia gente que lucían como salvajes comparados con la sobriedad y el recato de la nobleza hurrita de Djahi.
Mis nervios me traicionaron y ante la imposibilidad de hacer algo más para conocer lo que ocurría en la habitación nupcial, busqué a Binnet que aún se hallaba atareada sirviendo platos y bebidas a los comensales en los jardines.
—- Amiga mía, os ruego que vayáis hasta las habitaciones del harén a ver qué ocurre con Tutmés y Zelap.—- dije impaciente, luego de haber esperado un tiempo que yo consideraba prudencial.
Con delicadeza asió mi mano llevándome hacia un costado del patio para hablarme en privado.
—- Debéis mantener la calma, Shed. El Chambelán ha mandado montar guardia a los custodios de palacio delante de la alcoba real, ordenando que nadie perturbe el descanso del soberano, por lo que será imposible saber lo que pase entre las princesas y el Faraón hasta mañana. Debéis controlaros pues de lo contrario despertaréis sospechas con relación a vuestro interés por Zelap.—- respondió Binnet, intentando tranquilizar mi espíritu.
De manera irreflexiva y casi pueril, dejé a Binnet hablando sola, y me alejé hacia el interior de la residencia, fastidiado por lo que creía un total desinterés de su parte hacia mi pedido.
De manera irresponsable e impulsiva, me dirigí hacia los aposentos reales sin pensar que nada podría hacer para ayudar a Zelap, fuese lo que fuese que hubiese pasado. Lo único que conseguiría sería poner en evidencia mi interés por ella. Y así ocurrió. Espiando como un imbécil el corredor de las habitaciones del Faraón, descubrí en el otro extremo de las galerías a la princesa Kina, observándome. Se me heló la sangre y por un instante sentí paralizarse mi corazón como si hubiese muerto dentro de mi pecho.
En lo que dura un aleteo de colibrí cruzaron por mi mente tantas imágenes del pasado, fatídicos recuerdos que invadieron de desasosiego mi ka durante muchos años como en una vorágine de fantasmales visiones, los trágicos hechos que enlutaron mis mejores años, surgían en mi memoria con vívido realismo. Mi tormentosa relación con la señora Ahset y su repentina muerte, la condena de la princesa Kina y la humillación pública que mereció, y luego su venganza en mi contra, que terminó con la vida de mi esposa al salvar a nuestro pequeño hijo de la mordedura de una serpiente dejada junto a su cuna por orden de ella. La angustia extrema, la aflicción sin mesura hicieron presa de mí cual jauría de lobos arremetiendo sobre un indefenso cordero. Los iris carentes del brillo vital, cual negros escarabajos, duros y fríos como el granito, me amenazaban con su mirada exánime, vacía de piedad, como si la muerte, y no la vida, insuflara el ímpetu a ese cuerpo enjuto. Ignorantes del mínimo sentimiento de compasión, sus ojos, sin embargo, solo podían trasmitir destellos de algo mucho más oscuro y recóndito, su insondable espíritu, insensible al sufrimiento ajeno, ignorantes del significado de la conmiseración y animado por un rencor inagotable, por un resentimiento incomprensible.
Debo confesarlo, temía a esa mujer más que a un recio guerrero buscando mi corazón con su espada, más que a los agudos colmillos de una ponzoñosa cobra, más que a las terribles fauces de un león. A nada en el mundo temía más que a ella pues aún la muerte más violenta y el tormento físico más insoportable, significarían mi posterior pasaje a la vida eterna, empero, sentía que Kina era capaz de aniquilar mi ka, de destruir mi alma para siempre.
Mi mayor miedo, en aquel momento, me asaltó al especular sobre las consecuencias de que Kina descubriera mi amor por Zelap y que, de una u otra manera, la dañara a ella o a nuestro hijo.
Intenté en vano controlar el pánico que se había apoderado de mí pero mi nerviosismo finalmente me traicionó, e ingenuamente, aparté mis ojos de los suyos en actitud culposa, razón de más para que comenzara a desconfiar de mi relación con alguna de las princesas de Tunip que se encontraban con el Faraón en aquellos instantes, siendo obvio que, por una cuestión de edades y caracteres, no tardaría en advertir que se trataba de Zelap.
Cuando me di vuelta para salir del harén, no la volví a mirar pues creía que adivinaría mis pensamientos con sus poderes de hechicera. Agitado, me alejé de allí presintiendo que si Kina se encontraba en aquel lugar, tan apartado de la fiesta y el bullicio, no me había topado con ella de manera accidental sino que ella así lo había querido. En la soledad y la negrura de los corredores, oculto de curiosos y extraños, me derrumbé llorando amargamente ante la perspectiva de que Kina pudiese lastimar nuevamente a mis seres queridos, por lo que me juré a mí mismo que esta vez no se lo permitiría aunque me costase la vida.
Capítulo 24
A la siguiente jornada, a primeras horas de la mañana, supe por Binnet que Zelap se encontraba en buen estado y que según lo planeado no mantuvo relaciones con Tutmés. Zelap le comunicó que el Faraón había resistido el efecto de la poción mucho más de lo que esperaban ya que tomando su lugar, Talip se unió primera al monarca siendo desvirgada, tras lo cual luego de un breve descanso, él intentó lo propio con Mapalip, pero aún antes de penetrarla cayó profundamente dormido.
Luego de que el soberano se unió al resto de las princesas de las tierras del norte en los días subsiguientes, inició los preparativos para el comienzo de una nueva campaña cuyo objetivo último era la conquista del reino de Naharín para los próximos años. El nuevo "Guardador del tiempo", el astrólogo real Djet, elegido por el propio Faraón luego del fallecimiento del venerable Rahotep, había comunicado al soberano que una estrella que había comenzado a brillar con inusitada intensidad, recientemente avistada en los cielos orientales, anunciaba que "La marcha de un numeroso ejército provocaría la caída de un gran reino". Azuzado por tan promisoria perspectiva, Tutmés decidió partir de inmediato hacia las tierras del norte, llevando a las tropas regulares y a grupos de mercenarios reclutados entre las tribus del desierto occidental, en un despliegue pocas veces visto.
Conociendo de antemano que Tutmés movilizaría los ejércitos por tierra hasta Khinakhny, recaudando impuestos y exigiendo tributo a los pueblos vasallos de los países dominados, imaginé que no precisaría de mis servicios teniendo presente que cualquiera de los funcionarios de la corte encargados del intercambio diplomático, podía cumplir con las funciones básicas de protocolo y formalidades propias de las ceremonias en que los reyezuelos de las naciones subyugadas presentaban sus presentes al Faraón en señal de sumisión. Especulando con que Tutmés no reclamaría mi presencia en calidad de traductor durante el primer semestre de la expedición, pedí audiencia para hablar con él.
—- Os iba mandar a llamar.—- dijo Tutmés mientras observaba los mapas que le mostraba uno de los jefes de carros. Su actitud hacia mí fue más cordial y despojada del hieratismo que mostró en nuestro anterior encuentro. Tutmés se parecía un poco más al magnánimo soberano que yo había conocido en años anteriores que al inaccesible dios de los últimos tiempos. —- Pero, primero decidme el motivo por el que habéis solicitado audiencia.—-
—- Mi Buen Señor, venía a rogaros que me permitieseis permanecer en Kemet hasta el comienzo de la próxima estación de Shemu, con el fin de estar con mis padres y mi hijo, de quienes estuve separado durante tanto tiempo.—- dije, con la principal motivación de poder acompañar a Zelap durante el nacimiento de nuestro hijo.
—- Podéis quedaros en Waset hasta el final de Peret, pero no más que eso, pues tengo planes para vos.—- respondió Tutmés, meditativo.—- Os confiaré una importante misión.—-
—- Estoy a vuestras órdenes, mi Buen Señor. ¿De qué se trata?—- pregunté curioso, al observar el semblante preocupado del Faraón.
—- He recibido noticias de Ashshurbel Nisheshu. Según el líder rebelde se rumorea que Parsatatar abdicaría en favor de su hijo Saushtatar como compromiso para la reunificación de la nación hurrita y el reestablecimiento del consejo de ancianos con representación de todas las tribus del país de Hurri.—- respondió.
—- El fortalecimiento de los hurritas hará peligrar la paz en Djahi.—- respondí.
—- Así es. —- dijo el general Tutti, interviniendo por primera vez en la conversación.—- Los príncipes amorreos de Djahi se sentirán fuertes al contar con el respaldo de los ejércitos de Saushtatar secundado por el Pankhu. Incluso el norte de Retenu se convertirá en un hervidero.
—- Por ello os necesito.—- me dijo Tutmés.—- Luego de emprender la campaña y de afirmar mi autoridad sobre las tierras de Retenu y Khinakhny, avanzaré sobre Djahi para finalmente conquistar el país de Naharín. Pero para ello será preciso coordinar acciones con los enemigos de los hurritas.
Viajaréis al reino de Hatti y luego os infiltraréis con los mercaderes que recorren las rutas de comercio hasta el corazón del país de los ríos invertidos, para finalmente desde allí, ir al encuentro del líder asirio. Con la información que obtengáis y la colaboración de nuestros aliados invadiremos la tierra hurrita y destruiremos Washukany hasta los cimientos.—- sentenció Tutmés convencido, como si estuviera hablando de ir de cacería de ocas a los pantanos del delta.
Por supuesto, no sería yo tan insensato de aventurar la más mínima muestra de desacuerdo ante el ambicioso y, desde mi opinión, inalcanzable anhelo del soberano, después de haber recibido su autorización para permanecer cerca de mi amada. Asentí de buen grado, como si confiase tan absolutamente en sus palabras cual si hubiesen sido pronunciadas por el propio Amón-Ra. Simplemente me retiré agradecido de la generosidad de su majestad, rogando a los dioses que nada pospusiera la fecha de su partida.
Luego de que el soberano se ausentara de Waset hacia las ciudades del norte, me sentí a mis anchas para moverme por la capital en busca de Menwi. No me costó demasiado saber de ella, pero me llevó algún tiempo ubicar su paradero exacto, debido a que se había trasladado a una pequeña y retirada aldea situada sobre la orilla occidental hacia el sur de la metrópoli.
Los aldeanos me indicaron el sitio en que vivía la nueva habitante del caserío.
La luz crepuscular bañaba la humilde cabaña de adobe y junco que se levantaba en la empinada callejuela que conducía hacia la falda de las desnudas formaciones que limitaban el valle.
El niño, sentado al borde del sendero matando hormigas con un palito, me miró impávido al escuchar mi voz.
—- ¿Cómo habéis estado muchachito?—- pregunté a Zanakht, al que tardé en reconocer debido a lo mucho que había crecido desde la última vez. Intenté acercarme para estrecharlo en un abrazo pero se alejó de mí.
—- Bien.—- se limitó a decir, con su parquedad de siempre, mientras se alejaba hacia la ribera. No se alegraba de verme o quizás, con su indiferencia me castigaba, por el tiempo que me había ausentado de sus vidas. ¿Cómo saberlo?, tal vez solo era mi Ka cargado de culpa que interpretaba como reproche la inocente timidez de un niño.
Antes que me aproximara a la puerta de la casa apareció Menwi llegando por la senda que bajaba de la colina. Al verme no pudo disimular su alegría, pero rápidamente la reprimió reemplazándola por una actitud de fastidioso desdén que me sorprendió por su puerilidad. Se perdió dentro de la vivienda sin siquiera saludarme.
—- Veo que no os agrada mi visita.—- dije desanimado, pues no imaginaba ese recibimiento.
—- No sé que esperabais. Tal vez quisierais que saliese a llamar a los vecinos para convidarlos con una gran fiesta en vuestro honor.—- respondió con cruel ironía.
—- Tan solo deseaba el saludo cordial de una buena amiga.—- dije.
El llanto de una criatura acaparó su atención. Llegó junto a la cuna que se encontraba bajo la ventana, levantó a la pequeña y en un rápido movimiento levantó su blusa y la puso a mamar de su turgente seno.
Nada respondió y dirigió su mirada hacia su hija ignorándome lisa y llanamente.
No era la Menwi que yo dejé antes de irme, pero tampoco era la mujerzuela que yo había conocido en aquella taberna de rufianes. Su cabellera se veía desaliñada y sucia; su cuerpo delgado mostraba los efectos de la pobre alimentación. Se sintió incómoda al darse cuenta que la observaba. Trató de acomodarse el cabello enmarañado, y secando el sudor de su rostro, sintió vergüenza de si misma. Rebeldes lágrimas surcaron sus mejillas que vanamente se apuró a eliminar con su mano.
—- ¿Puedo ver a vuestra hija?—- pregunté.
Ante la ausencia de negativa por su parte, ingresé cautelosamente en el pequeño cuarto bañado por la mortecina luz del atardecer.
La niña era hermosa. Tez morena, delicadas facciones y grandes ojos oscuros con los que sonreía tiernamente a su madre. Podría haber sido mi hija o la de cualquier hombre de Kemet. Se parecía en un todo a Menwi.
—- Es muy bella.—- comenté.
Sin responderme, devolvió la sonrisa a su niña que dejó de mamar por un instante para, de manera franca, dedicarle a su madre la risa más dulce.
—- Volved a Waset con nosotros.—- sugerí.
—- No necesito de vuestra compasión.—- respondió, orgullosamente.
—- No lo hacemos por caridad sino porque os queremos. Piensa que allá estarán mucho mejor.—- traté de persuadirla.
—- No soy un mendigo que espera vuestra limosna, Shed. No os preocupéis por nuestra seguridad. Puedo mantener a mis hijos sin ayuda de nadie.—- contestó de manera agresiva.
—- ¿Qué motivo tenéis para tratarme como si yo fuera el esposo que os abandonó?—- pregunté molesto.
Como no tenía contestación válida a mi cuestionamiento respondió con otra pregunta llena de sarcasmo.
—- ¿Cuál es la razón de que el honorable funcionario de su majestad venga a esta pocilga?—- me espetó.
—- ¿Por qué me atacáis, Menwi? ¿Qué hice para merecer vuestro desprecio?—- pregunté, exasperado por su actitud.
—- ¿A qué vinisteis, Shed?, ¿Queréis saber si la niña es vuestra hija?, ¿Deseáis aliviar vuestra conciencia o solo vinisteis a saciar la curiosidad?—- inquirió agresivamente, como una fiera herida haciendo frente a su verdugo.
—- No me importa si es o no es mi hija.—- respondí, dejándola momentáneamente desconcertada.—- Quiero que regreséis conmigo a la ciudad. No debéis seguir sola en esta aldea. En Waset tendréis más posibilidades de trabajo como partera, y podréis darles una mejor vida a los niños.—-
—- Aquí también puedo ser comadrona.—- respondió, obcecadamente.
—- No seáis caprichosa, Menwi. Ni siquiera hay suficientes mujeres en este sitio. ¿Queréis decirme cómo os ganaréis el pan con dos o tres partos por año? Si vuestro estúpido orgullo os lleva a rechazar mi ayuda, me mantendré lejos de vos, pero no les neguéis a vuestros vástagos la oportunidad de un futuro mejor. Además, si la niña fuera mi hija tengo tanto derecho como vos a decidir por su suerte.—- repliqué.
—- Sabía que habíais venido a buscarme por ese motivo. No quiero que os creáis obligado por ella para conmigo. La niña no es vuestra hija.—- dijo.
No estaba seguro si decía la verdad, de todos modos no podía darle la respuesta que ella ansiaba.
—- Ya os dije que no vine a buscaros por la pequeña sino porque sois mi amiga, os quiero, y me preocupa vuestro bienestar. Jamás os engañé diciendo que os amaba como un esposo ama a su esposa y tampoco lo haré ahora. A pesar de lo que ocurrió entre nosotros siempre fui sincero y de mi lengua no remontó vuelo mentira alguna para endulzar vuestros oídos.—- expresé con claridad, aunque lastimase sus sentimientos.
Todo cuanto le expresé era verdadero, pero no me atreví a mencionar en aquel momento mi relación con Zelap y que esperábamos un hijo. Menwi era muy desconfiada y pensé que recelaría acerca de los motivos por los que la busqué.
—- Fui una tonta al creer que podríais enamoraros de una meretriz.—- reflexionó con tristeza.
—- Os equivocáis, Menwi. Una vez estuve enamorado de una señora del harén que despreciaba cualquier concepto de moralidad, repudiando por puro placer hasta el más elemental sentido del recato que vos jamás hubieseis osado transgredir. Pero los sentimientos, y en especial el amor, no son guerreros que como un jefe de tropa podemos controlar y dirigir, sino que, por el contrario, cual salteadores de caminos, nos sorprenden cuando menos los esperamos haciéndonos rehenes y prisioneros. Estuve a punto de ser condenado a muerte y mi conciencia aún carga con un pesado lastre por las calamidades que aquella relación prohibida ocasionó a los míos.—- dije.
—- Tal vez os juzgué mal y los sentimientos que guardo por vos me traicionaron, haciéndoos responsable de lo que no tienes culpa. Perdóname por comportarme como una niña.—- dijo lloriqueando avergonzada.
—- No hay razón para pedir perdón. Solo deseo que volváis al hogar de mis padres con los niños, hasta que podáis encontrar un buen sitio para vivir con ellos. Kai se alegrará mucho de tener junto a él a Zanakht.—- comenté, asiendo tiernamente su mano, mientras con el dorso de la otra enjugaba las lágrimas de sus mejillas.
—- No podría regresar a casa de vuestros padres luego de haberme comportado de manera tan ingrata con Amunet.—- dijo Menwi.
—- Podéis quedaros en mi hogar con la niña, pero deja que Zanakht viva con mis padres, su presencia hará muy bien a Kai.—- más me preocupaba el carácter huraño y solitario de Zanakht que la compañía que pudiese hacerle a mi hijo. Kai, siendo varios años menor que él, era más afable y ya había hecho muchos amigos en la aldea de los artesanos. Me afligía que Zanakht se transformase en un muchacho insociable y resentido. El tiempo me demostró que mis temores no eran infundados.
Mis padres recibieron a Menwi como a una hija, y mi madre, pronto quedó prendada por la gracia de la dulce Merty, que es como Menwi llamó a la niña. Pronto Amunet convenció a Menwi de retornar a casa con ellos ya que en mi hogar ella pasaba muchas horas sola.
Mi madre insistía continuamente a Pentu que Merty se parecía a mi hermana Eset cuando era recién nacida, aduciendo el parentesco, a pesar de que Menwi había negado mi paternidad. Mi padre y yo coincidíamos en que a esa corta edad muchos niños se parecen entre sí, y por otra parte, no imaginaba razones para que Menwi mintiera respecto de quién era el padre de su hija. Sin muchos detalles, le dijo a mi madre que el padre de Merty era seguramente un marino de paso con el que había estado durante una de las últimas noches en que trabajó en la casa de las meretrices.
Satisfecho y tranquilo de tener nuevamente con nosotros a Menwi, me entregué de lleno a mis ocupaciones en palacio con el fin de mantenerme cerca de Zelap tomando como excusa la ayuda que ella y sus hermanas me proporcionaban en la traducción y trascripción de misivas y documentos provenientes de las tierras del norte.
Las frecuentes tormentas de arena y el enrarecimiento general del clima sobre todo al norte del país, disminuyó la brillantez de los días, provocando amaneceres y crepúsculos extraños, y días más fríos que lo normal para aquella época del año, motivando que el Visir autorizara al Chambelán a trasladar el harén hacia la residencia del sur.
Mientras los miembros del harén habían abandonado Waset para trasladarse al complejo palacial de la "Isla de los elefantes" cerca de la ciudad fronteriza de Sunnu, antes del comienzo de la inundación, Zelap y sus hermanas permanecieron en la capital con el pretexto de las dificultades que tenía mi amada con su embarazo, que ya alcanzaba el quinto mes, mientras todos suponían que apenas llegaba a la decimosegunda semana de gestación. Zelap se encontraba en perfecto estado y nuestro hijo crecía fuerte y sano en su vientre.
Aquella tarde, habíamos estado trabajando juntos en la sala de escribas con la traducción de una tablilla llegada desde tierras amorreas, bajo la atenta vigilancia de los eunucos del harén y las curiosas miradas de los burócratas, más pendientes de nuestra actividad que de sus propias ocupaciones. Robándome alguna caricia de la mano de Zelap, rozando casi imperceptiblemente su piel en un acercamiento aparentemente accidental y halagándola con palabras dulces al oído de una mujer en la lengua que los guardianes del Faraón nunca comprenderían, nos prometimos un encuentro amoroso para esa noche en que la residencia se encontraba más desierta que nunca, y luego lo estaría más, cuando los funcionarios que aún quedaban se retiraran a sus villas.
En algunas pocas ocasiones pudimos estar juntos cuando sobornando a cierto guardia de palacio, conocido de mi amigo Maya, permitía la salida de Zelap vestida como una sirviente de la residencia. Empero, esa noche sería más fácil que yo me escabullera hacia el interior de la misma, antes que intentar que Zelap saliese disfrazada, sin casi haber mujeres por quien hacerse pasar. El mal tiempo de los últimos días también contribuyó para que los funcionarios abandonasen la residencia más temprano ya que el viento arreciaba con mayor intensidad después del ocaso.
Provisto de una capa oscura que permitiera mis movimientos en las penumbrosas estancias, permanecí oculto en la quietud de la sala del trono hasta que los corredores quedaran desiertos luego de la salida de los últimos escribas.
Deslizándome sigilosamente entre las sombras llegué ante la habitación de mi amada. La puerta debía estar abierta según habíamos convenido con Zelap, pero al llegar se hallaba cerrada. Imaginé que Zelap lo había olvidado, tal vez por ansiedad o quizá la hubiese cerrado por temor a que los guardias de palacio en sus rondas por la planta baja pudiesen advertir alguna actividad sospechosa. Luego de asegurarme que los custodios de la residencia no se encontraban cerca, di suaves golpecitos en la madera apenas audibles y esperé. Me resultó extraño que Zelap tardase en abrir sabiendo el riesgo que yo corría de ser descubierto en aquel sitio, mas, intranquilo como estaba y cuando me disponía a intentar yo mismo accionar la manija, comenzó a abrirse lentamente.
Al ingresar en la sala que se encontraba casi tan oscura como el corredor, no reconocí a la mujer que me había permitido el ingreso pero creyendo que se trataba de Zelap la saludé como de costumbre.
—- Querida . . .?.—- al verla mejor, enmudecí, comprendiendo que algo malo estaba ocurriendo.
La tenue luz proveniente del otro extremo de la estancia me permitió reconocerla. No era Zelap sino su hermana Talip quien estaba conmigo, y su rostro se encontraba surcado de lágrimas y la aflicción deformaba sus facciones.
—- Qué sucede . . .?.—- pregunté en lengua hurrita, preocupado de que algo le hubiese pasado a Zelap.
—- Bienvenido, Shed.—- dijo una voz en lengua hurrita con una extraña pronunciación, salida de la oscuridad.
La piel se me erizó al saberme descubierto en flagrante delito, pero más aún al descubrir aquel acento extranjero tan desagradablemente familiar.
—- No habéis defraudado mis expectativas, mi querido. —- dijo Kina, adelantándose vacilante, como si estuviese ebria, hacia la lámpara para que pudiera verla. Detrás, en un rincón, yacían temerosos y confundidos Minok y Ashima, y a su lado Zelap y Mapalip amordazadas, bajo el control de tres jóvenes esclavas negras de la princesa asiática.
—- ¡Perdonadme!, ¡No pude advertiros por miedo a que ella hiciera daño a mis hermanas!—- dijo Talip, llorando angustiada.
Gozando su momento de triunfo Kina, con una amplia y malvada sonrisa, se recostó sobre los cojines extendidos cerca de la ventana. Daba la impresión de estar ebria.
—- Qué ingenuo sois al creer que dejaría Waset para ir al sur con el resto del harén lleno de viejas chismosas, mujeres aburridas y niños incordios. ¿Cómo pensasteis que me perdería la romántica escena de veros llegando hasta el aposento de vuestra amada a entregarle vuestro amor?—- dijo, burlándose de nosotros.
Mientras Kina disfrutaba de prolongar nuestro sufrimiento brotaron de mi memoria los aciagos recuerdos de otros tiempos. El suicidio de Ahset, el juicio, la muerte de Tausert. No podía ser cierto lo que me estaba ocurriendo, no, no otra vez. Por qué fui tan confiado, cómo pude ser tan estúpido al pensar que Kina dejaría la capital cuando su mirada aquella noche de la fiesta demostraba que ya sospechaba de mis actividades. Me sentí acorralado y tan vulnerable que experimenté el impulso de lanzarme hacia ella y estrangularla.
Talip me contuvo, aferrándome del brazo al adivinar mis intenciones.
—- No Shed. Dará la alarma a los guardias y todo habrá terminado.—- dijo ella preocupada.
—- ¿Me atacaréis, Shed?—- preguntó riendo irónicamente, sin moverse de su lugar.—- Un solo grito de mi parte y todos los custodios estarán aquí. Vuestra amada y el bastardo que lleva en su vientre serán condenados a morir. ¿O me equivoco acerca de que el hijo que lleva en sus entrañas no tiene una gota de sangre Real?.—- inquirió con malévola mueca.
Ni siquiera intenté desmentir su aseveración, ya no tenía sentido.
—- ¡Ah, vuestro silencio dice mucho, Shed!—- rió a carcajadas.
Hizo señas para que sus esclavas liberaran a Zelap y Mapalip. Zelap se aproximó acongojada, y se abrazó a mí llorando desconsolada.
Estábamos en sus manos. Fuera lo que fuese que tramara no podía darme el lujo de provocarla.
—- Ya podríais haber alertado a los guardias y no lo habéis hecho. ¿Qué queréis de mí?—- pregunté, desconcertado al no imaginar qué pretendía.—- Venderé todo lo que tengo para dároslo si lo que queréis es riqueza.—- dije, tentando su avaricia.
Volvió a reír con más desparpajo aún al punto que temí que la escucharan desde el exterior.
—- No solo tengo más de lo que quiero, sino que nunca podré gastarlo enclaustrada en esta prisión dorada.—- expresó, hastiada de su vida del harén. —- ¿Sabéis que quiero? Os quiero a vos. Seréis mi mascota, mi sirviente. Os tengo en mi poder y no podéis negaros a hacer mi voluntad.—- afirmó, desafiante.
La observé con cierta perplejidad pues no pensé que prefiriese hacerme esclavo de sus caprichos pudiendo acusarme rápidamente para que me condenasen a muerte y vengar la humillación sufrida por mi culpa. Mas, su perversidad pronto me demostraría que la venganza que ella imaginaba podía ser un suplicio aún más lento y penoso.
—- Acercaos, ven, sentaos junto a mí.—- dijo a Talip.
Ella se aproximó lentamente, con recelo.
—- Ven. —- insistió.—- No os haré daño.—- le dijo, asiendo su mano y atrayéndola a su lado de un modo sensual, morboso.—- Vos sabéis que ningún hombre debe siquiera desear a cualquiera de nosotras porque somos propiedad de nuestro señor, el Faraón, . . . —- le decía a Talip como si le estuviese dando lecciones de moral.—- sin embargo, no quiero decepcionar a los enamorados que se han dado sita hoy, y, como soy muy romántica, os invito a ver como se aman.
—- Por favor, no dejéis que los niños vean esto.—- rogó Zelap, acongojada.
—- ¿Podemos llevarlos a la otra habitación?.—- preguntó Talip.
—- Puedo llevarlos yo.—- sugirió Mapalip.
—- No, vos os quedaréis con nosotras.—- dijo secamente, Kina.
—- Minok teme a las negras. Cree que son demonios a causa de su piel oscura. No hay gente como ellas en mi tierra.—- insistió Mapalip.—- Llorará si alguna de nosotras no se queda con él. Su llanto podría alertar a los guardias.
—- No me importa lo que hagan. Nadie saldrá de aquí.—- dijo Kina.
Kina permaneció pensativa por un instante.
—- Para hacer más atractivo el juego a Shed le será impedida la visión, como en aquellas noches en que disfrutaba de los placeres sensuales con mi difunta amiga, la señora Ahset.—- comentó, avergonzándome.—- Igualmente, tápenle los oídos.—- señaló finalmente.
No comprendía que se proponía, pero de cualquier manera debía hacer lo que me ordenara, no tenía otra opción.
Con dos de mis sentidos anulados completamente esperé sentado en el suelo a que me indicaran lo que Kina quería.
Me angustiaba sobremanera lo turbada que se sentiría Zelap de ser obligada a hacer el amor delante de sus hermanas y demás extraños. Por otra parte, me preocupaba que la situación le ocasionara cierto nerviosismo que afectara a nuestro hijo. Sin embargo, en lo referente a lo estrictamente sexual ya habíamos estado juntos anteriormente y nada malo había ocurrido, por lo que en cierta forma me tranquilicé al respecto.
Fui obligado a pararme para ser desvestido. Completamente desnudo permanecí unos momentos de pie, desconcertado. No podía ver ni escuchar absolutamente nada. Me hicieron arrodillar y luego sentí los tiernos labios de Zelap, besándome, e intenté abrazarla pero me lo prohibieron apartando mis manos de ella. La piel de sus mejillas se hallaba húmeda. Zelap estaba llorando. Adivinaba su tristeza y presentía su desconsuelo. El momento era realmente humillante para una dama como ella. Involuntariamente y a pesar de la vergonzosa situación me sentí excitado por sus besos luego de semanas de no hacer el amor. Luego sus labios se esfumaron pero sus caricias sobre mi cuerpo aumentaron más mi deseo. En la oscuridad y el silencio que me rodeaban, mi piel parecía sensibilizarse al extremo, agudizando su percepción ante el más mínimo roce, ante el más leve contacto de sus manos. Quise tocarla pero nuevamente me fue negado.
Me hicieron inclinar hacia ella para que nos uniésemos. Ella temblaba y percibí su tensión. Antes de penetrarla intenté detenerme pues sabía lo que Zelap estaría padeciendo en aquellas circunstancias bochornosas. Una mano anónima empujó mi espalda induciéndome a continuar el acto. Me acerqué a su rostro pero fui apartado con brusquedad por alguien más. Lentamente penetré en su intimidad percibiendo la estrechez de su vagina, como cuando la primera vez que hicimos el amor, al hallarse sumamente nerviosa. Sabía que sería doloroso para ella, pero la mano en mi espalda me empujaba con violencia. La sensación era intensa y a pesar de mi intención de frenar el movimiento, era impulsado una y otra vez contra su cuerpo. De pronto, percibí algo líquido y tibio en mi pene. Mi aflicción se hizo extrema al imaginar que algún daño podía haberle causado a Zelap. Alarmado me detuve apartándome de ella y, luchando contra quienes intentaban obligarme a continuar, me saqué la venda de un tirón.
La perversidad de Kina me dejó azorado. Todavía con mis oídos tapados, vi a Zelap lejos de mí, contra la pared, su rostro demacrado, horrorizada ante la deshonrosa situación en que nos había puesto Kina. Reemplazando a Zelap por una de sus hermanas, la maligna mujer me había llevado a desflorar a Mapalip su joven hermana, que hasta aquel día fue casta.
Apesadumbrado, me saqué los tapones de mis orejas.
—- ¡¿Por qué castigáis a los inocentes por mis culpas?!.—- pregunté encolerizado.
Sin prestarme atención, se acercó a nosotros.
—- ¿Qué tenemos aquí?. ¡Pero qué descubrimiento!.—- dijo Kina burlonamente, observando la sangre que manchaba la entrepierna de Mapalip.—- Parece ser que la jovencita había escapado del soberano en la primera noche.—- expresó con ironía.
Completamente turbado, oculté mi rostro con mis manos sin poder disimular mi pesar. Me sentí profundamente consternado al propio tiempo que furioso, pero nada podía cambiar ya.
Zelap se hallaba estupefacta, con la mirada perdida en el vacío. Mapalip lloraba desconsoladamente acurrucada contra su hermana, acongojada por la humillación a que la princesa la había sometido. Compungida, Talip procuraba calmarla vanamente evitando mirarme.
Buscando mis ropas, alargué mi brazo asiendo mi taparrabo y el faldellín para cubrir mi desnudez. ¿Cómo hubiese podido adivinar que no era Zelap?. Y aún si hubiese sabido, ¿Podría haberme negado a cumplir su voluntad?.
Permanecí inmóvil en un rincón, paralizado física y mentalmente, invadido por una desoladora sensación de impotencia frente a la perspectiva de transformarme en un juguete de la inconcebible malignidad de aquella mujer. ¿Qué me vería compelido a hacer para pagar su silencio?.—- un fuerte escalofrío recorrió mi cuerpo de solo pensarlo.
Kina indicó a sus esclavas que salieran. Observando la escena se mostró satisfecha, casi exultante.
Al llegar a la puerta antes de marcharse, me amenazó:
—- Si intentáis hacerme algún daño, sabed que alguien más está al tanto de todo y que si algo llegara a ocurrirme, esa persona dará a conocer vuestro secreto al Faraón.—- amenazó.
—- ¿Y si vuestro cómplice nos delata para ganar el favor del soberano?.—- pregunté.
—- No desobedecerá mis órdenes pues yo también conozco sus secretos y son muy peligrosos, librados a mi arbitrio.—- dijo.
—- Pero vuestras esclavas también saben todo.—- advertí.
—- Ellas nunca hablarán. Les hice cortar sus lenguas cuando las compré.—- concluyó riendo, mientras desaparecía en la penumbra de los corredores.
Capítulo 25
Los siguientes días estuve intentando seguir con mis actividades pues lo que más me convenía era que nadie más supiera lo que había ocurrido aquella noche, sin embargo, me era absolutamente imposible seguir el curso de su vida cuando sabía que el futuro de todo lo que amaba dependía de la voluntad de ese demonio con aspecto de mujer. A través de Binnet pedí a Zelap que mantuviese al corriente de las actividades de Kina. Me era imprescindible saber con quién se veía, que hacía durante la jornada, qué lugares de Palacio frecuentaba, de manera que pudiese descubrir quién era su cómplice y que es lo que estaba tramando.
Una orden del propio Visir obligó a las damas del Harén que aún se encontraban en la capital a ser escoltadas hacia la residencia del sur donde permanecerían hasta el final de la estación de Peret. La cuestión del traslado complicaba la situación aún más porque a la distancia no podría ayudar a Zelap si algo le ocurría ni seguirle los pasos a Kina, que hasta ese momento, extrañamente, no había vuelto a tomar contacto conmigo, ni siquiera para recordarme que me tenía en su puño pero, sus exigencias no se hicieron esperar y al final de esa tarde me llegó un papiro en el que me ordenaba que con cualquier excusa pidiera al Visir que me dejara trasladarme a Sunnu con las damas del Harén, seguramente pensando en tenerme cerca quizá por temor a que huyera del país, evitando la acusación de traición al Faraón. Jamás hubiese abandonado a Zelap ni a mi familia para salvar mi pellejo. La orden de Kina solo me facilitaba las cosas ya que en una ciudad pequeña como Sunnu podría moverme a mis anchas sin el control del Visir y las miradas desconfiadas de los demás funcionarios de Palacio en Waset.
No sin algún reparo, el Visir autorizó mi viaje a Sunnu ante mi solicitud, teniendo en cuenta que me resultaría imposible continuar con la traducción de la correspondencia llegada de los reinos cananeos y hurritas, que resultaba vital para las aspiraciones del Faraón sobre los territorios de Naharín, sin la ayuda de Zelap. Más aún, ella estaba colaborando en mi perfeccionamiento de la lengua hitita que hablaba con fluidez. Las variaciones regionales de la lengua hurrita a veces hacían muy compleja la correcta traducción de los textos cuyos contenidos no podían ser interpretados de manera errónea por las consecuencias que podían acarrear. Desde el comienzo del reinado, Tutmés había adoptado la estrategia de especializar a sus representantes para los territorios extranjeros, entre los que me encontraba, en las lenguas y dialectos de las diferentes zonas de influencia de su imperio para mejor administrarlos y mantener cualquier intento de correspondencia subversiva bajo control. Aunque mis conocimientos eran buenos, era imposible dominar la terminología de toda la región cuando en ocasiones un río o a veces un arroyo separaba a poblaciones que hablaban lenguas por completo diferentes. Esta situación es bastante diferente a la de mi país cuya unidad lingüística es casi completa.
Volviendo a los hechos que conmocionaban mi vida, os contaré que en menos de una semana estaba instalado en una pequeña y agradable villa del norte de Sunnu, sobre la ribera oriental del Hep-ur, frente a la Isla de los Elefantes en donde se encontraba parte de la Residencia Real entre cuyas instalaciones se hallaba el Harén con sus aposentos y jardines. Como parte del mismo se contaban la sala del trono, la sala de escribas que hacía las veces de escuela para los descendientes de la familia real dirigida por eunucos muy bien capacitados, la cocina y los baños. El resto de la Residencia se encontraba en la orilla occidental contando con un parque, terrazas floridas y hasta un zoológico con animales exóticos de las salvajes tierras del sur, como jirafas, monos, elefantes y aves de bellísimo plumaje desconocidas en Kemet.
Mi amiga Binnet como encargada de la cocina fue llevada junto con las demás sirvientes de Palacio para atender a la Reina Meryetra, a las esposas secundarias y a las concubinas del Faraón. Habiendo podido mantener oculta nuestra amistad a los ojos de Kina, la labor de Binnet espiando sus movimientos dentro del Harén tal vez resultara importante para descubrir los planes de la princesa asiática.
Por Binnet, supe que Sekhemib, el Chambelán, para mi alivio, no tenía buenas relaciones con Kina y que ella se cuidaba de no llamar su atención, demostrando sumisión a su jerarquía. Binnet, me aseguró, como yo mismo creí advertir a pesar del poco trato que teníamos, que a pesar de su carácter hosco y autoritario, el viejo burócrata era un funcionario honorable y sumamente estricto en el cumplimiento de sus deberes. Ese hombre no tenía secretos y ni siquiera Kina podía manipularlo. Si bien me tranquilizaba que Sekhemib no estuviese implicado, nada sabía del resto de los funcionarios.
Si bien veía a Zelap con frecuencia por mis trabajos de traducción, la situación era sumamente tensa debido a la presencia del propio Chambelán, escribas, ayudantes y hasta de sirvientes, que constantemente merodeaban por la sala a causa de la reducida amplitud y menor número de estancias de la residencia real de Sunnu en relación al de la ciudad capital.
Aunque la situación hubiese sido diferente, Zelap se mostraba indiferente y esquiva. Nuestra relación había quedado claramente afectada por el episodio en que Kina me había obligado a desflorar a su joven hermana. Hacía todo lo que estaba a mi alcance para demostrarle mi amor, intentando compensarla por tantas amarguras vividas desde que Kemet invadió su tierra, pero, todo parecía aumentar su desconsuelo.
Luego de varios intentos por encontrarme con Zelap fuera de palacio, pude verme con ella una desapacible noche en que una fuerte tormenta de arena iniciada esa mañana había recluido a las señoras del harén posibilitando la salida subrepticia de mi amada durante el ocaso.
Llegó acompañada de Binnet quien la guió hasta el templo del Dios Khmun en la orilla oriental del Hep-ur donde, ante el solitario pórtico, la estaba esperando desde antes de que el pálido disco de Ra descendiera hacia sus aposentos occidentales tras un espeso manto de polvo.
Las llamas de las antorchas junto a los pilones de ingreso al ser agitadas por el viento, proyectaban nuestras sombras en la arena como fantasmales serpientes que ondulaban espasmódicamente sus siluetas.
Sin quitarse el manto que cubría su cabeza, Zelap se acercó a mí lentamente, al tiempo que Binnet se alejaba de nosotros para dejarnos a solas. Aferré sus manos con ternura para llevarlas a mis labios y besarlas pero, ante su actitud renuente, preferí no hacerlo.
—- Amor mío, no imagináis lo feliz que me hace teneros a mi lado de nuevo.—- dije, arrodillándome para besar su turgente vientre.
Al parecer mi acción la sorprendió, derrumbando su sentimiento de desconsolada indiferencia. Sus grises ojos tristes dejaron escapar un incontenible llanto, que sus esfuerzos por reprimirlo solo lo hicieron más conmovedor a mi alma angustiada por sentirme la causa de tantas desdichas. Abrazados el uno al otro, sin pronunciar palabra, permanecimos llorando sin darnos cuenta del tiempo, sin pensar en peligros, sin reparar en nuestros miedos, solos, ella, nuestro hijo y yo, desahogando nuestro dolor, vaciando la tristeza que inundaba nuestros corazones que no conocían el sosiego, la tranquilidad y la alegría desde que nuestros caminos se habían unido.
—- A veces siento . . . que ya no me quedan fuerzas para resistir tanta adversidad.—- dijo entrecortadamente desbordada por el llanto.
—- Si supiera que dando mi vida podría lavar las humillaciones que habéis sufrido y mitigar vuestra tristeza, lo haría sin pensarlo siquiera. Yo os amo como. . . —- cubrió mi boca con sus dedos, sin permitirme terminar la frase. Delicadamente desplazó su mano buscando mis labios con su frente. Rocé sus rizos dorados con mi barbilla bajando por su nariz hasta besar sus mejillas húmedas y tibias.
—- A veces pienso, —- dijo ella.—- que si dijésemos al Faraón que nos amamos tal vez él nos perdonaría y nos dejaría seguir juntos nuestras vidas. Mi unión con él no tiene ninguna importancia estratégica y tampoco significo nada para él. Además, tiene tantas esposas que ni siquiera las debe recordar a todas.—- dijo Zelap, como si todo fuera solo una pesadilla.
—- No, Zelap. En Kemet eso sería imposible. Comprendo que resulte difícil para vos aceptarlo, pero os aseguro que no hay otra manera de continuar, nuestras vidas y la de nuestro hijo, que permanecer ocultando nuestro amor.—- dije resignado.—- ¿Kina os ha maltratado?
—- Realmente no, al menos, no últimamente, y a mis hermanas tampoco.—- respondió, aliviada.
—- ¿Habéis notado algo sospechoso entre Kina y algún funcionario de palacio?.—-
—- Solo la he visto de vez en cuando conversar con el Chambelán.—- dijo ella.—- Lo que sí resulta curioso es la importancia que ha tomado para ella su amistad con una mujer del Harén. Kina no oculta que busca congraciarse con ella. Se trata de una muchacha muy joven, casi una niña, de la que ha ido ganando confianza a base de halagos y adulación desde nuestra llegada.—- comentó.
—- ¿Por qué creéis que busca congraciarse?—- inquirí, curioso.
—- Es obvio que la consiente y la protege de todos los peligros que acechan en el Harén. Con disimulo, Kina ordena a sus esclavas que prueben los alimentos antes que la joven los consuma, y cruza invectivas amenazantes con las demás mujeres que se comportan de manera agresiva con ella.—- expresó Zelap.—- ¿Creéis que pueda ser ella, su cómplice?.—- inquirió ansiosa.
—- No, creo que lo sea. El cómplice de Kina tiene que ser alguien de fuera del Harén cuyo poder, influencia o aparente imparcialidad en los asuntos que se agitan en su seno lo hagan merecedor de atención. Las acusaciones y calumnias nacidas dentro de su ámbito son tan frecuentes que actualmente solo provocan el fastidio del Visir y la indiferencia del Faraón.
Sin embargo, esta nueva relación de Kina es muy singular por otros motivos. Ella no tiene amigas, solo tiene a su alrededor personas que puedan servir a sus intereses. Por ello es extraño que Kina se comporte de manera tan maternal. ¿Conocéis el nombre de la joven?—- pregunté.
—- Su nombre es Naunekhet. Parece ser una princesa—- respondió.
El nombre me resultaba familiar pero no lo asociaba con ninguna dama del Harén y menos aún con una princesa.
—- Tal vez no sea princesa, sino, alguna concubina de rango menor.—- especulé.
—- Os aseguro que Kina se encarga de resaltar la condición real de la jovencita cuando habla de ella.—- aseguró Zelap.—- ¿Creéis que puede tener alguna importancia?.—- preguntó, al ver mi expresión pensativa.
—- Es posible.—- respondí, más por intuición que por conocimiento.
Dedicamos el resto de nuestra cita a curar nuestras heridas del corazón con caricias, tiernos besos y palabras que nos llenaran de amor para poder resistir los embates de la hostilidad que se avecinaba.
A través de mi intercambio epistolar con el Visir, ocupado en las cuestiones del reino en la ciudad de Mennufer, pude conocer los detalles relacionados con la nueva protegida de Kina. Zelap estaba en lo cierto. Se trataba de una princesa, una de las más jóvenes de la familia Real de Kemet. Tenía por antecesores al legendario Faraón Kamose y a su Gran esposa real, es decir que la muchacha era tataranieta de una hija del Gran Faraón que condujo la expulsión de los Heka-hasut de nuestro país. A pesar de que la estirpe de la joven no pertenecía a línea directa de los príncipes más cercanos al poder de las últimas generaciones, era descendiente directa del hermano mayor del fundador de la dinastía, además, considerado un mito por su valentía y personalidad. Como me había comentado Zelap el nombre de la muchacha era Naunekhet y, hasta poco tiempo atrás, nadie tomaba en cuenta su presencia en el Harén por dos razones fundamentales. La principal era que su salud nunca había sido muy buena y que los curanderos reales dudaban de sus posibilidades de procrear a causa de las repetidas enfermedades febriles que la habían aquejado durante su infancia.
Su delgada figura y su aparente debilidad le restaban oportunidades de resistir un alumbramiento, a ojos de las comadronas de Palacio, si es que resultaba ser fértil. El segundo motivo que menguaba cualquier aspiración a un mejor futuro, era que su padre, tercer profeta de Ptah en la ciudad de Mennufer, tenía pocas oportunidades de progresar hasta el sitial de Sumo sacerdote del dios.
Sin embargo, y ante la sorpresa de la mayor parte de la corte, la joven Naunekhet, en poco menos de dos años había dejado de ser la niña enfermiza de antaño para transformarse en una mujer sumamente atractiva que no poca admiración comenzaba a despertar en Tutmés que, corto tiempo atrás, apenas la tuvo en cuenta para tomarla por esposa tan solo por su ascendencia real. Tampoco era despreciable la estrecha relación de amistad que había unido a Iset, la madre del Faraón, con la madre de Naunekhet antes de la muerte de la primera.
La bondadosa mujer había sabido ganarse la admiración y el agradecimiento del actual soberano en sus años de juventud, cuando personalmente dejó a su familia para atender a Iset en sus últimos meses de vida, cuando la Reina regente Hatshepsut le había retirado la atención de los curanderos reales por la aversión que sentía hacia ella, a causa de la preferencia que por Iset tenía el ya fallecido Tutmés II, del cual había sido concubina.
Pero, ¿qué relación tenía todo esto con la repentina amistad de Kina con la inocente Naunekhet?. La clave estaba en que, como me informara recientemente Binnet, siete lunas llenas atrás, la joven de solo catorce años había suspendido su sangrado mensual quedando preñada del Faraón. Su cuerpo había engordado poco pero su vientre rebosante de vida crecía sin complicaciones, comenzando a transformarse en amenaza para la reina Meryetra y para las pocas esposas secundarias y concubinas que habían podido darle un hijo varón al Faraón.
Conociendo a Kina advertí inmediatamente el interés que tenía en Naunekhet que, tímida e ingenua, resultaría una valiosa gema en sus manos si su matriz abrigase un heredero de sangre real. Ella, probablemente hubiese calculado el alcance de la relación entre Naunekhet, que devenía en una muchacha cada vez más hermosa, (blanco de los ataques y de las envidias de otras mujeres del Harén) y el Faraón, cuya principal debilidad era someterse a los deseos de mujeres jóvenes y bellas. Sin ninguna posibilidad de progreso propio, la princesa asiática apostaba al vientre de su protegida para influir en las futuras decisiones de Tutmés.
Si bien me quedaba claro que el objetivo primero de Kina era congraciarse con Naunekhet, existían cuestiones muy importantes que estaban lejos de mi comprensión. Me resistía a creer que Kina simplemente jugase sus mejores opciones a la posibilidad de que su protegida diese a luz un varón. Y, ¿qué ocurriría si tuviese una niña o si el niño o la madre morían durante el alumbramiento?. ¿Kina simplemente se conformaría con haber hecho el mejor esfuerzo y esperaría una nueva oportunidad?.
Estaba seguro que la respuesta era negativa. Además, aún si Naunekhet pariera un niño, el pequeño se encontraría rezagado en su derecho a la sucesión con respecto al principal heredero al trono, Amenhotep Akheprura, hijo de Meryetra, la esposa real.
Meryetra no era una mujer bella, ni joven, ni muy inteligente, pero había demostrado el suficiente carácter como para traicionar a Kina y hacer frente a la posibilidad de que la princesa asiática la acusara de cómplice en el escándalo que resultó de mi secuestro y que terminara con el suicidio de Ahset. Tutmés no se lo hubiese perdonado y seguramente la hubiese apartado del sitial de reina que ahora ostentaba. Empero, Kina no podría haberla delatado sin arriesgarse a que Meryetra la acusara de ser quien ideó el plan que desembocó finalmente en la muerte de la favorita del rey. Meryetra se arriesgó a perder sus prerrogativas pero Kina se hubiera echado la espada del verdugo en su cuello.
Kina jamás perdonaría la pérfida actitud de la reina, pero yo sabía que no se precipitaría cometiendo algún acto impulsivo. Por el contrario, esperaría el momento adecuado para vengarse de ella y disfrutar del sufrimiento de su enemiga. Sin embargo, cuándo y cómo lo llevaría a cabo eran cuestiones más allá de mis capacidades de especulación.
Aunque parecía peligrosamente trivial estar ocupando mis días en meter mis narices en los embrollos de Kina, en vez de intentar zafar prontamente y de la manera más simple de la telaraña en la que nos había atrapado, comenzó a obsesionarme la idea de descubrir la trama de los asuntos que movían sus intereses.
Tal vez, —- me dije, en aquel momento.—- no fuese descabellado pensar que todo estuviese relacionado pero, quizá solo estaba perdiendo un tiempo sumamente valioso en conspiraciones de alcoba y enredos de viejas chismosas. Una sola cuestión debía acaparar toda mi atención; cómo descubrir quién era su secuaz.
Una de aquellas noches mientras dormía y sin que mediara ningún mal sueño previo, desperté asaltado por un pensamiento que más que una revelación me pareció una elucubración insana de mi espíritu perseguido por los espectros maléficos que emanaban de Kina. Imaginé a Kina planeando asesinar al heredero para dejar el campo libre al hijo de Naunekhet y vengarse de Meryetra por haberla traicionado. Yo mismo había pasado por eso cuando Kina, intentando matar a Kai, provocó la muerte de mi esposa. Era fácil llegar hasta el hijo de un funcionario cualquiera que no esperaba ningún ataque y que no contaba con custodia alguna. Sin embargo, intentar hacerlo con Amenhotep sería muy distinto.
El heredero, era el niño más vigilado y protegido del Harén, sus comidas probadas por esclavos antes de que él las consumiera, sus alimentos procedían de animales y vegetales especialmente criados para él, las cestas con frutas eran revisadas previamente por los guardias en busca de serpientes o escorpiones, los objetos con que jugaba no podían ser agudos o con filo ante la posibilidad de que se colocara algún veneno en ellos. ¿Quién podría hacerle daño sino un suicida que se arrojara contra las lanzas de los custodios en el intento de llegar con un puñal entre sus vestiduras?. No, no sería posible tal cosa. Nadie en su sano juicio lo haría aunque Kina pagara con todo el oro del Templo de Amón.
Mientras tanto yo intentaba seguir los pasos de Henu el curandero real de quien yo suponía que, aunque no tenía pruebas de ello, había ayudado a Kina durante el juicio por la muerte de Ahset. A pesar de mis esfuerzos no había logrado descubrirlo en situación sospechosa por lo que me había decidido a cambiar de rumbo para continuar por Horemheb, otro de los escribas importantes dentro de la administración palaciega, intentando encontrar algún indicio de que fuese él el socio de Kina en este macabro juego.
Por pura casualidad cuando una noche, me encontraba husmeando entre sus documentos que yacían sobre la mesa de la sala del trono, escuché, desentonando en el coro de sapos e insectos que animaban el silencio nocturno, el sonido de una barca que se aproximaba al embarcadero occidental batiendo el agua con sus remos. Me acerqué a la ventana de ese extremo de la sala para ver quien llegaba a tan tardías horas.
A pesar de la luz de la luna apenas podía divisar a los ocupantes de la barca pero, al parecer, un solo pasajero llevaba la pequeña nave pues el otro hombre, que debía ser el barquero, permaneció en ella.
El sujeto que se apeó se dirigió presuroso por el sendero que sube hacia el patio que da acceso a la entrada norte de Palacio. Por la cabeza calva podía ser Henu aunque también cabía la posibilidad de que fuera un sacerdote del templo de Khnum. De todos modos fuese quien fuese era extraña aquella visita nocturna a la residencia y me interesaba saber qué ocurría.
Cuando llegaba cerca del pórtico, escuché que uno de los guardias informaba acerca de la presencia de un recién llegado, quién solicitaba hablar con el intendente del Harén. El custodio de la puerta se internó en las estancias y pronto volvió acompañado de Tahri.
Oculto detrás de una columna del vestíbulo y a resguardo de la luminosidad delatora de las lámparas del lugar, observé la expresión de desagrado del eunuco cuando reconoció al visitante.
—- Dejadnos solos.—- dijo al custodio, con su voz casi femenina y nerviosa, el intendente.
—- Gracias por recibirme, Tahri.—- expresó el anciano.
—- ¿Qué queréis, Henu?—- preguntó el eunuco con impaciencia.—- Sabéis que no deberíais estar aquí.
—- Debo verla. He descubierto algunas hierbas de las cercanías que le interesarán mucho.—- expresó el herbolario intentando ver por encima de los hombros de su interlocutor hacia el corredor principal del Harén.
—- No puede ser. Ella está dormida y no es conveniente que alguien más pueda veros.—- dijo Tahri, alzando su mano para posarla sobre el hombro de Henu, tratando de convencerlo de que debía marcharse.
—- ¡No me iré hasta hablar con la princesa!.—- dijo obstinadamente evitando el brazo de Tahri.—- ¡Vos no tenéis derecho a impedírmelo!.
—- ¡Podría haceros sacar a patadas de aquí!. Parece que …—- Tahri fue interrumpido por una voz femenina que llegaba tras sus espaldas. El eunuco se alejó para dejarlos conversar pero se mantuvo cerca como temeroso de que el Chambelán pudiese descubrir la situación.
—- No debéis volver aquí y no me importa lo que tengáis para decirme.—- dijo la princesa de Retenu mostrando poca consideración.
—- Mi señora, siempre os he servido fielmente. Recordad cuánto os he ayudado.—- expresó Henu, entristecido.
—- ¡¿Acaso sois imbécil!?. ¿No comprendéis que no quiero que regreséis a buscarme?!. —- despreció Kina al hombre.
—- Decidme en qué puedo serviros y lo haré, pero no me apartéis de vos, os lo suplico.—- imploró el anciano.
—- Para nada podéis servirme ya, y tampoco habéis logrado demasiado que pudiese aprovechar.—- dijo Kina, sin mirarlo.
—- No me dejéis, alteza.—- se inclinó con dificultad Henu hasta arrodillarse, para asir la mano de la princesa asiática.
—- ¡¡No oséis tocarme, viejo decrépito!! ¡Me repugnáis!—- lo humilló Kina, empujándolo con el pié hasta hacerlo caer de espaldas, para luego escupir sobre él.—- ¡No volváis a presentaros por aquí y tampoco oséis chantajearme porque os haré despellejar vivo!
El herbolario, incrédulo, no alcanzaba a aceptar tal rechazo.
—- ¡¡Sennegem!!—- llamó Tahri, haciéndose presente el fornido jefe de guardias de Palacio.—- ¡¡Acompañad al herbolario fuera de la residencia!!—- ordenó, dándole la espalda.
Pensé en evitar el maltrato que le darían al viejo pero, no solo sería una estupidez entrometerme en aquellos asuntos sino, que podía terminar igual que él o peor.
Luego de que Kina se perdiera en el interior del Harén, regresé a la sala del trono, cuidándome de que nadie me viera, para seguir por la ventana el destino de Henu fuera de Palacio. Sennegem y algún otro, lo golpearon brutalmente al punto que creí que lo matarían, pero antes de conseguirlo, lo llevaron arrastrando hasta la barca que aún lo esperaba en el muelle y lo dejaron caer en brazos del barquero que, preocupado, lo llevó apresuradamente de regreso a la orilla occidental.
Salí apresuradamente por el extremo opuesto de Palacio a través de la entrada principal para que no pudieran verme Kina y Tahri.
Desperté a un barquero que dormía en la costa junto a su barca y le ofrecí una de mis muñequeras de cobre por llevarme al sector de la ribera en donde suponía que atracaría la embarcación que llevaba a Henu. Nada perdía con intentar encontrarlo. Si aún no estaba muerto después de la golpiza que le propinaron, tal vez podría ayudarlo y convertirlo en mi aliado.
Luego de llegar al embarcadero de la orilla occidental, pregunté a un grupo de pescadores que pasaba la noche en torno a una fogata entre las dunas cercanas si es que habían visto llegar a un hombre mal herido. Uno de ellos se levantó de su sitio y me mostró el camino por donde lo habían conducido. A la luz de la luna no me fue difícil seguir el sendero que llevaba al caserío de los aristócratas de Sunnu y menos encontrar la casa en que vivía Henu, pues era la única que se encontraba iluminada.
Cuando llegué a la puerta de la vivienda, dos hombres salían de ella. Uno era el barquero, estoy seguro, y el otro, alguien que le ayudó a llevar al pobre herbolario. Entré sin esperar que nadie lo autorizara. Henu, más muerto que vivo, yacía tendido en un camastro. Su rostro y su cuerpo se hallaban cubiertos de heridas y chichones. A la luz de una lámpara de aceite me reconoció cuando me acerqué a él y, espantado, abrió sus ojos como si hubiese visto al mismísimo rey de los demonios.
—- ¡¡¡No me hagáis daño!!!—- suplicó, aterrado.
—- No vine a eso. Por el contrario, vine a ver cómo estabais luego de ver la tunda que os dieron esos rufianes de Kina.—- dije en tono amistoso, para tranquilizarlo.
—- Ahhh!,. . . —- aulló dolorido.—- ¿Por qué. . . habría de confiar en vuestras palabras?—- dijo retorciéndose de dolor.
Tomé un trozo de lienzo que había sobre una mesa y lo introduje en una jarra que contenía agua.
—- Si hubiese querido hacerlo ya estaríais muerto.—- respondí, mientras limpiaba de sangre y arena sus heridas.
Volvió a gritar y detuvo mi mano.
—- Si queréis ayudarme en vez de torturarme. . ., sacad de aquellos cofres algunas hojas, cortadlas al medio y ponedlas en mis heridas.—- susurró, quejumbroso.
Fui cortando las hojas carnosas con un cuchillo de pedernal con mango de marfil, mientras buscaba las palabras precisas para convencer al viejo.
—- ¿Qué pretendéis de mí? Ambos sabemos que el motivo que os trajo hasta aquí no se relaciona con vuestra preocupación por mi salud.—- dijo con sarcasmo, clavando sus negros ojos en mí.
—- No trataré de engañaros, Henu, y escuchad bien lo que os digo. Poco me hubiese importado en otras circunstancias que os hubiesen matado a golpes esos mandriles que protegen a Kina. Sin embargo, ahora haré todo lo que pueda para protegeros si me ayudáis en contra de la princesa de Retenu. No me interesa saber si habéis participado en el dramático suceso que terminó con la muerte de Ahset. Todo aquello ha quedado en el pasado y en este momento me importa el presente, y por sobre todo, el futuro. . . —-
—- Yo era amante y colaborador de Kina en ese tiempo, pero me negué a participar en aquel plan descabellado porque lo consideré demasiado arriesgado y tuve razón; sin embargo, ella nunca me lo perdonó.—- expresó con sinceridad.
—- Deseo creer en vuestra palabra, pero realmente poco importa ahora. Lo que sí me preocupa es la seguridad de mis padres y de mi hijo. Algo me dice que Kina está tramando algo en mi contra nuevamente, pero esta vez no se lo permitiré.—- afirmé, ocultando mis verdaderos temores y confiando en que él no supiese nada de mi relación con Zelap.
—- ¿Y porqué creéis que os ayudaría en contra de Kina?—- preguntó, casi desafiante.
—- Porque soy vuestra única oportunidad de sobrevivir.—- respondí, sorprendiéndolo.
—- ¿Tratáis de asustarme para que la traicione, Shed?—- dijo, sonriendo con cierto nerviosismo.
—- Acabo de escuchar a la princesa diciéndole a Sennegem que os de cómo alimento a los cocodrilos que abundan río abajo para que no sigáis llevándole más molestias.—- afirmé con la certeza de quien conocía las expresiones de Kina.
—- ¡¡Maldita ingrata!!—- gruñó amargamente.—- Le he enseñado todo lo que sé de hierbas, ponzoñas, pociones y brebajes, y ¿ahora pretende aplastarme como si fuese un gusano?—- dijo desconsolado.
—- Si no os despellejaron ahora fue porque podría traerle problemas sacaros muerto de Palacio. Pero no dudéis que no tardarán en venir a buscaros.
Puedo llevaros ahora mismo a un lugar seguro o podéis esperar a que ella envíe a alguien a terminar con vuestra vida.—- le advertí.
Me observó unos instantes aún con cierta desconfianza y sin decir palabra.
—- ¿Qué me daréis a cambio?, por ayudaros, digo.—- preguntó luego, con ojos codiciosos.
—- ¿Os parece poco salvaros de una muerte segura?—- repliqué.
Nada dijo.
—- Vuestra decisión será vuestro verdugo. Os prometo por mi parte honrar con ofrendas a los cocodrilos que os sirvan de féretro.—- concluí, dándole la espalda para dirigirme a la salida.
—- ¡¡No me abandonéis!!—- gritó preocupado.—- Salgamos de esta pocilga.—- dijo extendiendo su mano para que lo ayudara a levantarse.
En medio de la oscuridad abandonamos el lugar buscando refugio en mi propia casa donde permanecería oculto bajo mis cuidados y mi influencia.
De todo esto resultaba obvio que Henu debía ser eliminado como sospechoso de complicidad, para colocar en ese sitio a Tahri.
Ya tenía el nombre del socio de la bruja asiática. No podía ser otro que él. Ahora solo faltaba tramar un buen plan para eliminarlos sin ser culpado. Qué fácil decirlo. Como si no fuese suficientemente dificultoso intentar asesinar a Kina, además, me veía obligado también a matar a Tahri y debía encontrar un modo de evitar acusaciones.
Transcurrieron algunas semanas hasta que Henu se repuso de sus heridas y contusiones. Nadie extrañó su ausencia pues dejé un papiro con su nombre diciendo que se ausentaba a las tierras lluviosas del sur en busca de nuevos especimenes vegetales.
Con Henu, habíamos especulado acerca de diferentes maneras de acabar con Tahri y creíamos que no sería demasiado problema. Para terminar con la vida de Kina ninguna forma, que no fuese violenta, se nos antojaba viable. Era demasiado cuidadosa con sus alimentos para ser envenenada, demasiado desconfiada para sorprenderla con una serpientes, alacranes o lo que fuese. Lo dejé cavilando en otras posibilidades y me dirigí a mi encuentro con Zelap, esta vez en la orilla occidental.
El sitio elegido era la tranquila necrópolis de Sunnu después de la caída del disco solar al otro lado del océano de arena. Para mi sorpresa, al llegar al lugar indicado, aunque estaba bastante oscuro, vi. una silueta femenina esperando. Me aproxime con celeridad pero controlando mi ansiedad al mismo tiempo. Era Binnet y estaba sola.
—- ¿Zelap está bien?—- pregunté preocupado, al saber que lo convenido con mi amada era que enviaría a Binnet solo que algo malo ocurriera.
—- Sí, ella está muy bien. No pudo venir porque los guardias estaban controlando la salida que empleamos las sirvientes para abandonar la residencia. Resultaba demasiado arriesgado intentar escabullirse en esas condiciones.—- explicó ella.
—- Pero no era necesario que vinieseis a avisarme.—- respondí, agradecido.
—- No vine por eso. Zelap me dijo que os comunicara, que su hermana Talip escuchó a Kina, profetizando que había visto en los símbolos que conocen el mañana que, pronto alguien de sangre Real moriría.—- dijo Binnet.
Sus palabras trajeron a mi memoria rápidamente los pensamientos que me habían despertado aquella noche de insomnio. Kina estaba prediciendo el futuro o acaso anunciaba la consecuencia de sus actos. Me estremecí de solo imaginarlo.
Luego de mucho meditar la cuestión decidí enviar un mensaje anónimo a la princesa Meryetra.
Su Alteza: Por vuestra seguridad no divulgue el contenido de esta misiva. Es mi deber haceros saber acerca de los peligros que podría estar corriendo su hijo y que, las medidas que se toman para su protección deben extremarse aún más considerando que, el heredero, tiene enemigos muy poderosos.
Mi advertencia surtió un efecto inesperado para todos aquellos que no conocían el contenido de mi envío. Para mí, resultaba una inteligente medida por parte de la reina.
Las estancias de la princesa en el palacio capitalino eran numerosas, los aposentos reales proveían más aislamiento y protección al pequeño y a su madre y, finalmente, se podrían escalonar grupos de guardia que impidieran la llegada de cualquier extraño hasta ellos.
El Chambelán, por expresa orden de Meryetra, dispuso el retorno de la corte a Waset, por razones obvias. Siguiendo mi consejo, Henu retornó por sus propios medios, un día después de la partida del Harén desde Sunnu.
En pocos días estuvimos instalados nuevamente en la gran urbe.
Al día siguiente de mi arribo a Waset, fui al hogar de mis padres en busca de Menwi, creyendo que debía encontrarse allí, ya que, para mi sorpresa no se encontraba en mi casa, siendo que me había comentado que permanecería acompañando a mi vieja esclava Awa.
Para mi tranquilidad, Menwi estaba cuidando de Amunet que se encontraba un poco débil luego de salir de una corta dolencia. Luego de consentir a los niños con obsequios y saludar a los mayores, invité a Menwi a un paseo.
—- Me alegro de veros tan bien.—- expresé con alegría, conteniéndome de decir lo bella que estaba, por temor a despertar alguna expectativa.
—- Os agradezco el cumplido. Me siento muy esperanzada porque todo está encaminándose en mi vida y hasta creo que encontré al hombre que puede quererme y comprenderme.—- dijo ilusionada.
—- No os imagináis lo feliz que me hace saber todo esto. Vos merecéis eso y más.—- dije sinceramente.—- ¿Quién es el afortunado?—- pregunté con inocente curiosidad.
—- Un joven artesano que ayuda a Pentu en los trabajos de la necrópolis, su nombre es Iby.—- dijo con orgullo.
Luego de un instante de silencio, mientras cruzábamos un estrecho puente sobre un canal, se volvió para mirarme.
—- ¿Qué os ocurre, Shed? Os conozco demasiado para no darme cuenta que alguna preocupación pesa en vuestro espíritu.—- dijo Menwi, intuyendo mis pesares.
Con la confianza que le tenía, me desahogué narrándole los hechos que habían acontecido durante el tiempo que había vivido en tierras extranjeras. Le confesé mis alegrías y mis angustias, mis anhelos y temores.
—- Haré todo lo que os resulte de ayuda con el corazón bien dispuesto. Será un placer retribuir un poco, de lo mucho que vos habéis hecho por mí y mis hijos.—- respondió.
Me preocupaba que se acercara el alumbramiento de la princesa Naunekhet pues intuía que Kina estaba esperando ese tiempo para actuar. No pude adivinar qué haría, ni de qué manera, pero presentía que si Naunekhet paría un varón, Kina buscaría matar a Amenhotep. Más aún en ese momento, resultaba imprescindible encontrar el modo de impedir sus planes.
Lo que no tuve en cuenta, o mejor dicho, tenía demasiadas preocupaciones para pensar en ello, era que también se aproximaba el parto de Zelap.
Por un momento, recordé tiempos felices del pasado que parecía tan lejano cuando disfrutaba del amor de Tausert, consintiéndola y acompañándola poco antes de que naciese Kai. Qué diferente era todo ahora. Tendré pronto un hijo y ni siquiera podré estar cerca de su madre entonces. Ni siquiera pude imaginar cómo lo llamará Zelap, aunque quizá alguien más elija su nombre. —- pensé entristecido.
Henu, alborotado, me distrajo de mis pensamientos.
—- ¡Shed!, ¡Shed, debéis escuchar lo que tengo para deciros!—- dijo excitado.
—- Decidme.—- respondí, casi con indiferencia, todavía bajo los efectos de mi melancolía.
—- ¡Ya sé como deshacernos de esa ingrata!—- exclamó Henu.
—- ¿Qué esperáis para contármelo?—- contesté mucho más interesado.
—- Kina sufre una extraña dolencia que le impide ingerir un tipo de planta que ella misma me advirtió que no le agregara a sus comidas porque podía matarla. Solo tendría que fabricar un preparado concentrado con el vegetal para mezclarlo con algún alimento o una bebida que fuese a consumir.—- dijo él.
—- ¿No matará a la esclava que lo pruebe antes que ella?—- inquirí.
—- No la mataría, salvo que la esclava tuviese la misma enfermedad contra esa planta.—- respondió el viejo.
—- ¿Seguro le provocará la muerte?—- pregunté de nuevo.
—- Supongo que así será, porque ella misma así lo dijo.—- concluyó Henu, encogiéndose de hombros.
—- Bueno, hagámoslo según vuestro parecer. No es mala idea, y además no contamos con otra mejor. Yo me encargaré de envenenar la comida de Tahri y de hacer llegar el extracto vegetal a Binnet para que lo agregue en el alimento de Kina. Ambos deben morir la misma noche.
Insté a Henu para que tuviese todo listo antes de que naciera el hijo de Naunekhet pero para mi desesperanza no lograba conseguir la planta en cuestión.
Antes de lo esperado la joven princesa comenzó a sufrir las molestias previas al alumbramiento. En palacio se vivía cierta inquietud por las implicaciones que podía tener este nacimiento. Además, se sospechaba en el seno del Harén que algo malo estaba ocurriendo por la seguridad que rodeaba a la reina y a su hijo, a cuyo alrededor se evidenciaba una gran tensión. Era obvio que mi mensaje había sido tomado muy seriamente por la reina.
La caída de la tarde llegó precedida de otra tormenta de arena rugiendo en los corredores y agitando con violencia las lámparas colgantes de aceite, encendidas temprano a causa del prematuro anochecer. El purpúreo brillo solar apenas dibujaba sombras trémulas y desde la ventana de la sala no alcanzaba a ver la ribera occidental. Las cortinas de fibra de palmera, sacudidas por ráfagas intermitentes de intensidad inusitada, no alcanzaban a impedir el ingreso de bocanadas de un hálito frío proveniente del desierto, cargado de arena, insectos, hojas, palos y cualquier otra cosa que pudiese atravesar las rendijas.
El aire resultaba casi irrespirable debido a las nubes de polvo que flotaban en las estancias. Las sombrías condiciones parecían anunciar eventos aciagos.
A pesar de que el nacimiento parecía inminente, el vientre de Naunekhet permaneció tranquilo esa noche y la expectativa de toda la corte, incluyéndome, se transformó en espera.
Dejé mis actividades en la sala de escribas para continuarlas durante la jornada siguiente, sabiendo que a pesar de la quietud aparente, el alumbramiento podría sobrevenir en cualquier momento de la madrugada, por lo que pensé en retornar a la residencia con las primeras luces del alba.
—- ¡¡Mi señor, despertaos!! ¡¡Una sirviente de palacio llama a su puerta!!—- me despertó, la ronca voz de Awa.—- ¡¡Mi señor, dice que es urgente!!—- dijo, sosteniendo una lámpara de aceite encendida cerca de mí para que la luminosidad me despabilara.
Al comprender que podría tratarse de un suceso funesto imaginé lo peor. Salí con el faldellín a medio atar y tropecé con un taburete antes de alcanzar la puerta. En la oscuridad exterior apenas podía distinguir la silueta de la mujer hasta que Awa me alcanzó la lámpara.
—- ¡¡¡Ha nacido, Shed!!!. ¡Es un hermoso niño sano y fuerte, y Zelap se encuentra muy bien!—- dijo Binnet, desbordante de entusiasmo.
—- Entrad, por favor.—- le dije, haciéndola ingresar a la casa, aún medio dormido, sin entender el motivo de su alegría. Que Naunekhet hubiese tenido un varón era motivo de preocupación, no de algarabía. Además, ¿qué tenía que ver el hijo de Naunekhet con el estado de salud de Zelap?
—- ¡¡¡Ha nacido vuestro hijo, Shed!!!—- exclamó.
Quedé estupefacto. Me abracé a Binnet y luego a Awa, y luego a Binnet de nuevo, y luego a las dos. La pobre Awa que no sabía de mis enredos, no entendía nada, pero si lo que ocurría era motivo de felicidad para mí, ella también festejaba.
—- ¡¿Cómo pasó?!—- la respuesta era muy obvia. Me sentí un tonto.
—- Como cualquier parto sin complicaciones, por eso fue tan rápido.—- respondió Binnet.—- Pasada la medianoche Zelap sintió mojada su túnica de cama y pronto comenzó a sentir que el niño pujaba por nacer. Talip hizo de comadrona, mientras Mapalip y yo la ayudábamos. Al ver que el niño nacería fácilmente, preferimos no pedir colaboración a extraños. Zelap está muy feliz, y me envió para que os lo comunicara.
—- ¿Kina ya lo sabe?—- pregunté preocupado.
—- Creemos que sí, pues una de sus esclavas se aproximó hasta los aposentos de las princesas y vio al niño reposando junto a Zelap.—- respondió ella.
Una indescriptible angustia enlutó mi alegría ante las nefastas perspectivas que avizoraba. Intenté no pensar en sucesos futuros para disfrutar ese momento tan particular.
—- Que la luz de Ra os ilumine, Binnet.—- salí fuera y corté flores de los altramuces y los acianos de mi jardín.—- Entregadle estas flores a Zelap y decidle que la amo con todo mi corazón, y envíales mi bendición a sus hermanas.
No pude seguir durmiendo con tanta excitación y antes de los primeros destellos del nuevo día estuve en la sala de escribas. Me resultaba imposible abocar mis ideas al trabajo y mi espíritu se agitaba entre sentimientos de alegría y ansiedad. Imaginaba a Kina pidiendo de un instante a otro audiencia al Visir para denunciarnos.
Cada ruido de pasos en los corredores paralizaba mi corazón que adivinaba la llegada de los soldados enviados a encarcelarme. Cuando algún niño gritaba o lloraba, pensaba que podían ser los hermanitos de Zelap atemorizados ante el ingreso de los guardias a los aposentos para llevarse a mi amada. A pesar de mis temores no tuve noticias de Kina, nadie fue en busca de Zelap, ni se llegó hasta mí.
Deseaba conocer a mi hijo pero sabía que no lo sacarían de las habitaciones por un buen tiempo. No permitirían que nadie lo viera, aduciendo que el niño, siendo prematuro, se encontraba débil y necesitaba estar aislado de las malas influencias, de las envidias, los hechizos y los conjuros que podían lanzarles las brujas que poblaban el Harén.
Tal como creía que ocurriría, el nacimiento de nuestro niño pasó casi inadvertido. Era solo otro vástago del Faraón con una de las tantas princesas de alguno de los insignificantes y lejanos reinos de las tierras del norte.
Al terminar la jornada y de regreso a mi hogar, encontré a Awa ingresando a la casa llevando una tinaja con agua. Me apresuré a asir el recipiente en mis manos al ver que la pobre vieja apenas podía con él.
—- ¡¡Ah!!—- exclamó, sorprendida.—- ¡Mi amo, por la gracia de Amón no os aparezcáis de esa forma!
—- Os pido perdón Awa, no fue mi intención. Creía que se os caería la vasija.—- expliqué.
—- Entre vuestra repentina aparición, y la del hombre con cara de rana que vino esta tarde, casi me matan del susto.—- dijo ella.
Conjeturé que se trataba de Henu.
—- Ha dejado un papiro para vos.—- comentó la anciana, yendo a buscarlo.
Al desenrollarlo confirmé mi suposición. Era un mensaje de Henu y en él me comunicaba que ya había conseguido la planta que necesitábamos para llevar adelante nuestro plan contra Kina.
Al llegar a palacio la mañana siguiente encontré un mensaje entre mis instrumentos de escriba. La nota decía que debía presentarme ante los pilones del santuario de Ipet-resyt luego del ocaso. No sabía quien lo enviaba pero sospechaba que debía ser de Kina.
Un gran revuelo había alterado la tensa calma que se vivía en la residencia ante la entrada de Naunekhet en trabajo de parto.
Sin poder concentrarme en otra cosa que en el resultado del alumbramiento de la joven princesa, supe que las comadronas estaban teniendo mucho trabajo para ayudar a la parturienta, cuyos gritos resonaban dentro de los muros del Harén.
Yo no deseaba ningún mal para el recién nacido pero, íntimamente, ansiaba que no se dieran las circunstancias que Kina esperaba. Rogaba a los dioses que fuese una hembra.
Finalmente, el agudo llanto de la criatura resonó en los aposentos de la princesa ante la incertidumbre de aquellos que nos encontrábamos aislados del lugar, sin saber el sexo del hijo de Naunekhet.
La falta de noticias provenientes del Harén aumentaba suspenso al acontecimiento ya que el silencio que siguió resultaba desconcertante. ¿Habría sorprendido a todos dando a luz a un varón para la casa real que pudiese competir por el trono con Amenhotep o, por el contrario, la quietud reinante sería consecuencia de otra desilusión para aquellos miembros del Harén que, deseosas de asistir a una guerra de conspiraciones y conjuras, veían fracasadas sus esperanzas al presenciar otro nacimiento femenino?
Finalmente, el misterio fue desvelado. Naunekhet había sido madre de una niña.
Capítulo 26
Llegado el final de la tarde en la residencia, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La actividad decaía en las salas de la administración al tiempo que la luz solar disminuía su intensidad y la quietud aparentaba caer con un manto de silencio en las estancias umbrías.
La llegada de otra mujer a la genealogía Faraónica provocó solo decepción en aquellos que anhelaban el enfrentamiento de intereses entre facciones. La vida dentro de la jaula dorada, como la llamaba Zelap, volvería al tedio cotidiano, solo condimentado de vez en cuando por habladurías, sospechas y rumores de viejas chismosas, atrapadas en su existencia rutinaria, ocupadas en engordar y envejecer.
Sentí una gran tranquilidad al imaginar el fastidio que tendría Kina, con otra frustración castigando sus maniobras conspirativas. Sin embargo, aún me restaba concurrir a la cita en el santuario, cuyas consecuencias me preocupaban sobremanera.
Una multitud de sirvientes y esclavos, dirigidos por los sacerdotes del santuario, ornamentaban, a la luz de las antorchas, el lugar sagrado para la próxima celebración de la festividad de Amón como generador de vida relacionado con la fertilidad.
Una joven nehesi con su cabeza cubierta por un velo de lino oscuro, se acercó hasta mí y me hizo señas para que la siguiera. Le pregunté hacia donde íbamos pero no me respondió.
Llegamos a la ribera y nos embarcamos para cruzar a la margen occidental del Hep-ur. El batir de los remos golpeaba los nenúfares que flotaban junto al bote liberando el aroma de sus flores en la brisa.
La noche era fresca y el cielo limpio resplandecía de estrellas por el levante, mientras las oscuras siluetas de las colinas de poniente aún se veían coronadas por los últimos fulgores rojizos del ocaso. Otra esclava nos esperaba en la playa portando una antorcha. Caminamos un largo rato en dirección a la necrópolis para finalmente dirigirnos al sector correspondiente a los funcionarios. Observé con estupor que la mujer me conducía a la tumba familiar en donde descansaba mi amada esposa Tausert. La joven negra, me indicó con un gesto que esperara allí. Suspiré al ver la estatua que mi padre había esculpido para ella. Era tan hermosa y dulce.
—- ¿Aún la amáis, verdad?—- dijo Kina, a mis espaldas.
No iba a responder una pregunta cuya respuesta era obvia. Mi amor por Tausert y el dolor que su muerte me había causado seguían presentes en cada instante de mi vida, pero ya no me culpaba por ello.
—- ¿Para qué me trajisteis hasta aquí?—- me limité a decir.
—- Mañana comienzan los preparativos por la celebración del nacimiento de la princesa Meryetra. Pasado mañana es su cumpleaños y quiero hacerle un obsequio muy especial.—- dijo con aire inocente.
—- ¿Y qué tengo que ver con ello?—- pregunté con desconfianza.
—- Vos seréis mi mensajero.—- el corazón se paralizó dentro de mi pecho.—- Deberéis asesinar al heredero.—- dijo imperturbable.
—- ¿Queréis matar a Amenhotep solo por vengaros de su madre? ¡¡Por los cuernos de Amón!! ¿¡De qué os servirá la muerte del niño si Naunekhet no puede ayudaros a acceder a los hilos del poder habiendo parido una niña!?—- le espeté con desprecio.
Se mofó de mí, lanzando una risotada obscena.
—- Habéis comprendido muy poco acerca de cómo se mueven las nubes en el cielo asiático.—- dijo, burlándose mis conocimientos.
No entendía adonde apuntaba su crítica.
—- Yo soy el contacto de los líderes hurritas en Kemet. A través de mi familia he mantenido contactos con la corte de Naharín y nos proponemos liberar a Retenu del yugo de los faraones. Con la ayuda de Saushtatar y el consejo de ancianos del Pankhu lograremos vencer las aspiraciones de Tutmés sobre Canaán.—- quedé atónito ante confesión de tal envergadura.
—- Merenre sabía que vos. . . —- me interrumpió.
—- Hubiese sido muy estúpido de mi parte darme a conocer ante el secretario del Visir como la cabecilla de los informantes del rey de los hurritas.—- respondió.
—- Y, ¿por qué os arriesgáis a decírmelo a mí?—- inquirí.
—- Porque vos estaréis pronto acompañando a vuestra esposa Tausert en este tranquilo lugar. Pensad lo bello que será reencontraros con ella en los campos del Duat.—- respondió, irónicamente.
—- ¿Cómo sabré que mi hijo y Zelap estarán bien? Sois capaz de acusarla de adulterio luego de mi muerte para que ella y mi hijo sean condenados a morir también.—-
—- Veo que todavía no ha caído la venda de vuestros ojos. Todo lo que os he contado no ha abierto vuestro entendimiento.—- dijo, haciéndome sentir como un imbécil.—- La muerte de Amenhotep no tiene que ver solo con mi odio hacia Meryetra. El motivo más importante, diría fundamental, es el nacimiento de vuestro hijo.
Con la muerte de Amenhotep, no quedarán varones que posean derechos de sangre por parte de madre al trono de Kemet. Todos los que hay son hijos de Tutmés con concubinas o esposas secundarias sin la menor trascendencia política, salvo el hijo de Zelap. El niño es hijo de Tutmés, o así lo creen todos, y de la primogénita del rey de Tunip, primo hermano del rey de Kadesh y emparentado de forma directa con la familia real de Naharín. Su sangre hurrita le dará preeminencia por encima de todos los demás para ser heredero a la doble corona, cuando Tutmés se vea obligado a pactar con el rey hurrita ante la imposibilidad de dominar un territorio demasiado vasto para su control.—- dijo, dejándome boquiabierto.
—- Pero, Naunekhet u otras esposas importantes todavía podrían darle herederos varones al Faraón.—- advertí.
—- Yo me encargaré que no sean rivales para el hijo de Zelap.—- expresó, con inescrupulosa convicción.—- El pequeño será en mis manos como oro en manos de un orfebre. Será un rey asiático sentado en el trono de Kemet y Retenu estará completamente dominada por mis hermanos.—- respondió, con la mirada perdida en la oscuridad del desierto como si tuviese una visión profética.
Una oleada de frío estremecimiento recorrió mi piel.
—- ¿Qué ganarán los hurritas con el advenimiento del Faraón "asiático"?.—- pregunté, curioso.
—- No solo ganarán la tranquilidad de una paz duradera con Kemet sino también un poderoso aliado contra los hititas que son el verdadero peligro que acecha sobre Washukany. Los líderes de la nación hurrita saben que si no aniquilan al reino hitita, más tarde o más temprano, se levantará como el fuerte imperio de antaño y darán cuenta de Naharín.—- concluyó.
—- Si me niego a matar al heredero, de todos modos, no haríais daño a mi hijo.—- en el mismo instante me arrepentí de haberlo dicho, al darme cuenta que ella mataría a Zelap al ser un estorbo en su influencia sobre mi hijo.
—- Si cumplís mi orden me comprometo a cuidar de la madre y del niño. Si no lo hacéis, ya imaginaréis que ocurriría. No querríais ser responsable de la muerte de otra mujer que amas, ¿verdad?—- se burló de mí.
Permanecí pensativo. No podía dar a conocer al Visir todos estos hechos pues me condenaría a mí mismo. Mi única opción era el plan original que tenía previsto con Henu, y no había posibilidad de error.
—- Antes que pueda ingresar a los aposentos que ocupa el niño, los custodios de la reina me matarán.—- dije.
—- Ya he pensado en eso. Tendréis el camino libre hasta las puertas de la habitación donde duerme el niño. Solo debéis ingresar a medianoche cuando la fiesta de la reina esté en su punto de mayor relajo, apuñaláis al heredero y luego ingerís este poderoso preparado,—- me entregó un pequeño envase de alabastro —- que os hará dormir plácidamente por toda la eternidad.—- explicó, con el mismo remordimiento de una cobra devorando un sapo.
Ni siquiera pensé en las implicaciones que podía tener mi acto en el futuro de mi familia pues simplemente no lo haría.
Regresaba a mi hogar meditando acerca de los pasos que debería cumplir para concretar el asesinato de Kina y su cómplice. Repentinamente, decidí que sería mejor ir a ver a Henu en ese mismo instante. Debía cerciorarme de que nadie me seguía. La oscuridad me proporcionaría los medios adecuados para llegar sin ser visto por algún vecino del herbolario.
Golpeé suavemente su puerta pero no obtuve respuesta. La callejuela desierta me dio confianza para intentar entrar por detrás para despertar al viejo. La puerta trasera estaba abierta y entré dándome a conocer para que Henu no me atacara creyendo que sería un ladrón.
—- Henu, soy yo, Shed.—- dije, mientras con paso vacilante me adentraba en la casa, tanteando en la oscuridad para no tropezarme con los objetos. La negrura era total y no podía ver absolutamente nada. Una y otra vez llamé al viejo pero no respondió. Cuando ya empezaba a preocuparme, un conocido hedor a sangre y muerte penetró en mis narices invadiéndome de los peores temores. Mi pie izquierdo pisó algo blando que me hizo perder el equilibrio hasta casi caer.
—- ¡¡Por los cuernos de Amón!!—- grité.
Era un cadáver. Frío y rígido. Con mis manos busqué su cabeza y como me temía, no solo reconocí la calva y las facciones del anciano herbolario sino que mis dedos se hundieron en la profunda y sanguinolenta herida de su abdomen.
Caí hacia atrás y topé con una pared. Mi corazón quería salirse de mi pecho en cada latido. Un profuso y oloroso sudor emanaba de toda mi piel. Mis manos temblaban sin poderlas controlar y pronto la convulsión se extendió al resto del cuerpo. Me sentí quebrado por el desaliento. Kina sabía que acudiría a Henu luego de hablar con ella y que descubriría esta escena. Jugó con mis esperanzas de vencerla y las destruyó.
El profundo sentimiento de indefensión me impulsó a orar, con tal fervor y devoción buscando la protección de Amón-Ra, como nunca antes lo había hecho.
De regreso a mi casa, ordené a Awa que se fuera a dormir, ya que me había estado esperando despierta, y me senté sobre una estera extendiendo un papiro en blanco, el más amplio que tenía, y a la luz de una lámpara, desarrollé con un pincel el plano de la residencia buscando una salida a la encrucijada que me planteaba Kina. Pensé, razoné y busqué miles de formas de escapar a un final que parecía ineluctable. Llegué a la conclusión que, como tantas veces durante mi existencia, el desenlace de este drama estaba en manos de los dioses y yo solo podía hacer lo mejor que mi falible naturaleza fuese capaz de lograr.
Antes del amanecer me retiré al desierto a descansar mi espíritu. Dejé que la armonía del alba desgarrando el velo de la oscuridad llenara también de luz mi ka, abandonándome al sino que sobrevendría. Relajé mi cuerpo y acepté el destino que sobre mi vida sería impuesto. Como me enseñara mi fallecido amigo Madakh antes de una batalla, purifiqué mi cuerpo en el río, limpié de culpas mi ka y liberé mi ba, sintiéndolo volar, remontándose en el aire como un halcón, flotando en las alas del crepúsculo, lejos de temores y de pesares.
Debía abocarme al combate interior del guerrero que lucha por derrotarse a sí mismo en su ansiedad, sus ambiciones, sus anhelos, sus flaquezas, sus debilidades, sus defectos, sus errores, despojarse de todo lo que lo hace vulnerable y entregarse con serenidad al "aquí y ahora". No existe el pasado ni existe el futuro, solo el presente.
Ya había decidido no ver a mi familia antes del final de este trance, pues los afectos nos atan al miedo; miedo a perderlos, a no verlos nunca más, a que sufran por nuestros actos, a que lloren por nuestra muerte. No importaba que me ocurriera, no debía haber despedidas.
Retorné luego del ocaso a la ciudad.
Al entrar en mi casa encontré a Awa esperándome.
—- Mi señor, estaba preocupada por vos, ¿qué os ocurre que vuestro comportamiento es tan extraño?—- preguntó Awa, angustiada.
—- Todo está bien, mi querida Awa.—- dije, abrazándola.
—- Vuestra amiga Binnet estaba preocupada pues vos debíais entregarle algo que ella vino a buscar.—- dijo ella.
—- Permaneced tranquila. Ya hablaré con Binnet.—- le respondí.—- Ah!, me olvidaba. Necesito que me preparéis mi mejor túnica para la fiesta de palacio de esta noche.
Mientras Awa seguía con sus actividades, fui hasta el arcón en donde tenía mis armas y saqué un puñal y una valiosa espada corta, hoja de bronce y mango de jade, que recibí como obsequio de manos del Rey Urkhi-Teshup poco antes de su muerte. En tanto las afilaba repasé mis planes.
Vestido con los mejores atuendos como si se tratara del evento más importante en mi vida me presenté en la entrada de palacio con las armas bien ocultas bajo mis ropas. Las grandes antorchas del pórtico estaban encendidas y los sirvientes entregaban a los invitados flores de nenúfar para las mujeres y ramos de papiro para los hombres.
De las columnas del jardín central, revestidas de ranúnculos y juncias, pendían cordones de amapolas, zarcillos de acianos y ramitas de jazmín de variadas tonalidades, entrelazados exquisitamente.
El estruendo de los tambores repicaba acompasadamente el agudo tintineo de los sistros, marcando el son melodioso de arpas y flautas. Los cantantes entonaban festivas canciones tradicionales en tanto que bellas bailarinas apenas cubiertas por etéreos velos se deslizaban con sensual armonía al ritmo de la música. Deliciosos manjares abundaban por doquier y se repartía sumo de granada, cerveza y vino con gran largueza.
Toda la burocracia y lo más encumbrado de la nobleza de la región se había dado cita en la celebración por el cumpleaños de la reina. Meryetra y su niño ocupaban el sitial más elevado y el resto de la corte participaba del honor que se le rendía a la soberana.
Al verme llegar, Kina se mostró exultante. Se encontraba en un extremo del jardín conversando con Tahri de un lado y con Naunekhet del otro. Zelap y sus hermanos se situaron en el extremo opuesto cerca del corredor que conducía a las habitaciones del Harén. Conocía demasiado la procacidad de Kina para extrañarme de que se viera tan distendida y tranquila sabiendo la tragedia que se desencadenaría.
Lo que me llamaba la atención era que Tahri se viese igual de despreocupado siendo que, aunque poco lo conocía, me había impresionado por su inseguridad y nerviosismo. No podía vanagloriarme de saber descifrar fácilmente la personalidad de los otros pero, parecía tan obvio que Tahri estaba disfrutando relajadamente de la fiesta que comencé a dudar de que él fuese el cómplice de Kina. ¿Quién podía ser sino? Si Tahri era inocente de las actividades que desarrollaba la bruja asiática, alguien más, de su entorno, debería ponerse en evidencia esta noche. Su cómplice no puede desconocer que estoy compelido a actuar y que si me revelo debe reaccionar en consecuencia.
Escudriñé los rostros y las actitudes de todos aquellos quienes podían mostrar un menor grado de alegría y desenvoltura en sus maneras, tratando de encontrar en ellos algún signo de tensión. Descubrí gestos de preocupación solo en Zelap y los suyos; de hipocresía, de abulia, de envidia, de celos y de ebriedad, entre otros que aparentaban disfrutar menos de la celebración, sin embargo, no podía desenmascarar al cómplice de la princesa de Retenu.
De pronto, cuando Meryetra se despidió de su hijo enviándolo a los aposentos con sus esclavas, observé una inequívoca señal de Kina hacia el extremo en donde se encontraba la entrada del Harén. Sentí como si el cielo se abriera y un rayo divino penetrara en mi ka, iluminando con su luz mi entendimiento.
¡¿Cómo pude estar tan ciego?! —- pensé.—- ¡¿quién otro tenía el control de la seguridad de los aposentos reales que el jefe de la guardia de Palacio?!.
Sennegem, por supuesto. Solo él podía dejarme ingresar a las habitaciones de la reina, y si a último momento yo me arrepentía, me hundía la espada, y luego asesinaba al niño, haciéndome, luego de fallecido, responsable de la muerte del heredero.
Además, si yo cometía cualquier estupidez, Sennegem tenía acceso a los aposentos de Zelap para matarla con suma facilidad, colocando serpientes, escorpiones o lo que se le diese la gana sin ser culpado de nada.
Mi plan se facilitaría al no tener que atacar a Tahri, y por lo que al jefe de la guardia se refería, debía sorprenderlo y atacarlo cuando menos lo esperase.
La música y la diversión siguieron con mayor desenfreno, cuando las bebidas embriagantes comenzaron a hacer estragos en el pudor y el recato de los asistentes. Debía aprovechar este momento antes de que la reina se retirara a descansar a sus habitaciones. Meryetra se veía feliz y calmada, creyendo que el peligro que se cernía sobre su hijo se había esfumado con la llegada de una hija para Naunekhet, que por supuesto no implicaba ninguna amenaza para el niño. La celebración se prolongaría durante varios días, durante los cuales podría actuar, pero, no quería que esta situación prosiguiese dejando libradas al azar las inmejorables circunstancias del momento. Kina se hallaba confiada y desprevenida. Se sentía segura del control que ejercía sobre mí y no esperaba ninguna resistencia de mi parte.
Dejé atrás a quienes me acompañaban poniendo como excusa mi interés por una de las bellas bailarinas que amenizaban la celebración. Desaparecí tras las columnas de las galerías, internándome en las estancias de palacio. De un lado a otro atravesé los corredores cruzando a mi paso a muchos custodios que encontraban con visibles señales de borrachera. Toda el sistema de seguridad estaba sutilmente deteriorado, sobre todo los sectores próximos al Harén.
Las antorchas habían sido apagadas en su mayoría dejando el interior de los pasillos penumbrosos o completamente oscuros. Al girar en un recodo entre un pilar y el muro divisé, por el rabillo del ojo, una sombra que se movía tras mis pasos. Palpé mis armas, desenvainando la espada corta por debajo de mi túnica.
Con suma cautela me deslicé hasta el pasadizo que se abría como un trébol a cuyo fondo se encontraban las puertas que daban acceso a los aposentos de la reina. Los dos únicos guardias que deberían haber estado cuidando el vestíbulo, estaban desparramados en el suelo, dormidos de manera profunda, seguramente a causa de algo mucho más aletargante que una simple copa de vino. Pobres tontos, de ocurrirle algo al heredero, serían condenados a muerte por su negligencia.
Entré en la habitación del niño que también se encontraba dormido de lado y absolutamente a merced de cualquier ataque. Me acerqué por detrás y tapé su boca con mi mano izquierda. Al despertarse sobresaltado intentó gritar.
—- No os haré daño, Alteza.—- dije, en voz baja.
Amenhotep comenzó a patalear para zafarse y hasta trató de morderme.
—- ¡Permaneced quieto!—- lo reprendí.
Mientras lo llevaba hacia un costado se dejó caer y no pude retenerlo pues en la otra mano tenía la espada. El niño corrió hacia la ventana a mi derecha, en el preciso instante en que apareció en la puerta la corpulenta silueta de Sennegem.
—- ¡¡¡Sennegem, ayudadme!!!—- chilló el niño, al reconocer a su supuesto protector en la penumbra.
—- ¡¡Es él quien intenta mataros, Majestad!!—- dije, imaginando que el niño ignoraría mi advertencia. Cambié de mano la espada y con la derecha saqué el puñal de la cintura.
—- ¡No le prestéis atención, Majestad!—- dijo el custodio.—- ¡Venid conmigo!
Antes de que Amenhotep se moviera hacia él, le lancé a Senngem el puñal que impactó a un lado sobre su vientre.
—- ¡¡¡Aaaah!¡hijo de hiena!—- gimió, Sennegem.
El niño quedó paralizado de terror.
Y cuando el gigante desenvainaba su jepesh, me abalancé sobre él con violencia arrodillándome para evitar su sablazo, hundiendo mi espada hasta el mango en su abdomen. Me miró incrédulo para luego ver como manaban borbotones de sangre tiñendo su uniforme. Se le aflojaron las rodillas para finalmente caer pesadamente. Le saqué su paño de cabeza amarillo y me lo puse.
—- ¡¡¡Ayúdenme!!!—- gritó el niño.
—- ¡No os haré daño, Majestad, lo juro!—- repetí en voz baja preocupado porque los gritos atrajeran a más guardias.—- ¡Si he vencido a este hombre, ya podría haberos matado! ¡Juro que vine a protegeros!
El niño dejó de gritar y, aunque todavía muy atemorizado, accedió a que lo llevase asido de mi mano lejos de las habitaciones de su madre. A nuestras espaldas escuchamos la gritería de los custodios precipitándose hacia los aposentos reales. Corrimos por los sectores más alejados de la zona de actividad hasta que llegamos al lugar en donde permaneceríamos. Apagué las lámparas de la sala, me saqué la túnica manteniendo solo el faldellín que ocultaba debajo y cerré la puerta.
Le expliqué lo que ocurría, diciéndole que no sabía si Sennegem tuviese otros cómplices y le rogué que no se moviese hasta que yo se lo indicara. Claramente se escuchaba que el palacio se había convertido en una absoluta confusión. Mujeres dando de alaridos, funcionarios impartiendo órdenes y pasos apresurados que iban y venían por los corredores que pronto habrían sido iluminados.
Busqué una silla ubicándola en el extremo opuesto de la puerta, y, de espaldas a la misma, me senté a esperar entre las sombras.
Finalmente la puerta se abrió. La mujer vio su habitación a oscuras y mandó a buscar lumbre. Adentrándose, se sorprendió al verme.
—- ¿Qué hacéis aquí?—- preguntó, extrañada.
Me paré lentamente sin responder.
—- ¿Shed está muerto?—- preguntó, impaciente.
—- No, estoy vivo, Kina,—- respondí.—- y Amenhotep está conmigo.
El pequeño apareció para hacerse visible, colocándose detrás de mí.
—- ¡¡¡Maldito traidor!!!—- gritó, lanzándose contra mí con una especie de estilete que no vi en la oscuridad.
Apenas pude evitar el golpe al corazón pero la punta se me clavó profundamente entre el pecho y el hombro izquierdo. A pesar del intenso dolor pude reaccionar con mi mano derecha asestando un fuerte puñetazo en la cara de Kina, que trastabilló hasta golpear contra una mesa para caer luego.
El resplandor del corredor la iluminó parcialmente, dejándome ver un hilo de sangre brotando de su labio herido.
—- Os vencí, Kina.—- dije.
—- Jamás podréis vencerme. ¿De qué me acusaréis ahora?—- preguntó, mientras se levantaba.—- Yo no maté a nadie. ¿Qué podríais probar en mi contra?—- dijo, burlándose de mí.
—- No habrá otro juicio para vos.—- sentencié, avanzando hacia ella.
Ni siquiera trató de luchar conmigo, solo atinó a escapar al ver mis ojos. La embestí con todas mis fuerzas cuando quiso ganar la salida, empujándola contra el muro. Mi mano buena se aferró a su cuello, que lo oprimió hasta sentir que se sofocaba. Agitó los brazos golpeándome para que la soltara y luego clavó sus uñas en mi carne. Percibí el crujido de su garganta aplastándose bajo la presión de mis dedos y el peso de mi brazo.
—- Esto es por Tausert.—- le dije al oído.
No quiero describir la espantosa expresión de agonía en su rostro, pues, ni su muerte puede ser agradable a nadie.
Si bien jamás disfruté de quitarle la vida a ningún ser humano, reconozco que después de terminar con Kina no sentí pesar alguno y por el contrario, experimenté un gran alivio.
Sin darme cuenta, había cumplido la última profecía de la princesa de Retenu.
El Kenbet de Waset, presidido por el propio Visir Rekhmyre juzgó mis actos en juicio ordinario.
Las esclavas de Kina reconocieron la relación prohibida del custodio con su ama, encontrando las autoridades, objetos robados entre las pertenencias de Sennegem que lo relacionaban con la muerte de Henu.
La princesa Meryetra confirmó mis dichos acerca de la nota que había recibido advirtiéndole de que atentarían contra su hijo.
A pesar de todo, el Kenbet me condenó a seis meses de prisión por la muerte de Kina, (aunque aceptando que había salvado al príncipe heredero) más que nada para calmar los ánimos de la familia real de Retenu.
Yo hablé privadamente con Meryetra diciéndole que sabía que ella era la misteriosa dama que acompañaba a Kina cuando sucedió la muerte de Ahset, y que sabía que la princesa de Retenu intentaría vengarse de ella. También le aseguré que yo no tenía ninguna intención de rebelar su secreto. Se mostró muy agradecida e hizo todo lo que estuvo a su alcance para favorecer mi posición en el proceso, permitiéndome incluso una reclusión parcial con la posibilidad de pasar los días festivos con mis seres queridos.
Mi tiempo en cautiverio fue más un premio que un castigo pues, fui tratado con gran deferencia y pude conocer a mi recién nacido hijo que fue llamado Sekenenre, en honor al valiente rey Ta’a II, gran héroe de Kemet. También pude renovar mis encuentros con Zelap aunque no dejaron de ser esporádicos por razones obvias.
El Faraón en expedición de guerra fue informado de los sucesos y ni siquiera le dio importancia, salvo que ordenó compensar con un considerable tesoro a los hermanos de Kina por su pérdida.
Así concluyó una convulsionada época de mi vida personal, que daría paso a años de viajes y misiones encomendadas por Tutmés, relacionadas al futuro de "La Tierra Negra".
Fin de la segunda parte
Alfredo Pablo Matute Dibello
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