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Kemet, el país de la tierra negra (página 3)

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Con una visión distinta de la vida y la necesidad de dar y recibir afecto de aquellos a quienes tanto había echado de menos, reencontré a mis seres queridos con la felicidad del que recupera un tesoro perdido, con la alegría del niño que sintiéndose extraviado vuelve a los brazos de su madre, con la dicha del hombre que ve recuperarse a su hijo que yacía enfermo. Nunca antes sentí tanto regocijo por el beso de mi madre, las caricias de mi abuela, ni tanta ternura por el abrazo de mi padre, llorando como un chiquillo, feliz de tenerlos de nuevo a mi lado.

Con relación a Tausert, deseaba verla, pero una gran ansiedad afligía mi espíritu, porque no estaba seguro de mis sentimientos con todo lo que me había ocurrido. Había vuelto decidido a dejar de vernos si es que me daba cuenta de que nunca la querría como ella se merecía. De lo que estaba completamente convencido era que jamás volvería a hacerla sufrir y que no sería yo el causante de más tristezas y vergüenzas para ella.

Con respecto a Ahset, por el contrario, evitaría toda posibilidad de encontrarme con ella por temor a caer nuevamente presa de sus encantos, que me habían convertido otrora en su esclavo, y de cuyas nefastas consecuencias me libró mi larga ausencia en tierras extranjeras.

La mejor de las novedades al arribar a Waset la tuve al enterarme que mi hermanita Eset, que se había transformado en una bella mujer, sería tomada en matrimonio por un joven artesano orfebre, con total beneplácito de mis padres.

La feliz celebración que se llevaría a cabo para festejar la nueva unión de mi hermana y mi futuro cuñado había sido programada por los consortes esperando mi regreso desde las tierras del norte.

Casi sin tiempo para reacomodarme en mi nueva casa en el barrio de los funcionarios, dejé los asuntos referidos a la ubicación del mobiliario y disposición de mis pertenencias en los diferentes ambientes, a mi fiel esclava, la vieja Awa, confiando a su buen gusto el arreglo de mi residencia.

Así, recién llegado a la capital, me vi. inmerso en la vorágine de los preparativos para la boda de Eset, a menos de una semana de mi retorno a Kemet.

El reencuentro con mi gente, familiares y vecinos, en aquellos días, me hizo olvidar por un momento los horrores de la guerra, y volví a disfrutar como antaño de la charla amena y despreocupada con mis amigos, de las buenas nuevas que tenían para contarme Amunet y mi abuela mientras preparaban la cena, de los paseos por la ribera en mi potro "Fantasma", de las mañanas conversando con mi padre, viéndolo trabajar la piedra con mágica destreza, de los atardeceres en las colinas orientales gozando de la fresca brisa del crepúsculo.

El mismo día de la boda, me levanté de mi cama, entre el batiborrillo de objetos que Awa aún no había tenido tiempo de acomodar, y mientras preparaba un poco de pintura para redactar un documento, robé del centro de mesa un dátil que comencé a devorar hambriento.

En el mismo instante en que me disponía a iniciar mi tarea, la anciana Awa, que ordenaba unos enseres cerca de la ventana de la cocina, advirtió, al mirar a través de la misma, un papiro enrollado y colgado del sicómoro del jardín, delante de la puerta de mi casa.

—- Mi señor, han dejado un papiro colgado en el sicómoro de la entrada.—- advirtió.

Me apuré a salir para tomar el papiro, imaginando qué procedencia podía tener y el peligro que significaba que cayera en manos de cualquier desconocido, por sobretodo teniendo en cuenta que me encontraba rodeado de vecinos que eran funcionarios de palacio.

Antes aún de tomar el mensaje en mis manos, supe que se trataba de una carta de Ahset. Lo presentía, lo adivinaba con solo conocer el modo sutil en que esperaba atraerme otra vez hacia ella. Mi corazón saltó dentro de mi pecho, trotando en mi interior como un brioso toro de cuernos cortos, como cuando nuestros cuerpos se fundían en un abrazo que parecía eterno.

Mis manos sudorosas, que tantas veces acariciaron su excitante forma, añoraban la tersura que las deleitaba. Acercándolo a mi rostro, casi hasta besarlo, percibí de manera inconfundible que el noble papiro exhalaba su exquisito perfume a nenúfares azules y manzanas.

Mi mente fue invadida una y otra vez por fugaces recuerdos de su irresistible belleza, de su sugerente mirada, como relámpagos en una noche de tormenta, que crees seguirlos viendo cuando solo quedan en el resplandor que cegó tu retina. Mi piel se estremeció incontrolable, en un intenso repeluzno, como los que tantas veces recorrieron mi abdomen ante la simple idea de hacerla mía de nuevo.

Era de ella. Sin haber desplegado el papiro, sabía que era de Ahset. Intensos sentimientos de contradicción se debatían en mi interior, en una lucha que destrozaba mis nervios. Temblaban mis dedos de ansiedad al rozar el lacre que sellaba la misiva, ante la desesperante tentación de romperlo, y desenrollándolo, zambullirme en la lectura de las palabras que pronunciaban sus labios mientras las escribía, que se derramaban de su boca como la miel de un panal digno de los dioses, del que ansiaba volver a libar hasta saciarme de gozo.

Por otra parte, las fantasmagóricas imágenes que habían torturado mi alma durante la ruta hacia Meggido, se hacían presentes nuevamente, como una revelación que anunciaba el fatal desenlace que me esperaba si permitía que el recuerdo de la pasión hiciera mella en mi flaqueza, volviendo a ganar mi espíritu, para arrojarme nuevamente en sus brazos.

Tenía que apartar de mi pensamiento los bellos momentos que habíamos vivido juntos y sólo pensar en las graves consecuencias que podría acarrearnos proseguir con el romance. Ya había percibido el drástico cambio en la actitud de Tutmés hacia mí, de modo que, si bien creía yo que él solo guardaba sospechas sobre la existencia de cierta relación indebida entre Ahset y yo, no debía darle motivos para que las confirmara.

El temible poder de su atracción se abría como un enorme abismo que consumía las débiles fuerzas con que intentaba resistir vanamente la maligna curiosidad de desenrollar el papiro. Moría de interés por saber de ella, anhelando que me deseara como yo ansiaba poseerla, por conocer lo que albergaba en su corazón y cuánto me extrañaba. Ese amor, (y digo amor porque debo reconocer que creí que amaba a Ahset), robaba mi voluntad en cada caricia, doblegaba mi ánimo con cada sonrisa, haciéndome más esclavo que el más humilde de los esclavos y más siervo que el más sumiso de ellos. Aunque cautivado, me sentí amenazado por el peligro de sucumbir a la indigna bajeza de entregarme a ella, sin importar la suerte de mi familia y de la propia Tausert.

Abrí el papiro, temblando de emoción y pueril ansiedad, desgarrando parte de la trama vegetal en el apuro.

Querido mío:

Sabiendo de vuestro regreso con el ejército, aguardé con devota paciencia un esperado mensaje de tus manos, deseando te comunicaras conmigo para concretar un encuentro.

Mi cuerpo os llama, vibrando de gozoso anhelo, y mi piel os reclama con fogosa inquietud.

Os he extrañado cada noche, como las flores extrañan la luz del alba. Os he necesitado junto a mí como necesito del aire que respiro. Os he deseado en mi lecho más de lo que preciso al alimento que me mantiene viva, y sin embargo, tú no has hecho nada para saber de mí.

He enviado a mi más confiable sierva para que te llevara estas palabras, aún sabiendo que algunas sierpes del Harén vigilan mis actos. No hagáis que me arrepienta de haberos hecho mi amante, demostrando la cobardía de los hombres de arena que retroceden ante el peligro, a diferencia de los guerreros que, sabiendo los riesgos que corren, enfrentan con valor el destino que les toca. Mi espera se torna en impaciencia y mi melancolía en fastidio.

Ahset

Estaba dispuesta a todo, incluso a perecer, por demostrar que nada ni nadie podría quebrantar su voluntad, ejerciendo su indomable carácter en su decisión de vivir o morir a su modo.

Por primera vez sentí miedo, pero no miedo a las consecuencias sino a su amor enfermo, perturbado, alienado, temiendo que me arrastrara a un final ineluctable. Me estremecí al percibir en sus palabras el deseo de inmolarse, o más bien, de que ambos nos inmoláramos por una causa amorosa, como si llevar nuestro amor hasta la ejecución pudiese significar un acto heroico que fuese a salvar al mundo.

Como si hubiese despertado de un mal sueño y con la frase del guerrero que enfrenta su destino resonando como un eco en mi cabeza, me di cuenta del cariz de morbosidad que impregnaba su actitud, destruyendo todo el valor que había asignado a los sentimientos que guardaba por Ahset.

La había idealizado como a una mujer valiente, decidida, con una fuerza interior única y especial. Sin embargo, ahora me parecía estar leyendo la creación de un espíritu enajenado por una idea demencial.

Dejé el papiro sobre mi mesa, convencido de que lo mejor que podía hacer era responder su carta lo antes posible, para poner en claro que no deseaba continuar la relación.

Tomando un papiro en blanco, afiné el extremo del instrumento de escritura, y mientras mojaba su punta en la negra pintura recién preparada, meditaba la manera de dar forma a mis pensamientos para transformarlos en palabras, sin herir demasiado los sentimientos de Ahset.

Creía yo que ella entendería mis argumentos, aunque no dudé que fuera difícil que los aceptara en un primer momento. Sabía que nunca había conservado tanto tiempo al mismo amante a su lado, lo que constituía un raro privilegio del que yo quería prescindir lo antes posible. Tal vez, para mi pesar, nuestro vínculo había significado en su vida algo más profundo de lo que yo jamás imaginé o hubiese podido esperar de un carácter tan voluble y antojadizo como el de Ahset. Por otra parte, y a causa de esto mismo, abrigaba la esperanza de que, despechada, Ahset se arrojara en brazos del Faraón, o me olvidara sumergiéndose en nuevos deslices amorosos con uno de los funcionarios de la administración, o con alguno de los guardias de la residencia que llegase para custodiarla a sus aposentos del harén.

Lacré la hoja con un sello sin identificación, y luego de completar mi desayuno y acomodar algunos bártulos en mi nueva morada, me puse en camino hacia el palacio con el principal objetivo de entregar la respuesta que me liberaría finalmente de la relación.

Me sentí feliz de verme a mí mismo, tomando la decisión de alejarme de ella, sin necesidad de que alguien estuviese azuzándome y advirtiéndome de las calamidades que se avecinaban.

Era evidente que las aleccionadoras palabras de mi joven amigo Maya habían calado profundo en mi conciencia, pero no estuve totalmente seguro de cómo reaccionaría ante el llamado de la concubina hasta que me topé con la lectura de su mensaje.

Como si de un mágico filtro se tratara, de alguna pócima hábilmente dosificada, o quizás de un milagroso antídoto contra el mismo mal que antes ocasionaba, las propias palabras, que en otro momento las hubiese bebido como a un delicioso néctar, con el placentero deleite de un exquisito elixir, y que antes me hubieran llevado a correr a su lado, ahora tenían el efecto de un remedio amargo que, curando mi alma de la enfermedad que padecía, me levantaba de mi paralizante obnubilación para impulsarme a escapar de las causas que me provocaban la dolencia.

Llevé a la residencia el papiro con mi contestación, oculto entre los demás documentos que portaba en mi caja de escriba, con la idea de entregarlo lo más pronto posible.

No sin cierto nerviosismo, ingresé por la escalera monumental de la fachada custodiada por los guardias reales. Como cada día, atravesé la antesala columnada hacia el nuevo emplazamiento de la sala de escribas, que había ordenado Tutmés a sus maestros arquitectos en las ampliaciones de palacio, para refrescar mejor las extensas galerías ornamentadas con plantas trepadoras traídas de las lejanas tierras de los bosques del sur.

Sin demasiado tránsito de funcionarios ni sirvientes, los patios floridos, rebosantes de jazmines, perfumaban el aire y embelesaban la vista junto a las anémonas y las glicinas.

Las mujeres de la servidumbre de palacio elegían pimpollos y flores de los diferentes canteros, para adornar los floreros de los diversos ambientes de la residencia, munidas de cuchillos y cestas de mimbre en las que colocaban los frutos de su recolección.

Con gesto de burócrata meditativo ocupado en alguna importante cuestión de estado, me dirigí hacia los jardines interiores, buscando a alguna de las esclavas de Ahset, que por aquella hora del día acostumbraban recoger flores para embellecer las habitaciones de su señora.

Bajo un gran sauce encontré a una de ellas cortando las mejores ramitas entre las azufaifas y los ranúnculos.

Me acerqué a la esclava negra que ya me había visto llegar, y todavía con cierto nerviosismo dejé caer mi mensaje dentro de su canasto al pasar junto a ella que, como sin advertirlo, lo cubrió con un ramo de margaritas amarillas que lo taparon completamente de la vista de las demás mujeres.

Tal como llegué, salí del sector de los canteros hacia el sitio de los frutales, de donde saqué una jugosa manzana que pendía del primer árbol del conjunto, tras lo cual dejé el jardín rumbo a las galerías. Seguro de que nadie se percató de nuestra maniobra, me dirigí hacia las oficinas de los funcionarios a completar mis trabajos de aquellos días, referidos a la copia de documentos, para perfeccionar mis conocimientos de la lengua del imperio de Naharín y otras tareas relacionadas con la interpretación de la legislación hurrita.

Cerca de la hora del cenit, observaba despreocupadamente, a través de una de las ventanas de la sala de escribas, a los gansos y las ocas chapoteando en el estanque central. Mientras tomaba un descanso y aprovechaba para comer algo de pan y frutas, dos manos cubrieron mis ojos de repente, sorprendiéndome, al no haber notado la presencia a mis espaldas de la persona que me gastaba la broma. Por reflejo, atiné a tomar aquellas manos, femeninas por su delicadeza y suavidad. Me di vuelta, agitado, casi angustiado, temiendo que fuese Ahset que, arriesgándose de manera descabellada, hubiese ido a buscarme a mi sitio de trabajo.

—- ¡Buenos días, Shed!—- dijo, iluminando su rostro con la cálida sonrisa que la caracterizaba.—- ¿Qué os ocurre? Parece que hubieseis esperado encontraros con algún demonio.—- dijo Tausert, notando mi gesto preocupado.

—- ¡Ah, dulce Tausert! ¡Buen susto me habéis dado!—- repliqué más tranquilo, al descubrir que era ella.

—- Tenía muchos deseos de veros.—- comentó con la sinceridad de siempre.—- Quizás debí haber esperado que vos me buscarais, pero mi corazón me trajo hasta aquí.—-

La observé sorprendido de tener delante de mí a la misma Tausert en su sencillez y en su ternura para conmigo, y sin embargo, había algo en ella que la hacía diferente. Como si durante los meses que pasé lejos el tiempo hubiese terminado de endulzar el fruto de su sensualidad, durante años gestada en su interior, velada quizá por su inocencia de niña y que, tal vez, yo mismo ayudé a madurar sin darme cuenta, sin descubrir el cambio que generaba, aquella noche de amor en que me entregó su pureza, antes de mi viaje a tierras extranjeras.

Como el pequeño y modesto capullo que guarda en su seno toda la potencialidad de la flor más exquisita en apariencia y aroma, y al igual que el más humilde brote cuaja para convertirse en la más deliciosa breva, así como una bellísima mariposa desplegando sus tornasoladas alas en la fresca brisa del río luego de una prolongada estancia en la intimidad de la crisálida, la hermosura en todo su esplendor refulgía en Tausert, con el exuberante poder de la vida que, inexorable, busca su destino, cumpliendo el ciclo de la naturaleza que la convertiría de una delicada jovencita en una mujer de desbordante belleza.

Extasiado en tan maravillosa mutación, alelado por tan sorprendente metamorfosis, quedé perplejo y prendado, enmudecido por la gracia de la criatura que tenía enfrente, como si nunca antes la hubiese visto, como si se hubiera descorrido el velo de mis ojos y encontrase la luz que desesperado buscaba entre tinieblas.

Como el sobreviviente que a la deriva intenta asirse de un precario madero luego del reciente naufragio emocional, descubrí en Tausert las seguras playas del amor verdadero, cuando hacía solo pocas horas creía que perecería ahogado en las turbulentas corrientes que arrebataban mi razón y amenazaban mi existencia.

Sin poder emitir frase alguna, alabé al todopoderoso Amón-ra en su infinita capacidad de asombrarme, y con su omnipotencia, elevarme hasta el cielo cuando la tierra parecía tragarme.

—- ¿Qué os ocurre, Shed?—- preguntó confundida por mi silencio y la extraña manera en que la miraba.—- ¿Os sentís bien?

—- He visto a Dios, Tausert.—- le dije sonriendo.

—- ¿A cuál de ellos?—- preguntó sin estar segura de si yo hablaba en serio o bromeaba.—- ¿Os burláis de mí?—- preguntó de nuevo.

—- No, mi dulce amor. Hablo tan seriamente como nunca antes lo hice.—- respondí, tomando sus tibias manos entre las mías.

Sus ojos brillaron de alegría.

—- Nunca antes me habíais hablado de esa manera.—- dijo, temerosa de abrigar esperanzas de corto vuelo.

—- Porque durante demasiado tiempo fui un tonto por no apreciar la joya que con vuestro amor sin condiciones me entregabais. Porque durante demasiado tiempo estuve sordo sin escuchar a vuestro corazón que gritaba mi nombre. Porque durante demasiado tiempo estuve ciego, sin ver el reflejo de la felicidad que fulguraba como el sol en vuestras pupilas. Por todo eso, mi amor…—- dije, besando sus labios que me supieron al almíbar más dulce nunca antes saboreado.

—- Mi amor, no sabéis cuánto ansié escuchar esto de vos. Me había resignado a amaros en silencio sin pedir nada a cambio, a daros mi espíritu sin esperar que vos siquiera insinuarais retribuir mi entrega; me sentía afortunada con solo saberme a vuestro lado, recibiendo de vuestro corazón lo que él estuviese dispuesto a brindar. Hoy me habéis hecho muy feliz con solo regalarme esas palabras.—- amorosas lágrimas surcaron sus ruborizadas mejillas.

—- Entiendo las lágrimas si provienen de la emoción contenida que entristecía vuestra alma, pero, ¿por qué el rubor?—- pregunté.

—- Me avergüenza mi simplicidad. Me siento tan poca cosa comparándome con vos que creo que no os merezco.—- dijo, bajando la vista con tal humildad que me sentí conmovido.

—- Tausert, mi tierna niña, quisiera yo ser merecedor del amor que me habéis prodigado con la mayor de las atenciones, del paciente esmero con que soportasteis mis defectos y la candidez con que me habéis halagado, de la que no soy digno. No me veáis por mis méritos como diplomático, ni mis conocimientos como lingüista, ni por la riqueza de mis campos. Reconozco ante vos que mis debilidades y flaquezas como hombre sólo son comparables en grandeza a vuestras virtudes como mujer. Sois de espíritu generoso y de ánimo caritativo y servicial. Vuestra bondad refleja un corazón abierto, desconocedor de sentimientos bajos como la envidia y la mezquindad. Sois tan transparente en vuestro proceder y tan pura en vuestros pensamientos que no puedo evitar sentir que el que no es digno de vos soy yo.—- expresé, desahogando algunos pesares de mi alma.

Cubrió mi boca con sus pequeñas manos, y en gesto agradecido y primoroso, llevó sus labios hasta los míos en un beso suave y tierno de amantes unidos por el indestructible lazo de sus almas.

—- Mi amor, debo regresar a mis tareas antes de que me regañe mi superiora. Os dejo este beso para que me recordéis el resto del día hasta vernos esta noche en la boda de Eset. Ya extraño vuestra compañía y aún no he soltado tus manos. Qué larga se hará la jornada hasta volver a encontraros.—- dijo, enamorada.

—- No estaréis sola, amada mía, porque a donde vayáis mis pensamientos irán con vos como vuestra sombra, como la luz del sol que ilumina vuestro camino y el aire que os rodea.—- respondí, inspirado en el milagro que la deidad me había concedido luego de tantos errores.

Al contemplar la figura de Tausert que dejaba el salón de escribas hacia las galerías, descubrí detrás de una columna la acusadora mirada de Kina, la fiel confidente de Ahset, que se había ganado su amistad por una obsecuencia sin límites y la costumbre, de alentar cualquier descabellada idea de la favorita del Faraón.

Delgada, con una escualidez de cabra mal alimentada, su rostro enjuto, piel aceitunada y lacios cabellos negros, era lo menos bien parecida que uno podía imaginar a una princesa asiática. Destacaba además por su carácter nervioso, su tendencia constante al cuchicheo, y la invención de rumores que la hacían una de las intrigantes más ponzoñosas del Harén.

Kina había facilitado nuestros encuentros, sobornando a los guardias de Palacio, engañando a los custodios o quién sabe qué otras cosas más, para verse favorecida con los regalos que Tutmés hacía a Ahset y que no siendo de su agrado, la favorita desechaba en su beneficio.

Su mirada de desaprobación lo decía todo. Correría como un perro a los pies de su ama para contarle que me había visto en arrumacos con Tausert.

A pesar de que me daba cierto alivio el haber entregado mi carta antes de que nos viese en esa situación, el hecho de conocer la capacidad de Kina para azuzar los ánimos, y la facilidad de Ahset para alterarse, no me resultaba demasiado tranquilizador.

No sabía que actitud tomaría Ahset, pero luego de que Kina manipulase los hechos para envenenar aún más su disgusto, no tenía dudas que estaría completamente furiosa.

Traté de no darle importancia, pero íntimamente temía la revancha que pudiese tomar Ahset, teniendo presente lo rencorosa que era.

No pensé que pudiese cometer algún acto para perjudicarme ante el propio Faraón, pero con Ahset nunca se podía estar seguro de nada.

No tendría pruebas con las que pudiese acusarme de tratar de seducirla o cortejarla, pues la única carta que yo le había enviado era la que justamente acababa de escribir y que la incriminaba más a ella que a mí mismo, de modo que deseché esa posibilidad. Sin embargo, me preocupaba lo que podrían tramar entre ambas.

Pensando en concluir mi trabajo para después alistarme en los preparativos de la boda de mi hermana, transcurrí el resto de la tarde eligiendo mis presentes en el mercado del puerto, buscando algo con qué demostrar mi cariño y beneplácito a la feliz pareja.

Mientras escogía tapices de entre un grupo abigarrado de mercancías, descubrí una sortija de oro delicadamente trabajada con láminas y filigranas que formaban un loto, en cuyo centro se abría un corazón de lapislázuli, constituido por pequeñas escamas de color azul marino, que le daban la apariencia de un pimpollo floreciendo.

No dudé ni un momento en comprarlo para Tausert, como si hubiese sido colocado en mi camino para que pudiese halagar a mi amada con la joya más bella que había visto en mi vida. Mil veces contemplé las alhajas de Ahset, del Faraón, de la reina y de las demás señoras del Harén; sin embargo, jamás vi. un trabajo tan sutilmente logrado, con tanta elegancia, y al mismo tiempo, sin el exceso de adornos con que solían recargar las piezas de joyería de la realeza muchos de los orfebres más afamados de Kemet.

Pagué por la sortija un alto precio, aunque representaba muy poco con relación al amor que descubrí por Tausert.

Mientras regresaba a casa, meditaba acerca de mí mismo, como si estuviese sacando conclusiones acerca de las actitudes de otra persona.

Tal vez —- pensé —- estuviese madurando, dejando de lado las hazañas amorosas y el deseo de aventuras que arrebataba mi mente en busca de la vibrante sensación que me proporcionaba el peligro y la excitación provocada por enfrentar los riesgos que me hacían sentir más vivo. Siendo cada día diferente y tan incierto como placentero, me alentaba la incertidumbre de desconocer lo que me depararía el destino en ese juego de azar en que se había convertido mi vida, a diferencia de la rutinaria y monótona existencia que llevaban la mayor parte de los hombres que yo conocía.

Quizás había llegado mi hora de dar sosiego a mi espíritu y emprender la formación de una familia bien constituida, con esposa e hijos.

Después de ver tanta lucha, derramamiento de sangre, muerte y sufrimiento provocados por propios y desconocidos, deseaba reposar mi cabeza en el regazo de una mujer tierna y sensible como Tausert, que llenara mi alma de amor en la paz de un hogar como en el que yo había crecido. La simiente de mi cuerpo se derramaría en su fértil vientre colmándolo de vida, y luego se transformaría en los vástagos que mi dulce esposa amamantaría para juntos verlos crecer, correr y jugar, escuchándolos gritar y reír alegremente, llevando la dicha a nuestros corazones.

Habían dado un vuelco tan brusco mis afectos, que ni yo mismo podía creerlo. Aún no terminaba de comprender cómo mis sentimientos tomaron tal cambio de rumbo, tal giro, mutando de manera tan radical, que todavía no terminaba de asimilar. Me reproché el ser voluble en mi sentir, aunque de cualquier modo estaba feliz de haberme librado del vínculo que me mantuvo atado a Ahset en los últimos dos años.

Los últimos dos años —- repetí.—-. Había algo referido a los dos últimos años que me inquietaba, empero, recién ahora podía razonar con claridad. Fue durante ese período en que mi dependencia de Ahset y su poder de control sobre mi voluntad se convirtieron en un problema irresoluble. Relacionando los sucesos ocurridos en aquel tiempo, descubrí que mi fascinación por la favorita coincidía extrañamente con la estrecha amistad que surgió entre ella y Kina. Tal vez las habladurías acerca de los conocimientos de Kina en las oscuras artes de la hechicería fuesen algo más que simples cuentos de las viejas chismosas del Harén, quizás por ello mismo le temen tanto las concubinas, e incluso las más poderosas señoras la corte. Ahset se había ganado la amistad de una mujer realmente peligrosa, que le aseguraba impunidad en sus actos debido al miedo que las demás mujeres tenían a las represalias que pudiese tomar la bruja Kina si acusaban a su amiga y asistente.

Por lo mismo, quizá no fuese descabellado pensar que el brazalete que me obsequiara Ahset hubiese sido preparado por Kina con algún embrujo propio de sus artes esotéricas. ¿De qué otro modo podía explicar mi propio desconcierto ante el dominio total que los deseos de Ahset tenían sobre mi voluntad? Desde el principio de nuestra relación sabía que mi lazo con Ahset duraría lo que las circunstancias lo permitieran, sin comprometer mi trayectoria; sin embargo, me había dejado llevar por su caprichoso carácter, arriesgándolo todo, sin contemplar los daños que podrían ocasionar incluso a mis padres.

Por otra parte, la pérdida del brazalete camino a Meggido me había liberado de los recurrentes episodios de inexplicables alucinaciones en que Ahset aparecía ante mí como un fantasma, invadiendo mis pensamientos, ocupando cada sitio de mi mente y cada momento de mi existencia.

Un repentino repeluzno erizó mi piel ante la sola idea de haber sido manipulado como un juguete, en manos de aquellas mujeres. Me sentí feliz de haber recuperado la conciencia y el control sobre mis actos.

Con la sortija que llevaba para Tausert y los presentes para mi hermana y su esposo, regresé a mi casa, esperando ansiosamente la celebración de esa noche para entregársela, con la intención de declararle mi amor públicamente y pedirle que aceptase convertirse en mi esposa.

Los festejos de la boda, luego de la sencilla ceremonia realizada en un santuario a la diosa Opet, cercano a Waset, se llevó a cabo en la villa de un noble, amigo, y cliente del padre del esposo de Eset, que la había brindado gentilmente. El propio visir por orden del Faraón había obsequiado grandes manjares para la fiesta en agradecimiento a Pentu por sus magníficas estatuas para el ajuar de la tumba real del monarca.

El enorme patio exterior de la residencia, adornado primorosamente con guirnaldas de flores multicolores, símbolos vegetales de fertilidad, imágenes de genios de la fecundidad y demás ornamentos relacionados, se extendía hasta la playa cercana del Hep-ur, iluminada por innumerables antorchas, entre la abundancia de palmeras datileras, sauces, higueras y sicómoros. Los sonoros sistros, las dulces melodías de las flautas, los rítmicos compases de los tambores, interpretados por músicos profesionales, impregnaban el ambiente de alegres sones, acompañados por las delicadas voces de las cantantes y las sensuales danzas de las bailarinas. El delicioso vino de los uhat, la más refinada cerveza de la capital y el rico zumo de granada que se fabricaba en la región, se servían generosamente para regar la diversidad de manjares que iban desde las carnes de cordero asado, pasando por las enormes percas exquisitamente condimentadas hasta las ocas cocinadas en leche. Variedades farináceas como pasteles de manzanas, tortas de higos y bollos con miel de abejas, hacían las delicias de los golosos, y cestos rebosantes de frutos frescos y secos se acercaban a los comensales, luego de las ensaladas de verduras.

Mi hermana y su esposo, el joven Hery, se veían felices conversando y riendo en el centro del patio, aclamados por los concurrentes, entre los que se encontraban mis padres y los suegros de Eset.

En aquel instante, vi a Tausert, acompañada por su madre, llegar desde la costa entre los invitados.

Jamás la había visto tan maravillosa como esa noche, en su vestido de lino púrpura, que destacaba su esbelta figura. Sus delicadas facciones resaltadas por un suave maquillaje, el fino delineado de sus ojos, y sus labios carnosos me deslumbraron. Quedé prendado por su belleza, y su mirada quemó mi pecho con el fuego del deseo, como nunca antes había sentido, y la amé para siempre.

—- ¡Qué afortunado soy de ser el dueño de vuestro amor, mi bella Tausert!—- la recibí.

—- Mi amor, la diosa Hathor ha escuchado mis ruegos y las plegarias que por vuestro nombre elevé.—- dijo, saludándome con un beso.

—- ¡Qué hermosa está vuestra hija y que felices se los ve!—- comentó Lyna, saludando a mi madre.

—- Hery es un buen muchacho y la ama profundamente. Me confesó que hace años que estaba enamorado de Eset.—- me dijo.—- Presiento que será un excelente marido,—- sonrió Amunet por la contagiosa risa de mi hermana, causadas por las ocurrencias de su flamante esposo, que la hacía girar danzando alrededor de ella.

—- ¿Qué bonita pareja forman, verdad?—- dijo mi madre, a la madre de Tausert.

—- ¿Qué podéis decir de nosotros, madre?, mirad lo bien que lucimos juntos.—- dije, pasando mi brazo por encima de los hombros de Tausert, hasta estrecharla contra mí y besar sus cabellos tiernamente.

—- No sé qué esperáis para casaros.—- dijo mi madre, respondiéndome con cierto tono de reproche.—- Creí que vosotros me daríais nietos mucho antes que Eset, y míralos, con lo jóvenes que son, me harán abuela dentro de poco. Estoy ansiosa por escuchar los berrinches y besar las mejillas de esos pequeños diablillos que ya sueño con sostener entre mis brazos.—- dijo Amunet a Lyna, mi futura suegra.

—- Shed se encuentra demasiado ocupado en sus funciones para dedicarse a una familia que le restaría el tiempo que el Faraón le exige por sus deberes como diplomático.—- respondió Lyna, intentando justificar mi indecisión al respecto.

No imaginaban la alegría que tenía reservada para Tausert cuando le entregase la sortija, pidiéndole que se convirtiera en mi esposa. Sólo esperaba que se calmara un poco la fiesta, pues con tanta música y baile no era el momento indicado para hacer mi anuncio, ya que la mayoría de los concurrentes estaban muy entretenidos cenando y disfrutando de las danzas.

Como si algo le faltara a la celebración para hacerla memorable, se anunció la llegada de la nave del visir Rekhmyre, amigo personal del suegro de mi hermana.

Cuán grande fue mi sorpresa al advertir que entre la comitiva que secundaba al visir se hallaban Ahset y Kina, que acompañaban a la esposa del funcionario.

Sabiendo que no constituía un encuentro casual, traté de alejarme llevando conmigo a Tausert hacia el extremo opuesto del patio, rumbo a las galerías, pero no pude evitar encontrarme de frente con Ahset cuando el suegro de mi hermana me tomó por los hombros, invitándome, o más bien, llevándome a saludar a los recién llegados, alardeando de la amistad con que el visir lo honraba.

Con sus ojos clavados en mí, Ahset pasó entre los demás sin siquiera detenerse para saludar a los dueños de la residencia, en actitud tan evidente y desvergonzada, que sentí el rubor instalarse en mi rostro, hasta percibir mi piel húmeda de nerviosismo.

Las miradas se dirigieron hacia ella, y luego, el propio dueño de casa disimuló la bochornosa situación ofreciendo a los nuevos comensales las exquisiteces que se exhibían en las mesas.

Vino hacia mí, de frente, contoneándose de manera sensual y descarada, mirándome fijamente, sin importarle que Tausert estuviese a mi lado.

—- Venid conmigo a conversar o haré un escándalo.—- dijo al pasar junto a mí, en tanto sonreía a Kina, que caminaba a su lado.

Nervioso y descontrolado como estaba, temí que Ahset realmente lo hiciera y cometí el error de seguirla.

—- Esperadme un instante, amor,… —- dije a Tausert, que, sin responderme, se alejó de mí con evidentes muestras de enfado y con los ojos llenos de lágrimas.

Como Kina se encontraba con nosotros, Ahset desvirtuaba las sospechas de que estuviésemos comprometidos en una situación inconveniente.

Molesto conmigo mismo al haber cedido a una nueva manipulación de su parte y abandonar a Tausert que se sintió humillada por mi actitud, me aproximé a ellas sin presentar los respetos que se debía a las consortes secundarias del soberano.

—- ¿Qué queréis de mí?—- pregunté, de un modo descortés, que denotaba mi enojo.

—- Mi querido Shed, parece que no os alegráis de verme.—- respondió, con el sarcasmo tan propio de su desvergüenza.

—- ¿Acaso no recibisteis mi carta expresando mis deseos de terminar con nuestra relación?—- pregunté, sabiendo que si estaba allí era porque sí la había recibido.

—- ¡Quién creéis que sois para hablarme así y decidir cuándo y cómo se acabará lo nuestro!—- respondió.—- ¡¿Creéis que un gusano como vos se puede negar así como así a mis deseos sin sufrir las consecuencias?! ¿Creéis que podéis acostaros en mi lecho y luego salir tranquilamente de mi vida como si yo fuese una ramera del puerto? ¿Qué habéis creído, imbécil?—- dijo, levantando tanto la voz, que temí que la escuchasen. Kina nos observaba sin decir palabra.

—- Por favor, pueden escucharos.—- dije, contemplando con preocupación a los asistentes a la fiesta que de a ratos nos miraban con curiosidad.—- Continuar con esto es una locura, Ahset. Lo que hubo entre nosotros nunca debió pasar y no quiero arriesgar mi vida y la seguridad de los míos por un vínculo que jamás tendrá futuro.

—- No os creía un cobarde que fuera a retroceder ante los peligros que plantea nuestro amor. Prefiero morir a resignarme a vivir sin vos.—- respondió de manera tan sincera que quedé perplejo. Jamás sospeché que se hubiese enamorado de mí, pero eso no cambiaba las cosas.

—- ¿De qué os sirve morir por un amor incompleto, cuando podéis vivir una vida llena de placeres al lado del rey más poderoso de la tierra, que os ama, os colma de atenciones y obsequios, y al que en cualquier momento podéis dar un heredero al trono?.—- pregunté, tratando de convencerla.

—- Kina dice que soy estéril.—- respondió con tristeza.—- ¿Cuánto tiempo seré la favorita de Tutmés si no puedo darle descendencia?—-

No supe qué responderle sabiendo que no pasarían muchos años antes que el Faraón la despreciase por esa causa.

—- Tutmés os ama por vuestra irresistible belleza, no por los hijos que podáis darle.—- insistí, tratando de modificar su actitud.

—- Pero yo os amo a vos y no a él.—- respondió.

No sabía qué hacer. No me animaba a decirle en aquel momento que estaba enamorado de Tausert y que me casaría con ella.

Recordé la historia de la joven Merneit que me contara mi padre cuando yo era un muchacho y se me ocurrió pensar que la muerte tal vez no fuera el peor castigo para Ahset.

—- Ahset, recordad que la compasión no es una de las virtudes de Tutmés. Si nos descubre, la condena por vuestra infidelidad puede que no sea la horca, sino algo peor, como ser desfigurada, o alguna otra forma de castigo que sirva de escarmiento a las demás mujeres del Harén, como ocurrió en mi provincia cuando mi padre era joven. Pensad en el dolor físico y la tristeza de ver perdida vuestra hermosura por espantosas cicatrices. No, Ahset, pensad bien y os daréis cuenta de que no vale el sufrimiento.

Por mi parte, mi compromiso y lealtad con el Faraón me obligan a renunciar a vos. Pienso en las consecuencias que tendría para mi familia que nos descubrieran y se me hace un nudo en la garganta. Morir no me importaría tanto, pero no podría soportar saber que ellos paguen por mis faltas.—- le expresé, buscando la manera de hacerla entrar en razón.

—- No me importa nada más, Shed. No voy a reprimir mis deseos, nunca lo hice y tampoco lo haré ahora. Nadie me impedirá estar con vos aunque se derrumbe el mundo.—- su necia y egoísta obsesión superó mi paciencia. Quizá hubiese debido contener mi reacción, pero pensé que tal vez era mi última oportunidad para hacerla recapacitar.

—- Ahset, deseo que comprendáis que no os amo y que no quiero sacrificarme por una relación que para mí ha llegado a su fin. Voy a casarme con Tausert, poco me interesa cual sea vuestro parecer, no voy a volver a satisfacer vuestros deseos y no importa el escándalo que provoquéis, no conseguiréis nada de mí.—- respondí secamente, dándoles la espalda para volver con Tausert.

Ahset quedó tan conmocionada con mi respuesta que, como nunca antes, enmudeció, y me observó estupefacta, mientras me alejaba.

Temí que estallara en una tormenta de amenazas e insultos, pero no dijo nada más, cosa que me dejó aún más preocupado, pues esa no era su manera habitual de reaccionar.

Me acerqué con cautela a Tausert, sabiendo que se había apartado de su madre para que no la viese llorar. La había abandonado abruptamente para ir detrás de Ahset, en una actitud de tal desconsideración, que debía haber destrozado su corazón.

—- Pequeña, no lloréis, no fue mi intención dejaros sola. Os ruego me disculpéis, ya sabéis como es la señora Ahset cuando desea algo.—- dije, tratando de justificar mi conducta.

—- ¡Sí, os desea a vos!—- respondió, girando hacia mí, al tiempo que se apartaba, retrocediendo y sollozando de forma incontenible.—- ¿Os burláis de mí, Shed? ¡Vuestro romance con la favorita corre de boca en boca como un sabroso rumor en las lenguas de todos! Constantemente niego tales habladurías ante el propio Chambelán, que me ha conminado a decir la verdad, ofreciéndome incluso la jefatura de la cocina palaciega para que os traicione.

—- Escuchadme, Tausert, por favor.—- traté de explicarle mis intenciones, pero no me lo permitió.

—- Creí que erais sincero conmigo, y por un momento abrigué la esperanza de que hubieseis cambiado. En verdad, soñé que habríais olvidado a la señora Ahset, y dejando de lado una aventura absurda y peligrosa, hubieseis valorado el amor incondicional que siempre os ofrecí. Pero me doy cuenta que sigo siendo la tonta de siempre y que otra vez me equivoqué.—- concluyó, enjugándose las lágrimas del rostro sin permitir que yo la tocara.

—- ¡Por la santidad de Mut, Tausert, os juro que no es lo que pensáis! ¡No voy a negar la relación que tuve con ella, pero os aseguro que eso ya pasó, y también es verdad que no he vuelto a buscarla, y que no tengo intenciones de hacerlo!—- respondí a su acusación con la seguridad de quien habla con el corazón.

—- ¡¿Por eso salisteis corriendo detrás de ella como un perro faldero que sigue a su ama?!—- replicó con indignación.

—- Temo a su carácter desquiciado y caprichoso, que puede desatarse como una tormenta y arrastrarme a un desenlace nefasto, por ello accedí a hablar con ella, pero no caeré otra vez bajo su influencia.—- tomé su mano para acariciarla, pero la retiró con un gesto de desengaño.

—- ¡¿Cómo podría creeros, Shed, si me habéis mentido tantas veces?!—- me miró con los ojos llenos de amor, de un amor sufrido, sacrificado y devoto, un amor que rogaba no ser traicionado nuevamente por mi desleal comportamiento. Conmovido, la abracé, llorando junto a ella, arrepentido por las penas que la había hecho padecer durante tanto tiempo.

—- Tausert, mi amor, debéis creerme, porque hablo con la voz de mi alma. Esta noche pensaba hacer pública mi declaración de amor, y delante de todos, pediros que seáis mi esposa.—- sabía que desconfiaría de mis palabras.

—- Sólo lo decís para convencerme. Pudisteis haberlo hecho antes de que llegase Ahset.—- respondió incrédula.

A lo lejos divisé, entre las luces de las antorchas, que Ahset y Kina se alejaban hacia la costa, buscando el amarradero en donde se encontraba atracada la nave del visir. No podía elegir mejor momento para llamar a todos los invitados y comunicarles mi decisión de pedir a Tausert en matrimonio a su madre, para desvirtuar todos los comentarios que habría suscitado la escena con Ahset, y al mismo tiempo, no constituyera un desafío directo a la concubina del Faraón que, por aquel momento, ya estaría en el barco.

Desprendí del cordón que sujetaba la cintura de mi túnica el pequeño saco en el que guardaba la sortija que había comprado para Tausert. La tomé de la mano, y, guardando el anillo en la otra, nos dirigimos hacia el centro del patio.

—- ¿Qué hacéis, Shed?, ¿adónde me lleváis?—- preguntó.

—- Por favor, esta vez confiad en mí.—- respondí.

—- Os solicito vuestra atención, por favor.—- llamé en voz alta, pidiendo a los músicos que hicieran silencio por un momento.—- Deseo ante vosotros, en presencia de mi familia y de la madre de Tausert, entregar esta sortija a mi amada, y declararle mi deseo de que se convierta en mi esposa en el decimosexto día del cuarto mes de Shemu.—- dije, colocándole la joya en su mano, al tiempo que la besaba en la frente.

El murmullo generalizado que se escuchó entre el gentío fue el marco que esperaba, ya que muchos pensaban que nunca me casaría con una muchacha humilde como Tausert, sino con alguna dama de la nobleza y de posición acomodada de entre las muchas que, aún solteras, buscaban marido entre los funcionarios con futuro promisorio como yo.

Besando sus manos, me arrodillé ante ella, que se veía anonadada, sin poder creer lo que le estaba diciendo.

—- Amada mía, ¿aceptáis ser mi esposa?—- volví a preguntar.

—- Yo. . .—- dijo insegura.

—- Os amo con todo mi corazón, Tausert. Concededme el privilegio de ser vuestro esposo.—- supliqué.

—- ¡Sí, acepto!—- respondió, iluminándose de alegría su mirada.

—- ¡Que Hathor bendiga a los enamorados!—- gritó mi hermana, viniendo a felicitarnos con mi cuñado, mientras los demás la imitaban.

—- Habéis tomado una buena decisión, hijo mío.—- se acercó mi madre, sonriendo.

—- Bien hecho, Shed.—- me abrazó mi padre.

—- Hermanito, que Bes sea el custodio de vuestra felicidad.—- dijo Eset.—- No podría haber tenido una fiesta de bodas más feliz que ésta.

En un tumulto de gente, todos se aproximaron dándonos su bendición. La madre de Tausert se unió a su hija en un abrazo de interminable alegría, mientras besó mi frente.

—- Ella os hará muy feliz, hijo mío.—- dijo la anciana.

—- Lo sé, Lyna.—- le respondí con una sonrisa, seguro de ello.

Las dos semanas que siguieron transcurrieron rápidamente, entre el trabajo habitual que nos ocupaba, y los preparativos para nuestras nupcias.

Nuestra unión fue el tema preferido en boca de todos en la corte, y hasta en los suburbios de Waset se comentaba como una extraña novedad, fuera de lo frecuente y tradicional, el matrimonio de un alto funcionario diplomático con una muchacha de condición inferior, que formaba parte de los asistentes de Palacio. Por supuesto, la mayor parte de los habitantes de la ciudad no conocían que mi origen era tan humilde como el de mi prometida, o quizás aún más.

La cuestión es que, para mi tranquilidad, o para mi preocupación, según como quiera verse, no había sabido absolutamente nada acerca de Ahset. No se la veía en los jardines de la residencia con el resto de las damas del Harén, no acompañaba al Faraón en las ceremonias, en los eventos oficiales, ni en sus viajes al interior del país. Decían que estaba enferma, que pasaba sus días durmiendo, que ni siquiera se alimentaba. Por mi parte, no imaginaba en qué podría desembocar esa situación, pero resultaba muy extraño un comportamiento de ese tipo en ella.

Capítulo 7

"Designio divino"

Diez días antes de la ceremonia, Tausert llegó a mi casa durante el ocaso, para que juntos fuéramos a ver a una adivinadora del futuro, de manera que conociésemos si la jornada que yo había elegido para nuestra boda era adecuada. En nuestra tierra es indispensable la consulta de los expertos en las mágicas artes de la adivinación y la predicción para la elección del día en que se inicia la construcción de un templo, en que se colocan los cimientos de un edificio, en que se realiza el rito de bendición de un recién nacido bajo la protección de determinada deidad, y, como en nuestro caso, la fecha de la boda.

Mientras llegábamos a la casa de Nakha, la anciana adivina, me percaté de la inquietud que ocultaba Tausert.

—- Os noto nerviosa y tiemblan vuestras manos. ¿Qué sucede, Tausert? —- pregunté curioso.

—- No lo sé, Shed. Tengo un mal presentimiento respecto a lo que pueda predecir la adivina.—- respondió, preocupada.

—- Creo que estáis demasiado ansiosa y eso os está afectando. Si la fecha que elegí no fuese la indicada, la cambiamos por otro día que nos reserve la bendición de los dioses.—- expliqué, para devolverle la tranquilidad.

—- Sí, mi amor, debéis estar en lo cierto. Tal vez, solo sea mi imaginación.—- respondió, sin mucha convicción.

A medida que nos acercábamos al lugar sentí que su mano tensa se aferró más fuerte aún a la mía, como asiéndose a mí, buscando la seguridad ante un peligro desconocido, que yo suponía producto de su corazón temeroso de perderme.

Ingresamos en la casa, sumamente deteriorada, con muestras de evidente abandono, sin mantenimiento y con el revestimiento desprendido del marco de puertas y ventanas, las paredes de adobe mostraban gran antigüedad, descontando el mal estado del techo, que daba la impresión de que se derrumbaría de un momento a otro. Habiendo escuchado la fama de aquella anciana y de la riqueza que debía haber acumulado en tantos años de ser consultada por cortesanos y nobles de todos los rincones del país, me extrañó la humildad de la vivienda.

Acompañados por un esclavo nehesi, accedimos a la habitación en que Nakha, la adivina, recibía a sus clientes.

La anciana, sentada detrás de una mesa baja, desparramaba pequeñas piezas cuadradas de madera pintadas de negro. Sumamente concentrada en la lectura del mensaje que las mismas guardaban en su disposición, se sorprendió al vernos ingresar en la habitación.

—- Acercaos, por favor, bienvenidos a mi humilde morada. Podéis sentaros en estos cojines.—- pronunció Nakha, con cierta dificultad, ante la falta de la mayor parte de sus dientes. Una larga cola trenzada, de blancos y resecos cabellos, reposaba sobre su pecho, cubriendo parcialmente un bello collar de cuentas de cerámica vidriada, de cuyo extremo pendía una imagen de la diosa Nekhbet en oro y lapislázuli. Su inmaculada túnica blanca, de largas y amplias mangas al estilo oriental, combinado con su alta y delgada figura de aspecto asiático le conferían un aspecto ultraterreno. La dulzura de su voz y su tierna mirada mejoraban notablemente la apariencia que le daba su piel ajada y algo hirsuta.

Un gran gato, a la izquierda de la mujer en un pequeño taburete, lamía sus patas delanteras, sin prestarnos la menor atención. Detrás de ella, dos cuervos lo observaban todo desde un tronco de sicómoro suspendido del techo. Un cachorro de chacal husmeaba curioso entre los cofres que yacían arrinconados en una esquina, repletos de frascos, vasos, amuletos, estatuas y quién sabe qué otras cosas más, en total desorden. Hacia nuestra derecha, en el suelo, junto a la pared, una gran caja con tapa hecha de juncos soportaba una imagen de alabastro de la diosa Hathor. Imaginé que en el interior de la cesta que tenía a su diestra la anciana descansaría una serpiente, pero no me atreví a preguntarle, ya que no era de mi incumbencia.

—- ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?—- preguntó la mujer, percatándose de la angustia de Tausert.

—- Queremos conocer si la fecha de nuestra boda es agradable a los dioses.—- respondí, ante el apretón de mi mano que me dio Tausert para que lo hiciera. Se encontraba tan tensa, que, al parecer, ni siquiera quería hablar.

—- Muy bien, jovencitos. De modo que los enamorados van a casarse.—- dijo la vieja, mientras sacaba unas pequeñas placas de marfil grabadas con desconocidos símbolos pintados en negro que tenía en un reluciente cofre de bronce.—- ¿Qué ocurre, preciosa? Estáis muy afligida, ¿o me equivoco?—- le preguntó a Tausert de manera amable.

—- Sí, tal vez.—- respondió Tausert, tocándose el cabello sin saber cómo ocultar el temblor de sus manos.

—- Pequeña, estáis temblando.—- dijo la adivina, tomando sus manos con ternura.—- ¿Qué os preocupa tanto?

—- No lo sé. Es que tengo un mal presentimiento al respecto.—- contestó Tausert, bajando la vista avergonzada.

—- Mi amor, —- dije, pasando mi brazo alrededor de sus hombros.—- si el día elegido no fuera de buenos augurios lo cambiaremos por otro mejor.

—- Es cierto, no tenéis de qué preocuparos.—- dijo Nakha, respaldando mi opinión para tranquilizarla.

—- Es verdad, me he comportado como una chiquilla.—- dijo Tausert, reprochándose su actitud.

—- Bueno. Dejemos de lado los temores infundados y vamos a averiguar que os depara la divina providencia.—- dijo, mientras formaba dos pilas con igual número de placas.—- Estas son para vos, perdón, ¿cuál es vuestro nombre?—

—- Mi nombre es Shed.—- respondí.

—- Qué extraño, nunca lo había escuchado antes.—- opinó, mientras acercaba el otro montón a Tausert.

—- Es el nombre de un antiguo y olvidado dios de los desiertos de la región de Khmun, mi ciudad natal.

—- Ah, muy bien, Shed, y vos pequeña, ¿os llamáis Tausert?—- preguntó la mujer.

—- Así es.—-

—- Muy bello, por cierto.—- comentó la adivina.—- Ahora juntos elevaremos una plegaria solicitando la protección de la diosa madre Eset y de la divina Hathor suplicando su misericordia por un bienaventurado matrimonio.

Luego de la oración, Nakha colocó las plaquetas en la mesa delante de nosotros.

—- Ahora bien, deberéis mezclar vuestras placas sin ver los símbolos y cuando terminéis, formaréis una sola pila, colocando una placa vos y una placa él, hasta completar la misma. Luego la tomaréis entre ambos, la elevaréis sobre la mesa, y la dejaréis caer.—- explicó.

Seguimos sus instrucciones y por fin dejamos caer la pila, que golpeó con gran estrépito, desparramándose las placas por toda la mesa.

—- ¿Qué fecha habíais fijado para la boda?—- preguntó Nakha.

—- El decimosexto día del cuarto mes de la estación de la cosecha.—- respondí, un poco nervioso también.

—- Falta muy poco tiempo para la feliz unión.—- comentó la mujer.

Separó cuatro placas y las dejó aparte, ubicadas a nuestra derecha. Luego nos preguntó nuestras fechas de nacimiento, separando después de nuestras respuestas, ocho placas más. Por fin, nos pidió que eligiéramos un símbolo cada uno, de entre los grabados sobre las plaquetas que habían quedado hacia arriba, con los que nos sintiéramos identificados. Los grabados de las plaquetas no tenían sentido alguno para nosotros, pues no representaban nada en concreto, sino solo figuras geométricas, puntos y líneas, cuyo significado desconocíamos.

Así lo hicimos, tras lo cual la adivina estudió el resto de las plaquetas que habían quedado en el centro de la mesa.

Su rostro mostró señales de turbación que supe descubrir, pero que pasaron inadvertidos para la inocente Tausert, que observaba las plaquetas con ansiedad. No supe qué había descubierto, pero era fácil intuir que había algo malo con aquella fecha.

—- ¿Sería conveniente modificar la fecha?—- pregunté, pensando que mis especulaciones eran acertadas.

—- Así es, Shed. Tal vez haya otra fecha cercana que sea mucho más feliz.—- respondió.

—- ¡Lo sabía, Shed, sabía que había algo malo que nos amenazaba!—- dijo Tausert, aún más alterada que antes.—- ¿Qué habéis descubierto en los símbolos? Por favor, decidlo.—- suplicó.

—- Mi amor, calmaos. Existen centenares de posibilidades para elegir un día más propicio.—- dije, tomando su mano.

—- Hija mía, vuestro futuro esposo tiene razón, no debéis alarmaros teniendo tantos otros días para elegir y tanta juventud para disfrutar.—- aconsejó dulcemente la anciana.—- comencemos de nuevo. Elegid vos la fecha ya que vuestro amado tiene poco tino para ello.—- dijo bromeando, tratando de disimular el difícil momento.

—- Querida, ¿qué día preferís?—- preguntó con una sonrisa.

—- Hazlo, mi pequeña, el día que elijáis estará bien para mí.—- dije cuando me miró, esperando mi consentimiento.

—- El día noveno de este mes.—- le dijo, mirándome para observar mi reacción. Solo faltaban cinco días para esa fecha.

—- ¿Tendréis tiempo para concluir los preparativos?—- pregunté, sorprendido por su prisa.

—- Mi corazón me dice que no importa la celebración, ni la opinión de nuestros allegados, solo me urge convertirme en vuestra esposa porque el miedo a perderos me domina.—- expresó, con la candidez que la caracterizaba.

—- Se hará como vos deseéis.—- respondí, besando suavemente sus manos.

—- Repitamos el procedimiento.—- sugirió la anciana.

Todo se hizo como al principio, pero esta vez nos pidió que eligiéramos símbolos con que nos identificáramos el uno al otro.

Su gesto permaneció inalterable, seguramente para no preocupar más a Tausert, pero fue obvio para mí que el hecho de no comentar con entusiasmo lo que nos deparaba la nueva fecha, significaba que tampoco era una buena opción.

—- Esta fecha será tan buena como la mejor, querida.—- expresó, para mi sorpresa, con la simpatía que le había despertado Tausert, pero advertí que no había sinceridad en sus palabras.

—- ¡Estoy muy feliz, mi amor!—- dijo Tausert, abrazándome.

Respondí su abrazo rodeando su cuerpecito con mis brazos mientras buscaba la mirada de la adivina que, ocupada en acomodar las plaquetas, evitaba mis ojos, sabiendo que yo había descubierto que nos ocultaba algo importante.

La situación había cambiado en cuanto a nuestra actitud respecto a la boda. Tausert, aceptó ingenuamente la aseveración de la adivina en tanto que yo quedé angustiado, presintiendo que nos esperaban días aciagos en nuestro futuro.

Hice esfuerzos por no mostrarme preocupado, de modo que no empañara la alegría que habían despertado en mi amada las falsas bienaventuranzas prometidas por la adivina. Pagué las dos pulseras de bronce, el precio del trabajo de la mujer, y nos dispusimos a abandonar el lugar.

—- Que la protección de la Divina Eset bendiga vuestra unión.—- dijo la anciana, despidiéndonos desde la puerta de su hogar.

—- Que la luz de Amón-Ra ilumine vuestros días.—- le dijo Tausert, saludándola.

Por mi parte, miré fijamente sus ojos y me devolvió la mirada, dándome la certeza que no lo había dicho todo, que algún amargo secreto guardaba en su benévola alma, que los símbolos habían augurado alguna nube de tormenta en nuestras vidas, o algún oscuro presagio enlutaría la felicidad de nuestro enlace, pero no deseaba angustiar más a mi joven e inocente prometida.

Regresamos a la casa de nuestros padres bajo la noche tachonada de estrellas entre el gentío alborotado en las calles de Waset, que se divertía en vísperas de la fiesta de los dones de Hapy, en la que se agradecerían las especialmente abundantes cosechas que el dios de la inundación había regalado al país. Ella retornaba con la feliz noticia de una boda aún más próxima; yo con la incertidumbre clavada en el pecho como una daga envenenada.

La jornada siguiente transcurrió entre el trabajo en palacio y los apresurados arreglos para la celebración. Las mujeres se encontraban llenas de ilusiones, mi madre y mi futura suegra atareadas en los preparativos, trabajando con la ropa que todas llevarían, y en los detalles relacionados con la decoración; mi hermana y Tausert se aplicaban a los temas de la comida y bebidas que se servirían, los músicos, y las bailarinas que se contratarían.

Para mí, por el contrario, el día se había transformado en una prolongada e interminable tortura, pendiente del movimiento del disco solar, que parecía moverse con la lentitud de un caracol ante mi ansiedad por volver a ver a la adivina y conocer la verdad que guardaba.

Antes que la barca de Amón-Ra vistiese de púrpura con sus destellos el cielo occidental, volví a la barriada de los magos, los videntes, los profetas y los adivinos, en busca de una respuesta de Nakha.

El esclavo negro me acompañó hasta la habitación en que Nakha leía el futuro. Sentada cómodamente en una gran silla de mimbre, acariciaba lentamente el suave pelaje del gato que habíamos visto la noche anterior, que yacía descansando sobre su regazo.

—- Os esperaba, mi señor. Esperé impaciente todo el día a que volvieseis, porque la misma ansiedad por saber la verdad que os corroe, carcome mi corazón, como un enorme gusano devorando mis entrañas, por ocultar un lúgubre secreto que no soporto guardar.—- dijo Nakha, mientras posaba su gato en el suelo, para sentarse delante de la mesa frente a mí.

—- No demos más rodeos, Nakha. ¿Que nos espera a Tausert y a mí?—- pregunté, preparándome para lo peor.

—- Fuerzas malignas, difíciles de desvelar, ensombrecen vuestro porvenir, Shed. No se trata de ninguna fecha para la boda, o de si os casáis ahora o dentro de un año. Los símbolos me mostraron la silueta de la muerte acechando vuestras vidas, pero al mimo tiempo que el mal se cierne claro sobre el futuro de ambos, se oculta tras un halo de misterio que no me permite ver la manera en que pudieseis luchar para cambiar la situación.—- aseveró Nakha.

—- Me confundís, amable señora. No entiendo con exactitud que queréis decirme.—- respondí.

—- Los símbolos expresan tres sentencias que marcan negativamente vuestras vidas, pero que no puedo vislumbrar porque, entes de origen incierto, me impiden descubrir las causas de vuestro hado.—- se me heló la sangre ante semejante amenaza.

—- ¿Queréis decir que no existe modo de evitar nuestra desdicha?—- pregunté, desesperanzado.

—- No lo sé, Shed. Tal vez sí pero, las circunstancias que conforman ese peligro se encuentran más allá de mis habilidades y, por lo tanto, no sé como podríais evitarlas. No conozco vuestras historias personales, Shed, ni quiero saber nada de ellas, porque no es bueno que una adivina se inmiscuya en la vida de sus clientes. Mi salud no es buena y temo que el poder al que debería enfrentarme rebase mis posibilidades físicas y mentales. Además, en el caso particular de vosotros, me afectaría más, porque Tausert me recuerda a mi hija, y en ella presiento una bondad y una inocencia difícil de encontrar en la gente. —- explicó.

—- Por los cuernos de Amón, ¿qué dicen los símbolos?—- inquirí impaciente.

—- Los dioses os dejan conocer a través de los símbolos tres sentencias; vos deberéis saber interpretarlas:

_ "Aquel que os brindó su copa llevará la desgracia a vuestro hogar".

_ "La mano del extraño será el instrumento de castigo".

_ "El que duerma, descansará, y el que vele, vivirá en tormento".

—- Que Thot me ilumine con su sabiduría pues, no sé que significa el mensaje.—- dije, ocultando el sentimiento de temor que me embargó cuando creí interpretar las sentencias, como mi condena a muerte por causa de mi romance con Ahset. —- ¿A qué extraño se refiere, Nakha? Por el eterno descanso de Asar, Señor de ultratumba, ayudadme.—- rogué, desesperado.

—- No puedo hacerlo. Solo vos y tal vez Tausert, podáis tener la respuesta.—- contestó.

—- ¿Deshacer la boda o suspenderla temporalmente podría cambiar la situación?—- pregunté, especulando sobre esa posibilidad.

—- No lo creo, Shed. Los símbolos marcan una unión tan estrecha entre vuestras vidas, que, aunque no os caséis, no podréis vivir separados el uno del otro, y creo que, planteando esa posibilidad, provocaríais una gran tristeza en vuestra prometida.—- respondió, dejándome pensativo.

—- No sé que faltas habréis cometido, Shed, —- continuó diciendo.—- pero me doy cuenta de que vuestra angustia proviene del reconocimiento de errores propios. La vejez me ha otorgado la sabiduría que madura con los años y que ayuda a ver más allá de las palabras, más allá de los rostros, más allá de las actitudes, viendo en lo profundo de los corazones. Me doy cuenta de lo arrepentido que podéis estar pero, quizá el arrepentimiento no sirva de mucho.—- dijo, en tono de apercibimiento.

—- Fui hechizado, Nakha, no sabía lo que hacía.—- dije, tratando de acallar mi conciencia, aunque realmente sospechaba que algún tipo de magia habían ejercido sobre mí.

—- Yo no soy juez ni verdugo, Shed. No sé qué circunstancias marcaron vuestros actos y tampoco quiero saberlo, pero guardad mi consejo que, tal vez, os ayude a enfrentar la adversidad. Procurad que, de hoy en más, vuestros actos sigan el recto camino de Ma’at y alejaos de las situaciones que impliquen peligros. Tal vez no sea imposible cambiar vuestro destino, pero solo vos tenéis la clave que os permita conseguirlo.—- concluyó.

Se hacía evidente que no había nada más que decir y que de alguna manera quedaba en mis manos la oportunidad de cambiar nuestra historia, si aún existía esa posibilidad.

Obsesionado en el intento de descifrar el mensaje de los símbolos, me reprochaba inútilmente el haberme complicado la existencia por disfrutar de un amorío fugaz, gestado de un romance mal concebido. La experiencia me enseñaba que el arrepentimiento no sirve y el pasado no se puede volver atrás.

Mis días previos al matrimonio con la dulce Tausert se transformaron en una vana búsqueda dentro de mi mente por encontrar la solución al acertijo que me planteaban las sentencias; al mismo tiempo, en mi corazón, se libraba la lucha entre mis deseos de tomar a Tausert como mi esposa y la opción de desaparecer de Waset, escapando lejos de ella y de los que me aman, antes de provocarles más pesares. Pero, ¿cómo podría alejarme de Tausert sin ocasionarle más dolor del que ya había padecido por mi culpa?

Mis noches eran sin sueño y mi cama un lecho de espinas, incapaces de dar a mi cuerpo y a mi alma el descanso que necesitaban. Rodaba incesantemente sin encontrar posición en que pudiera dormir, para calmar mi conciencia reclamada por los fantasmas del temor y las sombras del mal presagio.

—- ¿Qué os ocurre, mi señor, que no podéis conciliar el sueño?—- preguntó solícita la vieja Awa, apareciendo con una lámpara de aceite ante la puerta de mi habitación, al escuchar que me movía en mi cama.—- Tengo guardadas leche de cabra y un poco de miel que podrían calmar vuestro insomnio.—- me ofreció, amablemente.

La buena Awa había llegado a transformarse en mi esclava cuando, a través de Tausert, supe que el Chambelán de palacio había decidido venderla a bajo precio por su lentitud y vejez, decidiendo comprarla antes de que cayese en manos de algún despótico aristócrata que la maltratara y la exigiera hasta convertirla en un despojo humano. Décadas de servir fielmente a los moradores del palacio real de Waset habían desmejorado su salud, estropeado sus manos, encallecido sus pies y deteriorado sus pobres huesos, afectados ya por su edad.

—- Gracias, Awa, pero mi insomnio no puede ser aliviado con vuestros amables cuidados.—- respondí, sin prestarle mayor atención.

—- A veces es bueno compartir las preocupaciones para que la carga sea menos pesada, mi señor.—- dijo la anciana.

Tal vez tuviese razón y pudiese calmar mi mente contándole a la vieja Awa mis pesares, pensé.

—- Prometedme que no contaréis a nadie lo que voy a confiaros.—- dije sentándome en mi cama, mientras ella se posaba en un taburete, dejando la lámpara sobre una pequeña mesa.

—- Podéis azotar hasta morir a esta negra si abre su enorme boca, mi señor.—- dijo Awa, con gracioso ademán.

—- Se que no lo haréis, porque de hacerlo lastimaríais a Tausert y bien sé yo cuanto la queréis.—- respondí, haciendo una pausa para ordenar mis pensamientos.

—- Nakha, la adivinadora del futuro, me ha confesado que ha visto la sombra de la desgracia en mi unión con Tausert. Estoy pensando seriamente en dejar Waset para irme lejos, a algún sitio en donde comenzar una nueva vida.—- dije, cabizbajo.

—- ¡Mi señor, la dulce Tausert es la muchacha más tierna que conozco y os ama como ninguna otra os amará en vuestra vida! ¡Esa bruja debe estar pagada por alguien que envidia vuestra felicidad!—- dijo, disgustada.

—- No, Awa, nadie sabía que íbamos a consultar con ella la fecha de la boda. Lo que me dijo es lo que realmente le han hecho saber los dioses a través de los símbolos.—- dije, tratando de convencerla de que la adivina no me había engañado.

—- Pero, mi amo, ¿cómo podéis creer que vuestra unión con Tausert sea causa de vuestra desgracia en el futuro?—- su negro y ajado rostro denotaba un total desconcierto.

—- Mi buena Awa, no habéis comprendido lo que acongoja mi corazón. El temor que embarga mi alma no tiene que ver con que Tausert provoque mi infelicidad, sino que, por el contrario, sea yo quien ocasione su desdicha.—-

—- ¿Qué faltas pueden ser tan malas que el amor de Tausert no pueda perdonarlas?—- dijo Awa.

—- El incondicional amor de Tausert todo lo perdona, sin embargo, mis debilidades me han llevado a cometer errores que pueden dañar a los seres que amo. No soportaría ser un nuevo motivo de sufrimiento o vergüenza en la vida de Tausert.—- dije emocionado, sin poder evitar que las lágrimas empañasen mis ojos.

—- Os aconsejo entonces que, si mi señor decide alejarse de su prometida faltando tan poco para la boda, mejor sería que atravesase su corazón con una espada, antes de someterla al dolor que le provocará ser abandonada por el único hombre que amó, ama y amará.—- dijo la esclava, en tono de admonición.

—- Por favor, Awa, no digáis eso. Tausert es joven y bella, pronto me olvidará y encontrará entre sus pretendientes algún hombre que, más digno de su amor que yo, pueda hacerla feliz y darle el matrimonio que ella merece.—- dije, tratando de que comprendiese mi actitud.

—- No importa lo dura que sea la vida que deban enfrentar estando juntos, no importa lo desgraciado que pueda ser el futuro de ambos si se unen como marido y mujer, esa muchacha es capaz de soportarlo todo; pero si mi amo abandona a la dulce Tausert, la condenará a una muerte en vida.

Mi señor, el amor que os profesa se ha convertido en el único motivo que la impulsa a vivir con alegría, a sonreír cada mañana y a trabajar duramente desde que la barca de Amón sale por el levante hasta que se oculta en el poniente, y esto que os digo no es todo, porque no falta mucho para que Tausert quede completamente sola, ya que su madre se encuentra enferma de una dolencia que los magos sanadores aseguran que es incurable. La propia Lyna me lo ha confesado, comentándome lo mucho que la tranquilizaba saber que a su muerte, Tausert no quedaría sola, ya que pronto sería vuestra esposa.—- concluyó.

Simplemente no tuve más palabras para seguir sosteniendo mis argumentos. Solo me restaba entregar a Tausert el profundo amor que por ella sentía, demostrándole que tendría el coraje para enfrentar la desdicha, y la fortaleza de espíritu para luchar contra lo que el destino pudiera depararnos.

—- Gracias, Awa, por ayudarme a ver las cosas con más claridad. De no ser por ti, hubiese cometido el error de huir en mi afán de proteger a Tausert de los males que puedan afligirla cuando la convierta en mi esposa, lastimándola y humillándola una vez más.—- dije, besando la frente de la anciana negra.

Apagando la lámpara de aceite, la vieja Awa se retiró de mi cuarto, arrastrando sus cansados pies para dejarme solo.

Mientras los pálidos reflejos lunares de la madrugada se filtraban a través de los árboles iluminando mi ventanal, pronuncié una oración a la diosa Renenutet, buscando que nos ayudara a sobrellevar las angustias del porvenir.

Al día siguiente, mientras desarrollaba mis tareas habituales en la sala de escribas, se acercó uno de los mensajeros reales para comunicarme que el soberano requería mi presencia. No me preocupó que deseara hablar conmigo pero, sí me extrañó que me mandara a llamar en aquel momento, pues sabía que el Faraón se disponía a salir en su recorrida semanal de inspección de los trabajos de excavación de su fastuoso sepulcro en el valle de las tumbas reales, en la ribera occidental del Hep-ur.

Fuera de palacio nos esperaban los carros que nos llevarían hasta la nave real, anclada en el puerto.

Mientras navegábamos por las tranquilas aguas con las velas hinchadas por la fresca brisa del alba, los primeros rayos del gigantesco disco purpúreo de Mandet, la barca de la mañana de Amón-Ra, bañaban de luz las cimas de las colinas occidentales, entre las que se destacaba el agudo pico de "El cuerno", la piramidal formación rocosa que dominaba el valle de las tumbas de los faraones.

Tutmés no había salido del castillo central de la nave mientras sus sirvientes lo atendían. Por mi parte, solo me quedaba esperar en la cubierta a ser llamado ante su presencia. Salvo los siervos que lo asistían, no acompañaban al soberano ni el Chambelán, que solía secundarlo habitualmente en su viaje de inspección, ni otros funcionarios de la corte. Los hombres de la guardia personal del rey y la tripulación formaban el resto de los pasajeros. No había damas del harén, escribas ni demás burócratas. Era obvio que Tutmés deseaba conversar en privado conmigo, y la inspección de los trabajos en la necrópolis le daba una buena excusa para hacerlo, sin que los curiosos y las chismosas de palacio prestaran oídos a nuestra plática.

Luego de arribar al amarradero de la ribera occidental, fuimos conducidos en carros hasta el valle, a través del camino creado durante el reinado de Tutmés I, quien inauguró el cementerio Real.

Llegados al lugar de descanso eterno, y mientras me apeaba del carro, escuché el eco de las herramientas golpeando la roca viva de la montaña, cuyas entrañas eran abiertas por decenas de trabajadores, afanados en la creación de la última morada del Rey Dios. Picapedreros, canteros, cargadores, escultores, entre los que se encontraba mi padre, pintores, carpinteros y quién sabe cuántos artesanos más, se movían como un ejército de hormigas a través de los senderos, las galerías, los corredores, y las cámaras, ocupados en sus quehaceres para dar forma al sueño de eternidad de Tutmés III junto a sus predecesores.

Momentáneamente los trabajadores suspendieron su actividad al percatarse de la llegada del Faraón, por medio del sonido de las trompetas tocadas por los guardias de la necrópolis.

Benimeryt, el arquitecto real, apareció de entre una nube de polvo, bajando de una loma cubierta de escombros, que se levantaba junto a la entrada del sepulcro.

—- Mi Señor, —- dijo el director de obras luego de arrodillarse ante Tutmés.—- es un honor tener a su majestad otra vez entre nosotros.

De mediana edad, Benimeryt era un hombre apuesto, de entrecanos cabellos ondulados, ojos vivaces y cuerpo fornido, aunque no muy alto. Vestía una túnica sin mangas, cubierta por el fino polvo que flotaba en el aire de la zona de excavación. Trabajador e inteligente, llevaba adelante su cargo con excelentes resultados, tanto en la ampliación de los templos de Amón-Ra y la creación de santuarios en la región de Waset, como así también, en la supervisión de obras públicas y religiosas en las ciudades más importantes del alto valle.

Pero en aquel momento Tutmés no se encontraba especialmente interesado en las actividades de su arquitecto.

—- No hace falta que nos acompañéis, continuad lo que estabais haciendo y ordenad que todos vuelvan a trabajar.—- dijo el Faraón a su director de obras.—- Seguidme, Shed. Voy a mostraros mi mansión eterna.—-

Descendimos por la rampa que nos llevaba hacia el interior de las cámaras que constituían los diferentes sectores del sepulcro. Fuimos transitando lentamente, mientras me comentaba cómo serían ornamentadas las estancias y la disposición de los tesoros y demás objetos que guardaría en ellas para su utilización en la otra vida.

—- Llegó a mis oídos la noticia de que os uniréis en matrimonio con una de las sirvientes de palacio.—- expresó, mirándome de hombre a hombre, directo a los ojos, escrutando en mi espíritu. Me sentí morir y la sangre parecía congelarse en mis venas. Él conocía los rumores que circulaban y sufría en silencio la humillación. Pero en su corazón no había sospechas, sino certezas. Desconfiaba de mí aún más, como si pensara que mi casamiento fuese solo una excusa para encubrir mi relación con Ahset.

—- Así es, mi Señor.—- respondí con nerviosismo.—- Se llama Tausert y estoy completamente enamorado de ella. Es una muchacha inocente, cuya pureza ha cautivado mi corazón.—- respondí, sin saber que más decir.

—- Resulta difícil de creer que os caséis con una mujer de la servidumbre, teniendo la posibilidad de desposaros con muchachas casaderas de entre la nobleza más encumbrada de Waset. ¿Qué ocultáis, Shed?—- preguntó de manera casi agresiva, como queriendo obligarme a confesar lo que no se atrevía a preguntarme directamente.

—- No tengo nada que ocultar, mi señor. Puedo jurar por la vida de mis padres que amo a esa mujer y que no haré nada que pueda hacerla infeliz. Mi deseo de formar un hogar con ella y tener hijos es mi mayor anhelo.—- dije, seguro de mis sentimientos.

—- Veo con beneplácito que hayáis asumido con madurez la idea de formar un hogar y transformaros en un hombre de familia, sereno y responsable que cumpla sus deberes de funcionario con lealtad. La fidelidad es una virtud mal valorada, y pocos saben los perjuicios que puede acarrear el transgredirla. Bien sabéis lo duro que soy con quienes me traicionan.—- Tutmés había pasado sutilmente de alabar mi decisión de formar un hogar a advertirme o, más bien, amenazarme. Sus palabras me confirmaban lo peor. Un súbito estremecimiento recorrió mi piel al darme cuenta de que todo ese tiempo mi vida había estado pendiendo de un hilo y yo, con mis acciones, seguía retando a la muerte. A la vez que sorprendido, me resultaba incomprensible que nos hubiese perdonado la vida a ambos, conociendo lo implacable que era al juzgar a los que lo rodeaban.

No sabía porqué milagro aún seguía vivo pero, me cuidaría de no cometer ninguna estupidez que pudiese provocar aún más su ira de lo que aquella situación ya había ocasionado.

Se me ocurrió pensar que tal vez Tutmés estuviese tan enamorado de Ahset que, a pesar de tener todo el poder para darle muerte, prefería compartirla a perderla. Al tiempo que seguramente desearía castigarla por su infidelidad, sabía que, dando a conocer su falta, se vería obligado a condenarla a morir, (y yo sospechaba que no tenía el valor para hacerlo) ya que, no podía perdonarle la vida luego de su inexcusable comportamiento. Además, dejar sin castigo su adulterio, despertaría aún más el rencor del resto de sus esposas descontando, por cierto, el pésimo ejemplo que constituía para el resto de las mujeres del harén. Tutmés debía sentirse terriblemente frustrado e impotente al carecer de la capacidad para ganarse el amor de Ahset. Sería desconsolador para el Rey Dios que la mujer que realmente amaba se entregase en brazos de un hombre infinitamente inferior, como lo era yo, cuando él le brindaba no solo su afecto, sino también, lujos y atenciones que ninguna otra mujer despreciaría.

Me arrodillé ante Tutmés, bajando la cabeza en signo de total sumisión, y rogué clemencia del modo menos humillante que encontré, recordando a mi señor mi entrega y dedicación como súbdito.

—- Sabéis que siempre he servido fielmente y no he dudado en arriesgar mi vida para salvar la de mi Señor. Reconozco que he cometido errores, aunque jamás he tenido la intención de haceros daño, y os juro que nunca más vuestro siervo actuará de manera alguna que os pueda ofender.—- no sabía que reacción podía esperar de él en aquel instante, al reconocer mis culpas. Sabía que, de haberla tenido consigo, hasta hubiese sido posible que desenvainara su espada para decapitarme ahí mismo pero, sólo sentí su mano tensa posándose en mi hombro, en señal de perdón. Derramé lágrimas, arrepentido y agradecido al mismo tiempo, sin atreverme a pararme delante de él.

—- Levantaos, Shed. Debemos irnos.—- pronunció, dándome la espalda, mientras se dirigía hacia la salida del sepulcro.

Sentí que había vuelto a la vida, que había recuperado con mi sinceridad algo de su confianza, la que por mi parte, me esforzaría en no volver a defraudar.

Regresamos a la ribera oriental como habíamos zarpado de ella, el Faraón en el castillo central de la nave, en tanto yo me hallaba en la popa, sentado cerca del timón, aún nervioso y temblando, por el difícil momento que había superado.

Tratando de recomponerme del trance, regresé a la residencia para continuar con mi trabajo en la traducción de documentación llegada desde el extranjero.

Cuando cruzaba el corredor que conducía a la sala de escribas, me topé de frente con el canciller Neferhor, que al verme, me observó con desprecio.

—- Pensé que para esta hora estaríais en la mazmorra esperando ser juzgado por adulterio.—- dijo despectivamente.

—- ¿Qué mal os hice para que me odiéis tanto?—- pregunté enfadado.

—- Me molesta que un vulgar campesino se mezcle con lo más selecto de la aristocracia de Kemet.—- respondió con sarcasmo.

—- No reniego de ser campesino y creo que me he ganado mi lugar.—- respondí, mientras me di vuelta para seguir mi camino.

—- Os lo habéis ganado gracias a esa concubina ramera.—- espetó.

No pude soportar más la agresión verbal de ese gusano. Giré sobre mis propios pies y, con el puño cerrado, le apliqué una trompada en pleno rostro, que lo arrojó al suelo de espaldas cuan redondo era, haciendo temblar su obeso y desbordante vientre.

—- ¡Salvaje, me habéis partido el labio!—- dijo el canciller, casi lloriqueando.

Sentado en el suelo con las piernas abiertas, miraba perplejo su blanco faldellín manchado con la sangre que desde la barbilla bajaba hasta caer goteando en su barriga.

—- ¡Bestia incivilizada, mira lo que le habéis hecho!—- me reprochó Baef’re, el hijo de Neferhor que se había acercado al escuchar la discusión. Intentó abalanzarse contra mí, mas, sin intención de continuar el pleito lo frené empujándolo con mi palma abierta sobre su pecho.

—- No me provoquéis si no queréis salir lastimado vos también.—- le advertí, desnudando su pose bravucona, que era solo fachada, ya que, fue suficiente levantar mis puños cerrados para hacerlo desistir de su tibia intención.

Los guardias que custodiaban la sala de escribas se apresuraron a interponerse entre nosotros tratando de calmar nuestros ánimos.

Khnumhetep, el jefe de funcionarios escribas salió preocupado, tratando de evitar que el incidente se transformara en un escándalo de proporciones mayores.

—- ¡Señores, os estáis comportando como niños! ¡Por las barbas de Ptah, que no podéis dar estos espectáculos!—- dijo, enfadado por nuestro comportamiento.

El visir Rekhmyre, que se encontraba en el lado opuesto del extenso corredor, conversando con el tesorero del granero del sur, nos observó con gesto adusto. Mientras ayudaban al gordinflón funcionario a levantarse y le conducían a la sala del sanador de palacio, llegó hasta mi uno de los secretarios, para comunicarme que el Visir quería conversar conmigo en privado.

Sabía que no era bueno transformarme en el centro de todos los chismes y menos ganarme el odio de los demás funcionarios de la administración. Había cometido un grave error al atacar a Neferhor, que no solo era mi superior en la escala diplomática sino que, constituía el referente de fortuna y opulencia al que la mayoría de los burócratas aspiraba llegar, cuya amistad muchos de ellos deseaban granjearse.

El solo hecho de haber surgido de la masa del pueblo, en vez de proceder de la rica e influyente nobleza del país, me hacía merecedor de al menos la desconfianza que todo escriba, como parte de la aristocracia, dirige hacia los individuos salidos de los estratos más bajos de la sociedad. Para muchos de ellos resultaba incomprensible e inaceptable el hecho de que un bruto aldeano, hijo de un artesano escultor, pudiera haber accedido a un cargo de tal importancia.

Mi desdén hacia las costosas vestiduras, las ricas túnicas, las joyas, los cosméticos y las pelucas, me transformaba en un insignificante plebeyo que despreciaba las buenas costumbres que, para ellos, distinguían la figura del burócrata de alcurnia del vulgo iletrado. Asimismo, agradecía ser marginado de los eventos sociales en que hacían alarde de sus generosas donaciones a los templos y sus extensas haciendas, de sus ricas tumbas y sus numerosos esclavos. Nunca me acostumbré a la forma de vida que ellos consideraban la única aceptable, en contraste con la simpleza del hombre común al que no dudaban en humillar.

Reinaba el silencio en la sala del trono cuando me presenté ante la puerta principal. Un escriba secretario yacía sentado sobre una estera, esperando con su pincel en mano para continuar con el dictado de Rekhmyre.

—- Adelante, Shed.—- dijo el visir, sin mirarme, en tanto leía el papiro que sostenía en sus manos.—- Dejadnos solos.—- ordenó al escriba, que, tomando sus instrumentos, se retiró a través de una puerta lateral.

—- ¿Qué está ocurriendo, Shed?—- preguntó, suspirando como un padre cansado de renegar con su revoltoso hijo. Cruzó sus huesudos brazos delante de su pecho posando su mirada inquisitiva sobre mí, esperando una respuesta que no le resultaría satisfactoria.

—- Solo fue un altercado menor, señor visir.—- respondí, sin más explicaciones.

—- ¿Y por una simple discusión golpeaste a tu superior?—- preguntó, en tono admonitorio.

—- Sabe usted, mi señor, cuanto me detesta Neferhor, por el solo hecho de mi origen humilde.—- contesté.—- Me provoca constantemente con sus comentarios insultantes, y le molesta sobremanera que yo responda directamente al Faraón o a vuestra autoridad, pasando por encima de la suya.

—- No es excusa para un comportamiento deplorable. No puedo ayudaros si no os ayudáis. Estáis haciendo muy difíciles las cosas, Shed.—- dijo preocupado.—- Sois uno de los mejores traductores de documentos extranjeros, y vuestro dominio de la lengua hurrita es tan notable que el mercader Gamartu dice que no puede diferenciar vuestra pronunciación de la de un nativo de su país. Sin embargo, hacéis todo lo posible por ganaros la antipatía de los demás funcionarios y me ocasionáis problemas por defenderos de sus críticas.

—- Señor visir, nunca he dado motivos a mis superiores para que se quejaran de mi comportamiento, ni he faltado el respeto a ningún miembro de la administración. Y más aún, os puedo asegurar que ni los sirvientes ni los esclavos de la residencia pueden decir que yo haya tenido para con ellos actitudes despectivas o humillantes, que es mucho más de lo que podría decirse del resto de los bien educados y prominentes aristócratas.—- respondí.

—- Haber golpeado a vuestro superior directo delante de todos no es lo que se podría considerar como buen comportamiento.—- dijo en tono sarcástico el anciano.

—- Reaccioné de manera impulsiva, lo sé, pero su provocación fue descarada e insultante. Si Neferhor tiene un poco de vergüenza reconocerá que su infame agresión fue injustificada.—- contesté.

—- ¿De que manera os agredió el canciller?—- preguntó el Visir.

—- Ruego al señor visir me disculpe por guardar silencio en referencia a dicho asunto.—- no podía negarme a decirle la verdad, por ello esperaba que me permitiese reservármelo.

Rekhmyre era un hombre demasiado inteligente como para que ignorara la situación de tensión que había entre el Faraón y yo con relación a Ahset. Sin embargo, hasta aquel momento no había imaginado la razón por la que el visir no había intentado intervenir en mi romance con la concubina.

—- Shed, decidme la verdad por más dura que sea.—- dijo Rekhmyre, en tono inquisidor.

—- Neferhor dijo que me había ganado el cargo por mi . . . amistad con la señora Ahset, a la que llamó ramera. Simplemente no pude soportarlo.—- reconocí.

—- Os comprendo, Shed, y no puedo culparos por vuestra reacción. Yo conozco todo lo ocurrido entre vos y ella desde el principio, cuando eran amantes antes de que Tutmés la convirtiera en su concubina.—- su confesión me dejó sin habla.

—- Pero . . .—- balbuceé sin poder creer lo que estaba escuchando.—- ¿Porqué no os delató ante el Faraón?.—- pregunté incrédulo.

—- Amo demasiado a esa muchacha como para traicionarla.—- dijo apesadumbrado el Visir.

—- No comprendo . . .—- dije, completamente confundido. No podía creer que Ahset también hubiese sido amante del anciano.

—- No es lo que estáis pensando, Shed. Ahset es como una hija para mí. Nació de la relación adúltera entre una princesa de Keftiu, concubina de Tutmés II y mi hermano Kagemni, oficial del ejército, fallecido durante una campaña en Retenu. Mi hermano me había obligado a jurarle que me encargaría de la pequeña Ahset si algo le ocurría, comprometiéndome a protegerla de las malvadas del harén, entre las que se encontraba la propia Hatshepsut. En todos estos años pude mantenerla lejos de las garras de las arpías y las sierpes que habitan en palacio, pero fui impotente para protegerla de su propio carácter díscolo, de su personalidad suicida, capaz de exasperar al padre más tranquilo, haciendo oídos sordos a los consejos e ignorando las advertencias bien intencionadas. Esa muchacha me ha hecho salir más canas que todos los problemas del imperio. Cuando descubrí que os había seducido con sus encantos, le prohibí que os viese y la amenacé con acusarla con Khepermare, su anterior esposo, pero no tuve el valor de hacerlo, sabiendo que podía hacerla condenar a muerte. Nunca más pude controlar sus caprichos, y a pesar de suplicarle que modificase su actitud por su propio bien, parece que por el contrario solo hubiese estimulado sus deseos de desafiar todo riesgo, tomando el peligro como una forma de vida. Su imposibilidad de procrear destruyó las pocas esperanzas que yo guardaba en que se transformara en una mujer respetable. Kina, manipuladora y ambiciosa, la utiliza para conseguir lo que no puede lograr por sus propios medios. Ella le hacía mucho daño apoyando sus locuras, consintiendo sus aventuras amorosas y ayudándola a llevarlas a cabo. Sin embargo, ocurrió algo que Ahset no tenía planeado. Se enamoró de vos y, como no podía ser de otro modo, su amor es enfermizo y autodestructivo. No sé cuánto tiempo soportará Tutmés su comportamiento. Él la ama profundamente, pero temo que esté perdiendo la paciencia.—- comentó el visir.

—- Realmente estoy muy sorprendido. Espero que mi matrimonio la haga recapacitar y acepte que lo nuestro nunca debió siquiera empezar. Por mi parte, me he negado a dejarme manipular por sus pretensiones, dejándole en claro que amo a mi prometida y que lo mejor que puede hacer es entregarse al amor que le ofrece el soberano.—- dije.

—- Sé feliz con vuestra futura esposa y no volváis a veros con Ahset por ningún motivo. No dejéis que os tiendan una celada para regresar a sus brazos y no permitáis que Kina consiga algún objeto que os pertenezca, porque su magia es poderosa y puede hechizaros para dominar vuestra voluntad.—- concluyó Rekhmyre, para luego ordenar el ingreso del escriba que aguardaba fuera de la sala.

—- No os angustiéis por lo ocurrido con el canciller. Lo compensaré con oro para limpiar su dignidad, mancillada por la vergüenza que le hicisteis pasar, diciéndole que estáis arrepentido por lo sucedido y, como es tan avaro, aceptará el cambio sin pedir castigo para vos.—- terminó diciendo cuando me disponía a abandonar el lugar.

Le agradecí sinceramente, prometiéndole seguir sus consejos.

La advertencia de Rekhmyre acerca de los poderes de Kina, confirmaba todas mis sospechas al respecto y, me convencía aún más de la necesidad de evitar todo contacto con ellas.

El día de la boda me encontraba con mi amigo Maya en la casa de mis padres, alistándome para la ceremonia que se desarrollaría en el templete de Hathor, en la orilla oriental, a menos de un iteru del complejo de Ipet-Resyt.

—- No apretéis tanto.—- dije a Maya al sentir el cordón oprimiendo mi cintura.

—- Esto se usa ajustado, Shed, y para que quede elegante las puntas no deben caer menos de un codo por debajo de la cintura.—- respondió.

—- No seáis tan estricto, Maya, no soy una danzante que deba cuidar su aspecto buscando recibir alguna ajorca de bronce de los espectadores.—- comenté, al considerar excesivas sus preocupaciones por la estética de mi vestimenta.

—- Sé que nunca disteis importancia a las formalidades del vestir, pero piensa lo mucho que alegrará a Tausert veros tan apuesto con tu bella túnica púrpura arrodillaros ante el altar para pedirle que sea vuestra esposa. Es un momento muy especial, Shed. Seréis la envidia de todos los curiosos que asistan.—- replicó, ajustando aún más el cordón hasta casi dejarme sin respiración.

—- Uff! Nunca imaginé que moriría partido en dos por mi mejor amigo.—- dije sonriendo.

—- No seáis exagerado. Además, se os aflojará de a poco camino al santuario.—- me reprendió Maya.—- A pesar de que bromees os veo tenso, ¿qué os ocurre?—-

Mi gran amigo tenía una gran capacidad de observación y me conocía demasiado como para negar lo que a sus ojos resultaba obvio. Luego de un intervalo de silencio, contesté, sabiendo que no podía mentirle.

—- Es verdad, Maya, me conoces mejor de lo que me conozco yo mismo.—- inspiré profundo, y con la vista perdida mirando la nada, reflexioné acerca de mis pensamientos.—- Debería estar disfrutando este instante, en que comenzaré una nueva vida junto a Tausert, la celebración de nuestra unión, la alegría de tener a mis padres junto a mí para que compartan conmigo este momento, y sin embargo, no puedo evitar pensar en los malos augurios de Nakha, la adivina.—-

—- ¿Pero, si Tausert me comentó que la adivina les dijo que hoy era un día de buenos augurios?—- preguntó confundido.

—- No, Maya, Nakha no quiso angustiar más a Tausert. Simplemente dijo que hoy o cualquier día sería lo mismo, lo que no significa que fuese un día bendecido por los dioses.—- respondí.

—- Pero, ¿por qué creéis que no es un día propicio?—- inquirió.

—- Me di cuenta que Nakha había visto algo malo en los símbolos, pero me dejó aún más preocupado por haber tratado de ocultarnos de qué se trataba y regresé al siguiente día a verla solo, sin Tausert.—-

—- Seguramente quería sacarte más metal.—- dijo Maya, desconfiando.

—- No era esa su intención. Me estaba esperando para revelarme la verdad, sabiendo que yo volvería para averiguar lo que no quiso decir en presencia de Tausert, para no entristecerla y causarle más temores de los que ella ya tenía.

—- Y contadme, ¿que es lo que dijo?—- dijo ansioso y preocupado.

—- Ha visto la desgracia enlutando nuestro matrimonio y al preguntarle si sería mejor anularlo, dijo que las fuerzas maléficas que nos acechan no le permitían descubrir si hacerlo cambiaría nuestro destino.—- respondí.

—- ¡No hagáis caso, Shed, con tantas imprecisiones no debéis creer lo que ha dicho esa mujer! Pensad además que el peor momento en vuestra relación con el Faraón ha pasado y Ahset no os ha vuelto a molestar.—- dijo, intentando tranquilizarme.

—- Con respecto a Tutmés me siento bastante tranquilo, pero en referencia a Ahset me preocupan más sus silencios que sus escándalos.—- reflexioné.

—- Debe haberse resignado y quizás pronto esté seduciendo a algún otro funcionario de palacio. Olvidaos de ella, Shed. Disfrutad de este día tan especial. Regocijaos en la dulce Tausert que os amará y cuidará de vos y de vuestra prole.—- concluyó.

—- Tal vez, tengáis razón…—- decía, en el instante en que entró mi padre.

—- ¡Debemos partir! ¡La barca de Amón está casi en el cenit!—- entró mi padre, apurándonos.

—- ¿Cómo me veo, padre?—- dije con una sonrisa, disimulando mi preocupación.

—- Parecéis un príncipe, hijo mío. Os veis muy apuesto. Las muchachas de la aristocracia envidiarán la suerte de Tausert.—- dijo Pentu, halagándome.—- Pongámonos en camino, no perdamos más tiempo.

Con el disco solar refulgiendo sobre el valle y bajo el cálido esplendor de mediodía, se llevó a cabo la ceremonia de nuestro enlace, cuya celebración duró toda la jornada hasta bien entrada la madrugada del día siguiente. Jamás había visto a Tausert tan feliz, tan hermosa, en su túnica blanca inmaculada, luciendo una sencilla corona de pequeñas flores silvestres azules y amarillas. Un día perfecto, lleno de alegrías e ilusiones para mi amada esposa, que no debía ser empañado. Sólo me restaba hacerla feliz como ella se merecía y darle mi amor sin temer lo que podía deparar el futuro.

Capítulo 8

"El elixir del sueño eterno."

Pasó la estación de la cosecha y con ella un nuevo año se iniciaba en el país de la tierra negra, con toda una serie de actividades en el orden diplomático, provocadas por las noticias llegadas a través de los mercaderes del país de Djahi, referentes a la reanudación de las reuniones de los reyezuelos de Kadesh, Tunip y Katna, con sus aliados, y la cumbre de los líderes de la región, a cuya cabeza se encontraba el propio rey de Naharín, Parsatatar.

Ocupado en mis trabajos de traducción de cartas llegadas desde la lejana Keftiu, la mítica Karduniash, el imperio de Hatti, y en la trascripción de los mensajes secretos de nuestros propios enviados que recorrían las rutas de comercio, permanecía hasta altas horas de la noche, atareado mientras Tausert aguardaba a veces despierta para acompañarme a cenar.

Aquella noche me encontraba solo en la sala de escribas, traduciendo en lengua hitita una misiva del Faraón dirigida al rey de Hatti, aliado de Kemet, en contra de las aspiraciones de expansión del imperio hurrita de Naharín y la coalición de príncipes amorreos. Cansados mis ojos después de un arduo día de trabajo y casi sin tiempo para la entrega al mensajero real que debía zarpar antes del amanecer hacia el norte, decidí salir un segundo hasta la galería que daba al jardín a tomar la refrescante brisa que, proveniente de las colinas orientales, se derramaba sobre el valle como una bendición sobre la ciudad, azotada por la estación cálida.

Me sentía agobiado por la falta de descanso y saturado por el humo de las lámparas de aceite que venía inhalando desde el ocaso, en que tuve que encenderlas ante la falta de luz diurna. Di un corto paseo disfrutando de aquella bocanada de aire fresco sobre mi piel húmeda de sudor, después de tantas horas de encierro entre las caldeadas estancias de la administración.

Me llamó la atención no haberme cruzado con ninguno de los guardias que, por aquella hora, debían transitar los corredores de palacio en sus recorridas de inspección, pero como desde hacía mucho tiempo no estaba al tanto de la disposición de los turnos de custodia, no le di importancia y proseguí mi caminata hacia la fuente central. Planeaba beber un poco de agua para luego regresar a terminar mi tarea y volver a mi hogar, junto a Tausert, que quizás estuviese preocupada por mi ausencia.

Frente a una de las columnas que sostenían las grandes antorchas que iluminaban el lugar, me incliné para mojarme el rostro y los cabellos, viendo mi reflejo en las calmadas aguas del estanque, bajo cuya superficie se deslizaban con suaves movimientos los pececillos de colores entre los juncos y los lirios de agua.

La aparición de una repentina sombra que eliminó mi reflejo del agua me sobresaltó sobremanera.

—- ¡¿Quién…?!—- dije sorprendido. Al verla, la reconocí de inmediato.—- ¿Kina, qué hacéis aquí…? —- me interrumpí, antes de preguntarle la razón de su presencia. Su mirada lo decía todo y lo que fuese significaba problemas para mí. No respondió, limitándose a observarme con sus ojos vacíos de sentimientos y una sonrisa maléfica insinuándose en su escuálido rostro.

Retrocedí para alejarme de ella. No sabía que se proponía y tampoco quería averiguarlo.

Me apresuré a volver, despabilado del susto que me dio. Temía a esa mujer. Había algo profundamente maligno que la animaba.

Agitado y nervioso, entré en la sala de escribas que, luego del encuentro con Kina, me pareció un ambiente agradable y protector.

Retomando mi tarea, me percaté con agrado de que sólo me faltaba traducir el saludo protocolar del Faraón para con su aliado hitita, a fin de concluir mi trabajo y poder retornar a mi hogar.

Cuando me inclinaba sobre el papiro para tomar mi pincel, vi. por debajo de mis brazos surgir un par de manos a ambos lados de mi cuerpo que, como salidas de la nada por detrás de mi espalda, me aferraron el abdomen con fuerza, haciéndome dar un respingo por el que casi tiro todo lo que había sobre mi mesa de trabajo. Tan sorprendido como estaba y antes que pudiese atinar a quitarme sus manos de encima y girar sobre mí, sentí un pinchazo sobre mi pecho como si una abeja me hubiese inyectado, descubriendo en una de las manos una sortija con una fina púa que se había clavado en mi carne hasta hacer manar de ella una gota de sangre.

—- ¡Ah!—- gemí.

—- Perdonadme, mi amor, pero seréis mío y de nadie más.—- dijo junto a mi oreja en un susurro que me estremeció al reconocer su voz.

—- ¡¿Qué…qué hacéis aquí, Ahset?! ¡Por los cuernos de Amón!, ¡¿qué pretendéis . . . ?!.—- se encontraba ebria y volvió a abrazarme.

—- Mi amor, estaremos juntos por toda la eternidad.—- dijo en tono delirante y aterrador, como si hubiese enloquecido completamente.

Me sentí mareado y comencé a ver sus rasgos distorsionados. Sacudí mi cabeza, abriendo y cerrando mis ojos varias veces tratando sobreponerme a la extraña obnubilación que embotaba mi mente, alterando mis sentidos.

—- ¿Qué me inyectasteis . . . ?. Me siento confundido…—- no pude continuar lo que quería decir luego de aquel instante.

—- No temáis, mi amor.—- dijo besando tiernamente mis labios.—- Yo estaré con vos. El miedo a sufrir y a ser castigado pasará y solo sentiréis paz, descansando en mi regazo.—-

Su voz se transformó en una melodía dulce y embriagante. Tenía la impresión de que estaba viviendo un sueño, sin angustias, lejos del dolor, sintiendo que flotaba como si no tuviera cuerpo. Me imaginé como un halcón remontándome en vuelo lejos de la tierra, dejando atrás todo aquello que me ataba al mundo real.

Fui incapaz de articular palabra alguna y tampoco conseguí moverme para salir de allí. Mis miembros no respondían y caí lentamente al aflojarse mis piernas. A partir de ese momento solo veía el rostro de Ahset sin comprender lo que me decía. Me levantaron del suelo para luego ser cargado y llevado de los brazos y las piernas por dos esclavos negros hacia el exterior de la residencia sin que nadie se los impidiese.

Me subieron a un carro tapándome con esteras para ocultarme y me alejaron de la residencia con rumbo desconocido. No podía ver nada y solo percibía los golpes de mi cuerpo rebotando contra el duro piso de madera. Luego de un buen rato dejamos de movernos y me bajaron para trasladarme hacia la ribera. Me subieron a un pequeño bote de remos y cruzamos el río rumbo a la orilla occidental.

Dos negros remaban en el centro de la pequeña nave, en tanto que otro iba a mi lado sosteniéndome, mientras un cuarto, sentado cerca de la proa, sostenía una antorcha dirigiendo el rumbo de la embarcación. El negro firmamento tachonado de estrellas aún no anunciaba la aurora. Faltando poco para arribar a la orilla occidental, empecé a sentir mis extremidades, primero las superiores y luego las inferiores como si de a poco fuese perdiendo efecto la sustancia que me había inyectado Ahset. No intenté hacer nada pues no tenía ninguna oportunidad de escapar mientras permaneciese en la barca, con aquellos fornidos esclavos y mis miembros todavía débiles y pesados.

Tampoco me resultaba atractiva la idea de lanzarme al río, a pesar de ser un buen nadador, teniendo en cuenta la posibilidad de ser atacado por los hipopótamos o los cocodrilos que podía haber en la zona. De modo que me mantuve en calma, esperando se restableciera mi control mental y físico. Al llegar a la costa ya sentía restablecidos mis sentidos. Podía escuchar lo que hablaban los esclavos y de a poco fui percibiendo los olores y el sabor amargo de algo que me habían colocado en la boca. Me habían puesto un trapo para que no pudiese emitir sonidos que alertaran a alguien sobre mi secuestro.

Me bajó de la barca uno de ellos y levantándome entre dos, me subieron a otro carro, que partió lejos de las tierras fértiles hacia la intimidad del desierto. A medida que avanzábamos me percaté que tomaban el rumbo hacia el valle de las tumbas de las reinas, entre las colinas del lugar de descanso eterno. No comprendía qué se proponía Ahset al traerme a este sitio, pero imaginé que tal vez quisiese mantenerme en cautiverio. La idea era demencial pero no pude imaginar otro motivo para que me hiciera raptar de esa manera. De una forma u otra terminaría escapándome de allí, sin importar cuántos hombres me custodiaran o el lugar en donde quisiera mantenerme recluido.

Llegamos a un recodo entre las laderas de las desnudas paredes rocosas en que, al abrigo de los vientos, se abría una gruta, seguramente excavada con el fin de servir de sepulcro. Trasladado sobre los hombros del más fuerte de los esclavos, fui descendiendo por las escaleras que, iluminadas por lámparas de aceite pintadas con símbolos del Dios chacal Anup adosadas a los muros, se internaban profundamente en la masa pétrea. Luego de atravesar un corto pasillo en el que terminaba la escalera, fui llevado hasta una gran cámara y finalmente, acostado sobre una mesa de piedra cubierta por una delgada sábana de lino blanca que no aislaba mi cuerpo de la fría superficie.

Con los ojos entrecerrados como aparentemente debía encontrarme por efecto del narcótico, miré a mí alrededor descubriendo que junto a mí se encontraba Ahset recostada a mi lado. Vestía una túnica de tipo nupcial ornamentada para la ocasión con todos los atributos para una ceremonia matrimonial.

Frente a nosotros, se levantaba un pequeño e improvisado altar sobre el que se hallaba una estatua de la diosa Hathor en su forma de mujer con orejas de vaca y el sol entre sus cuernos. En una de sus manos portaba el sistro y en la otra el ankh, símbolo de vida eterna. No me pareció extraño el empleo de aquella manifestación de Hathor, pero me sorprendió que estuviese representada como señora de occidente, es decir, diosa de ultratumba, y que estuviese acompañada por una imagen de Anup como su asistente.

El aire dentro de la cámara se encontraba impregnado de las sagradas fragancias del incienso y la mirra quemándose lentamente en los incensarios, mezcladas con el aroma de los ramos de flores multicolores que rodeaban el altar.

Fui despojado de mi faldellín y vestido, por un par de esclavas nehesi, con vestiduras habitualmente empleadas para la celebración. Era obvio que Ahset pretendía anular mi enlace con Tausert ante la deidad, para tomarme por esposo de forma supuestamente legítima.

Delante del altar apareció un personaje con atuendo sacerdotal que, de espaldas a nosotros, se inclinó ante la Diosa en señal de reverencia, para luego girar sobre sí sosteniendo entre sus manos un papiro litúrgico. Llevaba su cabeza cubierta por una máscara que representaba una mística fusión de aspectos de Hathor, imbricados con caracteres iconográficos propios de Sakhmet, la temible diosa con cabeza de leona, dotada de cuernos vacunos y la cobra en su frente.

Dos asistentes ataviadas con similares atuendos se aproximaron a ambos lados de la sacerdotisa, que comenzó los ritos nupciales entonando un lúgubre himno de alabanza a la diosa vaca, invocando a su vez el nombre secreto de la diosa felina, buscando su buena predisposición. El rítmico sonido de los sistros repicó con metálico eco en los subterráneos muros.

—- ¡Hathor, divina Señora del día y de la noche, portadora de la flama que da vida y de la llave que abre las puertas de la morada del más allá, borrad del libro de los cielos las nupcias previas de este hombre y esta mujer, para que puedan ser unidos en una sola carne y sus ka permanezcan unidos para siempre!—- a pesar de que el sonido era deformado por su emisión a través de la máscara, la voz me resultó conocida, pero no creí que fuese Kina.

—- Vos que sois todopoderosa, unid a los enamorados hasta el fin de los tiempos bajo la divina protección de Sakhmet en la pureza del fuego y la paz que proporciona el elixir del sueño eterno.—- lanzando hacia el quemador de incienso que había delante de la diosa un puñado de polvo mágico, que al contacto con el fuego desprendió una súbita llamarada y una gran voluta de humo entre amarillo y escarlata de exquisito perfume.

Al disiparse la nube de humo que cubrió a los oficiantes, surgió como una aparición fantasmal un nuevo personaje más atemorizante aún que el anterior, con todos los atributos del fuero clerical, complementando su hábito con una máscara de la diosa Eset, fusionada con la diosa gato Bastet en su forma más peligrosa, de aspecto salvaje, con sus fauces abiertas exhibiendo los agudos colmillos machados de sangre en una expresión de forma y colores que le conferían una apariencia francamente bestial.

—- ¡Gran hechicera, Señora del poder de la magia!, ¡Vos que devolvisteis a la vida a tu amado esposo Asar, vos que resucitasteis sus restos y les insuflasteis la vida, oh, gran maga, liga en sacra alianza a este hombre y a esta mujer para que sean unidos en la bendición de Hathor y nadie pueda volver a separar lo que la gran maga ha unido!—- no me quedaban dudas de que aquella voz era la de Kina, ¿quién era entonces la otra mujer?.

Salmodiando loas en honor a la gran maga e invocando sus poderes al son de los sistros, Kina vertió en una copa de alabastro blanco, un oscuro brebaje que elevó delante del altar.

—- Bendice a los amantes en un pacto de entrega mutua, para que quede sellado a través del elixir del sueño eterno.—- aterrorizado, comprendí que aquel espeso líquido debía tratarse de un veneno que intentarían obligarme a beber. La temible imaginación de aquellas mujeres había maquinado un plan macabro del que no tendría escapatoria. Tenía que huir en aquel momento o la eternidad comenzaría prematuramente para mí. Cerré mis puños por debajo de las largas mangas de mi túnica y los sentí duros y firmes, mi mente estaba despierta y alerta para reaccionar con celeridad. Mis piernas tensas se encontraban prestas a correr veloces para alejarme de una muerte segura.

Precisamente en aquel momento uno de los esclavos negros se acercó a Kina.

—- Mi Señora, el sacerdote de Anup se encuentra listo para llevar a cabo el ritual del Ut (la momificación).—- dijo el nehesi.

Kina le entregó a Ahset el vaso con el veneno para que ella me lo hiciese a beber.

—- Tomad este elixir, esposo mío, para que descanséis en la paz del reino de ultratumba, esperándome en esta morada hasta que mis días terminen y me una a vos en el sueño eterno.—- quería asegurarse que yo no volviese a serle infiel, pero ella no pensaba morir todavía.

Arrodillada junto a mí, besó mis labios y tomando mi cabeza, la inclinó hacia delante, acercando el vaso a mi boca.

Con todas mis energías, me incorporé de pronto, golpeando con mi mano derecha el vaso con el veneno que se destrozó contra el piso.

—- ¡Aah!—- gritó Ahset sorprendida ante mi brusco despertar.

—- ¡Sujétenlo…!.—- ordenó Kina a los esclavos que se abalanzaron hacia mi.

Al primero de ellos, un negro fuerte pero bastante más bajo que yo, lo derribé golpeándolo en pleno rostro con una vara de bronce que encontré sobre la mesa preparada para mi momificación. Cayó delante de mí, desvanecido y con la cara cubierta de sangre.

Tratando de evitar a los dos negros que venían desde el otro extremo, salté encima de la mesa de piedra sobre la que todavía se hallaba Ahset, que se aferró de mi túnica para no dejarme escapar, no quedándome otra opción que golpearla con el dorso de la mano abierta sobre su rostro, consiguiendo que me soltara.

Levantando la túnica para que no me estorbase, pateé en la cabeza a uno de los negros que intentaron asirme por los pies para derribarme, para luego lanzarme encima del otro, al que golpeé en el suelo con el puño y el codo.

—- ¡Auuh!—- Aullé de dolor al sentir un duro golpe con un bastón que me había dado Kina en la espalda, al atacarme por detrás. Le quité el bastón y la empujé haciéndola trastabillar hasta caer por la fuerza del impulso contra el altar. Giré lo más rápido que pude para enfrentar a uno de los sacerdotes embalsamadores, que me atacó con un cuchillo de obsidiana, pero no fui lo suficientemente veloz, y logró abrirme una profunda herida en el brazo izquierdo, que instantáneamente comenzó a manar profusamente. Me lancé sobre él con todo el peso de mi cuerpo hacia atrás hasta hacerlo chocar con su cabeza contra el muro, cayendo desmayado. El otro sacerdote fue empujado por el oficiante de Anup para que interceptara mi huida, pero se apartó de mi camino cuando me vio blandir el cuchillo que le había quitado a su compañero. Ante la mirada horrorizada del resto de las mujeres, escapé de la tumba al ver que los esclavos se recuperaban para perseguirme. Corriendo a grandes zancadas, subí las escaleras para abandonar el sepulcro hacia la negrura exterior, escabulléndome de mis perseguidores hacia la oscuridad nocturna.

Sorteando los escollos del sendero lo mejor que pude, sin ver casi nada, tropecé y caí a unos cien codos de la entrada de la tumba y me oculté tras un grupo de rocas para descansar un instante.

—- ¡Debe haber huido por el camino!—- gritó Kina enfurecida en la entrada de la tumba.—- ¡Traedlo muerto si es preciso, pero no lo dejéis escapar!

Los guardias de la necrópolis, también confabulados, salieron con los negros tras mis pasos, munidos de antorchas encendidas y perros cazadores.

Corrí un poco más, quizá ciento cincuenta o doscientos codos a través del camino, buscando algún recoveco en donde esconderme. La herida sangraba demasiado y temía que pudiese desmayarme si la hemorragia continuaba. Empapado en sudor, agitado y nervioso me detuve. Viendo que mis perseguidores aún estaban muy lejos de mi ubicación, aproveché un momento de descanso para rasgar mi túnica y extraer un largo pedazo de tela para envolverlo alrededor de la herida, asegurándolo fuertemente con un nudo atado con la mano del brazo sano, tomando el otro extremo con los dientes, tratando de frenar la pérdida de sangre.

Escuchando que dos de los guardias de la necrópolis se aproximaban a mi posición, intenté continuar mi fuga por el camino, pero al alejarme hacia la entrada del valle que conducía a la ribera del río, descubrí para mi desazón que estaba bloqueada por guardias armados con lanzas y montados en carros, de modo que mi escape por esa vía resultaba inviable. No tenía otra opción que ascender por la colina con suma cautela, pisando firme, y tomándome con las manos de las rocas para no despeñarme.

Permanecí inmóvil al percatarme de que los guardias se hallaban al pie de la colina justo abajo de mí.

—- No debe andar lejos.—- dijo uno de ellos.

—- Es verdad. No pudo haber pasado sin que lo vieran los guardias que custodian la entrada del valle.—- respondió el otro.

—- ¡Vengan hacia aquí con las antorchas! Seguro que ha trepado la ladera de alguna colina.

Sentí que todo había terminado, ya que no tenía manera alguna de evitar que me descubriesen, y la roca era demasiado escarpada para intentar escalar.

El silencio del valle fue interrumpido bruscamente en aquel instante por el galope de caballos tirando de los carros, un griterío de hombres y el entrechocar de armas.

—- ¿Que está ocurriendo en la guardia?—- dijo uno de ellos.

—- No lo sé, pero al parecer, alguien ha atacado a nuestros hombres.—- respondió el otro.

Los guardias y los esclavos que se acercaban estaban tan confundidos como yo, sin saber qué ocurría en el puesto de guardia en la entrada del valle de las tumbas de la reinas.

Permanecí inmóvil hasta no comprender qué estaba ocurriendo. De todas maneras, lo que fuera, me daba un respiro para intentar al menos subir hasta un peñasco cercano para esconderme de ellos.

Portando grandes antorchas sobre portentosos carros de combate, aparecieron mis salvadores como si el propio Amón los hubiese enviado a rescatarme. Más de veinte soldados de la guardia de palacio armados con lanzas, arcos y flechas, surgieron de la oscuridad voceando a mis perseguidores.

—- ¡Soltad vuestras armas y deponed cualquier actitud de rebeldía si queréis seguir vivos!—- gritó el segundo de la guardia de palacio a los confabulados, que eran apuntados por los arqueros dispuestos a disparar sobre ellos.

—- ¿¡A dónde llevasteis al funcionario!?—- dijo, refiriéndose a mí, Merenre, el secretario del visir que acompañaba al idenu de la guardia, al que reconocí de inmediato por su grave voz, que resonó con un eco de trueno en la garganta rocosa.

—- Ha escapado.—- dijo uno de ellos.

—- Si le habéis matado, el visir solicitará al Faraón que os condene a muerte a todos sin contemplaciones.—-

—- No, mi señor. Os juro que nosotros no le hemos hecho daño, pero uno de los sacerdotes de Anup lo ha herido.—- se apuró a decir uno de los guardias de la necrópolis, temiendo las represalias.

—- ¡Aquí estoy!—- grité desde lo alto, sabiendo que ellos habían venido a socorrerme.

Sorprendidos por mi exclamación desde lo alto de las peñas, todos se volvieron hacia mi, en tanto que un par de guardias de la residencia se apresuraron a ayudarme a descender la ladera.

—- ¿Estáis bien, Shed?—- preguntó preocupado, el secretario.

—- Tengo una profunda herida en el brazo, pero por lo demás estoy bien gracias a vosotros.—- respondí.

Sus hombres desarmaron a los guardias de la necrópolis y a los esclavos que me habían secuestrado.

—- Supongo que la favorita es la responsable de que os halléis aquí, ¿verdad?—- me preguntó en voz baja Merenre, adivinando con pesar.

—- Lamentablemente es así y estuve a punto de sucumbir.—- respondí, mientras otro guardia me acomodaba mejor la improvisada venda sobre la herida.

—- ¿Donde se encuentra ella?—- preguntó el idenu de la guardia.

—- En el sepulcro del extremo del valle.—- respondí.

—- Debemos detenerla por orden del visir y llevarla ante su presencia antes que el escándalo pueda llegar a oídos del Faraón, que se encuentra celebrando la festividad de Hor en Nekhen.—- dijo Merenre, mientras me indicaba que subiera a uno de los carros para que fuésemos juntos hacia el sitio.

—- Ahset ha ido demasiado lejos esta vez.—- dije entristecido, pensando en que no podría ser protegida después de semejante locura.

—- ¿Estáis dispuesto a acusarla ante Tutmés?—- preguntó, preocupado por el sufrimiento que acarrearía al visir.

—- La favorita ha perdido la cordura. Esta noche tuve la protección de los dioses de mi lado, de otra manera, estaría esperando el juicio de los justos en mi mortaja de sal.—- dije.

—- El Visir intentará hacerla enclaustrar, convenciendo al Faraón de que debe curar su ka enfermo con las medicinas de los curanderos reales, para expulsar los demonios que lleva dentro. Si la acusáis ante el soberano la condenaríais a morir sin darle alguna oportunidad de curarse del mal que la aqueja.—- expresó Merenre, a pedido de Rekhmyre, buscando convencerme.

—- Si el visir me asegura que podrá controlarla, permaneceré en silencio sobre lo ocurrido.—- respondí, accediendo al deseo del visir.

—- Os aseguro que él la mantendrá lejos de vos para que no pueda volver a perjudicaros.—- respondió Merenre.

Llegando cerca del sepulcro observamos una nube de polvo, levantada por la huida de un par de carros que habían tomado un atajo entre las colinas. Sin embargo, para nuestra sorpresa vimos a Ahset ingresando a través de las escaleras hacia las cámaras interiores, en vez de intentar escapar del valle.

Tuve que colaborar con los hombres de Merenre para sofocar un intento de alzamiento de los guardias del cementerio real que trataron de darse a la fuga.

Luego de controlados los confabulados, seguí al secretario hacia la tumba, en busca de la favorita de Tutmés.

La antecámara estaba vacía al igual que el anexo, de modo que el único lugar en que podía encontrarse era la cámara funeraria.

Al asomarme a la puerta de la misma quedé sorprendido al observar la escena que se desarrollaba en su interior, sin poder creer lo que mis ojos veían. El olor del incienso todavía impregnaba el aire del lugar de descanso eterno y los elementos de embalsamamiento se hallaban dispuestos en orden, como si no hubiese existido una disputa en su interior. Todo había sido acomodado, colocado cada objeto en su posición correcta, recogido los pedazos del vaso que yo había arrojado y limpiado el veneno derramado.

Tres esclavas negras se encontraban a la derecha del altar, arrodilladas, meciéndose rítmicamente adelante y atrás, prorrumpiendo en lamentos y lastimeros gemidos, mientras balbuceaban ininteligibles rezos.

Habiendo rasgado sus vestiduras y llevando ceniza del altar en sus cabezas en señal de luto, lloraban desconsoladamente, golpeando sus pechos desnudos con sus puños.

Ahset estaba tendida sobre el lienzo de lino blanco, delante del altar de Hathor, como si la placidez del sueño hubiese vencido su voluntad. Un vaso de alabastro volcado junto a su brazo extendido mostraba rastros del veneno que había intentado darme de beber.

Sentí pena por ella. Recordé con tristeza su desconsuelo al saber que era estéril. Tal vez, un hijo le hubiese cambiado la vida.

Me acerqué a ella, tomé su mano inerte entre las mías y rogué por el destino de su ka en el juicio ante el tribunal divino.

No pensé que pudiese quitarse la vida pero, tal vez era de esperarse, teniendo en consideración su carácter imprevisible. Sus pensamientos siempre fueron inescrutables para mí y tampoco pude adivinar lo que sentía, aunque resultaba evidente que sus emociones habían desbordado el lecho de su corazón en referencia a mi persona.

Me fue inevitable sentir que con su muerte también se extinguía la misteriosa llama que ella había encendido en mí. Sin ella, se agotaba la savia salvaje que como un manantial arrancado a las entrañas del desierto, había brotado vigoroso, abriéndose paso por entre la aridez de mi tímido carácter, para surgir como un precioso don, con la energía del néctar de la vida, que da sentido a cada momento vivido intensamente. Su desaparición hería mortalmente al corcel brioso e indómito que, nacido desbocado e incontrolable de los más recónditos e inexplorados rincones de mi alma, ella me había enseñado a dominar.

Sufrí su pérdida calladamente, pues mi amor ahora era solo de Tausert, sin embargo, los sentimientos que guardaba por ella eran de un afecto sincero, a pesar de los trastornos que su obsesión me ocasionaron.

Una parte de mi ser murió con Ahset y si bien terminaban los problemas que la relación nos había provocado a mi esposa y a mí, la tranquilidad que ello trajo a mi vida solo sería momentánea, como la calma que precede a la tormenta.

Después de aquel día, hasta el comienzo de mi relato, no volví a pronunciar su nombre por temor a mancillarlo con la obscena irrespetuosidad con que se refirieron a ella los que continuaron vituperando su persona por no haberla jamás aceptado y menos comprendido. El silencio fue mi homenaje y mi agradecimiento, y aunque nunca llevé ofrendas a su tumba, le hice esculpir una bella estatuilla de mármol de la diosa Hathor, que el visir me permitió depositar en su sepultura.

Miré perplejo al secretario Merenre, tan confundido como yo, sin respuestas para explicar el dramático rumbo que tomaba el incidente.

La favorita del Faraón se había suicidado y la princesa Kina, otra de sus mujeres, se hallaba implicada en el intento de asesinato sobre mi persona. Por otra parte, mi mente no acertaba descubrir quién era la otra mujer que había participado en la ceremonia, cuya voz me resultaba conocida, sin saber de quién se trataba.

En aquel instante me asaltó el temor de que Tutmés tomase represalias contra mí, haciéndome responsable de la muerte de Ahset, pero luego me tranquilicé pensando que el visir Rekhmyre estaría de mi lado, sabiendo que yo había sido secuestrado por la concubina y su gente, siendo por tanto víctima de sus asechanzas.

Yo mismo me ocupé de llevar el cuerpo de Ahset acompañado por Merenre al templo de Amón-Ra, en espera de la decisión que el visir tomase.

Para el momento en que abandonábamos la necrópolis ya amanecía, siendo inevitable que se divulgase la tragedia por toda la ciudad, a pesar de que traía en mis brazos su cadáver envuelto con un sudario. Los efectivos de palacio dejaron a los prisioneros al cuidado de las tropas medyau urbanas, y formaron un cortejo fúnebre, acompañando nuestro arribo al gran santuario del Dios nacional.

Exhausto, me dirigí a la residencia real para terminar la misiva diplomática de la noche anterior para que pudiese ser llevada por el mensajero del Faraón.

El palacio se transformó en un avispero. El alboroto era general y el de por sí bullicioso ambiente del harén, se transformó en un caldero hirviente de versiones y chismes, de acusaciones e invectivas entre sus miembros, incluidos los eunucos que lo dirigían.

En medio de semejante tumulto de guardias arrestando gente por orden del visir, y un enorme escándalo entre los esclavos y los sirvientes, divisé a mi esposa, tan afligida como desconcertada, acompañada por su amiga Binnet, mi madre y mi hermana.

Al verme llegar, corrió hacia mí visiblemente emocionada. La encontré demacrada, con los ojos hinchados y aspecto de haber llorado.

—- ¡Mi amor, os creí muerto!—- dijo, con lágrimas surcando sus mejillas.

—- Calmaos, Tausert. Ya veis amor mío que estoy bien. No lloréis, mi dulce esposa.—- le dije, acariciando tiernamente sus cabellos.

—- ¡Estáis herido!—- se preocupó.—- ¿Qué ha pasado, Shed?

—- No quiero hablar de ello aquí.—- expresé, viendo al gentío que nos rodeaba en los jardines de palacio, ante la mirada atónita de los funcionarios de la administración que desconocían el motivo de semejante barahúnda y los rumores de la muerte de una de las esposas de Tutmés.

—- Shed tiene razón, Tausert. No es buen lugar para hablar sobre todo si uno tiene algo que ocultar.—- dijo Binnet, maliciosamente desconfiando de mí.

—- Sois injusta, Binnet. No sabéis nada de lo que ha ocurrido y ya me hacéis culpable de algo.—- me defendí.

—- Estoy cansada de ver como hacéis sufrir a Tausert con vuestro comportamiento, y no digáis que no tengo motivos para desconfiar de vos.—- respondió.

—- No tengo porqué daros explicaciones y tampoco me sobra el tiempo para discutir con vos.—- contesté malhumorado.—- Madre, estoy bien, y ya tendremos oportunidad de conversar sobre lo ocurrido. Ahora me voy a terminar una carta que debo entregar al mensajero real.—- me despedí, sin darles oportunidad para preguntar.

—- Antes del ocaso os visitaré en vuestra casa.—- dijo mi madre.

—- ¡Os estaremos esperando!—- le respondí, mientras me alejaba de ellas llevando conmigo a Tausert.

—- Algunas mujeres del harén esparcieron el rumor de que vos y la favorita trataron de huir juntos y que los guardias de palacio os habían dado muerte.—- dijo Tausert, insistiendo en la cuestión.

—- Esposa mía, todavía no estáis segura de lo mucho que os amo. Eso me duele, pero no me enfado con vos porque sé que me amáis. Luego os contaré lo que pasó. Ahora acompañadme y no hagáis más preguntas, pues estoy demasiado agotado para hablar.—- dije cansado.

Sin decir palabra me besó en los labios con dulzura y caminó junto a mí aferrando mi mano.

Terminé la carta que entregué al mensajero real y regresamos a nuestro hogar.

Estaba tan cansado que cuando Tausert me cambiaba los vendajes que cubrían mi herida, me quedé profundamente dormido.

Desperté con un fuerte dolor de cabeza y náuseas, como si hubiese estado borracho. Había perdido la noción del tiempo sin saber cuantas horas permanecí en cama, y por un instante, tampoco estaba seguro del lugar en el que me hallaba. La trémula luz de una lámpara de aceite penetraba a través de la puerta de la habitación contigua y de a poco me percaté que me encontraba en mi propia casa. Hacía frío. El pálido reflejo de Ioh, la diosa lunar, se deslizaba con extrema lentitud sobre el suelo del cuarto, entrando a través de la ventana que daba a nuestro jardín. Era de noche y el silencio que reinaba en el caserío me hizo pensar que había dormido todo el día. Recostado sobre mi lado derecho, como había despertado, hice el intento de darme vuelta hacia mi izquierda para abrazar a Tausert, pero me sentía tan aturdido y mareado por la jaqueca y mi cuerpo dolorido, que desistí de mi intención y sólo extendí mi brazo izquierdo por encima de las cobijas que me cubrían, para saber que ella se encontraba junto a mí.

La toqué levemente, para no despertarla, y escuché que emitió un sonido suave, por lo que decidí dejar que siguiese durmiendo, pues el día tampoco había sido fácil para ella. Cuando retornaba a mi postura inicial para continuar descansando, apareció una figura con túnica femenina delante de la puerta, de la cual veía solo la oscura silueta. Era demasiado alta para ser mi madre, por lo que imaginé que se trataría de mi hermana.

Me extrañó que estuviese en mi casa, en lugar de estar en la suya con su esposo. Sin embargo, no eran infrecuentes en Eset sus actitudes serviciales, pensando que se habría quedado con nosotros para colaborar con Tausert.

—- ¿Eset?—- pregunté en voz suave para no despertar a Tausert.—- ¿Sois vos?—- tal vez no me hubiese escuchado— pensé, —- pues no respondió.

Al avanzar un par de pasos hacia nosotros, el tenue reflejo de la luna me permitió ver que traía algo en sus manos. Supuse que descubriéndome despierto, me acercaba un plato con alimento, sabiendo que yo no había comido desde el día anterior.

Tausert volvió a hacer ruido y creyéndola despierta, levanté la voz.

—- ¿Hermana?—- volví a preguntar.

—- Bebed esto y podréis descansar en paz.—- dijo.

Estremecido de terror, con mi piel erizada por un escalofrío que, como una oleada recorrió cada palmo de mi cuerpo, reconocí la voz de Kina. El corazón se agitó dentro mi pecho, convulsionado de miedo, y ante el peligro que se cernía sobre nosotros, empujé a Tausert para que despertara. Sentí su cuerpo tieso e inmóvil, y al destaparla, descubrí con horror que no era Tausert sino el cadáver de Ahset, pálido y helado, el que yacía junto a mí.

Invadido por el pánico, pude ver en la penumbra a Tausert, sentada en una silla, amordazada, atada de pies y manos, custodiada por una esclava que la amenazaba con una daga. Alarmado, traté de pararme para arrojarme sobre Kina y someterla, de manera que diera orden a la esclava de que dejara en libertad a Tausert. Caí torpemente al suelo con mi pierna sujeta a una de las patas de la cama a la cual me habían atado. Sin posibilidad de soltarme, vi a Kina abalanzarse hacia mí, blandiendo un puñal, enfurecida.

—- ¡¡Muere, cobarde!!—- aulló con el salvajismo de un endemoniado.

Indefenso, no pude frenar su brazo. Sentí una punzada lacerante que desgarraba mi pecho, penetrando profundamente en la carne, y el frío metal recorriendo mis entrañas, hundiéndose hasta el mango en un chirriar de huesos aserrados. Un dolor insoportable ahogó mi respiración y una bocanada de líquido espeso y caliente fluyó por mi garganta. Ante mi cara veía el rostro desencajado de Kina que, clavando una y otra vez la hoja bañada en mi sangre, repetía sin cesar:

—- ¡¡Muere, cobarde, muere!!—- y todo se convirtió en oscuridad.

—- ¡Aaaaaaaaaaaaaaaahh!—-

—- ¡Mi amor, despierta! Todo está bien, solo fue un mal sueño.—- dijo Tausert, mientras acariciaba mis pómulos sudorosos. Transpiraba profusamente, sentía mi frente caliente y la jaqueca era terrible.

Ver su sonrisa frente a mí me devolvió la calma y el sosiego, luego de una pesadilla tan espantosa.

—- ¿Qué soñabais, mi amor? Estaba en la sala con mi madre y os escuchamos gritar desesperado.

—- Tuve una pesadilla. Prefiero no revivirla contándola.—- dije sin fuerzas.

—- Tenéis fiebre, hijo mío.—- dijo Lyna, tocándome la frente.

—- Me siento enfermo y tengo frío.—- respondí.

—- Os prepararé un jarabe de miel y dátiles, Shed.—- dijo Tausert.

—- No deseo tomar nada. Siento náuseas. Solo traedme agua para beber y refrescarme la cabeza con un paño.—- contesté.

En aquel momento entraban en casa Eset y mi madre.

—- Pequeña, ¿como se encuentra Shed? —- dijo Amunet, saludando a Tausert.

—- Un poco enfermo.—- respondió Tausert.

—- ¿Cómo sentís, hermanito?—- preguntó Eset, tomando mi mano.

—- Tengo una jaqueca como si me hubiesen abierto la cabeza de un hachazo.—- respondí.

—- Shed, no imagináis cuánto lloré pensando que os perdería.—- dijo Tausert, mientras llenaba de agua mi vaso. Mi madre se encontraba del otro lado, junto a mi suegra, y mi hermana detrás.

—- ¿Cómo pudisteis pensar que os abandonaría para irme con Ahset? ¿Por qué razón me hubiese casado con vos entonces?—- pregunté, cansado de que dudara de mis sentimientos.

—- Nunca dudamos de vos, pero es cierto, hijo mío, se corrió la voz de que habían sido asesinados tratando de huir. Sufrimos lo indecible hasta que supimos que estabais vivo.—- dijo mi madre entre sollozos entrecortados.

—- Estuve en grave peligro, pero me salvé de morir gracias al secretario del visir.—- dije.

—- ¿Qué tuvo que ver la favorita del Faraón en todo lo ocurrido?—- preguntó Eset.

Les relaté todo lo sucedido tratando de tranquilizarlas, contándoles que Ahset se había suicidado al sentir que nunca podría conseguir lo que quería.

—- Tal vez esté mal decirlo, pero me alegro de que esté muerta. Ya no podrá perturbar nuestras vidas.—- expresó Tausert.

—- Ahset había enloquecido completamente, Shed.—- dijo mi madre sin salir del asombro.

—- El asunto se ha convertido en un gran escándalo.—- dijo Eset.—- Se comenta que se formará un tribunal para juzgar a los implicados.

—- Pero, ¿a quién juzgarán si la culpable está muerta?—- dijo Tausert.

—- Ahset era una víctima de la manipulación de la princesa Kina. Ella es la que fomentaba los delirios de Ahset y los explotaba para su propio provecho.—- aclaré lo perversa que podía ser la princesa asiática.

—- No puedo creer que imaginéis a Ahset como una inocente paloma influenciada por la princesa Kina.—- dijo mi suegra.

—- ¿Por qué la defendéis, Shed?—- preguntó Tausert, en tono de reproche.—- Estuvo a punto de mataros.—-

—- No la defiendo, mi amor. No niego la responsabilidad de Ahset en el incidente, pero vosotras no conocéis lo maligna que puede ser Kina. Debajo de la piel de cordero se esconde un lobo cien veces más peligroso que Ahset.—- respondí.

—- Pero… si la princesa Kina parece tan tímida y callada.—- dijo Lyna incrédula.

—- No os dejéis engañar por las apariencias.—- les advertí.

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