- Resumen
- Introducción
- Tentativas contra el Estado de Derecho
- Acerca del origen de la Constitución Nacional del año 1999 (CN-99) y otros fraudes contra el Estado de Derecho
- Contenido y lenguaje de la CN-99
- Bibliografía
Resumen
Se intenta una reflexión en torno a la situación jurídica venezolana. El propósito es mostrar, mediante el análisis de los textos legales pertinentes, y de algunos casos en concreto, cómo desde hace décadas nuestro ordenamiento jurídico se ha venido gestando de tal manera que no garantiza el Estado de Derecho y, por consiguiente, se colocan en situación de precariedad el ejercicio de los Derechos Humanos y la seguridad jurídica.
Palabras clave : Estado de Derecho. Derechos Humanos. Constitución Nacional. Lenguaje. Legitimidad. Leyes. Poderes Públicos. Seguridad jurídica.
[Este trabajo constituye un avance del proyecto de investigación titulado «Venezuela y su Estado de Derecho», financiado por el Consejo de Desarrollo Científico, Humanístico y Tecnológico (CDCHT- ULA). Código: D-316-06-06-B].
VENEZUELA. A STATE OF RULE OF LAW?
(Translated by Lic. Ramos de Méndez)
Abstract
This paper deals with a reflection on the Venezuelan legal situation. The purpose is to show through an analysis of pertinent legal texts, and some concrete cases, how our system has being developed in such a way that it does not warrant the Rule of Law and, consequently, the legal security and the exercise of human rights are place in a precarious situation.
Key words : Rule of Law. Human Rights. National Constitution. Language. Legitimacy. Laws. Public Power.
1. Introducción
Procedemos aquí del siguiente modo: en primer lugar y de manera introductoria se muestran los rasgos más sobresalientes de la situación jurídica actual. Luego se hace referencia a los ataques más emblemáticos contra el Estado de Derecho, acaecidos a principios y a finales de la década del noventa del siglo pasado, y se concluye con un breve análisis de la Constitución Nacional vigente (CN-99), desde el punto de vista del Derecho y del lenguaje.
Así pues, teóricamente partimos de la premisa de que un Estado de Derecho se caracteriza, esencialmente, por su estricto apego a los valores ético-jurídicos expresados en los principios que informan el ordenamiento jurídico positivo, como son, básicamente: el régimen democrático1, el imperio de la ley (o principio de legalidad), la alternabilidad del gobierno (principalmente en los regímenes presidencialistas), la real y efectiva separación de los Poderes Públicos y el respeto a los derechos humanos y libertades fundamentales. En el caso venezolano la alternabilidad del gobierno —que es un principio plasmado en las últimas Constituciones y está previsto en el artículo 6 de la Constitución Nacional vigente desde 1999 (CN-99)— responde a la crucial circunstancia de que, por ser el de Venezuela un régimen presidencialista, el Presidente de la República concentra en su persona varios e importantísimos cargos: es Jefe de Estado, Jefe de Gobierno, Jefe del Tesoro Nacional y de la Administración Pública, Comandante en Jefe de la Fuerza Armada Nacional… Razón por la cual el señalado Artículo 6 establece: «El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y de las entidades políticas que la componen es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables».
Con estos principios y el de la alternabilidad del gobierno se busca impedir que una misma persona concentre en sí todo el poder y lo ejerza por largos períodos de tiempo o indefinidamente, lo cual tiene su basamento en principios éticos, entre otras razones, por aquello de que, como ya lo advirtiera Aristóteles, «el poder es corruptor, y no todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio de la prosperidad». En esa misma dirección de pensamiento se expresa Simón Bolívar en el Discurso ante el Congreso de Angostura (15 de febrero de 1819): «Sólo la Democracia garantiza la Libertad (…) Nada es tan peligroso como dejar permanecer por largo tiempo a un mismo ciudadano en el Poder, pues él se acostumbra a mandar y el pueblo se acostumbra a obedecer, de donde se origina la usurpación y la tiranía (…) Los ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo gobernante que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente2».
Puestos estos principios necesariamente implicados entre sí, en donde la ausencia de uno estipula la negación del otro, descuella como más primordial y garante el principio de legalidad. Así, el Estado de Derecho sólo es posible sobre la base del imperio de la ley, a la cual deben estar subordinados tanto los órganos de los Poderes Públicos como los actos de ellos emanados. Al penetrar en el significado del imperio de la ley, es incuestionable que se trata de las leyes que cumplen simultáneamente los requisitos formales y sustanciales a ellas inherentes, que es lo que les confiere el carácter de leyes justas, pues bien sabido es desde la sabia antigüedad que ley que es injusta no es ley, o de modo menos abreviado: ley que es injusta no es propiamente ley sino una corrupción de la misma . Pero la calificación del grado de justicia de una ley no cae dentro del campo de la libre tasación subjetiva de legisladores, jueces y demás operadores jurídicos, sino que en la misma ley, en la jurisprudencia y en la doctrina existen criterios de validez objetiva para determinarlo. A manera de ejemplo se podrían catalogar como leyes injustas, entre otras, las que desmejoran el goce de los derechos ciudadanos y las garantías consagradas en la Constitución e instrumentos internacionales sobre derechos humanos; asimismo, las que infringen el proceso establecido para su elaboración, poniendo por caso las aprobadas en la Asamblea Nacional mediante el voto de una mayoría simple pese a que la Constitución exige una mayoría calificada3, tal como fue aprobada la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia. La exigencia de una mayoría calificada para la aprobación de determinadas leyes no es arbitraria ni depende del gusto y soberano parecer de legisladores y gobernantes de un momento dado. Dicha exigencia obedece a supremas razones de moralidad, equidad y justicia incardinadas naturalmente en el espíritu de las leyes que han de regir la vida de una Nación. En razones similares se inscribe el lenguaje que debe ser utilizado en la redacción de la ley, al cual haremos referencia en el último punto de este trabajo.
Si bien todos estos principios están expresamente consagrados en la Constitución Nacional vigente, realmente en los hechos es otra cosa lo que ocurre en Venezuela, donde se vive un progresivo recorte de libertades ciudadanas, y donde, como públicamente se sabe y sobra documentación que así lo confirma, el gobierno del Presidente Chávez, entre otras reiteradas transgresiones a la Constitución Nacional, a las leyes y a los tratados internacionales, y escamoteando el principio de alternabilidad —que como quedó dicho es primordial dentro de un régimen presidencialista—, cada vez más se apropia de más atribuciones que las que la Constitución Nacional le confiere y se propone reformar la Constitución para incorporar la reelección indefinida (porque tiene la convicción —y así lo ha manifestado continuamente por lo menos desde el día 24.09.2006— de que en Venezuela no existe ninguna otra persona más competente y capacitada que él para gobernar al país), afianzado en el hecho de que cuenta con un poder legislativo y un órgano electoral (CNE) obedientes, que le garantizan la concreción de sus aspiraciones. Órgano electoral éste —el CNE— cuyas gravísimas inconsistencias numéricas y de variada índole han sembrado la desconfianza y el temor entre la ciudadanía que llegó al extremoso recurso de retirar candidaturas y no concurrir a las elecciones parlamentarias de diciembre del 2005 por haberse constatado la ausencia de condiciones electorales que garantizaran la transparencia del voto, entre ellas, la más básica y elemental como es el secreto del mismo4. Tanto fue el grado de abstención que en pleno desarrollo del proceso electoral, entre otras intromisiones y agravios de parte de personeros del régimen, la diputada Iris Varela (del partido de gobierno), amenazó airada a los funcionarios públicos a través de los medios televisivos: «Funcionario público que hoy no salga a votar hay que "ponerle el ojo" porque a ese funcionario hay que botarlo, ese funcionario no puede ser pagado por el Estado venezolano»5, tropelía proferida pasando por encima de la Constitución Nacional que no instituye la obligatoriedad del voto pero sí consagra en plenitud todos los derechos humanos, y entre ellos el derecho al trabajo sin ningún tipo de discriminación. Pese a tan fúrica amenaza, sólo concurrió a votar menos del 25% del electorado, de donde se infiere la dudosa legitimidad de quienes integran la actual Asamblea Nacional, que además, por la razón aducida, quedó conformada exclusivamente por personas del entorno ideológico del Presidente Chávez, lo que indiscutiblemente atenta contra el orden democrático y, por consiguiente, contra el Estado de Derecho y la seguridad jurídica.
Es de sobra notorio que la praxis política del gobierno mantiene en zozobra el orden jurídico, social y moral de la sociedad venezolana6. Por un lado, debido a la excesiva proliferación de leyes, reglamentos, decretos, providencias administrativas, etc., que a su vez constantemente están sufriendo reformas al extremo de no saberse con certeza cuál en un momento dado aplicar o ante qué instancia acudir, repercutiendo esto en mayor confusión y retardo procesal en las distintas instancias judiciales y administrativas; amén de una ominosa "discrecionalidad" por parte del Presidente Chávez, así como de ministros, fiscales, jueces y otros funcionarios públicos, quienes continuamente son removidos de sus cargos, en perjuicio de la necesaria continuidad que debe prevalecer en los procesos judiciales y administrativos. Y por otro lado, el hecho de que, fácticamente, todos los Poderes Públicos se hallan subordinados al Poder Ejecutivo y a las disposiciones presidenciales, donde el Defensor del Pueblo, el Fiscal General y otros altos jerarcas —cuyo deber es la defensa de la legalidad, los derechos y las garantías ciudadanas—, son reconocidos activistas políticos del partido de gobierno que defienden a ultranza las posiciones ideológicas de éste 7, soslayando que la separación e independencia de los Poderes Públicos es esencial para la seguridad jurídica y la existencia de la democracia, tal como se desprende del más elemental sentido ético y lo proclama la Carta Democrática Interamericana, entre otros instrumentos jurídicos. A la vista de todos está que, de facto y al margen de toda juridicidad, se viene forzando una presunta "revolución socialista" que no está prevista en ninguna parte del articulado de la Constitución vigente y que con el pueblo nunca ha sido consultada.
Así las cosas, la separación de los Poderes Públicos es sólo un enunciado constitucional. Llenos de asombro los venezolanos vemos a diario cómo los miembros de los demás Poderes (legislativo, judicial, electoral, etc.), que, como ya se dijo, son activistas políticos del partido del gobierno, no sólo incurren en los más resueltos abusos en sus funciones sino que mantienen una actitud de completa sujeción a los dictados del Poder Ejecutivo. Prueba de ello es que el día 26 de febrero de 2006, en el "Acto de apertura del año judicial", los venezolanos vimos llenos de incredulidad —a través de VTV el canal del Estado venezolano8— cómo los Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia en pleno, actuando con su investidura judicial dentro del recinto del alto tribunal, ataviados con sus togas y birretes, se alzaron de pie para corear con júbilo el conocido soniquete: Uh, ah, Chávez no se va. Después de observar esta servicial actitud de entrega difícilmente se podría tener una razonable credibilidad en las decisiones del Tribunal Supremo… Una prueba, entre tantas otras, de que en Venezuela está seriamente comprometida la administración de justicia y con ello la seguridad jurídica y el Estado de Derecho.
A la fecha, en plena campaña electoral para las elecciones presidenciales del próximo 3 de diciembre de 2006, ante la así llamada «guerra de encuestas», y para mejor ilustrar resumidamente la situación jurídica y social del país, acudimos al criterio del especialista y catedrático Ángel Oropeza9 (psicólogo social), quien estima que «las encuestas son instrumentos de sondeo de opinión pública en condiciones de normalidad democrática», es decir, donde no se ha tornado tan agudo y ostensible el factor miedo, que es el rasgo que mejor define la relación entre el Estado y la población bajo el régimen chavista10, y agrega que «una de las características más resaltantes y definitorias de la administración chavista es la inteligente y exitosa utilización del conocido proceso de guerra psicológica de confusión-decepción-frustración-adaptación, que persigue desarmar psicológicamente a la población, generando incertidumbre y temor, y estimulando conductas generalizadas de apatía y resignación». Esto —prosigue Oropeza— ocurre porque ninguna dictadura puede establecerse de manera permanente y viable si no logra conformar entre los ciudadanos un piso de aceptación pasiva, resignación o apatía, sobre el cual levantar su modelo de dominación11, pues «el sueño del autoritarismo es un pueblo abúlico, desmotivado y desganado, y el mejor estímulo para lograrlo es crear incertidumbre y miedo (…) El ataque a manifestaciones cívicas de protesta, el despido de trabajadores por razones de no alineamiento incondicional con el régimen, la negación de los derechos fundamentales y de acceso a servicios básicos por razones de militancia política, la exigencia de sumisión incondicional al caudillo como requisito para ser considerado «ciudadano», y las amenazas de que el aparato de represión del Estado es capaz de averiguar las preferencias electorales de cualquiera, son acciones y estrategias que pretenden «inyectar» miedo en la población (…) Esta estrategia es reforzada, desde el punto de vista discursivo, cuando se ofrece, en un claro ejemplo de «disociación psicótica», imponer por la fuerza de las armas y de la violencia un extraño mensaje de amor y paz, o cuando se proclama que la de Chávez es una gestión «pacífica pero armada», dispuesta a conquistar con sangre y «a ruido de metralla», espacios para la ternura y el humanismo»12.
Hasta aquí hemos dado una ojeada bastante incompleta de la situación actual en Venezuela, pues en medio de tal vorágine sería una laboriosa tarea dar cuenta pormenorizada de la reiterada violación a los derechos humanos y al Estado de Derecho, y tampoco es ese el propósito central de este trabajo. Sí es preciso, en cambio, revisar algunos hechos emblemáticos y sucedidos como preludio de los acontecimientos actuales, pues el resquebrajamiento del Estado de Derecho no comienza precisamente en 1998 con el triunfo de Chávez Frías, sino que el mismo fue precedido de varios eventos decisorios que posibibilitaron la situación socio-jurídica actual, a los cuales se abocan las siguientes de páginas.
2. Tentativas contra el Estado de Derecho
Sólo nos referimos a los dos casos más representativos acaecidos en la historia democrática venezolana: el juicio político contra el Presidente Carlos Andrés Pérez —en 1993— y el sobreseimiento de la causa —en 1994—, al teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, actual Presidente venezolano y responsable del golpe militar del 4 de febrero de 1992. Veamos sumariamente cómo se desenvolvieron los hechos.
Con la Constitución Nacional de 1961 (CN-61), imperfecta pero progresista y democrática, Venezuela se fue perfilando como un Estado de Derecho caracterizado básicamente por la separación de los Poderes Públicos, la alternabilidad del gobierno entre los representantes de los dos partidos políticos mayoritarios (AD y COPEI), y un cierto pero discutible respeto a los derechos humanos13. Sin embargo, hay que reconocer que no hubo la suficiente voluntad política para que el Estado venezolano se fortaleciera y fraguara su arraigo definitivo en auténticas instituciones sólidas y resistentes a los inevitables embates de la conflictividad social. Causas de variada índole, que sería largo deslindar aquí, conspiraron contra ello. Pero a pesar de la enfadosa y entrabada lentitud con que se iba desarrollando el Estado no obstante se logró la descentralización del Poder mediante la elección de gobernadores y alcaldes. También hubo una cierta estabilidad y tranquilidad que se revirtió en potente progreso económico- cultural y movilidad social14, pero, a la par, la corrupción y la impunidad se fueron incubando en todas las instituciones del Estado, y con marcado acento en el poder judicial, donde aún permanece pero más robustecida15.
Como seña manifiesta de la debilidad de las instituciones democráticas, es decir, de un Estado de Derecho que no lograba echar anclas porque se mantuvo más bien como en una suerte de "estado embrionario", se produjeron, a nuestra manera de ver, los dos casos emblemáticos ya mencionados: el juicio político contra Carlos Andrés Pérez y el sobreseimiento de la causa a Hugo Rafael Chávez Frías.
En efecto, en el juicio que por justas causas se le abrió al Presidente Carlos Andrés Pérez16, en el año 1993, los jerarcas de entonces incurrieron en el primer gran atentado contra el incipiente y precario Estado de Derecho, al que estaban legal y moralmente obligados a proteger y fortalecer. Así, declarado que fue el antejuicio de mérito por la Corte Suprema de Justicia y autorizado su enjuiciamiento por el Senado, el Presidente Carlos Andrés Pérez quedó suspendido en el ejercicio de sus funciones, produciéndose de este modo una ausencia temporal del cargo. Pero la Constitución de 1961 (CN-61) no contenía una norma expresa que enumerara de modo exhaustivo las causales de ausencia absoluta y temporal, mas un sano entendimiento sabe la diferencia que hay entre lo absoluto o total y lo relativo o temporal. El Presidente no se murió, no renunció, no había sido sentenciado penalmente, no padecía ninguna enfermedad incurable ni estaba sujeto a interdicción civil, en consecuencia su falta era temporal, pero dado que por su condición de suspendido no podía nombrar sustituto, la previsión constitucional tenía que cumplirse y el Presidente del Congreso asumió el mando. Hasta ahí todo fue más o menos legal. Pero luego vino la gran arbitrariedad e injusticia: la de hacer una interpretación extensiva del art. 188 de la CN-61 asimilándolo a lo previsto en el art. 187 ejusdem, es decir, confundiendo falta temporal con falta absoluta y procediendo a elegir a un nuevo presidente para el resto del período presidencial, cuando lo legalmente procedente —de acuerdo a la CN-61— era que el Presidente del Poder Legislativo continuara encargado del ejercicio de la Presidencia de la República mientras la Corte Suprema de Justicia dictaba sentencia a Carlos Andrés Pérez. Si la sentencia era absolutoria, el presidente suspendido retornaba a su cargo; si la sentencia era condenatoria, se producía entonces la falta absoluta y en ese caso sí era procedente que el Congreso Nacional eligiera a un nuevo presidente para el resto del período. Pero la Corte Suprema de Justicia omitió su fallo.
Ahora bien, como la CN-61 establecía (art. 188) que si la falta temporal se prolongaba por más de noventa días el Congreso decidiría si se trataba de ausencia absoluta, los jerarcas se sintieron en el deber de hacer uso de semejante discrecionalidad, y declarar como falta absoluta lo que bien sabían que no era falta absoluta. Escamotearon el hecho de que esta previsión constitucional es para el caso de que el presidente salga del país y no retorne, o que sea afectado por una interdicción civil, o que padezca alguna enfermedad de imprevisible curación que imposibilite el ejercicio de su cargo, o cualquier otra circunstancia de naturaleza similar. Es errónea la interpretación —que prevaleció en ese caso— de que era falta absoluta la ausencia temporal prolongada por más de noventa días, pues justamente la ausencia temporal del Presidente Pérez por más de noventa días se debió no a una causa a él imputable sino a la deliberada desidia de la Corte Suprema de Justicia al no pronunciar la debida sentencia en el momento oportuno. En conclusión: el principio de legalidad, la presunción de inocencia, el derecho a la defensa y al debido proceso, entre otros principios que informan el ordenamiento jurídico venezolano, fueron eclipsados con esa antijurídica decisión mediante la cual el Presidente fue culpado sin haber sido previamente enjuiciado; fue destituido de su cargo sin haber sido previamente sentenciado por su juez natural que era la Corte Suprema de Justicia. O sea, en términos más simples, fue ejecutada una sentencia que nunca se dictó. Y si bien el ordinal 3º del artículo 215 (CN-61) atribuía a la Corte Suprema de Justicia el poder de «declarar la nulidad total o parcial de las leyes nacionales y demás actos de los cuerpos legislativos que colidan con esta Constitución», no obstante, la Suprema Corte, silenciosa y omisa no se ocupó de enderezar el orden jurídico quebrantado con ese juicio político que al margen de la Constitución y las leyes se le siguió a Carlos Andrés Pérez.
Luego, en marzo de 1994, el segundo mandato del Presidente Rafael Caldera se estrena con otra gruesa fisura a la institucionalidad y al orden jurídico y democrático del país: el sobreseimiento de la causa al Teniente Coronel Hugo Rafael Chávez Frías, cabecilla del golpe militar del 4 de febrero de 1992 —4- F— contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Golpe este que, aunque fallido, dejó no obstante un saldo considerable de muertes, daños y mayor perturbación en la colectividad.
Cierto es que el ordinal 3º del articulo 54 del Código de Justicia Militar facultaba al Presidente Caldera para «ordenar el sobreseimiento de los juicios militares cuando lo juzgue conveniente, en cualquier estado de la causa» y que él dice haberlo interpretado y dictado «en búsqueda de la unidad espiritual y real de las Fuerzas Armadas Nacionales»17, pero también es cierto que por la misma razón alegada y en defensa de la institucionalidad, la estabilidad democrática y el bien de la República entera debió favorecer —o no entorpecer— la recta y objetiva aplicación de la ley a la concurrencia de los graves delitos perpetrados por los culpables del golpe.
Pero no toda responsabilidad hay que endosarla a Rafael Caldera. Diversos factores sociales, políticos, militares y eclesiásticos influyeron en esa decisión, lo cual puede entenderse como una necesaria consecuencia de la flaqueza moral de las instituciones y la fragilidad y frustración de la conciencia ciudadana. En efecto, a menos de dos semanas del golpe militar ya se estaba abogando en los medios de comunicación por una amplia amnistía a favor de todos los militares en él implicados. El 30 de marzo se anuncia la presentación de un proyecto de ley de amnistía ante el Congreso, y el 2 de abril se produce la así llamada "marcha del silencio" que exigía la libertad de los insurgentes y la renuncia del Presidente Carlos Andrés Pérez. Hasta libros y raudales de artículos se escribieron en defensa de los insurrectos. El 27 de abril el General Ochoa Antich, Ministro de Defensa, visita a los militares presos y les promete abogar por su libertad18. Ese mismo día el diario El Nacional publica una carta del entonces Gobernador del Estado Zulia, Oswaldo Álvarez Paz, en la cual les dice a los comandantes del golpe que «no tengo dudas en cuanto a la rectitud de propósitos que los animó a la aventura del 4-F (…) las puertas de la prisión se abrirán para dar rienda suelta a los sueños e ilusiones que los alimentan»19. El 2 de noviembre de 1992, el ex-presidente Luís Herrera Campins, "considera posible que los rebeldes de febrero puedan aportar ideas para salir de la crisis, y reta al Presidente Pérez a ponerlos en libertad y que busquen sus votos en la calle"20. A comienzos de febrero de 1993, al lanzar su candidatura a la presidencia, el Gobernador Andrés Velásquez prometió indultar a los militares que participaron en la asonada del año anterior21. En febrero del 94, a escasas semanas del inicio de su gobierno, Rafael Caldera comienza a liberar a los militares implicados en el golpe. El 26 de marzo le otorga la libertad a Hugo Chávez Frías. Al día siguiente regresan al país los otros militares golpistas que se habían asilado en Perú. El Domingo de Ramos el Cardenal Lebrún manifestó alabanzas y satisfacción por las decisiones del presidente Caldera en relación con el sobreseimiento 22.
Es pues en medio de este torbellino social que se enjuicia a Carlos Andrés Pérez y sin miramientos, recato ni respeto al orden jurídico instituido lo echan de la Presidencia de la República. Sí hubo voces, en ambos casos (Pérez – Chávez), clamando respeto a la institucionalidad democrática, a la Constitución y a las leyes, y alertando sobre las consecuencias funestas que habrían de sobrevenir, pero las otras voces sonaron más alto.
3. Acerca del origen de la Constitución Nacional del año 1999 (CN-99) y otros fraudes contra el Estado de Derecho
Hablar del origen de la CN-99 implica partir del lógico principio de que «nadie puede dar aquello de lo cual carece», principio que también goza de respaldo ético y jurídico, puesto que quien da lo que no es suyo da lo ajeno e incurre en fraude. En efecto, la Constitución Nacional del año 1961 (CN-61) en ninguna parte de su articulado autorizaba a la ahora extinta Corte Suprema de Justicia (CSJ) para que ésta a su vez sentenciara a favor de una Asamblea Nacional Constituyente "originaria" que diera nacimiento a una nueva Constitución. Taxativamente la CN-61 en su artículo 250 establecía: «Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada23 por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone…». Y en su artículo 246 disponía de forma clara e inequívoca el medio o procedimiento a seguir para su reforma general (derogación), la cual habría de ser sometida a referéndum popular para su definitiva aprobación. Asimismo, en las 11 atribuciones (art. 211) conferidas a la extinta CSJ no había ninguna que facultara a ese cuerpo para inferir del propio texto de la CN-61 una decisión para convocar a una «Asamblea Constituyente», como así lo hizo la Corte, muy diligentemente, en su sentencia del 19 de enero de 1999, arrogándose facultades de las cuales carecía 24. De modo pues, que si bien es cierto que la CN-99 fue debatida y sometida a referéndum popular, también es cierto que, por la razón aducida, tuvo un origen ilegítimo. Aunado a dicha ilegitimidad originaria, al ser sometida al referéndum popular, la CN-99 sólo obtuvo el voto favorable de un 32% de los electores, equivalente a algo menos del 15% de la población25.
Sin embargo, y a pesar de sus yerros e imperfecciones, la CN-99 es en su letra una Constitución democrática, está en vigor y de hecho ha sido legitimada por la ciudadanía que a lo largo de estos siete años se ha visto precisada a invocarla y a escudarse en ella consecutivamente para la defensa de sus derechos. Pero al igual que la CN-61, con las incumbidas diferencias, no logra todavía anclarse en compactas estructuras que forjen en Venezuela un genuino Estado de Derecho, y más bien pareciera estar destinada a desaparecer para dar paso a otro texto constitucional que sirva el piso "legal" a las aspiraciones totalitarias26 del régimen imperante.
Cabe destacar otro hecho que por su importancia y repercusión en el ordenamiento jurídico y en la vida nacional no debe ser esquivado. Y es que mientras el país entero se hallaba aturdido y conmocionado por la terrible tragedia del Estado Vargas y otros estados del país, como consecuencia del desbordamiento de las aguas del 15 de diciembre (día del referéndum aprobatorio de la CN-99), el 22 de diciembre de 1999 «se produjo el golpe de Estado más artero y completo de la historia constitucional de Venezuela […] Ese día, apareció publicado en la Gaceta Oficial Nº 36.859 el Decreto sobre el Régimen de Transición del Poder Público, con el cual se violaron las dos Constituciones: la de 1961, que estaba vigente, y la de 1999, que había sido aprobada pero que se publicaría y entraría en vigencia el 31 de diciembre […] Mediante ese decreto se disolvió al Congreso legítimamente elegido para remplazarlo por una Comisión Legislativa Nacional socarronamente llamada «Congresillo», que actuaría como Poder Legislativo y que nadie había elegido […] La Corte Suprema de Justicia pasó a llamarse Tribunal Supremo de Justicia y los magistrados, que habían comprado su permanencia en el Tribunal con la vergonzosa sentencia que declaró el carácter «originario» de la Asamblea Nacional, pasaron a ocupar las nuevas salas Constitucional, Social y Electoral, nombrados por el Decreto golpista»27.
4. Contenido y lenguaje de la CN-99
El Poder Constituyente que redactó la CN-99 fue conformado por un grupo heterogéneo de personas, muchas de ellas desprovistas de la más elemental formación lingüística, jurídica y política, cuya única credencial era la de ser fervientes e incondicionales seguidores de Chávez Frías. El resultado fue un texto constitucional abstruso, plagado de inconsistencias jurídicas y lingüísticas, y propenso a interpretaciones disímiles. Y además de acrecentar en grado sumo las atribuciones del Presidente de la República, alarga el período presidencial a seis años con reelección inmediata, y politiza a la Fuerza Armada Nacional.
El texto constitucional fue publicado en la Gaceta Oficinal No. 36.860 del jueves 30 de diciembre de 199928. Posteriormente el gobierno presentó una segunda versión corregida de dicha Constitución, que fue publicada en la Gaceta Oficial No. 5.453 del 24 de marzo de 2000. Obvio es que el valor jurídico lo posee la primera, es decir, aquella que fue difundida entre la población y sometida al referéndum popular, ya que la segunda versión, subrepticia como fue, no siguió los trámites exigidos en el artículo 340 de la Constitución para su propia Enmienda. Consecuentes con los principios constitucionales, en este trabajo nos remitimos siempre a la primera versión de la CN-99.
Sin embargo, la CN-99 constituye una elocuente expresión de la pluralidad democrática y recoge los más sentidos anhelos de un pueblo lastimado y sediento de justicia. Más sentimental que jurídica, podría decirse que la Carta Magna es un texto ecléctico; entendiendo por eclecticismo esa tendencia que consiste en elegir aspectos de tesis o doctrinas diversas sin tomar en consideración la coherencia de ellas entre sí, de lo cual pueden resultar hondas contradicciones en relación con todo el sistema. Es evidente que el Poder Constituyente quiso complacer a los distintos sectores: feministas, indigenistas, anarquistas, comunistas, capitalistas, etc., sin percatarse de la natural contradicción de intereses entre unos y otros. Por tales razones es un texto legal de difícil aplicación, y ello explica, en parte, las constantes violaciones de que ha sido y seguirá siendo objeto.
Entre los varios aspectos positivos que el texto constitucional contiene se aprecia el de darle rango constitucional a la imprescriptibilidad de los delitos contra el patrimonio público, el narcotráfico, los crímenes de lesa humanidad y contra los derechos humanos. También es laudable la inclusión del artículo 23 que reza:
«Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y la ley de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público». Con lo cual se subsana la deficiencia del artículo 57 que reconoce la libertad de expresión de manera más restringida que la establecida en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Otro aspecto estimable lo constituye el hecho de subir a rango constitucional la enseñanza obligatoria de la lengua castellana. Pero en el desarrollo de su articulado viola reiteradamente las reglas de la lengua que obliga a enseñar, especialmente las relativas a la concordancia, y la feminización de términos que son comunes a ambos géneros. Las reglas de una lengua, como se sabe, existen justamente para darle a ésta mayor claridad y coherencia e impedir las ambigüedades, y obedecen a la lógica, al uso y el buen gusto de la «gente educada», según el criterio de Andrés Bello. Manuel Seco, por su parte, considera que la rectitud de una lengua es la que la comunidad a la cual pertenece le ha dado; correcto es lo que el «uso» da por bueno. Si analizamos bien, vemos que el lenguaje del texto constitucional no concuerda con el que usamos los venezolanos. En efecto, decimos «María y Pedro son niños muy aplicados», no decimos «María y Pedro son una niña y un niño muy aplicada y muy aplicado». Ante la expresión «los niños deben ser protegidos por el Estado» a nadie se le ocurriría pensar que las niñas están excluidas de ese derecho. Ante la expresión «el hombre es un ser racional», talvez una persona de escasa cultura y sin capacidad de abstracción podría pensar que la mujer no lo es.
No es un insulto a la mujer que nuestra lengua tenga «sustantivos comunes» —es decir, válidos para ambos géneros— como: bachiller, cónyuge, consorte, miembro, sujeto, testigo, geriatra, albacea, etc. Es de suponer que no hay un solo médico indignado porque se le diga pediatra, foniatra o psiquiatra. Ahora bien, por la misma razón que en la CN-99 se feminizaron algunos términos bien pudieron feminizarlos todos: el cónyuge y la cónyuga, el consorte y la consorta, el sujeto y la sujeta, el miembro y la miembra, el testigo y la testiga, el ser humano y la sera humana, etc. ¿Qué criterios lingüísticos privaron en esa selección?
Algunas defensoras del feminismo radical sostienen la tesis —discutida ya en el Cratilo de Platón— de que el lenguaje es hechura de los hombres y, en consecuencia, los términos relativos a gran cantidad de oficios, gustos, ocupaciones, etc., son masculinos. Tal argumento no aguanta la más leve revisión, pues de ser así, habrían reservado para sí significativas palabras. Se diría persono, juristo, poeto, artisto, albaceo, Su Altezo, y en vez de el Papa, se diría «el Papo». Si ese criterio tuviese algún asidero, la patria, la libertad, la verdad, la justicia, la belleza, la filosofía, las ciencias, la poesía, la ética, la estética y las artes en general no serían femeninas.
La feminización de términos en el texto legal no sólo quebranta elementales reglas de la lengua castellana sino que, además de obligar a realizar innecesarias y antiestéticas expresiones perifrásticas, puede acarrear peligrosas e impredecibles consecuencias en la interpretación de las leyes cuando se trate de su aplicación a casos particulares29. Además, las concesiones al hembrismo son realmente precarias: en el Preámbulo de la Constitución la mujer está ausente; únicamente están Dios, Bolívar, los antepasados aborígenes y los precursores y forjadores de la patria. ¿No hubo precursoras ni forjadoras? ¿El heroísmo y el sacrificio sólo fue un mérito viril en la historia de la patria? Por otra parte, a lo largo de su articulado reiteradamente se refiere siempre y en primer lugar al término masculino: los diputados y diputadas, gobernadores y gobernadoras, ministros y ministras, trabajadores y trabajadoras, venezolanos y venezolanas, ciudadanos y ciudadanas, ancianos y ancianas, electores y electoras, magistrados y magistradas, etc., y expresiones tales como: «todas las personas tienen derecho al apellido del padre y de la madre», «el padre y la madre tienen derecho a que sus hijos o hijas…», lo cual constituye una prueba irrefutable de la preeminencia de lo masculino sobre lo femenino en el texto constitucional. Podemos afirmar con propiedad que desde el punto de vista lingüístico- constitucional la mujer en Venezuela sigue siendo una segundona. De modo, pues, que el supuesto «machismo lingüístico» que se quería erradicar, quedó más bien fortalecido. Todo ello sin contar algunos artículos en los cuales inconsecuentemente se excluye el femenino, ejemplos: el art. 30: «…El Estado protegerá a las víctimas de los delitos comunes y procurará que los culpables reparen los daños causados». ¿Significa que las culpables no serán obligadas?30
Art. 90: «…Ningún patrono podrá obligar a los trabajadores o trabajadoras a laborar horas extraordinarias…». ¿Significa que una patrona sí puede hacerlo? Artículo 140: «El Estado responderá patrimonialmente por los daños que sufran los particulares…». ¿Significa que no responderá por los daños que sufran las particulares? Este asunto de la feminización de los términos reviste cierta gravedad por el principio jurídico que establece que «donde la ley no distingue el intérprete no debe hacerlo».
La CN-99 parece estar llena de buenas intenciones y centrada en la persona humana, pero compromete en la práctica el ejercicio de los derechos que intenta proteger, pues los efectos de su lenguaje en la praxis judicial son caóticos por dar lugar a ambigüedades impredecibles; máxime cuando nuestro sistema judicial todavía continúa saturado de jueces "legalistas", que conocen leyes pero no la ciencia del Derecho, no las técnicas de interpretación y de integración, justamente por su incompetencia en materia de lógica, lenguaje y filosofía, que son los tres pilares de la ciencia jurídica; y más aún cuando muchos de ellos son nombrados con el exclusivo propósito de interpretar las leyes en consonancia con los intereses políticos del gobierno.
En cuanto a su estructura, la CN-99 posee una frágil organicidad sistemática, y tiende a ser casuística precisamente por lo de la feminización. Proceder casuísticamente implica correr el riesgo de que algunos casos queden por fuera de los previstos. En gran parte del articulado de la Constitución se observan tales faltas. El casuismo es un modelo característico de las etapas prelógicas de la cultura, que la ciencia jurídica ha luchado por erradicar del Derecho. Fue un modelo usado, por ejemplo, en las Leyes Mosaicas: «Si un buey entra a la huerta del vecino y la daña, debe ser sacrificado». ¿Y si lo mismo hace una cabra, —podría uno preguntarse—, un cochino o cualquier otro animal, no lo será?
La «generalidad y abstracción», característica esencial de la ley, es un avance de la ciencia jurídica en su afán por desarrollar un lenguaje "científico" que garantice la justicia y la seguridad jurídica. Por ello las normas jurídicas deben ser lacónicas: claras, breves y concisas, tienen como destinatario a la persona y, salvo casos especialísimos, deben expresarse mediante enunciados universales. Ahora bien, el hecho de que la CN-99 use ese lenguaje desatinado no significa que el mismo tenga fuerza de ley y que deba ser incorporado a las demás leyes, reglamentos, a la doctrina o a nuestro lenguaje habitual. Hacerlo así significa demostrar ignorancia tanto del Derecho como del idioma. Para evitar malentendidos y más atropellos a la justicia es mejor que, con mayor razón en materia jurídica, sigamos usando las normas gramaticales de nuestra lengua castellana, que además es bondadosa en giros, matices y expresiones válidas para ambos géneros.
Notas
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