Cadete del espacio, de Robert A. Heinlein (página 2)
Enviado por Ing+Licdo:Yunior Andrés Castillo S.
-Teníamos que haberle dado una buena lección. Te hará la vida imposible, hasta que le des una paliza. Mi tío Bodie dice que la forma en que tratar a ese tipo de gentuza es darles de puñetazos hasta que se excusan.
-¿Y hacer que me echen de la Patrulla ya antes de haber entrado en ella? Dejé que me consiguiese enfadar, lo cual le da ventaja. Vamos… veamos que más hay por aquí.
Pero antes de que pudieran llegar al siguiente de los cuatro nichos sonó retreta. Matt le dijo buenas noches a Tex en su puerta, y se metió en el cuarto. Burke estaba durmiendo, o lo hacia ver. Matt se despojó de la ropa, subió a su litera, buscó el contacto de la luz, lo descubrió y le ordenó que se apagase.
La presencia, nada amistosa, que notaba bajo él le hacía sentirse inquieto, pero ya estaba casi dormido, cuando recordó que no había vuelto a llamar a su padre. La idea lo despertó. Entonces, se dio cuenta de una vaga molestia que notaba en algún lugar de su interior. ¿Le estaría sucediendo algo?
¿Podría ser nostalgia? ¿A su edad? Cuanto más pensaba en ello más probable le parecía, por mucho que le molestase el admitirlo. Y aún estaba pensando en ello cuando se quedó dormido.
III
A la siguiente mañana Burke ignoró el enfrentamiento que había tenido: no hizo ni mención (leí mismo. Incluso se mostró moderadamente cooperador en el acto de compartir el lavado. Pero a Matt le alegró el oír la llamada a desayuno.
La mesa 147 no estaba donde debiera hallarse. Asombrado, Matt recorrió la línea hasta hallar una mesa señalada: «147-149» con el cadete Sabbatello al mando. Halló un lugar y se sentó, encontrándose al lado de Pierre Armand.
-¡Vaya, Pete! – le saludó -. ¿Qué tal van las cosas?
– Me alegra verte, Matt. Supongo que van bastante bien – su tono parecía dubitativo.
Matt le miró. Pete parecía… «como si lo hubiesen arrastrado a través del tubo de un lavabo», ésa fue la imagen que se le ocurrió a Matt. Estaba a punto de preguntar qué era lo que le sucedía cuando el cadete Sabbatello dio unos golpecitos en la mesa.
– Aparentemente – dijo el cadete -, algunos de ustedes, caballeros, han olvidado mi consejo de anoche de que comiesen poco esta mañana. Hoy están a punto de ir a pasar los «baches»… y es bien sabido que las «marmotas» pierden allí sus desayunos, al tiempo que su dignidad.
Matt pareció asombrado. Había pensado pedir su habitual desayuno abundante, pero se decidió por unas tostadas y té. Se fijó en que Pete había ignorado el consejo del cadete y estaba devorando un filete, patatas y huevos fritos… Fuera lo que fuese lo que le estuviera sucediendo, decidió Matt, no había afectado su apetito.
El cadete Sabbatello también se había fijado en ello. Se inclinó hacia Pete:
– Esto… caballero…
– Armand, señor – le contestó Pete, entre bocados.
– Señor Armand, o bien tiene usted el aparato digestivo de un gusano de las arenas de Marte, o bien se ha creído que estaba bromeando. ¿Es que cree que no se va a marear?
– No me voy a marear, señor.
-¿No?
– Mire, señor, yo he nacido en Ganímedes.
-¡Oh, le ruego me perdone! Tómese otro filete. ¿Qué tal lo está soportando?
– Bastante bien en conjunto, señor.
– No le dé ninguna vergüenza el pedir dispensa de lo que no pueda soportar. Ya verá que, por aquí, todo el mundo comprende su situación.
– Muchas gracias, señor.
– Lo digo en serio. No se haga el duro. No tiene sentido el hacerlo.
Después del desayuno, Matt caminó al lado de Armand.
– Oye, Pete, ahora veo por qué Oscar te llevaba la bolsa ayer. Perdona el que sea tan estúpido.
Pete pareció algo avergonzado.
– No hay motivo. Oscar se ha estado ocupando de mí… Me lo encontré en el viaje de bajada de la Estación Tierra.
Matt asintió con la cabeza.
– Ya veo – no tenía demasiado conocimiento de los horarios de los viajes espaciales, pero se daba cuenta de que Oscar, que venía de Venus, y Pete, que venía de una de las lunas de Júpiter, habrían tenido que cambiar de nave en el satélite artificial de la Tierra denominado Estación Tierra, antes de tomar el cohete transbordador, de bajaba. Esto explicaba el que los dos muchachos se conociesen, a pesar de provenir de dos lugares cósmicos diferentes.
-¿Cómo te sientes? prosiguió.
Pete dudó.
– De hecho, me siento como si estuviera metido en arenas movedizas hasta el cuello. Cada movimiento me cuesta un esfuerzo.
-¡Anda, lo debes estar pasando mal! ¿Cuál es la gravedad de Ganímedes? Aproximadamente un tercio de g, ¿no?
– El treinta y dos por ciento. Desde mi punto de vista, todo pesa aquí tres veces más de lo que debería, incluyéndome a mi.
Matt asintió con la cabeza.
– Como si otros dos tipos estuvieran cabalgando encima tuyo. Uno en la espalda y otro en los hombros.
– Aproximadamente así es. Lo peor de todo, es que me están doliendo siempre los pies. Pero lo superaré…
-¡Ya lo creo que sí!
-…dado que desciendo de terrestres y, potencialmente, soy tan fuerte como lo era mi abuelo. Allá en casa he estado trabajando en la centrífuga durante los dos últimos años-terrestres. Soy mucho más fuerte de lo que era antes. Mira, ahí está Oscar.
Matt saludó a Oscar, y luego se apresuró a ir a su habitación, a telefonear a su padre en privado.
Un helicóptero de transporte llevó a Matt y a otros cincuenta candidatos al lugar en el que se realizaba la prueba de aceleración variable o, en el argot de los cadetes, los «baches». Estaban al Oeste de la Base, en las montañas, con el fin de poder disponer de un precipicio vertical en el que efectuar la caída libre. Aterrizaron en una plataforma de descarga al borde del precipicio y se unieron a un grupo de otros candidatos. Era una fresca mañana de Colorado. Se hallaban cerca de los límites del bosque y altos árboles, movidos por el viento, rodeaban el claro.
De un edificio situado más allá de la plataforma, dos estructuras de acero descendían verticalmente por la pared del precipicio de seiscientos metros de profundidad. Parecían unos andamiajes abiertos para ascensores, y en realidad una de ellas lo era. La otra era una guía para el vehículo de pruebas, durante su caída por el precipicio.
Matt se acercó a la barandilla y se inclinó por encima de ésta. El extremo final de las estructuras desaparecía, a una vertiginosa distancia por debajo, en el techo de un edificio colocado en el inclinado suelo del cañón. Estaba diciéndose a sí mismo que esperaba que el ingeniero que había diseñado aquella cosa supiese 10 que se estaba haciendo, cuando notó como le hurgaban las costillas. Era Tex.
-¡Vaya unas montañas rusas, ¿eh, Matt?!
– Hola, Tex. Desde luego, me parece que te has quedado bastante corto en la descripción.
El candidato que había a la izquierda de Matt habló:
-¿Queréis decir que tenemos que bajar por ahí?
– Ni más ni menos – le contestó Tex -. Luego, recogen tus pedazos en un cesto y lo suben por el otro.
-¿Y a qué velocidad va?
– Lo verás en un mom.. ¡Hey, ahí va!
Una cabina, plateada y sin ventanas apareció en el interior de uno de los andamiajes de guía, en la parte superior del mismo. Se quedó quieta por un segundo y luego cayó. Cayó, cayó y cayó, ganando velocidad, hasta desaparecer con lo que parecía una velocidad increíble, que en realidad eran unos cuatrocientos kilómetros por hora, en el edificio de abajo. Matt se aferró, esperando oír un choque. No se oyó ninguno, por lo que soltó el aliento.
Segundos más tarde, el vehículo reapareció al pie del otro andamiaje. Parecía arrastrarse, aunque en realidad estaba acelerando con rapidez durante la primera mitad de su ascenso. Desapareció de su vista en el edificio que había en la parte superior del precipicio.
-¡Escuadra Nueve! – gritó un altavoz, tras ellos.
Tex lanzó un suspiro.
– Ahí voy, Matt – dijo -. Dile a mi madre que mis pensamientos fueron para ella. Y puedes quedarte con mi colección de sellos.
Le estrechó la mano, y se marchó.
El candidato que había hablado antes tragó saliva. Matt pudo ver que estaba muy pálido. De repente, partió en la misma dirección, pero no se alineó con la escuadra; en cambio, fue hacia el cadete que estaba reuniéndola y le habló, brevemente pero con aire de urgencia. El cadete se alzó de hombros y le hizo un gesto para que se apartase del grupo.
Matt notó una cierta simpatía hacia él, en lugar de desprecio.
A continuación llamaron a su grupo de prueba. El y sus compañeros fueron llevados al edificio superior, en donde un cadete les explicó la prueba:
– Esta prueba examina su tolerancia a las grandes aceleraciones, a la caída libre o estado sin peso, y a los cambios violentos en la aceleración. Se empieza con una fuerza centrífuga de tres gravedades. Luego se les quita todo peso cuando el vehículo cae por el precipicio. Y en el fondo el vehículo entra en una conducción en espiral que reduce su velocidad en una deceleración de tres gravedades. Cuando el vehículo se detiene, entra en la torre de ascenso y hacen ustedes la subida a dos gravedades, que disminuyen hasta una gravedad, y al fin se pasa por un momento de ausencia de peso, cuando el vehículo llega a la parte superior. Después, se repite el ciclo, a mayores aceleraciones, hasta que todos ustedes hayan reaccionado. ¿Alguna pregunta?
-¿Cuánto dura la caída libre, señor? – preguntó Matt.
– Unos once segundos. Nos gustaría aumentarla, pero para doblarla necesitaríamos un precipicio cuatro veces más alto. No obstante, ya verán como esta les parece lo bastante larga – sonrió hoscamente.
Una voz tímida le preguntó:
– Señor, ¿qué quiere decir usted con eso de «reaccionar»?
– Cualquiera de diversas cosas… como una hemorragia o pérdida del conocimiento.
-¿Es peligroso?
El cadete se alzó de hombros.
-¿Y qué hay que no lo sea? Jamás ha habido ningún fallo mecánico. Su pulso, respiración, presión sanguínea y otros datos serán enviados por telemetría a la sala de control. Trataremos de no dejarles morir en esta prueba.
Al fin, los llevó fuera de la sala, bajando por un pasadizo, y atravesando una puerta que daba al vehículo de prueba. Tenía asientos pendulantes, no muy distintos a los de cualquier vehículo de altas velocidades, pero semirreclinables y muy acolchados. Se ataron y los técnicos médicos conectaron los cables que enviarían sus respuestas por telemetría. El cadete lo inspeccionó todo ,salió y regresó con un oficial, que repitió la inspección. Entonces, el cadete distribuyó «equipos de mareo»: bolsas de ropa de doble pared que debían ser atadas y unidas con cinta adhesiva a la boca, para que pudieran vomitar sin inundar a sus compañeros. Hecho esto, preguntó:
-¿Están todos ustedes dispuestos? – al no recibir respuesta, salió y cerró la puerta.
Matt deseó haberlo detenido, antes de que fuese demasiado tarde.
Por un largo momento no sucedió nada. Luego, el vehículo pareció inclinarse. En realidad, los asientos se inclinaron mientras el vehículo comenzaba a moverse y ganaba velocidad.
Los asientos volvieron a la posición de descanso, pero Matt se notó cada vez más pesado y por ello supo que estaban siendo centrifugados. Fue siendo apretado contra el acolchado, con los brazos como si fueran de plomo y' las piernas demasiado pesadas para poderlas mover.
La sensación de peso extra lo abandonó, notó de nuevo su peso normal y, de repente, también esto le fue arrebatado. Se sintió retenido por las correas de seguridad.
Su estómago pareció caer fuera de su cuerpo. Tragó saliva tan rápido como pudo y su desayuno permaneció abajo. Alguien gritó: « ¡Nos estamos cayendo»!, y a Matt le pareció la afirmación más innecesaria que jamás hubiese escuchado.
Apretó las mandíbulas y se agarró para soportar el bache. No llegó… y, sin embargo, su estómago pareció seguir tratando de escapar a su cuerpo. ¿Once segundos? ¡Vaya, si debía haber estado cayendo ya durante mucho más de once segundos! ¿Qué es lo que había salido mal?
Y seguían cayendo, sin cesar.
Y caían.
Entonces, se sintió empujado de nuevo contra el acolchado. La presión aumentó poco a poco hasta que volvió a notarse tan pesado como antes de la caída. Su estómago maltratado trató de hacer una arcada, pero la presión era demasiado para él.
La presión disminuyó al llegar a un peso normal. Poco después, el vehículo pareció rebotar y, por un momento, volvió a no tener peso, mientras sus vísceras buscaban frenéticamente algún lugar al que anclarse. La sensación de ausencia de peso duró tan sólo un instante; luego, se desplomó sobre los cojines.
La puerta fue abierta de un empellón; el cadete entró, seguido por dos técnicos médicos. Alguien aulló:
– ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! – el cadete no prestó atención a aquello, sino que fue al asiento que había frente al de Matt. Desató al ocupante y los dos asistentes médicos se lo llevaron. Su cabeza se movía sin control, mientras lo hacían. Entonces, el cadete fue al candidato que estaba armando todo aquel estrépito, lo desató y se echó hacia atrás. El chico se puso en pie, se tambaleó, y salió arrastrando los pies.
-¿Alguien necesita un equipo de mareo nuevo? – hubieron respuestas ahogadas. Trabajando con rapidez, el cadete ayudó a quienes lo necesitaban. Matt se sintió débilmente triunfante por el que su propio equipo estuviese aun limpio.
– Dispónganse a soportar cinco gravedades ordenó el cadete. Les hizo contestar a sus nombres, uno tras otro. Mientras lo hacía, otro chico comenzó a dar tirones a sus ataduras. Sin dejar de pasar lista, el cadete le ayudó a soltarse y le dejó salir. Siguió al chico por la puerta, y Va cerró.
Matt se sintió presa de una tensión insoportable. Casi se notó reconfortado cuando la presión se apoderó de él… pero sólo por un momento, pues descubrió que cinco gravedades eran mucho peor que tres. Su pecho parecía paralizado, y luchó por conseguir aire.
La gigantesca presión se alzó: de nuevo estaban sobre el borde, cayendo. Su maltratado estómago se vengó de inmediato, y lamentó el haber comido nada de desayuno.
Aún seguían cayendo. Las luces se apagaron… y alguien gritó. Cayendo, y aún vomitando, Matt estuvo seguro cíe que la oscuridad significaba que había ocurrido algún tipo de accidente; esta vez se iban a estrellar… pero no parecía importarle.
Ya estaba muy dentro del oscuro remolino de fuerza que señalaba la deceleración en el fondo, cuando se dio cuenta de que había pasado por aquello sin morir. La idea no le produjo ninguna emoción en particular pues estaba totalmente absorto en el lograr respirar a cinco gravedades. El viaje precipicio arriba, al doble de peso, que disminuía hasta el peso normal, casi le pareció unas vacaciones… si exceptuamos el que su estómago protestó cuando se detuvieron con una sacudida.
Las luces se encendieron y el cadete volvió a entrar en el vehículo. Su mirada cayó sobre el chico que había a la derecha de Matt. Este sangraba por la nariz y los oídos. El candidato le hizo un débil gesto de que se alejase.
– Puedo soportarlo – protestó. Sigan con la prueba.
– Quizá sí pueda – le contestó el cadete -, pero usted ya ha acabado por hoy – luego añadió -: No le sepa mal. No significa necesariamente un punto negativo.
Inspeccionó a los otros, y luego llamó al oficial. Los dos tuvieron una consulta en susurros sobre uno de los chicos, que luego fue medio arrastrado, medio acompañado, al exterior del aparato de prueba.
-¿Equipos nuevos? – preguntó el cadete.
– Aquí – contestó débilmente Matt. El cambio fue hecho mientras Matt se juraba a sí mismo jamás volver a comer una tostada.
– Siete gravedades – anunció el cadete -. Contesten, o salgan fuera.
Pasó de nuevo lista. Matt estaba dispuesto a abandonar, pero se oyó a sí mismo contestar «Dispuesto» y el cadete se había ido antes de que pudiera decidirse a otra cosa. Ahora, ya sólo quedaban seis.
Le pareció que las luces se estaban apagando de nuevo, de modo gradual, mientras el peso de su cuerpo aumentaba hasta casi cuatrocientos cincuenta kilos. Pero las luces «se encendieron» de nuevo cuando el vehículo cayó por el precipicio y entonces se dio cuenta de que había perdido la visión a consecuencia de Ja aceleración.
Había pensado en contar los segundos de su caída, para escapar a la sensación de un tiempo indefinido, pero estaba demasiado atontado. Incluso la molestia en su estómago parecía algo remoto. Caía… caía…
De nuevo el gigante le apretó el pecho, le sacó la sangre del cerebro y apagó la luz en sus ojos. La parte en él que era Matt se escapó por completo…
-¿Cómo se siente? – abrió los ojos, vio una imagen doble y se dio cuenta, débilmente, de que el cadete estaba inclinado sobre él. Trató de contestarle. El cadete desapareció de su vista y notó como alguien lo aferraba: estaba siendo alzado y transportado.
Alguien le secó el rostro con una toalla húmeda y fresca. Se sentó, y se encontró frente a una enfermera.
– Ahora ya está usted bien – le dijo ésta alegremente -. Aguántese esto hasta que la nariz le deje de sangrar – le entregó una toalla -. ¿ Quiere levantarse?
– Sí, creo que sí.
– Tome mi brazo. Saldremos al aire libre.
En la plataforma de carga, Matt se sentó al sol, tanteándose la nariz y recuperando las fuerzas. Podía oír los sonidos de la excitación en la barandilla, que estaba tras él, cada vez que caía el vehículo. Siguió allí sentado, empapándose de sol y preguntándose si, en realidad, deseaba o no ser un hombre del espacio.
– Hola, Matt – era Tex, estaba pálido y no muy seguro de sí mismo. Tenía una mancha de sangre en la palma de la mano.
– Tex, veo que lo has pasado mal.
– Ajá.
-¿Cuántas g?
– Siete.
– Yo también. ¿Qué te parece?
– Bueno… – Tex parecía que no sabía qué decir -.Me gustaría que mi tío Bodie lo pudiera intentar. No hablaría tanto de cuando capturó el oso pardo.
Durante la comida muchos asientos estaban libres. Matt pensó en los que se habían ido. ¿Les molestaría haber sido echados, o les aliviaría?
Tenía hambre pero comió poco, porque sabía lo que le esperaba durante la tarde. Instrucción a bordo de un cohete. Había estado esperando a esta parte del programa con ansiedad. ¡Vuelos espaciales! Solamente era un salto de prueba, pero al fin y al cabo era lo más importante. Siempre se había dicho que, aunque fallara, valía la pena hacer este primer vuelo.
Ahora no estaba tan seguro; los «baches» habían cambiado su punto de vista. Ahora sentía un nuevo respeto, desagradable, por la aceleración y ya no consideraba al mareo como algo divertido, sino que se preguntaba si se acostumbraría algún día a la caída libre. Sabía que algunos nunca lo conseguían.
Su grupo de prueba estaba esperando en el campo de Santa Bárbara a las dos y media. Tenía más de una hora para matar sin otra cosa que hacer más que impacientarse. Por fin vino el momento de bajar al subterráneo, juntarse a los otros, y coger la acera rodante hacia el campo.
El cadete que estaba a cargo del grupo les condujo hasta una trinchera de cemento de un metro y veinte aproximadamente de profundidad. La luz del sol hizo parpadear a Matt. Ya no se sentía deprimido; estaba ansioso por empezar. A ambos lados, aproximadamente a noventa metros, se encontraban los cohetes de instrucción, alineados como gigantescas velas de pastel de cumpleaños, aguantándose sobre sus aletas y apuntando con sus aguzados hocicos al cielo.
– Si algo pasara – dijo el cadete -, échese al suelo de la trinchera. Aunque les aconsejo que no se preocupen por esto… tengo la obligación de hacerles esta advertencia. El viaje dura nueve minutos, y durante el primer minuto y medio funciona el motor. Sentirán tres gravedades, pero la aceleración es solamente de dos gravedades, porque todavía estarán cerca de la Tierra. Noventa segundos más tarde viajarán a poco más de un kilómetro y medio por segundo y continuarán subiendo otros tres minutos durante ciento sesenta kilómetros, hacia la altitud de doscientos cuarenta kilómetros. Bajarán hacia la Tierra durante otros tres minutos, terminarán el descenso y aterrizarán al cabo de nueve minutos. Un aterrizaje sin alas sobre un planeta con una gravedad tan grande como la de la Tierra es bastante arriesgado. El aterrizaje será automático y controlado por radar, pero llevarán un piloto humano que se cerciorará de que la llegada esté conforme con el plan de vuelo. Podrá tomar los mandos si es necesario. ¿Alguna pregunta?
Alguien preguntó:
– Estas naves, ¿tienen motor atómico?
El cadete resopló.
– ¿Estos jeeps? Como pueden ver por el diseño, tienen motor químico. Hidrógeno monoatómico. Se parecen mucho a los primeros grandes cohetes que fueron construidos, pero tienen control del empuje, de modo que el piloto y los pasajeros no quedarán hechos papilla a medida que desciende la relación de masa.
Una bengala verde fue disparada desde la Torre de Control.
– Estén atentos al segundo cohete, empezando por el final, al Norte – dijo el cadete.
Hubo una llama naranja brillante como el sol, en la base de la nave.
-¡Allá va!
La nave subió majestuosamente, y se balanceó durante un momento, sin moverse, como un helicóptero suspendido en el aire. El ruido llegó hasta Matt, parecía apretar su pecho. Era el rugido de un imposible y enorme soplete. Un heliógrafo en la Torre parpadeó y la nave subió, más y más, más alto y más de prisa, su velocidad aumentando con tanta suavidad que era muy difícil darse cuenta de cuál era su rapidez… si bien se notó que el rugido había desaparecido. Matt se encontró mirando fijamente hacia el cenit, a una estrella artificial y que se empequeñecía, que brillaba casi como el mismo Sol.
Desapareció. Matt cerró la boca y empezó a mirar hacia otra dirección cuando la estela de hielo dejada por el cohete en su camino hacia la atmósfera exterior llamó su atención. Blanca, y extraña, se retorcía como una serpiente que tuviera la columna rota. Bajo la fuerza motriz del viento, que soplaba a cientos de kilómetros por hora a esta altitud, la estela se torció visiblemente mientras la contemplaba.
-¡Eso es todo! gritó el cadete -. No podemos esperar el aterrizaje.
Bajaron al subterráneo por un pasillo, y entraron en un ascensor. Subió desde el interior suelo, y salió hacia el aire mediante un pistón hidráulico. Subía cerca del lado de una nave; Matt se sorprendió al ver lo grande que se veía ésta desde cerca.
El ascensor se paró, se abrió la puerta y un puente levadizo bajó hacia la portezuela abierta al lado de la nueva. Lo pasaron en grupo; el cadete levantó el puente y descendió nuevamente.
Estaban en una sala cónica. Encima de ellos, el piloto estaba tendido en su litera contra la aceleración. A su lado se encontraban las de los pasajeros, con los pies hacia el interior y la cabeza hacia el exterior de la nave.
-¡Suban a sus puestos! – chilló el piloto–. Abróchense las correas.
Los diez chicos se empujaron para alcanzar las sillas. Uno dudó.
-¡Eh, señor! – llamó.
-¿Sí? Ve a tu puesto.
– He cambiado de idea. No voy.
El piloto habló de una manera no muy apropiada en un miembro de la Patrulla y se volvió hacia el tablero de control.
-¡Torre! Sacar pasajero del número diecinueve escuchó y dijo -: Es demasiado tarde para cambiar de plan de vuelo. Mándeme lastre.
Le chilló al chico que esperaba:
-¿Cuánto pesa?
-¿Eh? Cincuenta y tres kilos, señor.
-¡Cincuenta y tres kilos, rápido! – Dio la vuelta hacia el chaval -: Mejor será que te marches rápido de esta base, porque si tengo que anular mi despegue te retorceré el pescuezo.
En este momento el ascensor llegó a su nivel y tres cadetes salieron del mismo. Dos transportaban sacos de arena, y el otro cinco pesas de plomo. Ataron los sacos de arena sobre el lecho vacío y colocaron las pesas a su lado.
– Cincuenta y tres kilos de lastre – anunció uno de los cadetes.
– Márchense – dijo el piloto abruptamente, y se volvió hacia los mandos.
– No te irrites, Harry – le aconsejó el cadete a quien se había dirigido. Matt se quedó sorprendido, pensando entonces que cl piloto debía ser también un cadete. Los tres se marcharon con el chico; la compuerta se cerró con un chirrido.
-¡Prepárense a subir! – advirtió el piloto, y controló los pasajeros con la mirada -. Pasajeros asegurados en cl diecinueve – informó a la torre -. ¿Estoy libre de ese maldito ascensor?
Hubo silencio, mientras los segundos pasaban poco a poco.
La nave vibró. La cabeza de Matt palpitó al oír un hondo rugido casi ensordecedor. Por un momento le pareció que pesaba muy poco, una vez pasada esta sensación, fue empujado fuertemente contra los cojines. Matt se sentía feliz al comprobar que, así tendido, tres gravedades no eran desagradables. El minuto y medio a motor se alargó. No se oía nada más que el ahogado reactor, ni se veía nada más que el cielo a través de la ventanilla que estaba encima del piloto.
Pero el cielo se oscureció. Ya era morado, mientras lo miraba se puso negro. Fascinado, vio aparecer las estrellas.
-¡Prepárense para la caída libre! – gritó el piloto, utilizando un altavoz -. Encontrarán bolsas para el mareo debajo de cada cojín. Si lo necesitan, utilícenlas. No quiero tener que limpiar las ventanillas.
Matt buscó a tientas debajo de su cabeza, encontró la bolsa. El sonido del cohete se disipó y con él el empuje que les había mantenido aplastados. El piloto salió de su lecho y flotó frente a ellos.
– Ahora mirad, chicos, tenemos seis minutos. Os podéis desabrochar de dos en dos y venir hasta aquí para ver. Pero escuchad bien: Agarraos fuerte. Cualquiera que empiece a flotar libremente tendrá un tanto negativo – apuntó a un chico -. Usted, y el chaval de su lado.
El chaval del lado era Matt. Su estómago se quejaba y se sentía tan miserable que apenas quería aquel privilegio, pero su cara permanecía impasible; apretó su mandíbula, tragó la saliva que llenaba su boca, y se desabrochó.
Libre, se agarró a una manija, flotando libremente e intentó recobrar sus fuerzas. Era curioso no tener arriba y abajo. Todo flotaba y tenía dificultades para enfocar sus ojos.
-¡Rápido! – oyó decir al piloto, o perderá su turno.
– Vengo, señor.
– Agárrese… voy a virar la nave.
El piloto desconectó el giroscopio y puso los mandos de precisión. La nave dio la vuelta sobre su eje. Mientras Matt hacía su camino hacia el control, moviéndose como un mono cauteloso y viejo, el cohete se había puesto de proa hacia la Tierra.
Matt clavó sus ojos en la superficie, que estaba a unos ciento sesenta kilómetros por debajo y que continuaba alejándose. Los verdes y los marrones parecían oscuros, contrastando con el blanco vivo de las nubes. Lejos, a izquierda y a derecha, podía ver el cielo color de tinta, tachonado de estrellas.
– Aquí está la Base, justo debajo explicaba el piloto -. Estén alerta y quizá podrán ver Hayworth Hall, por su sombra.
A Matt no le parecía exactamente «debajo». Le parecía «fuera» o en ninguna dirección en concreto. Era inquietante.
– Allá, ¿ven? Es el cráter donde antes estaba Denver. Ahora miren al Sur: esta huella marrón es Texas, pueden ver el Golfo más allá.
– Señor – preguntó Matt -: ¿Se puede ver Des Moines desde aquí?
– Resulta difícil localizarlo. Allá, en esta dirección mira por el Río Kaw hasta que llega al Missouri, y después sigue hacia arriba. Esta mancha oscura, esto es Omaha y Council Bluffs. Des Moines está entre allí y el horizonte.
Matt forzó la vista, intentando localizar su hogar. No podía asegurarlo pero lo que era seguro es que veía la forma de la Tierra con un horizonte encorvado; veía la Tierra redonda.
– Esto es todo – ordenó el piloto -. Vuelvan a su puesto. ¡Pareja siguiente!
Estaba contento de poder atar el cinturón a su cintura. Los últimos cuatro minutos le duraron siglos; se resignó al hecho de que nunca vencería el mareo del espacio. Al final el piloto mandó la última pareja a su sitio, hizo girar la nave hasta que el cohete apunto hacia la Tierra, y gritó:
-¡Prepárense para el empuje! ¡Vamos a bajar sobre la cola!
El bendito peso le oprimió de nuevo y su estómago ya no le molestó. Los noventa segundos de desaceleración le parecieron más largos; le molestó saber que la Tierra se precipitaba hacia ellos y que no podía verla. Pero, finalmente, hubo un pequeño golpe y su peso volvió de repente al normal.
– Aterrizamos – anunció el piloto -, y llegamos enteros. Pueden desabrocharse, amigos.
En este momento, llegó un camión, hizo girar una escalera telescópica hacia la puerta, y bajaron. En el camino de vuelta pasaron un tractor pesado, que avanzaba con lentitud para ir a recuperar el cohete. Alguien sacó la cabeza del interior del mismo.
¡Hola, Harry! ¿Por qué no aterrizaste en Kansas?
El piloto hizo una seña a su interlocutor.
-¡Da gracias a que no lo hice!
Matt estaba libre hasta la hora de la comida y decidió volver a la trinchera de observación, quería ver el aterrizaje de una nave sobre su cohete. Había visto aterrizajes con alas de los cohetes comerciales de la estratosfera, pero nunca un aterrizaje con el chorro del cohete.
Matt acababa de encontrar un sitio libre en la trinchera cuando oyó una exclamación. Una nave llegaba. Era una bola de llamas, que crecía en el cielo, y después un pilar de llamas, moviéndose rápidamente frente a él. El soplo de fuego barrió el suelo, la nave se balanceó como un bailarín de ballet, y el fuego se apagó. La nave había aterrizado.
Dio la vuelta hacia un candidato que estaba a su lado.
-¿Cuándo vendrá el próximo?
– Han venido casi cada cinco minutos. Quédate por aquí y verás alguno.
En el mismo momento, una bengala verde salió de la torre de control. Miró alrededor, intentando localizar la nave a punto de despegar, cuando otra exclamación le hizo dar la vuelta. Otra vez había en el cielo una bola de fuego que se agrandaba.
Increíblemente, se apagó.
Se quedó estupefacto, escuchó un grito: «¡Al suelo¡ ¡Al suelo, todo el mundo! ¡Boca abajo!» Y, antes salir de su estupor, alguien le agarró y le tiró al suelo.
Un violento golpe seguido por el rugido de una explosión le hizo tambalear. Algo le cortó la respiración.
Se sentó y miró alrededor. Un cadete a su lado miraba con cuidado por encima del parapeto.
– Allah, el Misericordioso – le oyó decir en voz baja.
-¿Qué pasó?
– Se estrellaron. Muertos todos, muertos – el cadete parecía verle por primera vez -. Vuelva a su cuarto – dijo vivamente.
– Pero, ¿cómo ocurrió?
– No importa, no hay tiempo para espectáculos – el cadete recorrió la trinchera, dispersando a los espectadores.
IV
Primera revista de tropas
El cuarto de Matt estaba vacío, lo que le aliviaba. No quería ver a Burke, ni a nadie. Se sentó y pensó.
Once personas, así de simple. Todos alegres y contentos y después ¡crump!, no quedaban ni las cenizas. De repente, él mismo se sintió de nuevo allá arriba, en el cielo. Temblando. Apartó este pensamiento.
Al cabo de una hora había decidido que la Patrulla no era para él. Se le había ocurrido aquella loca idea cuando tenía sus brillantes ilusiones de niño:
El capitán Yenks de la Patrulle del Espacio, El joven piloto de cohetes, y todo aquello. Bien, esos libros estaban bien para los niños, pero él no tenía madera de héroe, tenía que admitirlo.
De todas maneras, su estómago nunca se acostumbraría a la caída libre. Sólo de pensarlo, se sentía más tenso.
Cuando Burke volvió se había calmado y, sin estar feliz, por lo menos no se sentía desgraciado, porque tenía el espíritu tranquilo.
Burke entró silbando. Se detuvo al ver a Matt.
– Bueno, pequeño, ¿todavía aquí? Pensaba que los «baches» te mandarían a casa.
– No.
– ¿No te mareaste?
– Sí – Matt esperó e intentó controlar su irritación -. Y tú, ¿no?
Burker río entre dientes.
– Nada de eso. Yo no soy una mascota, niño.
– Llámame Matt.
– De acuerdo, Matthew. Yo ya iba por el espacio antes de poder andar. Mi viejo construye naves, ¿sabes?
– No lo sabía.
-¡Oh, sí! Compañía de Reactores. Es el Presidente del Consejo. Di, ¿has visto los fuegos artificiales allá en el campo?
-¿Hablas de la nave que se estrelló?
-¿De qué si no? Un buen espectáculo, ¿verdad? Matt se daba cuenta de que la sangre le empezaba a hervir.
-¿Qué quieres decir? – preguntó con calma -. ¿Es que contemplas la muerte de once seres humanos como un buen espectáculo?
Burker le miró con asombro. Y se rió.
– Lo siento, viejo, discúlpame. No se me ocurrió ¡a idea de que no lo sabías.
-¿No sabía qué?
– Pero no podías suponerlo, naturalmente. Cálmate, hijo, no murió nadie. Te engañaron.
-¿Qué? ¿De qué hablas?
Burke se sentó y se rió hasta llorar. Matt le agarró por los hombros.
– Basta, y habla.
El otro candidato se contuvo y levantó la cabeza.
– De verdad. Me gustas bastante, Dodson… ¡eres tan pueblerino! ¿Qué opinas de Papá Noel y de la cigüeña?
-¡Habla!
-¿No has entendido lo que te han estado haciendo desde que te has presentado?
-¿Qué me han estado haciendo?
– Una guerra de nervios, hombre. ¿No has visto que varias de las pruebas eran demasiado fáciles… quiero decir que era demasiado fácil el hacer trampa? Cuando fuiste a los «baches», ¿no notaste que te dejaron mirar bien cómo era la caída, antes de que la pasaras? ¿No hubieran podido hacerte esperar dentro, donde no te hubieras inquietado?
Matt lo pensó. Era una idea seductora.. – descubrió que algunas cosas que no había entendido se explicaban de esta manera.
– Sigue.
– Oh, es un buen truco: elimina a los débiles y también a los estúpidos, los chicos tan bobos que no pueden resistir una invitación a hacer trampas, sin preguntarse si todo pudiera estar preparado. Da buen resultado: un miembro de la Patrulla tiene que ser inteligente, rápido y equilibrado. Esto permite ahorrar dinero en chicos de segunda categoría.
– Acabas de llamarme bobo, y sin embargo pasé.
– Indudablemente, niño, pero es porque tu corazón es puro – rió otra vez -. También yo pasé. Pero nunca serás un miembro de la Patrulla, Matt. Tienen otros medios para echar a los buenos chicos bobos. Ya lo verás.
– Muy bien, así es que soy un bobo. Pero no me llames más niño. ¿Qué tiene que ver esto con la nave que se estrelló?
– Bien, es simple. Quieren eliminar a todos los inútiles, antes de hacernos prestar juramento. Hay candidatos con estómagos duros a quienes no afectan ni los «baches», ni nada. Por esto mandan una nave dirigida automáticamente, sin piloto, ni pasajeros… y la hacen estrellarse, solamente para espantar los que pueden espantarse. Es un maldito espectáculo, más barato que entrenar a un solo cadete que al final pueda no resultar.
-¿Cómo lo sabes? ¿ Tienes información personal de esto?
– En cierto modo, sí. Es de pura lógica: estas naves no pueden estrellarse, excepto si lo haces a propósito. Lo sé… mi viejo las construye.
– Bueno, tal vez tengas razón – Matt dejó el tema, no estaba convencido, pero le faltaban bases para Otros argumentos. Por lo menos se convencía de una cosa: con mareo del espacio o sin él, pasara lo que pasase, decidió quedarse mientras Girard Burke lo hiciera, ¡por lo menos veinticuatro horas más!
Su mesa durante la cena llevaba los números:
«147, 149, 151 y 153.» Había bastante Sitio para los que habían sobrevivido.
El Cadete Sabbatello les miró alegremente.
– Felicidades, caballeros, por haber sobrevivido. Puesto que prestaran Juramente esta noche, la próxima vez que nos encontremos lo haremos en condiciones diferentes – sonrió abiertamente -. De modo que relájense y disfruten de su última comida en libertad.
A pesar de apenas haber desayunado y de una comida poco abundante, Matt se dio cuenta de que era incapaz de comer mucho. La interpretación de las pruebas hecha por Girard Burke, y lo que ésta significaba le molestaba. Todavía quería prestar juramento, pero tenía la angustiosa sensación de que estaba a punto de hacerlo sin saber lo que significaba, sin saber lo que realmente era la Patrulla.
Al acabar la comida, en un impulso, siguió al cadete que presidía la mesa, hasta fuera.
– Perdóneme, señor Sabbatello, ¿puedo hablar con usted, en privado, señor?
-¿Eh? Creo que sí, venga – condujo a Matt a su propio cuarto; era exactamente como el de Matt -. Ahora, ¿qué pasa?
– Hum, señor Sabbatello, este accidente de hoy: ¿hubo algún herido?
-¿Herido? Se mataron once personas. ¿No le parece bastante?
-¿Está seguro? ¿No podría ser que fuera una nave radiodirigida y que no hubiera nadie dentro?
– Es posible, pero no fue así. Ojalá que hubiera sido así, el piloto era uno de mis amigos.
– Oh, lo siento. Pero tengo que saber la verdad. Mire, es muy importante para mí.
-¿Por qué?
Matt dio la versión de Burke de lo que había ocurrido sin mencionar el nombre de éste. Mientras hablaba, Sabbatello manifestó más y más disgusto.
– Ya veo – dijo, cuando Matt terminó -. Es verdad que algunas de las pruebas son más psicológicas que nada. Pero esto del accidente, ¿quién le hizo creer esta tontería?
Matt no dijo nada.
– No importa. Puede proteger al que le informó, no cambiará nada a la larga. Pero, a propósito del accidente, le daría mi palabra… en realidad se la doy, pero si acepta la hipótesis de su amigo, no tendrá en cuenta mi palabra – pensó durante un momento -. ¿Es usted católico?
– No, señor – Matt estaba asombrado.
– No importa. ¿Sabe quién es Santa Bárbara?
– No exactamente, señor. Mis estudios…
– Sí, sus estudios. Fue una mártir del siglo tercero. El caso es que es la Santa Patrona de todos los que tratan con explosivos, y entre ellos los tripulantes de los cohetes.
Hizo una pausa.
Si va a la capilla, verá que se celebra una misa en la cual se pedirá a Santa Bárbara que interceda por las almas de los hombres que se perdieron esta tarde. Espero que crea que un cura no prestaría sus oficios para un embuste como el que su amigo sugiere.
Matt asintió gravemente.
– Entiendo su punto de vista, señor. No tengo que ir a la capilla. Ya sé lo que quería saber.
– Muy bien. Será mejor que corra, y que se prepare. Resultaría vergonzoso que llegara tarde a su propio juramento.
La primera Revista de Tropas estaba prevista a las nueve, en el auditorio. Matt fue uno de los primeros en llegar, fresco, limpio y llevando un nuevo mono. Un cadete le tomó el nombre y le invitó a entrar. Se habían sacado todos los asientos de la sala. Encima del tablado, en la otra punta de la sala, estaban los tres círculos cerrados de la Federación:
Libertad, Paz y Ley, entrelazados de tal forma que si alguien sacaba uno, los otros dos se caían. Abajo se encontraba el propio signo de la Patrulla, un c~ meta brillando en la noche.
Tex fue uno de los últimos en llegar. Estaba saludando a Matt, sin aliento, cuando un cadete que hablaba desde la tribuna gritó:
-¡Atención!
«Júntense en la parte izquierda de la sala continuó. Los candidatos se mezclaron y se reunieron en grupo compacto -. Quédense donde están, hasta la Revista. Cuando les nombren, contesten ¡presente!, y vayan hacia el otro lado. Encontrarán líneas blancas directrices, sitúense sobre las líneas para formar filas. »
Otro cadete bajó de la tribuna y anduvo hacia el grupo de chicos. Se paró, escogió una tira de papel de las cuatro que tenía en su mano, y fijó sus ojos en Tex.
– Usted, señor – le dijo -, tome esto.
Jarman lo cogió, pero se quedó perplejo.
-¿Para qué?
– Del mismo modo que contestará a su propio nombre, cuando oiga este otro, conteste. Adelántese y diga: ¡Respondo en su nombre!
Tex miró la tira. Matt vio que decía: «John Martin».
– Pero, ¿por qué? – preguntó Tex.
El cadete le miró.
-¿Seguro que no lo sabe?
– No tengo ni idea.
– Bueno, puesto que este nombre no le recuerda nada, piense únicamente que es uno de sus compañeros de clase que no puede estar aquí esta noche personalmente. Y por esto responde para él, para que la Revista sea completa. ¿Entiende?
– Sí, señor, entiendo.
El cadete continuó bajando por el pasillo. Tex se volvió hacia Matt.
-¿Qué significa? ¿Lo sabes?
– Está fuera de mi alcance.
– Y del mío también. Bueno. Probablemente ya lo descubriremos.
El cadete que estaba sobre la tribuna anduvo hacia la parte izquierda de la plataforma.
-¡Silencio! – Ordenó -. ¡El Comandante!
Por la parte de atrás entraron dos hombres vestidos de negro. El más joven de ellos andaba de tal manera que su manga rozaba el codo del más viejo. Fueron hasta el centro de la plataforma; el más joven se paró. El más viejo se paró inmediatamente, entonces el ayudante se apartó. El Comandante de la Academia se quedó frente a la nueva clase.
O, mejor dicho frente al centro de la sala. Se quedó inmóvil durante un momento; alguien tosió y movió los pies, con lo que dio la vuelta hacia el grupo y les hizo frente.
– Buenas noches, caballeros.
Al verlo, Matt se acordó perfectamente de la protesta del Cadete Sabbatello:
– Ciego no, señor Dodson – los ojos del Comodoro Ackwright parecían extraños. Las cuencas estaban completamente secas y los párpados se inclinaban como si estuvieran pensando. Pero, cuando esta mirada ciega se detuvo sobre él, a Matt le pareció que el comandante podía verlo y también investigar dentro de su cabeza.
Bienvenidos a nuestra confraternidad. Venís de varios lugares, algunos de otros planetas. Tenéis colores y creencias diferentes. Pero todos tenéis que convertiros en una hermandad.
»Algunos de vosotros sentís nostalgia. No tenéis que hacerlo. A partir de este día cada parte de esta familia de planetas es vuestra casa, cada parte por igual. Cada ser humano, cada criatura que piensa en este sistema es vuestro vecino y vuestra responsabilidad.
»Estáis a punto de prestar juramento, por propia voluntad, como cadetes de la Patrulla de nuestro Sistema. Con el tiempo, querréis ser un miembro de esta Patrulla. Tenéis que entender la responsabilidad que asumiréis. Se supone que pasaréis muchas horas estudiando vuestra nueva profesión, adquiriendo los conocimientos prácticos de todo hombre del espacio y las artes de un soldado profesional. Estos conocimientos y artes son necesarios pero no harán de vosotros miembros de la Patrulla.
Se detuvo un momento, y continuó:
– Un oficial que manda una nave de la Patrulla, fuera de la base, es el último de los monarcas absolutos, puesto que es el único que puede reprimirse a sí mismo. En muchos de los sitios donde tiene que ir no hay otra autoridad. Es él quien tiene que personificar la ley, las reglas del razonamiento, de la justicia y de la clemencia.
»Además, a los miembros de la Patrulla, particularmente y en conjunto, se les confiere un poder tremendo que puede superar o destruir, todas las fuerzas que se conocen, y con esta confianza les está impuesta la carga de mantener la paz del Sistema y de proteger las libertades de sus habitantes. Son los soldados de la libertad.
»No basta con que sean expertos, inteligentes y valientes… los depositarios de este enorme poder deben tener, cada uno, un estricto sentido del honor, autodisciplina por encima de toda ambición, amor propio y avaricia, respeto por las libertades y la dignidad de todas las criaturas, y una voluntad inflexible para ejercer la justicia y para ser clementes. Deben ser caballeros nobles y leales.
Se detuvo y no hubo ni un ruido en la inmensa sala. Después dijo:
– Ahora, pasaremos revista a los que están preparados para prestar juramento.
El cadete que había hecho de ayudante se adelantó con presteza.
– ¡Adams!
-¡Presente, señor! – un candidato cruzó la sala.
– Akbar.
– Presente.
– Alvarado… Anderson, Peter. Anderson, John. Angelico. Inmediatamente después, siguieron: – Dana… Delacroix… De Witt… Diaz… Dobbs… y, ¡Dodson!
-¡Presente! – gritó Matt. Su voz chilló aguda, pero nadie se rió. Fue corriendo hasta el otro lado, encontró un sitio y esperó, palpitando. La revista continuó:
– Eddy… Eisenhower… Ericsson – los chicos cruzaron la sala uno a una hasta que quedaron pocos -. Sforza, Stanley, Suliman – y, finalmente- ¡Zahm!
El último candidato se juntó a sus compañeros. Pero el cadete no se detuvo:
-¡ Dahlquist! – llamo. No hubo contestación.
-¡Dahlquist! – repitió -. ¡Ezra Dahlquist!
Matt sintió un escalofrío. Reconocía el nombre ahora, pero Dahlquist no estaría aquí, no el auténtico Ezra Dahlquist. Matt estaba seguro de esto, porque se acordaba de un nicho de la rotonda, un joven en el cuadro, y la arena caliente y brillante de la Luna.
Hubo un movimiento en la fila de detrás, un candidato se abrió camino y se adelantó.
-¡Respondo por Ezra Dahlquist!
– ¡Martin!
Esta vez no hubo ninguna vacilación. Se oyó el tono de voz agudo de Tex:
– Contesto por él.
– Rivera.
Un barítono fuerte:
-¡Contestando por Rivera!
-¡ Wheeler!
– Contesto por Wheeler.
El cadete dio la vuelta hacia el Comandante y saludó:
– Todos presentes, señor. Clase del año 2.075, primera Revista completa.
El hombre de negro devolvió el saludo.
– Muy bien, señor. Continuamos con el juramento -se adelantó hasta el mismo borde de la plataforma, el cadete a su codo. Levanten sus manos derechas.
El propio Comandante levantó su mano.
– Repitan: Por mi propia voluntad, sin reserva alguna…
– Por mi propia voluntad, sin reserva alguna…
– Juro mantener la paz del Sistema Solar…
Le siguieron a coro:
– Proteger las libertades legales de sus habitantes… »defender la constitución de la Federación Solar… »cumplir los deberes del cargo para el cual he sido ahora nombrado… y obedecer las órdenes legales de mis superiores…
«A esta meta someto cualquier otra lealtad y renuncio totalmente a las que puedan entrar en conflicto con ellas…
»Afirmo esto, solemnemente, en el nombre del que considero más sagrado.
– Y que Dios me ayude a cumplirlo – concluyó el Comandante -. Matt repitió sus palabras, pero la contestación a su alrededor tomó unas doce formas diferentes, en casi el mismo número de idiomas.
El Comandante se volvió hacia el cadete que estaba a su lado.
– Hágales romper filas.
– Sí, señor – El cadete levantó la voz -. Den la vuelta hacia la derecha y salgan en fila. Mantengan su formación hasta pasar la puerta. ¡Rompan filas!
Dada la orden, sonó una música que llenó la sala; los recién nombrados cadetes se marcharon a los acordes del himno de la Patrulla: La larga vigilancia. que continuó hasta que el último hubo salido, tras lo cual se apagó.
El Comandante esperó que los jóvenes cadetes se hubieran marchado, y volvióse a su alrededor. En seguida se acercó a su ayudante, entonces el cadete que había actuado como ayudante en la revista se apartó rápidamente de su lado. El Comodoro Arkwright dio la vuelta hacia el cadete que se marchaba.
– Señor Barnes.
-¿Sí, señor?
-¿Está preparado para su misión?
– Hum… No lo creo, señor. No completamente.
-¿No? Bueno, venga a verme pronto.
– Sí, señor. Gracias.
El Comodoro dio la vuelta y se dirigió rápidamente hacia la salida de la plataforma, con la manga de su ayudante rozando la suya.
– Bueno, John – preguntó -. ¿Qué piensa de ellos?
– Un buen grupo de chicos, señor.
– Tuve la misma impresión. Juventud, ansias y nuevas esperanzas. Pero, ¿a cuántos tendremos que eliminar? Es algo triste, John, tomar un chico y cambiarlo de tal manera que ya no es un paisano, y después echarlo. Es lo más cruel que tenemos que hacer.
– No veo ninguna manera de evitarlo.
– No hay manera. Si tuviéramos una varita mágica… Dile al campo que quiero subir a la nave dentro de treinta minutos.
– De acuerdo, señor.
V
Puede que la Academia de la Patrulla no tenga edificios cubiertos de hiedra, ni paseos con árboles; pero no le falta sitio. Hay cadetes en cada lugar de la Federación, desde las naves que circundan Venus, o que trazan mapas del suelo quemado de Mercurio, hasta las naves que patrullan los satélites de Júpiter.
Incluso en los vuelos de exploración hasta las fronteras congeladas del sistema Solar, que duran muchos años, van cadetes… que son graduados como miembros, cuando sus capitanes creen que están listos, sin que tengan que esperar a volver a la base.
La gente cree que la Academia es la Nave Cohete Patrullera James Randolph, pero cada grupo de cadetes de cada nave de la Patrulla forma parte de la Academia. Los novatos son enviados a la Randolph tan pronto como han prestado juramento, y se quedan ligados a esta nave hasta que están preparados para ir en una de las naves de la Patrulla, en calidad de cadete. Su instrucción continua, y con el tiempo vuelven al lugar en que empezó, Hayworth Hall, donde se les da el toque final.
Los cadetes veteranos agregados a Hayworth Hall, no tienen por qué estar allá. Pueden estar en los laboratorios de radiación de la Universidad de Oxford, o estudiando las leyes interplanetarias en la Sorbona, o pueden estar incluso en Venus, en el Instituto de Estudios del Sistema. En todos los casos (y nunca dos cadetes reciben la misma instrucción) la Academia continúa siendo responsable de ellos, hasta que sean, si es que lo son, comisionados.
La duración de esto depende del cadete. El brillante joven Hardstone, que murió durante la primera expedición a Plutón fue graduado antes de haber cumplido un año en Hayworth Hall como candidato «marmota». Pero no era extraño encontrar viejos cadetes en la Base Tierra que habían sido cadetes durante cinco años o más.
El cadete Matthew Dodson se contempló en el espejo del «cuarto de baño». El uniforme blanco perlado, que había encontrado cuando volvió de la primera revista, la noche anterior, junto con un pequeño libro de reglamentos con su nombre grabado y acompañado de un nuevo programa de asignación. El programa empezaba: «l.- Su primera tarea de cadete es leer el reglamento adjunto, en seguida. En el futuro responderá de su contenido.»
Lo estuvo leyendo antes del toque de silencio, hasta que su memoria se había convertido en un embrollo de reglas no digeridas:
«Un cadete es un patrullero en un sentido limitado», «actúe con el decoro y la sobriedad propios de la ocasión», «de acuerdo más con las costumbres locales que con las costumbres de la Patrulla, salvo si se oponen a una ley invariable de la Patrulla o al reglamento de la Patrulla», «pero la responsabilidad de determinar la legalidad del orden queda en manos de la persona que recibió la orden y de la que la dio».
«Las circunstancias que no dependen de la ley o del reglamento deben ser decididas por el individuo a la luz de la tradición de la Patrulla.» «Los cadetes tendrán que ir afeitados en cada momento, y no llevarán el pelo de más de cinco centímetros.»
Le parecía entender bien la última regla mencionaría.
Al día siguiente se levantó, antes de la diana y se sumergió en el cuarto de baño, se afeitó con prisa y más bien innecesariamente, y se puso el uniforme.
Le iba bastante bien, pero, para él, era perfecto, el corte espléndido. En realidad el uniforme carecía de estilo, adornos, insignias, o de corte favorecedor.
Pero a Matt le parecía maravilloso.
Burke golpeó la puerta del cuarto de baño.
-¿Estás muerto? – sacó la cabeza -. Oh, muy bien, estás encantado. ¿Y ahora qué te parece si salieras de aquí?
– Ya voy – Matt se quedó en el cuarto durante unos minutos, después, dominado por la impaciencia, metió su reglamento en la túnica (Regla 383) y se fue al refectorio. Entró con aires de grandeza, orgulloso y sintiéndose un gigante. Fue uno de los primeros en sentarse a la mesa. Los cadetes entraron uno tras otro; el cadete Sabbatello fue uno de los últimos.
El veterano miró la mesa detenidamente:
– Atención – estalló -. Todos de pie.
Matt saltó en pie, con los otros. Sabbatello se sentó.
– Desde ahora, caballeros, que sea una regla para todos esperar que sus superiores estén sentados. Siéntense.
El veterano estudió el tablón que estaba al frente, pulsó lo que quería y levantó la cabeza. Los novatos habían empezado a comer. Golpeó la mesa con fuerza.
– Silencio, por favor. Caballeros, tienen mucho que aprender. Cuanto más pronto lo hagan, mejor se sentirán. Señor Dodson: no moje en el café su pan tostado; está goteando sobre su uniforme. Esto me recuerda – continuó -, el tema de los modales en la mesa.
Matt volvió a su cuarto bastante deprimido.
Se paró ante el cuarto de Tex y le encontró mirando el reglamento.
– Hola, Matt. Oye, dime una cosa, ¿hay algo en esta Biblia que diga que el señor Dynkowski tiene el derecho de impedir que yo sople en mi café?
– De modo que a ti también… ¿qué pasó?
La cara amable de Jarman se arrugó.
– Bien, empezaba a creer que Ski era un buen chico, sano e indulgente. Pero esta mañana, en el desayuno, empezó por preguntarme cómo podía m~ verme con todo este peso…
Tex ojeó su figura; Matt notó con sorpresa que Tex parecía bastante gordinflón con el uniforme de cadete.
– Todos los Jarmans somos corpulentos – continuó Tex como defendiéndose -. Tendría que ver a mi tío Bodie. Y después…
– Basta – dijo Matt -. Conozco lo demás.
– Bueno, creo que no hubiera tenido que enfadarme.
– Tal vez no – Matt buscó en el libro. Tal vez esto te ayudará. Aquí dice que, en caso de duda, se puede insistir en que el oficial que da la orden la ponga por escrito y con su huella digital, o utilice otro medio para tener un comprobante.
-¿De veras? – Tex cogió el libro -. Esto me va, pues la verdad es que estoy dudando. ¡Chico! Espera un poco, y verás la cara que pone cuando le enseñe esto.
– Me gustaría – asintió Matt -. ¿Cómo vas a subir, Tex?
La Nave Cohete de la Patrulla Simón Bolívar, de transporte, estaba en el Campo de Santa Bárbara, tras haber descargado un batallón de Infantes de Marina del Espacio, pero la N.C.P. Bolívar no podía coger más de la mitad de la nueva clase. La otra parte tenía que tomar el cohete público desde la plataforma de lanzamiento de Pike's Peak hasta la Estación del Espacio Tierra, donde serían transbordados al Randolph.
– Transporte – contestó Tex -. ¿Y tú?
– Yo también. Me gustaría ver la Estación Tierra, me alegro de ir en una nave de la Patrulla. ¿Qué te llevas?
Tex sacó su muleta arrastrándola y la sopesó.
– Es un problema. Aquí tengo unos veinticinco kilos. ¿Crees que si lo doblo muy apretado conseguiré que pese unos diez kilos?
– Es una teoría interesante – dijo Matt -. Déjeme ver lo que hay, tienes que eliminar unos quince kilos de peso extra.
Jarman esparció todas sus cosas en el suelo.
– Bueno – dijo Matt de inmediato. No necesitas todas estas fotografías.
Indicó una docena de grandes fotos de quinientos gramos o más cada una. Tex le miró horrorizado.
¿Dejar mi harén aquí? – cogió una -. Aquí está la pelirroja más dulce de todo el Valle de Río Grande – cogió otra -. Y Smithy… no podría ir sin Smithy. Ella cree que soy una maravilla.
-¿No crees que pensaría lo mismo si dejaras su foto?
– Oh, naturalmente. Pero no sería galante – repuso Tex -. Tengo una solución. Dejaré mi porra.
-¿Tu porra? – preguntó Matt, no encontrando nada que se pareciera a esta descripción.
– La que acostumbraba utilizar para rechazar a las muchachas, cuando insistían demasiado.
– Oh. Tal vez algún día me enseñarás tu secreto. Sí, deja tu porra. No hay ninguna chica en el Randolph.
-¿Te parece bien eso? – preguntó Tex.
– Me niego a contestar – Matt estudió la pila -. ¿Sabes lo que te sugiero? Guarda esta armónica, me gusta el sonido de la armónica. Haces una copia en micro de estas fotos y el resto a la basura.
– Para ti es muy fácil decirlo.
– Tengo el mismo problema – se fue a su cuarto.
La promoción tenía el día libre, para prepararse a marchar de la Tierra. Matt esparció sus posesiones para revisarlas. Podía mandar sus vestidos de paisano a casa, naturalmente, y su teléfono también, puesto que estaba limitado por su corto alcance a actuar en la cercanía de un relevador terrestre.
Hizo una nota para llamar a casa antes de empaquetarlo. También podía hacer otra llamada, decidió. Aunque estaba decidido a no perder el tiempo con chicas en su nueva vida, sería cortés llamar y despedirse. Lo hizo.
Colgó el instrumento unos minutos más tarde, perplejo al descubrir que, aparentemente, había prometido escribir de modo regular.
Llamó a casa, habló con sus padres y su hermano pequeño y, después, puso su teléfono con las cosas que tenían que ser mandadas a casa. Se estaba rascando la cabeza frente a lo que quedaba cuando Burke entró. Rió entre dientes.
-¿Intentas tragarte el peso extra?
– Lo conseguiré.
– No tienes que dejar estas cosas, ¿sabes? Mándalo a la Estación Tierra, alquila un armario, y guárdalo allí. Después, cuando estés de vacaciones en la Estación, podrás traerte lo que quieras. Llévalo a bordo de contrabando, si quieres.
Matt no hizo comentario: Burke continuó:
-¿Qué pasa, Galahad? ¿Te molesta la idea de pasar contrabando?
– No. Pero no tengo armario en la Estación Tierra.
– Bueno, si eres demasiado pobre para alquilar uno, puedes mandar tus cosas al mío. Hoy por ti y mañana por mí.
– No, gracias – pensó mandar por expreso algunas cosas a los correos de la Estación Tierra, pero rechazó la idea, pues las tarifas eran demasiado altas. Continuó separando las cosas. Conservaría su cámara, pero tendría que enviar a casa su equipo de microfilm, y sus piezas de ajedrez. Ahora había rebajado la lista a lo que esperaba que fueran diez kilos; se llevó las cosas para pesarías.
La diana y el desayuno eran una hora antes, el día siguiente. Poco tiempo después del desayuno la llamada para revista inundó Hayworth Hall, seguido de los estruendosos compases de «¡Se alza la nave!»
Matt colgó su bolsa de costado sobre su hombro y bajó.
Empujando, se abrió camino, en medio de una tropa de cadetes jóvenes y encontró su área asignada.
La revista se hacía por escuadras y Matt era temporalmente jefe de escuadra, puesto que su nombre era el primero de su escuadra por orden alfabético. Le habían dado una lista; buscó en su bolsillo y tuvo un momento de pánico al creer que la había olvidado arriba en su cuarto cuando sus dedos se cerraron al tocarla:
-¡ Dodsworth!
– Presente.
– Dunsían.
– Presente.
Todavía estaba llamando a Frankel, Freund y Funston cuando el veterano que revisaba el pasillo entero le llamó para que se presentara. Concluyó rápidamente, miró a su alrededor y saludó:
– ¡ Escuadra diecinueve: todos presentes!
Alguien sonrió y Matt se dio cuenta en seguida de que había utilizado el saludo de los exploradores, en vez del gesto tranquilo y de mano abierta de la Patrulla. Se puso colorado.
Una voz metálica, amplificada, llamó:
– Que informen todos los grupos de las cubiertas.
A su vez, el veterano del pasillo de Matt gritó:
– Cubierta número tres, todos presentes.
Cuando todos hubieron informado, hubo un momento de silencio, lo bastante largo para que Matt sintiera un estremecimiento en la espina, como presentimiento de lo que iba a pasar- ¿Lo harían? Pero ya lo estaban haciendo: la voz en el altavoz llamó:
– Dahlquist.
Otra voz, que se oía solamente por el altavoz, contestó:
– Respondo en su nombre.
Continuó. Pasó revista a los cuatro, entonces la primera voz afirmo:
– Todos presentes, señor.
– Ocupen sus puestos en la nave.
Subieron a una acera mecánica y bajaron a una sala subterránea, enorme, muy profunda debajo del Campo de Santa Bárbara. Había ocho grandes ascensores dispuestos en ancho círculo alrededor de la sala. Matt y su escuadra se apretujaron dentro de uno y subieron a la superficie. La cabina subió, mucho más alto de lo que había sido necesario para entrar en el cohete del vuelo de prueba, más y más, cerca de la masa inmensa del Bolívar.
Se paró, y trotaron de prisa a través del puente levadizo, hacia la nave. Dentro de la cámara de presión había un sargento de la Infantería de Marina del espacio, brillante en su uniforme que repetía sin parar:
-¡Cubierta séptima! Entren por la portezuela y bajen hasta su cubierta .. ¡caminen de prisa! – indicó la portezuela, bajo la cual desaparecía una escalera de acero, estrecha y vertical.
Matt apartó su bolsa de costado a un lado y bajó por la portezuela, moviéndose con rapidez, para evitar que el cadete que le seguía le pisara los dedos. Perdió la cuenta de las cubiertas, pero habla un sargento en cada una. Salió cuando oyó:
-¡Tercera cubierta!
Estaba en un compartimento amplio, bajo y cilíndrico, cuya cubierta estaba tapizada con un acolchado de espuma de plástico. Estaba dividida en secciones, de dos metros por uno cada una, provistas de cinturones de seguridad.
Matt encontró una sección libre, se sentó y esperó. En este momento los cadetes dejaron de entrar, la sala estaba llena. El sargento gritó:
– Al suelo, cada uno en una sección – después los contó al comprobar que cada sección estuviera completa.
Un altavoz avisó:
-¡Prepárense todos para la aceleración!
El sargento les dijo que se abrocharan y se quedó de pie hasta que todos lo hubieron hecho. Entonces se acostó, se cogió a dos asas e informó que la tercera cubierta estaba lista.
-¡Prepárense todos para el despegue! Gritó al locutor.
Hubo una larga espera.
-¡La nave sube! – gritó el locutor.
Matt se sintió hundir en el acolchado.
(((
La Estación del Espacio Tierra y la nave-escuela Randolph están en una órbita circular, a 35.680 kilómetros por encima de la superficie de la Tierra, donde dan la vuelta al planeta en veinticuatro horas, que es el período natural de un cuerpo a esta distancia.
Puesto que la rotación de la Tierra iguala su período, siempre dan frente a un lado de la Tierra: el nonagésimo meridiano oeste, para ser exactos. Su órbita está en la eclíptica, que es el plano de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, más que en el del ecuador planetario. Lo que hace que, visto desde la Tierra, parezca que se mueven de Norte a Sur cada día. Cuando es de noche en el Medio Oeste, la Estación Tierra y el Randolph están encima del Golfo de Méjico; y a media noche encima del Pacifico Sur.
El estado de Colorado se mueve hacia el Este a unos mil trescientos kilómetros por hora. La Estación Tierra y el Randolph se mueven también hacia el Este a unos ciento treinta mil kilómetros por hora. El piloto del Bolívar tenía que llegar al Randolph, igualando exactamente su trayectoria y su velocidad. Para conseguirlo tenía que apartar su nave de nuestro pesado planeta, lanzarla en una órbita elíptica exactamente tangente a la órbita circular del Randolph y con esta tangencia tan exacta, en el momento en que igualase las velocidades, las dos naves permanecieran relativamente inmóviles aunque irían avanzando a unos tres kilómetros por segundo. La última maniobra no era tan fácil como la de aterrizar con un helicóptero sobre una plataforma de aterrizaje, puesto que de no ajustar las dos velocidades, variarían en unos cinco mil kilómetros por hora.
El llevar el Bolívar desde Colorado hasta el Randolph y todos los otros problemas de viajar entre los planetas están sujetos a solución matemática precisa y elegante bajo las cuatro leyes formuladas por el místico y absorto don Isaac Newton unos cuatro siglos antes de este vuelo del Bolívar: las tres Leyes del Movimiento y la Ley de Gravitación. Estas leyes son simples, su aplicación al espacio para ir del lugar donde se está al lugar donde se quiere estar, en el momento exacto con la trayectoria y la velocidad correctas, es una pesadilla de cálculos complicados y minuciosos.
* * *
El «peso» que incrustaba a Matthew en el acolchado era de gravedad cuatro: Matt pesaba unos doscientos cuarenta kilos. Estaba tumbado, respirando con dificultad, mientras la nave se hacia camino a través de esa sopa espesa que es el aire para salir al espacio. El enorme peso estrujó a los cadetes contra el suelo mientras el Bolívar alcanzaba una velocidad de unos diez kilómetros por segundo y subía a una altitud de mil quinientos kilómetros.
Después de cinco minutos y algunos segundos, el motor se paro.
Matt levantó la cabeza, mientras el súbito silencio sonaba en sus oídos. El sargento descubrió el movimiento de Matt y de los otros. Gritó:
– Quédense donde están. No se muevan.
Matt se relajó. Estaban en caída libre, sin peso, aunque el Bolívar se alejaba de la Tierra a una velocidad superior a los treinta mil kilómetros por hora. Cada cuerpo, nave, planeta, meteoro, átomo en el espacio cae de manera continua. Se traslada también con cualquier otro movimiento adquirido anteriormente.
Matt estaba perfectamente consciente de su ingravidez, porque su estómago se lo decía, lamentándose. Para asegurarse, sacó una «bolsa de mareo» de su bolsa de costado, pero no se la puso. Sentía náuseas; no era tan malo como en el vuelo de prueba, ni la mitad de lo que sentía en los «baches». Esperó pasarlo sin devolver el desayuno.
El altavoz gritó:
– Final de la aceleración. Cuatro horas de caída libre – el sargento se sentó -. Pueden desabrocharse, ahora.
En unos pocos segundos el compartimento tomó el aspecto de un acuario particularmente atestado. Unos cien chicos estaban flotando, nadando y retorciéndose en todas actitudes y posiciones entre la cubierta y lo alto. Estas dos barreras ya no parecían suelo y techo puesto que arriba y abajo habían desaparecido; para todos ellos, estuvieran donde estuviesen, eran simplemente paredes que daban vueltas lenta e irregularmente.
-¡Eh, muchachos'. – chilló el sargento -. Agárrense a algo y escúchenme.
Matt miró alrededor, se encontró cerca del techo, encontró un asa y la empuñó.
– Ha llegado el momento de aprender unas reglas de tráfico para el vuelo libre. Tenéis que aprender a hacer zig cuando los otros chicos hacen zag. Si encontráis al Capitán y hacéis zig cuando tendríais que haber hecho zag, y chocáis con él, no va a gustarle. ¿Verdad?
Mostró un pulgar cicatrizado.
– Primera regla: todas las marmotas que es lo que sois vosotros, y no intentéis decirme lo contrario, tienen que agarrarse siempre con una mano, por lo menos. Esto vale hasta que paséis vuestras pruebas acrobáticas de caída libre. Segunda regla: dejad pasar a los patrulleros, y no los obliguéis a gritar: «¡Pista!» Además dejaréis pasar a los que trabajen y estén de guardia o tengan las manos ocupadas. Si os movéis hacia popa pasar a quien os encontréis por el interior, y por otro lado si os movéis hacia proa. Si os movéis en el sentido de las agujas del reloj, figurándose este sentido desde la proa de la nave, pasad a quien encontréis por fuera, dejándole pasar a él por dentro. Al revés en caso de que vayáis en sentido contrario de las agujas del reloj. Y, sin importar la dirección en que os mováis, si alcanzáis al alguien, le pasáis por dentro. ¿Está claro?
Matt pensó que lo estaba, aunque dudaba que pudiera acordarse de todo. Pero se le ocurrió otra posibilidad.
– Sargento – preguntó de manera inocente -, supongamos que uno está moviéndose directamente hacia el centro de la nave o desde éste, ¿qué se tiene que hacer entonces?
El sargento pareció disgustado, lo que daba a su cara una apariencia extraña para Matt, puesto que sus caras estaban al revés una respecto a la otra.
– Lo que ocurre a los que atraviesan las calles imprudentemente. Mire, si se mueve a través del tráfico lo que ha de hacer es apartarse del camino de los otros. Usted es el que ha de ir con cuidado. ¿Otras preguntas?
Nadie contestó, por lo que continuó:
– Muy bien, salid a dar una vuelta alrededor de la nave. Pero procurad portaros bien y no chocar con alguien, para hacer quedar bien a la tercera cubierta.
La tercera cubierta no tenía ningún ojo de buey, pero el Bolívar era un transporte para viajes largos: tenía salas de recreo y miradores. Matt fue hacia proa, buscando un sitio por donde ver la Tierra.
Se acordó de pasar por el lado exterior al abrirse camino, pero aparentemente algunos pasajeros no habían sido enseñados. Cada portezuela era un embotellamiento de jóvenes, cada uno intentando marcharse de su cubierta para visitar otra, cualquier otra.
La sexta cubierta que encontró era una sala de recreo. Contenía la biblioteca de la nave, cerrada, y un equipo de juegos, también cerrado. Pero tenía seis grandes miradores.
La cubierta de recreo había llevado un cargamento entero de pasajeros. Ahora, en caída libre, los cadetes de todas las otras cubiertas encontraron su camino hasta la de recreo, de la misma manera que Matt había buscado una vista al exterior. Al mismo tiempo, los ocupantes de esta cubierta no demostraron tener ganas de marcharse de su favorecido alojamiento.
Estaba abarrotada.
Abarrotada como una cesta llena de gatitos. Matt apartó de su ojo izquierdo la bota del espacio de alguien, intentó infiltrarse hasta uno de los ojos de buey. Una ardua tarea con sus rodillas, sus codos y el olvido total de las reglas de ruta, le llevó hasta la segunda o tercera fila cerca de una portilla. Puso una mano sobre un hombro que encontró enfrente. El cadete se volvió:
-¡Eh! ¿A quién piensas que estás empujando? ¡Oh! Hola Matt.
– Hola Tex. ¿Cómo te va?
– Bien. Oye, hubieras tenido que estar aquí hace unos minutos. Pasamos delante de una de las estaciones de relé de la Televisión, muy cerca. ¡Chico, oh chico, como viajamos!
-¿La viste? ¿Qué aspecto tenía?
– No la pude ver bien, debía estar a unos dieciséis kilómetros, más o menos. Pero, a la velocidad que vamos fue solamente un aquí viene, aquí se va.
-¿Puedes ver la Tierra? – Matt se inclinó hacia el puesto.
– No – Tex le dejó pasar y Matt se puso en su sitio. El marco de la portilla cruzaba la parte este del Atlántico. Matt podía ver un arco que iba desde el Polo Norte hasta el Ecuador.
La noche caía sobre el Atlántico. Detrás, brillando al sol de la tarde, podía distinguir las Islas Británicas, España, y el áspero Sahara. Los pardos y verdes de la tierra hacían un acusado contraste con el profundo violeta del océano. Y, contrastando más fuerte, el blanco deslumbrante de las nubes. Mientras su ojo llegaba al distante y redondo horizonte, los detalles se suavizaban y aumentaba el efecto estereoscópico, de profundidad tridimensional y globular… ¡En efecto, el mundo era redondo!
¡Redondo, verde y maravilloso! Entonces descubrió que había estado aguantando la respiración. Sus náuseas habían desaparecido casi completamente. Alguien tiró de su pierna.
– No te quedes aquí todo el día. ¿Quieres quedarte con él?
Con mucha pena, dejó el sitio a otro cadete. Dio la vuelta y se alejó de la portilla, y al hacerlo se desorientó. No podía encontrar a Tex, en la masa confusa de cuerpos flotantes.
Sintió que alguien le apretaba el tobillo.
– Salgamos de aquí, Matt.
– De acuerdo – se abrieron paso hasta la portezuela y se dirigieron hacia la cubierta siguiente. Como no tenía portillas, no había demasiada gente. Se impelieron hacia el centro de la sala, fuera del tráfico, y se detuvieron, agarrándose a unas asas.
– Bueno – dijo Matt -, así que esto es el espacio. Bien, ¿qué te parece?
– Me hace sentir como un pez de colores, y me estoy volviendo bizco al intentar ver dónde está arriba. ¿Cómo te va tu zigzag? ¿Te has mareado?
– No – Matt tragó saliva con precaución -. No hablemos de esto. ¿Dónde estabas la noche pasada, Tex? Te busqué un par de veces, pero tu compañero de cuarto me dijo que no te había visto desde la cena.
– Oh, ya – Tex pareció afligido -. Estaba en el cuarto del señor Dynkowski. ¡Oye, Matt, vaya favor que me hiciste!
-¿Eh? ¿Qué favor?
– Si, hombre, cuando me aconsejaste pedirle al señor Dynkowski que pusiera por escrito una orden, si yo tenía dudas. ¡Señor, oh señor, en qué lío me has metido!
– Espera un minuto, yo no te aconsejé hacerlo, solamente te señalé que las reglas te lo permitían, si lo querías.
– Es lo mismo, tú me incitaste.
-¿Cómo diablos iba a hacerlo? Mi interés no era más que teórico. Eres un ser libre.
– Bueno, olvídalo, olvídalo.
-¿Qué pasó?
– Bueno, la noche pasada, durante la cena, pedí una tarta para postre. La cogí, de la misma manera que lo he hecho desde que soy demasiado mayor para que mamá me golpee las manos, y empecé a metérmela en la boca, contento como un gatito al lado del fuego. Ski me ordenó parar y desistir… me dijo que utilizara mi tenedor.
-¿Y? Continua…
– Le dije que me lo pusiera por escrito, por favor, Señor. Fui tan cortés como un cura.
-¿Lo dejó correr?
-¡Y un infierno! Dijo: «Muy bien, señor Jarman», tan frío como podía, cogió su libreta, escribió, firmó con su huella digital, rompió la hoja y me la pasó.
-¿Utilizaste tu tenedor, o no lo hiciste?
– Seguro que lo hice. Pero esto es solamente el principio. Inmediatamente después escribió otra orden y me la pasó. Me pidió que la leyera en voz alta, y lo hice.
-¿Qué decía?
– Espera un momento… la tengo por aquí, en algún sitio – Tex buscó en su bolsillo. Aquí está, léela.
Matt leyó: «Cadete Jarman, inmediatamente después de esta comida se presentará al oficial de guardia, llevando con usted la primera orden que le di. Explíquele los acontecimientos que llevaron a esta primera orden y sepa su opinión acerca de la legalidad de este tipo de orden. 5. Dynkowski, cadt. apr.»
Matt silbó:
– Oh, oh… ¿Qué hiciste?
– Acabé mi tarta tal como él me lo había pedido, aunque en aquellos momentos ya no me apetecía. Ski fue amable. Me sonrió entre dientes y dijo: «No tenga resentimientos. Todo está de acuerdo con el protocolo y todo este tipo de cosas.» Después, quiso saber de dónde había sacado la idea.
Matt sintió que su garganta ardía.
-¿Le dijiste que era cosa mía?
-¿Te parezco estúpido? Le dije solamente que alguien me había señalado el reglamento número nueve cero siete.
Matt se relajó.
– Gracias, Tex. Me acordaré de esto.
– Olvídalo. Pero te mandó un mensaje.
-¿A mi?
– Fue solamente una frase: «No siga así.»
-¿Qué no qué?
– Solamente esto. Añadió que, normalmente, los aficionados a abogados del espacio se eliminan ellos mismos de la Patrulla.
– Oh, – Matt lo captó e intentó digerirlo. ¿Qué pasó después cuando viste al oficial de guardia?
– Me presenté en la sala de guardia y el cadete de servicio me hizo entrar. Saludé al oficial y di mi nombre, como un buen chico, y le enseñé mis dos órdenes – Tex se paró y miró a lo lejos.
-¿Sí? Continúa, hombre, no te pares de esta manera.
– Entonces, él me regañó muy sutilmente. Mi tío Bodie no hubiera podido hacerlo mejor – Tex se paró otra vez, como si el recuerdo le doliera demasiado -. Luego se calmó un poquito y me explicó, en pocas palabras, que el reglamento nueve-cero-siete concernía solamente las emergencias y que los cadetes novatos estaban bajo las órdenes de los cadetes veteranos en todo momento y para todo, salvo en caso de que el reglamento especifique algo diferente.
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