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El príncipe Mischkin de -El idiota- como arquetipo moral (página 3)

Enviado por Enrique Castaños


Partes: 1, 2, 3, 4

Por fin, a las siete de la mañana del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk (3ª parte, capítulo VIII), tiene lugar la cita de Mischkin con Aglaya en el banco verde del parque, desarrollándose entre ambos un diálogo extraordinario y sublime, para el que el novelista ha ido preparando al lector de modo gradual, un diálogo en el que ambos muestran gran entereza y serenidad, aunque Aglaya, profundamente enamorada, no se atreve a manifestarle abiertamente su amor, pues cree que el corazón del príncipe pertenece a Nastasia. Pero Aglaya tiene oportunidad de decirle muchas cosas. Una de ellas, de enorme hondura moral, es que la justicia, por sí sola, puede ser, y de hecho es, injusta[82]También le dice que la inteligencia principal, que es la que importa, es en él más grande y mejor que en todos los demás que ella conoce, inteligencia que esos mismos no pueden ni siquiera soñar porque carecen también del alma principal y sólo poseen un alma secundaria. Aglaya está con ello expresando la idea, que forma parte de su íntimo convencimiento, de que en las personas hay dos almas, pero sólo una de ellas importa, y precisamente es esa alma la que posee el príncipe[83]Asimismo, le manifiesta su deseo de sincerarse con una persona en el mundo, y esa persona ha decidido que sea él. Una persona con la que no puede tener secretos. Le revela que anhela viajar por Europa, conocer Roma, París, gabinetes científicos y catedrales góticas, pero que, sobre todo, desea fundar una escuela con él donde instruir a los niños -pues ella sabe de la predilección y dulzura del príncipe para con los niños. Es evidente que Dostoyevski nos está trazando el perfil psicológico y la original personalidad de la más entusiasta y ardiente defensora de la modernización de Rusia de todas sus novelas, sensible tanto a las bellezas del arte como a los avances de la ciencia. Algunos críticos incluso han llegado a sugerir que quien también estaba silenciosamente enamorada del novelista, aún más quizás que la propia Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya, que sin duda lo estaba e inspira, como hemos comentado antes, el personaje de Aglaya, era su hermana de menor edad, Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, privilegiado intelecto matemático[84]

En este diálogo incomparable, el príncipe le refiere a Aglaya su atormentada relación con Nastasia, con la que ha vivido un mes entero, haciendo alguna que otra referencia al pasaje evangélico de la mujer adúltera[85]sobre la que nadie tiene derecho a arrojar ninguna piedra: «Esa desdichada mujer está profundamente convencida de ser la criatura más perdida, más vil de este mundo. ¡Oh, no la maltrate usted, no le arroje piedras! ¡Demasiado se atormenta ella misma con la consciencia de su inmerecido oprobio!» En su sinceridad, que le ha demandado sin reservas la propia joven, le manifiesta a Aglaya que esa relación con Nastasia le ha producido un dolor tan grande que no podrá curarse nunca de él. Antes amaba a Nastasia; ahora ya no la ama; sólo siente una infinita piedad por ella. Nastasia, continúa explicándole, se vilipendia a sí misma sin motivo alguno, se tortura a sí misma de una manera espantosa, como si fuese el ser más despreciable del mundo. Hay en ello, en opinión de Mischkin, algo profundamente antinatural. Todo deriva del amor inmarcesible que Nastasia siente por él, pero no quiere hacerlo desgraciado, y, creyendo que Mischkin ama a Aglaya, consiente sin resentimiento alguno en sacrificar su amor y propiciar la unión del príncipe con la más joven de las Yepánchinas. Para ello, Nastasia Filíppovna ha llegado incluso, en su desvarío amoroso, a escribirle y hacerle llegar a Aglaya Ivánovna tres cartas, tres misivas incalificables y conmovedoras hasta el límite humanamente soportable, que Aglaya entrega al príncipe, y que éste leerá, en un estado en el que el sueño y la realidad llegarán a confundirse, poco después, cuando ya se encuentre solo, al final de este casi eterno cuarto día (que sin solución de continuidad se ha enlazado con el anterior, habiéndose mantenido el príncipe prácticamente todo ese tiempo, lo que resulta casi físicamente incomprensible, despierto, sobre todo si reparamos en la tensión acumulada entre tantos acontecimientos extremos -sólo le venció el sueño en el banco verde un par de horas antes de la llegada de Aglaya), en el último capítulo de la 3ª parte. Aglaya le descubre a Mischkin que Nastasia está prendada de ella, que ve en ella sólo pureza e inocencia, mientras que ella, Nastasia, se ve a sí misma en esas cartas como una persona impura que no puede compararse, ni lo pretende, con la joven Aglaya Ivánovna. Se establece entonces una nueva vuelta de tuerca que convierte el diálogo entre ambos jóvenes enamorados en algo sumamente complejo y sutil, pues Aglaya quiere que el príncipe entienda que Nastasia, en realidad, está loca de amor por él, y eso significa intrínsecamente que, del mismo modo que Nastasia está dispuesta a sacrificarse toda entera, también Aglaya lo está, para que el príncipe y Nastasia vivan eternamente juntos. Dostoyevski está dibujando, como nunca lo había hecho antes ni volverá a hacerlo después, dos almas femeninas de una nobleza absolutamente inconmensurable, de una grandeza que deja al lector completamente trastornado, espiritualmente absorbido por la fuerza infinita de la que es capaz el amor humano. Ambas mujeres son rivales, y lo saben, pero están dispuestas a sacrificar lo más sagrado que hay para ellas, su amor a Mischkin, y se predisponen a hacerlo precisamente porque lo aman con locura, lo aman por encima de todo lo imaginable, lo aman físicamente, pero, antes de nada, de un modo sagrado, espiritual, pues, a través de ese amor, que permite nada menos que sea la otra, la competidora, la que disfrute del amado, se están redimiendo como seres humanos, esto es, Dostoyevski está redimiendo a sus criaturas como nadie lo había hecho nunca antes ni podrá volver a hacerlo[86]Es verdad que después llegarán a enfrentarse ambas, sobre todo por culpa del orgullo de Aglaya, pero lo importante ahora es subrayar la grandeza del corazón humano a través de estas dos mujeres sencillamente sublimes. ¿Cómo pueden, Dios mío, las feministas radicales, detectar alienación en este comportamiento de ambas mujeres? Sólo se comprende en quien no cree en la persona como en un ser trascendente, creado para encontrarse con Dios, con Cristo, al final de los tiempos. Sólo se comprende en quien no puede comprender la esencial naturaleza espiritual del hombre, infinitamente superior a su naturaleza física.

Pero, ¿y el príncipe? El amor de Mischkin no parece ser de este mundo; ni el que siente por Nastasia ni el que siente por Aglaya. A ambas las ama. A Nastasia, ya hemos dicho que, en vez de amarla, ahora siente piedad por ella. Pero no olvidemos que esa piedad es también una forma de amor, extraordinariamente intenso, en el que no puede obviarse el elemento sagrado, puesto que la criatura humana está hecha a semejanza de Dios. Pero, ¿y por Aglaya? Pareciera como si el amor del príncipe fuese como el amor de Cristo por aquellas mujeres que más íntimamente le rodeaban, por ejemplo María Magdalena, o, en ciertos momentos, María de Betania, la hermana de Lázaro. El amor del príncipe no es un amor posesivo, egoísta, carnal, sino que es un amor que no parece humano por lo mucho que tiene de divino, porque se funda en la piedad, en la compasión, en la justicia, en la clemencia, en el perdón absoluto, en la incapacidad de reprochar nada a una pecadora. Aunque todo esto parece estar más relacionado con Nastasia que con Aglaya. A ésta, debemos admitirlo, la ama, de manera diversa, pues no podemos decir que haya en ese amor aquel sentimiento de piedad (es como si el mismo amor cualitativo se manifestase en Mischkin de maneras distintas), y, sin embargo, ese amor es tan puro, es tan virginal, es tan ideal, sin dejar de ser tampoco físico, que por eso digo que no parece de este mundo. Todo esto resulta imposible de traducir para el crítico, para el estudioso, para el lector; sólo es posible sentirlo. Sólo es posible sentirlo, porque Mischkin ama a Aglaya, con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo, pero, indisolublemente también, la ama en un sentido espiritual, y esto ya nos resulta de todo punto ajeno al discurso lógico, al discurso racional, que es al que estamos acostumbrados y para el que se nos ha preparado, mientras que hemos reprimido sistemáticamente el mundo de los sentimientos más hondos, el mundo más recóndito de nuestro corazón, el sanctasanctórum donde se atesora nuestro amor por una criatura, por un ser de carne y de hueso, por una mujer en este caso. Hay un momento, sólo un instante, en que Aglaya se da cuenta perfectamente, intuye con una agudeza femenina inexpresable, que el príncipe ha sentido amor por ella, que Mischkin la ama; lo que ya no acierta a comprender es de qué naturaleza está hecho ese amor. Finalmente, despechada, da por concluida la conversación diciéndole, delante ya de Lizaveta Prokófievna que ha llegado hasta ellos sin que lo advirtiesen, que a quien ella ama y con quien se casará es con Gavrila.

Aquellas tres cartas, en efecto, rebasan toda medida. Mischkin, al leerlas la noche del cuarto día (capítulo X), cree estar asistiendo a una pesadilla. Lo que Nastasia le ha escrito a Aglaya en esas tres cartas no es que sea perturbador, es que es absolutamente purificador, conduciéndonos a una redención completa de la mujer pecadora. La mujer pecadora es la más pura de todas las mujeres. Nastasia se ve inferior a Aglaya, en quien se encarna para ella la inocencia más auténtica: «… hasta tal punto no tengo paridad ninguna con usted, que nunca podría ofenderla, aunque quisiese […] pero usted, para mí, es… ¡la perfección! […] lo creo como cosa de fe. Pero yo tengo para con usted una culpa: la amo. Desde luego que a la perfección sólo se la puede mirar como a tal perfección, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo estoy prendada de usted. Aunque el amor iguala a las criaturas, no se asuste usted; yo a usted no la equiparo conmigo ni aun en mi más recóndito pensamiento». Es Aglaya, y no ella, quien debe estar para siempre con el príncipe: «Él a usted sí la ama, desde la primera vez que la vio. Se acuerda de usted como de la luz [87][…] Yo he vivido un mes entero con él, y he podido comprender que usted también le ama; usted y él son para mí uno solo […] ¿Es posible amar a todas las criaturas, a todos los semejantes? […] Cierto que no, y hasta es monstruoso. En el amor abstracto a la Humanidad te amas casi siempre a ti solo[88][…] Usted es la única que puede amar sin egoísmo, usted es la única que puede amar, no por sí misma, sino por aquel a quien ama […] Usted es inocente, y en su inocencia se cifra toda su perfección». Por eso ella consiente (así se lo dice en una de las cartas) en marcharse con quien será su asesino, Rogochin. La intuición de Nastasia es más que una intuición pasajera o superficial: ella sabe con absoluta certeza que Rogochin acabará matándola[89]

No puede sorprendernos que Mischkin haya quedado trastornado al leer estas cartas. Este capítulo X termina con un fugaz encuentro entre el príncipe y Nastasia, ya pasadas las doce de la noche, es decir, en la madrugada del quinto día. Nastasia lo ha estado esperando varias horas, y ahora, vigilada por Rogochin, que está cerca de ella y lo consiente, se echa a los pies del príncipe, deseándole con todas sus fuerzas que sea feliz junto a Aglaya. El príncipe se espanta al saber por el propio Rogochin que éste ha leído el contenido de las cartas, es decir, que sabe que Nastasia está convencida de que terminará siendo asesinada por él. La risilla maligna de Parfén Rogochin al darse cuenta del horror del príncipe, termina por enojar a éste en lo más hondo de su alma.

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La 4ª y última parte de la novela comienza transcurridos siete días de la entrevista entre el príncipe y Aglaya en el banco verde del parque. El inicio tiene lugar sobre las diez y media de la mañana, con Varvara Ardaliónovna de regreso de casa de las Yepánchinas, ensimismada en sus pensamientos.

El novelista usufructúa los primeros párrafos para hacer algunas agudas consideraciones sobre el papel y la necesidad de los personajes secundarios en las novelas, seres vulgares, ordinarios, que no pueden eliminarse porque hilvanan los acontecimientos de la vida y porque restarían verosimilitud a la narración. Entre esos individuos vulgares de nuestra novela, el narrador cita a Gavrila, a su hermana Varvara y al marido de ésta, Ptitsin. Otro personaje vulgar y de alma ruin es, sin duda, Lebédev.

Los capítulos I y II ocupan ese primer día con el que da comienzo la 4ª parte. Los capítulos III y IV narran los tres últimos días de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, tres días en los que el general adquiere un protagonismo inesperado en la historia. La ruptura con Lebédev, del que se ha hecho un fiel camarada de borracheras, tiene su causa en la desaparición de 400 rublos propiedad de Lebédev, que ha robado Ivolguin, pero, espoleado por su conciencia, ha vuelto a colocar en su debido sitio. La postrera jornada de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, alrededor de las doce del mediodía -todos terminan recurriendo a Mischkin, bien sea a desahogarse, bien sea a confiarle los secretos de su alma, bien sea porque saben que el príncipe sabe escuchar-, mantiene una larga conversación con el príncipe (capítulo IV), al que le refiere fantásticas historias de cuando tenía unos diez años en septiembre de 1812[90]y se convirtió en paje de Napoleón Bonaparte en Moscú[91]La conversación finaliza sobre las dos de la tarde. La noche de ese día la pasa ya Ivolguin en casa de Ptitsin, y, a la mañana siguiente, se exaspera con su hija y con su yerno y se lanza a la calle, donde le sobreviene un ataque en compañía de su hijo menor Kolia, que no se separa de su padre temiendo pueda sucederle cualquier cosa como consecuencia de su afición a la bebida.

En este punto sería conveniente hacer un excurso a modo de interpretación, o, si se prefiere, hipótesis cronológico-temporal de la 4ª parte de la novela, ya que el autor, con mano maestra, deja sólo pistas desperdigadas aquí y allá que es necesario tener en cuenta para proceder a esa reconstrucción temporal de los acontecimientos, un método que, injustamente, ha sido criticado con dureza por algunos comentaristas como ejemplo de confusión en la ordenación estructural de la obra. Si hay confusión, ella es responsabilidad exclusiva del lector. Ya se ha hecho referencia al primer día de esta 4ª parte, que da comienzo justo una semana después de la cita del banco verde. Ese primer día es también el primero de la estancia del general Ivolguin en casa de su yerno Ptitsin y de su hija Varvara, adonde se ha trasladado dejando la dacha de Lebédev. También ese día es el día en que Ivolguin se enfurece con su familia, sobre todo con su hijo Gavrila (que se abochorna del comportamiento y los escándalos de su padre), y decide abandonar la casa de su hija, aunque Kolia no lo dejará solo. Nina Aleksándrovna, la sufrida y paciente esposa, cinco años más joven que él, tampoco lo abandona, sino todo lo contrario; va tras él y se lo perdona todo, pues sabe que no actúa con mala fe. Naturalmente, lo trasladan de nuevo inmediatamente a casa de Ptitsin, donde ya permanecerá enfermo hasta su muerte.

El día de la velada en la dacha de las Yepánchinas (acontecimiento fundamental en la novela por las palabras pronunciadas en ella por el príncipe), a la que Mischkin llega sobre las nueve de la noche, es el mismo día en que el príncipe se levanta a las nueve de la mañana (capítulo VI), después de haber pasado una noche con pesadillas y delirios como consecuencia de la conversación mantenida con Aglaya la noche anterior, en la que la joven le intimida respecto a cómo debe comportarse en la recepción del día siguiente con los invitados (capítulo VI). Ese día de la velada, por la mañana cuando se levanta el príncipe a las nueve, hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev. Si el primer día de la 4ª parte (capítulo I) es cuando al general Ivolguin le da el ataque en la calle en presencia de Kolia, después de dejar la casa de su hija, y si en el capítulo VI se nos aclara que el día de la velada hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev, eso significa que el día de la velada han transcurrido tres días desde que le diese el ataque a Ivolguin, lo que al mismo tiempo implica que el día en que arranca la 4ª parte tiene lugar exactamente tres días antes de la velada de marras. Toda esa tarde del mismo día de la fiesta, el príncipe la pasa junto al enfermo general Ivolguin y junto a Nina Aleksándrovna. Después de levantarse ese día, como hemos dicho, a las nueve de la mañana, recibió el príncipe, a las diez, la visita de Lebédev, un encuentro muy desagradable en el que se entera que Lebédev le ha estado enviando anónimos a Lizaveta Prokófievna en relación con Aglaya, así como ha estado ejerciendo de vil espía engañando y sonsacándole cosas a su inocente hija Viera Lukiánovna, que, ignorante de la gravedad del asunto, ha estado sirviendo de correo de Aglaya a distintos destinatarios. Por la misma Viera se entera después el príncipe, a la que ha hecho llamar (aunque quien lo aclara entre paréntesis es el narrador), que «más de una vez les había servido de medianera, en secreto, a Rogochin y a Aglaya Ivánovna [pero] ni por un momento se le había ocurrido que con ello pudiera causar el menor daño al príncipe…». Entre las cartas que escribe Aglaya, hay tres que han sido dirigidas a Rogochin, a Ippolit Teréntiev y a Gavrila Ardaliónovich. Esta última, sin embargo, se la roba Lebédev a su hija (a quien se la había entregado la misma Aglaya), y es la que ahora el funcionario le entrega al príncipe, intentando congraciarse con él y conseguir su estima, cosa prácticamente imposible, pues Mischkin dáse cuenta plena, espantado, de su ruindad y bajeza. La carta ni mucho menos la abre el príncipe cuando se queda solo, sino que, por medio de Kolia, la hace llegar a su destinatario, Gavrila (capítulo VI). Convendría recordar aquí que, por esos mismos días, Varvara mantiene una larga conversación con su hermano, con motivo de los esfuerzos que ha hecho por ganarse la confianza de las Yepánchinas a fin de que Gavrila sea objeto de la atención y del interés de Aglaya, en el curso de la cual le lanza a la cara que Aglaya, a pesar de sus extravagancias y de ser ridícula (para ella, claro está), «es mil veces más noble que tú» (capítulo II).

En el capítulo V se describen diversos encuentros del príncipe con Aglaya en la dacha de ésta, coincidencias en las que Aglaya parece burlarse del príncipe, desconcertando por completo a sus padres e incluso irritando a su madre. Una de esas supuestas burlas es un regalo que le hace llegar, después de haberle costado cierto esfuerzo conseguirlo: un erizo[92]un extraño presente que, cuando se entera Lizaveta Prokófievna, la sorpresa se muda en enojo por la ignorancia de lo que eso pueda significar, ya que no entiende absolutamente nada del comportamiento de su caprichosa hija, como tampoco comprende nada el padre, el general Iván Fiodórovich. En el curso de uno de estos encuentros, en presencia de todos los Yepánchines, el príncipe le dice de sopetón a Aglaya que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo la amo a usted mucho; yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo tome usted a broma, por favor: yo la amo a usted mucho». Después de varias confidencias con sus padres, Lizaveta le confiesa a su marido que Aglaya no es que lo ame, es que está loca de amor por el príncipe. Parece que no queda más remedio que sobreponerse y resignarse a lo inevitable. No olvidemos que los padres de Aglaya no vieron nunca con buenos ojos esta posible relación con el príncipe, no, por supuesto, por el rango de éste, ni por su fortuna, mucho más mermada de lo que en un principio creían, sino por su enfermedad, por su rareza, por su extraña forma de conducirse, tan ajena a cualquier uso de sociedad. Lo estiman, lo aprecian mucho, incluso lo quieren, sobre todo Lizaveta, pero no lo consideran un buen partido para su hija. Aglaya se disculpa ante Mischkin, por su alocado comportamiento, y él se marcha henchido de felicidad y de renovadas esperanzas. Pero al día siguiente ya estaba otra vez Aglaya riñendo con el príncipe.

Antes de la velada, y también antes de aquella revelación de Lebédev a Mischkin sobre su ruin proceder de alcahuete, tiene lugar un último encuentro entre el príncipe y Teréntiev, provocado por este último. Asistimos, por parte de Ippolit, a un duelo psicológico, como si quisiese con toda su alma justificarse ante el príncipe, pero éste no le recrimina nada, aunque sí le responde, ante la apreciación de Ippolit de que se siente indigno de su propio sufrimiento, que «quien más puede sufrir es por eso digno de sufrir más»[93]. Pero Ippolit se tortura sin remedio. Le inquiere a su interlocutor si él cree que sería capaz de soportar un suplicio como el de Stepán Glébov[94]y el príncipe, «desconcertado», le responde que no ha tenido la intención de compararlo con Glébov, puesto que él, Ippolit, «habría sido mejor en aquel [remoto] tiempo…». Teréntiev le replica que no trate de consolarlo, y cuando por fin le solicita su opinión sobre «cuál sería para mí el mejor modo de morir. Para irme lo… más virtuosamente posible», Mischkin le contesta con una frase inmarcesible, otra de las frases más asombrosas y sublimes de toda la novela: «Pase de largo ante nosotros y perdónenos nuestra felicidad-dijo el príncipe en voz queda». Resulta tremendo: Perdónenos nuestra felicidad. A pesar de su risa irónica e insincera, Ippolit quédase desarmado. ¿Habrá pretendido Dostoyevski burlarse de su héroe, como presupone León Chestov? Porque, se interroga el pensador existencialista ruso, ¿pueden hacerse preguntas semejantes? ¿Es posible salir airoso en la respuesta? Chestov subraya la manera de preguntar de Ippolit: «para que resulte lo más virtuoso posible». Es como si Dostoyevski «no hubiera podido resistir al deseo de sacarle la lengua a su propia sabiduría». A la osadía de Ippolit, la respuesta «escandalosa» del príncipe. Continúa Chestov: «Dostoievsky no tuvo la audacia de obligar al pobre muchacho a que se inclinara ante la impudente santidad del príncipe. Y la voz tierna, que en tales circunstancias no deja de surtir efecto nunca, no dio en este caso resultado alguno, al igual que la palabra mágica "perdone"»[95]. Según Chestov, una de las diferencias más importantes entre Dostoyevski y Tolstoi, que en este pasaje puede advertirse con meridiana claridad, es que mientras el primero «deseaba obtener una respuesta real a la pregunta hecha por Hipólito, y no solamente ofrecer al público una obra de arte», el segundo «en cambio […] está profundamente convencido de que no hay respuesta posible y de que, por consiguiente, es necesario levantar entre la realidad, por una parte, y el lector y él mismo, por otra, una ficción artística»[96].

Como si de un mal presagio se tratase, Aglaya, la víspera misma de la velada, ya muy tarde, a eso de las doce de la noche, aprovechó el momento en que el príncipe se marchaba de la dacha de las Yepánchinas en dirección a la suya, para despedirlo a solas y hacerle algunas advertencias, en previsión de su modo de proceder al día siguiente, delante de unos invitados tan importantes. El príncipe insiste en que no tiene nada que temer, que no se moverá de su sitio, que no hablará de nada que pueda alterarlo, que no hará gestos inoportunos con los brazos y con las manos. Ella, un poco irónicamente, pero sin maldad alguna, le dice que si tiene irremediablemente que suceder algo que sea al valioso jarrón de China, pues eso hará que su madre se eche a llorar delante de todos. Que, por tanto, se siente lo más cerca posible del jarrón y lo haga añicos. A estas ironías, Mischkin le asegura que se sentará lo más lejos posible del valioso objeto y que permanecerá quietecito. Al final del breve diálogo, en el que se ha reforzado su personalidad orgullosa y rebosante de pudor, Aglaya, que está otra vez a punto de estallar, pues él le insinúa que lo mejor es que no vaya a la fiesta, que se quede en su casa, cuando en realidad todo se ha organizado por él, con el fin de presentarlo a los invitados de sus padres, se contiene ante las, como siempre, inesperadas palabras del príncipe: «A mí me gusta la mar que usted sea una niña así: ¡una niña tan buena, tan buena! ¡Ah, y qué hermosísima puede usted ser, Aglaya!». ¡Cómo va a enfadarse ante esto! Querría, «pero, de pronto, un sentimiento inesperado para ella misma apoderóse de toda su alma en un momento». Sin querer, se pone colorada, y, en cuanto puede, aprovechando que la llaman, vuelve al lado de sus padres.

Lejos de haber quedado tranquilizado, el príncipe, como recordábamos antes, pasó una noche muy agitada. Por fin llega la tan esperada velada en casa de las Yepánchinas (capítulo VII), tan cuidadosamente preparada por Lizaveta Prokófievna, pues a la recepción, además de otros encopetados e insulsos personajes, asisten un no menos vulgar viejo dignatario, al que el general Iván Fiodórovich Yepanchin está muy interesado en agradar, y una tal Bielokónskaya, una señora de edad avanzada y perteneciente a la nobleza, que es madrina de Aglaya y ha considerado siempre a Lizaveta Prokófievna, a la que ve como muy inferior a ella, como su protegida, y a la que la propia generala se desvive también en complacer, en perfecta coincidencia en este punto con su marido, hasta rayar casi en la adulación. El príncipe llega sobre las nueve de la noche. Al principio, durante un buen rato, está tranquilo, sosegado, incluso un tanto aislado, aunque respondiendo muy cortésmente a cuantas preguntas le formulan los anodinos invitados. Pero, finalmente, sucede lo que tenía que suceder, como algo inevitable, como un fátum inexorable que pareciera perseguirlo y contra el que es inútil oponerse. Todo sucede por algunas opiniones intrascendentes emitidas por el viejo dignatario acerca de los jesuitas, encarándose directamente con el príncipe, sin sospechar siquiera su reacción, y comentarle sin maldad ninguna que tiene entendido que es un hombre muy religioso. Lo que se produce en Mischkin es, literalmente hablando, una transformación, una metamorfosis completa, una transfiguración. Nunca lo habíamos visto así antes ni lo veremos después. Hasta choca comprobar la calma aparente que mantendrá algunos días más tarde delante del cadáver de Nastasia Filíppovna en presencia de su asesino. Pero ese impreciso tema de índole religiosa que se apodera, sin pretensión expresa de nadie, de la conversación, hacen de él otra persona, absolutamente ida, enajenada, casi un profeta, un visionario, alguien que está poniendo tal pasión en lo que dice, está tan absorto y entregado a su espontáneo razonamiento, que hasta puede dar miedo. En esta memorable intervención, la más destacada de carácter religioso, político y socio-histórico de toda la novela, Mischkin expone algunos de sus más profundos pensamientos, que no tienen por qué coincidir exactamente, pero que tampoco sería exagerado afirmar que muchos de ellos son los del propio Dostoyevski. Es la única vez que vemos al príncipe agitado, transido de cierta violencia en las palabras, por ese nervio vehemente que las atraviesa como un afilado cuchillo, y esta actitud, sin que podamos evitarlo, nos evoca esa única vez en que Jesús pierde su habitual calma interior, esa paz infinita que emanaba de su figura inundándolo todo, y empuña con energía el látigo para expulsar a los mercaderes del atrio del Templo de Jerusalén (Jn 2, 13-22).

Su excitación y su transporte son tales, que, al final, termina por romper el valioso jarrón chino de la estancia en que se encuentra, tal y como había pronosticado el día anterior Aglaya. Esto maravilla sobremanera al príncipe, precisamente por el hecho de que, a pesar del sumo cuidado que había puesto en que tal cosa no sucediera, terminó acaeciendo, cual si de una profecía se tratase. Y eso que, como dijimos más arriba, había estado toda la noche anterior sobrecogido ante esa posibilidad, resolviéndose a evitarla como fuese. Sin embargo, ocurrió.

Además, su grado de excitación y de enajenación al hablar fueron tales, que, ante el asombro general y la impotente pena de Lizaveta Prokófievna y de Aglaya, terminó por darle un ataque epiléptico, delante de todos, si bien «leve» (como se dice un poco más adelante, en el capítulo VIII), pero que lo postró en la alfombra. Aglaya, al intuir que este desenlace era inminente, «con horror, con el rostro descompuesto de pena», después de acercarse a él y cogerle la mano, «oyó el salvaje grito del espíritu que sacudía y derribaba al desgraciado».

La disertación del príncipe es, esencialmente, de carácter religioso y espiritual, contraponiendo lo que él considera el verdadero cristianismo, el cristianismo ortodoxo ruso, al falso cristianismo, el catolicismo de la Iglesia romana, un catolicismo que, precisamente por su fariseísmo, por su históricamente comprobada ambición de poder temporal[97]por su desnaturalización del mensaje original de Jesús, ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo. El príncipe llega incluso a decir que «el catolicismo romano es todavía peor que el propio ateísmo», precisamente por su falsedad, por su afrenta a Cristo, por su anhelo insaciable de dominio universal, pues «cree que sin el dominio universal no podrá subsistir la Iglesia en el mundo: grita: Non possumus![98]» El catolicismo romano no es más que una continuación del Imperio romano de Occidente, y hasta el dogma católico está subordinado a esa idea. En el Papa de Roma, además de haber «empuñado la espada», se encierra «la mentira, la picardía, el engaño, el fanatismo, la superstición y el crimen», habiéndolo vendido todo por el afán de riquezas temporales. El ateísmo, el socialismo ateo, nacen de la «desesperación», «de la oposición al catolicismo en sentido moral, para ocupar el puesto del perdido poder moral de la religión, para apagar la sed espiritual de la Humanidad sedienta y salvar a ésta, no por Cristo, sino por la fuerza…»; ambos, el ateísmo y el socialismo ateo, están dominados por la fuerza, por la imposición. El príncipe defiende un pensamiento profundamente cristiano, evangélico[99]pero también de carácter eslavófilo, rusófilo, es decir, que Rusia, la santa Rusia, está llamada a liberar espiritualmente a Europa y al mundo. «¡Es menester -dice el príncipe a sus incrédulos oyentes- que refulja, en contraposición al Occidente, nuestro Cristo, que hemos conservado, y al cual ellos no conocen!» Más adelante, siguiendo con su ardiente plática, Mischkin habla de lo fácil que es que el ruso se haga ateo, y ello no se debe sólo a una cuestión de vanidad, «sino de dolor de alma», «de nostalgia por un objeto supremo», «por una patria en la que [los rusos] han dejado de creer», porque nunca la han conocido. De ahí que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión. Como decía un mercader de la secta de los viejos creyentes, «quien de su tierra reniega, de Dios reniega», recuerda el príncipe. «Porque basta pensar que, entre nosotros, personas muy instruidas se han hecho jlisti [100]¿Y en qué, después de todo, es peor el jlistismo que el nihilismo, el jesuitismo[101]o el ateísmo? ¡Hasta es posible que sea más profundo!». Al hombre ruso hay que revelarle el mundo ruso; «mostradle en lo por venir la renovación de toda la Humanidad y su resurrección, quizá por el solo pensamiento ruso, por un Dios y un Cristo rusos, y veréis qué gigante fuerte y justo, sabio y dulce se desarrolla ante el Universo…».

También se detiene a reflexionar unos momentos sobre la nobleza rusa, sobre la clase aristocrática, de la que duda que todavía exista en su sentido de guía espiritual y moral del pueblo ruso. Por último, al final de su encendida alocución, aflorará, asimismo, su inconmensurable humildad, el creerse ridículo, incapaz de expresar una idea, una idea capital: «… porque la sinceridad no vale por el gesto». Es decir, no porque gesticule y parezca ridículo, deja de ser sincero. Incluso dice que «yo soy a veces un villano, porque pierdo la fe». Para alcanzar la perfección hay que empezar por no comprender muchas cosas. «Consagrémonos a servir».

Todas estas apretadas y densísimas palabras del príncipe, en las que sin duda hay mucho del pensamiento de Dostoyevski, aunque, como bien indica E. H. Carr, sería un grave error confundir de modo simplista al escritor con sus personajes[102]requerirían una prolija explicación, en realidad un nuevo ensayo, pues en ellas están contenidas cuestiones esenciales que preocupaban a Dostoyevski, y todas están tan enlazadas entre sí, que unas nos llevarían necesariamente a las otras, lo que dice Mischkin nos remitiría a lo que dicen otros personajes dostoyevskianos de otras novelas suyas, y así hasta adentrarnos de tal modo en el pensamiento del novelista, que nos apartaría por completo del propósito de estas líneas, que deben concentrarse en El idiota. Sin embargo, sí resulta ineludible hacer algunas precisiones y dar ciertas explicaciones en relación a las palabras del príncipe, a fin de evitar, en la medida de lo posible, malentendidos, aunque también conviene resaltar que el pensamiento político-religioso de Dostoyevski ofrece notorias contradicciones, y, sobre todo, en lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el papel de Rusia en el mundo como faro espiritual, las tensiones entre Rusia y el Occidente, y el significado concreto de «pueblo» y de un «Cristo ruso»[103], no se articula en un conjunto sistemáticamente estructurado, sino todo lo contrario, disperso, a veces confuso, donde las opiniones parecen entrar en conflicto unas con otras, y, lo que resulta aún más descorazonador, donde las opiniones vertidas en su extensísimo Diario de un escritor, a veces, por el modo como han sido redactadas, pueden prestarse fácilmente a simplificaciones excesivas o a acusaciones de burda ideología reaccionaria y ultramontana. A mi juicio, este tipo de conclusiones resultan muy injustas con Dostoyevski, que es un autor que no puede ser gratuitamente descontextualizado; sobre todo, que no puede ser apartado de Rusia, de su tradición histórica y de la acelerada evolución de las ideas en su propia época, evolución a la que él contribuye de una manera decisiva. Por eso, me parece improcedente la apreciación de Hallett Carr, que, en realidad, va dirigida principalmente contra Nicolás Berdiaev, cuando afirma que «los críticos que ven en Dostoievski por encima de todo a un pensador no tienen mucho que hacer con El idiota, ya que los pocos pasajes que dedica a cuestiones filosóficas son los más flojos del libro»[104]. Ni creo que esos pasajes sean flojos, sino más bien muy escasos, ni estimo que puedan separarse de manera clara en Dostoyevski, como da a entender el historiador británico, la ética y la religión; más bien diría que son inseparables, aunque es evidente, y así lo he reconocido en el propio título de este ensayo, que a Dostoyevsky le preocupa sobre todo en El idiota perfilar el ideal ético[105]mientras que la problemática religiosa, el ateísmo y el nihilismo, se agudizarán extraordinariamente en Demonios y en los Karamazov.

Mischkin afirma que la Iglesia romana ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo, precisamente por su ambición de poder temporal y su afán de riquezas, y la mejor prueba de ese ateísmo, no son precisamente las palabras del príncipe, que no demuestran nada, pues están expresando una idea, sino lo que le confiesa el Gran Inquisidor a Jesús en Los hermanos Karamazov, que constituye un proyecto perfectamente planificado de Estado totalitario. Aunque las palabras del anciano nonagenario haya que interpretarlas, ante todo, en clave rusa, son, asimismo, extensibles a Occidente. Pero la vehemente y compulsiva exposición de Mischkin, que sin duda hace de manera muy explícita a la Iglesia de Roma responsable del ateísmo que se ha ido desplegando en el Occidente cristiano, especialmente desde el Renacimiento y la Reforma protestante, ya que entrambos magnos sucesos propiciarán un tipo de Humanismo cada vez más alejado de Dios, y, por consiguiente, más próximo a un endiosamiento o divinización del hombre, esto es, un proceso que conducirá paulatinamente de la creencia en el Dios-Hombre a la creencia en el hombre-dios[106]progreso que hallará su culminación, primero, entre los materialistas franceses de la Ilustración y del siglo XVIII, y, segundo, en el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (cuyo camino había sido desbrozado esencialmente por Spinoza, pero también por Lessing), hasta desembocar, por un lado, en la corriente materialista y dialéctica de Feuerbach-Marx[107]y, por otro, en la corriente vitalista de SchopenhauerNietzsche, sin olvidarnos de Augusto Comte y el positivismo como transmutación de la Ciencia en una nueva religión, aquella exposición de Mischkin, decíamos, no puede ensombrecer lo que él mismo afirma muy poco después, a saber, que también el ateísmo y el socialismo ateo están apoderándose de Rusia; ahora bien, esta creciente ideología anticristiana en Rusia, más que deberse a la influencia europea, que ni mucho menos puede descartarse en precursores del nihilismo como Bielinsky o en revolucionarios como Alexander Herzen o el propio Mijaíl Bakunin, ante todo hunde sus raíces en la propia historia de Rusia, porque el nihilismo ruso, que es intrínsecamente ateo y que se va a convertir en el modo de pensar característico de la intelligentsia rusa del siglo XIX, es imposible de entender sin conocer lo que ocurrió en Rusia en la esfera político-religiosa desde el siglo XVI en adelante. Intentaré resumirlo a grandes rasgos.

De una parte, en ese siglo XVI, están las enseñanzas del monje Filoteo (Filofej), que en 1524, desde el monasterio de San Eleazar (San Lázaro) de la ciudad de Pskov, envía una carta al Gran Príncipe Basilio III, hablándole de Moscú como de la Tercera Roma, una vez caída la segunda, que ha sido Constantinopla, y sin posibilidad alguna de que pueda haber una cuarta[108]de otra parte, y de mucha mayor trascendencia, está la reforma religiosa emprendida por Nikon -Patriarca de Moscú entre 1652-1666- con el apoyo del zar Alejo I Romanov y de la jerarquía eclesiástica, una reforma que consistirá primordialmente en permitir la influencia de la Iglesia ortodoxa griega en Rusia, en modificar los contenidos de los libros santos y ciertos aspectos de la liturgia, de tal manera que muchos la consideran una traición y terminan provocando un cisma. Aparece un reino ortodoxo «invisible», que se retira al desierto, huyendo de la persecución. Berdiaev señala que «la forma exagerada del cisma, el Bespopóvstvo o la comunidad sin sacerdotes, que reniega de toda jerarquía eclesiástica, está empapada de elementos apocalípticos» (esperanza ferviente en una salvación futura) «y escatológicos» (el fin de los tiempos), «al mismo tiempo que nihilistas con respecto a la Iglesia organizada, el Estado y la cultura». Ya tenemos, pues, esta forma embrionaria de nihilismo estrechamente emparentada con el apocalipticismo en Rusia[109]

Lo que acontece desde ese momento hasta el decenio de 1860-1870, que es cuando toman cuerpo las ideas del populismo ruso y del nihilismo, lo ha sintetizado con gran rigor y penetración Berdiaev. Ante todo, que «el monarquismo de los viejos creyentes se trueca en anarquismo». En segundo lugar, que los síntomas profundos del cisma, tales como la ruptura entre el pueblo y el poder eclesiástico, entre el pueblo y las capas cultas de la sociedad, se vuelven cada vez más tremendos. La Reforma de Pedro I el Grande (1689-1725), tan implacable, acentuó este proceso. Las reformas, continuadas después por Catalina II la Grande (1762-1796), potenciaban la occidentalización frente a las tradiciones rusas. Es muy interesante esta observación psicológica: «La actividad de las masas con respecto al poder se vuelve huraña, desconfiada y hostil». Pero esas tendencias cismáticas y escatológicas se secularizan en el siglo XIX, afectando a la minoría intelectual, a la intelligentsia rusa. Esta intelligentsia del siglo XIX es disidente y vive de espaldas al presente, a la Rusia imperial, volviendo sus ojos a un pasado idealizado anterior a Pedro el Grande. Esta minoría intelectual y cultivada se distancia cada vez más del pueblo, y, además, en su estructura psíquica se opera la espera en una catástrofe final, donde «lo negativo» se convierte «en absoluto» y se acentúan las «tendencias extremistas». «La energía social creadora -sostiene Berdiaev- no podía realizarse libremente en las condiciones de vida de los rusos del siglo XIX, es decir, no estaba dirigida hacia una construcción social concreta, y así se replegó en sí misma, transformando la estructura del alma y provocando una tendencia apasionada hacia el ensueño social, hacia la utopía, acumulando así en el inconsciente elementos explosivos». El único que vio esto con total claridad fue Dostoyevski. Se dio cuenta que «el socialismo ruso era» en realidad «un problema religioso, relativo a Dios y a la inmortalidad, a la transformación completa y radical de la vida humana, no un problema político». La mayoría de la minoría intelectual rusa del siglo XIX profesaba el socialismo entendido como una nueva religión, determinando así todos sus criterios morales[110]Ahora sí se comprenden perfectamente las palabras de Mischkin de que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión.

No podemos entrar aquí ni siquiera en un somero análisis de por qué se produce en Rusia, y no en ninguna otra parte, el fenómeno del bolchevismo. Pero sí debemos constatar, al menos, dos cosas: la primera, que el bolchevismo es una consecuencia directa de ese nihilismo que se ha apoderado de la intelligentsia rusa, un nihilismo ya no sólo ateo, sino de un extremismo atroz y resuelto a pasar a la acción revolucionaria con una lógica fría, calculadora y matemática, dando pasos muy meditados, aunque en ocasiones hubiese que improvisar y cambiar la orientación inicial transitoriamente[111]La segunda, es que Dostoyevski ve con una lucidez espantosa todo lo que se avecina; punto por punto, toda la actuación bolchevique está ya contenida en la manera de proceder de los quinqueviros de Demonios y en la ideología del Gran Inquisidor. Esto, naturalmente, no aparece en El idiota, puesto que su propósito es otro, pero conviene no olvidarlo. Dostoyevski es, efectivamente, un profeta o un visionario que se adelanta decenios a lo que vendrá, pero esa dimensión profética del contenido de sus últimas grandes novelas se debe principalmente a su profundo conocimiento del mundo de las ideas en Rusia y de la evolución espiritual e intelectual de la intelligentsia rusa, a su asombroso conocimiento, sin duda sin punto de comparación posible con nadie, de las tendencias más hondas y esenciales del alma rusa, del pueblo ruso, que le permitirán prever el destino de Rusia en el futuro a una distancia de decenios. Creo que todo esto debe subrayarse, entre otras razones, porque con frecuencia se olvida la inmensa equivocación de Carlos Marx, quien estaba convencido que la revolución socialista habría de producirse necesariamente primero en los países más industrializados, en Gran Bretaña y en Alemania, precisamente porque, según su reduccionismo dialéctico de la lucha de clases como motor de la historia, y su, hasta cierto grado, determinismo económico, sería en esas adelantadas naciones donde las insoportables contradicciones de clase terminarían por provocar el ansiado estallido revolucionario socialista. Jamás se le ocurrió pensar en Rusia. Lo hubiese considerado un insulto a su inteligencia, y a la, para él, muy fundamentada opinión propia de cómo funcionaba el sistema económico capitalista. Uno de los más graves errores de Marx es haberle concedido una preeminencia prácticamente absoluta a la economía frente al mundo de las ideas, que, para él, carecía de autonomía propia.

La otra gran cuestión que plantea Mischkin en su sorprendente intervención ante la atónita concurrencia, es la cuestión del papel de Rusia en la evolución religiosa y espiritual futura del mundo, el destino de la que él llama la «santa Rusia» a este respecto, cuya máxima concreción y expresión quizá sea esa extraña idea, o, más bien, extraña creencia en un «Cristo ruso», que, a su vez, plantea el arduo y casi insoluble problema de la eslavofilia o de la rusofilia religiosa de Dostoyevski, ideas nacionalistas político-religiosas que parecen desprenderse de las palabras del príncipe y que supuestamente habrían sido profesadas sin fisuras por el propio escritor. Sin propósito alguno de incidir en el error de confundir a Dostoyevski con el príncipe Mischkin, no creo que tampoco pueda juzgarse descabellado pensar que la mayor parte de las cosas que dice el protagonista de la novela son opiniones personales del escritor, y más en este delicado asunto, por el que Dostoyevski era ya no sólo muy conocido en Rusia, sino que en más de un aspecto era un referente ideológico fundamental para un creciente número de intelectuales cristianos de su país. Suponiendo que así fuera, esto es, que exista una razonable correlación entre las ideas del novelista y las del personaje literario del príncipe, el problema, en vez de resolverse o entrar en vías de solución, se agrava y se enrarece aún más. ¿Por qué? Pues porque, en lo que atañe a la idea de Dostoyevski sobre el supuesto liderazgo religioso de Rusia en el mundo, sobre su papel mesiánico evangelizador respecto de una Europa cada vez más descreída, sobre el «destino de Rusia» y qué significa exactamente eso de un «Cristo ruso», su obra está plagada de contradicciones, de ambigüedades, e incluso, como es palpable en el Diario de un escritor, de «chovinismo», un término probablemente muy duro para aplicarlo a un espíritu tan universal como era Dostoyevski, pero que Berdiaev, que siente por él una admiración incomparable con cualquier otro escritor, filósofo o artista que haya existido, no duda en emplear[112]

Estoy de acuerdo con Berdiaev en que, en el fondo, más que plantearse el problema religioso como el fundamental de las grandes obras de Dostoyevski, incluido el ateísmo y la creencia en Dios, lo que de verdad subyace en ellas es, ante todo, el intento de resolver un problema de carácter antropológico, que tiene que ver con el destino del hombre y con su libertad. Es decir, que lo que de verdad tortura a esa alma incandescente que era la de Dostoyevski, es el enigma del espíritu humano[113]del destino de la criatura humana, arrojada a este valle de lágrimas. Esto significa, y es importante subrayarlo, sobre todo frente a quienes han pretendido llevar a cabo una distorsión manipuladora de su pensamiento en sentido reaccionario, que a Dostoyevski, más que la teología, le preocupa la antropología[114]Para resolver el problema de Dios hay necesariamente que pasar por el hombre, o, dicho de otra manera, que el misterio de Dios se revela para él a través del misterio de lo que sucede en las profundidades del alma humana[115]En este sentido, nadie ha capuzado, por parafrasear a Walter Pater cuando nos habla de la dama submarina del Louvre, en mares más profundos, profundidades abisales, que producen vértigo y hasta espanto. No puede extrañarnos, pues, la honda impresión que su lectura causó en otro inmenso espíritu intempestivo, en Federico Nietzsche. Si el solitario de Sils Maria intuyó por vez primera en agosto de 1881 (medio año después de la muerte del novelista ruso) lo que él llamaba su «pensamiento más abismal», la idea del «eterno retorno», Dostoyevski había explorado, a su vez, las más recónditas e inaccesibles profundidades del alma humana, donde se elaboran las grandes pasiones, las grandes creencias y los grandes descreimientos.

En cuanto al tema de Rusia y a su supuesta eslavofilia, Berdiaev opina que a Dostoyevski no se le puede imaginar fuera de Rusia, ya que él encarna como nadie el espíritu de Rusia. Su concepción de lo que él llamaba el «pueblo ruso» es una concepción mesiánica, y por «pueblo ruso» entendía principalmente que era el que estaba compuesto por los mujiks, esto es, por los campesinos pobres[116]El pueblo ruso es para él el pueblo «portador de Dios»[117]. Pensaba, como se ha dicho antes, que las naciones de Europa se habían apartado de Dios y del cristianismo, pero su relación con Europa es ambivalente, contradictoria[118]una relación conflictiva de amor-odio. Él mismo viajó mucho por Europa y llega a afirmar que cuanto más europeo se siente un ruso, más ruso es. Pero entre los rusos y los europeos occidentales existen para él diferencias casi insalvables. Una de ellas es que mientras el alma rusa es mística y apocalíptica, mientras que los rusos no saben controlar sus pasiones, los europeos son disciplinados en materia religiosa y en materia cultural. Para Berdiaev, el «populismo religioso» de Dostoyevski se aparta del populismo de la intelligentsia rusa, así como de las dos corrientes principales del populismo: la materialista y la religiosa[119]A diferencia de la mayor parte de los críticos y estudiosos de Dostoyevski, Berdiaev no lo considera exactamente un eslavófilo, o, al menos, un eslavófilo en el sentido normal y corriente del término. Una de las mayores discrepancias que mantiene con los eslavófilos[120](Alexei Stepánovich Jomiakov, Konstantin Sergueevich Aksakov y su hermano Iván Sergeyevich Aksakov, Iván Vasilyevich Kireevsky y su hermano Piotr) es que él ya pertenece a «una época que se vuelve religiosamente hacia el Apocalipsis»[121]. El mesianismo de Dostoyevski no es nacionalista. La concepción que tiene del pueblo ruso como del pueblo «portador de Dios», es una concepción mesiánica universal, no nacionalista[122]Pero Berdiaev entiende que la falta de claridad y la confusión de Dostoyevski en relación con la idea de «pueblo», está en que entendía como «pueblo» un organismo místico constituido por los campesinos pobres. Pero esa pretendida «verdad popular» no la extrae en realidad Dostoyevski del pueblo, sino de las profundidades de su propio espíritu. «El destino del hombre ruso -nos recuerda Berdiaev que dice Dostoyevski- es indiscutiblemente ser europeo y universal […] Para un auténtico ruso, Europa y toda la gran tribu aria son igual de valiosas que la misma Rusia, que la propiedad de su tierra natal, porque nuestro destino es un destino universal»[123]. Precisamente, Dostoyevski lo que hace es advertir del peligro de la conciencia mesiánica populista, nacionalista, no universal, aunque, a veces, sucumbe a la tendencia pagana de la ortodoxia, subordinando el universalismo cristiano al nacionalismo religioso, el logos universal al elemento popular[124]

Ya hemos hecho mención del notabilísimo ensayo de crítica literaria escrito por Dmitri Merejkovsky, entre 1900-1901, sobre Tolstoi y Dostoyevski. En 1906, con motivo del veinticinco aniversario del fallecimiento de Dostoyevski, escribió Merejkovsky otro ensayo sobre el escritor, relativamente breve, de menos de doscientas páginas, pero extraordinariamente denso y profundo, al que ya nos hemos referido, titulado El profeta de la revolución rusa [125]La inmensa mayoría de las citas de Dostoyevski contenidas en el ensayo pertenecen a Demonios, a Los hermanos Karamazov y al Diario de un escritor [126]No es este el lugar, ni mucho menos, de hacer una semblanza biográfico-intelectual del brillante crítico, novelista, pensador, místico y escritor ruso Merejkovsky, asociado al movimiento del simbolismo en Rusia[127]como tampoco la hemos hecho de su amigo Nicolás Berdiaev, con el que mantenía, sin embargo, sonoras diferencias en su interpretación del pensamiento de Dostoyevski. Pero no está de más advertir al lector que se trata, en el caso de Merejkovsky, de una personalidad espiritual extremadamente compleja, con multitud de rasgos que lo emparentan, a veces en una relación casi patológica, con Dostoyevski y con Vladímir Soloviev[128](1853-1900), cuyas obras, las de ambos, conocía con una profundidad que, a mi juicio, sólo es equiparable a la de Berdiaev. Este es uno de los problemas, pero también una de las indiscutibles ventajas, de apoyarse en este tipo de autores, a saber, que se trata de pensadores profundos que hablan sobre un pensador más profundo todavía, Dostoyevski, que, como ellos mismos reconocen, es, en el caso de Berdiaev, el autor que más ha influido en su vida, y, en el caso de Merejkovsky, el más querido por él, el que más ama[129]

Una de las mayores dificultades para comprender correctamente a Dostoyevski, según Merejkovsky, es que, bajo la máscara de la reacción, de un pensamiento a veces ultraconservador, se escondía a un profeta de la revolución, de la revolución religiosa y místico-espiritual, claro está, aunque también anuncie con pavorosa exactitud la otra revolución, la anticristiana y bolchevique, incubada ya en las entrañas mismas del nihilismo ruso. La envoltura exterior de Dostoyevski puede parecernos a veces muerta, algo así como una «mentira transitoria», pero el corazón de ese fruto es un corazón de «verdad eterna», puesto que él, más que ningún otro, nos ha mostrado el camino hacia el Cristo que habrá de llegar, esto es, el reino de Dios sobre la tierra, que, cuando se aproxime, será fácilmente confundible con el reinado del Anticristo[130]¿Cuál es, según Merejkovsky, la idea fundamental de Dostoyevski, y cuál es, al mismo tiempo, su error capital? La idea fundamental es que el campesinado pobre es el cristianismo, o, si se quiere, que el cristianismo es el campesinado pobre. El error, que el pueblo ruso, ese campesinado pobre, es para él ortodoxo religiosamente hablando, lo que implica que quien no comprenda la ortodoxia no podrá nunca comprender al pueblo ruso[131]Es decir, que Dostoyevski confunde, al menos aparentemente y si sólo nos dejamos guiar por una lectura literal o superficial de sus anotaciones y reflexiones en el Diario de un escritor, la verdad del cielo, el supuesto cristianismo auténtico por venir, con la verdad de la tierra, que no sería otra que la supuesta verdad de la ortodoxia de la Iglesia rusa, íntimamente vinculada a la autocracia zarista. Esa ansiada unión, pues, sería imposible, nunca se produce. Tiene toda la razón del mundo el príncipe Mischkin cuando se refiere a la ambición de poder temporal de los pontífices romanos, y cómo, de este modo, el Papado ha traicionado la esencia misma del mensaje evangélico de Cristo, pero también la Iglesia rusa ortodoxa, en su alianza con la autocracia zarista, aunque esto no lo dice ya el príncipe, sino Merejkovsky basándose en múltiples textos dostoyevskianos, ha traicionado a Cristo y ha hecho posible un reino que más bien parece el del Anticristo. El «Cristo ruso» es el zar ruso[132]y esto no tiene ya nada que ver con el cristianismo, sino con los jlisti. La autocracia es el Anticristo[133]Según Merejkovsky, al final dióse cuenta Dostoyevski «que era imposible descubrir un sentido universal en el Cristo ruso, ateniéndose al terreno de la ortodoxia»[134]. A la postre, triunfa su universalismo cristiano, su creencia profunda en Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, el Resucitado. Las palabras traicionan a Dostoyevski, por no explicarlas a veces suficientemente, como cuando opone «teocracia» a «democracia», que son términos que, para él, no tienen el significado que habitualmente les damos los occidentales. La democracia, para Dostoyevski, ha permitido el reino del demonio, del afán ilimitado de riquezas materiales, de la explotación del humilde, del alejamiento de Dios, de la deificación del hombre y de la ciencia, apartando al hombre de Cristo y del reino del Espíritu, alejando al hombre de los sencillos y humildes, de los pobres de espíritu, de los niños, de los humillados y de los ofendidos, de los pecadores, de los lisiados, de los enfermos, de los «idiotas». La teocracia no es en Dostoyevski, como nosotros creemos cuando nos referimos a ella al hablar del antiguo Egipto faraónico, o de Israel bajo los asmoneos, o de la Ginebra de Calvino, el gobierno de los sacerdotes, el dominio temporal del clero, sino el reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, basado en el amor, en la fraternidad, en la compasión, alejado por completo del deseo de bienes materiales superfluos, de la violencia, del poder de unos sobre otros, sobre todo de los poderosos sobre los débiles. Por eso se ha hablado con razón de un ideal utópico en Dostoyevski, una especie de anarquismo cristiano, pero donde el término «anarquismo» equivale a ausencia de imposición: no se puede imponer la verdad revelada. Pero el cristianismo de Dostoyevski -y esto lo vincula paradójicamente con Nietzsche, aunque en un sentido muy distinto del pensamiento que tenía Nietzsche sobre esta cuestión esencial, además de tener en cuenta que mientras que el autor del Zaratustra había leído, si bien en malas traducciones, a Dostoyevski, éste ni siquiera sabía de la existencia de aquél- no renuncia ni traiciona a la tierra, ya que supone una nueva fidelidad a ella, un nuevo amor y un nuevo abrazo, que consiste, nada menos, en que no podemos amar por separado el cielo y la tierra (como Mischkin no podía amar por separado a Aglaya y a Nastasia), que no podemos optar por uno o por la otra, sino que cielo y tierra están inextricablemente unidos, esto es, la verdad del cielo es inseparable de la verdad de la tierra. Esta es la gran revelación del cristianismo a la cultura rusa y universal, una revelación hecha a través de Dostoyevski. De ahí las extraordinarias palabras de Merejkovsky intentando explicar lo que Dostoyevski quería decirnos cuando hablaba de que «el misterio terrestre entra en contacto con el misterio de las estrellas»: «Mientras no amemos el cielo o la tierra hasta el extremo límite, nos parecerá, como a Tolstoi y a Nietzsche, que uno de esos amores excluye al otro. Sin embargo, es necesario amar la tierra hasta el fin, hasta el extremo borde del cielo; hasta la tierra. Solamente entonces comprenderemos que se trata de un único amor y no de dos; que el cielo está unido a la tierra y la abraza»[135]. Es en aquel «contacto» del que habla Dostoyevski «donde reside la esencia, si no del Cristianismo histórico, al menos de la doctrina de Cristo». No «asaltar los cielos»[136], como anhelaba el poeta-filósofo Hölderlin, a fin de transmutar al hombre en un dios, sino creer en las palabras del Padrenuestro: ¡Venga a nos el Tu reino! ¡Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo! «Entonces, cielo y tierra no serán dos, sino uno, al igual que Yo y mi Padre hacemos Uno. Es la sal de la doctrina cristiana»[137]. Esto fue lo que Dostoyevski «anunció con extraordinaria fuerza»[138], una fuerza desconocida que no volverá a darse probablemente nunca en hombre alguno.

Dejamos en este punto las reflexiones en torno a las palabras pronunciadas por el príncipe durante la velada sobre su particular visión de la religión, y retomamos el hilo de la narración.

El día siguiente a la velada, muy avanzada la tarde, tiene lugar el encuentro, requerido por Aglaya Ivánovna, entre ésta y Nastasia Filíppovna, en presencia del príncipe y de Rogochin, en la casa que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk (capítulo VIII). Asistimos a una lucha sorda y soterrada sin igual entre ambas rivales, en la que Aglaya manifiesta de modo ostensible signos de superioridad, si bien hace esfuerzos por mantener la dignidad sin ser traicionada por los celos, pero éstos acaban por impedirle el autodominio que se había impuesto a sí misma. Aglaya, en efecto, está devorada por los celos, y quiere resolver de manera definitiva sus insufribles dudas sobre si el príncipe siente amor por Nastasia, o, más precisamente, cuál es en concreto la relación que mantiene con ella. Aglaya le suelta a su competidora, en un duelo en el que todo se tensa a medida que avanza el diálogo entre ambas, que sólo se ama a sí misma, y la prueba de ello son las tres cartas que le ha enviado; «usted sólo puede amar a su propio oprobio y el constante pensamiento de que está usted deshonrada y de que la han ofendido. Si su ignominia fuese menor o no existiese en absoluto, sería usted desgraciada». Pero Nastasia, que permanece sentada, se mantiene en calma, casi imperturbable, recibiendo la cascada de acusaciones como si se las mereciese, como una penitencia autoimpuesta. Un poco más adelante, Aglaya le lanza que el propio príncipe le ha dicho que sólo siente piedad por ella, por Nastasia, «y que cuando se acordaba de usted, su corazón parecía como si estuviese traspasado para siempre». Pero, de modo gradual, vámonos dando cuenta de que Aglaya ha juzgado demasiado severamente a Nastasia, sobre todo en lo que se refiere a que sea una mujer vanidosa y una perdida. Nastasia, en el fondo, como indica tan oportunamente el narrador, es una «soñadora» y posee mucho de «fantástica». A todo este lance, Rogochin asiste en silencio, mientras que el príncipe va sumiéndose en un estado de creciente dolor e impotencia. Nastasia, sin perder el sosiego, al menos aparente, le responde que cómo se atreve a juzgarla; que ella, Aglaya, ha concertado esta cita por miedo, por miedo a ella, a Nastasia, y a quien se teme no se le desprecia. Si se ha presentado ante ella, es porque anhela desesperadamente saber a quién de las dos quiere el príncipe, ya que los celos no le permiten vivir. Su actitud la ha decepcionado, pues se la había imaginado más inteligente, y, además, está mintiendo cuando afirma que el príncipe ya no la ama. Sin embargo, está dispuesta a perdonarla. Hay un breve momento de debilidad por parte de Nastasia, dejándose llevar por el llanto, pero, de pronto, inesperadamente, se desata la tormenta, como un terrible vendaval que todo lo arrasa. Nastasia, como una loca, como una trastornada, reta con energía inusitada a Aglaya, quien termina por asustarse y decide abandonar de inmediato la casa. Pero antes de que eso ocurra, Nastasia le recuerda al príncipe que le ha prometido que no la dejaría nunca, y, sin dejar de dirigirse a él, se pregunta cómo puede Aglaya afirmar que es una perdida, por qué se ha conducido con ella como si lo fuese. Reparemos un instante en esta importantísima apreciación: una pecadora como es ella, para Dostoyevski, no puede ser nunca una perdida, como no lo fue nunca María Magdalena para Jesús. En un arrebato que conmociona y deja perplejos a los presentes, Nastasia echa literalmente de la casa a Rogochin, casi a empellones, y reta al príncipe a que se acerque a ella y elija definitivamente. El príncipe, aturdido, excitado, con un inmenso sufrimiento[139]se dirige a Aglaya, señalando a Nastasia, con estas solas palabras: «Pero ¿es posible? ¡Con lo … desgraciada que es!». Esto es suficiente para Aglaya, esta mínima -casi imperceptible- duda, este sentimiento de piedad, y en ese instante, con odio y profundamente humillada, abandona la casa. El príncipe pretende seguirla, intentando reparar lo que ya no tiene arreglo, pero Nastasia lo retiene, se desmaya en sus brazos, y el príncipe se queda con ella. Mischkin, el alter Christus, ha elegido a la pecadora. El príncipe sienta con infinito mimo a Nastasia y le acaricia suavemente la cabeza y las manos, como a una niña, como a una pequeña criatura desvalida y sola en el mundo.

El capítulo IX comienza transcurridas dos semanas después de la borrascosa entrevista entre las dos adversarias. El narrador, en un preámbulo aclaratorio, nos informa acerca de cómo los rumores han ido deformando en ese tiempo, casi desde el primer instante, la realidad de los acontecimientos, y cómo se piensa en todo Pávlovsk que el príncipe ha dejado a una muchacha decente y de buena familia por una cualquiera. Los vecinos opinan en su mayoría que el príncipe es un nihilista, un hombre amoral, y que todo lo tenía madurado, sin alcanzar a explicarse cómo ha podido hacerle eso a la familia de las Yepánchinas, por qué se decidió y qué razones le condujeron a convertirse en novio de Aglaya. Ésta y su familia, por descontado, rompen toda relación con él, así como todos sus allegados y conocidos. El príncipe, una hora después de la entrevista, acude en pos de Aglaya, pero ya es demasiado tarde. Lo fue desde el momento en que mostró piedad por Nastasia delante de su novia. Los días siguientes acude invariablemente a rondar la dacha de las Yepánchinas, pero éstas no sólo no le dan cara, sino que terminan dejando el pueblo residencial y trasladándose a la localidad de Kolmino, a una residencia que poseen cerca de Petersburgo. Todo esto sobreviene ya a principios de julio.

Quien sí le visita, seis o siete días después de la tumultuosa conferencia entre Aglaya y Nastasia, es Radomskii, que mantiene con el príncipe una larga conversación que va a constituir el núcleo capital de este capítulo IX, pues en el transcurso de ella se desvelarán las verdaderas razones que han llevado al príncipe a conducirse de esa manera tan incomprensible para la mayoría. Radomskii hace gala de una retórica brillante, de un análisis psicológico aparentemente profundo de la situación, intentando mostrar al príncipe los motivos que explican lo sucedido, pero a medida que avanzan sus reproches hacia Mischkin, nos percatamos que lo que está haciendo, como no puede ser de otra manera, es someter a análisis con las reglas de la lógica y de la pura racionalidad algo que trasciende lo racional, que está más allá de la lógica y de cualquier explicación normal y sensata. ¿Cómo es posible, si cree que Nastasia está loca y le tiene susto, que pretenda casarse con ella, incluso no amándola? Pero Mischkin le contesta: «¡Oh, no; yo la amo a ella con toda mi alma! Porque ella… es una niña; ahora es una niña, enteramente una niña. ¡Oh…, usted no sabe nada!» ¡Claro que no sabe nada! ¡Nadie sabe aquí nada, salvo Mischkin! Radomskii, en su diálogo argumentativo, se conduce sólo con lógica, con sentido común, pero para rozar siquiera la tempestad inabarcable que tiene lugar en el corazón del príncipe, no sirven de nada ni la lógica ni el sentido común, no valen las explicaciones racionales. ¿Cómo es posible, le dice Radomskii al príncipe, que ame a la vez a dos mujeres? El príncipe no lo niega; al revés, lo afirma reiteradamente. Pero, a su vez, requiere a Radomskii que Aglaya lo sepa todo, tiene que saberlo todo, irremisiblemente: «¿Por qué no podremos nunca saberlo todo de otro, cuando hace falta, cuando ese otro es culpable?» El príncipe se siente a sí mismo culpable, responsable de lo sucedido. «Aquí -continúa diciéndole Mischkin a Radomskii- hay de por medio algo que no puedo explicarle a usted». Radomskii termina por creer que el príncipe no ha amado nunca ni a Nastasia ni a Aglaya. ¿Cómo es posible amar a las dos? «¿Con amores distintos?» Pero esto es ya un misterio que le está vedado a Radomskii y a la inmensa mayoría de los hombres, a prácticamente todos nosotros. El príncipe, con ese doble amor[140]ha cruzado la frontera de la realidad terrenal de aquí abajo, pues está instalado -aunque no se dé cuenta de ello, ya que su inocencia y pureza son absolutas (como Velázquez tampoco se daba cuenta al pintar al Niño de Vallecas que lo estaba redimiendo de la grosera realidad de la pintura, pues lo dejaba simplemente estar, tal cual él era, como una «hostia consagrada», todo «redondo en su ser central»[141])- en el otro lado, el lado de la eternidad, del mismo modo que Velázquez lo estaba en el de la Verdad; esto es, Mischkin también está situado en el lado de la Verdad, del Espíritu, en el lado de Dios, en el lado del Amor, y en ese lado es posible amar por igual a dos criaturas, como Jesús amó a María Magdalena y a María de Betania, la hermana de Lázaro. Pero ese amor no es ya de este mundo, es un amor de naturaleza divina, inexpresable, incomprensible, propio de ese absolutamente otro, como diría el hermano Kierkegaard, que era como llamaba al pensador danés nuestro Miguel de Unamuno. Los hombres no pueden comprender este tipo de amor, pues no se trata de amor, sino del Amor, pero no en abstracto, cuidado con esto, sino en concreto, individualizado, personal, a dos seres, distintos sólo superficialmente, puesto que ambos son criaturas de Dios. La orgullosa, inocente y pudorosa Aglaya, sin embargo, no ve tampoco la profunda ternura e inocencia que guarda como un tesoro escondido la pecadora. Esto sólo puede verlo Mischkin, el alter Christus.

En los tres últimos capítulos de esta 4ª parte se desencadena la tragedia. La boda entre el príncipe y Nastasia se fija para una semana después del diálogo entre Mischkin y Radomskii, y habrá de tener lugar en el propio Pávlovsk. En esa semana de ínterin, muere el general Ivolguin. En la iglesia donde se celebran los funerales por el general, el príncipe cree haber visto los ojos de Rogochin, escrutándole, como siempre, de manera clandestina y misteriosa. Todo ese mismo día y aquella noche, en cambio, Nastasia estuvo alegre. Al día siguiente del funeral, el príncipe recibe la visita de Keller, que, junto con Burdovskii[142]serán los padrinos de la boda. La última vez que se ven el príncipe y Nastasia antes de la boda, es la noche anterior a ésta. Muy poco antes de la jornada fijada para los desposorios, Ippolit, que las intuye con preclara lucidez, advierte al príncipe respecto de las oscuras intenciones de Rogochin. Este aviso excita sobremanera al príncipe. Sin embargo, cree sinceramente que, con su ayuda, Nastasia todavía puede resucitar. El amor que siente hacia ella tiene mucho que ver con el que se siente hacia un niño desvalido y enfermo, al que hay que cuidar. También es consciente que Nastasia sabe sin ambages lo que para él significa Aglaya. Quizás ello influyera en el estado de desasosiego de Nastasia durante los días inmediatamente anteriores a la boda. La víspera de ésta, por la noche, dejó el príncipe a Nastasia muy animada. Ella soñaba con delectación con que Aglaya, o cualquier emisario suyo, pudiera verla altiva y resplandeciente en la ceremonia. El príncipe y Nastasia se separaron a las ocho de la noche, pero antes de que diesen las doce tuvo que acudir Mischkin precipitadamente de nuevo a casa de Nastasia (que, como se recordará, era la de su amiga Daria Aleksiéyevna en Pávlovsk), pues le comunicaron que le había dado un ataque de histerismo. Entró en su alcoba, ella se abrazó llorando a sus pies y terminó por fin tranquilizándose. El príncipe regresó a su casa (la dacha de Lebédev). La boda estaba fijada para las ocho de la mañana. Desde las siete de la mañana, ya estaba preparada Nastasia. A las siete y media, el príncipe se dirigió en coche a la iglesia, y esperó a su novia en el altar. El gentío y la expectación eran enormes. Pero cuando, poco después de las siete y media, Nastasia llegó en coche a la iglesia, con esa deslumbrante belleza connatural a ella, ante el asombro y estupefacción generales, viendo entre la turba a Rogochin, se fue inexplicablemente con él, sin que nadie pudiese reaccionar, en el mismo coche donde había llegado de casa de Daria, y se dirigieron a toda prisa a la estación para coger el tren de Petersburgo. Al llegar ella a él, le dijo: «¡Sálvame!… ¡Llévame contigo a donde quieras, ahora mismo!» La decisión tomada a la entrada de la iglesia no es una decisión premeditada, planificada de antemano. Se trata de un dictamen irracional, impulsivo, vehemente, desenfrenado, trágico, pero, ante todo, de la aceptación inevitable del destino. De un destino que viene trazado por la renuncia de la pecadora, de esta pecadora desbordante de pureza, a sacrificar al inocente, al espíritu puro e inmaculado encarnado en Mischkin. Eso es lo que ella cree que haría si se desposase con el príncipe: enlodazarlo; nunca se ha creído de verdad digna de él. Su amor es tan grande que se encamina a su propio sacrificio sin miedo alguno, con una dignidad infinita. El único en comprenderlo de inmediato es el príncipe, y por eso la buscará donde cree que está. No se equivocó, aunque Rogochin jugase al escondite y tratase de impedir, al menos durante todo un día, que la hallase. Cuando la encuentra, todo se ha cumplido. Consummatum est (Jn 19, 30).

Partes: 1, 2, 3, 4
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