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El príncipe Mischkin de -El idiota- como arquetipo moral (página 2)

Enviado por Enrique Castaños


Partes: 1, 2, 3, 4

Después de una penetrante observación sobre el retrato de Nastasia Filíppovna, que le permite decir, primero, que «la belleza… es un enigma» y que en el rostro de Nastasia «hay mucho dolor», pues la belleza de aquel semblante, que ya le había impresionado de manera extraordinaria la primera vez que lo vio, todavía le subyuga más ahora, cuando lo requiere Lizaveta Prokófievna y lo ve por segunda vez, estampando en él un beso delante de las cuatro mujeres, otra nueva muestra de su anticonvencional modo de conducirse; después, también, que Lizaveta Prokófievna, que siente una sincera pero aún desdibujada simpatía por el príncipe, le diga a su hija mayor que «el corazón es lo principal, y lo demás es absurdo»; después de una primera escaramuza cómplice y secreta entre el príncipe y Aglaya, que quiere zafarse del cauto pero pertinaz asedio de Gavrila Ardaliónovich, el príncipe se instala, como había recomendado el general Yepanchin, en la casa de su hombre de confianza, circunstancia que aprovecha el novelista para presentarnos de manera detallada a todos los miembros de la familia de Gavrila Ardaliónovich. En casa de éste, desde primeras horas de la tarde de este 27 de noviembre de marras, miércoles, en el que tantas cosas, como hemos adelantado, suceden, el príncipe habla con todos, intima desde el primer instante con quien va a ser uno de sus más leales confidentes, Nikolai Ardaliónovich Ivolguin, Kolia, de 13 años, el hermano menor de Gavrila, pero, como suele ocurrir en las novelas del gran escritor ruso, casi inesperadamente se produce un revuelo general, una auténtica barahúnda provocada por la inesperada irrupción en la casa nada menos que de Nastasia Filíppovna, cuya mala reputación irrita a Gavrila y a su hermana Varvara, de veintitrés años. Nastasia se presenta para conocer a la familia de su novio, pero de manera revoltosa, aparentemente con un espíritu muy resolutivo, con descarado desparpajo, dirigiéndose como un torbellino ora a uno ora a otro, aunque todo este comportamiento no es más que la escenificación grandilocuente y teatral de su insatisfacción y de su alma atormentada. El príncipe, al verla por vez primera en persona, le espeta que «yo me la imaginaba a usted precisamente como es», pero no sólo por haber visto con anterioridad su retrato, sino porque «me parece haber visto en alguna parte sus ojos… Puede ser que haya sido un sueño». Como muchas otras veces, el príncipe habla de modo vacilante, inseguro, pero produce un efecto profundo, aún oculto, en Nastasia, que lo disimula, hasta casi semejar que se burla de él. Al rato, cuando ya ha hecho su aparición en escena, como un vendaval, el general Ivolguin, el padre de Gavrila, con quien éste mantiene una tensa relación, debido en parte a la pérdida de compostura habitual en aquél, a su afición a la bebida, a su frecuente descuido, lo que no impide que sea un buen hombre, sin duda mucho menos mediocre y avieso que su hijo, que tanto se esfuerza en dar la impresión de estar pendiente de su madre, la sufrida Nina Aleksándrovna, al rato, decíamos, de modo imprevisto, inopinado, irrumpe alborotadoramente en la vivienda Parfén Rogochin, acompañado de Lebédev y de todo su séquito de clientes y aduladores, personas oblicuas y de mal vivir. Rogochin, que no respeta en absoluto las formas, que irrita sobremanera a Gavrila por la desfachatez de entrar sin ser invitado en una casa ajena, y más con esa troupe, lo que va es detrás de Nastasia, aunque termina yéndose, después de varios duelos de miradas, entre Nastasia, Varvara y el propio Rogochin. Ya se encontrarán ambos de nuevo por la noche, en la fiesta de cumpleaños que ella ha preparado en su casa.

Con esta celebración termina la 1ª parte. A ella acuden, entre otros, el general Yepanchin, Totskii, por supuesto Gavrila, y otros personajes de menor importancia, como un íntimo amigo de éste, Iván Petróvich Ptitsin, de algo menos de treinta años, que terminará casándose con Varvara, o Daria [Dorotea] Aleksiéyevna, antigua amiga de Totskii y ahora de Nastasia, y, claro está, el príncipe, que sube «temeroso» las escaleras de la casa, todo lo contrario de Rogochin, que se presenta de manera ostentosa, prepotente y desafiante. La reunión, que había sido preparada, principalmente por Totskii, para que se formalizase la relación entre Nastasia y Gavrila, acaba con la humillación total de éste, pues, en su insolencia, fruto, claro es, de sus celos y de su desesperación por conseguir a Nastasia, Rogochin arroja sobre una mesa cien mil rublos, con los que quiere comprarla, y, si es necesario, está dispuesto a ofrecer mucho más. La situación va enrareciéndose progresivamente, Nastasia improvisa un inoportuno e incómodo juego, que consiste en que cada uno cuente la acción más fea que crea haber cometido en su vida[31]que coloca a los circunstantes en una comprometida posición, y, finalmente, agarra el fajo de billetes y lo echa al avivado fuego de la chimenea, retando a Gavrila a que lo rescate; si lo hace, se casará con él; si no es capaz de llegar a eso para demostrarle su amor, lo dejará para siempre. La situación, en algunos momentos, es de extrema tensión, pues el grueso paquete forrado de papel de periódico empieza a quemarse palmariamente por fuera. Al fin, es la propia Nastasia la que, con la ayuda de unas tenazas, lo extrae del fuego. Sólo se ha chamuscado superficialmente. El dinero estaba intacto. Nastasia decide que Gavrila se quede con el dinero, ante la estupefacción general y la indiferencia de Rogochin, que sale de la casa en compañía de la mujer que ha ido a buscar, no sin antes reconocerle Nastasia a Gavrila la preeminencia en él del amor propio respecto del amor al dinero.

La actitud de Nastasia en estos cuatro últimos capítulos de la 1ª parte es muy reveladora de los nubarrones que atraviesan su alma, de su profunda infelicidad, de su sentimiento íntimo de culpa, y, de ahí, que actúe por despecho, queriendo dejar constancia de que de ella no puede esperarse otra cosa, pues ella es, según ella misma dice, una perdida. Nastasia rompe la baraja, rompe con las formas y con las convenciones, que tanto les interesaba guardar al general Yepanchin y especialmente al refinado Totskii, su antiguo amante, por el que ella siente un vivo rencor y desprecio, a pesar de haberla protegido y cuidado cuando era una adolescente, pero que no tuvo ningún reparo en aprovecharse de su inferioridad respecto de él, en convertirla, desde que cumpliese veinte años, en su amante, sin preocuparse por su alma, por sus sentimientos, cuando tenía que haberla respetado y tratado como a una hija. Por eso está Nastasia resentida con él, por eso se odia a sí misma, por eso se infravalora y piensa que no podrá nunca enderezar su conducta moral. Se siente condenada.

Pero, ¡claro que no es una perdida! La nobleza de su corazón y de su espíritu se manifiestan en esta celebración de su cumpleaños con una valentía y una gallardía admirables, y se exhiben precisamente en su actitud ante el príncipe, que es lo que a nosotros nos interesa. Por mucho que ella se esfuerce en disimularlo, por mucho que se empeñe en dar esa imagen de mujer prostituida, y es verdad que ha servido de prostituta de lujo para Totskii, aunque escandalice sin reparos a los presentes con sus palabras, Nastasia ha comprendido ya perfectamente, porque tiene una inteligencia viva y porque es limpia de corazón[32]que el príncipe es un ser tocado por la gracia divina, un ser especial, absolutamente puro, al que ella no tiene ningún derecho a manchar, a profanar. No ha hecho más que verlo dos veces, y ya lo ama. Casi a mitad de la velada, sorprende Nastasia a Yepanchin, enojado ante la «autoridad» del príncipe, cuando le dice: «Pues el príncipe significa para mí el primer hombre que en mi vida me ha inspirado confianza en su sinceridad y lealtad. Él ha creído en mí a la primera mirada y yo en él creo» (capítulo XIV). En el siguiente capítulo, ante la observación de un invitado indiscreto, que le reprocha a Nastasia que no hace más que quejarse, cuando de hecho no deja de mirar al príncipe,

«Nastasia Filíppovna volvió la vista con curiosidad al príncipe.

-¿Es verdad?-inquirió.

-Es verdad-, balbució el príncipe.

-¿Me aceptaría usted así, sin nada?…

-La aceptaría, Nastasia Filíppovna…

[…]

-Yo me llevaré con usted a una mujer honrada, Nastasia Filíppovna, y no a la Rogochina-dijo el príncipe.

-¿Yo una mujer decente?

-Usted.

[…]

El príncipe se levantó, y, con voz trémula, tímida, pero al mismo tiempo con el aire de un hombre profundamente convencido, afirmó:

-Yo nada sé, Nastasia Filíppovna; yo nada he visto; usted tiene razón, pero yo…, yo considero que usted es quien me hace a mí un honor, y no yo a usted. Yo no soy nada; pero usted ha sufrido, y de ese infierno ha salido pura, y eso es mucho […] Yo a usted…, Nastasia Filíppovna, la amo» (cap. XV).

El príncipe Mischkin es el único espíritu en la novela, me atrevería a decir que de todo el cosmos dostoyevskiano, que, ante una pecadora, precisamente porque ha sufrido, porque ha padecido su infierno particular, cree que ha salido indemne, pura, limpia, inmaculada, no como esos «sepulcros blanqueados», esos «hipócritas»[33], a los que Jesús fustigará con palabras durísimas y valientes, pero sin rencor ni odio alguno, sólo como advertencia de a quiénes les está reservado el Reino de los Cielos.

En el capítulo XVI, en un extenso párrafo, insiste el príncipe: «Usted es orgullosa, Nastasia Filíppovna; pero es posible que sea también tan desgraciada que se tenga, efectivamente, a sí misma por culpable […] Yo…, yo toda la vida la respetaré a usted, Nastasia Filíppovna». Pero Nastasia no puede superar su despecho, su resentimiento, su sentimiento de culpa, aunque lo que está haciendo es disfrazarse con la amarga y cínica máscara de una desvergonzada cualquiera, ella, que tanto lo ama ya: «¡Yo soy una desvergonzada! ¡Yo he sido la querida de Totskii… príncipe! A ti ahora te hace falta Aglaya Yepánchina y no Nastasia Filíppovna». Se está inmolando, se está sacrificando por completo, sacrificando su felicidad, precisamente y aunque parezca paradójico, por el amor que profesa a la incontaminada alma que tiene delante. Corriéndole «dos gruesos lagrimones» a través de las mejillas, fuera de sí, Nastasia le revela al príncipe que también ella fue una vez una soñadora, cuando, de adolescente, estaba sola en la aldea, y «piensa que te piensa, sueña que te sueña…, y todo se me volvía imaginarme un hombre como tú: bueno, honrado, guapo y tan tonto, que de pronto viniera y me dijese: "¡Usted no es culpable, Nastasia Filíppovna, y yo la adoro!"» Antes de irse con Rogochin, todavía le dice: «Adiós, príncipe; por primera vez he visto a un hombre»[34]. Desde luego, por primera, pero también, única vez, única (ya que volverá a encontrárselo y mantener una estrecha relación con él) en el sentido de que no ha conocido otro como el príncipe ni tendrá oportunidad de conocerlo más adelante, así como tampoco hay nadie en la novela que «verdaderamente» sea un hombre, es decir, una persona hecha a imagen y semejanza de Dios, que preserva como un tesoro irreemplazable y de valor inconmensurable la gratia, esa gracia que Dios ha depositado en él y él la posee, la custodia y desprende de manera tan natural, sencilla y auténtica.

*****

La 2ª parte de la novela comienza el 29 de noviembre, viernes, y en ella se da cuenta que este mismo día se marcha Mischkin para Moscú, para tomar posesión de una cuantiosa herencia, ciudad en la que permanecerá seis meses, regresando a Petersburgo sobre la primera semana de junio, cuando las Yepánchinas no han hecho más que trasladarse a su dacha de los alrededores de la ciudad, en Pávlovsk. El narrador nos aclara algunos sucesos de ese ínterin temporal. Por ejemplo, que Adelaida se ha comprometido durante la primavera con el príncipe Tsch***, celebrándose la boda, que debe posponerse por diversas circunstancias, a mediados del verano; que Varvara se ha casado con Ptitsin, llevándose a vivir con ella a su madre y a su hermano Gavrila; que Nastasia Filíppovna se ha escapado hasta tres veces del lado de Rogochin, la tercera «casi al pie mismo del altar», y, por último, que hacia Semana Santa, por mediación de Kolia, recibe Aglaya una corta, extraña y «absurda» misiva del príncipe Mischkin, en donde, entre otras cosas le confiesa: «Usted me es muy necesaria, muy necesaria. No tengo nada que escribirle a usted respecto a mi persona, no tengo nada que contarle. Tampoco es eso lo que yo quería; lo que yo deseo enormemente es que usted sea feliz. ¿Lo es usted? He ahí todo lo que yo quería decirle. Su hermano, P.[ríncipe] L.[iov] Mischkin». Ella se ruboriza al leerla y la guarda sin premeditación alguna en el interior de un grueso volumen del Quijote.

En el II capítulo nos encontramos ya a primeros de junio. Todo este capítulo II, el III, el IV y el V, están dedicados a narrar un solo día de primeros de junio, el día en que el príncipe Mischkin llega a San Petersburgo procedente de Moscú. En primer lugar, se traslada a visitar a Lebédev, en cuya casa permanece hasta las doce del mediodía. Desde esa hora hasta pasadas las siete de la tarde, la narración se centra en la densa, extraña y delirante relación del príncipe con Parfén Rogochin, al que primero visita en su casa, donde mantienen una larga y profunda conversación, pero al que después deja, no sin que Rogochin lo persiga sigilosamente durante horas (sus centelleantes ojos llega a verlos Mischkin por tres veces ese día, sintiendo estremecido cómo lo observan, la primera vez entre la multitud, cuando llega a la estación), hasta que, finalmente, en la escalera de la fonda donde se aloja Mischkin, intenta apuñalarlo Rogochin, si bien se queda éste de pronto como paralizado ante el ataque de epilepsia que le sobreviene de súbito al príncipe. Rogochin huye y Mischkin es socorrido por Kolia Ivolguin.

Pero reconstruyamos los hechos decisivos de ese día de primeros de junio en la capital imperial. El principal tema de conversación entre el príncipe y Rogochin en casa de éste, gira, naturalmente, en torno a Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin, con el que ha convivido durante un mes aproximadamente entre esas vecindades y huidas del lado de su inicuo amante, provoca que Rogochin sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales. Mischkin, no obstante, le dice: «Ya te expliqué una vez que yo no la amo con amor, sino con piedad». Rogochin le cuenta cómo Nastasia lo ha abandonado en distintas ocasiones y cómo le ha referido la historia, que él desconocía, como tantas otras, por completo, de la penitencia y humillación del emperador Enrique IV Staufen ante el papa Gregorio VII en el castillo de Canossa, en enero de 1077[35]Del mismo modo que Enrique juró vengarse de Hildebrando, al concluir Nastasia de contar el episodio histórico, supone que bien podría Parfén estar pensando en vengarse de ella cuando se casen. Con absoluta sinceridad le transmite Rogochin al príncipe ese destino intuido por Nastasia tan certeramente. En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más cierto de todo es que tu piedad parece todavía más fuerte que mi amor». También le confiesa al príncipe que Nastasia huyó de él, de Mischkin, por lo mucho que le ama, porque no quiere mancillarlo, ella, que se considera una vulgar prostituta. Todo esto, como hemos dicho, lo está carcomiendo por dentro, lo está envenenando de un modo pervertido y maléfico.

Un poco más tarde, en el capítulo IV, el príncipe repara en una copia que hay en la sombría casa de Rogochin, encima del dintel de una puerta, de la célebre tabla de Hans Holbein el Joven representando el impresionante cuerpo de Cristo muerto tendido, del Museo de Basilea (1521), copia que le lleva a exclamar: «¡Ése cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!»[36]. No es frecuente en las novelas de Dostoyevski, sino más bien todo lo contrario, que el autor reflexione, por boca de sus personajes, acerca de excelsas obras de arte del pasado. Tampoco él mismo, en su peregrinaje por Europa, dispone de mucho tiempo para visitar detenidamente los principales monumentos de las maravillosas ciudades en las que reside, como Florencia, Dresde, París, Londres, Turín, Milán, Ginebra, Basilea u otras, ni tampoco sus museos, ocupado permanentemente como está, por sus constantes necesidades de dinero, en escribir febrilmente, encerrado en hoteles o en habitaciones alquiladas, donde llena con su letra menuda centenares y centenares, millares de hojas. Una labor ciertamente titánica, casi únicamente comparable en la literatura europea a la de Honoré de Balzac, que, es verdad, escribió un volumen de páginas bastante mayor, pero que no alcanza la profundidad filosófica y religiosa y la cosmovisión metafísica que encontramos en las enrarecidas, densas, morbosas, atormentadas y sobrecogedoras novelas dostoyevskianas. Y esto lo decimos, sin restar un ápice a la grandeza inmensa de Balzac, otro titán de la literatura universal, cuya Eugenia Grandet será siempre, aunque transcurran miles y miles de años, una obra inmortal que no podrá apagarse nunca del corazón de las almas sensibles. Este alto en el camino que hace el novelista ruso respecto de la muy oblonga tabla del pintor del Renacimiento alemán, es, sin duda, una de esas pocas excepciones, confirmada aún más por el hecho insólito que, bastante más avanzada la novela, en el capítulo V de la 3ª parte, vuelva sobre ella, aunque no a través de Mischkin, que había hecho ese agudísimo pero también desconcertante comentario de la desvencijada reproducción en casa de Rogochin, sino por mediación de uno de los personajes más espinosos espiritualmente de la novela, el joven tísico Ippolit [Hipólito] Teréntiev, de unos 17 o 18 años, amigo de Kolia e hijo de Marfa Borísovna, viuda de unos 40 años que ha sido amante del general Ivolguin. En una suerte de Declaración, titulada por él mismo Mi explicación indispensable, a la que nos habremos de referir en su lugar correspondiente de la 3ª parte, Ippolit, que también conoce el cuadro, se refiere a él en unos términos que constituyen, sin duda, uno de los acercamientos más profundos que pueden hacerse respecto de la esencia última de una suprema obra artística, una aproximación que, además de incidir en los aspectos plásticos y estéticos, incide particularmente en los espirituales, en los que trascienden ese trajín material de los pigmentos, del dibujo, de la forma y del color, y penetran en la terra incognita de la Verdad, de la verdad del Arte, no de la pintura, por muy excelsa y excelente que esta sea, sino del Arte, que se encuentra del otro lado de la pintura, porque ya no es ámbito meramente humano, sino trascendente. El comentario de Ippolit es sólo comparable a ese tipo de comentarios que son capaces de revelarnos secretos y arcanos muy escondidos, que son capaces de desvelarnos la esencia íntima más profunda de la auténtica obra artística, que, como puede comprenderse, no es ya de carácter estético sino espiritual. Entre esos comentarios podríamos recordar aquí el que hace Ramón Gaya del Niño de Vallecas velazqueño[37]donde la «luz igualatoria» de sus cuadros se «quedará prendada […] de la divina bobería de su rostro, de su divino rostro […] convirtiéndose […] en una luz más alta, más elevada», y haciendo realidad «una faz, diríase, naciente, como una luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia alzada y redentora», llegando a ser «el altar mayor de su obra», donde se ha producido «el sacrificio de la realidad, y también el sacrificio del arte» y donde la belleza no es ya estética sino ética; o el de Walter Pater, de noviembre de 1869, sobre la Gioconda, enmarcada por «un círculo de rocas fantásticas, con una luz débil y como submarina», cuya cabeza «es la cabeza en que todos los extremos del mundo se encuentran […] una belleza elaborada desde el interior de la carne, el depósito, celdilla por celdilla, de extrañas ideas y fantásticos ensueños y exquisitas pasiones […] más vieja que las piedras entre las que posa…»[38]; o el de Joris-Karl Huysmans sobre el Políptico del Altar de Isenheim, hoy en el Museo de Colmar, pintado por Matías Grünewald hacia 1511-1516 [39]

A este grado de penetración tan absolutamente infrecuente es al que llega Ippolit Teréntiev. Sobre el óleo de Holbein, cuyas dimensiones del original son 30,5 x 200 centímetros, y que sin duda, como anotó su esposa, debió impactar sobremanera a Dostoyevski en Basilea (de hecho es más sobrecogedor que el insuperable y atrevidísimo escorzo del Cristo muerto de Andrea Mantegna del Brera de Milán), dice ese joven nihilista que en él no queda rastro de la belleza del semblante de Cristo, sino que «era enteramente el cadáver de un hombre que ha padecido torturas infinitas antes de ser crucificado […] la cara está tratada sin piedad; allí sólo hay naturaleza, y, en verdad, así debe de ser el cadáver de un hombre, fuese quien fuese, después de tales suplicios […] los que creían en Él […] ¿cómo pudieron creer, a vista de tal cadáver, que aquel despojo iba a resucitar? Entonces se adquiere la comprensión de que si tan terrible es la muerte y tan poderosas las leyes de la Naturaleza, ¿cómo dominarlas? […] La Naturaleza se aparece, al mirar ese cuadro, como una fiera enorme, inexorable y muda […] que […] se tragó, sorda e insensible, a aquel Ser grande e inapreciable, un Ser que Él solo valía por toda la Naturaleza y todas sus leyes, por toda la Tierra, la cual es posible que únicamente fuera creada para la sola aparición de ese Ser […] Aquellas figuras que rodean al moribundo, y de las que ni una sola aparece en el cuadro, debieron de sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver defraudadas de una vez todas sus ilusiones y casi toda su fe». Palabras tremendas estas de Ippolit, que ya ve próximo su final, pues está minado por la tuberculosis, que escuchará extasiado nuestro príncipe Mischkin, y que le recordarían, sin duda, lo que había dicho a bote pronto nada más ver la reproducción del cuadro a la luz de una lámpara entre las sombras, como una aparición o una fantasmagoría escalofriante, muchísimo más que las de Gustave Moreau con el tema de Salomé y la cabeza del Bautista, tan magistralmente descritas por Huysmans en Á rebours, máximo ejemplo de la novela decadente publicada en 1884[40]

Las referidas palabras de Ippolit Teréntiev sobre el cuadro de Holbein no podían pasarle desapercibidas a Merejkovsky, quien ve en ellas un punto esencial de contacto entre Dostoyevski y Nietzsche acerca de la verdadera clave de bóveda de la fe cristiana, que no es otra que la creencia en la Resurrección[41]¿Cómo podían, efectivamente, creer los discípulos de Jesús y las mujeres que lo habían acompañado durante tres años, que ese cuerpo macerado, magullado y deformado por los golpes y por tan espantosos sufrimientos, ese auténtico cadáver tumefacto, podía resucitar? Tiene razón Merejkovsky al calificar la creencia en la Resurrección de Cristo como la creencia esencial, sin la cual, como diría San Pedro, toda la fe en Jesús se desmoronaría. Ese espectáculo lastimoso, esa muerte de criminal y de delincuente común, es la que para Nietzsche constituye el aspecto más débil del Evangelio, su «fatalidad»: «-La fatalidad del evangelio se decidió con la muerte,-quedó colgada de la "cruz"… Sólo la muerte, esa muerte ignominiosa y no aguardada, sólo la cruz, la cual estaba en general reservada únicamente a la canaille [gentuza], -sólo esa horrorosísima paradoja enfrentó a los discípulos con el auténtico enigma: "¿quién fue?, ¿qué fue?" […] -Y a partir de ese instante surgió un problema absurdo, "¡cómo pudo Dios permitir eso!"»[42] Más adelante habré de referirme de nuevo a la extraña sintonía espiritual entre el escritor ruso y el pensador alemán, pero aquí lo decisivo es destacar que mientras Dostoyevski asume, con todas sus consecuencias, la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo, y cuando decimos «humana» estamos diciendo «humana» sin ningún tipo de edulcoración, esto es, en la que el sufrimiento físico es insoportable durante la Pasión, pero que, a pesar de ello, cree firmemente en que Jesús resucita con su cuerpo y con su espíritu a la vida eterna, Nietzsche no puede aceptar algo que va en contra de las leyes de la Naturaleza, tan apuntaladas desde los días del Renacimiento con el desarrollo de la física. Aunque, como asimismo sostiene Merejkovsky, en realidad aquel problema no era un problema absurdo para Nietzsche, sino un problema de dimensiones infinitas al que se resiste a mirar cara a cara, porque enfrentarse con ese problema puede hasta «aniquilar al espíritu humano»[43]. Dostoyevski acepta plenamente lo que para muchos es una contradicción insalvable: la necesidad mística del milagro de la Resurrección vence a su imposibilidad natural. Por eso, a pesar de los nobilísimos y loables esfuerzos llevados a cabo con un rigor intelectual inencontrable en nuestros tiempos, por parte de Benedicto XVI para conciliar fe y razón, como se esforzó también en llevar a cabo ese titán inconmensurable del pensamiento teológico que fue Santo Tomás de Aquino, quizás tuviese razón León Chestov cuando entendía y sentía que esa deseable conciliación es prácticamente imposible. Éste es uno de los principales puntos de encuentro, precisamente, entre Chestov y su admiradísimo Søren Kierkegaard[44]

Después, volviendo de nuevo a ese prolongado encuentro de varias horas entre Mischkin y Rogochin, continúan una serie de reflexiones de carácter religioso por parte del príncipe, como cuando refiere lo que le ha dicho hace un rato una joven mujer: «Tan grande como la alegría de una madre que contempla la primera sonrisa de su hijito es la de Dios cuando ve que un pecador se arrodilla y reza»[45]. Mischkin considera que esas palabras encierran un sentimiento religioso muy profundo, incluso la esencia misma del cristianismo; es decir, que el hombre sin Dios dejaría de ser hombre, renegaría de su humanidad más genuina, pues ésta está hecha a semejanza de Aquél. Mischkin le confiesa a Rogochin que la esencia de la religión no puede aprehenderse a través de la razón, así como tampoco le afecta a esa esencia la maldad del hombre o su ateísmo; por eso, esa esencia es soslayada por los ateos.

Ya en el siguiente capítulo, en el V, Mischkin deja la casa de Rogochin sobre las tres y media de la tarde. Durante varias horas, hasta después de las siete de la tarde, el príncipe va sumergiéndose paulatinamente en un estado de trastorno, de delirio, deambulando casi como un sonámbulo por las calles de San Petersburgo, sin rumbo fijo. En realidad, está preparándose el advenimiento de un ataque epiléptico[46]que el novelista describe primero incidiendo en ese segundo inmediatamente anterior al ataque, ese supremo instante por el que, piensa para sí Mischkin, «daría yo toda la vida»[47]. Se trata de un «segundo definitivo», «insufrible», aunque, al mismo tiempo, «era realmente belleza y visión divina», «la suprema síntesis de la vida», un momento en el que «se me hace comprensible esa frase extraordinaria de que ya no habrá más tiempo». Repárese en la plausible apreciación escatológica, esto es, en la probable alusión al final de los tiempos. Mischkin dáse cuenta que empezaba a tener fe apasionada en el alma rusa[48]También piensa, en su delirio, que la piedad instruirá a Rogochin. «La piedad es lo esencial y acaso la única ley de la vida de todo el género humano». Pensamiento interior, desde luego, decisivo, quizás el más decisivo y determinante de toda la obra, el que verdaderamente sintetiza lo más profundo que guarda en su sagrario íntimo el príncipe Mischkin. Sin la piedad no puede entenderse nada de este espíritu que no parece ser de este mundo[49]Finalmente, cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda en que se aloja Mischkin, éste tiene el ataque. La descripción que hace Dostoyevski de este ataque epiléptico es estremecedora, de una exactitud más que científica, y, al mismo tiempo, impregnada de un halo irracional, religioso, místico. En ese medio segundo inmediatamente anterior, «una extraordinaria claridad interior iluminó su alma», y, después, un grito ensordecedor, inhumano, imposible de comprender, como si hubiese sido lanzado por otro hombre «metido dentro» del hombre que grita, esto es, dentro del propio Mischkin[50]Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y, unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero trazada con precisión de experto cirujano.

Me parece oportuno aprovechar este momento para hacer tres breves referencias acerca del significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin. Una es de Luigi Pareyson, otra de Sigmund Freud y la tercera de Merejkovsky. El conocido teórico de la estética italiano opina que en esos instantes inmediatamente anteriores al ataque epiléptico, Mischkin vive la experiencia de una «eterna armonía» (que nada tiene que ver con ese mismo concepto en boca del epiléptico Kirillov[51]de Demonios), en la que «coexisten una felicidad perfecta y una alegría más intensa que el amor y que el perdón. Por otra parte se da un conocimiento total y revelador de la verdad acompañada por un acto de consentimiento y de aceptación de la belleza y bondad de cada cosa»[52]. La segunda referencia, la del padre del psicoanálisis, según las consideraciones de carácter general que lleva a cabo en su conocido ensayo sobre Dostoyevski, indica que la epilepsia del novelista (que, con muchas reservas, se puede hacer extensible a la padecida por Mischkin, no en el sentido de que el príncipe padeciese la misma y supuesta enfermedad de Dostoyevski, sino en el sentido de que éste dotaría a su personaje de una enfermedad en su acepción de hipersensibilidad y predisposición para el sufrimiento) sería una epilepsia «afectiva» más que una epilepsia «orgánica», es decir, más propia de un neurótico que de un enfermo del cerebro[53]lo que no es óbice, y esta es una observación clínica que nos interesa en el caso de Mischkin, que esos ataques puedan aquejar no sólo a personas con defectos cerebrales, sino «a personas que manifiestan un pleno desarrollo psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la mayoría de los casos»[54]. Lo que de ningún modo podríamos aplicar a Mischkin son las controvertidas conclusiones del gran médico vienés acerca de las causas profundas de la epilepsia de Dostoyevski, enfermedad, no obstante, que Freud reconoce honestamente que no se puede determinar con exactitud en cuanto a su grado y su alcance en el escritor ruso, pues carecemos de datos suficientes sobre su intensidad, su precisa descripción, su frecuencia, etc[55]Pero se inclina a pensar, con los datos biográficos disponibles y con las conclusiones que pueden extraerse del carácter psicológico de sus atormentados personajes, que la epilepsia de Dostoyevski, que era una persona con un «fortísimo instinto de destrucción»[56], tiene que ver, en primer lugar, con sus tempranos miedos, siendo todavía un niño, a la muerte, esto es, al convencimiento de que iba a caer en un estado letárgico que le conduciría inexorablemente a la muerte[57]en segundo lugar, con los instintos criminales de desear matar a su padre, siendo así la epilepsia una manifestación compensatoria y un modo de expiar el sentimiento de culpa de su conciencia[58]y, en tercer término, con sus larvadas inclinaciones homosexuales, o, al menos, con su bisexualidad, que Freud deduce, por un lado, de la lectura de parte de su correspondencia y de la estrecha amistad que mantiene con determinados hombres, como, por otro, una vez más de la psicología de algunos de sus personajes. Muchos de estos personajes, además, recuerda Freud, eran asesinos, pecadores y hombres malvados y amorales, algo que ni mucho menos puede considerarse casual, sino como una manifestación de los propios instintos reprimidos del escritor[59]muy tenuemente sádico hacia afuera y muy sádico consigo mismo, esto es, un masoquista. El mayor trauma de su vida, según Freud, quizá fuese el asesinato real de su padre por unos malhechores, cuando el escritor contaba con diecisiete años. Precisamente, como él mismo albergada tendencias parricidas, la muerte del padre generó en él un sentimiento de culpa muy profundo. Si pudiera demostrarse, observa Freud, que Dostoyevski no sufrió de ningún ataque epiléptico durante sus cuatro años de trabajos forzados en Siberia, ello confirmaría que aquella culpabilidad se vería redimida por la pena impuesta por las autoridades, mientras que, una vez recobrada la libertad, el sentimiento de culpa retornaría, y, con ello, la enfermedad[60]En lo que se refiere a la bisexualidad, la argumentación de Freud es bastante débil, pues sólo aduce un hipotético enamoramiento del padre, una relación amor-odio, pero sin aportar pruebas concluyentes y satisfactorias[61]También lleva a cabo una audaz y polémica asociación entre la afición al juego, a la ruleta, y la masturbación, en el sentido de que el juego -y aquí subraya el papel de las manos basándose en una hermosísima narración corta de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer– sublimaría la fuerte inclinación onanista[62]

La última referencia al significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin, es, a mi juicio, la más interesante, con diferencia, de las tres. Es la interpretación de Dmitri Merejkovsky, que, naturalmente, se inspira en una atentísima lectura de las propias palabras del príncipe explicando o tratando de traducir en palabras su transporte y arrobamiento. Para empezar, Merejkovsky lleva a cabo una interpretación doble, ambivalente, pero complementaria, acerca de la causa y de la consecuencia de la enfermedad. De un lado, esa lucidez, esa «luz» que percibe el príncipe en el segundo anterior al ataque, y que sería una «consecuencia» de la enfermedad. Es decir, el conocimiento espiritual como resultado de un defecto de la constitución físico-genética del individuo. Pero, de otro lado, la «idiotez» como consecuencia de la suprema síntesis de la vida, de ese instante en el que Mischkin parece intuir y comprender el misterio último del mundo y de la existencia[63]La «idiotez» sería, pues, el precio que habría de pagar por ese instante único, donde todos los extremos del mundo se juntan, que, en su sentido espiritual, es una referencia a Cristo.

Pero Merejkovsky va aún más lejos cuando insinúa que ese «instante» supremo, ese «instante» de existencia superior, podría significar o referirse al fin de los tiempos (por eso hemos hablado antes del aspecto escatológico de la experiencia intransferible de Mischkin); mejor aún, un equivalente del fin de la Historia y de las edades del mundo, según la mística del propio Cristianismo. Expresado de otro modo: lo que Dostoyevski está planteando aquí es nada menos que la profunda preocupación del Cristianismo por la muerte[64]antes del Cristianismo no había verdadera conciencia de la muerte[65]porque no había tampoco conciencia de la trascendencia del hombre individual, una trascendencia espiritual que está vinculada a las Personas del Verbo. No se está hablando aquí de una idea de la muerte referida exclusivamente al individuo concreto y singularísimo, sino a una noción de la muerte que afecta de lleno al decurso mismo de la humanidad entera, esto es, que habrá un último día. Antes de que llegue ese último día, se habrá realizado el Reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, que es precisamente lo contrario al Estado como poder temporal y a la Iglesia como institución, sea católica u ortodoxa, pues ese Reino de Cristo se basa sólo en la realización del Amor, y, para ello, es la propia sociedad, que no debe confundirse con el Estado[66]la que se identifica con la Iglesia, pero entendida ahora como cuerpo místico de Cristo.

El capítulo VI empieza tres días después de ese ataque epiléptico (por lo que continuamos a principios de junio), con el príncipe ya recuperado y alojado en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, donde también están de veraneo las Yepánchinas. Todo ese primer día de Mischkin en la dacha de Lebédev, ocupa los capítulos VI, VII, VIII, IX y X. Al día siguiente, en el capítulo XI, Mischkin recibe la visita de Adelaida Ivánovna y del príncipe Tsch***. El segundo día de estancia de Mischkin en Pávlovsk ocupa prácticamente todo este capítulo XI, hacia cuyo final se inicia el tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, que ocupa todo el capítulo XII, con el que finaliza la 2ª parte de la novela.

Aunque en todos esos capítulos ocurren multitud de cosas y se perfeccionan los rasgos psicológicos de varios personajes secundarios, nosotros debemos circunscribirnos especialmente al triángulo amoroso de Mischkin-Nastasia-Aglaya, a sus caracteres espirituales y psicológicos, y también a los actos, pensamientos y manifestaciones de otros personajes que nos ayuden a dibujar con cierta nitidez el alma del príncipe. En este punto resulta necesario hacer una precisión relacionada con la concepción o la idea que Dostoyevski tenía de la psicología, a la que no puede considerarse en su caso exactamente de «psicología explicativa», pues lo que en última instancia mueve a sus grandes creaciones literarias, a sus personajes más característicos, está de una u otra manera relacionado con el problema de la libertad, un problema que, para Dostoyevski, constituye un enorme misterio, uno de los misterios supremos de la existencia; de ahí que no pueda abordarse, pues de lo contrario el misterio se diluiría y dejaría de ser tal, con un método prosaicamente racional, sino irracional, esto es, un método que permita acceder a las realidades esenciales, que son las realidades espirituales[67]

Las tres hermanas, junto con su madre, una vez se enteran de que el príncipe se encuentra en Pávlovsk restableciéndose de la enfermedad que ha vuelto a sobrevenirle, deciden hacerle una visita, pues sienten una sincera estima por él, que, en el caso de Aglaya es puro amor, aunque su orgullo y su pudor lo mantienen escondido; de igual modo que saben de la pretérita convivencia juntos del príncipe con Nastasia, que, naturalmente, reprueban, aunque por discreción y respeto no le digan nada. No obstante, Lizaveta Prokófievna sí se atreve a preguntarle si está solo, es decir, si no ha llegado a casarse, dudas que quedan inmediatamente despejadas con la pronta respuesta del príncipe, que se sonríe ante la ingenuidad de la pregunta. No, no está casado.

De otra parte, desde hace aproximadamente un mes antes de la llegada del príncipe a la localidad veraniega residencial, las tres hermanas han adquirido la costumbre de referirse en sus conversaciones privadas a un misterioso pobre caballero, que, como es lógico, es el príncipe, uso que empieza a extenderse entre otros personajes de nuestra historia, como la cada vez más atractiva -en lo que se refiere a la nobleza de sus sentimientos- hija adolescente de Lebédev y su recién fallecida esposa Yelena, la hermosa muchacha de trece años Viera Lukiánovna (Viera Lebédeva), que, además, siente una honda devoción y admiración por Mischkin; o el propio Kolia; o el novio de Adelaida, el príncipe Tsch***, así como un amigo de éste, Yevguenii Pávlovich Radomskii. La que no sabe nada del significado de ese apodo es Lizaveta Prokófievna, y eso la enoja, por lo que un día, harta de tanto secreto, haciendo gala de su franco carácter, pregunta sin tapujos qué significa, a lo que de pronto Aglaya se ruboriza. Ésta estaba ya también empezando a irritarse de las bromas a cuenta de la ingenuidad del príncipe, que le hacen ya muy poca gracia. Pero, por disimular su sentimiento hacia Mischkin, si lo ve necesario, también se ríe de su modo de ser. Aglaya, según se ha dicho, es muy orgullosa y tiene mucho amor propio, lo que a veces, dada la firmeza de sus decisiones, o lo resolutivo de su conducta, que puede, sin embargo, variar radicalmente en pocos minutos, puede dar la impresión de inmadurez, de inconstancia o de una manera de ser caprichosa. Nada más lejos de la realidad. Es plenamente madura y sabe muy bien lo que quiere. Y ese saber lo que quiere incluye querer saber con certeza qué quieren los demás de ella o qué sienten hacia ella, es decir, qué quiere exactamente el príncipe y qué siente. Pero esto habrá de resolverse más adelante.

Durante esa visita al príncipe en la dacha de Lebédev, como saliera de nuevo a relucir lo del pobre caballero, y se repitiera la pregunta de la generala, y se liase el asunto en nexo fortuito a los temas de los cuadros que pintaba Adelaida, actividad a la que era aficionada, y como quiera que cada vez más crecientemente le pareciese todo eso del pobre caballero una «sandez» a Lizaveta Prokófievna, puesto que nadie se lo aclaraba en medio de tantas chanzas y complicidades ajenas a ella, de pronto, de improviso, como correspondía a su carácter más profundo, Aglaya le replica a su madre que «no hay tal sandez, sino tan sólo la mayor estimación», respuesta que aún enojó más a la generala, que, interrogando a su hija qué quería decir eso de la «mayor estimación», encontró esta respuesta de Aglaya, expresada con la mayor gravedad: «Pues porque la hay […] porque en esos versos [unos de Pushkin] se describe primero a un hombre capaz de sentir un ideal, y luego cómo, habiendo sentido una vez ese ideal, cree en él, y, ya animado de esa fe, le consagra toda su vida […] Yo, al principio, no comprendía, y me reía; pero ahora amo al pobre caballero, y, lo principal, estimo sus proezas». El príncipe, en la terraza de la dacha de Lebédev, que era donde estaba sucediendo el diálogo, asistía atónito. Es la primera vez que Aglaya, bien es cierto que de modo enigmático, ha expresado su amor. El único que la ha entendido es el destinatario de ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los versos de la famosa Balada del pobre caballero de Alejandro Pushkin, que, inmediatamente después, una vez que Radomskii se ha sumado a la reunión, recitará la joven delante de todos en una intervención ciertamente memorable. Dostoyevski nos describe magníficamente el milagroso momento; cómo se va operando, frente a los que puedan creer que se trata de una afectación de Aglaya, una profunda compenetración de ella con los versos que declama. ¡Es que está declamando una declaración de amor a su amado, que está delante mismo de ella! Los románticos versos de Pushkin hacen alusión a un «misérrimo hidalgo», imbuido de un alto ideal, que ama a una mujer desinteresadamente, un explícito homenaje de Pushkin y de Dostoyevski a Don Quijote[68]Aglaya, como acabamos de decir, se está dirigiendo al príncipe Mischkin, y tiene la increíble habilidad de alterar las iniciales que hay insertas en el poema de Pushkin por las iniciales de Nastasia Filíppovna (N. F. B.)[69]. Mischkin es el único de los circunstantes que se da cuenta de ello inmediatamente. Aquel pobre caballero al que todos se referían hasta entonces, pertenece a la misma familia espiritual que el «hidalgo» de la balada de Pushkin que tan maravillosamente recita Aglaya. Aquel pobre caballero, ya lo hemos dicho, es Mischkin, un personaje que Dostoyevski está modelando con un paralelismo espiritual con Don Quijote, los dos más grandes personajes de la literatura universal que encarnan un «ideal», naturalmente, decíamos al principio, cristiano, evangélico. Por eso le hablaba Aglaya a su madre instantes antes del «ideal». Entre Aglaya y el príncipe, en todo este pasaje lleno de amor, pero también de amargura (repárese en la sutil alteración de las iniciales), hay unos intercambios de miradas y una sintonía extraordinaria. Ambos se ponen encarnados en más de una ocasión durante el transcurso de esta intensa escena de amor puro y platónico.

Aunque el tema del nihilismo ruso se roza muy de soslayo en esta novela, ya que será en Demonios y en Los hermanos Karamazov donde Dostoyevski aborde con profundidad jamás alcanzada toda la problemática intelectual, política y religiosa que esa corriente fundamental de la intelligentsia rusa presentaba en su tiempo, anunciando de manera profética los horrores del bolchevismo, sin embargo, coincidiendo con la estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, se van agregando una serie de personajes, al calor de un turbio y equívoco asunto en el que se pretende conseguir una importante cantidad de dinero del príncipe[70]en los que pueden advertirse embrionarios rasgos nihilistas, pero que ni mucho menos ofrecen la nitidez ni la profundidad, ni tampoco la maldad, de los quinqueviros de Demonios dirigidos por Piotr Stepánovich Verjovenski. De todos ellos, el más interesante, a notable distancia del resto, es el ya referido Ippolit Teréntiev, que en esta cuestión sólo tiene rasgos intelectuales tangenciales con el nihilismo, aunque de inusual profundidad si tenemos en cuenta su jovencísima edad. La vehemente Lizaveta Prokófievna, que advierte espantada el ateísmo de que se jactan, irritada ante las risas irónicas y burlonas que de modo constante manifiestan, ante su descarada altivez, acaba explotando, y, cual atacada de incontrolado histerismo, lanza una extensa andanada contra ellos, en la que, además de decirle a Kolia, que está influido sobre todo por su amigo Ippolit, que, en vez de discutir, con lo joven que es, sobre el problema femenino, lo que debe hacer es portarse «humanamente» con su sufrida madre, exclama: «¡Locos! ¡Vanidosos! No creen en Dios, no creen en Cristo. Pero hasta tal punto estáis corroídos de vanidad y orgullo, que acabaréis comiéndoos los unos a los otros, desde ahora os lo digo» (capítulo IX). No sólo los quinqueviros de Demonios terminarán devorándose a sí mismos, sino que sólo hay que reparar en la terrible lucha por el poder que se desata en la Unión Soviética después de la muerte de Lenin en enero de 1924, de qué modo todos los principales revolucionarios de la primera hora son neutralizados y apartados, y, después, cuando las circunstancias sean propicias, en el decenio de 1930, detenidos, encerrados y eliminados físicamente por orden de José Stalin. Todo lo que ocurre en Rusia posteriormente a su muerte en 1881, está profetizado de modo sobrecogedor y espeluznante por Dostoyevski, pero no porque fuese profeta, al modo de los profetas del Antiguo Testamento, sino porque conoce como nadie la idiosincrasia del pueblo ruso y lo que se esconde detrás del nihilismo ruso.

Ippolit Teréntiev, que sabe que su fin está próximo, pues la tuberculosis lo carcome, pretende llamar la atención sobre su persona, e incluso quiere aparentar lo que a veces en el fondo no es. Por ejemplo, cuando, poco después de esa acalorada intervención de la generala, le comenta que «aunque no tengo nada de sentimental», celebra que aquel turbio asunto de marras en relación a la fortuna del príncipe, se haya resuelto satisfactoriamente. Sí que es un sentimental. Y por eso mismo es, como mucho, un aspirante a nihilista. Los verdaderos nihilistas, como Verjovenski, o como Nikolai Vsevolódovich Stavroguin, no pueden permitirse tener sentimientos. Tienen que ser implacables, sin compasión alguna. A mi juicio, Ippolit, sobre todo por sus actos, pero también por sus palabras, es un muchacho con corazón, al que le obsesiona la muerte, y también la idea del suicidio, naturalmente sin punto de comparación con esa convulsiva y enfermiza obsesión por ese acto del Kirillov de Demonios, pues lo que el ingeniero Aléksieyi Nilich Kirillov pretende con su «suicidio lógico» es demostrar que Dios no existe. Me parece necesario subrayar lo que se refiere al sentimiento, porque el primer nihilista literario, el extraordinario Evgueni [Eugenio] Vasílich Basárov de la novela Padres e hijos de Iván Turguéniev[71]aunque pretenda dar una imagen en sentido contrario, de hombre frío, desapasionado, analítico, cerebral, científico, observador de las leyes de la naturaleza, quiere, aunque se resista a mostrarlo explícitamente, muchísimo a sus padres, sobre todo a su madre, a pesar del desapego e independencia con que se conduce ante ella; asimismo, al margen de su curiosidad científica, coopera todo lo que sea necesario en la salvación de vidas humanas, como dicta su código ético de médico, y esa actitud es la que acabará contagiándole el tifus de un desgraciado mujik (campesino pobre) y muriendo a consecuencia de ello; pero, ante todo, es capaz de amar, de enamorarse apasionada y desinteresadamente de una mujer, de la hermosa y seductora Anna Serguiéievna Odintsova, que finalmente no le corresponde en su amor, pero que acudirá a su lecho de muerte, acompañada de un afamado doctor para hacer un último intento por curarle, de todo punto inútil, y que mantendrá con el moribundo una inolvidable y conmovedora conversación, digna de ese otro genio del arte de narrar que es Turguéniev.

Conviene, no obstante, aclarar que Ippolit expresa opiniones inequívocamente nihilistas, lo que no significa que lo sea por completo o que, como acabo de indicar, no tenga sentimientos. De nuevo, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, afirma: «… Pues a lo que más le temen ustedes es a nuestra sinceridad, y eso que nos desprecian». La generala, viendo que la tos acude con inusitada y arrolladora fuerza a su garganta, y observando su estado como de delirio extático, se emociona toda entera, rogándole que se calme, que descanse, que no se fatigue; pero él no puede ya detenerse: «¡Sí, la Naturaleza es una guasona! Porque, si no -continuó con súbita vehemencia-, ¿por qué crea a los seres superiores para luego reírse de ellos? Al único ser que en la Tierra se ha reconocido perfecto dióle por misión la Naturaleza decir palabras que han hecho correr torrentes de sangre, en los que habría podido ahogarse la Humanidad entera si toda esa sangre se hubiese vertido de una vez […] Yo quería vivir para la dicha de todos los hombres; para la búsqueda, para la difusión de la verdad […] ¿Saben que si no estuviese tísico me mataría?…» (capítulo X). Sólo quisiera aquí que el lector reparase sucintamente en varios detalles: Ippolit es honesto intelectualmente hablando, cree firmemente en la sinceridad; más que como «guasona», parece ver a la Naturaleza como una madrastra; la alusión a los «seres superiores» inmediatamente nos evoca a Rodion Románovich Raskólnikov; a Cristo, como equivocadamente piensa Ippolit, no le ha dado ningún mandato ni le ha conferido ninguna misión «la Naturaleza», sino su Padre que está en los cielos; es muy cierto que las palabras de Cristo han provocado océanos de sangre; la dicha de los hombres que desea Ippolit no tiene nada que ver con el pérfido y destructivo anhelo del Gran Inquisidor (en los Karamazov) para con aquéllos, pues la dicha y felicidad de la que le habla a Jesús en los calabozos de la Inquisición en Sevilla conduce a la más absoluta negación de la libertad y de la dignidad del hombre; Ippolit cree honradamente que se puede encontrar una «verdad» terrenal, que sería la única verdad, como, también honradamente, pero muy equivocadamente, creyó Federico Nietzsche.

En esta 2ª parte, para finalizar ya con ella, existen también nítidas alusiones evangélicas, como cuando Ippolit se permite sugerir que Lizaveta Prokófievna tome con su marido y con sus hijas una taza de té en casa del príncipe (no olvidemos que la dacha de Lebédev, al alojarse allí una persona del rango social de Mischkin, es como si fuese la casa de éste, pues para el funcionario es todo un honor contar con ese invitado), a lo que la generala responde, dirigiéndose al príncipe, que «yo no soy digna de tomar té en tu casa»[72] (capítulo IX). También asistimos al progresivo encariñamiento del príncipe con los niños, por ejemplo, con la hijita todavía de pecho de Lebédev, Líubochka, hermanita de Viera Lebédeva. O cómo Keller, un oficial retirado de origen alemán, que mantuvo una fugitiva relación con Nastasia Filíppovna en el pasado, sólo con el propósito de darle celos a Rogochin, le confiesa al príncipe que «había perdido todo vestigio de moral (únicamente por no creer en el Altísimo)», y, un poco más adelante, en el mismo capítulo, le reconoce al propio príncipe dos cosas muy significativas: «… Mire usted, príncipe: tiene usted una sencillez de alma, una inocencia como ni en la Edad de Oro las hubo, y de pronto, al mismo tiempo, penetra usted a través del hombre como una flecha, con la más profunda observación psicológica» (capítulo XI). Estas últimas palabras de Keller corroboran la certera observación de Jacques Madaule acerca de esa capacidad de penetración psicológica, «a pesar suyo», de Mischkin: «Ningún secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que no lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le descubra como a pesar suyo y sin que él lo busque»[73]. Keller, un grandullón al que se le llama «el boxeador», unido al círculo de Ippolit Teréntiev, y que ha publicado un artículo en una revista, a cuenta de aquel turbio asunto del dinero que la estrambótica banda quiere sonsacarle al príncipe, artículo cuyo objetivo no era otro que desacreditar a Mischkin delante de la sociedad petersburguesa, este Keller, que aparenta ser un vulgar matón, no resulta después tal, y, lo que es aún más elocuente, ha percibido con total clarividencia, no sólo la inocencia y pureza del príncipe, que salta a la vista, sino su inteligencia y agudas dotes psicológicas de observación. En efecto, Mischkin suele observarlo todo en silencio, como si estuviese ido o como ajeno a los acontecimientos que ocurren a su alrededor, pero de todo lo importante dáse cuenta, de todo lo relevante -por sutil que sea, por escondido que esté- que tenga que ver con la vida y con la evolución espiritual de las personas que le rodean. Nadie le es indiferente.

En el capítulo XII, que comienza a las siete de la tarde del tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se presenta de improviso Lizaveta Prokófievna (su dacha y la de Lebédev distaban unos trescientos metros tan sólo), para saber exactamente qué decía aquella breve misiva que el príncipe le había hecho llegar a Aglaya y que ésta había guardado en un volumen del Quijote, una carta de cuya existencia acaba de enterarse la generala. El príncipe, ante los requerimientos de la madre, se la recita de memoria, ya que la recuerda muy bien, y, como él mismo afirma, no tiene inconveniente en hacerlo ni tiene que ocultar nada, por lo que no va a ponerse colorado al referirla, aunque lo cierto es que se pone doblemente colorado, pero como aquélla dudase, no tanto del contenido de la carta, que le ha parecido un galimatías incomprensible, sino de las palabras del príncipe de que la escribió como si fuera un hermano de la joven, Mischkin, a la pregunta de Lizaveta de si le ha mentido, le responde seco y tajante: «Yo no miento». Ante la insistencia de la generala, aunque elude hábilmente la pregunta de si se encuentra en Pávlovsk por Nastasia Filíppovna, sí le corrobora que no se ha presentado allí con la pretensión de casarse con la amante de Rogochin. La generala, finalmente, después de pedirle que le dé un beso, pues confía plenamente en él y lo estima muchísimo, le recuerda, no obstante, que Aglaya no lo quiere y que ella, como madre, ha tomado sus medidas para que su hija no sea nunca suya.

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Los primeros párrafos del primer capítulo de la tercera parte sirven al novelista para hacer unas consideraciones generales acerca del excesivo número de funcionarios inútiles en Rusia, sobre la carencia común de originalidad entre las personas (que suele faltar entre las personas con sentido práctico) y sobre el desprecio que, en general, se tiene en Rusia por los genios y los inventores. También dice el narrador: «Pero cierta estupidez espiritual parece ser la condición indispensable, o poco menos, si no de todo hombre práctico, por lo menos de todo serio acumulador de dinero».

Aquel tercer día de estancia del príncipe en Pávlovsk, continúa en la tercera parte, y se extiende durante los capítulos I, II y III. Casi al final de este capítulo III, siendo ya más de las doce de la noche, se inicia el cuarto día en Pávlovsk, que continuará durante el capítulo IV, prolongándose toda esa noche. Ese cuarto día de la estancia del príncipe Mischkin en Pávlovsk es el día de su cumpleaños, y está cargado de manera intensísima de acontecimientos. Se prolonga hasta el final del capítulo X, cuando, de madrugada, se entra en el quinto día, que apenas tiene duración en la novela. Durante el aludido cuarto día es cuando Ippolit Teréntiev lee su elocuente Explicación. En ese mismo día, tan preñado de sucesos, entre las siete y las ocho de la mañana, tiene lugar, en un banco verde de un parque junto a la dacha de Lebédev, la extraordinaria conversación entre Mischkin y Aglaya, en la que ésta, a pesar de su orgullo, deja traslucir claramente el inmenso amor que siente por él.

Una vez que el narrador, que siempre habla en tercera persona, ha hecho la mencionada introducción a la 3ª parte de la novela, en la que, además de referirse a algunos aspectos muy generales en relación a la escasa eficacia de la Administración imperial y sobre determinadas actitudes de los rusos en lo que atañe a la innovación y la mejora de la industria y de la economía, y donde también aprovecha para aclarar ciertas impresiones, oscilantes estados de ánimo y moderadas esperanzas sobre el curso de los acontecimientos por parte de Lizaveta Prokófievna, naturalmente en lo que se refiere al destino más o menos próximo de sus queridísimas hijas, se relata una conversación que tiene lugar en la dacha de Lebédev (recordemos, como acabamos de indicar, que ya estaba muy avanzada la noche de ese tercer día en Pávlovsk), en la que, por supuesto, está presente el príncipe, pero que tiene la particularidad de girar en torno a un tema de carácter político, en concreto el significado del liberalismo en Rusia. La intervención más destacada y detallada es la de Radomskii, que, en síntesis, viene a concluir que una de las principales tragedias del liberalismo en Rusia es la de no haber sido capaz de entroncar y mantener lo mejor de la tradición, y, por eso, constituye ese liberalismo un ataque frontal a la «sustantividad» de Rusia. En ninguna parte -Radomskii debe estar pensando sobre todo en Inglaterra– puede darse el caso de que un liberal odie a su patria; sin embargo, eso es lo que ocurre en Rusia. Nótese que Dostoyevski está introduciendo, aunque no le interesa hacerlo con excesiva profundidad en esta novela, pues su centro de gravedad es otro, el arduo problema de la occidentalización de Rusia, de la europeización de Rusia, iniciada por Iván IV el Terrible en la segunda mitad del siglo XVI -al mismo tiempo que somete de manera implacable a los campesinos pobres y sienta las bases sólidas de la autocracia imperial- , continuada de manera despótica y cruel por Pedro el Grande a finales del XVII y principios del XVIII, e impulsada de modo asimismo autocrático y absoluto, pero sin tan extrema brutalidad, por Catalina la Grande en la segunda mitad del siglo XVIII. Esos liberales rusos a los que se está refiriendo Radomskii como intelectuales europeizantes, forman la flor y nata de la intelligentsia, y entre ellos hay ya por entonces, hacia 1870, que es el año de nacimiento de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), numerosos nihilistas. A Dostoyevski, lo que le preocupa, lo que rechaza abiertamente, es que, en aras de esa occidentalización, se traicione el «alma de Rusia», se disuelvan sus tradiciones más profundas, las arraigadas creencias religiosas del pueblo ruso. Esto es lo que teme Dostoyevski, que precisamente habla con Alexander Herzen en Londres, en julio de 1862, de ese pueblo ruso, un pueblo que, según juicio erróneo de Edward Hallett Carr, no conocía bien Dostoyevski[74]Si algo conocía bien el incomparable novelista, mejor aún que pudiera conocerlo el propio Tolstoi, era al pueblo ruso, es decir, la más íntima esencia de ese pueblo, que no puede desligarse de su religiosidad profunda. Aunque debe admitirse que ese conocimiento se sustenta, primordialmente, en la experiencia espiritual del escritor, en la observación del «pueblo» ruso a través del espejo donde se reflejan las turbulencias de su propia alma en llamas, en permanente estado de agitación subterránea, como un volcán que puede entrar en erupción en cualquier momento.

El príncipe, ante la «pasión y vehemencia» de las palabras de Radomskii, interviene para decirle que en parte tiene razón, que puede ser que el liberalismo tienda «hasta cierto punto, a odiar a la misma Rusia», pero que sería injusto aplicar ese criterio a todos los liberales. En este mismo momento, el narrador hace una penetrante observación sobre el carácter del príncipe, una de sus principales cualidades,

«que consistía en la extraordinaria ingenuidad de la atención con que siempre escuchaba cuanto despertaba su interés y de las contestaciones que daba cuando, en esos casos, le hacían directamente preguntas. En su cara, y hasta en la actitud de su cuerpo, parecían traslucirse esa ingenuidad, esa buena fe que no sospechaban ni burlas ni humorismos». La conversación va discurriendo por diversos vericuetos, siendo uno de ellos el ensañamiento con que se conducen determinados criminales comunes, a lo que el príncipe, después de que uno de los presentes informe del elevado número de asesinatos que es capaz de cometer este tipo de individuos, responde haciendo una agudísima observación de psicología criminal, en la que lo importante, para él, no es tanto el número de víctimas, que por supuesto que lo es, sino la ausencia absoluta de arrepentimiento: «Pero yo hube de observar entonces [en su recorrido por algunos penales] que el criminal más nato y empedernido no deja de saber que es un criminal; es decir, que su conciencia le dice que no ha obrado bien, aunque no sienta el menor remordimiento»[75].

Aglaya no deja de observarlo en todo momento, aunque intentando que nadie se dé cuenta de ello; el único que lo percibe es el príncipe. De vez en cuando, también ella se ruboriza. Cuando él, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, trata de tranquilizarlos a todos, indicándoles que no teman por que pueda darle un nuevo ataque, pues se retirará en seguida, en medio de este párrafo acierta a expresar: «Hay ideas elevadas, de las que yo no debo ponerme a hablar, porque infaliblemente les hago reír a todos…»; entonces, Aglaya, temiendo que, efectivamente, puedan reírse de él, se encara con él: «Pero ¿por qué se expresa usted aquí de ese modo? ¿Por qué les dice usted eso a ellos? ¡A ellos! ¡A ellos!» Y, echando fuego por los ojos, como correspondía a su carácter en determinados instantes decisivos e intensos, a la inmaculada sinceridad de sus sentimientos, al sacrosanto amor y respeto que profesa a esa criatura tan increíblemente auténtica, pura, inocente y buena que es Mischkin, dijo dirigiéndose a todos los presentes, que se quedaron estupefactos, sobre todo su madre, pues sabía de lo resolutiva que era y de lo que era capaz su hija: «Aquí no hay ni una sola persona digna de esas palabras [las que acaba de pronunciar el príncipe sobre las ideas elevadas]. ¡Aquí no hay nadie, nadie, que valga su dedo meñique ni tenga su inteligencia ni su corazón! ¡Usted es más honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que todos! Aquí hay quien es indigno de agacharse y recoger del suelo el pañuelo que deja usted caer[76]¿Por qué se humilla usted así y se rebaja ante ellos? ¿Por qué ha de despreciar usted todo lo suyo, por qué no ha de tener usted orgullo?» (capítulo II). Frente al orgullo, que Aglaya lo posee en alto grado, aunque con humanísima y serena dignidad, el príncipe, su naturaleza más profunda, no puede manifestar sino humildad, porque la humildad y la piedad son la argamasa impoluta y virginal, sin adulteración alguna, que ha servido para modelar indeleblemente su espíritu. A Aglaya le cuesta entenderlo, quizás rechace tanta humildad en su fuero interno, pero siente una admiración sin límite por un hombre así, y este modo de ser, a pesar de que muchas veces pueda molestarla, en parte porque pueda ser, como de hecho es, objeto de burlas y de chanzas, en el fondo la absorbe por completo, la embriaga de un dulce y puro amor.

Pero Aglaya continúa escondiendo sus sentimientos, a pesar de aquella volcánica explosión. No sólo los esconde, sino que vuelve a mostrar desdén e indiferencia por el príncipe, insegura como está de lo que Mischkin siente verdaderamente por ella. En ese mismo capítulo hay un cruce de miradas entre ambos, encontrándose de pronto los ojos de ella centelleantes, echando chispas, ante lo que acaba de ver, y lo que ha visto con sus propios ojos es cómo el príncipe ha vuelto la cabeza para contemplar a Nastasia Filíppovna, que ha pasado por delante de la dacha, con el único fin de provocar, por ese despecho que la está destruyendo por dentro. Pero, aunque Aglaya no lo sepa, aunque se resistiera a admitirlo caso de que el príncipe se lo confesase, lo cierto es que Mischkin continúa sintiendo por esa María Magdalena literaria -muchísimo más real que tantos seres reales mediocres y vulgares que somos la mayoría de nosotros y que nos rodean todos los días- una piedad infinita. Después acontece un desagradable episodio en la estación de ferrocarril de la pequeña ciudad veraniega, un incidente en el que incluso se produce un relampagueante conato de vivo revuelo, en el que Nastasia cruza el semblante de un pretendido ofensor, un joven oficial amigo de Radomskii, con un bastoncito de junco, oficial que, sin pensárselo dos veces, se abalanza contra ella, acudiendo el príncipe de inmediato en su auxilio y recibiendo, como era de esperar, un fuerte revés en el pecho por mano del joven militar. Todo el incidente ha tenido su origen en ciertas descaradas y provocativas palabras de Nastasia, que está en Pávlovsk en un estado de excitación creciente, pues a ella también la devoran los celos pensando que el príncipe está enamorado de Aglaya. Lo paga con quien sea, especialmente con el grupo de amistades de Mischkin, ante la consiguiente indignación general. Nastasia, hermosísima, deslumbrante, paseando su inefable belleza física, es un alma insatisfecha, torturada, que se desprecia a sí misma, y que ama al príncipe aún más todavía que antes, pero ella sí que es consciente, a diferencia de la virginal Aglaya, que ese amor no es posible, es más, que ella está destinada a morir por mano de su «lujurioso» y «sanguíneo»[77] amante, Rogochin, una muerte que la redimirá de todos sus pecados, como los años de trabajos forzados en Siberia, en compañía de Sonia, otra prostituta de corazón puro, otra María Magdalena literaria, la primera del escritor, redimirán a Raskólnikov del terrible crimen que ha cometido contra la vieja usurera Aliona Ivánovna y su hermana Lizaveta. Terrible porque ha matado por una idea, porque ha matado para demostrarse a sí mismo que es un individuo superior, que su deber moral es librar a la sociedad de un parásito que chupa la sangre de sus víctimas, y porque él piensa que está por encima de las leyes divinas y humanas.

Después del incidente de la estación, ya oscurecido del todo, y habiéndose quedado solo el príncipe en la terraza de la dacha, acercósele Aglaya, manteniendo con él un breve diálogo, en el que, ante la pregunta de ella de si él se defendería si fuese atacado, si él, en definitiva, era un cobarde, Mischkin responde: «Cobarde es quien no tiene miedo y huye; pero quien tiene miedo y no huye, ése no es cobarde». Al final del diálogo, en el que hablaron, entre otras cosas, del duelo que le costó la vida a Pushkin, él es consciente que sólo le importa la presencia de ella: «Pero todo se le voló del pensamiento, salvo la idea de que ella estaba allí, ante él y él la miraba, siéndole casi en absoluto indiferente en tal instante que ella le hablase de una cosa o de otra». Cuando se despidieron y ella le ofreció la mano, probablemente fue entonces cuando deslizó entre sus dedos un dobladito billete, que, poco después, el príncipe pudo leer, y en el que lo citaba en el banco verde del parque a las siete en punto de la mañana, para hablarle de «un asunto sumamente principal», por lo tanto al amanecer del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk.

Pero esa noche va a ser muy larga. Para empezar, el príncipe, que había salido a dar un paseo poco después de la medianoche, es decir, nada más comenzar el cuarto día, encuentra de pronto la sigilosa figura de Rogochin, que, como es su costumbre, surge de pronto de entre las sombras, como una aparición inquietante y perturbadora. Pero el príncipe -ya se lo ha dejado entrever antes a Aglaya- no es precisamente un cobarde; su calma y serenidad no se disipan. Es entonces cuando tiene ese pensamiento respecto a Rogochin que ya hemos transcrito, a saber, que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». El príncipe se franquea con él: «Y aunque sea yo inocente como un ángel para contigo, tú, a pesar de todo, no me podrás sufrir, porque pensarás que ella no te quiere a ti, sino a mí». Así es, en efecto. Aunque Mischkin intenta sinceramente persuadirlo de que ella, Nastasia, en realidad a quien quiere es a él, a Rogochin, pero que gusta de mortificarlo y de hacerle sufrir, pues tal es su carácter, Rogochin no puede dejar de creer con todas sus fuerzas que el corazón de Nastasia ha elegido al príncipe. No se equivoca. Lo que no puede comprender es que Mischkin no la ama en el sentido que normalmente concedemos a ese sentimiento, sino que lo que siente es sólo piedad. Cuando el príncipe regresa de nuevo a la dacha en compañía de Rogochin, la animación de la nutrida concurrencia crece por momentos. La madrugada avanza, pero los presentes se enzarzan en debates en los que manifiestan apasionadamente sus opiniones. Uno de los más vehementes en expresarlas es el dueño de la vivienda, Lebédev, sobre todo cuando afirma que «la ley de la propia conservación y la ley de la propia destrucción son las únicas fuerzas de la Humanidad. El diablo, mediante una y otra, domina y dominará hasta un límite de tiempo aún desconocido […] porque el espíritu impuro [el demonio] es un grande y poderoso espíritu» (capítulo IV). Por su parte, Radomskii emite una opinión sobre el príncipe que más pareciera que estuviese dirigida a Federico Nietzsche: «¿Verdaderamente, príncipe, fue usted quien dijo una vez que el mundo se salvaría por la belleza?»[78]. Mischkin se limita a no responder.

Pero el acontecimiento decisivo de esa madrugada, antes de que amanezca y el príncipe se encuentre con Aglaya en el banco verde del parque, es la Declaración de Ippolit Teréntiev. Tiene razón Edward Hallett Carr al definir a Ippolit como un personaje excepcionalmente maduro para su joven edad, un personaje en el que el novelista ha pretendido reflexionar muy profundamente sobre el dolor y el sufrimiento, pues sabe que se está muriendo, un personaje que considera su «muerte injusta y absurda» y que está, quizás por ello mismo, necesitado de «autoafirmación». Pero yerra, a nuestro juicio, el insigne historiador británico cuando opina que Ippolit es un personaje que no «nos conmueve del todo»[79], opinión que se sustenta probablemente en creer que Ippolit se conduce con cierta afectación, cuando lo cierto es que, con independencia de que esté necesitado de comprensión y de cariño, habla con absoluta sinceridad y no creemos que su actitud moral e intelectual sea una simple pose.

Esta Declaración, leída por él en voz alta en la terraza de la dacha de Lebédev, en presencia del príncipe, de Rogochin, de Radomskii, de Kolia, de Keller y otros más, y que ocupa varias apretadas y densas páginas, la titula su autor Mi explicación indispensable. Après moi, le déluge [Después de mí, el diluvio], y en ella hace profundas y originales consideraciones sobre su concepción de la vida y de la existencia, teniendo en cuenta que está convencido de que va morir pronto por efecto de su tuberculosis, planteándose abiertamente la posibilidad del suicidio. Relata un extenso y extrañísimo sueño, que con toda seguridad conocía el excepcional escritor praguense Franz Kafka[80]grandísimo admirador del novelista ruso, un sueño que también nos evoca algunas imágenes animales monstruosas de ciertos cuadros del pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, como por ejemplo La plaga, de 1898 (Basilea, Kunstmuseum). Habla de una convicción suprema, que parece consistir en que, aunque al principio despreciaba la vida, después quiere aferrarse a ella y «vivir fuere como fuere» […] «porque yo, efectivamente, empecé a vivir al saber que ya me era imposible empezar». Pone como ejemplo a Cristóbal Colón y a su afán por descubrir el Nuevo Mundo, diciendo que lo importante no es el descubrimiento en sí, sino la búsqueda. Lo mismo ocurre en la vida. La vida es búsqueda constante, sempiterna. También afirma que es imposible «comunicar a nadie lo más principal de vuestra idea», que siempre se muere el hombre, cualquier hombre, sin haber podido transmitir algo esencial de su pensamiento que se lleva a la tumba, por mucho que lo haya intentado y por muchos volúmenes que haya escrito. Establece, asimismo, una distinción entre la caridad individual y la caridad pública. La primera es una necesidad del individuo y existirá siempre. La semilla de la caridad individual puede ser muy pródiga en el transcurso del tiempo, no conociéndose exactamente su alcance y la parte que pueda tener en la resolución de los destinos de la Humanidad. Más adelante lleva a cabo aquella hondísima reflexión, ya resumida antes por nosotros, acerca de la copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven que hay en casa de Parfén Rogochin. También cuenta un extraño suceso que le ocurrió con este último, cuando se deslizó como un fantasma dentro de su habitación completamente en sombras, sólo iluminada por una lamparita que había delante de un icono, observándole callado, sin pronunciar palabra, cual un espectro inquietante o amenazante[81]

Por acabar con este interesante personaje, Ippolit, ya en la 4ª y última parte de la novela, en el capítulo II, deja la dacha de Lebédev y se traslada a la casa de Ptitsin y de su esposa Varvara en la misma Pávlovsk. La tensión con Gavrila, el hermano de Varvara, se acrecienta, profesándole Gavrila un encendido desprecio e incluso odio. En buena medida, porque Ippolit, que también odia a Gavrila, le dice claramente lo que piensa de él: que es un ser fatuo, vil, ruin y ordinario, un ser rutinario, incapaz de originalidad alguna, infinitamente envidioso y profundamente frustrado y resentido.

Partes: 1, 2, 3, 4
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