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El príncipe Mischkin de -El idiota- como arquetipo moral

Enviado por Enrique Castaños


Partes: 1, 2, 3, 4

    El príncipe Mischkin de El idiota como arquetipo moral

    La novela El idiota («Idiot») fue empezada a escribir por Fiodor [Teodoro] Mijailovich Dostoyevski (1821-1881)[1] en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de 1867, el escritor se había casado con Anna Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase exclusivamente a su pasión de escribir. La había conocido en 1866, cuando la contrató como taquígrafa y le dictó en octubre la novela El jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría el 12 de mayo siguiente.

    El protagonista de El idiota, el príncipe Liov [León] Nikoláyevich Mischkin[2]representa el más elevado arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este gigante de la literatura universal, personaje portador de un ideal moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don Quijote, el inmortal personaje cervantino[3]tan admirado por el propio Dostoyevski[4]Al igual que el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin constituye un complejísimo epítome del ideal moral cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que para Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada encarnación de su portentosa imaginación creadora, dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se materializará en algunos de los protagonistas de su posterior novela Demonios, un hombre-dios que, precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre que mantendrá ese ensordecedor silencio en la Leyenda del Gran Inquisidor frente al nonagenario anciano que representa el nihilismo y la muerte de la libertad.

    Del mismo modo que San Francisco de Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter Christus (el «otro Cristo»), en la literatura universal el más auténtico alter Christus es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo, sólo puede comparársele en este sentido Don Quijote. El historiador británico Edward Hallett Carr, en su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera vez en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de Cristo en Mischkin[5]de igual manera que también se refería a Mischkin como una antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov, el joven estudiante protagonista de Crimen y castigo (1866), pues si Raskólnikov encarna al hombre que se cree superior, que despiadadamente mata a la vieja usurera como si se tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo una acción profiláctica, porque cree estar eliminando una nociva sanguijuela que se aprovecha de los demás y les chupa la sangre, Mischkin encarnaría la sentimentalidad pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En este sentido, viene a decir el historiador inglés, El idiota es una continuación, por ser su antítesis, de Crimen y castigo[6]Rafael Cansinos Asséns, en su maravilloso prólogo a la novela, también habla de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov: «homo naturalis versus homo intellectualis». Pero mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev (1874-1948), en el más profundo estudio, a nuestro juicio, escrito nunca sobre el novelista ruso, ya que desvela la verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu, redactado durante el invierno de 1920-21, cuando todavía no había sido expulsado de la Rusia bolchevique, incide con una mayor penetración sobre estas cuestiones, especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con la idea y la práctica que el Hijo tiene del Amor[7]Ya tendremos ocasión de volver sobre ello. Aquí sólo lo anoto[8]

    Pero el paralelismo entre el príncipe Mischkin y Jesucristo, a pesar de la extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás Berdiaev y de Dimitri Merejkovsky sobre este y otros múltiples aspectos de la obra y del pensamiento de Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo y sacerdote de origen italiano Romano Guardini (Verona, 1885 – Munich, 1968), que desempeñó su fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania, en Tubinga y en Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por Pablo VI en 1965, siendo muy tenidas en cuenta sus opiniones y reflexiones en los prolongados debates del Concilio Vaticano II. Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir, naturalmente, al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo dice, si no se le vendría abajo toda su argumentación. Lo que él dice exactamente es: «El príncipe es el hombre Liov Nikoláyevich Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente humano; hay en ella cuerpo y alma, alegría y miserias, pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa su existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de otra que no es humana, la de Dios hecho hombre»[9]. En este sentido, antes de haber leído a Romano Guardini, hace algunos meses[10]he hablado yo ya de Mischkin como del alter Christus. Esa otra existencia del príncipe que no parece propiamente humana, que incluso tiene algo de incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual católico Jacques Madaule cuando habla de que Mischkin «no es en sí mismo más que un alma afligida en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo casi transparente»[11], es decir, un cuerpo casi pneumático, un cuerpo espiritual, como el de Jesús después de la Resurrección[12]

    La novela transcurre entre un 27 de noviembre y finales del mes de julio siguiente. Está dividida en cuatro partes, y el ultimo capítulo de la cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta de lo que les sucede a los principales personajes con posterioridad a los hechos narrados.

    Toda la primera parte transcurre íntegra desde las nueve de la mañana de ese 27 de noviembre, miércoles, hasta las seis de la madrugada del día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la primera escena, en el tren con destino a San Petersburgo, se perfilan con meridiana nitidez los rasgos físicos de tres personajes, dejándose sólo entrever sus retratos psicológicos. El primero es el propio príncipe Mischkin, de 27 años, huérfano de padre y de madre, que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza, donde ha permanecido varios años curándose de su terrible mal, la epilepsia, gracias en buena medida a la generosidad de Nikolai Andréyevich Pávlischev, su benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los acontecimientos que se describen en la novela[13]El padre del príncipe, Nikolai Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte años y tres meses antes de comenzar el relato, como consecuencia de una bala (según dice el general Ivolguin, que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el capítulo IX de la 1ª parte, sin especificar si en acto de guerra o pegándose un tiro). La madre del príncipe murió seis meses después que su padre. El segundo personaje es Lukián [Lucas] Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y borrachín, un hombre mediocre, y, a veces, un espíritu ruin. El tercero, Parfén Semiónovich Rogochin, sí tendrá un papel muy destacado en la novela, pues en cierto modo es el contrapunto moral del príncipe Mischkin. También tiene 27 años, pero, a diferencia del príncipe, es muy rico y obscenamente ostentoso; en su espacioso y lóbrego apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a la que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma está envenenada por los celos, pues Mischkin ama a la mujer que él también quiere (más bien con un deseo carnal), Nastasia, que, además, corresponderá, al menos temporalmente, al príncipe; pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento, de celos enfermizos y capaz de hacer el mal[14]Su presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la visión de un espectro, de una fantasmagoría siniestra que se esconde, que acecha al príncipe con sus ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que con asombrosa habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y están en todas partes, al menos en aquellas donde él quiere que estén. En la tercera parte, en el capítulo III, Mischkin piensa de él que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo, Rogochin es también una de esas encarnaciones ambivalentes y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las que el novelista ha encontrado «el más importante principio de la psicología moderna», que no es otro que «la ambivalencia de los sentimientos»[15], tal como se pondrá de manifiesto no sólo en el aspecto bonachón de Rogochin, a pesar de sus criminales instintos interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque sea de un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no poder poseerla, la mata (es lo suficientemente inteligente para comprender que poseer su carne no significa poseer su espíritu y a todo su ser, que pertenecen a otro), o en cómo sufre y se lamenta hasta el paroxismo después de asesinarla y velar su cadáver junto al príncipe.

    Nada más bajarse del tren, el príncipe se dirige a la casa del general Iván [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25 años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20 años recién cumplidos. El príncipe acude sin ninguna intención concreta, sólo para darse a conocer, pues está solo en la ciudad. Pero, desde el primer instante, su extraño aspecto, su franqueza, su absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus maravillosas dotes para contar una historia, su hermosa y pulcra caligrafía, la amplitud de sus conocimientos, pues ha leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la infinita profundidad de su alma, que repara con insólita piedad y misericordia en lo humano, desconciertan y cautivan al mismo tiempo a los miembros de la honorable familia, sobre todo a Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya Ivánovna.

    Nada más entrar en la casa, durante el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo reciben los señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su carácter y de las preocupaciones últimas de su alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor alegato contra la pena de muerte. No es sólo el hecho de que él, que es un príncipe, aunque ofrezca un aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al criado, se dirija a éste como a un igual, lo cual desconcierta aún más al lacayo, pues ya sabe que es un noble y que está lejanamente emparentado con Lizaveta Prokófievna, sino la extrañísima historia que le cuenta, relacionada con una ejecución mediante el procedimiento de la guillotina que, involuntariamente, había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta primera y hondísima reflexión sobre la pena capital, que después va a completar y aquilatar en presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el sufrimiento físico del reo, que puede ser muy grande si se le somete a tortura, pero que, mientras la víctima está con vida, permite un rayo de esperanza, por insignificante que sea, sino que se centra en lo que para el príncipe es lo más insoportable de todo, esto es, el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va a morir dentro de unos instantes, cuando se le lee al reo la sentencia y se procede de inmediato a la ejecución, por medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste Mischkin, es ese saber con absoluta certeza que el alma va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató -le dice el príncipe al criado- es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal». Advertimos ya aquí el total distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo judaísmo. Con las Yepánchinas, en cambio (capítulo V), después de hacer una descripción del paisaje de Suiza cuyo tono lo vincula a la estética de lo sublime del Sturm und Drang («Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo alemán de hacia 1770 -aunque también se percibe mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta Don Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar de manera tan fresca, pura, inocente y llena de vida el joven Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio (1910) de Gabriel Miró-, rememora con morboso detalle la experiencia de un reo de muerte al que en el último instante le es conmutada la pena capital. En ella aborda, al menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable «destino» del individuo; la noción de la «eternidad» (cinco minutos son todo el tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en ese instante anterior a la muerte, el individuo lo sabe todo. Muy poco antes, les había hecho, nada más conocerlas, una hermosa disertación sobre el arte de la caligrafía, que revela su exquisita sensibilidad (capítulo III).

    Cualquier buen aficionado a la historia de la literatura sabe de la terrible experiencia por la que tuvo que pasar el novelista el 22 de diciembre de 1849 en la Plaza Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la que había sido condenado (junto con otros veinte supuestos conspiradores) por el tribunal militar el 16 de noviembre, si bien fue conmutada por el auditor general el día 19 después de recibir la confirmación del zar Nicolás I, llega el indulto que lo envía cuatro años de trabajos forzados a Siberia[16]Este suceso (que no había sido sino un simulacro de fusilamiento, pero de espeluznante y atroz realismo), como reconoció el propio escritor más de una vez, lo marcaría para toda su vida. Se convertiría en un decidido opositor de la pena de muerte. El relato que hace delante de las Yepánchinas es muy pormenorizado y conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su naturaleza enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento humano. Pero ya deja preclara constancia, en presencia por vez primera de la pura y orgullosa Aglaya Ivánovna[17]que, aun cuando haya rozado la «idiotez» cuando se marchó a Suiza (él mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora, desde luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su comportamiento tan ajeno a las convenciones y usos sociales establecidos, de lo que un poco antes se había percatado ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es capaz de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con todo detalle un extenso relato, de una manera maravillosa, desconocida, porque lo que sus interlocutoras empiezan a atisbar es que, detrás de esa ingenuidad, hay también una persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de una hondura de sentimientos inigualable, una persona absolutamente franca, veraz, incapaz de mentir, limpio de corazón, un «pobre de espíritu» en sentido evangélico. Esto lo percibe todavía muy borrosamente, lo intuye sólo ligeramente la perspicaz Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver, «de estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y espeso, carrillos chupados y una barbita en punta, casi del todo blanca», de «ojos grandes, azules y fijos», pero, sobre todo, extrañamente «bueno». Más adelante, comenzará a darse cuenta que esta bondad es sencillamente infinita. También en parte le ocurre lo mismo a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy pendiente de la educación moral de sus hijas y que es sin duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.

    Ya antes de hablar por extenso con las Yepánchinas, el príncipe ha visto en el despacho del general Yepanchin, y se ha quedado maravillado de su hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato fotográfico de Nastasia Filíppovna, traído por Gavrila [Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28 años, que hace las veces de secretario y hombre de confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones serias con Aglaya Ivánovna, aunque por entonces el círculo de amistades íntimas del general quiere casarlo con Nastasia.

    Las grandes novelas de Dostoyevski, a diferencia de las de Tolstoi, se distinguen, entre otros aspectos, por la preeminencia que adquieren los personajes masculinos frente a los femeninos. La única gran excepción es El idiota, en la que, aunque nadie puede ensombrecer al príncipe Mischkin, sin embargo, traza con mano maestra, como no lo había hecho nunca antes ni lo hará después el escritor, las complejas personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas, Aglaya Ivánovna y Nastasia Filíppovna, que se convertirán en rivales por poseer el corazón del protagonista. Sólo antes, en Crimen y castigo (1866), había dibujado otro conmovedor carácter femenino en el personaje de Sonia Marmeladov, «la prostituta de corazón puro […] que conduce a Raskólnikov a la expiación»[18], y, sobre todo, en El adolescente, escrita en 1875, donde volverá a hacer algo parecido a lo realizado en El idiota con el personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente superficial y frívolo, pero muy profundo. No obstante, en El idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma femenina, aproximándose, sin duda, aunque sin perder de vista quién es el personaje principal, a lo que Tolstoi había hecho con Anna Karenina en la novela homónima y con Natasha Rostova en Guerra y paz. Es cierto que en ambas novelas de Tolstoi, esas mujeres adquieren un relieve extraordinario, que, en el caso de Anna Karenina, obnubila por completo todo lo demás, por maravillosamente contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y Kiti. Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime, angelical, un milagro único de la literatura mundial en cualquier lengua, un ser del que resulta imposible no sentirse atraído en lo más profundo y tenerla como modelo de honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karenina es, de otro lado, un personaje femenino cautivador, quizás el más subyugante de toda la historia de la literatura, que embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese halo de distancia inigualablemente aristocrática, con esa elegancia del gran mundo, que también podría pasar por superficial, pero que es de una complejidad espiritual sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado, de destino terriblemente trágico. Es muy posible que ningún escritor del mundo haya penetrado con mayor hondura en el alma femenina que Tolstoi en esa novela única, un producto espiritual que por su inaudita exploración psicológica sólo nos atreveríamos a comparar con la Betsabé de Rembrandt en el Louvre o con la Gertrud de la película de igual título de Carl Theodor Dreyer. En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran pensador cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque, queriendo ponderar por encima de cualquier otro escritor a Dostoyevski, precisamente por sus hondas preocupaciones religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso sin entrar en su intensísimo análisis psicológico de los personajes, valoración en la que coincido, es quizás un poco injusto con Tolstoi al calificarlo sólo de gran artista, del más brillante novelista de todos los tiempos, por la estructura y medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral casi sobrehumana -como, en otro orden distinto, ocurre en la bóveda de la Capilla Sixtina-, por el fresco histórico tan certero que es capaz de trazar cuando se lo propone, pero para Berdiaev no pasa de ahí, es decir, no posee la elevación de Dostoyevski, atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de Tolstoi tenía un punto de vanidad, de egocentrismo. Todo esto es una discusión de enorme altura, en la que han entrado con gran agudeza, además de Nicolás Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que destaca de manera especialísima el gran escritor ruso Dmitri Merejkovsky (1865-1941)[19]. Yo no voy aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso supondría escribir otro ensayo distinto, y, además, no me siento capacitado para ello, pero sí quiero decir que la sutileza psicológica del personaje femenino de Anna Karenina no creo que pueda encontrarse en ningún libro del mundo. Es muy grande también la religiosidad de Tolstoi, y, si no, que se lea su novela Resurrección, injustamente olvidada. Eso sí, es una religiosidad distinta, posiblemente más estética que espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan violentamente el corazón humano.

    Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski que lo hace un escritor incomparable, absolutamente único, y ello se debe en buena medida a la extrema tensión a la que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva, o que llega al límite de las posibilidades de resistencia psíquica humana. En el caso de Aglaya Ivánovna y de Nastasia Filíppovna ha creado también dos arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos mujeres plenas de matices sutilísimos, casi inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al corazón del hombre y a los recónditos intersticios de su alma. Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta, culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor. Algunos críticos y estudiosos, Edward Hallett Carr y Rafael Cansinos Asséns entre otros, han pensado que el escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo una efímera relación en 1864, al poco de la muerte de su esposa María Dmítrievna, ocurrida, después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de abril de ese año. A María Dmítrievna Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el novelista en marzo de 1854 en Semipalatinsk (en Kazajstán), que es donde es confinado desde el día 2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de febrero del penal de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de Moscú). Esposa de un alcohólico empedernido, Fiodor se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o Kuznetsk, en el oblast de Penza, al oeste del río Volga) el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.

    En cuanto a Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la hermana mayor de la destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hijas ambas del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy, descendiente del rey Matías Corvino de Hungría, mientras que la madre de sendas hermanas provenía de una familia de científicos. Anna, de ideología socialista, terminó casándose con Charles Victor Jaclard, miembro ferviente de la I Internacional, tomando parte activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna de París de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología socialista, que por el frecuente ateísmo de los partidarios de esa corriente de pensamiento político, era algo que rechazaba con toda la vehemencia de su alma el escritor (él sabe como nadie de los sólidos lazos que terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso y el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya no podrá él verlo, pero sí predecirlo, en bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía como mujer, de esa inclinación decidida a la libertad de juicio y de criterio que podemos adivinar en la efímera y joven amante del escritor durante una de sus estancias en Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien vuelva a acertar con inusual perspicacia al establecer un parecido entre Aglaya y la María evangélica. Lo curioso, sin embargo, es que no especifica de qué María del Evangelio se trata, aunque se sobreentiende quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser una María evangélica, ávida de oír la palabra de verdad más bien que la de amor»[20]. Es decir, estaríamos ante un reflejo de María, la hermana de Marta y de Lázaro (Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa María que gusta de escucharlo absorta cuando Jesús acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere permanecer ocupada en las tareas domésticas (Lc 10, 38-42). Esa María de carácter íntimo, contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los pies de Jesús con un precioso ungüento de nardo en casa de Simón el leproso, seis días antes de la Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras a su sepultura (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María que Velázquez, todavía en su periodo de juventud en Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y sujeto a diversas interpretaciones, bodegones «a lo divino», Cristo en casa de Marta, de hacia 1618-1620, que se conserva en la National Gallery de Londres.

    En cuanto a Nastasia Filíppovna, varios estudiosos apuntan una leve inspiración, para la composición de este personaje clave de la novela, en Marfa [Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una corta y tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un año después de la muerte de María Dmítrievna, cuando aún estaba cortejando a Anna Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese vínculo con Marfa Brown no lo sabemos, aunque sí sabemos con precisión que todavía no ha roto con Pólina [Apollinaria] Súslova[21]a la que probablemente habría conocido en septiembre de 1861, cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo, pero con la que intimaría, según Hallett Carr, entre agosto de 1862 -de vuelta a San Petersburgo después de un viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha visitado a Alexander Herzen- y 1863. La hermosa Pólina Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de sus grandes pasiones amorosas, coincidiendo con su época de jugador empedernido, pero se trataba de una mujer destructiva, de un «despotismo» rayano en la «crueldad», según el propio novelista, que acabaría encarnándola en un importante personaje de igual nombre de su novela El jugador (Pólina Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en Wiesbaden, donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta, Pólina lo abandona y la ruptura es ya prácticamente completa, aunque todavía pedirá él su mano en noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda negativa. Incluso después de casarse con Anna Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski cartas de la Súslova, pero la relación íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa definitivamente rota e imposible de recomponer.

    Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por la época en que conoce a Dostoyevski, había mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un periodista bohemio y alcohólico. Al caer enferma, al poco tiempo de frecuentar al novelista, y ser ingresada en un hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa imposible por ser ella mujer casada y no existir el divorcio en Rusia. Pero esta última pasión amorosa en la vida del escritor, antes de aparecer la maternal Anna Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy efímera.

    Aún más penetrante es la comparación, mantenida asimismo por varios estudiosos y sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de Nastasia Filíppovna con la María Magdalena evangélica[22]esa gran pecadora que se convierte en la más ferviente seguidora del Nazareno y que es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se aparece después de su Resurrección. Ya sólo indicar este paralelismo nos está advirtiendo de la extraordinaria complejidad de este personaje, que brota de lo más profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es, en primer término, una mujer de una «belleza cegadora» e «insoportable», como piensa para sí mismo Mischkin de su semblante cuando por segunda vez puede ver el mencionado retrato, donde se dibuja «algo así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de prodigiosamente ingenuo; ese contraste inspiraba algo así como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora resultaba también insoportable, aquella belleza de un rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de fuego: ¡rara belleza!» (capítulo VII)[23], pero, ante todo, es una figura literaria embriagadora, y ello quizás esté íntimamente relacionado con su destino trágico, que ella no sólo intuye sino que lo sabe. Ella sabe que, antes o después, acabará matándola Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza, en el instante en que parece haberse salvado, en el momento en que creemos que ha cortado definitivamente los lazos con su celoso amante, esto es, cuando va a entrar en la iglesia donde la espera el príncipe Mischkin para casarse con ella, Nastasia, inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo su maltratador, que le clavará a las pocas horas un puñal en el corazón. Pero, en el fondo, no resulta tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como decimos, sabe de su destino inexorablemente trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que la ama y que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con un casi inhumano sentimiento de piedad hacia ella, una piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos del firmamento, y ella, Nastasia, además, que es una mujer culta e inteligente, que se siente pecadora, que se siente culpable por su relación con su protector Totskii y con otros hombres, no se ve digna del príncipe, aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas, porque no quiere manchar la pureza de Mischkin, su limpieza de corazón. Pero ya veremos qué desbordante grandeza de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna, cuán inmensa es su capacidad de amar, cuánta nobleza hay en su alma[24]y cómo, aunque Aglaya Ivánovna, en el único y formidable encuentro entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia, precisamente por ser una gran pecadora, como lo fue María de Mágdala[25]no puede ser una perdida para Dostoyevski, sino una mujer que será absolutamente redimida.

    La curiosidad intelectual y la amplia cultura de Nastasia Filíppovna queda patente cuando le reprocha a Parfén Rogochin su desconocimiento general, incluso el de la propia historia rusa, y por eso le presta un volumen de la Historia de Rusia de Soloviev[26]que Mischkin ve sobre una mesa cuando por primera vez entra en casa de Rogochin (2ª parte, capítulo III). Al lado del libro también se encontraba el puñal con el que Nastasia será asesinada, «un puñalito […] con mango de asta de ciervo», en el que repara sin querer Mischkin, que lo coge distraído, pero que Rogochin le quita de las manos, guardándolo, momento en el que el príncipe hace la observación de que acaba de darse cuenta de lo nuevo que está, observación que exaspera a Rogochin, cuya irritación repentina estremece simultáneamente a Mischkin, que lo ha comprendido todo. Esta comprensión se desprende de sus palabras unas pocas páginas antes, a modo de estremecedora intuición: «¿Es aquí donde piensas celebrar la boda?». La boda, es decir, la consumación de su terrible acción.

    Huérfana desde los siete años, Nastasia Filíppovna es recogida por Afanasii Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de 55 años cuando transcurren los acontecimientos que se narran en la novela, que dirigirá su educación y la visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20 años y se produce un cambio radical en su carácter, se traslada a vivir con él a San Petersburgo, convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera jornada de la novela, es, asimismo, el día en que Nastasia cumple 25 años, y para por la noche está acordada una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la ciudad Totskii, a la que está previsto que acuda el general Yepanchin, y en la que se supone se habrá de formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila Ardaliónovich. Pero antes de esa turbulenta y accidentada reunión, en la que tantas cosas inesperadas acontecen, deben suceder muchas otras de capital importancia que nos irán perfilando el carácter del príncipe y de los otros personajes principales de la historia.

    En aquella hermosísima disertación sobre el arte de la caligrafía, que tan pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre «una gruesa hoja de papel vitela, con caracteres rusos medievales, la frase siguiente: "El humilde igúmeno[27]Parnutti firmó por su mano"». Después de pedirle al general una edición de Pagodin[28]que aquél parece que no posee, transcribe del francés al ruso otra frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en caracteres de amanuenses militares: «El fervor todo lo vence».

    Antes de aquel primer encuentro de Mischkin con las Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de pormenores la historia de Nastasia, y ahí se nos aclara que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a nada, a sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de mencionar), mientras que en el siguiente párrafo el narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii adivinaba en ellos: «parecíale como si presintiese en ellos una profunda y misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un enigma». Este mismo enigma es el que advertirá al instante el príncipe al contemplar su retrato. Algunas páginas más adelante, también advierte el narrador: «Nastasia Filíppovna no tenía nada de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces, hasta con su propia vida.

    En el capítulo V se produce ese primer encuentro del príncipe con las Yepánchinas, pero antes el general prefiere «preparar» a su esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con él, que «el pobre no tiene donde reclinar la cabeza». Claro está que tampoco esa expresión, aunque parezca maquinal, es casual, sino de honda raíz evangélica[29]

    Antes de aquella extensa y morbosa reflexión sobre el sentimiento del reo ante la inminente muerte física, hace el príncipe, delante de sus cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión clínica, de descripción de su enfermedad, enfatizando que cuando «se me repetían los ataques varias veces seguidas, caía en un completo estupor, perdía por entero la memoria, y aunque mi razón seguía trabajando, no lograba coordinar lógicamente las ideas». Les habla de su «cariño» por los asnos y de la «simpatía» que le inspiran, de su «felicidad» entre las montañas de Suiza -«¿Sabe usted ser feliz?», le interroga entre sorprendida y gratamente admirada Aglaya-, y, ya en el siguiente capítulo, de su amor por los niños, de cómo le agrada rodearse de ellos -pues ellos también, allí en Suiza, «se apiñaban en torno mío»-, escucharlos, decírselo todo, sin secretos, porque «al niño se le puede decir todo», a los niños «no se les debe ocultar nada», son como «avecillas» y «nos curan el alma». Repárese en las referencias evangélicas: el asno, que tan pacientemente sufre todo tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús para entrar en Jerusalén poco antes del comienzo de su Pasión; los niños comparados con las avecillas, como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan después del Sermón de la Montaña: «Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre todo, el gustar rodearse de esas inocentes e indefensas criaturas, a las que Jesús se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14)[30].

    Asimismo, como será cada vez más frecuente en Dostoyevski, insertará el príncipe un triste relato, una historia acaecida mientras él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya protagonista, la joven Mary, es una muchacha desgraciada y pobre, de la que todos se mofan, una actitud que él logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de la desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en los aldeanos. Este recurso de la narración dentro de la narración, procede, naturalmente, del Quijote cervantino, un recurso de raíz manierista pero sobre todo barroca que Dostoyevski volverá a emplear, ampliándolo considerablemente, en El adolescente -nos referimos a la historia que cuenta el anciano Makar Ivánovich Dolgorukii poco antes de morir-, y, de modo muy especial, en Los hermanos Karamazov, publicada en 1879, donde -hablamos de la «Leyenda del gran inquisidor»- ya no será sólo un recurso complementario o aclaratorio de la narración principal o del perfil psicológico y espiritual del protagonista, sino que se convertirá en un recurso decisivo, capital, para comprender el sentido último de toda la obra. En esa triste historia menciona por vez primera el príncipe el nombre del pintor renacentista alemán Hans Holbein el Joven, a propósito de una copia del Museo de Dresde de una bellísima Virgen conocida como Meyer Madonna, cuyo original se halla en Darmstadt y que se remonta a 1526-28.

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