Derecho Procesal Civil ; Un estudio de Derecho Comparado (página 4)
Enviado por Fernando Jes�s Torres Manrique
En cuanto a la jurisdicción y, en gran medida, también respecto de la competencia objetiva, esta Ley se subordina a los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que, sin embargo, remiten a las leyes procesales para otros mecanismos de la predeterminación legal del tribunal, como es, la competencia funcional en ciertos extremos y, señaladamente, la competencia territorial. A estos extremos se provee con normas adecuadas.
La presente Ley mantiene los criterios generales para la atribución de la competencia territorial, sin multiplicar innecesariamente los fueros especiales por razón de la materia y sin convertir todas esas reglas en disposiciones de necesaria aplicación. Así, pues, se sigue permitiendo, para buen número de casos, la sumisión de las partes, pero se perfecciona el régimen de la sumisión tácita del demandante y del demandado, con especial previsión de los casos en que, antes de interponerse la demanda, de admitirla y emplazar al demandado, se lleven a cabo actuaciones como las diligencias prellminares o la solicitud y eventual acuerdo de medidas cautelares.
Las previsiones de la Ley acerca del domicilio, como fuero general, dan respuesta, con una regulación más realista y flexible, a necesidades que la experiencia ha puesto de relieve, procurando, en todo caso, el equilibrio entre el legítimo interés de ambas partes.
Sobre la base de la regulación jurisdiccional orgánica y con pleno respeto a lo que en ella se dispone, se construye en esta Ley una elemental disciplina del reparto de asuntos, que, como es lógico, atiende a sus aspectos procesales y a las garantías de las partes, procurando, al mismo tiempo, una mejor realidad e imagen de la Justicia civil. No se incurre, por tanto, ni en duplicidad normativa ni en extralimitación del específico ámbito legislativo. Una cosa es que la fijación y aplicación de las normas de reparto se entienda como función gubernativa, no jurisdiccional, y otra, bien distinta, que el cumplimiento de esa función carezca de toda relevancia procesal o jurisdiccional.
Algún precepto aislado de la Ley de Enjuiciamiento de 1881 ya establecía una consecuencia procesal en relación con el reparto. Lo que esta Ley lleva a cabo es un desarrollo lógico de la proyección procesal de esa «competencia relativa», como la denominó la Ley de 1881, con la mirada puesta en el apartado segundo del artículo 24 de la Constitución, que, según doctrina del Tribunal Constitucional, no ha estimado irrelevante ni la inexistencia ni la infracción de las normas de reparto. Es claro, en efecto, que el reparto acaba determinando «el juez ordinario» que conocerá de cada asunto. Y si bien se ha considerado constitucionalmente admisible que esa última determinación no haya de llevarse a cabo por inmediata aplicación de una norma con rango formal de ley, no sería aceptable, en buena lógica y técnica jurídica, que una sanción gubernativa fuera la única consecuencia de la inaplicación o de la infracción de las normas no legales determinantes de que conozca un «juez ordinario», en vez de otro. Difícilmente podría justificarse la coexistencia de esa sanción gubernativa, que reconocería la infracción de lo que ha de predeterminar al «juez ordinario», y la ausencia de efectos procesales para quienes tienen derecho a que su caso sea resuelto por el tribunal que corresponda según normas predeterminadas.
Por todo ello, esta Ley prevé, en primer lugar, que se pueda aducir y corregir la eventual infracción de la legalidad relativa al reparto de asuntos y, en caso de que ese mecanismo resulte infructuoso, prevé, evitando la severa sanción de nulidad radical -reservada a las infracciones legales sobre jurisdicción y competencia objetiva y declarable de oficio-, que puedan anularse, a instancia de parte gravada, las resoluciones dictadas por órgano que no sea el que debiera conocer según las normas de reparto.
En esta Ley, la prejudicialidad es, en primer término, objeto de una regulación unitaria, en lugar de las normas dispersas e imprecisas contenidas en la Ley de 1881. Pero, además, por lo que respecta a la prejudicialidad penal, se sienta la regla general de la no suspensión del proceso civil, salvo que exista causa criminal en la que se estén investigando, como hechos de apariencia delictiva, alguno o algunos de los que cabalmente fundamentan las pretensiones de las partes en el proceso civil y ocurra, además, que la sentencia que en éste haya de dictarse pueda verse decisivamente influida por la que recaiga en el proceso penal.
Así, pues, hace falta algo más que una querella admitida o una denuncia no archivada para que la prejudicialidad penal incida en el proceso civil. Mas, si concurren todos los elementos referidos, dicho proceso no se suspende basta que sólo se encuentre pendiente de sentencia. Únicamente determina una suspensión inmediata el caso especial de la falsedad penal de un documento aportado al proceso civil, siempre que tal documento pueda ser determinante del sentido del fallo.
Para culminar un tratamiento más racional de la prejudicialidad penal, que, al mismo tiempo, evite indebidas paralizaciones o retrasos del proceso penal mediante querellas o denuncias infundadas, se establece expresamente la responsabilidad civil por daños y perjuicios derivados de la dilación suspensiva si la sentencia penal declarase ser auténtico el documento o no haberse probado su falsedad.
Se prevé, además, el planteamiento de cuestiones prejudiciales no penales con posibles efectos suspensivos y vinculantes, cuando las partes del proceso civil se muestren conformes con dichos efectos. Y, finalmente, se admite también la prejudicialidad civil, con efectos suspensivos, si no cabe la acumulación de procesos o uno de los procesos se encuentra próximo a su terminación.
VIII
El objeto del proceso civil es asunto con diversas facetas, todas ellas de gran importancia. Son conocidas las polémicas doctrinales y las distintas teorías y posiciones acogidas en la jurisprudencia y en los trabajos científicos. En esta Ley, la materia es regulada en diversos lugares, pero el exclusivo propósito de las nuevas reglas es resolver problemas reales, que la Ley de 1881 no resolvía ni facilitaba resolver.
Se parte aquí de dos criterios inspiradores: por un lado, la necesidad de seguridad jurídica y, por otro, la escasa justificación de someter a los mismos justiciables a diferentes procesos y de provocar la correspondiente actividad de los órganos jurisdiccionales, cuando la cuestión o asunto litigioso razonablemente puede zanjarse en uno solo.
Con estos criterios, que han de armonizarse con la plenitud de las garantías procesales, la presente Ley, entre otras disposiciones, establece una regla de preclusión de alegaciones de hechos y de fundamentos jurídicos, ya conocida en nuestro Derecho y en otros ordenamientos jurídicos. En la misma línea, la Ley evita la indebida dualidad de controversias sobre nulidad de los negocios jurídicos -una, por vía de excepción; otra, por vía de demanda o acción-, trata diferenciadamente la alegación de compensación y precisa el ámbito de los hechos que cabe considerar nuevos a los efectos de fundar una segunda pretensión en apariencia igual a otra anterior. En todos estos puntos, los nuevos preceptos se inspiran en sólida jurisprudencia y doctrina.
Con la misma inspiración básica de no multiplicar innecesariamente la actividad jurisdiccional y las cargas de todo tipo que cualquier proceso conlleva, el régimen de la pluralidad de objetos pretende la economía procesal y, a la vez, una configuración del ámbito objetivo de los procesos que no implique una complejidad inconveniente en razón del procedimiento que se haya de seguir o que, simplemente, dificulte, sin razón suficiente, la sustanciación y decisión de los litigios. De ahí que se prohíba la reconvención que no guarde relación con las pretensiones del actor y que, en los juicios verbales, en general, se limite la acumulación de acciones.
La regulación de la acumulación de acciones se innova, con carácter general, mediante diversos perfeccionamientos y, en especial, con el de un tratamiento procesal preciso, hasta ahora inexistente. En cuanto a la acumulación de procesos, se aclaran los presupuestos que la hacen procedente, así como los requisitos y los óbices procesales de este instituto, simplificando el procedimiento en cuanto resulta posible. Además, la Ley incluye normas para evitar un uso desviado de la acumulación de procesos: no se admitirá la acumulación cuando el proceso o procesos ulteriores puedan evitarse mediante la excepción de litispendencia o si lo que se plantea en ellos pudo suscitarse mediante acumulación inicial de acciones, ampliación de la demanda o a través de la reconvención.
IX
El Título V, dedicado a las actuaciones judiciales, presenta ordenadamente normas traídas de la Ley Orgánica del Poder Judicial, con algunos perfeccionamientos aconsejados por la experiencia. Cabe destacar un singular énfasis en las disposiciones sobre la necesaria publicidad y presencia del Juez o de los Magistrados no sólo el Ponente, si se trata de órgano colegiado en los actos de prueba, comparecencias y vistas. Esta insistencia en normas generales encontrará luego plena concreción en la regulación de los distintos procesos, pero, en todo caso, se sanciona con nulidad radical la infracción de lo dispuesto sobre presencia judicial o inmediación en sentido amplio. En cuanto a la dación de fe, la Ley rechaza algunas propuestas contrarias a esa esencial función de los Secretarios Judiciales, si bien procura no extender esta responsabilidad de los fedatarios más allá de lo que resulta verdaderamente necesario y, por añadidura, posible. Así, la Ley exige la intervención del fedatario publico judicial para la constancia fehaciente de las actuaciones procesales llevadas a cabo en el tribunal o ante él y reconoce la recepción de escritos en el registro que pueda haberse establecido al efecto, entendiendo que la fe pública judicial garantiza los datos de dicho registro relativos a la recepción.
La documentación de las actuaciones podrá llevarse a cabo, no sólo mediante actas, notas y diligencias, sino también con los medios técnicos que reúnan las garantías de integridad y autenticidad. Y las vistas y comparecencias orales habrán de registrarse o grabarse en soportes aptos para la reproducción.
Los actos de comunicación son regulados con orden, claridad y sentido práctico. Y se pretende que, en su propio interés, los litigantes y sus representantes asuman un papel más activo y eficaz, descargando de paso a los tribunales de un injustificado trabajo gestor y, sobre todo, eliminando tiempos muertos), que retrasan la tramitación.
Pieza importante de este nuevo diseño son los procuradores de los Tribunales, que, por su condición de representantes de las partes y de profesionales con conocimientos técnicos sobre el proceso, están en condiciones de recibir notificaciones y de llevar a cabo el traslado a la parte contraria de muchos escritos y documentos.
Para la tramitación de los procesos sin dilaciones indebidas, se confía también en los mismos Colegios de Procuradores para el eficaz funcionamiento de sus servicios de notificación, previstos ya en la Ley Orgánica del Poder Judicial.
La preocupación por la eficacia de los actos de comunicación, factor de indebida tardanza en la resolución de no pocos litigios, lleva a la Ley a optar decididamente por otorgar relevancia a los domicilios que consten en el padrón o en entidades o Registros públicos, al entender que un comportamiento cívica y socialmente aceptable no se compadece con la indiferencia o el descuido de las personas respecto de esos domicilios. A efectos de actos de comunicación, se considera también domicilio el lugar de trabajo no ocasional. En esta línea! son considerables los cambios en el régimen de los citados actos de comunicación, acudiendo a los edictos sólo como último y extremo recurso. Si en el proceso es preceptiva la intervención de procurador o si, no siéndolo, las partes se personan con esa representación, los actos de comunicación, cualquiera que sea su objeto, se llevan a cabo con los procuradores.
Cuando no es preceptiva la representación por procurador o éste aún no se ha personado, la comunicación se intenta en primer lugar mediante correo certificado con acuse de recibo al lugar designado como domicilio o, si el tribunal lo considera más conveniente para el éxito de la comunicación, a varios lugares. Sólo si este medio fracasa se intenta la comunicación mediante entrega por el tribunal de lo que haya de comunicarse, bien al destinatario, bien a otras personas expresamente previstas, si no se hallase al destinatario. A efectos del emplazamiento o citación para la comparecencia inicial del demandado, es al demandante a quien corresponde señalar uno o varios lugares como domicilios a efectos de actos de comunicación, aunque, lógicamente, comparecido el demandado, puede éste designar un domicilio distinto. Si el demandante no conoce el domicilio o si fracasa la comunicación efectuada al lugar indicado, el tribunal ha de llevar a cabo averiguaciones, cuya eficacia refuerza esta Ley. En materia de plazos, la Ley elimina radicalmente los plazos de determinación judicial y establece los demás con realismo, es decir, tomando en consideración la experiencia de los protagonistas principales de la Justicia civil y los resultados de algunas reformas parciales de la Ley de 1881. En este sentido, se ha comprobado que un sistemático acortamiento de los plazos legalmente establecidos para los actos de las partes no redunda en la deseada disminución del horizonte temporal de la sentencia. No son los plazos muy breves ninguna panacea para lograr que, en definitiva, se dicte, con las debidas garantías, una resolución que provea sin demora a las pretensiones de tutela efectiva.
La presente Ley opta, pues, en cuanto a los actos de las partes, por plazos breves pero suficientes. Y por lo que respecta a muchos plazos dirigidos al tribunal, también se prevén breves, con seguridad en la debida diligencia de los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, en lo referente al señalamiento de audiencias, juicios y vistas -de capital importancia en la estructura de los nuevos procesos declarativos, dada la concentración de actos adoptada por la Ley-, se rehuyen las normas imperativas que no vayan a ser cumplidas y, en algunos casos, se opta por confiar en que los calendarios de los tribunales, en cuanto a esos actos, se ajustarán a la situación de los procesos y al legal y reglamentario cumplimiento del deber que incumbe a todos los servidores de la Administración de Justicia.
Por lo que respecta a los plazos para dictar sentencia en primera instancia, se establecen el de diez días, para el juicio verbal, y el de veinte, para el juicio ordinario. No se trata de plazos que, en sí mismos, puedan considerarse excesivamente breves, pero sí son razonables y de posible cumplimiento. Porque es de tener en cuenta que la aludida estructura nueva de los procesos ordinarios comporta el que los jueces tengan ya un importante conocimiento de los asuntos y no hayan de estudiarlos o reestudiarlos enteramente al final, examinando una a una las diligencias de prueba llevadas a cabo por separado, así como las alegaciones iniciales de las partes y sus pretensiones, que, desde su admisión, frecuentemente no volvieron a considerar.
En los juicios verbales, es obvia la proximidad del momento sentenciadora las pruebas y a las pretensiones y sus fundamentos. En el proceso ordinario, el acto del juicio opera esa proximidad de la sentencia respecto de la prueba -y, por tanto, en gran medida, del caso, y la audiencia previa al juicio, en la que ha de perfilarse lo que es objeto de la controversia, aproxima también las pretensiones de las partes a la actividad jurisdiccional decisoria del litigio.
La Ley, atenta al presente y previsora del futuro, abre la puerta a la presentación de escritos y documentos y a los actos de notificación por medios electrónicos, telemáticos y otros semejantes, pero sin imponer a los justiciables y a los ciudadanos que dispongan de esos medios y sin dejar de regular las exigencias de esta comunicación. Para que surtan plenos efectos los actos realizados por esos medios, será preciso que los instrumentos utilizados entrañen la garantía de que la comunicación y lo comunicado son con seguridad atribuibles a quien aparezca como autor de una y otro. Y ha de estar asimismo garantizada la recepción integra y las demás circunstancias legalmente relevantes.
Es lógico prever, como se hace, que, cuando esas seguridades no vengan proporcionadas por las características del medio utilizado o éste sea susceptible de manipulación con mayor o menor facilidad, la eficacia de los escritos y documentos, a efectos de acreditamiento o de prueba, quede supeditada a una presentación o aportación que sí permita el necesario examen y verificación. Pero estas razonables cautelas no deben, sin embargo, impedir el reconocimiento de los avances científicos y técnicos y su posible incorporación al proceso civil.
En este punto, la Ley evita incurrir en un reglamentismo impropio de su naturaleza y de su deseable proyección temporal. La instauración de medios de comunicación como los referidos y la determinación de sus características técnicas son, por lo que respecta a los órganos jurisdiccionales, asuntos que encuentran la base legal apropiada en las atribuciones que la Ley Orgánica del Poder Judicial confieren al Consejo General del Poder Judicial y al Gobierno. En cuanto a los procuradores y abogados e incluso a no pocos justiciables lo razonable es suponer que irán disponiendo de medios de comunicación distintos de los tradicionales, que cumplan los requisitos establecidos en esta Ley, en la medida de sus propias posibilidades y de los medios de que estén dotados los tribunales.
Para el auxilio judicial, en cuyo régimen, entre otros perfeccionamientos, se precisa el que corresponde prestar a los Juzgados de Paz, la Ley cuenta con el sistema informático judicial. En esta materia, se otorga a los tribunales una razonable potestad coercitiva y sancionadora respecto de los retrasos debidos a la falta de diligencia a las partes.
Otras innovaciones especialmente dignas de mención, dentro del antes citado Título V del Libro primero, son la previsión de nuevo señalamiento de vistas antes de su celebración, para evitar al máximo que se suspendan, así como las normas que, respecto de la votación y fallo de los asuntos, tienden a garantizar la inmediación en sentido estricto, estableciendo, con excepciones razonables, que hayan de dictar sentencia los Jueces y Magistrados que presenciaron la práctica de las pruebas en el juicio o vista.
Con tales normas, la presente Ley no exagera la importancia de la inmediación en el proceso civil ni aspira a una utopía, porque, además de la relevancia de la inmediación para el certero enjuiciamiento de toda clase de asuntos, la ordenación de los nuevos procesos civiles en esta Ley impone concentración de la práctica de la prueba y proximidad de dicha práctica al momento de dictar sentencia.
En el capítulo relativo a las resoluciones judiciales, destacan como innovaciones las relativas a su invariabilidad., aclaración y corrección. Se incrementa la seguridad jurídica al perfilar adecuadamente los casos en que éstas dos últimas proceden y se introduce un instrumento para subsanar rápidamente, de oficio o a instancia de parte, las manifiestas omisiones de pronunciamiento, completando las sentencias en que, por error, se hayan cometido tales omisiones.
La ley regula este nuevo instituto con la precisión necesaria para que no se abuse de él y es de notar, por otra parte, que el precepto sobre forma y contenido de las sentencias aumenta la exigencia de cuidado en la parte dispositiva, disponiendo que en ésta se hagan todos los pronunciamientos correspondientes a las pretensiones de las partes sin permitir los pronunciamientos tácitos con frecuencia envueltos hasta ahora en los fundamentos jurídicos.
De este modo, no será preciso forzar el mecanismo del denominado «recurso de aclaración» y podrán evitarse recursos ordinarios y extraordinarios fundados en incongruencia por omisión de pronunciamiento. Es claro, y claro queda en la ley, que este instituto en nada ataca a la firmeza que, en su caso, deba atribuirse a la sentencia incompleta. Porque, de un lado, los pronunciamientos ya emitidos son, obviamente, firmes y, de otro, se prohíbe modificarlos, permitiendo sólo añadir los que se omitieron.
Frente a propuestas de muy diverso sentido, la Ley mantiene las diligencias de ordenación, aunque ampliando su contenido, y suprime las propuestas de resolución, ambas hasta ahora a cargo de los Secretarios Judiciales. Dichas medidas se sitúan dentro del esfuerzo que la Ley realiza por aclarar los ámbitos de actuación de los tribunales, a quienes corresponde dictar las providencias, autos y sentencias, y de los Secretarios Judiciales, los cuales, junto a su insustituible labor, entre otras muchas de gran importancia, de fedatarios públicos judiciales, deben encargarse además, y de forma exclusiva, de la adecuada ordenación del proceso, a través de las diligencias de ordenación.
Las propuestas de resolución, introducidas por la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985, no han servido de hecho para aprovechar el indudable conocimiento técnico de los Secretarios Judiciales, sino más bien para incrementar la confusión entre las atribuciones de éstos y las de los tribunales, y para dar lugar a criterios de actuación diferentes en los distintos Juzgados y Tribunales, originando con frecuencia inseguridades e insatisfacciones. De ahí que no se haya considerado oportuno mantener su existencia, y sí plantear fórmulas alternativas que redunden en un mejor funcionamiento de los órganos judiciales.
En este sentido, la Ley opta, por un lado, por definir de forma precisa qué debe entenderse por providencias y autos, especificando, en cada precepto concreto, cuándo deben dictarse unas y otros. Así, toda cuestión procesal que requiera una decisión judicial ha de ser resuelta necesariamente por los tribunales, bien por medio de una providencia bien a través de un auto, según los casos. Pero, por otra parte, la Ley atribuye la ordenación formal y material del proceso, en definitiva, las resoluciones de impulso procesal, a los Secretarios Judiciales, indicando a lo largo del texto cuándo debe dictarse una diligencia de ordenación a través del uso de formas impersonales, que permiten deducir que la actuación correspondiente deben realizarla aquéllos en su calidad de encargados de la correcta tramitación del proceso.
Novedad de esta Ley son también las normas que, conforme a la jurisprudencia y a la doctrina más autorizadas, expresan reglas atinentes al contenido de la sentencia. Así, los preceptos relativos a la regla «iuxta allegata et probata», a la carga de la prueba, a la congruencia y a la cosa juzgada material. Importantes resultan también las disposiciones sobre sentencias con reserva de liquidación, que se procura restringir a los casos en que sea imprescindible, y sobre las condenas de futuro.
En cuanto a la carga de la prueba, la Ley supera los términos, en sí mismos poco significativos, del único precepto legal hasta ahora existente con carácter de norma general, y acoge conceptos ya concretados con carácter pacífico en la Jurisprudencia.
Las normas de carga de la prueba, aunque sólo se aplican judicialmente cuando no se ha logrado certeza sobre los hechos controvertidos y relevantes en cada proceso, constituyen reglas de decisiva orientación para la actividad de las partes. Y son, asimismo, reglas, que,.bien aplicadas, permiten al juzgador confiar en el acierto de su enjuiciamiento fáctico, cuando no se trate de casos en que, por estar implicado un interés público, resulte exigible que se agoten, de oficio, las posibilidades de esclarecer los hechos. Por todo esto, ha de considerarse de importancia este esfuerzo legislativo.
El precepto sobre la debida exhaustividad y congruencia de las sentencias, además de haberse enriquecido con algunas precisiones, se ve complementado con otras normas, algunas de ellas ya aludidas, que otorgan a la congruencia toda su virtualidad. En cuanto a la cosa juzgada, esta Ley, rehuyendo de nuevo lo que en ella sería doctrinarismo, se aparta, empero, de superadas concepciones de índole casi metajurídica y, conforme a la mejor técnica jurídica, entiende la cosa juzgada como un instituto de naturaleza esencialmente procesal, dirigido a impedir la repetición indebida de litigios y a procurar, mediante el efecto de vinculación positiva a lo juzgado anteriormente, la armonía de las sentencias que se pronuncien sobre el fondo en asuntos preiudicialmente conexos.
Con esta perspectiva, alejada de la idea de la presunción de verdad, de la tópica «santidad de la cosa juzgada» y de la confusión con los efectos jurídico-materiales de muchas sentencias, se entiende que, salvo excepciones muy justificadas, se reafirme la exigencia de la identidad de las partes como presupuesto de la específica eficacia en que la cosa juzgada consiste. En cuanto a otros elementos, dispone la Ley que la cosa juzgada opere haciendo efectiva la antes referida regla de preclusión de alegaciones de hechos y de fundamentos jurídicos.
La nulidad de los actos procesales se regula en esta Ley determinando, en primer término, los supuestos de nulidad radical o de pleno derecho. Se mantiene el sistema ordinario de denuncia de los casos de nulidad radical a través de los recursos o de su declaracióv, de oficio, antes de dictarse resolución que ponga fin al proceso.
Pero se reafirma la necesidad, puesta de relieve en su día por el Tribunal Constitucional, de un remedio procesal específico para aquellos casos en que la nulidad radical, por el momento en que se produjo el vicio que la causó, no pudiera ser declarada de oficio ni denunciada por vía de recurso, tratándose, sin embargo, de defectos graves, generadores de innegable indefensión. Así, por ejemplo, la privación de la posibilidad de actuar en vistas anteriores a la sentencia o de conocer ésta a efectos de interponer los recursos procedentes.
Sin embargo, se excluye la incongruencia de esta vía procesal. Porque la incongruencia de las resoluciones que pongan fin al proceso, además de que no siempre entraña nulidad radical, presenta una entidad a todas luces diferente, no reclama en muchos casos la reposición de las actuaciones para la reparación de la indefensión causada por el vicio de nulidad y, cuando se trate de una patente incongruencia omisiva, esta Ley ha previsto, como ya se ha expuesto, un tratamiento distinto.
Verdad es que,. mediante el incidente excepcional de nulidad de actuaciones, pueden verse afectadas sentencias y otras resoluciones finales, que han de considerarse firmes. Pero el legislador no puede, en aras de la firmeza, cerrar los ojos a la antecedente nulidad radical, que afecta a la resolución, con todas sus características -firmeza incluida y con todos sus efectos. La Ley opta, pues, por afrontar la nulidad conforme a su naturaleza y no según la similitud con las realidades que determinan la existencia de otros institutos, como el denominado recurso de revisión o la audiencia del condenado en rebeldía.
En los casos previstos como base del remedio excepcional de que ahora se trata, no se está ante una causa de rescisión de sentencias firmes y no ha parecido oportuno mezclar la nulidad con esas causas ni se ha considerado conveniente, para una tutela judicial efectiva, seguir el procedimiento establecido a los efectos de la rescisión ni llevar la nulidad al órgano competente para aquélla.
Aunque, como respecto de otros derechos procesales, siempre cabe el riesgo de abuso de la solicitud excepcional de nulidad de actuaciones, la Ley previene dicho riesgo, no sólo con la cuidadosa determinación de los casos en que la solicitud puede fundarse, sino con otras reglas: no suspensión de la ejecución, condena en costas en caso de desestimación de aquélla e imposición de multa cuando se considere temeraria. Además, los tribunales pueden rechazar las solicitudes manifiestamente infundadas mediante providencia sucintamente motivada, sin que en esos casos haya de sustanciarse el incidente y dictarse auto.
X
El Libro II de la presente Ley, dedicado a los procesos declarativos comprende, dentro del Capítulo referente a las disposiciones comunes, las reglas para determinar el proceso que se ha de seguir. Esta determinación se lleva a cabo combinando criterios relativos a la materia y a la cuantía. Pero la materia no sólo se considera en esta Ley, como en la de 1881, factor predominante respecto de la cuantía, sino elemento de muy superior relevancia, como lógica consecuencia de la preocupación de esta Ley por la efectividad de la tutela judicial. Y es que esa efectividad reclama que por razón de la materia, con independencia de la evaluación dineraria del interés del asunto, se solvente con rapidez -con más rapidez que hasta ahora gran número de casos y cuestiones. Es éste un momento oportuno para dar razón del tratamiento que, con la mirada puesta en el artículo 53.2 de la Constitución, esta Ley otorga, en el ámbito procesal civil, a una materia plural, pero susceptible de consideración unitaria: los derechos fundamentales.
Además de entender, conforme a unánime interpretación, que la sumariedad a que se refiere el citado precepto de la Constitución no ha de entenderse en el sentido estricto o técnico-jurídico, de ausencia de cosa juzgada a causa de una limitación de alegaciones y prueba, resulta imprescindible, para un adecuado enfoque del tema, la distinción entre los derechos fundamentales cuya violación se produce en la realidad extraprocesal y aquellos que, por su sustancia y contenido, sólo pueden ser violados o infringidos en el seno de un proceso.
En cuanto a los primeros, pueden y deben ser llevados a un proceso para su rápida protección, que se tramite con preferencia: el hecho o comportamiento, externo al proceso, generador de la pretendida violación del derecho fundamental, se residencia después jurisdiccionalmente. Y lo que quiere el concreto precepto constitucional citado es, sin duda alguna, una tutela judicial singularmente rápida. En cambio, respecto de los derechos fundamentales que, en sí mismos, consisten en derechos y garantías procesales, sería del todo ilógico que a su eventual violación respondiera el Derecho previendo, en el marco de la jurisdicción ordinaria, tanto uno o varios procedimientos paralelos como un proceso posterior a aquél en que tal violación se produzca y no sea reparada. Es patente que con lo primero se entraría de lleno en el territorio de lo absurdo. Y lo segundo supondría duplicar los procesos jurisdiccionales. Y aún cabría hablar de duplicación -del todo ineficaz y paradójicamente contraria a lo pretendido como mínimo, pues en ese segundo proceso, contemplado como hipótesis, también podría producirse o pensarse que se había producido una nueva violación de derechos fundamentales, de contenido procesal.
Por todo esto, para los derechos fundamentales del primer bloque aludido, aquellos que se refieren a bienes jurídicos del ámbito vital extrajudicial, la presente Ley establece que los procesos correspondientes se sustancien por un cauce procedimental, de tramitación preferente, más rápido que el establecido por la Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales, de 1978: el de los juicios ordinarios, con demanda y contestación por escrito, seguidas de vista y sentencia.
En cambio, respecto de los derechos fundamentales de naturaleza procesal, cuya infracción puede producirse a lo largo y lo ancho de cualquier litigio, esta Ley descarta un ilógico procedimiento especial ante las denuncias de infracción y considera que las posibles violaciones han de remediarse en el seno del proceso en que se han producido. A tal fin responden, respecto de muy diferentes puntos y cuestiones, múltiples disposiciones de esta Ley, encaminadas a una rápida tutela de las garantías procesales constitucionalizadas. La mayoría de esas disposiciones tienen carácter general pues aquello que regulan es susceptible siempre de originar la necesidad de tutelar derechos fundamentales de índole procesal, sin que tenga sentido por tanto, establecer una tramitación preferente. En cambio, y a título de meros ejemplos de reglas singulares, cabe señalar la tramitación preferente de todos los recuros de queja y de los recursos de apelación contra ciertos autos que inadmitan demandas. Conforme a la experiencia, también se ocupa la Ley de modo especial, según se verá, de los casos de indefensión, con nulidad radical, que, por el momento en que pueden darse, no es posible afrontar mediante recursos o con actuación del tribunal, de oficio. Volviendo a la atribución de tipos de asuntos en los distintos cauces procedimentales, la Ley, en síntesis, reserva para el juicio verbal, que se inicia mediante demanda sucinta con inmediata citación para la vista, aquellos litigios caracterizados, en primer lugar, por la singular simplicidad de lo controvertido y, en segundo término, por su pequeño interés económico. El resto de litigios han de seguir el cauce del juicio ordinario, que también se caracteriza por su concentración, inmediación y oralidad. De cualquier forma, aunque la materia es criterio determinante del procedimiento en numerosos casos, la cuantía sigue cumpliendo un papel no desdeñable y las reglas sobre su determinación cambian notablemente, con mejor contenido y estructura, conforme a la experiencia, procurándose, por otra parte, que la indeterminación inicial quede circunscrita a los casos verdaderamente irreductibles a toda cuantificación, siquiera sea relativa.
Las diligencias preliminares del proceso establecidas en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 no distaban mucho del completo desuso, al no considerarse de utilidad, dadas las escasas consecuencias de la negativa a llevar a cabo los comportamientos preparatorios previstos, pese a que el tribunal considerara justificada la solicitud del interesado. Por estos motivos, algunas iniciativas de reforma procesal civil se inclinaron a prescindir de este instituto. Sin embargo, la presente Ley se asienta sobre el convencimiento de que caben medidas eficaces para la preparación del proceso. Por un lado, se amplían las diligencias que cabe solicitar, aunque sin llegar al extremo de que sean indeterminadas. Por otra parte, sin incurrir en excesos coercitivos, se prevén, no obstante, respecto de la negativa injustificada, consecuencias prácticas de efectividad muy superior a la responsabilidad por daños y perjuicios.
Buscando un equilibrio equitativo, se exige al solicitante de las medidas preliminares una caución para compensar los gastos, daños y perjuicios que se pueda ocasionar a los sujetos pasivos de aquéllas, con la particularidad de que el mismo tribunal competente para las medidas decidirá sumariamente sobre el destino de la caución. En los momentos iniciales del proceso, además de acompañar a la demanda o personación los documentos que acrediten ciertos presupuestos procesales, es de gran importancia, para información de la parte contraria, la presentación de documentos sobre el fondo del asunto, a los que la regulación de esta Ley añade medios e instrumentos en que consten hechos fundamentales (palabras, imágenes y cifras, por ejemplo) para las pretensiones de las partes, así como los dictámenes escritos y ciertos informes sobre hechos. Las nuevas normas prevén, asimismo, la presentación de documentos exigidos en ciertos casos para la admisibilidad de la demanda y establecen con claridad que, como es lógico y razonable, cabe presentar en momentos no iniciales aquellos documentos relativos al fondo, pero cuya relevancia sólo se haya puesto de manifiesto a consecuencia de las alegaciones de la parte contraria.
Aquí como en otros puntos, la Ley acentúa las cargas de las partes, restringiendo al máximo la posibilidad de remitirse a expedientes, archivos o registros públicos. Los supuestos de presentación no inicial de los documentos y otros escritos e instrumentos relativos al fondo se regulan con exactitud y se sustituye la promesa o juramento de no haberlos conocido o podido obtener con anterioridad por la carga de justificar esa circunstancia.
Congruentemente, el tribunal es facultado para decidir la improcedencia de tener en cuenta los documentos si, con el desarrollo de las actuaciones, no apareciesen justificados el desconocimiento y la imposibilidad. En casos en que se aprecie mala fe o ánimo dilatorio en la presentación del documento, el tribunal podrá además imponer multa.
En cuanto a la regulación de la entrega de copias de escritos y documentos y su traslado a las demás partes, es innovación de importancia la ya aludida de encomendar el traslado a los Procuradores,.cuando éstos intervengan y se hayan personado. El tribunal tendrá por efectuado el traslado desde que le conste la entrega de las copias al servicio de notificación organizado por el Colegio de Procuradores. De este modo, se descarga racionalmente a los órganos jurisdiccionales y, singularmente, al personal no jurisdiccional de un trabajo, que, bien mirado, resulta innecesario e impropio que realicen, en inevitable detrimento de otros. Pero, además, el nuevo sistema permitirá, como antes se apuntó, eliminar «tiempos muertos», pues desde la presentación con traslado acreditado, comenzarán a computarse los plazos para llevara cabo cualquier actuación procesal ulterior.
XI
Por tratarse de normas comunes a todos los procesos declarativos en primera instancia y, cuando proceda, en la segunda, parece más acertado situar las normas sobre la prueba entre las disposiciones generales de la actividad jurisdiccional declarativa que en el seno de las que articulan un determinado tipo procedimental.
La prueba, así incardinada y con derogación de los preceptos del Código Civil carentes de otra relevancia que la procesa!, se regula en esta Ley con la deseable unicidad y claridad, además de un amplio perfeccionamiento, en tres vertientes distintas.
Por un lado, se determina el objeto de la prueba, las reglas sobre la iniciativa de la actividad probatoria y sobre su admisibilidad, conforme a los criterios de pertinencia y utilidad, al que ha de añadirse la licitud, a cuyo tratamiento procesal, hasta ahora inexistente, se provee con sencillos preceptos.
Por otro lado, en cuanto a lo procedimental, frente a la dispersión de la práctica de la prueba, se introduce una novedad capital, que es la práctica de toda la prueba en el juicio o vista, disponiéndose que las diligencias que, por razones y motivos justificados, no puedan practicarse en dichos actos públicos, con garantía plena de la presencia judicial, habrán de llevarse a cabo con anterioridad a ellos. Además, se regula la prueba anticipada y el aseguramiento de la prueba, que en la Ley de 1881 apenas merecían alguna norma aislada.
Finalmente, los medios de prueba, junto con las presunciones, experimentan en esta Ley numerosos e importantes cambios. Cabe mencionar, como primero de todos ellos, la apertura legal a la realidad de cuanto puede ser conducente para fundar un juicio de certeza sobre las alegaciones fácticas, apertura incompatible con la idea de un número determinado y cerrado de medios de prueba. Además resulta obligado el reconocimiento expreso de los instrumentos que permiten recoger y reproducir palabras, sonidos e imágenes o datos, cifras y operaciones matemáticas.
En segundo término, cambia, en la línea de la mayor claridad y flexibilidad, el modo de entender y practicar los medios de prueba más consagrados y perennes.
La confesión, en exceso tributaria de sus orígenes históricos, en gran medida superados, y, por añadidura, mezclada con el juramento, es sustituida por una declaración de las partes, que se aleja extraordinariamente de la rigidez de la «absolución de posiciones». Esta declaración ha de versar sobre las preguntas formuladas en un interrogatorio libre, lo que garantiza la espontaneidad de las respuestas, la flexibilidad en la realización de preguntas y, en definitiva, la integridad de una declaración no preparada.
En cuanto a la valoración de la declaración de las partes, es del todo lógico seguir teniendo en consideración, a efectos de fijación de los hechos, el dato de que los reconozca como ciertos la parte que ha intervenido en ellos y para la que resultan perjudiciales. Pero, en cambio, no resulta razonable imponer legalmente, en todo caso, un valor probatorio pleno a al reconocimiento o confesión. Como en las últimas décadas ha venido afirmando la jurisprudencia y justificando la mejor doctrina, ha de establecerse la valoración libre, teniendo en cuenta las otras pruebas que se practiquen.
Esta Ley se ocupa de los documentos, dentro de los preceptos sobre la prueba, a los solos efectos de la formación del juicio jurisdiccional sobre los hechos, aunque, obviamente, esta eficacia haya de ejercer una notable influencia indirecta en el tráfico jurídico. Los documentos públicos, desde el punto de vista procesal civil, han sido siempre y deben seguir siendo aquéllos a los que cabe y conviene atribuir una clara y determinada fuerza a la hora del referido juicio fáctico. Documentos privados, en cambio, son los que, en sí mismos, no gozan de esa fuerza fundamentadora de la certeza procesal y, por ello, salvo que su autenticidad sea reconocida por los sujetos a quienes puedan perjudicar, quedan sujetos a la valoración libre o conforme a las reglas de la sana crítica.
La específica fuerza probatoria de los documentos públicos deriva de la confianza depositada en la intervención de distintos fedatarios legalmente autorizados o habilitados. La ley procesal ha de hacerse eco, a sus específicos efectos y con lenguaje inteligible, de tal intervención, pero no es la sede normativa en que se han de establecer los requisitos, el ámbito competencia1 y otros factores de la dación de fe. Tampoco corresponde a la legislación procesal dirimir controversias interpretativas de las normas sobre la función de dar fe o acerca del asesoramiento jurídico con el que se contribuye a la instrumentación documental de los negocios jurídicos. Menos propio aún de esta Ley ha parecido determinar requisitos deforma documental relativos a tales negocios o modificar las opciones legislativas preexistentes.
Frente a corrientes de opinión que, mirando a otros modelos y a una pretendida disminución de los costes económicos de los negocios jurídicos, propugnan una radical modificación de la fe pública en el tráfico jurídico privado, civil y mercantil, la presente Ley es respetuosa con esa dación de fe. Se trata, no obstante, de un respeto compatible con el legítimo interés de los justiciables y, desde luego, con el interés de la Administración de Justicia misma, por lo que, ante todo, la Ley pretende que cada parte fije netamente su posición sobre los documentos aportados de contrario, de suerte que, en caso de reconocerlos o no impugnar su autenticidad, la controversia fáctica desaparezca ose aminore.
Ha de señalarse también que determinados preceptos de diversas leyes atribuyen carácter de documentos públicos a algunos respecto de los que, unas veces de modo expreso y otras implícitamente, cabe la denominada «prueba en contrario». La presente Ley respeta esas disposiciones de otros cuerpos legales, pero está obligada a regular diferenciadamente estos documentos públicos y aquéllos otros, de los que hasta aquí se ha venido tratando, que por sí mismos hacen prueba plena. Sobre estas bases, la regulación unitaria de la prueba documental, que esta Ley contiene, parece completa y clara. Por lo demás, otros aspectos de las normas sobre prueba resuelven cuestiones que, en su dimensión práctica, dejan de tener sentido. No habrá de forzarse la noción de prueba documental para incluir en ella lo que se aporte al proceso con fines de fijación de la certeza de hechos, que no sea subsumible en las nociones de los restantes medios de prueba. Podrán confeccionarse y aportarse dictámenes e informes escritos, con sólo apariencia de documentos, pero de índole pericial o testifical y no es de excluir, sino que la ley lo prevé, la utilización de nuevos instrumentos probatorios, como soportes, hoy no convencionales, de datos, cifras y cuentas, a los que, en definitiva, haya de otorgárseles una consideración análoga a la de las pruebas documentales.
Con las excepciones obligadas respecto de los procesos civiles en que ha de satisfacerse un interés público, esta Ley se inclina coherentemente por entender el dictamen de peritos como medio de prueba en el marco de un proceso, en el que, salvo las excepciones aludidas, no se impone y se responsabiliza al tribunal de la investigación y comprobación de la veracidad de los hechos relevantes en que se fundamentan las pretensiones de tutela formuladas por las partes, sino que es sobre éstas sobre las que recae la carga de alegar y probar. Y, por ello, se introducen los dictámenes de peritos designados por las partes y se reserva la designación por el tribunal de perito para los casos en que así le sea solicitado por las partes o resulte estrictamente necesario.
De esta manera, la práctica de la prueba pericial adquiere también una simplicidad muy distinta de la complicación procedimental a que conducía la regulación de la Ley de 188 1. Se excluye la recusación de los peritos cuyo dictamen aporten las partes, que sólo podrán ser objeto de tacha, pero a todos los peritos se exige juramento o promesa de actuación máximamente objetiva e imparcial y respecto de todos ellos se contienen en esta Ley disposiciones conducentes a someter sus dictámenes a explicación, aclaración y complemento, con plena contradicción.
Así, la actividad pericial, cuya regulación decimonónica reflejaba el no resuelto dilema acerca de su naturaleza -si medio de prueba o complemento o auxilio del juzgador, responde ahora plenamente a los principios generales que deben regir la actividad probatoria, adquiriendo sentido su libre valoración. Efecto indirecto, pero nada desdeñable, de esta necesaria clarificación es la solución o, cuando menos, importante atenuación del problema práctico, muy frecuente, de la adecuada y tempestiva remuneración de los peritos.
Mas, por otra parte, la presente Ley, al entender la enorme diversidad de operaciones y manifestaciones que entraña modernamente la pericia, se aparta decididamente de la regulación de 1881 para reconocer sin casuismos la diversidad y amplitud de este medio de prueba, con atención a su frecuente carácter instrumental respecto de otros medios de prueba, que no sólo se manifiesta en el cotejo de letras.
En cuanto al interrogatorio de testigos, consideraciones semejantes a las reseñadas respecto de la declaración de las partes, han aconsejado que la Ley opte por establecer que el interrogatorio sea libre desde el principio. En esta sede se regula también el interrogatorio sobre hechos consignados en informes previamente aportados por las partes y se prevé la declaración de personas jurídicas, públicas y privadas, de modo que junto a especialidades que la experiencia aconseja, quede garantizada la contradicción y la inmediación en la práctica de la prueba.
La Ley, que concibe con más amplitud el reconocimiento judicial, acoge también entre los medios de prueba, como ya se ha dicho, los instrumentos que permiten recoger y reproducir, no sólo palabras, sonidos e imágenes, sino aquéllos otros que sirven para el archivo de datos y cifras y operaciones matemáticas.
Introducidas en la presente Ley las presunciones como método de fijar la certeza de ciertos hechos y regulada suficientemente la carga de la prueba, pieza clave de un proceso civil en el que el interés público no sea predominante, puede eliminarse la dualidad de regulaciones de la prueba civil, mediante la derogación de algunos preceptos del Código Civil.
XII
Enseña la experiencia, en todo el mundo, que si, tras las iniciales alegaciones de las partes, se acude de inmediato a un acto oral, en que, antes de dictar sentencia también de forma inmediata, se concentren todas las actividades de alegación complementaria y de prueba, se corre casi siempre uno de estos dos riesgos: el gravísimo, de que los asuntos se resuelvan sin observancia de todas las reglas que garantizan la plena contradicción y sin la deseable atención a todos los elementos que han de fundar el fallo, o el consistente en que el tiempo que en apariencia se ha ganado acudiendo inmediatamente al acto del juicio o vista se haya de perder con suspensiones e incidencias, que en modo alguno pueden considerarse siempre injustificadas y meramente dilatorias, sino con frecuencia necesarias en razón de la complejidad de los asuntos.
Por otro lado, es una exigencia racional y constitucional de la efectividad de la tutela judicial que se resuelvan, cuanto antes, las eventuales cuestiones sobre presupuestos y óbices procesales, de modo que se eviten al máximo las sentencias que no entren sobre el fondo del asunto litigioso y cualquier otro tipo de resolución que ponga fin al proceso sin resolver sobre su objeto, tras costosos esfuerzos baldíos de las partes y del tribunal.
En consecuencia, como ya se apuntó, sólo es conveniente acudir a la máxima concentración de actos para asuntos litigiosos desprovistos de complejidad o que reclamen una tutela con singular rapidez. En otros casos, la opción legislativa prudente es el juicio ordinario, con su audiencia previa dirigida a depurar el proceso y a fijar el objeto del debate.
Con estas premisas, la Ley articula con carácter general dos cauces distintos para la tutela jurisdiccional declarativa: de un lado, la del proceso que, por la sencillez expresiva de la denominación, se da en llamar «juicio ordinario» y, de otro, la del «juicio verbal».
Estos procesos acogen, en algunos casos gracias a disposiciones particulares, los litigios que hasta ahora se ventilaban a través de cuatro procesos ordinarios, así como todos los incidentes no regulados expresamente, con lo que cabe suprimir también el procedimiento incidental común. Y esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil permite también afrontar, sin merma de garantías, los asuntos que eran contemplados hasta hoy en más de una docena de leyes distintas de la procesal civil común. Buena prueba de ello son la disposición derogatoria y las disposiciones finales.
Así, pues, se simplifican, con estos procedimientos, los cauces procesales de muchas y muy diversas tutelas jurisdiccionales. Lo que no se hace, porque carecería de razón y sentido, es prescindir de particularidades justificadas, tanto por lo que respecta a presupuestos especiales de admisibilidad o procedibilidad como en lo relativo a ciertos aspectos del procedimiento mismo.
Lo exigible y deseable no es unificar a ultranza, sino suprimir lo que resulta innecesario y, sobre todo, poner término a una dispersión normativa a todas luces excesiva. No cabe, por otra parte, ni racional ni constitucionalmente, cerrar el paso a disposiciones legales posteriores, sino sólo procurar que los preceptos que esta Ley contiene sean, por su previsión y flexibilidad, suficientes para el tratamiento jurisdiccional de materias y problemas nuevos.
La Ley diseña los procesos declarativos de modo que la inmediación, la publicidad y la oralidad hayan de ser efectivas. En los juicios verbales, por la trascendencia de la vista; en el ordinario, porque tras demanda y contestación, los hitos procedimentales más sobresalientes son la audiencia previa al juicio y el juicio mismo, ambos con la inexcusable presencia del juzgador.
A grandes rasgos, el desarrollo del proceso ordinario puede resumirse como sigue.
En la audiencia previa, se intenta inicialmente un acuerdo o transacción de las partes, que ponga fin al proceso y, si tal acuerdo no se logra, se resuelven las posibles cuestiones sobre presupuestos y óbices procesales, se determinan con precisión las pretensiones de las partes y el ámbito de su controversia, se intenta nuevamente un acuerdo entre los litigantes y, en caso de no alcanzarse y de existir hechos controvertidos, se proponen y admiten las pruebas pertinentes.
En el juicio, se practica la prueba y se formulan las conclusiones sobre ésta, finalizando con informes sobre los aspectos jurídicos, salvo que todas las partes prefieran informar por escrito o el tribunal lo estime oportuno. Conviene reiterar, además, que de todas las actuaciones públicas y orales, en ambas instancias, quedará constancia mediante los instrumentos oportunos de grabación y reproducción, sin perjuicio de las actas necesarias.
La Ley suprime las denominadas «diligencias para mejor proveer», sustituyéndolas por unas diligencias finales, con presupuestos distintos de los de aquéllas. La razón principal para este cambio es la coherencia con la ya referida inspiración fundamental que, como regla, debe presidir el inicio, desarrollo y desenlace de los procesos civiles. Además, es conveniente cuanto refuerce la importancia del acto del juicio, restringiendo la actividad previa a la sentencia a aquello que sea estrictamente necesario. Por tanto, como diligencias finales sólo serán admisibles las diligencias de pruebas, debidamente propuestas y admitidas, que no se hubieren podido practicar por causas ajenas a la parte que las hubiera interesado.
La Ley considera improcedente llevar a cabo nada de cuanto se hubiera podido proponer y no se hubiere propuesto, así como cualquier actividad del tribunal que, con merma de la igualitaria contienda entre las partes, supla su falta de diligencia y cuidado. Las excepciones a esta regla han sido meditadas detenidamente y responden a criterios de equidad, sin que supongan ocasión injustificada para desordenar la estructura procesal o menoscabar la igualdad de la contradicción.
En cuanto al carácter sumario, en sentido técnico-jurídico, de los procesos, la Ley dispone que carezcan de fuerza de cosa juzgada las sentencias que pongan fin a aquéllos en que se pretenda una rápida tutela de la posesión o tenencia, las que decidan sobre peticiones de cese de actividades ilícitas en materia de propiedad intelectual o industrial, las que provean a una inmediata protección frente obras nuevas o ruinosas, así como las que resuelvan sobre el desahucio o recuperación de fincas por falta de pago de la renta o alquiler o sobre la efectividad de los derechos reales inscritos frente a quienes se opongan a ellos o perturben su ejercicio, sin disponer de título inscrito que legitime la oposición o la perturbación. La experiencia de ineficacia, inseguridad jurídica y vicisitudes procesales excesivas aconseja, en cambio, no configurar como sumarios los procesos en que se aduzca, como fundamento de la pretensión de desahucio, una situación de precariedad: parece muy preferible que el proceso se desenvuelva con apertura a plenas alegaciones y prueba y finalice con plena efectividad. Y los procesos sobre alimentos, como otros sobre objetos semejantes, no han de confundirse con medidas provisionales ni tienen por qué carecer, en su desenlace, de fuerza de cosa juzgada. Reclamaciones ulteriores pueden estar plenamente justificadas por hechos nuevos.
XIII
Esta Ley contiene una sola regulación del recurso de apelación y de la segunda instancia, porque se estima injustificada y perturbadora una diversidad de regímenes. En razón de la más pronta tutela judicial, dentro de la seriedad del proceso y de la sentencia, se dispone que, resuelto el recurso de reposición contra las resoluciones que no pongan fin al proceso, no quepa interponer apelación y sólo insistir en la eventual disconformidad al recurrir la sentencia de primera instancia. Desaparecen, pues, prácticamente, las apelaciones contra resoluciones interlocutorias. Y con la oportuna disposición transitoria, se pretende que este nuevo régimen de recursos sea de aplicación lo más pronto posible.
La apelación se reafirma como plena revisión jurisdiccional de la resolución apelada y, si ésta es una sentencia recaída en primera instancia, se determina legalmente que la segunda instancia no constituye un nuevo juicio, en que puedan aducirse toda clase de hechos y argumentos o formularse pretensiones nuevas sobre el caso. Se regula, coherentemente, el contenido de la sentencia de apelación, con especial atención a la singular congruencia de esa sentencia.
Otras disposiciones persiguen aumentar las posibilidades de corregir con garantías de acierto eventuales errores en el juicio fáctico y, mediante diversos preceptos, se procura hacer más sencillo el procedimiento y lograr que, en el mayor número de casos posible, se dicte en segunda instancia sentencia sobre el fondo.
Cabe mencionar que la presente Ley, que prescinde del concepto de adhesión a la apelación, generador de equívocos, perfila y precisa el posible papel de quien, a la vista de la apelación de otra parte y siendo inicialmente apelado, no sólo se opone al recurso sino que, a su vez, impugna el auto o sentencia ya apelado, pidiendo su revocación y sustitución por otro que le sea más favorable.
La Ley conserva la separación entre una inmediata preparación del recurso, con la que se manifiesta la voluntad de impugnación, y la ulterior interposición motivada de ésta. No parece oportuno ni diferir el momento en que puede conocerse la firmeza o el mantenimiento de la litispendencia, con sus correspondientes efectos, ni apresurar el trabajo de fundamentación del recurso. Pero, para una mejor tramitación, se introduce la innovación procedimental consistente en disponer que el recurrente lleve a cabo la preparación y la interposición ante el tribunal que dicte la resolución recurrida, remitiéndose después los autos al superior. Lo mismo se establece respecto de los recursos extraordinarios.
XIV
Por coherencia plena con una verdadera preocupación por la efectividad de la tutela judicial y por la debida atención a los problemas que la Administración de Justicia presenta en todo el mundo, esta Ley pretende una superación de una idea, no por vulgar menos influyente, de los recursos extraordinarios y, en especial, de la casación, entendidos, si no como tercera instancia, si, muy frecuentemente, como el último paso necesario, en muchos casos, hacia la definición del Derecho en el caso concreto.
Como quiera que este planteamiento resulta insostenible en la realidad y entraña una cierta degeneración o deformación de importantes instituciones procesales, está siendo general, en los países de nuestro mismo sistema jurídico e incluso en aquéllos con sistemas muy diversos, un cuidadoso estudio y una detenida reflexión acerca del papel que es razonable y posible que desempeñen los referidos recursos y el órgano u órganos que ocupan la posición o las posiciones supremas en la organización jurisdiccional.
Con la convicción de que la reforma de la Justicia, en este punto como en otros, no puede ni debe prescindir de la historia, de la idiosincrasia particular y de los valores positivos del sistema jurídico propio, la tendencia de reforma que se estima acertada es la que tiende a reducir y mejorar, a la vez, los grados o instancias de enjuiciamiento pleno de los casos concretos para la tutela de los derechos e intereses legítimos de los sujetos jurídicos, circunscribiendo, en cambio, el esfuerzo y el cometido de los tribunales superiores en razón de necesidades jurídicas singulares, que reclamen un trabajo jurídico de especial calidad y autoridad.
Desde hace tiempo, la casación civil presenta en España una situación que, como se reconoce generalmente, es muy poco deseable, pero en absoluto fácil de resolver con un grado de aceptación tan general como su crítica. Esta Ley ha partido, no sólo de la imposibilidad, sino también del error teórico y práctico que entrañaría concebir que la casación perfecta es aquélla de la que no se descarta ninguna materia ni ninguna sentencia de segunda instancia.
Además de ser ésa una casación completamente irrealizable en nuestra sociedad, no es necesario ni conveniente, porque no responde a criterios razonables de justicia, que cada caso litigioso, con los derechos e intereses legítimos de unos justiciables aún en juego, pueda transitar por tres grados de enjuiciamiento jurisdiccional, siquiera el último de esos enjuiciamientos sea el limitado y peculiar de la casación. No pertenece a nuestra tradición histórica ni constituye exigencia constitucional alguna que la función nomofiláctica de la casación se proyecte sobre cualesquiera sentencias ni sobre cualesquiera cuestiones y materias.
Nadie ha cuestionado, sin embargo, que la renovación de nuestra Justicia civil se haga conforme a los valores positivos, sólidamente afianzados, del propio sistema jurídico y jurisdiccional, sin incurrir en la imprudencia de desechar instituciones enteras y sustituirlas por otras de nueva factura o por piezas de modelos jurídicos y judiciales muy diversos del nuestro. Así, pues, ha de mantenerse en sustancia la casación, con la finalidad y efectos que le son propios, pero con un ámbito objetivo coherente con la necesidad, antes referida, de doctrina jurisprudencial especialmente autorizada.
Los límites de cuantía no constituyen por sí solos un factor capaz de fijar de modo razonable y equitativo ese ámbito objetivo. Y tampoco parece oportuno ni satisfactorio para los justiciables, ávidos de seguridad jurídica y de igualdad de trato, que la configuración del nuevo ámbito casacional, sin duda necesaria por razones y motivos que trascienden elementos coyunturales, se lleve a cabo mediante una selección casuística de unos cuantos asuntos de «interés casacional», si este elemento se deja a una apreciación de índole muy subjetiva.
La presente Ley ha operado con tres elementos para determinar el ámbito de la casación. En primer lugar, el propósito de no excluir de ella ninguna materia civil o mercantil; en segundo término, la decisión, en absoluto gratuita, como se dirá, de dejar fuera de la casación las infracciones de leyes procesales; finalmente, la relevancia de la función de crear autorizada doctrina jurisprudencial. Porque ésta es, si se quiere, una función indirecta de la casación, pero está ligada al interés público inherente a ese instituto desde sus orígenes y que ha persistido hasta hoy.
En un sistema jurídico como el nuestro: en el que el precedente carece de fuerza vinculante -solo atribuida a la ley y a las demás fuentes del Derecho objetivo-, no carece ni debe carecer de un relevante interés para todos la singularísima eficacia ejemplar de la doctrina ligada al precedente, no autoritario, pero sí dotado de singular autoridad jurídica.
De ahí que el interés casacional, es decir, el interés trascendente a las partes procesales que puede presentar la resolución de un recurso de casación, se objetive en esta Ley, no sólo mediante un parámetro de cuantía elevada, sino con la exigencia de que los asuntos sustanciados en razón de la materia aparezcan resueltos con infracción de la ley sustantiva, desde luego, pero, además, contra doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo (o en su caso, de los Tribunales Superiores de Justicia) o sobre asuntos o cuestiones en los que exista jurisprudencia contradictoria de las Audiencias Provinciales. Se considera, asimismo, que concurre interés casacional cuando las normas cuya infracción se denuncie no lleven en vigor más tiempo del razonablemente previsible para que sobre su aplicación e interpretación haya podido formarse una autorizada doctrina jurisprudencial, con la excepción de que sí exista tal doctrina sobre normas anteriores de igual o similar contenido.
De este modo, se establece con razonable objetividad la necesidad del recurso. Esta objetivación del «interés casacional», que aporta más seguridad jurídica a los justiciables y a sus abogados, parece preferible al método consistente en atribuir al propio tribunal casacional la elección de los asuntos merecedores de su atención, como desde algunas instancias se ha propugnado. Entre otras cosas, la objetivación elimina los riesgos de desconfianza y desacuerdo con las decisiones del tribunal.
Establecido un nuevo sistema de ejecución provisional, la Ley no considera necesario ni oportuno generalizar la exigencia de depósito para el acceso al recurso de casación (o al recurso extraordinario por infracción de ley procesal). El depósito previo, además de representar un factor de encarecimiento de la Justicia, de desigual incidencia sobre los justiciables, plantea, entre otros, el problema de su posible transformación en obstáculo del ejercicio del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, conforme al principio de igualdad. La ejecutividad provisional de las sentencias de primera y segunda instancia parece suficiente elemento disuasorio de los recursos temerarios o de intención simplemente dilatoria.
El sistema de recursos extraordinarios se completa confiando en todo caso las cuestiones procesales a las Salas de lo Civil de los Tribunales Superiores de Justicia.
La separación entre el recurso de casación y el recurso extraordinario dedicado a las infracciones procesales ha de contribuir, sin duda, a la seriedad con que éstas se aleguen. Además, este recurso extraordinario por infracción procesal amplía e intensifica la tutela judicial ordinaria de los derechos fundamentales de índole procesal, cuyas pretendidas violaciones generan desde hace más de una década gran parte de los litigios.
Nada tiene de heterodoxo, ni orgánica ni procesalmente y menos aún, si cabe, constitucionalmente, cuando ya se han consumido dos instancias, circunscribir con rigor lógico el recurso extraordinario de casación y exigir a quien esté convencido de haberse visto perjudicado por graves infracciones procesales que no pretenda, simultáneamente, la revisión de infracciones de Derecho sustantivo.
Si se está persuadido de que se ha producido una grave infracción procesal, que reclama reposición de las actuaciones al estado anterior a esa infracción, no cabe ver imposición irracional en la norma que excluye pretender al mismo tiempo una nueva sentencia, en vez de tal reposición de las actuaciones. Si el recurso por infracción procesal es estimado, habrá de dictarse una nueva sentencia y si ésta incurriere en infracciones del Derecho material o sustantivo, podrá recurrirse en casación la sentencia, como en el régimen anterior a esta Ley.
Verdad es que, en comparación con el tratamiento dispensado a los limitados tipos de asuntos accesibles a la casación según la Ley de 1881 y sus numerosas reformas, en el recurso de casación de esta Ley no cabrá ya pretender la anulación de la sentencia recurrida con reenvío a la instancia y, a la vez, subsidiariamente, la sustitución de la sentencia de instancia por no ser conforme al Derecho sustantivo. Pero, además de que esta nueva Ley contiene mejores instrumentos para la corrección procesal de las actuaciones, se ha considerado más conforme con las necesidades sociales, con el conjunto de los institutos jurídicos de nuestro Ordenamiento y con el origen mismo del instituto casacional, que una razonable configuración de la carga competencial del Tribunal Supremo se lleve a cabo concentrando su actividad en lo sustantivo.
No cabe olvidar, por lo demás, que, conforme a la Ley de 1881, si se interponía un recurso de casación que adujese! a la vez, quebrantamiento de forma e infracciones relativas a la sentencia, se examinaba y decidía primero acerca del pretendido quebrantamiento de forma y si el recurso se estimaba por este concepto, los autos eran reenviados al Tribunal de instancia, para que dictara nueva sentencia, que, a su vez, podría ser, o no, objeto de nuevo recurso de casación, por «infracción de ley- por quebrantamiento de las formas esenciales del juicio» o por ambos conceptos. Nada sustancialmente distinto, con mecanismos nuevos para acelerar los trámites, se prevé en esta Ley para el caso de que, respecto de la misma sentencia, distintos litigantes opten, cada uno de ellos, por un distinto recurso extraordinario.
El régimen de recursos extraordinarios establecido en la presente Ley quizá es, en el único punto de la opción entre casación y recurso extraordinario por infracción procesal, menos «generoso» que la casación anterior con los litigantes vencidos y con sus Procuradores y Abogados, pero no es menos «generoso» con el conjunto de los justiciables y, como se acaba de apuntar, la opción por una casación circunscrita a lo sustantivo se ha asumido teniendo en cuenta el conjunto de los institutos jurídicos de tutela previstos en nuestro ordenamiento.
No puede desdeñarse, en efecto, la consideración de que al amparo del artículo 24 de la Constitución, tienen cabida legal recursos de amparo -la gran mayoría de ellos sobre muchas cuestiones procesales. Esas cuestiones procesales son, a la vez, «garantías constitucionales» desde el punto de vista del artículo 123 de la Constitución. Y como quiera que, a la vista de los artículos 161.1, letra b) y 53.2 del mismo texto constitucional, parece constitucionalmente inviable sustraer al Tribunal Constitucional todas las materias incluidas en el artículo 24 de nuestra norma fundamental, a la doctrina del Tribunal Constitucional hay que atenerse. Hay, pues, según nuestra norma fundamental, una instancia única y suprema de interpretación normativa en muchas materias procesales. Para otras, como se verá, se remodela por completo el denominado recurso en interés de la ley.
Los recursos de amparo por invocación del artículo 24 de la Constitución han podido alargar mucho, hasta ahora, el horizonte temporal de una sentencia irrevocable, ya excesivamente prolongado en la jurisdicción ordinaria según la Ley de 1881 y sus posteriores reformas.
Pues bien: esos recursos de amparo fundados en violaciones del artículo 24 de la Constitución dejan de ser procedentes si no se intentó en cada caso el recurso extraordinario por infracción procesal.
Por otro lado, con este régimen de recursos extraordinarios, se reducen considerablemente las posibilidades de fricción o choque entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Este deslindamiento no es un principio inspirador del sistema de recursos extraordinarios, pero sí un criterio en absoluto desdeñable, con un efecto beneficioso. Porque el respetuoso acatamiento de la salvedad en favor del Tribunal Constitucional en lo relativo a «garantías constitucionales» puede ser y es conveniente que se armonice con la posición del Tribunal Supremo, una posición general de superioridad que el artículo 123 de la Constitución atribuye al alto Tribunal Supremo con la misma claridad e igual énfasis que la referida salvedad.
El recurso de casación ante el Tribunal Supremo puede plantearse, en resumen, con estos dos objetos:
1.º las sentencias que dicten las Audiencias Provinciales en materia de derechos fundamentales, excepto los que reconoce el artículo 24 de la Constitución, cuando infrinjan normas del ordenamiento jurídico aplicables para resolver las cuestiones objeto del proceso; 2.º las sentencias dictadas en segunda instancia por las Audiencias Provinciales, siempre que incurran en similar infracción de normas sustantivas y, además, el recurso presente un interés trascendente a la tutela de los derechos e intereses legítimos de unos concretos justiciables, establecido en la forma que ha quedado dicha.
Puesto que los asuntos civiles en materia de derechos fundamentales pueden ser llevados en todo caso al Tribunal Constitucional, cabría entender que está de más su acceso a la casación ante el Tribunal Supremo. Siendo éste un criterio digno de atenta consideración, la Ley ha optado, como se acaba de decir, por una disposición contraria.
Las razones de esta opción son varias y diversas.
De una parte, los referidos asuntos no constituyen una grave carga de trabajo jurisdiccional. Por otra, desde el momento constituyente mismo se estimó conveniente establecer la posibilidad del recurso casacional en esa materia, sin que se hayan manifestado discrepancias ni reticencias sobre este designio, coherente, no sólo con el propósito de esta Ley en el sentido de no excluir de la casación ninguna materia civil y lo son, desde luego, los derechos inherentes a la personalidad, máximamente constitucionalizados, sino también con la idea de que el Tribunal Supremo es también, de muy distintos modos, Juez de la Constitución, al igual que los restantes órganos jurisdiccionales ordinarios. Además, la subsidiariedad del recurso de amparo ante el Tribunal no podía dejar de gravitar en el trance de esta opción legislativa.
Y no es desdeñable, por ende, el efecto que sobre todos los recursos, también los extraordinarios, es previsible que ejerza el nuevo régimen de ejecución provisional, del que no están excluidas, en principio, las sentencias de condena en materia de derechos fundamentales, en las que no son infrecuentes pronunciamientos condenatorios pecuniarios.
Por su parte, el ya referido recurso extraordinario por infracción procesal, ante las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia, procede contra sentencias de las Audiencias Provinciales en cuestiones procesales de singular relieve y, en general, para cuanto pueda considerarse violación de los derechos fundamentales que consagra el artículo 24 de la Constitución.
XV
Por último, como pieza de cierre y respecto de cuestiones procesales no atribuidas al Tribunal, se mantiene el recurso en interés de la ley ante la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, un recurso concebido para la deseable unidad jurisprudencial, pero configurado de manera muy distinta que el actual, para los casos de sentencias firmes divergentes de las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia.
Están legitimados para promover esta actividad, no sólo el Ministerio Fiscal, sino el Defensor del Pueblo y las personas jurídicas de Derecho público que acrediten interés legítimo en la existencia de doctrina jurisprudencial sobre la cuestión o cuestiones procesales que en el recurso se susciten. No se trata, es cierto, de un recurso en sentido propio, pues la sentencia que se dicte no revocará otra sentencia no firme (ni rescindirá la firme), pero se opta por mantener esta denominación, en aras de lo que resulta, por los precedentes, más expresivo y comunicativo.
Merced al recurso en interés de la ley, además de completarse las posibilidades de crear doctrina jurisprudencial singularmente autorizada, por proceder del Tribunal Supremo, no quedan las materias procesales excluidas del quehacer del alto tribunal, mientras no se produzca colisión con el recurso de amparo que corresponde al Tribunal Constitucional. Por el contrario, la competencia, el esfuerzo y el interés de los legitimados garantizan que el Tribunal Supremo, constitucionalmente superior en todos los órdenes, pero no llamado por nuestra Constitución a conocer de todo tipo de asuntos, como es obvio, habrá de seguir ocupándose de cuestiones procesales de importancia.
Entre las sentencias que dicte el Tribunal Supremo en virtud de este instrumento y las sentencias pronunciadas por el Tribunal en su ámbito propio, no faltará una doctrina jurisprudencial que sirva de guía para la aplicación e interpretación de las normas procesales en términos de seguridad jurídica e igualdad, compatibles y armónicos con la libertad de enjuiciamiento propia de nuestro sistema y con la oportuna evolución de la jurisprudencia.
En este punto, y para terminar lo relativo a los recursos extraordinarios, parece oportuno recordar que, precisamente en nuestro sistema jurídico, la jurisprudencia o el precedente goza de relevancia práctica por su autoridad y fuerza ejemplar, pero no por su fuerza vinculante.
Esa autoridad, nacida de la calidad de la decisión, de su justificación y de la cuidadosa expresión de ésta, se está revelando también la más importante en los sistemas jurídicos del llamado «case law». Y ha sido y seguirá siendo la única atribuible, más allá del caso concreto, a las sentencias dictadas en casación.
Por todo esto, menospreciar las resoluciones del Tribunal Supremo en cuanto carezcan de eficacia directa sobre otras sentencias o sobre los derechos de determinados sujetos jurídicos no sería ni coherente con el valor siempre atribuido en nuestro ordenamiento a la doctrina jurisprudencial ni acorde con los más rigurosos estudios iuscomparatísticos y con las modernas tendencias, antes ya aludidas, sobre el papel de los órganos jurisdiccionales situados en el vértice o cúspide de la Administración de Justicia.
XVI
La regulación de la ejecución provisional es, tal vez, una de las principales innovaciones de este texto legal.
La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil representa una decidida opción por la confianza en la Administración de Justicia y por la importancia de su impartición en primera instancia y, de manera consecuente, considera provisionalmente ejecutables, con razonables temperamentos y excepciones, las sentencias de condena dictadas en ese grado jurisdiccional.
La ejecución provisional será viable sin necesidad de prestar fianza ni caución, aunque se establecen, de una parte, un régimen de oposición a dicha ejecución, y, de otra, reglas claras para los distintos casos de revocación de las resoluciones provisionalmente ejecutadas, que no se limitan a proclamar retóricamente la responsabilidad por daños y perjuicios, remitiendo al proceso ordinario correspondiente, sino que permiten su exacción por la vía de apremio.
Solicitada la ejecución provisional, el tribunal la despachará, salvo que la sentencia sea de las inejecutables o no contenga pronunciamiento de condena. Y, despachada la ejecución provisional, el condenado puede oponerse a ella, en todo caso, si entiende que no concurren los aludidos presupuestos legales. Pero la genuina oposición prevista es diferente según se trate de condena dineraria o de condena no dineraria. En este último caso, la oposición puede fundarse en que resulte imposible o de extrema dificultad, según la naturaleza de las actuaciones ejecutivas, restaurar la situación anterior a la ejecución provisional o compensar económicamente al ejecutado mediante el resarcimiento de los daños y perjuicios que se le causaren, si la sentencia fuere revocada.
Si la condena es dineraria, no se permite la oposición a la ejecución provisional en su conjunto, sino únicamente a aquellas actuaciones ejecutivas concretas del procedimiento de apremio que puedan causar una situación absolutamente imposible de restaurar o de compensar económicamente mediante el resarcimiento de daños y perjuicios. El fundamento de esta oposición a medidas ejecutivas concretas viene a ser, por tanto, el mismo que el de la oposición a la ejecución de condenas no dinerarias: la probable irreversibilidad de las situaciones provocadas por la ejecución provisional y la imposibilidad de una equitativa compensación económica, si la sentencia es revocada.
En el caso de ejecución provisional por condena dineraria, la Ley exige a quien se oponga a actuaciones ejecutivas concretas que indique medidas alternativas viables, así como ofrecer caución suficiente para responder de la demora en la ejecución: si las medidas alternativas no fuesen aceptadas por el tribunal y el pronunciamiento de condena dineraria resultare posteriormente confirmado.
Si no se ofrecen medidas alternativas ni se presta caución, la oposición no procederá.
Es innegable que establecer, como regla, tal ejecución provisional de condenas dinerarias entraña el peligro de que quien se haya beneficiado de ella no sea luego capaz de devolver lo que haya percibido, si se revoca la sentencia provisionalmente ejecutada. Con el sistema de la Ley de 1881 y sus reformas, la caución exigida al solicitante eliminaba ese peligro, pero a costa de cerrar en exceso la ejecución provisional, dejándola sólo en manos de quienes dispusieran de recursos económicos líquidos. Y a costa de otros diversos y no pequeños riesgos: el riesgo de la demora del acreedor en ver satisfecho su crédito y el riesgo de que el deudor condenado dispusiera del tiempo de la segunda instancia y de un eventual recurso extraordinario para prepararse a eludir su responsabilidad.
Con el sistema de esta Ley, existe, desde luego, el peligro de que el ejecutante provisional haya cobrado y después haya pasado a ser insolvente, pero, de un lado, este peligro puede ser mínimo en muchos casos respecto de quienes dispongan a su favor de sentencia provisionalmente ejecutable. Y, por otro lado, como ya se ha dicho, la Ley no remite a un proceso declarativo para la compensación económica en caso de revocación de lo provisionalmente ejecutado, sino al procedimiento de apremio, ante el mismo órgano que ha tramitado o está tramitando la ejecución forzosa provisional.
Mas el factor fundamental de la opción de esta Ley, sopesados los peligros y riesgos contrapuestos, es la efectividad de las sentencias de primera instancia, que, si bien se mira, no recaen con menos garantías sustanciales y procedimentales de ajustarse a Derecho que las que constituye el procedimiento administrativo, en cuyo seno se dictan los actos y resoluciones de las Administraciones Públicas, inmediatamente ejecutables salvo la suspensión cautelar que se pida a la Jurisdicción y por ella se otorgue.
La presente Ley opta por confiar en los Juzgados de Primera Instancia, base, en todos los sentidos, de la Justicia civil. Con esta Ley, habrán de dictar sentencias en principio inmediatamente efectivas por la vía de la ejecución provisional; no sentencias en principio platónicas, en principio inefectivas, en las que casi siempre gravite, neutralizando lo resuelto, una apelación y una segunda instancia como acontecimientos que se dan por sentados.
Ni las estadísticas disponibles ni la realidad conocida por la experiencia de muchos profesionales -Jueces, Magistrados, abogados, profesores de derecho, etc.- justifican una sistemática, radical y general desconfianza en la denominada «Justicia de primera instancia». Y, por otra parte, si no se hiciera más efectiva y se responsabilizara más a esta Justicia de primera instancia, apenas cabría algo distinto de una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil en cuestiones de detalle, aunque fuesen muchas e importantes.
Ante este cambio radical y fijándose en la oposición a la ejecución provisional, parece conveniente caer en la cuenta de que la decisión del órgano jurisdiccional sobre dicha oposición no es más difícil que la que entraña resolver sobre la petición de medidas cautelares. Los factores contrapuestos que han de ponderarse ante la oposición a la ejecución provisional no son de mayor dificultad que los que deben tomarse en consideración cuando se piden medidas cautelares.
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