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El legado vital de la globalización: del malestar económico al populismo emocional e irreflexivo (Parte I)

Enviado por Ricardo Lomoro


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
Monografía destacada
  1. Introducción (del "Yes, we can"? al "Yes, we Trump")
  2. El incendio y las vísperas (una visita a la hemeroteca de cabotaje)
  3. Del "viento de cola" al "riesgo de cola"
  4. Crimen y castigo (lo que la globalización nos dejó? "y la que rondaré morena")
  5. ¿Quiénes pierden con la globalización? – El holocausto laboral
  6. La rebelión de las masas
  7. Trump venció al mal menor (Ave, Trump Invictus)
  8. Los primeros 100 días del "sudoku" Trump (a verlas venir?)
  9. La Unión Europea, obligada a "matar" al padre: ¡Thank you, Mr. Trump!
  10. Abandonar el TTIP (acuerdo de libre comercio entre la UE y EEUU)
  11. De la OTAN a la NOTAN (Europa debe pagar su propia defensa)
  12. El muro de México y la alfombra roja a los inmigrantes económicos en Europa
  13. Cambio de socios preferentes: Merkel asume el liderazgo de Occidente (FT 18/11)

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Los expertos creen que el triunfo de Trump dará aire a los populismos europeos.

Introducción (del "Yes, we can"… al "Yes, we Trump")

Algunos analistas llegaron a pensar y escribir (peor aún), que los motivos del resultado electoral en los Estados Unidos (8-N), se debieron a la ignorancia y al error. No es así.

Tras casi una década de crisis, han ido aflorando movimientos de descontento que, en algunos países, alcanzan proporciones preocupantes. Los investigadores tratan de desentrañar los motivos, asociándolos siempre con algún tipo de populismo, sea de derecha o de izquierda. Y atribuyen el fenómeno a la manipulación que practican líderes oportunistas, cuya táctica es pregonar aquello que la masa quiere oír, prometer soluciones simples, atractivas, pero falaces, para resolver problemas complejos.

Existe un caldo de cultivo real para el voto antisistema: un enorme hartazgo ante la inflación de caóticas acciones administrativas. Que el populismo se nutra de esta reactancia social, de la respuesta emocional, casi inconsciente, contra ciertas reglas censoras, no significa que el descontento sea exclusivamente un fenómeno populista. O que la manipulación y la mentira sean el origen único de la irritación. Lamentablemente, ante la ausencia de otros cauces más apropiados, los populismos se han constituido en la vía para que muchas personas denuncien que están atrapadas en esa niebla de incertidumbre, en el caos de una intervención indiscriminada y sin tino, sometidas a miles de fricciones, acciones, reacciones, contingencias y azares. Millones de personas no caen en el error sólo por discursos tramposos y estúpidos sino también por la verdad que en ese error se encierra. No arremeterían contra el "statu quo" si no hubiera un sustrato adecuado, una preocupante causa de fondo. 

Tal vez sería mejor que esos analistas pensaran más (y escribieran, mejor) sobre cómo atajar las causas, sanear ese terreno que fue insistentemente abonado, muchas veces inconscientemente, hasta convertirlo en un estupendo caldo de cultivo para demagogos. Quizá fuera factible, aunque tampoco sencillo, estudiar cómo reducir las obligaciones y prohibiciones arbitrarias y cambiantes, que transmiten a los individuos la sensación de que han perdido el control de sus vidas, que la política experimenta constantemente con ellos, que da constantes palos de ciego sin saber exactamente hacia dónde se dirige. Acaso haya que buscar ahí, y no en otros lugares comunes, las causas del cada vez mayor disgusto y desencanto de muchos ciudadanos. Y de la  creciente pujanza de los populismos.

Escribía Claudio Magris en 1996, que en los umbrales del año 2000, a diferencia de lo sucedido durante las vísperas del año 1000, no existía ningún pathos catastrófico, esa creencia de que el mundo se acababa, pero sí una inquietante sensación de transformación radical de la civilización. No había un sentido del fin del mundo, pero sí del secular modo de vivirlo, entenderlo y gobernarlo. Desmoronado el bloque soviético y finalizada la Guerra Fría, el horizonte se mostraba despejado de amenazas apocalípticas. Incluso en "El fin de la historia y el último hombre", Francis Fukuyama sostendría que la Historia, como lucha de ideologías, había terminado: la democracia liberal se imponía como única alternativa.

Esta sensación engañosa de un mundo definitivamente encaminado, que dejaba atrás un siglo de guerras mundiales, hecatombes y exterminios, se diluyó súbitamente con el estallido de la crisis financiera de 2007. Aquel suceso no sólo evidenció la falibilidad de las instituciones de las democracias occidentales, la imprevisión de sus gobernantes, los terribles costes de las políticas de corto plazo o la fragilidad de los mercados. También desveló algo mucho más inquietante: la inconsistencia de las sociedades y, por ende, de los individuos que las formaban. El pensamiento, la reflexión profunda no sólo se habían difuminado en la política: también habían perdido peso en la sociedad. Y su lugar había sido ocupado por cualquier práctica sencilla o trivial, ahorradora de esfuerzo mental, que proporcionase gozo, diversión y entretenimiento al instante. El nihilismo se había extendido cual mancha de aceite, arrinconando principios y valores, como trastos viejos, en el desván de la historia.

El siglo XX terminó con el "enojoso lloriqueo" de sociedades infantilizadas en las que muchos se jactan de su "yo" individual, incluso alardeaban de sus carencias intelectuales porque, dicen, les hace más humanos, más auténticos, más pueblo. Estas personas aceptaban de forma acrítica sistemas políticos con crecientes defectos, y la imposición de la ideología de lo políticamente correcto, siempre que las clases dirigentes derramasen sobre ellos las sobras del gran banquete. Pero en cuanto la incertidumbre despuntó en el horizonte, y lo que parecía ser sólido dejó de serlo, reaccionaron subsumiendo en la masa ese "yo" ególatra, exhibicionista, caprichoso y obsceno, rechazando cualquier responsabilidad en lo que estaba sucediendo, aferrándose a explicaciones burdas, facilonas, donde las teorías conspirativas cobraron enorme protagonismo. Cualquier cosa antes que la dolorosa pero salvífica introspección personal.

Marcel Danesi sostiene en su libro Forever Young que la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la vida pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea. Y, todavía peor, la opinión pública considera la inmadurez deseable, incluso normal para un adulto. Como resultado, los derechos, o privilegios, imperan sobre los denostados deberes, esas pesadas obligaciones de un adulto. La imagen se antepone al mérito y el esfuerzo. Y la inclinación a la protesta, al pataleo, domina a la superación personal, señalan Javier Benegas y Juan M. Blanco, en un reciente artículo: "La crisis del mundo occidental, el inmovilismo y la demagogia" (Vozpópuli – 22/10/16).

Se explicaría así, en parte, el triunfo del Brexit en Gran Bretaña y el posterior giro hacia un populismo proteccionista y paternalista del Partido Conservador, antaño acérrimo defensor de la responsabilidad individual. También cobraría sentido el preocupante espectáculo de las elecciones norteamericanas, abocadas a escoger el mal menor, donde el entusiasmo fue más fruto de instintos primarios que de la reflexión, y la expectación de los debates entre Hillary Clinton y Donald Trump respondió más al morbo y al esperpento que a la confrontación de ideas. Todos estos hitos, y muchos más reflejan una peligrosa corriente de pesimismo que se propaga por Occidente y alcanza a sociedades aparentemente cultas y maduras.

La superficialidad, la renuncia al pensamiento complejo, a principios y valores, para abrazar la simpleza, la comodidad, la inconsciencia, constituye una puerta abierta a cierto tipo de tiranía, aparentemente benefactora, pero siempre opresora de la libertad. Alexis de Tocqueville anticipó hace casi dos siglos las consecuencias de este abandono: "Trato de imaginar nuevos rasgos con los que el despotismo puede aparecer en el mundo. Veo una multitud de hombres dando vueltas constantemente en busca de placeres mezquinos y banales con que saciar su alma. Cada uno de ellos, encerrado en sí mismo, es inconsciente del destino del resto. Sobre esta humanidad se cierne un inmenso poder, absoluto, responsable de asegurar el disfrute. Esta autoridad se parece en muchos rasgos a la paterna pero, en lugar de preparar para la madurez, trata de mantener al ciudadano en una infancia perpetua".

Pero lejos de combatir el nihilismo y el infantilismo, la sociedad moderna parece dispuesta a llevarlos hasta sus últimas consecuencias. Si acaso, enmascara la interesada y grotesca falta de principios con un puritanismo de nuevo cuño, una absurda y cambiante corrección política, donde la justicia y las leyes pierden su objetividad, adquieren un irritante sesgo en favor de los grupos de presión.

En las sociedades modernas sometidas al Estado, la vigencia de los valores ha ido quedando a expensas de leyes cada vez más cambiantes, del ejemplo de las clases dirigentes o de la manipuladora propaganda. Si los más altos estamentos trasladan la sensación de que la justicia es arbitraria, que las relaciones personales están por encima del mérito y el esfuerzo, que el engaño y la mentira son rentables o que la apropiación del dinero público es una vía para mejorar el estatus, los "viejos" valores terminan siendo un lastre. Y esto es, en buena medida, lo que ha venido sucediendo a lo largo de las últimas décadas.

Llámense como se llamen -casta, élites, sistema o establishment-, todos los generadores de confianza que tradicionalmente habían dado seguridad a la sociedad moderna están fracasando estrepitosamente. Hasta ahora, esos tinglados institucionales, cualquiera que sea su nombre, poseían suficientes dosis de moderación, capacidad, eficacia, sensatez y variedad de recursos para solventar los problemas que angustiaban a los ciudadanos. Frente a ellos, los bocazas extra sistémicos aparecían como apuestas de riesgo, amenazas a la estabilidad o encarnaciones de un populismo barato que promete duros a peseta, escribe Luis Herrero (Libertad Digital – 13/11/16)

"La gente está cansada de trabajar más horas a cambio de salarios más bajos, de ver cómo los empleos decentemente retribuidos se marchan a China, de que los multimillonarios no paguen impuestos y de no poder afrontar el coste de la educación universitaria de sus hijos", ha dicho Bernie Sanders para explicar la ira social que ha hecho posible el triunfo de Trump. A la lista del candidato demócrata que perdió las primarias ante Clinton se pueden añadir otros muchos factores que justificarían reacciones igual de iracundas en otros lugares del planeta: miedo a la inmigración, a la globalización, al terrorismo yihadista, a las estructuras supra nacionales, al fin de las tribus…

Y ante el fracaso de la medicina política convencional, la gente ha comenzado a apostar por las pócimas de los chamanes. Los vendedores de pociones mágicas de hoy en día, a diferencia de aquellos timadores de antaño, se creen sus propias mentiras y están convencidos de que el cargamento de frascos milagrosos que llevan en la carreta salvará al mundo de los males que le aquejan. No sé muy bien si a eso hay que llamarle populismo o no. Lo que sé es que el esquema básico se repite invariablemente en todos los ámbitos donde se han incubado últimamente héroes modernos: ciudadanos que se sienten en peligro porque sus puestos de trabajo, sus señas de identidad, su seguridad personal y la de sus familias, sus valores básicos y su futuro han dejado de estar a buen recaudo, lejos del alcance de la incertidumbre y la precariedad, depositan su confianza en esos vendedores de teóricas certezas que pasan a convertirse, gracias a la desesperación de los afligidos, en los nuevos paladines de la sociedad.

Los duelos electorales ya no se mueven en el eje izquierda o derecha, arriba o abajo, nuevo o viejo, sino en la disyuntiva radical sistema o antisistema, siendo sistema lo equivalente a continuidad, a más de lo mismo, a cronificación de la incertidumbre, y siendo antisistema la única opción de cambio que permite alumbrar la esperanza en un futuro distinto. Ya no son sólo antisistema los extremistas que quieren romper con lo establecido para poner el mundo patas arriba, ahora también lo son aquellos que, desengañados por la ineficacia de los recursos de la gobernanza clásica, buscan la estabilidad y la seguridad perdidas en las promesas mesiánicas de los nuevos héroes electorales, capaces de sortear la vigilancia de los partidos, de los medios de comunicación, de las instituciones financieras o de los resortes del Estado y alzarse con la victoria infiltrándose a través de las redes sociales o la tele basura. Conclusión: David vence a Goliat porque Goliat se ha convertido en un gigante inepto, corrupto, artrítico, miope, incapaz y grasiento.

Durante la pasada campaña electoral en EEUU, Clint Eastwood declaró: "Secretamente, todo el mundo se está hartando de la corrección política, del peloteo. Estamos en una generación de blandengues; todos se la cogen con papel de fumar". Aun así no era plenamente consciente del peligro que se avecinaba: tarde o temprano el virulento efecto péndulo invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de tanta censura, y como reacción… vota a Donald Trump.

Sánchez Dragó (El Mundo – 20/11/16) dice que hemos llegado al fin de la "progredumbre", generada por los jacobinos, los bolcheviques y los "bobos" -burgueses bohemios- de la primavera del 68.

En las próximas páginas intentaré debatir sobre las causas del avance del populismo en EEUU y Europa, siempre respetando la advertencia de George Orwell en su novela 1984: "La libertad es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír".

El incendio y las vísperas (una visita a la hemeroteca de cabotaje)

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"Los bajos salarios y el aumento de la desigualdad, junto al fenómeno de las migraciones, amenazan con desembocar en una nueva ola proteccionista. Eso es lo que piensa el FMI"… El FMI alerta de una ola proteccionista por los bajos salarios y la desigualdad (El Confidencial – 4/10/16)

Lo dice con rotundidad el último informe del FMI. "En el mundo entero se observa un aumento de las medidas comerciales proteccionistas". ¿La causa? El impacto que tiene la competencia externa en los puestos de trabajo y en los salarios de millones de trabajadores en un contexto de frágil crecimiento y baja productividad. O lo que es lo mismo, la competencia exterior está avivando lo que el Fondo Monetario denomina "espíritu proteccionista", lo cual podría tener, sostiene, ramificaciones para los flujos de comercio mundial.

Otro factor influye en este neoproteccionismo, del que la economía mundial se había salvado hasta ahora pese a la intensidad de la crisis. Las inquietudes en torno a la "creciente desigualdad" de la distribución de los ingresos se multiplican, lo que alimenta el temor a la competencia exterior.

La incertidumbre es máxima. Y el FMI alerta que estas tendencias podrían llevar a las empresas a "postergar" la inversión y la contratación, enfriando la actividad a corto plazo, al mismo tiempo que una "tendencia al aislacionismopodría avivar las desavenencias políticas internacionales.

Detrás de este comportamiento del comercio mundial se encuentra lo que el propio Fondo Monetario denomina "fuerzas políticas centrífugas". Y que tienen que ver con el Brexit o las elecciones presidenciales en EEUU. En particular, por el candidato Trump. Pero también con la respuesta política que se está dando algunos países avanzados a fenómenos como la inmigración a través de respuestas nacionales a problemas globales. Lo que temen los economistas del Fondo es que vuelvan a florecer los aranceles y otras barreras no estrictamente arancelarias.

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El FMI parte de una premisa. Una de las principales causas del moderado avance del PIB mundial -el 3,1% este año y el 3,4% el próximo- es la menor tasa de aumento de la demanda agregada, sobre todo de la inversión, que es especialmente eficaz para generar flujos comerciales internacionales de bienes de capital e consumos intermedios.

También ejercen una función central la "pérdida de impulso de las medidas de liberalización comercial, la reaparición de medidas proteccionistas y el repliegue de las cadenas mundiales de valor". Su conclusión es que aunque parte de la desaceleración del comercio puede obedecer a la maduración natural de las tendencias que impulsaron el crecimiento del comercio exterior en el pasado, también parece probable que estén influyendo "presiones más preocupantes que podrían, a su vez, reducir el dinamismo empresarial y la tasa de crecimiento de la productividad".

De hecho, tanto los factores demográficos como las expectativas de un menor crecimiento futuro de la productividad (y, por ende, de las rentas de los consumidores) están ejerciendo presión a la baja sobre las tasas de inversión actuales, ya que se necesita menos inversión para mantener una relación capital/producto estable.

En particular, en las economías avanzadas. En este caso, las brechas del producto (lo que la economía deja de crecer) aún son negativas, las presiones salariales en general son moderadas, y el riesgo de una inflación persistentemente baja (o una deflación, en algunos casos) se "ha recrudecido". Por lo tanto, su conclusión es que la política monetaria debe seguir siendo acomodaticia, apoyándose según sea necesario en estrategias no convencionales. Es decir, prolongando en el tiempo la expansión monetaria a través de diferentes programas de compras de activos, tanto públicos como privados.

El análisis el FMI va más allá de lo estrictamente económico y recuerda que la acogida de migrantes también crea dificultades para las economías avanzadas, en especial en un contexto de crecimiento económico débil. "Las inquietudes acerca del impacto en los salarios", asegura, y el posible desplazamiento de los trabajadores locales y los costos fiscales a corto plazo "pueden acentuar las tensiones sociales". Su conclusión es que esas inquietudes pueden dar lugar a reacciones políticas, como lo demuestra la actual campaña presidencial en Estados Unidos y la campaña previa al voto por el Brexit en el Reino Unido.

Los economistas del Fondo, sin embargo, recuerdan que la inmigración tiene a largo plazo efectos positivos sobre los ingresos per cápita y sobre la productividad de la mano de obra, y poco efecto sobre las tasas de desempleo y los salarios de los trabajadores locales.

Sin embargo, admite, algunos estudios "sí distinguen efectos negativos sobre los grupos de salarios más bajos". Es decir, los empleos no cualificados, cuya inserción laboral es más difícil.

El proteccionismo, en todo caso, está en el punto de mira. Y el informe del FMI realiza un supuesto en el que a nivel mundial se produce un encarecimiento de los bienes importados del 10% durante tres años. Las consecuencias son inmediatas. Según sus estimaciones, el mayor costo de los bienes comerciados reduce el producto mundial casi 1,75% después de cinco años, y casi 2% a largo plazo.

El consumo mundial, de la misma manera, se reduciría en una tasa similar, en tanto que la inversión internacional decrecería incluso más. El comercio mundial, sin embargo, es el rubro más perjudicado, registrándose reducciones de las importaciones y exportaciones de 15% después de cinco años y de 16% a largo plazo.

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"Las élites políticas se reúnen en Washington esta semana para celebrar diferentes encuentros que encarnan la fe del fenómeno de la globalización. Mientras tanto, en la sociedad crece la sensación de que este fenómeno es uno de los impulsores de la desigualdad y de la destrucción de empleo en Occidente. Los organismos que llevan años fomentando el comercio y la "unión" del mundo podrían enfrentarse a un marco radicalmente opuesto"… La élite mundial se enfrenta a una crisis existencial que amenaza el orden establecido (El Economista – 4/10/16)

Desde la votación del Reino Unido a favor de la salida de la Unión Europea a la propuesta de Donald Trump titulada "EEUU primero", cada vez hay más presión para dar marcha atrás a una integración económica que ha sido el sello distintivo de las reuniones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial durante más de 70 años.

Alimentado por el estancamiento de los sueldos y la reducción de la seguridad laboral, el auge populista amenaza con deprimir una economía mundial que, según la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, ya es "débil y frágil".

La pérdida de fuerza de la globalización y el auge de las barreras comerciales también presentan riesgos para los mercados financieros, que siguen siendo susceptibles a las bruscas oscilaciones de la confianza de los inversores, como ha quedado de manifiesto con el reciente nerviosismo sobre la salud financiera de Deutsche Bank.

"La reacción en contra de la globalización se manifiesta en una intensificación de los sentimientos nacionalistas, en contra del exterior y a favor de un mayor aislamiento", explica Louis Kuijs, director de Oxford Economics para economía de Asia en Hong Kong y antiguo miembro del FMI. "Si perdemos el consenso de qué tipo de mundo queremos, probablemente el mundo saldrá perdiendo".

La semana pasada, Lagarde dijo a los responsables políticos que asistirán a la cumbre anual del FMI y del Banco Mundial que tienen dos tareas principales. En primer lugar, no perjudicar, esto significa por encima de todo resistir la tentación de implementar barreras proteccionistas al comercio. En segundo lugar, tomar medidas para impulsar el débil crecimiento mundial y hacerlo más inclusivo.

Puede que lograr incluso estos dos modestos objetivos resulte difícil. El libre comercio se ha convertido en veneno electoral en la campaña presidencial de Estados Unidos. La candidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton, ahora critica un acuerdo de comercio con los países de la zona del Pacífico que aún no ha sido ratificado en Estados Unidos y que ella misma había alabado cuando se estaba negociando. Por su parte, Trump, su contendiente republicano, ha atacado a México y a China y amenaza con imponer importantes aranceles a las importaciones de ambos países.

Aún conmocionados por la votación del Reino Unido en junio a favor de abandonar la UE, los líderes europeos saben que puede que esto sea sólo el comienzo de una convulsión política que ponga en peligro las viejas certidumbres del continente. El próximo año se celebrarán elecciones en Alemania y Francia, las dos economías más grandes de la zona euro, y en Holanda. En los tres países las fuerzas anti-establishment están ganando terreno.

Ante el creciente resentimiento hacia la Unión Europea desde Budapest a Madrid, los políticos señalan el auge populista como la mayor amenaza al bloque desde su creación tras la Segunda Guerra Mundial.

John Williamson, que formuló el paquete de recomendaciones políticas conocido como Consenso de Washington sobre libre comercio y desregulación (y el cual contiene a todos los efectos los principios rectores del FMI y el Banco Mundial desde hace décadas) asegura que la crisis financiera de 2008-2009 provocó una pérdida de apoyo a la integración económica.

"Había un acuerdo sobre la globalización antes de la crisis y eso es algo que se ha perdido desde la crisis financiera", manifestó Williamson, que fue miembro del Peterson Institute for International Economics y en la actualidad está jubilado.

La débil recuperación mundial ha agravado la creciente oposición a la integración económica. En 2015 la economía mundial registró el menor crecimiento en seis años, con una expansión del 3,1%, según cálculos del FMI.

"Quizás el hecho macroeconómico más impactante sobre las economías avanzadas de hoy en día es la debilidad de la demanda frente a unos tipos de interés cero", asegura el ex economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, en un informe sobre políticas para el Peterson Institute la semana pasada.

"Yo comparo la economía mundial con algo parecido a un coche sin conductor que está atascado en el carril lento", señala David Stockton, antiguo miembro de la Reserva Federal y en la actualidad economista jefe de la consultora LH Meyer. "Todos sienten que los están llevando de paseo pero están bastante nerviosos porque no ven nadie al volante".

"España fue el país de la OCDE donde más cayó el empleo juvenil entre 2007 y 2015 al reducirse a algo menos de la mitad, debido en parte por el lastre que supone contar con una de las tasas más elevadas de fracaso escolar y por la dualidad del mercado de trabajo"… El fracaso escolar y el mercado laboral convierten a España en un nido de "ninis" (El Economista – 5/10/16)

Así figura en el informe "Panorama de la Sociedad" publicado el 5 de octubre (2016) por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que en esta edición pone su foco en los alrededor de 40 millones de jóvenes de 15 a 29 años que se encuentran sin empleo y fuera del sistema educativo en los 34 países miembros de este club.

Eso supone un 14,6% de ese grupo de edad en 2015, porcentaje de los llamados "nini" que ponen de manifiesto las enormes diferencias entre los mínimos del 6,2% en Islandia y del 7,8% en Holanda y los máximos del 29,8% en Turquía, del 26,9% en Italia, del 24,7 % en Grecia, del 22,7% en España, del 22,1% en México y del 18,8% en Chile.

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En España, los "nini" experimentaron un aumento de 10 puntos porcentuales durante la parte más cruda de la crisis, desde 2007 hasta 2013, cuando se alcanzó un máximo del 26 %, a causa de una destrucción masiva de puestos de trabajo que afectó muy en particular a jóvenes que no tenían estudios y trabajaban en sectores como la construcción.

El hecho es que la tasa de "ninis" descendió en los dos años siguientes hasta el 23 % en 2015 (el último año con datos disponibles), una evolución que el responsable del informe, Stéphane Carcillo, vinculó con los vaivenes extremos que se producen en el mercado laboral español por su "dualidad".

Carcillo precisó que esa dualidad permite una rápida destrucción de puestos de trabajo en momentos de crisis, que perjudica sobre todo a las personas con contratos temporales (en buena medida jóvenes), muy flexibles, donde también se crean rápidamente en tiempos de bonanza, y añadió que a largo plazo ese modelo no contribuye a consolidar el empleo.

Como en otros países, el porcentaje de "ninis" es netamente superior (32% en 2015) entre los jóvenes nacidos en el extranjero, es decir, esencialmente inmigrantes.

La OCDE señala que España fue el único de sus Estados miembros en los que el empleo juvenil cayó más del 50% entre 2007 y 2014, seguido de Grecia e Irlanda (en ambos más del 40%) y luego Portugal, Eslovenia e Italia (más del 30%).

Los que tenían un nivel de instrucción bajo (no habían superado el primer ciclo de secundaria) supusieron alrededor de 25 puntos porcentuales de esa caída, es decir en torno a la mitad del total, mientras el resto se lo repartieron a partes iguales los que tenían estudios superiores y los de nivel de instrucción medio.

Una parte de la explicación reside en que España aparece en la cola del conocido como "club del mundo desarrollado" por su tasa de fracaso escolar en el grupo de entre 25 y 34 años: un 39% entre los hombres (frente a una media ligeramente superior al 15% en la OCDE) y un 28 % entre las mujeres (frente al 12-1%) no habían completado el segundo ciclo de secundaria.

Los autores del estudio hicieron notar que los resultados de los jóvenes españoles son "relativamente mediocres" si se comparan con el conjunto de la OCDE en lo que se refiere a competencia en lectura (18%) y en matemáticas (23%).

Y eso pese a que ha habido progresos respecto a las personas de las generaciones anteriores con edades de entre 30 y 54 años.

Carcillo estimó que el elevado nivel de pobreza juvenil en España (casi el 20%) tiene que ver sobre todo con el paro en ese grupo de edad. En el conjunto de la población española, la pobreza es del 16%, casi cinco puntos más que la media de la OCDE.

La peculiaridad española a ese respecto es que la fractura entre la pobreza de los niños (23,4%) y la de las personas mayores (5,5 %) es superior a la de cualquier otro miembro.

Para afrontar el problema del desempleo juvenil, la organización de países desarrollados recomienda en primer lugar luchar contra el fracaso escolar con las recetas que ofrecen países nórdicos donde hay intercambios intensos entre los servicios sociales y los centros escolares para actuar cuando se detecta absentismo escolar y evitar que acabe en abandono de estudios.

El objetivo es situar a los jóvenes que corren el riesgo de descolgarse en proyectos de empleo o de aprendizaje. Carcillo indicó que un 15% de los jóvenes en Alemania están cubiertos por el aprendizaje, cuando en España son sólo el 4%.

"El ciudadano medio de cualquier país desarrollado probablemente crea que vivimos en una era de estancamiento y decadencia: los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, esto es, la pobreza y la desigualdad están experimentando una época dorada. El auge de los populismos, de hecho, atestigua ese sentimiento de protesta, frustración e insatisfacción entre buena parte de la población. Sin embargo, la realidad es que, en términos generales, el mundo nunca ha sido un mejor lugar que en la actualidad: no ya para los ricos, sino especialmente para los pobres. En este sentido, el último informe del Banco Mundial, dentro de su serie "Poverty and Shared Prosperity", proporciona datos verdaderamente iluminadores sobre la coyuntura global actual"… ¡Hurra! Menos pobreza y menos desigualdad en el mundo (Juan Ramón Rallo – El Confidencial – 7/10/16)

Primero: nunca en la historia han vivido más personas fuera de la extrema pobreza ni tampoco el porcentaje de ciudadanos castigados por la extrema pobreza ha sido más pequeño. En apenas un cuarto de siglo, y desde que empezaran a reducirse las barreras políticas al comercio internacional (la tan famosa como odiada "globalización"), las cifras absolutas de miseria han caído a menos de la mitad (desde 1.850 millones de pobres extremos en 1990 a 767 en 2013) y las cifras relativas, a menos de un tercio (de comprender al 35% de la población mundial en 1990 al 10,7% en 2013).

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Conviene resaltar que las cifras absolutas minimizan el impacto de la reducción de la pobreza: es verdad que el número total de pobres extremos solo ha caído en unos 1.100 millones de personas desde 1990, pero es que desde entonces la población mundial ha aumentado en 2.000 millones. O dicho de otra forma: si en 2013 tuviéramos la misma tasa de pobreza extrema que en 1990 (el 35%), hoy el número de pobres extremos sería de 2.500 millones en el conjunto del planeta, pero lo es de 770, de modo que la reducción efectiva de la miseria ha beneficiado a casi 1.800 millones de personas en los últimos 25 años.

Para muchos, sin embargo, tan espectacular reducción de la pobreza no es relevante, por cuanto las desigualdades globales se están ensanchando: puede que los pobres no sean cada vez más pobres, pero los ricos se enriquecen proporcionalmente mucho más que los pobres. No obstante, esta es una visión, de nuevo, completamente torcida de la realidad: desde 1990, la desigualdad mundial ha caído, y con fuerza, por primera vez desde la Revolución Industrial.

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El principal motor de esta reducción de la desigualdad global es que las diferencias de renta entre países se han reducido gracias al fuerte crecimiento económico que han experimentado las sociedades menos desarrolladas: en 1988, esas diferencias explicaban el 80% de toda la desigualdad global, mientras que hoy el 65%.

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Nótese que es perfectamente posible que las desigualdades dentro de los países aumenten con que las desigualdades globales caigan por efecto de los menores diferenciales de renta entre países. Por ejemplo, si el país A está compuesto por dos individuos con unas rentas de 10.000 y 20.000 y el país B por otros dos individuos con rentas de 100 y 200, las desigualdades globales se reducen si el país A pasa a tener unas rentas de 10.000 y 20.100 y el país B unas rentas de 1.000 y 5.000: y ello es así porque las desigualdades entre ambos países menguan mucho más de lo que crecen las desigualdades dentro de cada país. Por eso, en parte de Occidente no queremos enterarnos de que el mundo es hoy un lugar mucho menos desigualitario que hace dos décadas: como la desigualdad de nuestro entorno más inmediato ha aumentado durante los últimos años, tendemos a imaginar que eso mismo ha tenido que suceder en el conjunto del planeta.

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A su vez, que la desigualdad global caiga como consecuencia de la menor desigualdad entre países tampoco significa que solo los más acaudalados del Tercer Mundo se estén beneficiando del crecimiento económico y que, en consecuencia, la menor desigualdad global se explique por la minoración de los diferenciales entre los ricos de los países pobres y los pobres y clases medias de los países ricos. Es enormemente interesante constatar cómo, especialmente en los países en vías de desarrollo, quienes más se están beneficiado del crecimiento económico son los más pobres dentro de cada país. En el siguiente gráfico, las columnas blancas representan el crecimiento medio de la renta (o del consumo) del conjunto de la población en el periodo 2008-2013; por su parte, las franjas azules nos indican la evolución del crecimiento medio de la renta (o del consumo) del 40% más pobre de esa sociedad. Resulta sencillo observar que en la práctica totalidad de Asia Oriental, de Asia del Sur, de Latinoamérica y en muchos países de Europa del Este, Asia Central y el África subsahariana, la renta (o el consumo) de los más pobres crece por encima de la media.

A tenor de todos estos datos, acaso se replique que, si bien el Tercer Mundo se está desarrollando enormemente gracias a la globalización -incluso beneficiando a los más pobres entre los más pobres-, todo ello se produce a costa de incrementar la pobreza y la desigualdad en el Primer Mundo, en especial a raíz de la crisis económica. Por eso, de hecho, estamos viendo un rearme del discurso proteccionista en muchos países ricos, siendo tal vez el caso más sonado el de Donald Trump en EEUU. Empero, al respecto, dos puntos merecen ser resaltados.

El primero es que constituiría una canallada coaccionar con aranceles y trabas comerciales a los ciudadanos del Primer Mundo para empobrecer a unos ciudadanos del Tercer Mundo que apenas están comenzando a levantar cabeza desde una situación de cuasi-subsistencia a la que, en parte, los abocó el disruptor imperialismo occidental. El segundo es que esa narrativa es falaz: la desigualdad no está creciendo en la mayoría de países industrializados y, de hecho, en agregado se ha reducido para el periodo 2008 y 2013. En concreto, de los 20 países industrializados analizados por la OCDE, en ocho ha caído la desigualdad desde 2008, en seis se ha mantenido y en otros seis ha aumentado, disminuyendo el índice Gini conjunto de 32 a 31,8. Con respecto a 1993, el índice aumenta, pero menos de un punto.

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Es verdad que la desigualdad de la renta ha aumentado en España con la crisis, pero aun así sigue estando al mismo nivel que en 1995 (un índice Gini de 34) y, sobre todo, debemos recordar que el 80% de ese aumento de la desigualdad se debe a la enorme destrucción de empleo vivida a raíz del pinchazo de la burbuja inmobiliaria y, sobre todo, a raíz de la pésima legislación laboral que padecemos. O dicho de otro modo, el problema de España no es la globalización y la prosperidad del Tercer Mundo, sino nuestro marco institucional interno que magnifica los efectos de las crisis sobre los estratos más pobres de la sociedad.

En suma, el mundo es hoy un lugar más rico y más igualitario que en los noventa, los ochenta o los setenta. Los populistas de izquierdas y de derechas mienten con descaro cuando describen un planeta en el que únicamente un puñado de millonarios (el 1%) se está enriqueciendo a costa de unas masas cada vez más depauperadas (el 99%). Solo pretenden construir un relato dirigido a reforzar el poder arbitrario del Estado a costa de cargarse el marco económico que ha permitido la creación más intensa y extensa de riqueza en toda la historia de la humanidad. Su ambición de poder contra las esperanzas de prosperidad de miles de millones de personas.

"La globalización ha generado soluciones, pero también problemas. La derecha lo ha entendido, mientras que la socialdemocracia sigue sin discurso. Vuelve el proteccionismo"… Por qué la derecha quiere liquidar hoy el liberalismo (Carlos Sánchez – El Confidencial – 7/10/16)

Thatcher ha muerto. Ronald Reagan, también. Y con ellos, 35 años de aquel atropellado capitalismo que significó la defunción de cinco décadas de keynesianismo. Claro vencedor en aquella batalla ideológica frente a Hayek. Lo paradójico, sin embargo, es que ahora son los partidos de centro derecha de los países avanzados quienes se alejan de aquel liberalismo "salvador" que se enfrentó a los choques petrolíferos de los años setenta y a la atrofia del sistema económico.

Hoy está en marcha otra revolución conservadora. Mucho más silenciosa y sutil. Nacida para proteger el ecosistema electoral clásico de los partidos de derecha: clases medias, pequeños empresarios, núcleos rurales o profesionales hartos de pagar impuestos para sostener el Estado de bienestar. Y que ven en los inmigrantes -como se ha podido comprobar en el Reino Unido- un formidable competidor por los mismos salarios y empleos. Como en Francia o Finlandia o Hungría o Alemania o España.

Un reciente estudio estimaba que entre 2005 y 2014 el ingreso real de dos tercios de los hogares en 25 economías desarrolladas se mantuvo estable. O, incluso, disminuyó. Tan solo después de la agresiva intervención de los respectivos gobiernos, mediante impuestos y transferencias económicas, las familias de algunos países desarrollados han podido mantener su nivel de vida.

Algo que explica por qué hoy los partidos de centro derecha (unos más y otros menos) se han hecho cada vez más "socialdemócratas". Hasta el punto de que hoy disputan a la izquierda el discurso sobre la bondad del Estado de bienestar o compiten por ofrecer mayores prestaciones sociales a electores que viven en sociedades muy envejecidas, lo que les hace más dependientes de las políticas sociales. En el caso de España, más de 14 millones de ciudadanos viven de prestaciones públicas. La tercera parte de los electores tiene más de 60 años.

El hecho de que en la última reunión del G-20 en Hangzhou, China, se instara a revitalizar el comercio mundial no es más que el síntoma, el reconocimiento, de un fenómeno que hoy alarma: las transacciones de bienes y servicios y de flujos de capital tienen el menor crecimiento desde la Gran Recesión. Crecen la mitad que en las décadas de los ochenta y noventa.

No parece que el mundo se encuentre ante un fenómeno coyuntural, sino más bien de naturaleza estructural. Vinculado también a los escasos avances de la productividad y a las bajas tasas de inversión empresariales. En lo que influyen de forma decisiva las políticas ultraexpansivas de los bancos centrales. Las empresas no invierten -aunque no es la única razón- porque la tasa de retorno es mínima.

Es en este contexto macroeconómico en el que se ha producido una extraña pinza entre la derecha que antes era liberal y mercantilista y los nuevos movimientos de izquierda, que siempre han detestado la globalización o el libre comercio, una especie de símbolo del capitalismo más despiadado. Tratados como el TTIP (EEUU-Unión Europea) o el CETA (Canadá-UE) están hoy congelados y nadie se jugaría un euro en ninguna casa de apuestas por que se vayan a rubricar en un periodo de tiempo razonable. De la Ronda de Doha nunca más se supo, y hasta Hillary Clinton o el vicepresidente alemán, Sigmar Gabriel, recelan de un nuevo desarme arancelario o de la supresión de barreras administrativas.

Recordaba hace unos días Federico Steinberg, investigador del Instituto Elcano, que el economista Dani Rodrik, probablemente quien mejor ha visto venir este proceso hace dos décadas con su famoso trilema, afirma que el capitalismo puede ser el mejor sistema para generar crecimiento e innovación, pero es incapaz de lograr legitimidad política si el Estado no protege a los perdedores y les da oportunidades y alternativas para reinventarse.

Ahora, a la fuerza, y en vistas del auge del populismo y los nacionalismos, la derecha ha entendido que algo hay que hacer con la globalización, lo que explica la desidia de Europa a la hora de acoger refugiados o los escasos acuerdos comerciales firmados en los últimos años. O el Brexit o el neonacionalismo autoritario en algunos países del Este. Un movimiento de pura salvación política, aunque sea a costa de sus principios, y que le ha permitido, en todo caso, ganar por la mano a los socialdemócratas, perdidos en su propio laberinto y atenazados por dos fuerzas centrífugas que empujan hacia los extremos.

En medio, como se ha dicho, se han quedado los viejos partidos socialdemócratas y los antiguos liberales centristas. Reivindicando para sus nacionales elevados sistemas de protección social difícilmente sostenibles si no se crea empleo suficiente. Algo extremadamente complicado en un contexto de progresiva robotización de los procesos industriales que afecta de manera intensa a actividades relacionadas con el sector servicios que hasta hace bien poco se consideraban inmunes a la competencia tecnológica.

Esos mismos partidos socialdemócratas que, paradójicamente, como sostenía un reciente comentario de FAES, son acusados de ser cómplices del capitalismo por sus hermanos menores (los Podemos o Syriza), y que no han sido capaces de reconfigurar su espacio ideológico.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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