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Un estudio sobre la Justicia Penal en la República Oriental del Uruguay

Enviado por Fernando Queijo


Partes: 1, 2

  1. La función del Juez o Magistrado
  2. El proceso escrito
  3. La doctrina de la sana crítica
  4. La prisión preventiva
  5. La graduación y ejecución de las penas
  6. Conclusiones finales

Themis, Maat, Iustitia, Forseti… a través de los tiempos y las culturas, la Justicia a ido adoptando diferentes imágenes o representaciones de un concepto y una acción que, como pocas, se ha empleado en las formas más dispares y muchas veces antagónicas entre sí, llevándonos a pensar, a la luz de su historia, que tal vez jamás alcancemos a definir su significación con absoluta precisión, dejándonos en medio de un océano de ambigüedad e interpretaciones.

El propio Diccionario de la Real Academia Española nos la apunta por ejemplo como "Conjunto de todas las virtudes, por lo que es bueno quien las tiene", y también, en otra de sus acepciones, como "Castigo de muerte".

Intentando establecer, sin pretender por cierto considerarme como erudito en materia lingüística ni filosófica, mis propias y particulares acepciones del término, que coincidirán tal vez con las de muchos de verdaderos eruditos en la materia, yo la clasificaría en dos formas bien diferenciadas: "Justicia" (así, con mayúscula), y "justicia".

Entiendo por "Justicia", a lo que podríamos denominar también como "justicia-acción", a la institución o instituciones establecidas en las diferentes sociedades para administrar y salvaguardar las normas de la ley escrita que hayan establecido para regir su funcionamiento y desenvolvimiento, y por "justicia", o "justicia-concepto", a la interpretación del término que emana de la moral y de los primigenios derechos naturales con los que el ser humano nace, acercándonos en este último caso al "conjunto de todas las virtudes" y, como nos dijera Ulpiano, a "una voluntad constante y perpetua de dar a cada cual lo que le pertenece (constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuere)".

De hecho, rápidamente tomamos conciencia de que fácilmente ambas acepciones son capaces de colisionar violentamente, ya que no siempre la ley, dictada por los hombres que dirigen las sociedades y las comunidades, respetará en toda su magnitud el concepto moral y el derecho natural del ser humano.

La ley ha defendido en sus momentos la esclavitud, el abuso y la opresión, y aún hoy defiende en algunas partes del mundo la desigualdad, la discriminación y la estigmatización de ciertos grupos o sectores, amparándose en fundamentos localistas de razas, costumbres o creencias religiosas.

La imagen de la Justicia, tendiendo a representar en conjunto ambas acepciones, ha adoptado en tiempos modernos la figura de una mujer con los ojos vendados, sosteniendo en su mano izquierda alzada una balanza con sus platillos equilibrados, y en su mano derecha, apuntando hacia abajo, una espada.

En forma muy significativa vemos el concepto de equidad en la balanza en alto, la total independencia de influencias externas en sus ojos vendados, y la espada, si bien baja, pero allí presente, indica la necesidad de la fuerza que la respalde en caso de ser necesario.

Esta imagen, empleada actualmente en casi todas las culturas del mundo, o por lo menos en todas aquellas donde la influencia judeo cristiana se ha solidificado o ha tomado una importante consideración, procura una convergencia de la Justicia con la justicia, lo que, a mi modo de ver, constituiría el punto ideal: el concepto y la acción se fusionan consensuadamente en una única definición: "JUSTICIA".

La realidad nos dice que tal convergencia es utópica, y que, si bien los caminos tienden a cruzarse en algunos momentos, transitan normalmente por rutas diferentes, donde Justicia avasalla a justicia, y la ley trasgrede sagradas normas morales en aras de la voluntad, conveniencia o necesidad política de los gobiernos de las sociedades.

En el entorno de la actuación de la Justicia, amparada por las leyes que se hayan establecido al respecto y en todas sus formas o ramificaciones, se manejan importantes situaciones y valores para el ser humano: su trabajo, su familia, sus bienes, y muchas veces hasta su propio futuro.

Dentro de las ramificaciones de la Justicia, y con ella del Derecho, estimo que la más delicada es la acción penal, puesto que en ella no solamente quedan en juego los bienes, la posición social y la familia, sino también la propia libertad y la autodeterminación.

Más aún. La acción penal suele convertirse rápidamente en noticia, publicada y distribuída por los medios de comunicación, por lo que creo que no me equivoco cuando la clasifico como la que más consecuencias va a acarrear sobre la persona que se vea involucrada en su acción directa, tanto sea en papel de víctima o de victimario de un presunto delito.

En América Latina en particular, conjunto de naciones jóvenes, herederas de una heterogénea mezcla de pensamientos provenientes de las culturas europeas que la colonizaron, nos encontramos con un acervo de normas legales copiadas de aquellas establecidas en el viejo mundo, y que fueran elaboradas para sociedades muy diferentes en sus formas y estructuras, y, muy importante, con una idiosincrasia totalmente diferente.

A pesar de que pensadores modernos van intentando adecuar la ley a sus propios entornos, a sus propias costumbres y valores, para asociar la norma jurídica a un fundamento antropológico que la vincule con el grupo social a la que está destinada, podemos comprobar que este proceso es excesivamente lento y engorroso, complicado muchas veces por el mismo grupo dirigente, que, aunque parece evolucionar políticamente al ir tomando diferentes formas de pensamiento o de metas, en realidad se agrupa en una elite, tal vez cambiante en sus personajes, pero ya no en sus finalidades, en las que advertimos como primer y más importante valor la llegada al uso del poder a perpetuidad, una ambición que encuentro natural y primaria del ser humano, pero manifiestamente alejada de esos platillos equilibrados de la balanza.

Por ser en los hechos el motivo de este estudio, me referiré a la materia penal, y en particular dentro de la República Oriental del Uruguay.

Ya dentro del siglo XXI, donde deberíamos adecuarnos a los cambios trascendentes sufridos por la humanidad en los últimos cincuenta o sesenta años, que creo considerar acertadamente como la época más fértil de la historia en cuanto a la evolución tecnológica, tiempos en que las comunicaciones han desenvuelto la bien denominada "globalización", derribando las vallas del tiempo y las distancias, nuestra norma jurídica penal responde a un Código Penal promulgado en el año 1934, que, en el transcurso de 80 años apenas ha tenido pequeñas y parciales modificaciones, manteniéndose cada día más anacrónico y anquilosado por una realidad totalmente diferente a aquella del principio del siglo pasado.

Agravando esta situación, es de notar que el Dr. Irureta Goyena, redactor del mismo, no lo fue en realidad, sino que se limitó a ser un "copiador" del Código Rocco, promulgado en Italia en el año 1931, durante el gobierno fascista de Benito Mussolini.

El gobierno dictatorial del Dr. Gabriel Terra acogió beneplácitamente el texto y lo promulgó, estableciendo una norma jurídica antidemocrática, autoritaria y manifiestamente lejana de "justicia".

En algo que parece ser parte de la idiosincrasia nacional, los gobiernos democráticos posteriores no se ocuparon en lo más mínimo de reformar o adecuar la norma, sino que prefirieron aprovechar en su propio beneficio las pautas dictadas por la dictadura. Ésta es criticada y denostada por doquier, pero sus abusos en materia de legislación, dado que han resultado o resultan convenientes al detentor del poder, se mantienen sin modificaciones.

En los albores de la década del "70, un grupo de juristas elaboró un proyecto para un nuevo Código del Proceso Penal, con algunas reformas de carácter cuasi administrativo, como modificaciones en la distribución de sedes judiciales, pero con mínimas variantes en el campo conceptual. Éste fue archivado por la legislatura de la época, en donde aún actuaban caudillos políticos firmemente aferrados al ideal de la democracia plena. Años después, y con el país nuevamente bajo la opresión de una dictadura militar pretendidamente disfrazada de "gobierno cívico-militar", el trabajo es nuevamente sacado a la luz por el Poder Ejecutivo, y presentado ante el Consejo de Estado – grupo de personas articulado y digitado por el sistema en el poder para ejercer la función legislativa – precedido por un texto justificativo del que luego haremos algún comentario. Así, bajo esa dictadura, se promulga la norma procesal en vigencia.

En suma, toda nuestra norma penal, nacida en cuna nazi-fascista, es legislada y promulgada bajo dictaduras, y a ellas se imputa la responsabilidad sobre la misma pero sin jamás llegar a reconocer que la Justicia por ella creada es atentatoria y destructora de la justicia.

Los platillos de la balanza están desequilibrados, la venda únicamente cubre un ojo – el que al poder le resulta conveniente que no vea -, y la espada está alzada y presta para ejecutar.

Considero que, pretendiendo estructurar una crítica constructiva y tendiente a una reforma sustancial de nuestra norma jurídica penal, que busque que la misma se vea representada por esa clásica imagen, ubicándola en el punto ideal de convergencia, donde el concepto y la acción se encuentran, debemos referirnos a cinco puntos básicos: a) la función del juez o magistrado, b) el proceso escrito, c) la doctrina de la sana crítica, d) la prisión preventiva, y e) la graduación y ejecución de las penas.

Los cuatro aspectos se interrelacionan íntimamente y determinan toda la estructura del proceso penal.

Trataremos de analizarlos separadamente, para, en última instancia, llegar al conjunto de ellos y de sus proyecciones.

La función del Juez o Magistrado

En idioma español, juez significa, básicamente, la persona que se toma como árbitro en una discusión, o la persona que aprecia el mérito de una cosa. Es quien determina la validez de una acción u opinión entre dos o más opciones posibles.

Ciertamente, y surge como una necesidad inmediata, el juez, además del conocimiento técnico jurídico que ha adquirido en sus años de estudio, debe tener un profundo conocimiento, lo más directo y práctico posible, del tema sobre el que se va a expedir, a los efectos de que su resolución se ajuste en un todo al espectro jurídico, social y político en que ella será cumplida.

César Vivante, profesor español de Derecho Mercantil, nos decía que no se debe permitir jamás tratar una institución jurídica si no se conocen a fondo la estructura técnica y la función económica de la misma. Pienso que resulta fundamental no limitar este pensamiento al Derecho Mercantil en exclusividad, y debería hacerse extensivo a todas las ramas del derecho, y muy en especial, por las repercusiones sociales que su ejecución acarrea, al Derecho Penal.

Nos decía Ulpiano, definiendo la jurisprudencia: "Divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti atque iniusti scientia".

El juez, además de un conocimiento técnico del derecho, debe tener noticia de todo lo divino y lo humano, especialmente de todo aquello que forma parte de la actividad de los hombres.

En Uruguay, el abogado que decide ingresar en la carrera de la magistratura, debe realizar cursos en el CEJU (Centro de Estudios Judiciales del Uruguay), donde inclusive es sometido a pruebas de tipo psicológico, procurando seleccionar personas capaces de un espíritu centrado, que se asemeje a lo que manteníamos antes como "justicia".

Por otra parte, no es difícil que quien va a ser investido como juez acceda a toda esa noticia que se va generando y acumulando en el terreno familiar, en el terreno comercial y social, pero sin embargo es muy difícil, o probablemente imposible, que pueda adentrarse en ella cuando nos introducimos en el campo penal, del que, en definitiva, poco y nada va a saber a la hora de ejercer sus funciones.

Cuando hablamos de Derecho Penal, estamos hablando de una rama muy especial, en que el juez trata con hechos y actores que escapan a toda su experiencia, y toda su acción se restringirá a lo que le han enseñado y ha leído, emanado de otros que, como él, siempre han estado distantes de la realidad de la que forma parte la vida y actividad de esos hombres.

El juez que determina una prisión, está totalmente alejado de lo que el encarcelamiento significa y de su ejecución y funcionamiento.

Tal vez pueda sonar como idea absurda o fuera de lugar, pero, en ánimo de llegar a obtener un juez de instrucción y ejecución penal que verdaderamente ajuste su acción al verdadero significado de "justicia", creo que primeramente debería conocer mucho más de cerca el sistema carcelario, mantener un contacto cercano con delincuentes y reclusos, llegando de esa forma a tomar una verdadera conciencia de lo que una pena implica y de sus consecuencias tanto para el delincuente, o presunto delincuente, y para la sociedad en general.

Pasando a otro punto importantísimo dentro del estudio de la función del magistrado, nuestro sistema legal instituye en ese cargo a una persona que, a todas luces, se aleja del concepto de árbitro, y se convierte en parte de los actores del litigio. El juicio penal, yendo a los hechos reales, es como si fuera un enfrentamiento entre el magistrado y el acusado. Las modificaciones impuestas en el Código del Proceso Penal, que estipulan la presencia del abogado defensor ya desde las primeras instancias de audiencias en sede judicial, no son evidentemente suficientes, al mantenerse un período de incomunicación del acusado en sede policial. De esta forma, el inicio de un pre-sumario es un litigio entre un órgano policial respaldado por el juez actuante y un acusado que, obviamente, quedará en franca desventaja frente a su contraparte.

Esta situación se agrava para la parte acusada frente al hecho de que, una vez realizada una declaración en la sede policial, sin asesoramiento de especie alguna, y muchas veces acompañada de exigencias, amenazas o apremios flagrantemente ilegales, al llegar a la sede judicial simplemente se le consulta si se ratifica de lo declarado anteriormente, y caso de la respuesta ser afirmativa, lo que muchas veces puede ser aún influenciado por las previas amenazas o apremios ilegales, simplemente se instruye el sumario fundamentado en las dichas declaraciones en sede policial.

Si bien esto es ilegal, es de uso común y diario en los juzgados del Uruguay. Sobran los ejemplos al respecto: bastaría con acceder a un lote de diez sumarios tomados al azar, para comprobar que en más del 50 % de ellos se ha obrado de esa forma. Nada más que por referirme a uno, de bastante repercusión, tenemos el juicio que se mantiene por imputación del homicidio de Natalia Martínez contra Rodrigo Berges Burgos en un juzgado de la ciudad de Maldonado. A pesar de la impecable defensa llevada por el Dr. Barrera, a pesar de las consultas realizadas a eminentes juristas como lo son el Dr. Miguel Langón y el Dr. Milton Cairoli, el juez de la causa dictó una sentencia de culpabilidad, recientemente ratificada por un Tribunal de Apelaciones, en donde se condena al imputado a cumplir una sentencia de 9 años de penitenciaría. Las dudas generadas por la ratificación en sede judicial de las confusas declaraciones previas en sede policial, en las que el imputado admite su culpabilidad, a pesar de no estar avaladas por pruebas tasadas, han promovido una sentencia condenatoria, que claramente viola todos los principios del derecho y de la máxima "in dubio, pro reo".

Podemos incluso apreciar que la pena impuesta, si existiera real culpabilidad, es bastante magnánima, sensiblemente inferior a lo solicitado por el Ministerio Público y a lo que verdaderamente correspondería.

La sensación que tiene el observador externo y neutral es que el magistrado aplica una sanción un tanto benévola como para acallar su propia conciencia, que le indica que su posición es rotundamente ilegal y no ajustada a derecho.

El recurso de casación que interponen ahora los abogados defensores ante la Suprema Corte de Justicia dudo mucho que modifique la sentencia impuesta.

En la República Oriental del Uruguay, de manera sutil y no escrita, se creó una nueva máxima jurídica, y no para este caso simplemente, sino desde ya mucho tiempo atrás: "En la duda, CONTRA el reo". La Justicia aplasta a la justicia, gracias a un sistema donde, como decía, el juez se transforma en juez y parte de un litigio que ya ha sido resuelto en ese período de veinticuatro horas que el magistrado tiene legalmente para resolver la situación del acusado.

La condena, llena de visos de ilegalidad, revela una total falta de respeto del magistrado por la propia ley que debería defender, y al mismo tiempo ha socavado todos los pilares sociales de una familia que enfrenta la injusta prisión de un joven que, independientemente de si es o no culpable, NUNCA debió siquiera ser procesado, y mucho menos confinado en una cárcel.

Cuando en muchos estados de los Estados Unidos de Norteamérica se peleaba para derogar la pena de muerte, entre otras manifestaciones, se sostenía que es mucho más noble y moral que haya mil culpables declarados inocentes a que haya un inocente ejecutado como culpable.

Creo que esta debería ser una máxima general del Derecho Penal, de la que, evidentemente, estamos muy, pero muy lejos en nuestro país.

Creo que es también interesante, siempre en procura de determinar la línea de acción mantenida por los magistrados, un caso ocurrido en los primeros días de junio de 2012 en la ciudad de en Maldonado.

Un grupo de menores fue detenido por la policía, imputado de varias rapiñas. Uno de los chicos, en sus declaraciones, manifestó que sus padres tenían conocimiento de que él andaba con un revólver en su mochila, y que le permitían usar una moto, para la que no tiene la licencia de conducir pertinente, que usaban en sus desplazamientos para cometer las rapiñas.

En la sede, los padres reconocieron estos hechos, y la fiscal que atendió el caso, Dra. Stella Lorente, solicitó que se los procesara sin prisión por "omisión de los deberes inherentes a la patria potestad".

La juez actuante, Dra. Adriana Graziuso, procesó a ambos padres CON prisón, y fueron remitidos a la cárcel de Las Rosas.

Dos aspectos para observar. El primero de ellos, y con el que de ninguna forma puedo estar en desacuerdo, es el pedido de procesamiento de los padres. Existe algún antecedente aislado de carácter similar, y considero que es una medida que debería aplicarse con mayor frecuencia.

Los padres son de hecho responsables por sus hijos, y deben mantener una supervisión sobre lo que los chicos hacen. El no hacerlo, obviamente ya configura la figura delictiva por omisión, y debe ser aplicada.

En este caso concreto, si queremos ser muy drásticos, considerando que tenían conocimiento del arma y que facilitaban el vehículo, hasta sería posible entrar en la consideración de una figura de coautoría o encubrimiento, obviamente mucho más grave que la de omisión a los deberes… y aquí el procesamiento CON prisión estaría absolutamente dentro de lo adecuado y necesario.

Pero vamos ahora al segundo aspecto de la cuestión. La fiscal solicitó el procesamiento SIN prisión. El fiscal, el Ministerio Público, es la parte que representa a la acusación en el juicio, y el juez no puede, o no debería, en su resolución, superar lo que aquella solicita. Esto está claramente establecido por el Código, en cuanto se refiere a sentencia definitiva. Por simple analogía e interpretación de la norma, similares parámetros deberían ser aplicados y respetados desde el comienzo de la actividad sumarial.

El Ministerio Público representa a la parte acusatoria, y, en términos de justicia, su pretensión punitiva no puede, bajo ningún concepto, y en NINGÚN caso, ser rebasada en su gravedad por el Juez.

La Dra. Graziuso, que comienza con una resolución digna de encomio y que puede llegar a sentar una jurisprudencia a ser tomada muy en consideración en adelante, destruye de un plumazo esa buena labor, al sobrepasar, de motu propio, la solicitud fiscal, y dicta un auto de procesamiento CON prisión.

En un partido de fútbol, que se trata nada más que de una competencia deportiva, en la cancha hay un juez o árbitro, que se encuentra respaldado, ayudado y asesorado por dos jueces de línea y otro más que controla los movimientos de los reemplazos de jugadores y a los técnicos y asesores de los equipos. Estos árbitros auxiliares no tienen poder decisorio final, pero son por cierto escuchados y atendidos por el árbitro principal.

En estos precisos momentos, se discute en la Federación Internacional de Fútbol la incorporación de un quinto árbitro en el campo de juego, además de la instalación de sistemas de control electrónico que permitan la absoluta certeza para cualquier decisión.

Si en el partido de fútbol suceden hechos que quebrantan los reglamentos entre los jugadores, éstos pueden ser expulsados, pero posteriormente su conducta es analizada por un tribunal, que será quien en definitiva decida si corresponde la aplicación de una sanción.

En algo de tan escaso valor, si lo comparamos con los derechos del ser humano, como es el deporte, la decisión es adoptada por un conjunto, y no por una única persona.

¿Es realmente racional que sea un juez, una única persona, quien tenga el enorme poder de decisión de iniciar un proceso y recluir a un ser humano en una cárcel, de la que no tiene ni la más mínima idea de lo que es, promoviendo al tiempo la destrucción de una familia, de un entorno social, del futuro no solamente del presunto inculpado sino también de todo lo que gira a su alrededor?

No es esto mi concepto de justicia. La ley que avala esta situación es vil, es antidemocrática e inmoral, y debe por fuerza ser derogada y modificada.

Hace algún tiempo, el Dr. Miguel Langón, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de la República, en unas declaraciones en que se refería a su labor en la defensa de un militar acusado de graves delitos, decía que parecía que estábamos regresando a la época anterior a la Revolución Francesa. En aquel momento, yo escribí que me tomaba la libertad de corregirlo, ya que el regreso es al período anterior al homo sapiens, es volver a la barbarie de la época en que el proceso evolutivo aún no había dado a luz a los primeros homínidos, y en que la razón era propiedad del más fuerte.

Como pensamiento final, refiriéndonos a los jueces, y este aspecto es extensivo a todos los jueces, desde el Juez de Paz hasta el Ministro de la Suprema Corte de Justicia, encuentro que su nombramiento y designación escapa flagrantemente del camino que un concepto democrático marcaría, para convertirse en una función de carrera, y muchas veces, como suele suceder casi siempre en el sistema de ascensos, tapizada de maniobras de diferente especie empleadas para escalar posiciones.

El Poder Judicial figura como uno de los tres poderes de que se compone el Estado, junto con el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo.

Sin embargo, mientras éstos, en un estado de derecho, son elegidos mediante el voto popular, el Poder Judicial está integrado por funcionarios que ingresan, luego de graduarse como abogados, simplemente realizando algunos cursos en el CEJU, un organismo dependiente del Poder Judicial, y pasando exitosamente por algunas pruebas psicológicas. De allí en adelante, la escalada hacia posiciones superiores es un problema de tiempos, y, eventualmente, relacionamiento personal con los integrantes de turno en los otros poderes, que darán las venias en los casos que correspondan, y que de múltiples maneras los promueven para que sean instituídos en sus cargos.

En 2011, el Centro de Estudios Judiciales del Uruguay redujo las exigencias requeridas para el ingreso al mismo, con el propósito de captar más interesados. Se les exigió menor escolaridad y además, de 20 temas que debían estudiar los abogados, se pasó a solamente cuatro.

Resulta interesante una observación aportada por la directora del CEJU, la ministra de Tribunal de Apelaciones Dra. Nilza Salvo, que remarcó, en declaraciones referidas a la escasez de interesados en ingresar para iniciar la carrera de la judicatura, que la Facultad de Derecho "forma abogados para litigar, no jueces, y no se les dan otras opciones, como la de asesor".

En forma sibliminal prácticamente reconoce las limitaciones de la carrera del Derecho en el Uruguay, que limitarán de futuro en sus funciones a quienes ejerzan la magistratura.

No encuentro válidas las excusas que se esgrimen para sostener este sistema, insertado en un contexto en que la ciudadanía tiene autoridad para dictaminar, mediante elecciones periódicas, quiénes serán los integrantes del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo que la dirigirán, pero carece no solamente de poder de elección, sino hasta de poder de opinión en la designación de las personas que administrarán la justicia.

Mínimamente, si pensamos en acercarnos a una democracia verdadera, los miembros de la Suprema Corte de Justicia deberían ser electos por el voto de la ciudadanía, y sus poderes tendrían que abarcar la designación y/o remoción de los jueces a sus órdenes y servicio, en un contexto muy similar al que la Constitución prevé para el nombramiento y remoción de Ministros en el Poder Ejecutivo.

El proceso escrito

Otro de los serios inconvenientes que encontramos dentro del sistema procesal del Uruguay, y esto se extiende a todos los tipos de proceso, es la engorrosidad, lentitud y burocracia emanada del proceso escrito.

El proceso escrito, si bien es dañino en materia civil, puesto que extiende los plazos de las resoluciones por tiempos casi infinitos, resulta especialmente inadecuado en materia penal, en donde no simplemente están en juego los derechos del ciudadano en general, sino que se está jugando con la honra del imputado, y, mucho más importante, con su libertad y hasta con su futuro social.

Excusas de la más diversa índole se han puesto por delante para evitar la instauración del proceso oral, y éste ha sido metódicamente desechado, manteniéndose el apilamiento de papeles, la sucesiva confirmación de declaraciones a través de múltiples instancias, y es normal que encontremos en los juzgados expedientes compuestos por trescientas, quinientas y algunas veces miles de fojas, que sucias y deterioradas se estiban en anaqueles a la espera de una actuación, que puede diferirse casi sin límite.

De esta forma, encontraremos sumarios donde el procesado, recluído en un establecimiento carcelario, lleva cinco o seis años esperando una sentencia, que, aunque difícilmente suceda, podría llegar a ser absolutoria.

He visto casos en los que la libertad debe ser concedida forzosamente por haber alcanzado el recluso a cumplir el tiempo de condena solicitado por el Ministerio Público sin que la sentencia en primera instancia haya sido pronunciada. O sea, expresándolo en forma muy realista, el imputado no ha tenido oportunidad de ser defendido, o si llegó a serlo, su defensa nunca fue considerada.

El proceso oral y público, aplicado en el sumario hasta la sentencia en primera instancia, permitiría sin duda una agilización en el trámite del mismo, y, contrariamente a lo sostenido por los detractores del mismo, daría una mayor transparencia a todo el sistema.

Colocaría en su posición correcta al Ministerio Público, en su calidad de promotor de la acusación, y al abogado defensor patrocinante del imputado.

No significa esto en modo alguno la instauración de un sistema de Fast Justice, sino la adecuación del sistema procesal a lo que la moral y la justicia exigen. Inmediatez y diafanidad.

Parte, o bastante de esto ha sido previsto en el proyecto de reforma del Código del Proceso Penal, elaborado ya hace algún tiempo por un grupo de jurisconsultos de primera línea, y que, inexplicablemente, desde hace como tres años "duerme" en el fondo de un cajón en la Comisión de Constitución y Códigos, que debe analizarlo para luego ser tratado en la Legislatura.

Tal vez no tan inexplicablemente como acabo de decir, ya que son muchos los interesados en que esto nunca llegue a la promulgación, en especial los jueces penales, que perderían, al transformarse exclusivamente en árbitros, ese poder casi mesiánico sobre vidas y personas del que el sistema vigente los ha investido.

Lamentablemente, advertimos que, de la misma forma lenta y ajena a toda motivación que se maneja el sistema de justicia, también se maneja el sistema legislativo, lo que nos mantiene en el fondo de un hoyo del que es muy difícil salir, donde la incertidumbre y la absoluta falta de garantías son la norma.

La doctrina de la sana crítica

El 9 de agosto de 1978, el Poder Ejecutivo presentó ante el Consejo de Estado, órgano que en la época ejercía la función legislativa dentro del gobierno de facto que duró hasta el año 1985, un proyecto de ley sobre el Código de Proceso Penal, reeditando la tentativa ya rechazada anteriormente – en el año 1970 – por las Cámaras en el período en que las instituciones democráticas se mantenían en vigencia.

En el mensaje de presentación adjunto al proyecto, al exponer razones justificativas para mantener el juicio escrito ya anteriormente en uso, despreciando el juicio oral, podemos leer cosas interesantes y dignas de ser pensadas en profundidad.

"La oralidad es modalidad típica del sistema acusatorio, representado por la tríada acusador, Defensor, Juez, distinto del inquisitivo, dentro del cual las tres funciones convergen en el Juez, y del sistema mixto que en cierto grado caracteriza a nuestro Código de Instrucción Criminal.

La adopción del primero de dichos sistemas nos conduciría a concebir al Ministerio Público, no sólo promoviendo y ejercitando la acción penal sino realizando o dirigiendo la instrucción, con facultades para interrogar y, en determinados casos, para excarcelar. Al Juez quedaría reservada la facultad decisoria de fallar, incompatible con la calidad de parte. … La realidad permitiría el acceso del sistema de la libre convicción del Juez, proclive a discrecionalidades. El Proyecto prefiere y adopta, en cambio, el de la sana crítica, que valora racionalmente las pruebas y no se presta a las demasías del anterior".

"… que en cierto grado"; o tal vez más indicadamente en ningún grado. El sistema es absolutamente inquisitivo, y rechaza de plano la formalidad de la tríada acusador, defensor, juez, que es, evidentemente lo que se ajusta a derecho y a justicia, permitiendo la equidad de poderes, totalmente desvirtuada por el autoritarismo siempre pre conceptual del sistema inquisitivo.

"Al Juez quedaría reservada la facultad decisoria de fallar, incompatible con la calida de parte". Precisamente esa debería ser la función del juez. Fallar, y no ser parte, ya que al serlo, su imparcialidad queda menoscabada desde el principio del fundamento.

Y llegamos a la sana crítica, pretendiendo establecer una clara diferenciación con la libre convicción.

Extraemos de "Garrone, José A., Diccionario jurídico, Tomo IV, Ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005, pág. 288":

"En derecho procesal se designa así el medio de apreciación de las pruebas más difundido en la doctrina y ordenamientos modernos. Se opone al sistema de las pruebas legales o tasadas y, en cierto modo, es coincidente con el sistema de las libres convicciones.

Este concepto configura, según Couture, una categoría intermedia entre la prueba legal y la libre convicción. Sin la excesiva rigidez de la primera y sin la excesiva incertidumbre de la última, configura una feliz fórmula, elogiada alguna vez por la doctrina, de regular la actividad intelectual del juez frente a la prueba.

La sana crítica es la unión de la lógica y la experiencia, sin excesivas abstracciones de orden intelectual, pero también sin olvidar esos preceptos que los filósofos llaman de higiene mental, tendientes a asegurar el más certero y eficaz razonamiento".

Cuando lo pensamos bien, parece efectivamente que es, no "en cierto modo", sino de un modo total, coincidente con el sistema de las libres convicciones, ya que la apreciación de la prueba es un proceso subjetivo inherente al juzgador, en cuya mente será muy difícil penetrar. Por otra parte, la doctrina establece que esta apreciación debe ser fundamentada, y vamos a encontrarnos con autos de procesamiento que muchas veces no exceden de ocho o diez renglones en su parte medular, e inclusive sentencias redactadas en una extensión de tres o cuatro páginas, lo que, a todas luces, demuestra que el fundamento que se requiere no queda evidenciado en parte alguna.

Por otra parte, y apuntando exclusivamente a la parte del auto de procesamiento, encontramos que el juez cuenta con un plazo de veinticuatro horas para resolver, lo que parece excesivamente poco para analizar un caso en el que pudieran existir dudas, máxime considerando que existen momentos en que un mismo juez tiene que atender simultáneamente tres, cuatro o más casos, a veces con varios imputados y numerosos testigos. Esto conduce a que, apresurado por los plazos legales, en la práctica el juez se remita a la opinión que le trasmitan los funcionarios receptores de las declaraciones, ya que puede resultar imposible leer y efectuar una análisis de todo lo escrito, lo que puede en definitiva llevar a una equivocación.

En los hechos reales, advertimos que se acostumbra optar por una solución muy alejada de toda norma de derecho: procesar y encarcelar indiscriminadamente, dejando para más adelante el análisis detallado.

Solo que mientras ese análisis se desarrolla, el imputado quedará recluído en una prisión asquerosa, sometido a los más indignantes escarnios y vejaciones.

Es de orden poner muy bien claro algo más: mientras el juzgador se escuda en la doctrina de la sana crítica, que disfraza las convicciones personales, para establecer sus conclusiones, el abogado defensor del imputado debe recurrir a las pruebas tasadas si desea rebatir las imputaciones de las que su defendido es objeto.

O sea, que de ninguna forma se dan las condiciones de igualdad y equidad necesarias para que un juicio sea justo. Como ya dijimos antes, la balanza tiene sus platillos francamente en desequilibrio.

Pienso que, si deseamos obtener un juicio penal que se desenvuelva dentro de la justicia, deberíamos hacer sustanciales reformas, no simplemente en la ley escrita, sino con mucha más profundidad en los conceptos de todos, o por lo menos de muchos, de esos magistrados que hoy revisten sus cargos.

La prisión preventiva

La prisión preventiva busca recluir al imputado en un recinto carcelario, a fin de alejarlo del núcleo social, como protección para éste último, y al tiempo eliminar la posibilidad de que aquél busque medios para evitar su comparecencia mientras se desarrolla el proceso sumarial.

A todos los efectos, funciona como una especie de cumplimiento anticipado de la pena que recaerá sobre él. Esto, por supuesto, si es que en última instancia recae alguna pena, puesto que si bien no son abundantes, ya hemos visto numerosos casos de sobreseimiento, y, aunque parezca increíble, después de hasta más de tres años de reclusión.

Cuando estos casos surgen, algo que nunca voy a poder responderme es ¿de qué forma es posible reparar las nefastas consecuencias, económicas, sociales y familiares que ha acarreado la prisión?

¿El Estado asume alguna responsabilidad e intenta indemnizar al imputado, que se ha convertido en víctima de un sistema injusto y abusadamente autoritario? No.

El juzgador de turno, que tenemos que considerar que se equivocó, ¿asume alguna clase de responsabilidad? No.

Si bien es posible iniciar una demanda contra el Estado, esta es imposible de ganar, ya que la ley acepta el posible error del magistrado, y de todas formas, aún en caso de ganarse, el resarcimiento podrá ser de orden pecuniario, lo que no es válido para cerrar las profundas heridas de orden social y moral.

Definitivamente, debemos considerar que el error en materia penal es dañino a todos los niveles del ser humano, y por lo tanto debe ser eliminado.

Como ciertamente es imposible eliminar el error, debemos entonces buscar la eliminación de los medios empleados para su formulación o ejecución.

Por lo tanto, si bien no debería ser erradicada de raíz la prisión preventiva, ella debería estar razonadamente acotada de acuerdo a normas que procuren la minimización total de la posibilidad de error.

En este contexto, son muchas las reformas a realizar.

En principio, y a guisa de sugerencias, deberíamos diferenciar entre dos clases de imputados: el imputado sorprendido in fraganti delito, cuya responsabilidad no va a presentar duda de ninguna especie, y el imputado arrestado después de la consumación del delito.

Entre los incluídos en el segundo caso, deberíamos hacer otra clasificación: por una parte quienes optan por la confesión y el reconocimiento de su culpabilidad, ante quienes el juicio debería ser por demás expeditivo, vista la falta de muchos motivos de discusión, y por otra parte quienes alegan inocencia en los hechos imputados.

En este último caso, que es el que más me interesa, en donde la Justicia puede arrasar con una vida y un futuro, la prisión preventiva únicamente debería ser admisible a la luz de pruebas tasadas, con toda la rigidez que ello implica.

Como observación, cabe agregar que hoy estamos en el siglo XXI, donde la técnica ha superado límites insospechados, y existen medios científicos capaces de establecer con total y absoluta certeza casi cualquier cosa que realmente haya sucedido.

No es entonces ni aventurado ni fuera de lugar exigir las pruebas tasadas.

Si ellas no existieran, el juicio podría continuar con el imputado en libertad, y su culpabilidad debería ser dictada no por un único juzgador, propenso a ser o estar influenciado por diversos factores, sino por un jurado de ciudadanos, totalmente ajenos al sistema de justicia, que resuelvan al amparo de lo que la moral y sus conciencias les indiquen como justo o verdadero.

Muy cerca de nuestro país, en la República Federativa de Brasil, la legislación tiene previstas gran parte de estas sugerencias.

Rige el acompañamiento del proceso en libertad mientras no se expide una resolución de culpabilidad que dará posteriormente, ahora ya sí en prisión, lugar a la sentencia que se aplicará.

Insólitamente, en un país donde las condiciones de autoritarismo y excesos a todos los niveles han sido terribles si comparamos con nuestro Uruguay, encontramos una legislación mucho más centrada, más justa y decididamente mucho más ajustada al concepto de democracia del que tanto nos hemos ufanado siempre.

La graduación y ejecución de las penas

Llegamos ahora a uno de los puntos más difíciles de solucionar: el problema carcelario.

Nuestras cárceles, desde hace ya bastante tiempo, han sufrido las más tremendas críticas por parte de todas las organizaciones sociales y de derechos humanos del mundo.

Los relatores de la OEA y de la ONU que nos han visitado han salido horrorizados luego de ver y pulsar las condiciones en que viven, o tal vez sería mejor decir sobreviven, los reclusos en el Uruguay, que al día de hoy alcanzan la cifra escalofriante de unos 9.400. Comparando con los datos del último censo de población practicado este mismo año, tendremos que un 3 por mil de la población total está recluída. Si consideramos el porcentaje en relación a la población de entre 18 y 70 años, considerando esas cotas como los límites impuestos por la ley para la sanción de reclusión, a pesar de que la cota superior no es respetada, tendremos que entre un cuatro y medio a un cinco por mil de la población está recluída.

Vamos a la cabeza del mundo en personas presas por habitantes.

¿Es el Uruguay una tierra generadora de delincuentes? ¿O será más bien que contamos con el más desarrollado sistema del mundo para fabricar delincuentes?

Un sistema social injusto, metódicamente sostenido por todos los sistemas de gobierno amparados en las más diversas razones o circunstancias, donde la estigmatización y la marginalización son la moneda corriente, crean las condiciones ideales para el sostenido crecimiento de la violencia y el delito en general.

A ello acompañamos con las falencias ya anotadas extensamente más arriba sobre todo el sistema de Justicia y con la corrupción desarrollada en todos los niveles, y en especial dentro de la fuerza policial.

Partes: 1, 2
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