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El trasfondo religioso de -La inquilina de Wildfell Hall-, de Anne Brontë

Enviado por Enrique Castaños


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    El trasfondo religioso de La inquilina de Wildfell Hall, de Anne Brontë

    La segunda y última novela de Anne Brontë, La inquilina de Wildfell Hall, fue publicada por primera vez por el editor Thomas Cautley Newby, en Londres, a finales del mes de junio de 1848, con el título The Tenant of Wildfell Hall. La autora murió en mayo del año siguiente, cuando contaba veintinueve años. Un buen resumen de los pormenores biográficos de la escritora inglesa, la más pequeña de las hermanas Brontë, es el que escribió María José Coperías para la edición de Cátedra de Agnes Grey, la primera novela de la autora[1]publicada originalmente por el mencionado editor en diciembre de 1847, al lado de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights) de su hermana Emily, edición conjunta que no benefició precisamente a la novela de Anne. Como la intención de estas líneas es centrarse en determinados aspectos de La inquilina de Wildfell Hall [2]sólo aclararemos aquellas cuestiones que resulten esenciales para entender el pensamiento de la autora en esta novela, aunque es conveniente saber que, en muchos sentidos, las siete novelas escritas por las tres hermanas Brontë, así como sus maravillosos poemas, tienen numerosos puntos en común, y, en el fondo, resultan casi inextricables, pues están ligadas por una educación similar, una convivencia común muy intensa y por decisivas experiencias vitales compartidas, aun reconociendo lo distintos que eran sus respectivos caracteres individuales. En términos muy generales, puesto que no es propósito de este breve ensayo profundizar en estas razones, la mayor de las tres hermanas escritoras, Charlotte, nacida en 1816 (hubo otras dos hermanas, Elizabeth y María, que murieron en 1824, sin llegar a la adolescencia), era una mujer en cierto modo muy severa, muy celosa de los contenidos de las obras de sus otras dos hermanas, hasta el punto, por ejemplo, de destruir cartas, poemas y documentos de ambas, casi con toda seguridad capitales para reconstruir sus itinerarios espirituales, e incluso llegaría a oponerse siempre mientras vivió a que La inquilina fuese reeditada, quizás por creer que el vibrante realismo de algunos diálogos y escenas, así como la temática y el lenguaje empleado, no correspondían exactamente al temperamento y al carácter de Anne, o al menos al juicio que ella se había forjado de su hermana menor. Charlotte, aunque también murió joven, con treinta y nueve años en 1855, sobrevivió a Emily y a Anne, y fue la única que se casó, con un pastor anglicano, el reverendo Arthur Bell Nicholls, si bien su matrimonio duró muy poco tiempo. De las cuatro novelas que escribió, El profesor, Jane Eyre, Shirley y Villette, la primera no logró publicarla nunca en vida y la segunda fue un éxito inmenso desde el primer momento en Inglaterra y en los Estados Unidos, y todavía se lee con absoluta devoción en el ámbito anglosajón, entre otras razones por la extraordinaria habilidad de la autora en conseguir la simpatía del lector para con su heroína.

    Emily, la autora de Cumbres borrascosas, nacida en 1818 y fallecida por tuberculosis en diciembre de 1848, era sin duda una mujer indómita y rebelde, a la que gustaba dar paseos por los páramos sombríos y desolados de Yorkshire, estaba poseída, además de su incuestionable cristianismo, de difusas creencias panteístas, y tenía un carácter y una personalidad, como por otro lado ocurre con las tres hermanas, que en no pequeña medida se puede deducir con bastante exactitud de ésa su única novela, pues en las narraciones de las Brontë los rasgos autobiográficos son inusualmente explícitos. La tormentosa, salvaje, apasionada e incluso primitiva relación amorosa entre Catherine y Heathcliff, no tiene probablemente paralelo en la Historia de la Literatura universal, como muy bien señaló Bataille en su deslumbrante ensayo La literatura y el mal, en el que dedicó un penetrante capítulo a esta extraña y perturbadora novela, aparentemente inconcebible como producto literario en la hija de un clérigo[3]

    Anne, nacida el 17 de enero de 1820, murió, como hemos dicho, en 1849, en Scarborough, junto al mar que tanto amaba. Como señala María José Coperías, a diferencia de Emily, que rechazó cualquier cuidado médico en el transcurso de su enfermedad, Anne sí hizo todo lo posible por curarse de la temible tuberculosis que acabó con su querida hermana y que perseguía a su familia como una maldición bíblica, pues sus dos hermanas mayores, Elizabeth y María, también habían fallecido por la misma causa. De los rasgos biográficos de Anne, nos interesan aquí especialmente cuatro. En primer lugar, la educación moral y formación intelectual recibida de su padre, el reverendo Patrick Brontë, ya que su madre había muerto cuando Anne contaba dieciocho meses. Precisamente al morir sus dos hermanas mayores en un internado, Charlotte y Emily fueron sacadas inmediatamente de allí, enseñándoles su padre a sus cuatro hijos restantes, pues también estaba Branwell, un varón, una serie de materias, en especial aritmética, lengua, historia y geografía. Anne, más adelante, además de perfeccionar esas disciplinas, estudió también canto, música, latín, alemán y dibujo. Es decir, conocimientos muy adecuados para ser una buena y eficiente institutriz, que fue el principal trabajo que desarrolló fuera de su casa, sobre todo para dos acomodadas familias, ocupación cuyos avatares y dificultades revelan magistralmente los capítulos de Agnes Grey, cuya protagonista es, como no podía ser de otra manera, una institutriz, es decir, ella misma.

    No olvidemos que esta profesión gozaba de muy poca consideración social entre las clases elevadas de la Inglaterra victoriana, si bien en la segunda familia con la que estuvo, logró mantener una amistosa relación con dos de sus pupilas, a pesar de la altivez y prepotencia de los padres.

    Su determinación para ser institutriz y trabajar, a fin de no constituir una pesada carga para su familia, son verdaderamente admirables, y contradicen el estereotipo de debilidad de carácter que algunos críticos han querido ofrecernos de ella; muy al contrario, a pesar de su naturaleza enfermiza, aquella determinación denota una valentía, una fortaleza y unas convicciones morales tan profundas, que sorprenden tanto más en cuanto contrastan con la debilidad de su naturaleza física.

    Pero aquí entra en juego el segundo factor, que es la influencia, sin duda extraordinaria, que debió ejercer en ella su tía materna, Elizabeth Branwell, quien, sin ningún ardor, se hizo cargo desde 1824 del cuidado de sus cuatro sobrinos, los hijos del reverendo Patrick Brontë, quien había perdido en septiembre de 1821 a su esposa, María Branwell, enferma de cáncer. Este segundo factor es decisivo, pues Anne pronto se convirtió en la favorita de su tía, que era de religión metodista. Anne se convirtió en la predilecta de la hermana de su madre porque, además de estar casi siempre en cama como consecuencia de su asma, era una niña buena, la que más se parecía a su madre y a quien su tía quiso, con las mejores intenciones, en palabras de María José Coperías, «moldear a su imagen y semejanza», inculcándole los preceptos morales de su religión metodista.

    Aquí se hace necesario hacer algunas precisiones sobre esta confesión religiosa. Ernst Troeltsch, el gran sociólogo e historiador de las religiones alemán, en su clásico estudio El protestantismo y el mundo moderno (1911), no se detiene en esta creencia, pues sus intereses se centran en Lutero y en Calvino. Tampoco lo hace Max Weber en su aún más célebre ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1901), pues su estudio le lleva a dirigir su atención en el luteranismo, el calvinismo, el puritanismo y el pietismo, pero, sin embargo, al comienzo de la segunda parte, al hablar de los fundamentos religiosos del ascetismo laico, sí estima conveniente advertir someramente que el metodismo es un representante histórico del protestantismo ascético, añadiendo: «El metodismo nació hacia la mitad del siglo XVIII dentro de la Iglesia oficial anglicana y en la intención de sus fundadores no aspiraba a ser tanto una nueva Iglesia como una renovación del espíritu ascético dentro de la Iglesia antigua; sólo más tarde, y sobre todo al pasar a América, se separó de la Iglesia anglicana»[4]. Los grandes estudios sobre el metodismo no están traducidos al castellano[5]El que fuera Profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad de Manchester, el reverendo Benjamin Drewery (1918-2008), escribió un conciso pero excelente artículo sobre el Metodismo en el muy autorizado Diccionario de Religiones Comparadas dirigido por S. G. F. Brandon[6]en el que, además de la enjundiosa bibliografía reproducida en la nota 5, resume muy bien los principales objetivos de esa «forma de vida y culto cristianos» iniciados por los hermanos John y Charles Wesley, cuyos seguidores, al morir los fundadores, constituyeron una confesión religiosa distinta, separación ajena a las intenciones de los Wesley, pero inevitable para Drewery, debido «al peculiar desarrollo de las Sociedades por ellos creadas». Los Wesley se habían opuesto a que sus predicadores administraran los sacramentos, algo ya discutido por Thomas Coke en América al identificar el presbiterado con el episcopado. Según los Wesley, sus seguidores debían asistir por la mañana a la comunión en la iglesia parroquial y por la tarde al servicio evangélico (predicación). Como había numerosos seguidores de los Wesley que no tenían vínculos con la Iglesia de Inglaterra y como los clérigos de esta Iglesia se negaban crecientemente a administrar la comunión a los metodistas, el distanciamiento derivó en abierta ruptura en 1836, bastante después de fallecidos los Wesley a finales de la centuria anterior. En el siglo XIX se producirá no sólo este alejamiento decisivo del anglicanismo, sino el propio cisma dentro del metodismo. Para lo que aquí interesa, sólo recordar que los Wesley rechazaban la doctrina de la «doble predestinación» de Calvino, que organizaron a sus seguidores en grupos locales que se reunían semanalmente y que resultaba imprescindible para ser admitido «el sincero deseo de salvarse del pecado por la fe en Jesucristo y dar prueba de ello en la vida y en la conducta». Vida cristiana disciplinada y acción social eran muy relevantes. Los metodistas ingleses se preocuparon mucho de las cuestiones teológicas, mientras que las sociales prevalecieron entre los estadounidenses. También hubo entre los primeros metodistas una fuerte influencia del arminianismo. En el mencionado estudio de Troeltsch[7]se nos habla de esta corriente, en realidad, una reacción teológica iniciada por Jacobo Arminio (1560-1609) contra el determinismo estricto de los calvinistas. El arminianismo, que es de origen holandés, sostiene que la soberanía de Dios era compatible con el libre albedrío humano, y que Cristo murió por todos los hombres, no sólo por unos pocos elegidos. La heroína de la novela de Anne Brontë, en efecto, podría suscribir por entero aquellas palabras entrecomilladas del «deseo de salvarse del pecado por la fe en Cristo» y llevar una vida recta y ordenada, pero tampoco renuncia al libre albedrío, a la libertad individual que no admite sometimiento alguno y que se rige, ante todo, por la moral cristiana, evangélica, pero también por lo que le dicta la propia conciencia, que es inalienable.

    No podemos olvidar que esa ramificación característica de las Iglesias protestantes, y nos referimos aquí al cisma en el metodismo a la muerte de sus fundadores, tiene mucho que ver con la ausencia de jerarquía de estos movimientos religiosos y a la democracia interna de estos grupos, donde el debate y la discusión eran permanentes, algo que se halla en la entraña misma de las grandes democracias anglosajonas, pero de lo que carecen notablemente los partidos políticos actuales en el sur de Europa, desde Grecia hasta Italia, Francia, España y Portugal, como viese con agudeza difícil de superar el jurista, sociólogo y politólogo francés Maurice Duverger[8]

    Aquí podríamos hacer una rápida digresión sobre la pretendida relación de Anne Brontë, y también de su hermana Charlotte, con el desarrollo del espíritu capitalista, o al menos su supuesta impúdica aceptación de este sistema económico nacido en Florencia a finales del siglo XIII[9]Decimos esto porque ha habido investigadores que las han tildado, nada menos, especialmente a Charlotte, que de prosélitas del imperialismo liberal burgués de la era victoriana. En el estudio comparativo que lleva a cabo Nair María Anaya Ferreira, profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, entre la novela Jane Eyre y la sugerente novela Wide Sargasso Sea (publicada en 1966), de Jean Rhys[10]escritora nacida en la isla de Dominica, una república del mar Caribe perteneciente a la Mancomunidad Británica de Naciones, se hacen una serie de afirmaciones que carecen, en nuestra opinión, del necesario rigor crítico, por su tendenciosidad y forzadas deducciones, y que incluso parecen estar contaminadas de un feminismo radical de ideología marxista, pero también leninista, al menos del Lenin autor de El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916). El propósito de Jean Rhys es recuperar a esa mujer misteriosa, Bertha Mason, la esposa demente del Sr. Rochester, en cuya casa trabaja como institutriz y de quien se enamora Jane Eyre, que está encerrada en el ático de la casa, lo mejor atendida posible, dada su extrema y creciente agresividad incontrolada, y con quien se casó Edward Fairfax Rochester en la localidad de Spanish Town, al sudeste de Jamaica, muy cerca de Kingston[11]De ahí que en el preciso momento en que va a consumarse la unión matrimonial entre Rochester y Jane Eyre, surja del fondo de la iglesia una voz, la del abogado que representa al hermano de Bertha Mason, que dice que sí que hay un impedimento, ¡y menudo impedimento!, ya que Rochester está efectivamente casado legalmente desde hace varios años. Jean Rhys crea un contrapunto, al narrar la infancia y juventud de Bertha Mason, de Jane Eyre, demasiado antipática para la escritora de Dominica por su severa rectitud moral. Pero interesan aquí sobre todo las conclusiones de Anaya Ferreira. Admite que «si bien es cierto que la institutriz creada por Charlotte Brontë trasciende las limitaciones impuestas a su posición social, también es verdad que sólo lo logra apoyándose en esas mismas nociones sociales y culturales que se propone rebasar»[12]. De ahí la importancia que concede la mencionada profesora universitaria a la «conciencia de clase» de la heroína de Charlotte Brontë: «Esta conciencia de clase subyace [bajo] la trama de la novela y sale a la superficie en los momentos en que es necesario definir socialmente a la protagonista. Así como la niña Jane se sitúa en la pobreza y la rechaza, la joven institutriz no acepta tampoco los intereses, los contactos y las conveniencias de los aristócratas, si bien no se atreve a juzgar los principios y el comportamiento del señor Rochester y la señorita Ingram [Blanche Ingram, una joven de clase alta de quien se rumorea se siente atraído Rochester]»[13]. Como últimos ejemplos de este extenso artículo de Anaya Ferreira, sólo reproduzco estos comentarios acerca de la resuelta heroína de Charlotte Brontë: En ella «la conciencia de clase se transforma en una conciencia nacionalista» … «la educación y la religión son los ejes sobre los que gira el desarrollo de Jane Eyre, no sólo como personaje sino como símbolo, en última instancia, del imperialismo inglés» … «Jane se convierte en un modelo arquetípico de la mujer inglesa educada cuya misión es "civilizar" a los menos afortunados (lo que precisamente constituye, para algunos críticos, el elemento central del imperialismo)»[14].

    El problema de cierta crítica literaria es que, en vez de tratar de ser fiel a las verdaderas intenciones del escritor, en vez de atenerse lo más estrictamente posible a lo que dicen los personajes de las obras y, por supuesto después de analizar los valores formales, escudriñar los aspectos psicológicos y espirituales si los hubiere, como es en esta circunstancia el caso de manera sobrada, esa crítica, digo, lleva a cabo una suerte de hipóstasis, esto es, una suplantación, una mixtificación, que consiste en efectuar un análisis principalmente «ideológico» en el que encaje el concepto de ideología al que se adhiere el crítico, y que suele ser una ideología de índole marxista, o feminista-marxista, como ocurre en el ejemplo aducido. Hablamos de la «ideología», de la «superestructura» en la terminología de Marx, que no es más para él que una consecuencia de circunstancias materiales y económicas. Es decir, a este tipo de críticos —cuyo máximo ejemplo universal quizá sea el húngaro Georg Lukács, un hombre de una cultura inmensa y de un talento extraordinario, pero malogrados por ese prejuicio ideológico marxista-leninista con el que enjuició las grandes obras de la literatura, especialmente el periodo clásico de la novela burguesa desde Walter Scott hasta Thomas Mann, prejuicio que convierte desgraciadamente en inservibles, por espurios, sus eruditísimos análisis— no les parece interesar el alma, ni el espíritu, ni la psicología profunda de los personajes, ni los móviles de sus actos cuya raíz se encuentra en el sanctasanctórum de la conciencia, sino que lo que les interesa es intentar demostrar que son, por encima de todo, mejor aún, exclusivamente los exponentes de una clase social, de una «ideología», el resultado de unas circunstancias históricas, por supuesto esencialmente determinadas por causas económicas, y todo lo que hacen está, por tanto, en última instancia, explicado por la clase, la ideología y la base material de existencia. En definitiva, estos críticos no ven a la persona, al individuo, a ese hombre de carne y hueso que reivindica Unamuno en la primera página de su inmortal Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, sino que ven, por el contrario, sólo a la sociedad, a la colectividad, a la clase social, y estos son para ellos el verdadero sujeto de la Historia, como afirmase Carlos Marx en el Manifiesto Comunista y repitieran después sus seguidores más conspicuos, empezando por el artífice de la Revolución bolchevique, que fue en estos asuntos aún más radical y extremista que su mentor de Tréveris.

    A estos críticos les cuesta sobremanera entender que a estos autores, a las hermanas Brontë, o a Tolstoi o a Dostoyevski, por citar sólo algunos, les preocupa ante todo la condición humana individual, el corazón humano, con sus grandezas y con sus miserias, y que en sus obras hacen desfilar de manera muy intensa situaciones, esta vez, sí, humanas, que conmueven al lector, hasta hacer que le broten las lágrimas. Es decir que les preocupa indagar en el afán de superación, en el aprendizaje del espíritu, en el sentimiento de la maldad, de la bondad o en el deseo infinito de ser libres, y para eso tales encarnaciones literarias individuales tienen que decidir por sí mismas en el momento decisivo y llevar a cabo una elección de tipo moral. Por eso, las deducciones de Anaya Ferreira, traída aquí en esta ocasión, pero que podría haber sido perfectamente otro crítico, son, a nuestro entender, demasiado forzadas, demasiado artificiales, demasiado hipostasiadas. Puede ser, y resulta curioso que se da invariablemente en el caso de los novelistas que acabo de mencionar, que el crítico rechace las profundas convicciones religiosas de los mismos, sus recios principios morales, que en lo que se refiere a las hermanas Brontë eran, desde luego, diques infranqueables. ¿Es que se le pretende negar a estas escritoras su libertad de elección propia en lo que se refiere a la temática de sus novelas y poemas, y se las quiere convertir, en el mejor de los casos, en «inconscientes» heraldos del nacionalismo y del imperialismo británicos? ¡Dios mío, qué ceguera intelectual la de esos críticos! Además, el mencionado economista alemán Werner Sombart, que mantuvo importantes puntos de diferencia con Max Weber en lo referente a la influencia del catolicismo en el desarrollo del espíritu capitalista, señalaba en el aludido libro que no siempre se movió el capitalismo por un afán de lucro desmesurado y por la pura codicia, sino que hubo un capitalismo durante siglos que estuvo frenado poderosamente en sus apetitos por principios morales, católicos primero, y protestantes después; es más, que incluso, frente al estereotipo que nos ofrecen algunos historiadores, hubo confesiones protestantes que se opusieron vivamente al espíritu del capitalismo, y que si éste salió en buena medida adelante fue debido a la racionalización ascética de la existencia practicada por esos grupos religiosos. Lo de los principios católicos merece ser subrayado, porque casi siempre se tiene la idea simplista de que el capitalismo se desarrolló gracias al calvinismo, el pietismo y otras confesiones protestantes, y si bien esto es en muy buena medida cierto, también lo es que el capitalismo, como ya hemos señalado, nació indiscutiblemente en Florencia, y que hombres como Santo Tomás de Aquino, o San Antonino de Florencia, arzobispo de la ciudad del Arno en el siglo XV, o el franciscano San Bernardino de Siena, muerto en 1444, o, sobre todo, Leo Battista Alberti, conocido principalmente como arquitecto y tratadista, pero que en sus Libri della Famiglia canta las alabanzas de la sancta masserizia (la santa economicidad, la economía doméstica), hicieron también mucho por el desarrollo de ese espíritu en sus escritos relacionados con la economía y la teoría del valor, un espíritu capitalista imbuido de preceptos morales y no carcomido aún por la codicia, la avaricia o el afán desmedido de acumulación de riquezas[15]Estas últimas características empezaron a abrirse camino desde finales del siglo XVIII, y desde luego podemos asegurar que no prendieron en el ánimo ni en el alma de las hermanas Brontë. Por supuesto que eran partidarias de la propiedad privada y del sistema económico de libre mercado, pero con unos límites, sin perder nunca de vista al ser humano y sus necesidades, esto es, sin renunciar a esa ya perdida humanización del capitalismo, que, aunque no se lo crean esos críticos, ha existido y todavía pervive entre algunos empresarios occidentales.

    Pero no quiero extenderme aquí más sobre un tema tan complejo y problemático. Sólo añadiré que sí que hay acercamientos de otra muy distinta naturaleza a este tipo de novelas, como la que efectúa Paz Kindelán en la introducción de la edición de Cátedra de Cumbres borrascosas[16]donde sí logra aproximarse bastante a las verdaderas intenciones de la autora, a su indómito sentido de la libertad, a su concepción apasionada del amor y a su panteísmo filosófico, un término que, sin embargo, hay que emplear con suma cautela al hablar de una escritora educada en una estricta religión anglicana.

    En tercer término, la relación con sus hermanas, sobre todo con Emily. El acercamiento de Anne a Emily se produjo cuando Charlotte fue enviada con quince años a Roe Head, un internado. Es entonces cuando la ágil y fecunda imaginación de Anne y de Emily inventa un mundo increíble de fantasía, el de los reinos de Gondal y de Gaaldine, cuyos personajes aparecen en numerosas ocasiones en los poemas posteriores de ambas hermanas. En ese mismo colegio de Roe Head, adonde vuelve Charlotte como profesora en 1835, es internada Anne un año antes de lo previsto por su edad, ya que Emily no ha podido resistir la disciplina del internado aun en compañía de Charlotte, y allí sufrirá Anne una fuerte crisis emocional y física, aunque, como indica María José Coperías, la resistió con admirable valentía y entereza.

    En cuarto lugar, su sincero cristianismo, ajeno a cualquier tipo de fariseísmo. Sus acendradas creencias religiosas convierten a Anne probablemente en la más destacada escritora en el seno de la fe cristiana del siglo XIX, no sólo en Inglaterra, sino en toda Europa.

    La síntesis argumental y temporal de la novela es, de manera abreviada, la siguiente. Todo el relato está escrito en primera persona por Gilbert Markham, quien le escribe a su cuñado Halford, marido de su hermana Rose, veinte años después de conocer a Helen, la protagonista absoluta de la novela, y, por tanto, veinte años después de dar comienzo los acontecimientos, a fin de explicarle pormenorizadamente su intensa experiencia vital. Con el propósito de esclarecer esos acontecimientos, Gilbert se retrotrae al jueves anterior al último domingo de octubre de 1827. El relato lo empieza a escribir en 1847, poniendo fin al mismo el 10 de junio de ese año. Gilbert, un campesino relativamente acomodado que se esfuerza en su trabajo, es hijo de la señora Markham, viuda, y sus hermanos son Rose y Fergus. Los cuatro miembros de la familia viven en Linder Car, una casa rodeada de un amplio terreno que en el imaginario de Anne Brontë debía estar situada en los páramos de Yorkshire. Especialmente a Gilbert le causa una viva impresión la llegada a la mansión abandonada de Wildfell Hall, a unos tres kilómetros de Linder Car, en la cima de una colina, de una extraña inquilina, Helen, que está acompañada de su pequeño hijo Arthur y de su criada Rachel. Entre los dos se establece al poco tiempo una respetuosa y cordial relación, que irá convirtiéndose de manera creciente en admiración y fascinación por parte de Gilbert, quien adivina paulatinamente que esa enigmática y hermosa mujer esconde tras de sí un indescifrable misterio. La atracción hacia la nueva vecina se ve acentuada, además, por la mediocridad espiritual de las jóvenes que rodean a Gilbert, en especial Eliza Millward, que coquetea con él de modo presuntuoso como corresponde a una persona que ante todo sólo está prendada de sí misma. Eliza es hija del reverendo Michael Millward, y tiene una hermana que se llama Mary. También están los Wilson, ricos hacendados, encabezados por la señora Wilson, viuda de un terrateniente, y sus hijos, Jane, Robert y Richard. Otro personaje fundamental es Frederick Lawrence, amigo de Gilbert, pero que, cuando en éste se despierta el sentimiento amoroso hacia Helen, malinterpreta la sigilosa y discreta actuación de Frederick para con Helen, malentendido que sólo se desvanecerá cuando Gilbert conozca la realidad de la historia de la misteriosa inquilina de la sombría y destartalada mansión de la colina. Cuando la relación de amistad entre Gilbert y Helen ha llegado a su punto álgido, cuando Gilbert, que es un hombre tímido y reservado, pero de ardiente corazón capaz de amar plenamente y de nobles sentimientos, cree tener alguna esperanza en su relación con Helen, a la que visita con frecuencia y de cuyo hijo, Arthur, se ha hecho muy amigo, la enigmática inquilina aparentemente lo defrauda, pues Gilbert piensa que mantiene una relación íntima secreta con Frederick. Ante las palabras de desolación y de cierto reproche de Gilbert a Helen al final del capítulo XV por lo ocurrido, que, como hemos dicho, no es más que un malentendido, Helen se limita, en un rasgo muy propio de su carácter, a entregarle un Diario que ella ha estado escribiendo hasta entonces, para que lo lea y conozca la realidad del halo de misterio que la rodea, agrandado por las habladurías del lugar, algunas de cuyas vecinas, sobre todo Eliza Millward, critican con maledicencia a la inquilina, considerándola una mujer de moral dudosa o incluso depravada. El único que siempre ha confiado enteramente en ella es Gilbert, que bajo ningún concepto permite que en su presencia se pronuncien chismorreos y críticas malintencionadas e infundadas sobre Helen. Pero aquel comportamiento de Helen con Frederick, que Gilbert no acierta a entender, le lleva por primera vez a dudar de su sinceridad, y como Helen lo estima de verdad, y quizá sienta ya por él algo más que estima y amistad, le confía su Diario, convencida de la nobleza de intenciones y ausencia de doblez de Gilbert para con ella.

    El Diario de Helen, que está escrito en primera persona, ocupa íntegramente, sin interrupción alguna, desde el inicio del capítulo XVI hasta el final del capítulo XLIV de la novela, que consta en total de 53 capítulos. El Diario comienza el 1 de junio de 1821, cuando ella tiene dieciocho años, y se interrumpe bruscamente el 3 de noviembre de 1827, muy pocos días después de conocer Helen a Gilbert Markham. En este Diario, que Gilbert lee ávidamente y en un estado de ánimo de creciente admiración e incluso veneración por su autora, da cuenta muy detallada Helen de sus experiencias vitales durante esos años y de las circunstancias que la han llevado a alojarse en Wildfell Hall. Nos enteramos que Helen, cuyo apellido de soltera es Graham, vive en compañía de sus tíos, el Sr. Maxwell y su esposa Peggy Maxwell, dos excelentes personas, que hacen admirablemente la labor de tutores y consejeros de Helen, educándola en unos consistentes principios morales que no excluyen, a pesar de la aparente severidad de su tía, que en realidad esconde un tierno amor hacia ella y un inquebrantable deseo de protección ante el peligro y las maldades que se esconden entre los hombres, que no excluyen, decimos, la enseñanza de la inalienable libertad de decisión propia y de la autonomía personal, evitando que se deje llevar por la irreflexión, la improvisación y el atolondramiento. Al contrario, potencian en ella el análisis sereno de las situaciones, la observación atenta del carácter y de las inclinaciones espirituales de las personas y actuar siempre según los principios que dicta nuestra conciencia más escondida, en correspondencia con las enseñanzas de Jesús, que nunca pueden ser perjudiciales. Por supuesto que toda esta educación encuentra su verdadero fundamento en la ética cristiana evangélica, esto es, no tanto, como suele resultar más común en los Estados Unidos y en algunas confesiones protestantes, en la lectura atenta del Antiguo Testamento, que también, como, sobre todo, en la lectura y enseñanza del Nuevo, en especial de los Evangelios y del mensaje del Nazareno. De ahí la actitud de servicio desinteresado, la abnegación y la capacidad para el sacrificio de que dará muestra Helen en su dramática y atormentada experiencia personal, así como su ilimitada capacidad para perdonar. Estas actitudes morales inquebrantables en Helen sólo podían provenir del mensaje de Cristo.

    La primera prueba que se le presenta a Helen es la decisión que debe adoptar ante las pretensiones matrimoniales del Sr. Boarham, amigo del Sr. Maxwell y terriblemente aburrido y vulgar, aunque adinerado. Por diversas razones, sus tíos ven, sin embargo, este partido conveniente para Helen, pero como ella ha aprendido muy bien la independencia de criterio que le han enseñado, especialmente su tía, se muestra inflexible, y, con toda la cortesía del mundo, rechaza la proposición del ya impertinente Sr. Boarham, con la consiguiente perplejidad de éste. La firmeza de Helen es manifiesta cuando le espeta al ansioso pretendiente que «en un asunto tan importante como éste [el matrimonio], me tomo la libertad de juzgar por mí misma, y ninguna opinión puede alterar mis inclinaciones… » (cap. XVI). Es muy importante tener en cuenta la fecha en que escribe su novela Anne Brontë, en plena época de triunfante moral victoriana, cuando la conveniencia material solía imponerse en los acuerdos matrimoniales, cuando muchas veces la moral era inequívocamente hipócrita, y, sobre todo, cuando una joven muchacha que pertenecía a una clase social elevada, como era el caso de Helen, no podía prácticamente decidir por sí misma en asuntos tan «trascendentales». Este será el primer ejemplo, pero a lo largo de toda la novela Anne Brontë se opondrá con todas sus fuerzas a esa moral hipócrita y a esas convenciones y prácticas sociales de sumisión de la mujer. A los tíos de Helen no les hizo este rechazo matrimonial por parte de su sobrina ninguna gracia, pero la querían y respetaban tanto que terminaron aceptándolo sin más reproches. Otro pretendiente fracasado será también el Sr. Wilmot, asimismo amigo del tío de Helen.

    No ocurre lo mismo con el joven y apuesto Arthur Huntingdon, por quien desde el primer momento se siente atraída Helen después de haberlo conocido en un baile en casa del Sr. Wilmot. En ese baile conoce también a Annabella Wilmot, sobrina del Sr. Wilmot y rica heredera, y a Milicent Hargrave, prima de Annabella y que se hará muy pronto amiga y confidente de Helen. Pero en este caso de su sugestión por Arthur, sin embargo, su tía sí pone algunos reparos, aconsejándole que no se precipite, aunque ella argumenta que es muy buena «fisonomista» (cap. XVI) y que está convencida de no haberse equivocado en su elección. Su tía le advierte reiteradamente que Arthur es un calavera, que se rumorea fundadamente que mantiene relaciones con una mujer casada, pero Helen lo niega todo y se aferra a la sincera atracción que siente hacia él y a su puro amor. Hasta Rachel, la fiel criada, le dice al respecto a su querida señorita, mientras le ayuda a vestirse: «Creo que una dama nunca es demasiado cuidadosa al elegir marido» (cap. XXII). Incluso admitiendo que tales pecados fuesen ciertos, cosa que ella no cree, Helen le dice a su tía en una conversación sobre tan delicado asunto: «… pero si bien odio los pecados, amo al pecador, haría mucho por su salvación…» (cap. XVII). Esta frase es completamente evangélica y nos recuerda inmediatamente la actitud de Jesús con María Magdalena, con la mujer adúltera (Jn 8, 2-11) o con aquella otra mujer pecadora pública que le unge los pies con perfume y se los besa en la casa del fariseo, perdonándole Jesús sus pecados (Lc 7, 36-50). Con posterioridad, en 1879, ese mismo sentimiento de amar al pecador, lo pondrá Dostoyevski en boca de una de sus creaciones más beatíficas y santas, el stárets Zósima (un stárets es un consejero y maestro de un monasterio de religión ortodoxa griega) de Los hermanos Karamazov, cuando enseñaba que se debía «amar al hombre hasta en su pecado», palabras que nos recuerda oportunamente Helen Iswolsky en su sobrecogedora síntesis de la historia de Rusia[17]

    El enamoramiento de la heroína se intensifica con motivo de la estancia de varios días, desde el 19 al 24 de septiembre de 1821, de Arthur y de algunos de sus amigos en la casa de los tíos de Helen, invitados por el Sr. Maxwell para una cacería. Allí se darán cita, entre otros, Arthur, Annabella, Milicent, el Sr. Boarham y Lord Lowborough, muy amigo de Arthur. La Sra. Maxwell descubre casualmente a Arthur colmando de besos a Helen en una habitación, circunstancia que le sorprende sobremanera, y fuerza una breve conversación privada entre la severa y prudente tutora y el fogoso amante, en la que éste llega incluso a afirmar que sacrificaría su cuerpo y su alma por su amada, enfáticas palabras de las que recela con instintiva convicción la Sra. Maxwell, diálogo que será seguido de un rápido pero sincero intercambio de palabras a solas entre tía y sobrina.

    Al día siguiente de este incidente, Arthur redobla sus acometidas con Helen, que ni mucho menos son falsas, pues es cierto que se siente fascinado por la hermosa joven, que finalmente vence cualquier escrúpulo y resistencia, quedando rendida ante él. Su tía lleva a cabo un postrer intento de evitar un desenlace que intuye fatal para su sobrina, diciéndole, cuando ésta le confiesa que el único y peor vicio de Arthur es la irreflexión, que «la irreflexión puede conducir a actos criminales, y no será más que una pobre excusa a los ojos de Dios» (cap. XX). A los argumentos de su tía, Helen responde con una batería de diversas citas de las Sagradas Escrituras que dejan más que sorprendida a la Sra. Maxwell, quien ignoraba el profundo conocimiento de Helen de la Biblia. Finalmente, se fija la fecha de la boda para el día de Navidad.

    En la extensa anotación del Diario con fecha de 18 de febrero de 1822, Helen hace balance de las primeras semanas de matrimonio, incluido el viaje de novios por Francia y por Italia, donde apenas se han detenido a ver monumentos y obras de arte, que para nada interesan al Sr. Huntingdon. Tampoco le atraen en absoluto los libros, algo que comienza a dificultar la relación cotidiana de Helen con su marido, pues ella es una gran e inteligente lectora, y le gustaría mucho poder intercambiar esas experiencias y sensaciones íntimas que proporcionan los buenos libros con su querido esposo. Pero muy pronto se da cuenta que eso es sencillamente imposible.

    En relación directa a esta cuestión, anota Helen el 25 de marzo: «Hago todo lo que puedo para entretenerle, pero es imposible hacer que se interese por aquello de lo que más me gusta hablar…» (cap. XXIV). Del mencionado 18 de febrero, hay otro apunte muy singular: «Está muy enamorado de mí… casi demasiado. Me conformaría con menos caricias y más racionalidad» (cap. XXIII). Helen, que, a pesar de su juventud, es una persona emocionalmente muy adulta y equilibrada, no quiere ser un «animalito mimado» (cap. XXIII). Cuando su marido le reprocha sus rezos, que en ningún momento han mostrado la más mínima señal de beatería, sino de íntima y directa comunicación con Dios, de estímulo ante las adversidades de la vida, Helen le responde que, sin embargo, a ella sí que le gustaría verlo absorto en sus rezos sin tener una mirada para ella, «porque cuanto más amaras a tu Dios, más profundo, puro y verdadero sería tu amor por mí» (cap. XXIII). Estas insólitas y anticonvencionales palabras, prácticamente imposibles de encontrar en la literatura de la época, brotan de lo más hondo del sentimiento religioso de Anne Brontë, que está convencida, como auténtica cristiana, que el mejor camino para llegar al corazón del hombre es a través de Dios. De nuevo la evocación de algunas frases de Jesús en el Evangelio, es aquí evidente.

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