Descargar

El trasfondo religioso de -La inquilina de Wildfell Hall-, de Anne Brontë (página 2)

Enviado por Enrique Castaños


Partes: 1, 2

En el marco de esa misma conversación, cuando Arthur le responde riéndose que él no está hecho para ser un santo, Helen aduce de nuevo argumentos extraídos de las parábolas de Jesús, por ejemplo de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). Así se explica que le conteste apaciblemente a Arthur, quien, en realidad, no comprende nada de ese extraño lenguaje de su esposa: «A quien le es dado poco, le será pedido poco, pero a todos se nos pide el mayor esfuerzo de que seamos capaces […] pero todos nuestros talentos aumentan con el uso, y todas las facultades, tanto buenas como malas, se fortalecen con el ejercicio […] Nunca esperaría que te convirtieras en un beato, pero es perfectamente posible ser un buen cristiano sin dejar de ser un hombre feliz y alegre» (cap. XXIII). El natural alegre de Helen, la infancia feliz que ha vivido, la autoestima que ha sabido despertar en ella su tía, su amor por todas las criaturas de Dios, le orientan a una concepción de la ética cristiana en la que, naturalmente, sin renunciar al esfuerzo, el autodominio, la disciplina y el control de los instintos y de las pasiones desordenadas, hay un claro rechazo a que la persona viva como una amargada, en constante disputa con el mundo y con los hombres; muy al contrario, el cristiano debe ser una persona feliz y estar alegre, puesto que se le ha dado conocer la buena nueva. El Cristo evangélico no quiere hombres sombríos y taciturnos, reprimidos y resentidos (como fue, sin duda, el eximio teólogo Juan Calvino, quintaesencia del fanatismo religioso en la Europa moderna[18]sino alegres, nobles, limpios de corazón, inocentes y felices. Lo que ni mucho menos significa que esa inocencia y esa felicidad haya que interpretarlas como ingenuidad estúpida, como la renuncia a la responsabilidad de la propia libertad que tan siniestramente desea el nonagenario interlocutor de La leyenda del gran inquisidor de Dostoyevski, sino como puro candor (como ese candor sencillo y sublime de Inger en la película Ordet, de Carl Theodor Dreyer), como «pobreza de espíritu», al modo como después quedaría encarnada en el personaje más «pobre de espíritu» y más auténticamente evangélico de toda la literatura mundial, el príncipe Mischkin de la novela El idiota del mismo escritor ruso, cuya pureza de alma era tan infinita —no tan grande, sino tan infinita— que semeja ser un alter Christus, al modo de San Francisco de Asís, quizás el único «otro Cristo» que haya existido en la vida real de la humanidad. Helen ansía que su marido esté contento, viva feliz y alegre, pero para que eso sea factible tiene que lograr encontrarse a sí mismo, y esto es algo que ni puede él solo hacer ni tampoco —bien sea por orgullo, por soberbia o por cualquier otra razón— permite que los demás le ayuden a conseguir, empezando por su solícita, desinteresada y, especialmente dotada para ello, esposa.

Casi todos los críticos y estudiosos coinciden en que Anne Brontë se inspiró, para elaborar el personaje de Arthur Huntingdon, en su propio hermano Branwell Brontë[19]un joven que fracasó en todos sus intentos profesionales, aficionado a la pintura, y que, después de haber encontrado empleo como preceptor, se enamoró de la señora de la casa, acabando por ser despedido, cuando aquélla decidió no traspasar determinados límites. A partir de ahí, la vida psicológica y física de Branwell Brontë empeora, se da a la bebida, fuma opio y lleva una vida disipada que le conducirá muy joven a la muerte a finales de septiembre de 1848.

Helen es una mujer culta, muy sensible hacia las maravillas de la naturaleza y del arte, pero al mismo tiempo incapaz de mentir, lo cual es para ella un gravísimo pecado, y de una profunda e indestructible confianza en Dios, sin el que la vida no tendría sentido. No podemos olvidar que Anne Brontë publica su novela nada menos que en julio de 1848, es decir cuando una oleada revolucionaria no vista anteriormente recorre de un extremo al otro Europa, en muchos casos con el decidido propósito de liberar a los campesinos y a los trabajadores de las durísimas condiciones materiales que impone la industrialización y el capitalismo deshumanizado, aunque prácticamente todas esas revoluciones terminarán en fracaso. Junto a esas nobles aspiraciones, también se extiende por Europa el ateísmo, que redoblará su envite después de un breve interregno durante la época dorada del Prerromanticismo y del Romanticismo, sobre todo alemán (pensemos, por ejemplo, y sin ser exhaustivos, en Wilhelm Heinrich Wackenroder, en Ludwig Tieck, en Novalis, en Carlos Guillermo Federico Schlegel o en Annette von Droste-Hülshoff). El ateísmo tiene sus principales antecedentes en las ideas de los materialistas mecanicistas franceses del siglo XVIII, aunque recibirá un empuje decisivo con el cienticifismo, esto es, la fe ilimitada en la ciencia como sustitutivo de la religión revelada y del misterio de la Encarnación, fe ilimitada que muy pronto dará sus frutos en el Positivismo de Augusto Comte, quien sustituye, en efecto, la religión por la ciencia, convirtiéndola en Ciencia con mayúsculas, esto es, en la verdadera y única Religión del hombre, una Ciencia que también tendrá su Iglesia y sus oficiantes, de la que él será su sumo sacerdote. Contra este espíritu creciente de fe ilimitada en el progreso científico, que tanto descuida el progreso moral, se rebela Anne Brontë, lo que ni mucho menos significa que rechace la ciencia y los adelantos de la técnica, sino que la ciencia positiva y la investigación empírica pueden ser perfectamente conciliables con la fe en la verdad revelada. En esto, Anne Brontë, a pesar de ser inglesa y protestante, es tomista, es decir, ve con simpatía los intentos de Santo Tomás de Aquino de conciliar la Teología y la Filosofía, la fe y la razón. Un mundo que excluye a Dios, como desde al menos 1864-1866 comprenderá de modo insuperable en toda la literatura universal de cualquier época el gran novelista ruso Dostoyevski, es un mundo que termina destruyendo la dignidad y libertad del hombre, más aún, un mundo que aniquila al hombre y lo transmuta en un mero instrumento al servicio del Estado y de la consecución de fines estatales[20]

A partir de mayo comienzan las ausencias y los viajes, cada vez más frecuentes, prolongados e injustificados. Se manifiesta, asimismo, cada vez más, en la convivencia cotidiana la inconsistencia moral de Arthur, su inmadurez, sus caprichos de niño consentido y mimado, sus desaires y falta de respeto hacia su mujer, su ociosidad contumaz o sus quehaceres vulgares. Tres semanas antes del 23 de septiembre llega un grupo de amigos de Arthur, a los que invita a pasar una temporada en su casa, estancia que se prolonga más allá del 4 de octubre. Anne Brontë hace una aguda descripción psicológica, en ese capítulo y en los siguientes, de esta galería de personajes con los que se relaciona Arthur, en buena medida para saciar su vacío existencial, personajes cuyos caracteres y maneras de ser van desde la sumisión y la resignación hasta la más desordenada y amoral depravación de la conducta. Describamos someramente a los principales de ellos, siguiendo de modo conciso sus itinerarios vitales. En primer lugar, la ya mencionada Annabella Wilmot, una mujer hermosa, culta, dotada para la música, inteligente, pero terriblemente superficial, vanidosa, engreída y fatua, que coquetea descaradamente con hombres casados, como con el propio Arthur Huntingdon, provocando situaciones de penosa humillación para Helen, quien trata de salir airosa lo mejor que puede de tan comprometidas y bochornosas situaciones. Aunque a quien tiene verdaderamente desesperado Annabella es a su marido, Lord Lowborough, amigo de Arthur, del que se irá distanciando cuando vaya descubriendo poco a poco su verdadero comportamiento, mucho peor que cuando eran jóvenes condiscípulos; pero, sobre todo, sufre indeciblemente al convencerse de que su mujer, Annabella, de la que está sinceramente enamorado, no sólo no le ama, sino que incluso le desprecia. En el transcurso de la novela terminamos enterándonos que Lord Lowborough, un hombre de corazón noble y de espíritu hogareño, cuando ve con sus propios ojos la infidelidad de su esposa, acaba separándose de ella y encontrando por fortuna la felicidad con otra mujer.

También hemos mencionado a Milicent Hargrave, prima de Annabella Wilmot, una muchacha encantadora, que se hace pronto cómplice en la comprensión de los infortunios de Helen, pues su propio marido, Ralph Hattersley, amigo de correrías de Arthur, es un depravado, con un comportamiento instintivo y animal, pero que, también por suerte, acabará reformándose por completo y volviendo al regazo de su sufriente esposa. La hija de Ralph y de Milicent se llamará Helen por expreso deseo de su madre, en honor a su querida amiga.

Quien sí que no tendrá posibilidad alguna de regeneración, lo mismo que Arthur, es Grimsby, otro de sus amigos, quizás el más depravado de todos ellos.

Cuando Helen corrobora, mediante una sencilla estratagema, que Arthur le es infiel con Annabella, y se produce entre los esposos un creciente e irreversible distanciamiento, tiene lugar un hecho penoso para Helen, y es que el hermano de Milicent, Walter Hargrave, pretende conquistarla, de manera poco limpia y farisaica, independientemente de que se sienta atraído por ella, una atracción que parece ser más bien sensual, pero la perspicaz Helen lo advierte de inmediato, y, además de rechazarlo varias veces, la última con una resolución y firmeza encomiables, se incubará en su alma una profunda aversión hacia él, hacia Walter, pues siente íntimamente que no ha sido leal y se ha aprovechado de un momento de crisis en su matrimonio. Este acoso persistente y semiclandestino, lo sabe resolver Helen con discreción e inteligencia; por ejemplo, con el silencio, no respondiendo a las insinuaciones y mediante el autocontrol. Por eso, en uno de esos últimos intentos del oblicuo Hargrave, en que Helen le responde con afilada sequedad, ella misma piensa luego para sí: «¡Qué buena cosa es ser capaz de dominar el propio temperamento» (cap. XXXV). Pero en Helen no tiene cabida el resentimiento. Por eso, ese mismo día, cuando Walter aprovecha una oportunidad para disculpar su injustificable comportamiento, ella le responde evangélicamente: «Váyase, pues, y no vuelva a pecar». Como él insistiera en solicitar su perdón y en que olvide su «precipitada arrogancia», Helen le dice con frialdad: «El olvido es algo que no se compra con un deseo». Finalmente, ante la nueva insistencia de Walter de obtener su perdón (sin duda para lavar su mezquina conciencia), y que en prueba de ello le dé la mano, Helen da por zanjado el breve encuentro buscado por Walter, respondiéndole otra vez a la manera evangélica: «Sí… aquí la tiene [la mano], y mi perdón con ella; pero… no vuelva a pecar» (cap. XXXV; la cursiva es del texto novelístico).

Anteriormente, cuando Walter quiere presentarse ante ella como un amigo, le expresa Helen: «A la verdadera amistad debe preceder un conocimiento íntimo; le conozco a usted poco, señor Hargrave, y sólo de oídas» (cap. XXIX). Mucho más adelante en el tiempo, un eminente discípulo heterodoxo de Sigmund Freud, el psicoanalista alemán de familia judía Erich Fromm, escribirá en su hermoso libro El arte de amar (1956), que amar supone conocer a la persona amada, que no se puede amar en abstracto, como el fatuo y autocomplaciente Autodidacto de La náusea (1938) de Jean Paul Sartre, quien estúpidamente afirmaba que amaba a toda la Humanidad, sino que se ama a una o a varias personas en concreto, y que para eso es preciso conocerlas. El amor (y la amistad es una forma de amor), viene a concluir Fromm, es conocimiento.

Para concluir con este desagradable arquetipo humano, en su penúltimo intento por conseguir la rendición de Helen, y después de manifestarle con ironía sarcástica que le parece un ser a la vez humano y angelical, le pregunta, asimismo con amarga ironía, si es feliz, si es «tan feliz como quisiera». A lo que ella responde con una contestación sublime e imperecedera: «Nadie es tan bienaventurado hasta ese punto, a este lado de la eternidad» (cap. XXXVII). «¡A este lado de la eternidad!» Desde luego, no hace falta decir nada más. Con eso está dicho todo. La respuesta de Helen, de Anne Brontë en realidad, tiene no sólo una honda significación religiosa, sino una profunda significación metafísica. La felicidad, la bienaventuranza completa, la dicha plena, será la contemplación eterna de Dios por parte de la persona, en cuerpo y alma, como tan ardientemente deseaba Miguel de Unamuno. La otra felicidad es una felicidad terrestre, sin duda un derecho del individuo, incluso, si se quiere, inalienable, como creían honradamente los Padres Fundadores, en especial Thomas Jefferson, pero solamente una felicidad terrenal, no celestial. De otro lado, nos hallamos aquí ante la estremecedora y temblorosa, en el sentido kierkegaardiano, noción de eternidad, lo que no tiene principio ni fin; nosotros estamos instalados en ella, en un lado de ella, el lado temporal, sufriente, pero hay otro lado, y ese no se terminará nunca.

Esta idea, esta creencia, este sentimiento, que a tantos aterra, a Helen, a Anne Brontë, la llena de gozo, pues la contemplación eterna de Dios, del Misterio último del Universo, de ese Punto Omega del que hablaba Pierre Teilhard de Chardin en Ciencia y Cristo[21]significa la anulación del tiempo, un único instante que es siempre el mismo, aunque renovado e infinitamente pleno de dicha. Esto fue, entre otras cosas, lo que le faltó comprender a Federico Nietzsche, cuando hablaba de haber tenido su pensamiento más abismal, la idea del eterno retorno, que por primera vez intuyó, como afirma en Ecce Homo, en agosto de 1881. Pero Nietzsche se queda sólo con el «sentido de la tierra», como Empédocles, como Hölderlin, que desde luego no es poco, sino mucho, mucho, mucho, pero le falta alcanzar las alturas inefables de la beatitud celestial, de la trascendencia del alma que se extasía ante la contemplación de Dios, como supieron intuir, incluso sentir, como nadie en Occidente los místicos españoles, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. De ahí, que el originalísimo y tremendo pensamiento del solitario de Sils Maria, sea un pensamiento fallido, abortado, apresado en un callejón sin salida intelectual y espiritual.

Sería demasiado prolijo —y no se pretende aquí, ni mucho menos, narrar todos los pormenores de la novela, que para eso está Anne Brontë, quien lo hace de modo admirable— detenerse en los innumerables episodios de maltrato psicológico, de humillante desconsideración y falta de respeto de Arthur hacia Helen, quien sólo encontrará consuelo en su pequeño hijo Arthur, del que teme, con más que fundadas razones, que termine influenciado por la amoralidad y el comportamiento desordenado, caprichoso y dominado por los apetitos más groseros, de su padre. Por eso, en uno de sus soliloquios sobre el papel, Helen, ante el destino incierto de su pequeño, se deja llevar, por un instante, el único en toda la novela, por un leve eco de la doctrina de la predestinación de Calvino, cuando es bien sabido que Anne Brontë no participaba de esa terrible y angustiosa creencia religiosa (ver la anotación del Diario del 25 de diciembre de 1822, cap. XXVIII).

Arthur Huntingdon, por si fuera poco, bebe alcohol de un modo cada vez más alarmante, y esta descomunal ingestión cuando está con sus amigos, que en alguna ocasión le lleva prácticamente al delírium trémens, explica en parte su animalidad. Pero todo es mucho más complejo, porque Arthur, en determinados momentos, parece que quiere como un niño grande desvalido a su mujer, y, sobre todo, que siente que no puede prescindir de ella, que la necesita, pues en el fondo de lo que queda de su desbaratada alma vislumbra, aunque sea muy ligeramente, que es un perdido y que con una crueldad rayana en lo patológico está haciendo desgraciada a la mujer que una vez lo quiso como nadie lo habrá de querer nunca. Los principios morales de Helen son tan recios y tan hondos, su pensamiento tan sano y noble, que, aunque naturalmente se vaya aislando de manera progresiva, evitando el contacto social, nunca se le agriará el carácter, nunca se convertirá en una resentida con deseo de venganza, nunca perderá su capacidad para perdonar y para la piedad. Ello podrá descubrirse en la última parte de la novela, cuando Helen —que termina por huir de la casa de Huntingdon con el mayor sigilo, en compañía de su fiel criada Rachel y de su hijo Arthur, instalándose en Wildfell Hall, que es donde la conoce Gilbert Markham—, en un acto inaudito, decida volver a cuidar a su esposo enfermo.

En medio de ese terrible calvario en que se ha convertido su vida al lado de Huntingdon, todavía tiene ánimo y sentido común Helen para aconsejar con cordura y extraordinaria madurez a otras personas, como a la joven Esther Hargrave, la hermana pequeña de Milicent, a quien, en relación a un matrimonio precipitado, y teniendo en cuenta, además, su amarga experiencia, le confiesa: «Cuando te aconsejo que no te cases sin amor, no te aconsejo que te cases sólo por amor. Hay otras muchas cosas que deben considerarse. Mantén el corazón y la mano bajo tu dominio hasta que veas una buena razón para entregarlos» (cap. XLI).

Asimismo, en una conversación con Ralph Hattersley, sin que pueda escucharla Milicent, ante los reproches de Ralph por cómo se está consumiendo su esposa después de cinco años de matrimonio, haciéndola culpable de ese deterioro físico, que él, para desviar la culpa, atribuye a los quebraderos de cabeza que le dan los niños, Helen le abre los ojos y con bondad, pero también con resolución, le dice al disoluto marido de su íntima amiga: «Le diré lo que es: es el desgaste silencioso y la constante angustia por culpa de usted, mezclados, sospecho, con un miedo físico por parte de ella. Cuando usted se porta bien, sólo se atreve a alegrarse con miedo; no tiene seguridad, ni confianza en su juicio o en sus principios, sino que está siempre temiendo el final de una felicidad pasajera; cuando usted se porta mal, sólo podría enumerar todos los motivos de su terror y su tristeza. Al soportar en silencio la maldad, ella se olvida de que es nuestro deber llamar la atención a nuestros semejantes por sus transgresiones» (cap. XLII). Ya que Ralph ha tomado de modo tan cretino el silencio de Milicent por indiferencia, Helen le da a leer un par de cartas que le ha escrito a ella su querida amiga, en las que no hay el más mínimo reproche hacia su execrable marido; todo lo contrario: lo disculpa constantemente y atribuye sus actos a la influencia de sus amigotes. Ralph se ruboriza, se avergüenza, se maldice, y se compromete a dar satisfacción de los delitos cometidos, y, si no es capaz, que Dios le condene. Pero Helen, cual auténtica madre espiritual, le responde con inusual hondura teológica: «No se maldiga, señor Hattersley. Si Dios hubiera tenido en cuenta la mitad de sus invocaciones como ésta, hace tiempo que estaría en el infierno; y usted no puede dar cumplida satisfacción por el pasado cumpliendo con su deber en el futuro, puesto que su deber no es más que lo que le debe usted a su Creador, y no puede hacer otra cosa que cumplirlo: es otro quien debe dar satisfacción por sus delitos pasados. Para reformarse, invoque la bendición de Dios y Su misericordia: no Su condena» (cap. XLII). El deber del hombre, pues, no es primordialmente el deber del hombre con el hombre, sino ante todo el deber del hombre con Dios. Sólo cumpliendo el hombre este deber que tiene contraído con Dios, que consiste en creer en Él y en amarlo, puede el hombre cumplir con su deber para con el hombre, que consiste en hacerle el bien. Toda esta concepción del deber es de raigambre evangélica y está asimismo en las Cartas de San Pablo. A pesar de conocerla gracias a las enseñanzas de su padre, Anne Brontë se distancia aquí de la Crítica de la razón práctica de Manuel Kant y de su imperativo categórico, del deber por el deber, es decir, de esa autonomía moral del sujeto que se encuentra solo con su conciencia, «ante el tribunal de su conciencia» en palabras de Kant, y deberá elegir en los momentos auténticamente decisivos. Es evidente que para Anne Brontë, el hombre, sin la ayuda de Dios, no puede nada[22]

Una vez que se interrumpe el Diario de Helen, ha podido ya Gilbert enterarse de que quien le ha facilitado la huida ha sido el propio hermano de Helen Graham, Frederick Lawrence, que lo dispone todo para que se instale en la antigua casa familiar, pues la destartalada casa de la cima de la colina, Wildfell Hall, es la mansión donde nacieron ella y Frederick. Esto deshace de inmediato el malentendido de Gilbert para con Helen y con Frederick, a quienes había visto juntos de la mano, de noche, paseando, y los había supuesto, lógicamente, amantes, error que conduce a Gilbert, quien en esta única ocasión se deja llevar por sus impulsos, a propinarle un puñetazo a Frederick, hecho del que, por supuesto, como corresponde a su nobleza, se disculpará oportunamente, disculpas que serán rápidamente admitidas.

Nada más terminar de leer el Diario, acude a grandes zancadas Gilbert a Wildfell Hall, pero tendrá que vencer, lo que consigue gracias a la ayuda inesperada de su admirador el pequeño Arthur, la resistencia de la vieja Rachel, que se ha convertido en la «guardiana del honor de su señora», y de la que ya tiene Gilbert un concepto muy distinto, es decir, claramente positivo, pues se ha informado a través del Diario de lo fiel que le ha sido a Helen en medio de todas las dificultades, peligros y sinsabores. La extensa conversación que mantienen ambos es uno de los momentos culminantes de la novela, y, por supuesto, Gilbert, como un auténtico caballero que es, lo primero que hace es pedirle disculpas a la mujer que ama con todas las fuerzas de su corazón. Pero Gilbert se queda profundamente abatido, confuso, casi no sabe qué decir, cuando ella le dice que no deben verse más, que lo estima y lo considera un amigo, pero resulta imposible cualquier relación. Ante la incredulidad y la desazón de Gilbert, que no acierta a comprender, Helen trata de reconfortarlo diciéndole que ya «nos encontraremos en el Cielo» (cap. XLV). Hay en esta parte del diálogo entre ambos, un diálogo que de manera clara dirige intelectualmente Helen, una alusión, probablemente intencionada por parte de Anne Brontë, a la distinción neoplatónica entre amor carnalis y amor spiritualis, tal y como lo expresó, basándose en Plotino, el humanista italiano Marsilio Ficino a finales del siglo XV. El amor carnalis sería el amor ferinus, es decir, la pasión puramente física, que es la que rechaza en este momento Helen, y el amor spiritualis, por su parte, puede adoptar la forma de amor humanus o de amor divinus. Como nos explica con toda su apabullante erudición Panofsky a propósito de esta teoría de Ficino, tanto el amor humanus como el amor divinus son amor, esto es, vienen a ser engendrados por una Belleza («el esplendor del rostro de Dios») que, por su propia naturaleza, llama al alma a Dios. El que el amor adopte una de esas dos formas no es una cuestión cualitativa, sino de grado[23]

Dado que Helen es una gran aficionada a la pintura y ella misma pinta cuadros cualitativamente estimables con destino a la venta para sobrevivir en Wildfell Hall, no está de más recordar que la pintura donde quizás más admirablemente se expresa esa distinción neoplatónica entre los dos grados de amor, sea el célebre lienzo de Tiziano conocido como Amor sagrado y Amor profano, de 1514, que se conserva en la Galería Borghese de Roma. Aunque parezca paradójico, la figura femenina desnuda es, según la conocida interpretación de Panofsky, «la Venere Celeste que simboliza el principio de la belleza universal y eterna, pero puramente inteligible. La otra [la que está vestida] es la Venere Volgare que simboliza la "fuerza generadora" que crea las imágenes perecederas, pero visibles y tangibles, de la belleza en la tierra. Ambas son, por tanto, honorables a su manera». Por eso, unas líneas más arriba, matiza: «Frente al contraste moral o incluso teológico de [Cesare] Ripa, el cuadro de Tiziano no es un documento de moralismo neomedieval, sino de humanismo neoplatónico. Sus figuras no expresan un contraste entre el bien y el mal, sino que simbolizan un principio en dos modos de existencia y dos grados de perfección. El noble desnudo no desprecia a la criatura mundana cuyo asiento accede a compartir, pero, con una mirada generosamente persuasiva, parece estarle comunicando los secretos de una región más alta; y nadie ignora el parecido más que fraternal entre ambas figuras». Por eso, para el gran iconólogo alemán, «en realidad, el título debería ser Geminae Veneres (Venus Gemelas), pues las representa [Tiziano] en el sentido de la filosofía neoplatónica de Ficino»[24].

Como la conversación entre Helen y Gilbert es de una intensidad filosófica y teológica nada corriente en una novela escrita por entonces por una mujer en la Inglaterra victoriana, conviene insistir en ella, subrayando el largo párrafo que contiene toda una disertación de Helen sobre lo que debe ser en el futuro su relación con Gilbert, alocución en la que, si bien momentos antes hemos detectado ecos del pensamiento neoplatónico y de Dante Alighieri, ahora la visión extática neoplatónica nos retrotrae a Miguel Ángel y su relación ideal, como correspondía al neoplatonismo profundo de Buonarroti, con la muy real pero virtuosa sin tacha Vittoria Colonna, viuda del español Marqués de Pescara, allá por los años de 1536 a 1538, una amistad, que, como admite el máximo conocedor del genial creador florentino, el historiador de origen húngaro Charles de Tolnay, «avivó y ahondó la fe del artista, datando de estos años su conversión espiritual»[25].

En este punto sería pertinente hacer una sucinta aclaración sobre la literatura escrita por una mujer y la literatura escrita para mujeres o incluso literatura feminista. Lo estimamos necesario por lo expresado en el párrafo anterior de «una novela escrita por entonces por una mujer en la Inglaterra victoriana», que no debe interpretarse como que el autor de estas reflexiones distinga entre literatura hecha por hombres y literatura hecha por mujeres. La forma de esa expresión tiene más bien un carácter puramente sociológico, de sociología de la literatura, pues la única distinción que en aquel sentido hacemos es entre buena y mala literatura, aunque, para ser precisos y rigurosos, no existe «mala» literatura, puesto que, sencillamente, eso no sería literatura, sino, en todo caso, pseudoliteratura, un mero sucedáneo, y no una creación artística. La buena literatura, la literatura a secas, sí admite grados, naturalmente. Así pensaba de hecho la propia Anne Brontë, lo que revela su fina educación cultural y espiritual, y lo manifiesta en el Prefacio a la segunda edición de la novela, todavía bajo el pseudónimo de Acton Bell, de 22 de julio de 1848: «… si un libro es bueno, lo es independientemente del sexo de quien lo ha escrito». También en ese Prefacio, en su segundo párrafo, hace toda una brevísima pero firme declaración de principios: «Deseaba decir la verdad, porque la verdad siempre comunica su propia moral a aquellos que son capaces de aceptarla».

La prueba decisiva a la que será sometida Helen en relación con la consistencia o no de sus principios morales cristianos, su sentido de la piedad y de la compasión, tendrá lugar cuando, unos dos meses después de esa última conversación con Gilbert, abandone inesperadamente Wildfell Hall para atender a su marido enfermo, a pesar de que ella huyó de su lado porque la convivencia con él era absolutamente insoportable. Esta huida y esta entrega de esposa, no la entiende Gilbert, aunque Frederick, que al principio pensaba lo mismo, le despeja la única explicación de tan inusitado comportamiento: no le ha movido «nada, salvo su propio sentido del deber» (cap. XLVII). Insistimos que se trata de un sentido del deber, no kantiano, sino cristiano. Ya hemos señalado antes la diferencia. Los capítulos postreros de la novela están dedicados a describir la abnegada entrega de Helen en cuidar lo mejor posible a su incorregible esposo, que, lejos de arrepentirse de lo que ha hecho, continúa insultándola y tratándola con verdadero vilipendio. En el fondo, como insinuábamos antes, lo que siente Arthur Huntingdon es un profundo aborrecimiento de su propia persona, aunque su orgullo y su soberbia le impidan reconocerlo. El estado del paciente se irá agravando progresivamente, entrando cada vez con mayor frecuencia en estados de delirio que constituyen un trastorno y una merma del control de sus facultades mentales. También sufre físicamente mucho. Helen le advierte del enorme peligro que corre si continúa bebiendo, pero él no abandona el alcohol. La angustia y el horror ante la muerte del desdichado enfermo, ya casi moribundo, resultan verdaderamente patéticos. Le resulta de todo punto imposible poder creer en una vida más allá de la muerte, en la trascendencia del alma.

En algunos momentos de lucidez reconoce ante Helen lo distinto que hubiese sido todo si le hubiera hecho caso, pero inmediatamente vuelve una y otra vez a proferir maldiciones y mostrar reacciones propias de un animal acorralado. De pronto, como en un arrebato de desesperación, le coge la mano a su esposa, se la besa con emoción, pero, al darse cuenta de que Helen no comparte su alegría, le reprocha de nuevo su supuesta frialdad, lo que él cree que es insensibilidad y dureza de corazón. Está incapacitado para entender la misericordia y el perdón. Llega incluso a preguntarle si no lo va a perdonar. Ella, por supuesto, le contesta que hace tiempo que le ha perdonado. Ante la esperanza que alberga aún de curarse, y de cuál sería el futuro con ella, Helen mantiene lo que hace mucho ha decidido en su interior: «… si quieres que tenga consideración por ti, son los hechos, y no las palabras, los que deben ganarte mi afecto y mi estima» (cap. XLVIII). Finalmente, sobreviene la gangrena. Helen hace un supremo esfuerzo por reconfortarlo espiritualmente, por conseguir que se arrepienta con sinceridad. Pero él no puede. Sólo siente miedo. Miedo ante la muerte, ante lo desconocido, ante el ingreso terrible en la nada. Él trata de aferrarse a la posibilidad de vivir, y ante su pregunta de si esa posibilidad, en su estado, resulta verosímil, Helen le ofrece una respuesta que no oculta la palmaria realidad, pero que sobre todo atiende a la disposición que de manera permanente debe tener el individuo hacia la muerte, esto es, que hay que tener preparada el alma ante lo inevitable: «Siempre existe la posibilidad de morir y es siempre conveniente vivir teniendo en cuenta semejante posibilidad» (cap. XLVII). Cuando ella le sugiere que piense en la bondad de Dios, él le responde que «Dios no es más que una idea». Sin embargo, Helen no se rinde. De ahí que le responda: «Dios es Infinita Sabiduría, y Poder, y Bondad, y AMOR; pero si esta idea es demasiado vasta para tus facultades humanas, si tu entendimiento se pierde en su abrumadora infinitud, fíjala en Aquel que condescendió a asumir nuestra naturaleza, que ascendió a los Cielos incluso en Su glorificado cuerpo humano, en quien la plenitud de la divinidad brilla» (cap. XLIX).

Con la muerte de Arthur Huntingdon, la novela entra en su recta final. Gilbert y Helen terminan encontrando la dicha juntos para siempre, no sin antes, en el último capítulo, mostrarnos Anne Brontë su inmensa capacidad para describir la ternura y el puro sentimiento amoroso entre quienes se aman intensamente. Este último encuentro entre ambos, fortuito, cuando Gilbert casi se había resignado a no poder poseerla más que en su corazón y en sus sueños, pero sin palparla, sin sentir su aliento y la vibración de su grácil y hermoso cuerpo, es de un lirismo plenamente romántico, en el más alto sentido del término. El intermediario casual entre los amantes es un hermoso eléboro, la llamada Rosa de Navidad, una flor perteneciente a las ranunculáceas, como las peonías, que es de una fragilidad y de una delicadeza exquisita, pero, asimismo, de una increíble fortaleza. Es, por supuesto, un símbolo, un símbolo de que el amor es algo sumamente hermoso y delicado, pero que si está asentado en cimientos firmes, no sólo no se romperá, sino que sobrevivirá eternamente. Como ese aparentemente frágil eléboro, que ha resistido las peores heladas del invierno. En el ofrecimiento que le hace Helen a Gilbert de la delicada flor, que él al principio no sabe interpretar, se encierra un profundo simbolismo. Y aún hay más. Las diferencias sociales y de rango, pues Helen es una rica heredera y Gilbert un campesino, a veces rudo, no son nada cuando el amor fructifica entre los enamorados con pureza y nobleza de sentimientos, con confianza mutua, sin engaños ni dobleces. A la pregunta de Gilbert, «¿Me amas de verdad, Helen?», responde ella «con expresión seria», es decir, manifestando su inmenso amor pero manteniendo el control de sí misma, como es consustancial a su carácter: «Si me amaras como yo te amo, no habrías estado tan cerca de perderme; esos escrúpulos de falsa delicadeza y orgullo jamás te habrían turbado de esa manera; habrías visto que esas diferencias y distinciones de rango, nacimiento y fortuna tan importantes para el mundo son como polvo comparadas con esa unidad de pensamientos y de sentimientos, de almas y corazones que se aman y se comprenden sinceramente» (cap. LIII).

Frederick Lawrence, el prudente, pacífico y caballeroso hermano de Helen, termina casándose con Esther Hargrave.

Del mismo modo que en Cumbres borrascosas, el futuro quedará asegurado, un futuro lleno de esperanza en la bondad del corazón del hombre, cuando nos enteramos que el apuesto Arthur, el hijo de Helen Graham y Arthur Huntingdon, y la bella Helen, la hija de Milicent Hargrave y Ralph Hattersley, acabarán casándose y uniendo sus destinos, como antes lo hicieran Gilbert Markham y Helen Graham.

 

 

Autor:

© Enrique Castaños.

Doctor en Historia del Arte.

Málaga, 21 de agosto de 2012. Festividad de la beata Victoria Rasoamanarivo, fallecida en la capital de Madagascar en 1894, y que estuvo casada con un hombre violento.

[1] Anne Brontë. Agnes Grey. Madrid, Cátedra, 1996.

[2] Anne Brontë. La inquilina de Wildfell Hall. Barcelona, Alba, 2009.

[3] Georges Bataille. La literatura y el mal. Madrid, Taurus, 1977, págs. 21-33. «Entre todas las mujeres —escribe Bataille en el primer párrafo—, Emily Brontë parece haber sido objeto de una maldición privilegiada. Su corta vida sólo fue moderadamente desdichada. Pero, a pesar de que su pureza moral se mantuvo intacta, tuvo una profunda experiencia del abismo del Mal. Pocos seres han sido más rigurosos, más audaces, más rectos que Emily, que, sin embargo, llegó hasta el límite del conocimiento del Mal». Aunque Catherine Earnshaw, enfatiza Bataille, sabe que en Heathcliff anida el mal, le ama tanto que dice de él la frase decisiva de toda la novela: «I am Heathcliff» («Yo soy Heathcliff»). El ensayo de Bataille es de 1957, pero ya en 1951 publicó Albert Camus un ensayo inmarcesible, El hombre rebelde (Madrid, Alianza, 1982), en cuyo segundo párrafo escribe este inquietante juicio: «Heathcliff, en Cumbres borrascosas, mataría a la tierra entera con tal de poseer a Cathie, pero no le ocurriría la idea de decir que ese asesinato fuese razonable o estuviese justificado por el sistema. Lo realizaría, y ahí termina toda su creencia. Eso supone la fuerza del amor, y el carácter».

[4] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona, Península, 1998, pág. 111.

[5] Entre ellos deben citarse la History of Methodism, de William John Townsend, Herbert Brook Workman y George Eayrs (1909); A History of the Methodist Church in Great Britain, cuyos editores fueron Rupert Eric Davies y Ernest Gordon Rupp (1965); John Wesley in the Evolution of Protestantims, de Maximin Piette (1937); The Rediscovery of John Wesley, de George Croft Cell (1935); John Wesley: A Theological Biography, de Martin Schmidt (1962-1973), y Wesley and Sanctification, de Harald Gustaf Åke Lindström (1950).

[6] Samuel George Frederick Brandon (director). Diccionario de Religiones Comparadas. Madrid, Cristiandad, 1975, tomo II, págs. 1014-1017.

[7] Ernst Troeltsch. El protestantismo y el mundo moderno. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1967.

[8] Maurice Duverger. Los partidos políticos. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1951.

[9] Véase el libro de Werner Sombart, El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno (1913). Madrid, Alianza, 1993, especialmente las págs. 107-110 y 145-147.

[10] Jean Rhys. Ancho Mar de los Sargazos. Madrid, Cátedra, 1998.

[11] La edición de Jane Eyre en la Colección Austral de Espasa Calpe, en la espléndida traducción de Juan González-Blanco de Luaces, en vez de Spanish Town, como aparece en todas las ediciones inglesas, dice por error Puerto España, que está en la isla Trinidad y es actualmente la capital de Trinidad y Tobago.

[12] Nair María Anaya Ferreira, «De Charlotte Brontë a Jean Rhys: Wilde Sargasso Sea como antidiscurso de Jane Eyre». Universidad Nacional Autónoma de México, Anuario de Letras Modernas, volumen 6, 1993-1994, págs. 69-98.

[13] Ibídem.

[14] Ibídem.

[15] Werner Sombart. El burgués, op. cit., págs. 115-125 y 243-260.

[16] Emily Brontë. Cumbres borrascosas. Madrid, Cátedra, 1989, páginas 9-110.

[17] Helen Iswolsky. El alma de Rusia. Buenos Aires, Emecé, 1954, pág. 169.

[18] Sobre el fanatismo de Calvino, resulta admirable el ensayo de Stefan Zweig. Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. Barcelona, El Acantilado, 2001.

[19] Sobre Branwell Brontë, entre otros, han escrito por extenso Winifred Gérin, Daphne du Maurier y Tom Winnifrith. Ninguno de estos estudios biográficos está traducido al castellano.

[20] Una de las más portentosas descripciones de ese mundo sin Dios que se avecinaba y que Dostoyevski intuye de modo profético como nadie en el mundo, es la que le hace el personaje de Andrei Petróvich Versílov a su hijo Arkadii en la inmarchitable novela El adolescente. Madrid, Aguilar, 1964, tomo II de las Obras Completas, parte tercera, capítulo 7, págs. 1855-1856.

[21] Pierre Teilhard de Chardin. Ciencia y Cristo. Madrid, Taurus, 1968, págs. 76-82. La primera edición francesa es de 1965, diez años después de morir el controvertido jesuita, teólogo, místico y paleontólogo.

[22] En un pasaje innumerables veces citado de la Crítica de la razón pura, escribe Kant: «Por lo tanto, la ley moral no expresa sino la autonomía de la razón pura práctica, o sea: la libertad…». Cito por la versión de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid, Alianza, 2007, pág. 102 (Parte I, Libro I, capítulo I, § 8 [A 59]). Esta libertad de autonomía de las personas, en sentido kantiano, tampoco la compartirá más adelante el pensador católico francés Jacques Maritain, que se inclina por esa expresión en su sentido aristotélico (no olvidemos que Maritain era un destacado neotomista) y paulino. Todo ello lo explicaba en 1936 en su conocido ensayo Humanismo integral. Madrid, Palabra, 2001, págs. 222-225. Debemos aclarar, no obstante, que la honestidad intelectual del filósofo de Königsberg es probablemente única en la historia de la filosofía occidental, y que, a pesar de creer sinceramente en Dios como en un Ser trascendente y Personal, elude deliberadamente esta creencia íntima a la hora de enfrentarse con el que él consideraba el problema mayor de la filosofía: el problema de la libertad. De ahí que se remita a las solas posibilidades humanas, porque él está hablando de una moral práctica filosófica, no teológica. La honestidad consiste en separar exquisitamente ambas esferas. Por supuesto que cabe abordar el tremendo problema de la libertad humana desde otra perspectiva, quizás desde otra única perspectiva, que es la cristiana, en cuyo caso el acercamiento de Dostoyevski en La leyenda del gran inquisidor continúa siendo la más profunda hecha nunca por espíritu humano alguno.

[23] Erwin Panofsky. Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Madrid, Alianza, 1975, págs. 262-270. Además de esta espléndida síntesis, es imprescindible, en lengua castellana, consultar también el estudio clásico de André Chastel. Arte y humanismo en Florencia en tiempos de Lorenzo el Magnífico. Madrid, Cátedra, 1982, especialmente las págs. 281-289. Del mismo historiador francés, su insuperado Marsile Ficin et l’art (Ginebra, 1955), no se ha traducido al español. La obra fundamental de Ficino, su Teología platónica, tampoco está traducida a nuestra lengua.

[24] Erwin Panofsky. «El movimiento neoplatónico en Florencia y el norte de Italia», en Estudios sobre iconología. Madrid, Alianza, 1980, págs. 189-237. Nuestras citas proceden de las págs. 208-210.

[25] Charles de Tolnay. Miguel Ángel. Escultor, pintor y arquitecto. Madrid, Alianza, 1999, especialmente el capítulo 6 y la pág. 147, que es de la que se reproduce la cita. Vittoria Colonna pertenecía al movimiento promovido en Italia por el erasmista español Juan de Valdés, la llamada corriente de la «Reforma italiana», que abogaba por una transformación profunda en el seno de la Iglesia romana.

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente