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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 14)


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Lebeziatnikof debía de haberse equivocado en lo referente a la sartén. Por lo menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la desesperaba. Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la enfurecía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.

Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto Simón Zaharevitch, al que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre. Miraba a su madre con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.

¡Basta, Sonia! exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos No sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa de esa alemana borracha. Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.

Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía en ella ciegamente.

Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonia. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos explotado bastante y no quiero que esto continúe…

En esto vio a Raskolnikof y corrió hacia él.

¿Es usted, Rodion Romanovitch? Haga el favor de explicarle a esta tonta que la resolución que he tomado es la más conveniente. Bien se da limosna a los músicos ambulantes. A nosotros nos reconocerán en seguida: verán que somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable general será expulsado del ejército: ya lo verá usted. Iremos todos los días a pedir bajo sus ventanas. Y cuando pase el emperador, me arrojaré a sus pies y le mostraré a mis hijos. «Protéjame, señor», le diré. Es un hombre misericordioso, un padre para los huérfanos, y nos protegerá, ya lo verá usted. Y ese detestable general… Lena, tenezvous droite . Tú, Kolia, vas a volver a bailar en seguida. Pero ¿por qué lloras? ¿De qué tienes miedo, so tonto? Señor, ¿qué puedo hacer con ellos? Le hacen perder a una la paciencia, Rodion Romanovitch.

Y entre lágrimas (lo que no le impedía hablar sin descanso) mostraba a Raskolnikof sus desconsolados hijos.

El joven intentó convencerla de que volviera a su habitación, diciéndole (creía que levantaría su amor propio) que no debía ir por las calles como los organilleros, cuando estaba en vísperas de ser directora de un pensionado para muchachas nobles.

¿Un pensionado? ¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es buena! exclamó Catalina Ivanovna, a la que acometió un acceso de tos en medio de su risa. No, Rodion Romanovitch: ese sueño se ha desvanecido. Todo el mundo nos ha abandonado. Y ese general… Sepa usted, Rodion Romanovitch, que le arrojé a la cabeza un tintero que había en una mesa de la antecámara, al lado de la hoja donde han de poner su nombre los visitantes. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza y me marché. ¡Cobardes! ¡Miserables…! Pero ahora me río de ellos. Me encargaré yo misma de la alimentación de mis hijos y no me humillaré ante nadie. Ya la hemos explotado bastante señalaba a Sonia. Poletchka, ¿cuánto dinero hemos recogido? A ver. ¿Cómo? ¿Dos kopeks nada más? ¡Qué gente tan miserable! No dan nada. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros como idiotas. ¿De qué se reirá ese cretino? señalaba a uno del grupo de curiosos. De todo esto tiene la culpa Kolia, que no entiende nada. La saca a una de quicio… ¿Qué quieres, Poletchka? Háblame en francés, parlemoi français. Te he dado lecciones; sabes muchas frases. Si no hablas en francés, ¿cómo sabrá la gente que perteneces a una familia noble y que sois niños bien educados y no músicos ambulantes? Nosotros no cantaremos cancioncillas ligeras, sino hermosas romanzas. Bueno, vamos a ver qué cantamos ahora. Haced el favor de no interrumpirme… Oiga, Rodion Romanovitch nos hemos detenido aquí para escoger nuestro repertorio… Necesitamos un aire que pueda bailar Kolia… Ya comprenderá usted que no tenemos nada preparado. Primero hay que ensayar, y cuando ya podamos presentar un trabajo de conjunto, nos iremos a la avenida Nevsky, por donde pasa mucha gente distinguida, que se fijará en nosotros inmediatamente. Lena sabe esa canción que se llama La casita de campo, pero ya la conoce todo el mundo y resulta una lata. Necesitamos un repertorio de más calidad. Vamos, Polia, dame alguna idea; ayuda a tu madre… ¡Ah, esta memoria mía! ¡Cómo me falla! Si no me fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Pues no es cosa de que cantemos El húsar apoyado en su sable… ¡Ah, ya sé! Cantaremos en francés Cinq sous. Vosotros sabéis esta canción porque os la he enseñado, y como es una canción francesa, la gente verá en seguida que pertenecéis a una familia noble y se conmoverá También podríamos cantar Marlborough s'en vaten guerre, que es una canción infantil que se canta en todas las casas aristocráticas para dormir a los niños.

»Marlborough s'en vaten guerre,

ne sait quand reviendra.

Había empezado a cantar, pero en seguida se interrumpió. No, es mejor que cantemos Cinq sous… Anda, Kolia: las manos en las caderas, y a moverse vivamente. Y tú, Lena, da vueltas también, pero en sentido contrario. Poletchka y yo cantaremos y batiremos palmas.

»Cinq sous, cinq sous

Pour monter notre ménage.

La acometió un acceso de dos.

Poletchka dijo sin cesar de toser, arréglate el vestido. Las hombreras te cuelgan. Ahora vuestro porte debe ser especialmente digno y distinguido, a fin de que todo el mundo pueda ver que pertenecéis a la nobleza. Ya decía yo que tu corpiño debía ser más largo. Mira el resultado: esta niña es una caricatura… ¿Otra vez llorando? Pero ¿qué os pasa, estúpidos? Vamos, Kolia, empieza ya. ¡Anda! Animo. ¡Oh, qué criatura tan insoportable!

»Cinq sous, cinq sous.

»¿Ahora un soldado? ¿A qué vienes?

Era un gendarme, que se había abierto paso entre la muchedumbre. Pero, al mismo tiempo, se había acercado un señor de unos cincuenta años y aspecto imponente, que llevaba uniforme de funcionario y una condecoración pendiente de una cinta que rodeaba su cuello (lo cual produjo gran satisfacción a Catalina Ivanovna y causó cierta impresión al gendarme). El caballero, sin desplegar los labios, entregó a la viuda un billete de tres rublos, mientras su semblante reflejaba una compasión sincera. Catalina Ivanovna aceptó el obsequio y se inclinó ceremoniosamente.

Muchas gracias, señor dijo en un tono lleno de dignidad. Las razones que nos han impulsado a… Toma el dinero, Poletchka. Ya ves que todavía hay en el mundo hombres generosos y magnánimos prestos a socorrer a una dama de la nobleza caída en el infortunio. Los huérfanos que ve ante usted, señor, son de origen noble, e incluso puede decirse que están emparentados con la más alta aristocracia… Ese miserable general estaba comiendo perdices… Empezó a golpear el suelo con el pie, contrariado por mi presencia, y yo le dije: «Excelencia, usted conocía a Simón Zaharevitch. Proteja a sus huérfanos. El mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias del más miserable de los hombres…» ¿Todavía está aquí este soldado?

Y gritó, dirigiéndose al funcionario:

Protéjame, señor. ¿Por qué me acosa este soldado? Ya hemos tenido que librarnos de uno en la calle de los Burgueses… ¿Qué quieres de ml, imbécil?

Está prohibido armar escándalo en la calle. Haga el favor de comportarse con más corrección.

¡Tú sí que eres incorrecto! Yo no hago sino lo que hacen los músicos ambulantes. ¿Por qué te has de ensañar conmigo?

Los músicos ambulantes necesitan un permiso. Usted no lo tiene y provoca escándalos en la vía pública. ¿Dónde vive usted?

¿Un permiso? exclamó Catalina Ivanovna. ¡He enterrado hoy a mi marido! ¿Qué permiso puedo tener?

Cálmese, señora dijo el funcionario. Venga, la acompañaré a su casa. Usted no es persona para estar entre esta gente. Está usted enferma…

¡Señor, usted no conoce nuestra situación! dijo Catalina Ivanovna. Tenemos que ir a la avenida Nevsky… ¡Sonia, Sonia…! ¿Dónde estás? ¿También tú lloras? Pero ¿qué os pasa a todos…? Kolia Lena, ¿adónde vais? exclamó, súbitamente aterrada. ¡Qué niños tan estúpidos! ¡Kolia, Lena! ¿Adónde vais?

Lo ocurrido era que los niños, ya asustados por la multitud que los rodeaba y por las extravagancias de su madre, habían sentido verdadero terror al ver acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos y habían huido a todo correr.

La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y sollozando. Era desgarrador verla correr jadeando y entre sollozos. Sonia y Poletchka salieron en su persecución.

¡Cógelos, Sonia! ¡Qué niños tan estúpidos e ingratos! ¡Detenlos, Polia! Todo lo he hecho por vosotros.

En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.

¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío!

Y mientras decía esto, Sonia se había inclinado sobre ella.

La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el funcionario y el gendarme.

¡Qué desgracia! gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto enojoso.

Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.

¡Circulen, circulen!

Se muere dijo uno.

Se ha vuelto loca afirmó otro.

¡Piedad para ella, Señor! dijo una mujer santiguándose. ¿Se ha encontrado a los niños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío!

Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que no se había herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que teñía el pavimento salía de su boca.

Yo sé lo que es eso dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y Lebeziatnikof. Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al enfermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía. De pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.

¡Llévenla a mi casa! suplicó Sonia. Vivo aquí mismo… Aquella casa, la segunda… ¡A mi casa, pronto…! Busquen un médico… ¡Señor!

Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La depositaron medio muerta en la cama de Sonia. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco.

En la habitación, además de Sonia, habían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof, el funcionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumof llegaron también, primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto extraño con sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo semblante tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta multitud apareció de pronto el señor Svidrigailof. Raskolnikof le contempló con un gesto de asombro. No comprendía de dónde había salido: no recordaba haberlo visto entre la multitud.

Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró al oído de Raskolnikof que la medicina no podía hacer nada en este caso, pero no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doctor. Kapernaumof se encargó de ello.

Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero penetrante, a la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo. Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le pusieron almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.

¿Dónde están los niños? preguntó con voz trémula. ¿Los has traído, Polia? ¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?

La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por la habitación.

Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he tenido ocasión de verla.

Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.

Hemos destrozado tu vida por completo… Polia, Lena, Kolia, venid… Aquí están, Sonia… Tómalos… Los pongo en tus manos… Yo he terminado ya… Se acabó la fiesta… Acostadme… Dejadme morir tranquila.

La tendieron en la cama.

¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra un rublo…? Yo no tengo pecados… Dios me perdonará… Sabe lo mucho que he sufrido en la vida… Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?

El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado en torno del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio. Su respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una especie de hervor.

Yo le dije: «¡Excelencia…!» exclamó, deteniéndose después de cada palabra para tomar aliento. ¡Esa Amalia Ludwigovna…! ¡Lena, Kolia, las manos en las caderas…! Vivacidad, mucha vivacidad… Ligereza y elegancia… Un poco de taconeo… ¡A ver si lo hacéis con gracia…!

»Du hast Diamanten and Perlen.

»¿Qué viene después…? ¡Ah, sí!

»Du hast die schonsten Augen…

Madchen, was willst du meher?

»¡Qué falso es esto! Was willst du meher…? Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil…? Ya, ya recuerdo lo que sigue…

»En los mediodías ardientes

de los llanos del Daghestan…

»¡Ah, cómo me gustaba, como me encantaba esta romanza, Poletchka! Me la cantaba tu padre antes de casarnos… ¡Qué tiempos aquellos…! Esto es lo que debemos cantar… Pero ¿qué viene después…? Lo he olvidado… Ayúdame a recordar…

La dominaba una profunda agitación. Intentaba incorporarse… De pronto, con voz ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar:

En los mediodias ardientes

de los llanos del Daghestan…,

con una bala en el pecho…

De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido:

¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócrata!

Tras un estremecimiento, volvió a su juicio, miró con un gesto de espanto a cuantos la rodeaban y se vio que hacía esfuerzos por recordar dónde estaba. En seguida reconoció a Sonia, pero se mostró sorprendida de verla a su lado.

Sonia…, Sonia…dijo dulcemente, ¿también estás tú aquí?

La levantaron de nuevo.

¡Ha llegado la hora…! ¡Esto se acabó, desgraciada…! La bestia está rendida…, ¡muerta! gritó con amarga desesperación, y cayó sobre la almohada.

Quedó adormecida, pero este sopor duró poco. Echó hacia atrás el amarillento y enjuto rostro, su boca se abrió, sus piernas se extendieron convulsivamente, lanzó un profundo suspiro y murió.

Sonia se arrojó sobre el cadáver, se abrazó a él, dejó caer su cabeza sobre el descarnado pecho de la difunta y quedó inmóvil, petrificada. Poletchka se echó sobre los pies de su madre y empezó a besarlos sollozando.

Kolia y Lena, aunque no comprendían lo que había sucedido, adivinaban que el acontecimiento era catastrófico. Se habían cogido de los hombros y se miraban en silencio. De pronto, los dos abrieron la boca y empezaron a llorar y a gritar.

Los dos llevaban aún sus vestidos de saltimbanqui: uno su turbante, el otro su gorro adornado con una pluma de avestruz.

No se sabe cómo, el diploma obtenido por Catalina Ivanovna en el internado apareció de pronto en el lecho, al lado del cadáver. Raskolnikof lo vio. Estaba junto a la almohada.

Rodia se dirigió a la ventana. Lebeziatnikof corrió a reunirse con él.

Se ha muerto murmuró.

Rodion Romanovitch dijo Svidrigailof acercándose a ellos, tengo que decirle algo importante.

Lebeziatnikof se retiró en el acto discretamente. No obstante, Svidrigailof se llevó a Raskolnikof a un rincón más apartado. Rodia no podía ocultar su curiosidad.

De todo esto, del entierro y de lo demás, me encargo yo. Ya sabe usted que tengo más dinero del que necesito. Llevaré a Poletchka y sus hermanitos a un buen orfelinato y depositaré mil quinientos rublos para cada uno. Así podrán llegar a la mayoría de edad sin que Sonia Simonovna tenga que preocuparse por su sostenimiento. En cuanto a ella, la retiraré de la prostitución, pues es una buena chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a Avdotia Romanovna en qué gasto yo el dinero.

¿Qué persigue usted con su generosidad? preguntó Raskolnikof.

¡Qué escéptico es usted! exclamó Svidrigailof, echándose a reír. Ya le he dicho que no necesito el dinero que en esto voy a gastar. Usted no admite que yo pueda proceder por un simple impulso de humanidad. Al fin y al cabo, esa mujer no era un gusano señalaba con el dedo el rincón donde reposaba la difunta como cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en vez de ella, hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infamias? Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su hermana…

Su tono malicioso parecía lleno de reticencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que había hecho a Sonia. Retrocedió vivamente y fijó en Svidrigailof una mirada extraña.

¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso?balbuceó.

Vivo al otro lado de ese tabique, en casa de la señora Resslich. Este departamento pertenece a Kapernaumof, y aquél, a la señora Resslich, mi antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sonia Simonovna.

¿Usted?

Sí, yo dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas. Le doy mi palabra de honor, querido Rodion Romanovitch, de que me ha interesado usted extraordinariamente. Le dije que seríamos buenos amigos. Pues bien, ya lo somos. Ya verá como soy un hombre comprensivo y tratable con el que se puede alternar perfectamente.

Sexta parte

Empezó para Raskolnikof una vida extraña. Era como si una especie de neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento. Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, interrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta la catástrofe definitiva. Tenía el convencimiento de que había cometido muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden estos recursos, y después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimonio de otras personas pudo conocer muchas de las cosas que pertenecían a aquel período de su propia vida. Confundía los hechos y consideraba algunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber pasado minutos, horas y acaso días sumido en una apatía que sólo podía compararse con el estado de indiferencia de ciertos moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado a dilucidar le mortificaban, y, en compensación, descuidaba alegremente otras cuestiones cuyo olvido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación.

Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su pensamiento se había fijado e inmovilizado en él. Desde que había oído las palabras, claras y amenazadoras, que este hombre había pronunciado en la habitación de Sonia el día de la muerte de Catalina Ivanovna, las ideas de Raskolnikof habían tomado una dirección completamente nueva. Pero, a pesar de que este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se apresuraba a poner las cosas en claro. A veces, cuando se encontraba en algún barrio solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna taberna miserable, sin que pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo de Svidrigailof le asaltaba de pronto, y se decía, con febril lucidez, que debía tener con él una explicación cuanto antes. Un día en que se fue a pasear por las afueras, se imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se despertó al amanecer en un matorral, sin saber por qué estaba allí.

En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna, Raskolnikof se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para volverse a marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas palabras triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento. Svidrigailof se encargaba de todo lo relacionado con el entierro y parecía muy atareado. También Sonia estaba muy ocupada.

La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de que había arreglado felizmente la situación de los niños de la difunta. Gracias a ciertas personalidades que le conocían, había conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya que había entregado una buena suma por cada uno de ellos.

Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos asuntos.

Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera. Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo:

Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar de que estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos… Oiga, Rodion Romanovitch le dijo de pronto, todos los hombres necesitamos aire, aire libre… Esto es indispensable.

Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó. Raskolnikof estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdote hasta el aposento de Sonia.

Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo' que no había asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.

« En todos estos días se dijo Raskolnikof no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.»

El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volutas.

El sacerdote leyó:

«Concédele, Señor, el descanso eterno.»

Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.

Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.

Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente.

A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.

Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud. Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo.

Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando. Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie de remordimiento.

«Aquí estoy escuchando canciones se dijo Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. Había otra cuestión que debía resolverse inmediatamente, pero que no lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía en su interior como una especie de torbellino.

«Más vale luchar se dijo: encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigailof… Sí, recibir un reto: tener que rechazar un ataque… No cabe duda de que esto es lo mejor.»

Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó al oscurecer en un matorral de la isla Kretovski. Estaba helado y temblaba de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando se levantó eran más de las dos de la tarde.

Se acordó de que era el día de los funerales de Catalina Ivanovna y se alegró de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se asombró de los terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Rasumikhine.

¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.

Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo disimulaba. Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.

Escucha dijo en tono resuelto: el diablo os lleve a todos, y no quiero saber nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta. No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor, a contarme todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco. Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo de obrar estúpido, bastante villano y perfectamente inexplicable, así como tu reciente conducta con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre lo haría, Tu madre está muy enferma desde ayer. Quería verte, y aunque e que no sea un monstruo, un canalla o un loco se habría portado con ellas como te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.

¿Cuándo las has visto?

Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego: ¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido verte. tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres, pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: « Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para mendigar sus caricias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene fiebre. «Para su amiga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de dudas, he ido en seguida a casa de esa joven… Al entrar, veo un ataúd, niños que lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto. Tú no estabas allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a contar a Avdotia Romanovna los resultados de mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto que no se trata de una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Verdad es que los locos también comen, y que, además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que no estás loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza para resolver este enigma. Sólo he venido aquí terminó, levantándose para decirte lo que te he dicho y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.

¿Qué vas a hacer?

¡A ti qué te importa!

Vas a beber. Lleva cuidado.

¿Cómo lo has adivinado?

No es nada difícil.

Rasumikhine permaneció un momento en silencio.

Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco exclamó con vehemencia. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.

Y dio un paso hacia la puerta.

Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue anteayer.

Rasumikhine se detuvo.

¿De mí? ¿Dónde la viste?

Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su corazón había empezado a latir con violencia.

Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.

¿Ella?

Sí.

Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí?

Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador. De tu amor no tuve que decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.

¿Lo sabe?

¡Pero, hombre…! Oye: me vaya yo donde me vaya y ocurra lo que ocurra, tú debes seguir siendo su providencia. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Te digo esto porque sé que la amas y estoy seguro de la pureza de tu amor. También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te concierne decidir si debes irte a beber.

Rodia… Mira… Oye… ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones en mis manos…? Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré. Estoy seguro de que todo eso son tonterías forjadas por tu imaginación. Por lo demás, eres una buena persona, un hombre excelente.

Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a conocer mis secretos. No pienses en esto, no te preocupes. Todo se aclarará a su debido tiempo, y entonces ya no habrá secretos para ti. Ayer alguien me dijo que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de aire. Ahora mismo voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.

Rasumikhine reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.

« Seguramente pensó, Raskolnikof es un conspirador político y está en vísperas de dar un golpe decisivo. No puede ser otra cosa… Y Dunia está enterada.»

Así dijo recalcando las palabras, Avdotia Romanovna viene a verte y tú vas ahora a ver a un hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero… Por lo tanto, esa carta terminó como si hablara consigo mismo debe referirse a todo esto.

¿Qué carta?

Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara. Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias calurosamente no sé por qué y luego se ha encerrado en su habitación.

¿Dices que ha recibido una carta? preguntó Raskolnikof, pensativo.

Sí, una carta. ¿No lo sabías?

Los dos guardaron silencio.

Adiós, Rodia. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento… Bueno, adiós… Sí, hubo un momento en que… Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto a eso de beber, no lo haré. Te equivocas si crees que eso es necesario.

Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a Raskolnikof sin mirarle:

Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya acabado por confesar es una prueba de la veracidad de sus declaraciones… Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres.

Dime, por favor, ¿dónde te has enterado de todo eso y por qué te interesa tanto este asunto? preguntó Raskolnikof, visiblemente afectado.

¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto Al origen de mis informes, ha sido Porfirio, y otros, pero Porfirio especialmente, el que me lo ha explicado todo.

¿Porfirio?

Sí.

Bueno, pero ¿qué te ha dicho? preguntó Raskolnikof perdiendo la calma.

Me lo ha explicado todo con gran claridad, procediendo según su método psicológico.

¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado?

Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en otra ocasión, pues ahora tengo prisa. Hubo un momento en que creí… Bueno, ya te lo contaré en otro momento… Lo que quiero decirte es que ya no tengo necesidad de beber: tus palabras han bastado para emborracharme. Sí, Rodia, estoy embriagado, embriagado sin haber bebido… Bueno, adiós. Hasta pronto.

Se marchó.

« Es un conspirador político: estoy seguro, completamente seguro se dijo con absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera. Y ha complicado a su hermana en el asunto. Esta hipótesis es más que plausible, dado el carácter de Avdotia Romanovna. Los dos hermanos tienen entrevistas. Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demuestran. Por otra parte, ésta es la única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía… ¡Señor, lo que llegué a pensar…! Una verdadera aberración; me siento culpable ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el pasillo, junto a la lámpara, me inspiró semejante insensatez… ¡Qué idea tan villana, tan burda, me asaltó! Mikolka ha hecho muy bien en confesar… Ahora todo lo ocurrido queda perfectamente explicado: la enfermedad de Rodia, su extraña conducta… Incluso en sus tiempos de estudiante se mostraba sombrío y huraño… Pero ¿qué significa esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por aclarar… Ya lo averiguaré todo.»

De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que el corazón se le iba a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.

Apenas se hubo marchado Rasumikhine, Raskolnikof se levantó y se acercó a la ventana. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared. Luego tropezó con otra. Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su habitación. Al fin se dejó caer en el diván. Daba la impresión de que se había operado en él un cambio profundo y completo. De nuevo podía luchar: tenía una posible salida.

Sí, ahora podía tener una salida, un medio de poner fin a la espantosa situación que le asfixiaba y le tenía sumido en una especie de embrutecimiento desde la confesión de Mikolka en casa de Porfirio. A esto había seguido su escena con Sonia, cuyo desarrollo y desenlace no habían correspondido a sus previsiones ni a sus intenciones. Se había mostrado débil en el último momento. Había reconocido ante la muchacha, y con toda sinceridad, que no podía seguir llevando él solo una carga tan pesada…

¿Y Svidrigailof? Svidrigailof era para él un inquietante enigma, aunque esta inquietud tenía un matiz diferente. Tendría que luchar, pero seguramente encontraría un modo de deshacerse de él. Porfirio era otra cosa.

Así, pues, había sido el mismo Porfirio el que había demostrado a Rasumikhine la culpabilidad de Mikolka, procediendo por su método psicológico.

«Siempre está con su maldita psicología se dijo Raskolnikof. Porfirio no ha creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.»

Raskolnikof había recordado en varias ocasiones retazos de aquella escena, pero no la escena entera, pues no habría podido soportar su recuerdo.

En aquella escena habían cambiado palabras y miradas que demostraban en Porfirio una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era posible que la confesión de Mikolka hubiera podido quebrantarla. ¡Pero qué situación la suya! El mismo Rasumikhine empezaba a sospechar. El incidente del corredor había dejado huellas en él.

«Entonces corrió a casa de Porfirio… Pero ¿por qué habrá querido ese hombre engañarle? ¿Por qué razón habrá intentado desviar sus sospechas hacia Mikolka? No, no puede haber hecho esto sin motivo. Abriga alguna intención, pero ¿cuál? Verdad es que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, y no he tenido noticias de Porfirio. Esto es tal vez mala señal.»

Cogió la gorra y se dirigió a la puerta. Iba pensativo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía en un estado de perfecto equilibrio.

«Hay que terminar con Svidrigailof a toda costa y lo antes posible. Sin duda está esperando que vaya a verle.»

En este momento, en su agotado corazón brotó tal odio contra sus dos enemigos, Svidrigailof y Porfirio, que no habría vacilado en matar a cualquiera de ellos si los hubiese tenido a su merced. Por lo menos tuvo la impresión de que seria capaz de hacerlo algún día.

Ya lo verán, ya lo verán murmuró.

Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba en el vestíbulo.

El juez de instrucción venía a visitarle. Raskolnikof quedó estupefacto en el primer momento, pero se recobró rápidamente. Por extraño que pueda parecer, esta visita le extrañó muy poco y no le inquietó apenas.

Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia.

« Esto puede ser el final se dijo Pero ¿cómo habrá podido llegar tan en silencio que no lo he oído? ¿Habrá venido a espiarme?»

No esperaba usted mi visita, ¿verdad, Rodion Romanovitch? dijo alegremente Porfirio Petrovitch. Hace mucho tiempo que quería venir a verle. Ahora, al pasar casualmente ante su casa, me he preguntado: «¿Por qué no subes un momento?» Ya veo que iba usted a salir; pero no tema, que sólo le distraeré el tiempo que dura un cigarrillo. Es decir, si usted me lo permite.

¡Pues claro que sí! Siéntese, Porfirio Petrovitch, siéntese.

Y Raskolnikof ofreció una silla a su visitante, tan amable y sereno, que él mismo se habría sorprendido si se hubiera podido ver en aquel momento. No había quedado en él ni rastro de inquietud. Es el caso del hombre que cae en poder de un bandido y, después de pasar media hora de angustia mortal, recobra su sangre fría cuando nota la punta del puñal en la garganta.

Raskolnikof se sentó ante Porfirio Petrovitch y le miró a la cara. El juez de instrucción guiñó un ojo y encendió un cigarrillo.

«¡Vamos, habla! le incitó Raskolnikof mentalmente. ¿Por qué no empiezas de una vez?»

II

Ah, estos cigarrillos! dijo al fin Porfirio Petrovitch. Son un veneno, un verdadero veneno. Tengo tos, se me irrita la garganta, padezco de asma. Como soy algo aprensivo, he ido a ver al doctor B., que es un médico que está examinando a cada enfermo durante media hora como mínimo. Se ha echado a reír al verme, y, después de palparme y auscultarme cuidadosamente, me ha dicho: «El tabaco no le va nada bien. Tiene usted los pulmones dilatados.» No lo dudo, pero ¿cómo dejar el tabaco? ¿Por qué otra cosa lo puedo sustituir? Yo no bebo: eso es lo malo… ¡Je, je, je! Toda mi desgracia viene de que no bebo. Pues todo es relativo en este mundo, Rodion Romanovitch, todo es relativo.

«Ya está de nuevo con sus tonterías», pensó Raskolnikof, contrariado.

Al punto le vino a la memoria su última entrevista con el juez de instrucción, y este recuerdo trajo a su ánimo todos sus anteriores sentimientos.

Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? continuó Porfirio Petrovitch, paseando una mirada por la habitación. Estuve aquí dentro. Al pasar por esta calle se me ocurrió, como se me ha ocurrido hoy, hacerle una visita. La puerta estaba abierta de par en par. Esperé un momento y me volví a marchar sin ni siquiera ver a la sirvienta para darle mi nombre. ¿Nunca cierra usted la puerta?

El rostro de Raskolnikof aparecía cada vez más sombrío. Porfirio pareció adivinar los pensamientos que lo agitaban.

He venido a darle una explicación, mi querido Rodion Romanovitch. Se la debo dijo sonriendo y dándole una palmada en la rodilla.

Su semblante cobró de pronto una expresión seria y preocupada. Incluso pasó por él una sombra de tristeza, para gran asombro de Raskolnikof, que jamás había visto en él nada semejante ni le creía capaz de tales sentimientos.

Hubo una escena extraña entre nosotros, Rodion Romanovitch, la última vez que nos vimos. Pero entonces… En fin, he aquí el asunto que me trae. He cometido errores con usted, bien lo sé. Ya recordará usted cómo nos separamos. Verdad es que los dos somos bastante nerviosos; pero no procedimos como personas bien educadas, aunque nuestros Buenos modales son evidentes y me atrevería a decir que están por encima de todo. Estas cosas no se deben olvidar. ¿Recuerda usted hasta qué extremo llegamos? Rebasamos todos los límites.

«¿Adónde querrá ir a parar?», se preguntaba Raskolnikof, asombrado y devorando a Porfirio con los ojos.

Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ser francos continuó Porfirio Petrovitch, volviendo un poco la cabeza y bajando la vista, como si temiera turbar a su antigua víctima y quisiera demostrarle su desdén por los procedimientos y las celadas que había utilizado. Estas sospechas, estas escenas, no deben repetirse. Si no hubiera sido por Mikolka, que llegó y puso fin a aquella escena, no sé cómo habrían terminado las cosas. Ese maldito papanatas estaba escondido detrás del tabique. Ya lo sabe usted, ¿verdad? Me enteré de que había venido a su casa inmediatamente después de aquella escena. Pero usted se equivocó en sus suposiciones. Yo no mandé a buscar a nadie aquel día y no había tomado medida alguna. Usted se preguntará por qué razón no lo hice. Pues… no sé cómo explicárselo. Me limité a citar a los porteros, a los que usted vio al pasar. Una idea, rápida como un relámpago, había acudido a mi imaginación. Yo estaba demasiado seguro de mí mismo, Rodion Romanovitch, y me decía que si lograba apresar un hecho, aunque fuera renunciando a todo lo demás, obtendría el resultado que deseaba.

»Usted tiene un carácter en extremo irascible, Rodion Romanovitch, incluso demasiado. Es un rasgo predominante de su naturaleza, que yo me jacto de conocer, por lo menos en parte. Yo me dije que no es cosa corriente que un hombre nos arroje sin más ni más la verdad a la cara. Sin duda, esto puede hacerlo un hombre que esté fuera de sí, pero este caso es excepcional. Yo me hice este razonamiento: "Si pudiese arrancarle el hecho más insignificante, la más mínima confesión, con tal que fuera una prueba palpable, algo distinto, en fin, a estos hechos psicológicos…" Pues yo estaba seguro de que si un hombre es culpable, uno acaba siempre por arrancarle una prueba evidente. Di por descontado los resultados más sorprendentes. Dirigía mis golpes a su carácter, Rodion Romanovitch, a su carácter sobre todo. Le confieso que confiaba demasiado en usted mismo.

Pero ¿por qué me cuenta usted todo esto? gruñó Raskolnikof, sin darse cuenta del alcance de su pregunta.

«¿Me creerá acaso inocente?», se preguntó con el pensamiento.

¿Que por qué le cuento todo esto? Yo he venido a darle una explicación. Considero que esto es un deber sagrado para mí. Quiero exponerle con todo detalle el proceso de mi aberración. Le sometí a usted a una verdadera tortura, Rodion Romanovitch, pero no soy un monstruo. Pues me hago cargo de lo que debe experimentar una persona desgraciada, orgullosa, altiva y poco paciente, sobre todo poco paciente, al verse sometida a una prueba semejante. Le aseguro que le considero como un hombre de noble corazón y, hasta cierto punto, como un hombre magnánimo, aunque no me sea posible compartir todas sus opiniones. Juzgo como un deber hacerle cierta declaración en el acto, pues no quiero que usted forme un juicio falso.

»Cuando empecé a conocerle, se despertó en mí una verdadera simpatía hacia usted. Esta confesión le hará tal vez reír. Pues bien, ríase: tiene usted perfecto derecho. Sé que usted, en cambio, sintió desde el primer momento una viva antipatía hacia mí. Bien es verdad que yo no tengo nada que pueda hacerme simpático; pero, cualquiera que sea su opinión sobre mí, puedo asegurarle que deseo con todas mis fuerzas borrar la mala impresión que le produje, reparar mis errores y demostrarle que soy un hombre de buen corazón. Le estoy hablando sinceramente, créame.

Pronunciadas estas palabras, Porfirio Petrovitch se detuvo con un gesto lleno de dignidad, y Raskolnikof se sintió dominado por un nuevo terror. La idea de que el juez de instrucción le creía inocente le sobrecogía.

No es necesario remontarse al origen de los acontecimientos continuó Porfirio Petrovitch. Creo que sería una rebusca inútil e imposible. Al principio circularon rumores sobre cuyo origen y naturaleza creo superfluo extenderme. Inútil también explicarle cómo se encontró su nombre enzarzado en todo esto. Lo que a mí me dio la señal de alarma fue un hecho completamente fortuito, del que tampoco le hablaré. El conjunto de rumores y circunstancias accidentales me llevaron a concebir ciertas ideas. Le confieso con toda franqueza (pues si uno quiere ser sincero debe serlo hasta el fin) que fui yo el primero que le mezclé a usted en este asunto. Las anotaciones de la vieja en los envoltorios de los objetos y otros mil detalles de la misma índole no significan nada independientemente; pero se podían contar hasta un centenar de hechos importantes. Tuve también ocasión de conocer hasta en sus más mínimos detalles el incidente de la comisaría. Me enteré de ello por un simple azar. Me lo refirió con gran lujo de pormenores la persona que había desempeñado en la escena el papel principal, con gran propiedad por cierto, aunque sin darse cuenta.

»Todos estos hechos se acumulan, mi querido Rodion Romanovitch. En estas condiciones, ¿cómo no adoptar una posición determinada? "Así como cien conejos no hacen un caballo, cien presunciones no constituyen una prueba", dice el proverbio inglés. Pero en este caso habla la razón, y las pasiones son algo muy distinto. Pruebe usted a luchar contra las pasiones. Al fin y al cabo, un juez de instrucción es un hombre y, por lo tanto, accesible a las pasiones.

»Además, pensé en el artículo que usted publicó en cierta revista, ¿recuerda usted? Hablamos de él en nuestra primera conversación. Entonces me mofé de él, pero lo hice con la intención de hacerle hablar. Porque, se lo repito, usted es un hombre poco paciente, Rodion Romanovitch, y tiene los nervios echados a perder. En cuanto a su osadía, su orgullo, la seriedad de su carácter y sus sufrimientos, hacía ya tiempo que los había advertido. Conocía todos estos sentimientos y consideré que su artículo exponía ideas que no eran un secreto para nadie. Estaba escrito con mano febril y corazón palpitante en una noche de insomnio y era el producto de un alma rebosante de pasión reprimida. Pues bien, esta pasión y este entusiasmo contenidos de la juventud son peligrosos. Entonces me burlé de usted, pero ahora quiero decirle que, mirando las cosas como simple lector, me deleitó el juvenil ardor de su pluma. Esto no es más que humo, niebla, una cuerda que vibra entre brumas. Su artículo es absurdo y fantástico, pero ¡respira tanta sinceridad! Rezuma un insobornable y juvenil orgullo, y también osadía y desesperación. Es un artículo pesimista, pero este pesimismo le va bien. Entonces lo leí, después puse en orden sus ideas, y, al ordenarlas, me dije: "No creo que este hombre se limite a esto." Y ahora dígame: teniendo estos antecedentes, ¿cómo no había de dejarme influir por lo que sucedió después? Pero entonces no dije nada y ahora no me arriesgaré a hacer la menor afirmación. Entonces me limité a observar y ahora mi pensamiento es éste: "Tal vez toda esta historia es pura imaginación, un simple producto de mi fantasía. Un juez de instrucción no debe apasionarse de este modo. A mí sólo debe interesarme una cosa, y es que tengo a Mikolka." Usted podría decir que los hechos son los hechos y que empleo con usted mi psicología personal. Pero es preciso que lo mire todo en este caso, pues es una cuestión de vida o muerte.

»Usted se preguntará por qué le cuento todo esto. Pues se lo cuento para que pueda usted juzgar con conocimiento de causa y no considere un crimen mi conducta del otro día, tan cruel en apariencia. No, no fui cruel.

»Usted se estará preguntando también por qué no he venido a registrar su casa. Pues sepa usted que vine. ¡Je, je, je! Usted estaba enfermo, acostado en su diván. No vine como magistrado, es decir, oficialmente, pero vine. Esta habitación fue registrada a fondo cuanto tuve la primera sospecha. Me dije: "Ahora este hombre vendrá a verme, vendrá a mi casa, y no tardará mucho. Si es culpable, vendrá. Otro no lo haría, pero él sí." ¿Se acuerda usted de la palabrería de Rasumikhine? La provocamos nosotros para asustarle a usted: le pusimos al corriente de nuestras conjeturas, seguros de que vendría a contárselo a usted, pues Rasumikhine no es hombre que pueda disimular su indignación.

»El señor Zamiotof quedó impresionado ante su cólera y su osadía. ¡Decir a gritos en un establecimiento público: "¡Yo he matado…!" Esto es verdaderamente audaz y arriesgado. Yo me dije: "Si este hombre es culpable, es un luchador enconado." Esto es lo que pensaba. Y me dediqué a esperar…, le esperaba ansiosamente. A Zamiotof le aplastó usted, sencillamente. Y es que esta maldita psicología es un arma de dos filos:.. Bueno, pues cuando le estaba esperando, he aquí que Dios le envía. ¡Cómo se desbocó mi corazón cuando te vi aparecer! ¿Qué necesidad tenía usted de venir entonces? ¡Y aquella risa! No sé si se acordará, pero entró usted riéndose a carcajadas, y yo, a través de su risa, vi lo que ocurría en su interior, tan claramente como se ve a través de un cristal. Sin embargo, yo no habría prestado a esa risa la menor atención si no hubiese estado prevenido. Y entonces Rasumikhine… Y la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos los objetos… Porque habló usted de un huerto a Zamiotof, ¿verdad? Después, cuando empezamos a hablar de su artículo, creímos percibir un segundo sentido en cada una de sus palabras.

»He aquí, Rodion Romanovitch, cómo se fúe formando mi convicción poco a poco. Pero cuando ya me sentía seguro, volví en mí y me pregunté qué me había ocurrido. Pues todo aquello podía explicarse de un modo diferente e incluso más natural… Un verdadero suplicio. ¡Cuánto mejor habría sido la prueba más insignificante! Cuando supe lo del cordón de la campanilla, me estremecí de pies a cabeza. "Ya tengo la prueba", me dije. Y ya no quise pensar en nada. En aquel momento habría dado mil rublos por verle con mis propios ojos dar cien pasos al lado de un hombre que le había llamado asesino y al que no se atrevió a responder una sola palabra. »Y aquellos estremecimientos que le acometían… Y aquel cordón de una campanilla de que usted hablaba en su delirio… Después de esto, Rodion Romanovitch, ¿cómo puede usted extrañarse de que procediera con usted como lo hice? ¿Por qué vino usted a mi casa en aquel preciso momento? Era como si el demonio le hubiera impulsado. En verdad, si Mikolka no se hubiese interpuesto entre nosotros en aquel momento… ¿Se acuerda usted de la llegada de Mikolka? Fue como una chispa eléctrica. Pero ¿cómo lo recibí? No di la menor importancia a esta descarga, es decir, que no creí ni una sola de sus palabras. Es más, después de marcharse usted y de oír las razonables respuestas de Mikolka (pues sepa usted que me respondió de modo tan inteligente sobre ciertos puntos, que quedé asombrado), después de esto, yo permanecí tan firme en mis convicciones como una roca. "Este no dice una palabra de verdad", pensé… Me refiero a Mikolka.

Rasumikhine acaba de decirme que está usted seguro de su culpabilidad, que usted le ha asegurado…

No pudo terminar: le faltaba el aliento. Escuchaba con una turbación indescriptible a aquel hombre que había cambiado tan radicalmente de juicio. No podía dar crédito a sus oídos y buscaba ávidamente el sentido exacto de sus ambiguas palabras.

¿Rasumikhine? exclamó Porfirio Petrovitch, que parecía muy satisfecho de haber oído, al fin, decir algo a Raskolnikof. ¡Je, je, je! De algún modo tenía que deshacerme de él, que es completamente ajeno a este asunto. Se presentó en mi casa descompuesto… En fin, dejémoslo aparte. Respecto a Mikolka, ¿quiere usted saber cómo es, o, por lo menos, la idea que yo me he forjado de él? Ante todo, es como un niño. No ha llegado aún a la mayoría de edad. Y no diré que sea un cobarde, pero sí que es impresionable como un artista. No, no se ría de mi descripción. Es ingenuo y en extremo sensible. Tiene un gran corazón y un carácter singular. Canta, baila y narra con tanto arte, que vienen a verle y oírle de las aldeas vecinas. Es un enamorado del estudio, aunque se ríe como un loco por cualquier cosa. Puede beber hasta perder el conocimiento, pero no porque sea un borracho, sino porque se deja llevar como un niño. No cree que cometiera un robo apropiándose el estuche que se encontró. « Lo cogí del suelo dijo Por lo tanto, puedo quedarme con él.» Pertenece a una secta cismática…, bueno, no tanto como cismática, y era un fanático. Pasó dos años con un ermitaño. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un devoto exaltado y quería retirarse también a una ermita. Pasaba noches enteras rezando y leyendo los libros santos antiguos. Petersburgo ha ejercido una gran influencia en él. Las mujeres, el vino…, ¿comprende? Es muy impresionable, y esto le ha hecho olvidar la religión. Me he enterado de que un artista se interesó por él y le daba lecciones. Así las cosas, llegó el desdichado asunto. El pobre chico perdió la cabeza y se puso una cuerda en el cuello. Un intento de evasión muy natural en un pueblo que tiene una idea tan lamentable de la justicia. Hay personas a las que la simple palabra « juicio» produce verdadero terror. ¿De quién es la culpa? Ya veremos lo que hacen los nuevos tribunales. Quiera Dios que todo vaya bien…

»Una vez en la cárcel, Mikolka ha vuelto a su anterior misticismo. Se ha acordado del ermitaño y ha abierto de nuevo la Biblia. ¿Sabe usted, Rodion Romanovitch, lo que es la expiación para ciertas personas? Es una simple sed de sufrimiento, y si este sufrimiento lo imponen las autoridades, mejor que mejor. Conocí a un preso que era un ejemplo de mansedumbre. Estuvo un año en la cárcel y todas las noches leía la Biblia. Y un día, sin motivo alguno, arrancó un trozo de hierro de la estufa y lo arrojó sobre un guardián, aunque tomando precauciones para no hacerle ningún daño. ¿Sabe usted la suerte que se reserva a un preso que ataca con un arma cualquiera a un guardián de la cárcel? Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación.

»Yo estoy seguro de que Mikolka siente una sed de expiación semejante. Mi convicción se funda en hechos positivos, pero él ignora que yo he descubierto las causas. ¿Qué? ¿No cree usted que en un pueblo como el nuestro puedan aparecer tipos extraordinarios? Pues se ven por todas partes. La influencia de la ermita ha vuelto a él con toda pujanza, sobre todo después del episodio del nudo corredizo en su cuello. Ya verá usted como acabará viniendo a confesármelo todo. ¿Lo cree usted capaz de sostener su papel hasta el fin? No, vendrá a abrirme su pecho, a retractarse de sus declaraciones…, y no tardará. Me ha interesado Mikolka y lo he estudiado a fondo. Reconozco, ¡je, je!, que en ciertos puntos ha conseguido dar un carácter de verosimilitud a sus declaraciones (sin duda las había preparado), pero otras están en contradicción absoluta con los hechos, sin que él tenga de ello la menor sospecha. No, mi querido Rodion Romanovitch, no es Mikolka el culpable. Estamos en presencia de un acto siniestro y fantástico. Este crimen lleva el sello de nuestro tiempo, de una época en que el corazón del hombre está trastornado; en que se afirma, citando autores, que la sangre purifica; en que sólo importa la obtención del bienestar material. Es el sueño de una mente ebria de quimeras y envenenada por una serie de teorías. El culpable ha desplegado en este golpe de ensayo una audacia extraordinaria, pero una audacia de tipo especial. Obró resueltamente, pero como quien se lanza desde lo alto de una torre o se deja caer rodando desde la cumbre de una montaña. Fue como si no se diera cuenta de lo que hacía. Se olvidó de cerrar la puerta al entrar, pero mató, mató a dos personas, obedeciendo a una teoría. Mató, pero no se apoderó del dinero, y lo que se llevó fue a esconderlo debajo de una piedra. No le bastó la angustia que había experimentado en el recibidor mientras oía los golpes que daban en la puerta, sino que, en su delirio, se dejó llevar de un deseo irresistible de volver a sentir el mismo terror, y fue a la casa para tirar del cordón de la campanilla… En fin, carguemos esto en la cuenta de la enfermedad. Pero hay otro detalle importante, y es que el asesino, a pesar de su crimen, se considera como una persona decente y desprecia a todo el mundo. Se cree algo así como un ángel infortunado. No, mi querido Rodion Romanovitch, Mikolka no es el culpable.

Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado, sorprendieron e impresionaron profundamente a Raskolnikof, que empezó a temblar de pies a cabeza.

Pero…, entonces… preguntó con voz entrecortada, ¿quién es el asesino?

Porfirio Petrovitch se recostó en el respaldo de su silla. Su semblante expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita.

¿Que quién es el asesino? exclamó como no pudiendo dar crédito a sus oídos. ¡Usted, Rodion Romanovitch! Y añadió en voz baja y en un tono de profunda convicción: Usted es el asesino.

Raskolnikof se puso en pie de un salto, permaneció asi un momento y se volvió a sentar sin pronunciar palabra. Ligeras convulsiones sacudían los músculos de su cara.

Sus labios vuelven a temblar como el otro díà dijo Porfirio Petrovitch en un tono de cierto interés. Creo que no me ha comprendido usted, Rodion Romanovitch añadió tras una pausa. Ésta es la razón de su sorpresa. He venido para explicárselo todo, pues desde ahora quiero llevar este asunto con franqueza absoluta.

Yo no soy el culpable balbuceó Raskolnikof, defendiéndose como el niño al que sorprenden haciendo algo malo.

Sí, es usted y sólo usted replicó severamente el juez de instrucción.

Los dos callaron. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no menos de diez minutos.

Raskolnikof, con los codos en la mesa, se revolvía el cabello con las manos. Porfirio Petrovitch esperaba sin dar la menor muestra de impaciencia. De pronto, el joven dirigió al magistrado una mirada despectiva.

Vuelve usted a su antigua táctica, Porfirio Petrovitch. ¿Nose cansa usted de emplear siempre los mismos procedimientos?

¿Procedimientos? ¿Qué necesidad tengo de emplearlos ahora? La cosa cambiaría si habláramos ante testigos. Pero estamos solos. Yo no he venido aquí a cazarle como una liebre. Que confiese usted o no en este momento, me importa muy poco. En ambos casos, mi convicción seguiría siendo la misma.

Entonces, ¿por qué ha venido usted? preguntó Raskolnikof sin ocultar su enojo. Le repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué no me detiene?

Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto por punto. En primer lugar, le diré que no me conviene detenerle en seguida.

¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el deber de hacerlo.

Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en hipótesis. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe muy bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. También podría traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero usted le diría: « Eres un borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a un hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto? Sus palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente en la psicología y, por lo tanto, sorprenderían, al proceder de un hombre inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil, pues ese bribón es un bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos procedimientos psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden obrar en su favor, sobre todo teniendo en cuenta que pongo en juego la única prueba que tengo contra usted hasta el momento presente. Pero no le quepa duda de que acabaré haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le confieso que no me servirá de nada. Además, he venido a su casa para…

Hablemos de ese segundo objeto de su visita dijo Raskolnikof, que todavía respiraba con dificultad.

Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que tiene usted derecho. No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que, aunque usted no lo crea, mi deseo es ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor que puede hacer. Es lo más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto. Ya ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?

Raskolnikof reflexionó un momento.

Oiga, Porfirio Petrovitch dijo al fin; usted ha confesado que no tiene contra mí más que indicios psicológicos y, sin embargo, aspira a la evidencia matemática. ¿Y si estuviera equivocado?

No, Rodion Romanovitch, no estoy equivocado. Tengo una prueba. La obtuve el otro día como si el cielo me la hubiera enviado.

¿Qué prueba?

No se lo diré, Rodion Romanovitch. De todas formas, no tengo derecho a contemporizar. Mandaré detenerle. Reflexione. No me importa la resolución que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en interés de usted. Le juro que le conviene seguir mis consejos.

Raskolnikof sonrió, sarcástico.

Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Aun suponiendo que yo fuera culpable, cosa que no admito de ningún modo, ¿para qué quiere usted que vaya a presentarme a la justicia? ¿No dice usted que la estancia en la cárcel sería un descanso para mí?

Oiga, Rodion Romanovitch, no tome mis palabras demasiado al pie de la letra. Acaso no encuentre usted en la cárcel ningún reposo. En fin de cuentas, esto no es más que una teoría, y personal por añadidura. Por lo visto, soy una autoridad para usted. Por otra parte, quién sabe si le oculto algo. Usted no me puede exigir que le revele todos mis secretos.¡Je, je!

»Pasemos a la segunda cuestión, al provecho que obtendría usted de una confesión espontánea. Este provecho es indudable. ¿Sabe usted que aminoraría considerablemente su pena? Piense en el momento en que haría usted su propia denuncia. Por favor, reflexione. Usted se presentaría cuando otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Y yo le juro ante Dios que me las compondría de modo que a la vista del tribunal gozara usted de todos los beneficios de su acto, el cual parecería completamente espontáneo. Le prometo que destruiríamos toda esa psicología y que reduciría usted a la nada todas las sospechas que pesan sobre usted, de modo que su crimen apareciese como la consecuencia de una especie de arrebato, cosa que en el fondo es cierta. Yo soy un hombre honrado, Rodion Romanovitch, y mantendré mi palabra.

Raskolnikof bajó la cabeza tristemente y quedó pensativo. Al fin sonrió de nuevo; pero esta vez su sonrisa fue dulce y melancólica.

No me interesa dijo como si no quisiera seguir hablando con Porfirio Petrovitch. No necesito para nada su disminución de pena.

¡Vaya! Esto es lo que me temía exclamó Porfirio como a pesar suyo Sospechaba que iba usted a desdeñar nuestra indulgencia.

Raskolnikof le miró con expresión grave y triste.

No, no dé por terminada su existencia continuó Porfirio. Tiene usted ante sí muchos años de ida. No comprendo que no quiera usted una disminución de pena. Es usted un hombre difícil de contentar.

¿Qué puedo ya esperar?

La vida. ¿Por qué quiere usted hacer el profeta? ¿Qué puede usted prever? Busque y encontrará. Tal vez le esperaba Dios tras este recodo..: Por otra parte, no le condenarán a usted a cadena perpetua.

Tendré a mi favor circunstancias atenuantes dijo Raskolnikof con una sonrisa.

Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo que le impide declararse culpable. Usted debería estar por encima de todo eso.

Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio repuso Raskolnikof con gesto despectivo.

Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una desesperación inocultable.

Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando burdamente, con una segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida? Inventa usted una teoría y después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco, pero usted no es un criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho menos. Me preguntará qué pienso de usted. Se lo diré: le considero como uno de esos hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá. En primer lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cambiar de aires. Y en segundo, el sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted. Mikolka tiene tal vez razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico, pero abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada: esa corriente le llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso no lo puedo saber. Pero estoy convencido de que le quedan a usted muchos años de vida. Bien sé que usted se estará diciendo que no hago sino desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras le parecerán un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con esta esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no haya usted matado más que a esa vieja, pues con otra teoría habria podido usted hacer cosas cientos de millones de veces peores. Dé gracias a Dios por no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión que aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha cometido una mala acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que usted no me cree, pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En este momento sólo necesita aire, aire, aire…

Al oír estas palabras, Raskolnikof se estremeció.

Pero ¿quién es usted exclamó para hacer el profeta? ¿Dónde está esa cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esas máximas llenas de una supuesta sabiduría?

¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida…, pero completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted. Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch. Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le dirá si soy un hombre vil o un hombre leal.

¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?

Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y ruegue a Dios. Esto es lo que le interesa, créame.

¿Y si huyera? preguntó Raskolnikof con una sonrisa extraña.

No, usted no huirá. Un mujik huiría; un revolucionario de los de hoy, también, pues se le pueden inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir? ¿Qué ganaría usted huyendo? Y ¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una situación determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si huyese usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera encarcelar, para un mes o dos, por ejemplo, o tal vez para tres, un buen día, téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría. Vendría usted aun sin darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación. Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa, Rodion Romanovitch. No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha engordado en el bienestar. El caso es que diga la verdad…, y no se burle usted. Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle. Mikolka tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovitch.

Raskolnikof se levantó y cogió su gorra. Porfirio Petrovitch se levantó también.

¿Va usted a dar una vuelta? La noche promete ser hermosa. Aunque a lo mejor hay tormenta… Lo cual seria tal vez preferible, porque así se refrescaría la atmósfera.

Porfirio Petrovitch dijo Raskolnikof en tono seco y vehemente, que no le pase por la imaginación que le he hecho la confesión más mínima. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Pero no he confesado nada, absolutamente nada. No lo olvide.

Entendido; no lo olvidaré… Está usted temblando… No se preocupe, amigo mío: se cumplirán sus deseos. Pasee usted, pero sin rebasar los límites… Ahora voy a hacerle un último ruego añadió bajando la voz. Es un punto un poco delicado pero importante. En el caso, a mi juicio sumamente improbable de que en estas cuarenta y ocho o cincuenta horas le asalte la idea de poner fin a todo esto de un modo poco común, en una palabra, quitándose la vida (y perdone esta absurda suposición), tenga la bondad de dejar escrita una nota; dos líneas, nada más que dos líneas, indicando el lugar donde está la piedra. Esto será lo más noble… En fin, hasta más ver. Que Dios le inspire.

Porfirio salió, bajando la cabeza para no mirar al joven. Éste se acercó a la ventana y esperó con impaciencia el momento en que, según sus cálculos, el juez de instrucción se hubiera alejado un buen trecho de la casa.

Entonces salió él a toda prisa.

Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikof se había dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el momento de tener una explicación con él.

Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigailof habría ido a visitar a Porfirio.

Raskolnikof suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando en ello, recordó todos los detalles de la visita de Porfirio y llegó a la misma conclusión negativa. Svidrigailof no había visitado al juez, pero ¿tendría intención de hacerlo?

También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No lograba explicárselo. Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar esta explicación, no habría intentado romperse la cabeza buscándola. Todo esto le atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era que aquella situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le preocupaba otra cuestión mucho más importante, extraordinaria, también personal, pero distinta. Por otra parte, sentía un profundo desfallecimiento moral, aunque su capacidad de razonamiento era superior a la de los días anteriores. Además, después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer nuevas dificultades, intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigailof ir a casa de Porfirio, procurar informarse, perder el tiempo con semejante hombre?

¡Qué fastidioso era todo aquello!

Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigailof. ¿Esperaba de él algo nuevo, un consejo, un medio de salir de aquella insoportable situación? El que se está ahogando se aferra a la menor astilla. ¿Era el destino o un secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente que la fatiga y la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible dirigirse a otro, no a Svidrigailof, al que sólo el azar había puesto en su camino.

¿A Sonia? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar otra vez? Además, Sonia le daba miedo. Representaba para él lo irrevocable, la decisión definitiva. Tenía que elegir entre dos caminos: el suyo o el de Sonia. Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de afrontar su presencia. No, era preferible probar suerte con Svidrigailof. Aunque muy a su pesar, se confesaba que Svidrigailof le parecía en cierto modo indispensable desde hacía tiempo.

Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de uno y otro eran diferentes. Por añadidura, Svidrigailof le era profundamente antipático. Tenía todo el aspecto de un hombre despejado, trapacero, astuto, y tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban de él cosas verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños de Catalina Ivanovna, pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un hombre Reno de segundas intenciones.

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