Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 8)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado lijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna. Y no digo esto como te dije ayer añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
Estoy incluso asombrado dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás…, o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación… ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
Es posible respondió fríamente Raskolnikof.
Digo esto continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.
Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.
¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje…
Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
Yo tampoco sé cómo darle las gracias dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso…, por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
No se preocupe usted repuso Zosimof sonriendo afectuosamente. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
Y no hablemos de ése dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y…
¡Qué tonterías dices! exclamó Rasumikhine. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar continuó
Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
Ésta es la razón de que le aprecie tanto exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas. ¡Tiene unos gestos…!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas pensó la madre. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente… ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él… ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría… y lloraría! Pero me da miedo…, sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
¡Ah, Rodia! dijo, respondiendo a las palabras de su hijo No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer… ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia… Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda…, pues estábamos solas, completamente solas terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
Sí, todo eso es muy enojoso dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida. ¿Qué otra cosa quería deciros? continuó, esforzándose por recordar. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
¡Qué ocurrencia, Rodia! exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía pensó Dunetchka. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
¿Manchas de sangre? preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello… Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.
¿Cuando estabas delirando? dijo Rasumikhine. Pues te acuerdas de todo.
Es cierto convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
El fenómeno es conocido observó Zosimof. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco, pensó Raskolnikof.
Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
La observación es muy justa respondió el médico. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.
Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? se apresuró a decir Rasumikhine. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
¿Cómo…? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa… A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho… Una verdadera desgracia… Tres huérfanos de corta edad… Hambrientos… No hay nada en la casa… Ha dejado otra hija… Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro… Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
¿Verdad, Dunia?
No repuso enérgicamente la joven.
¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso. Debí comprenderlo… Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor… Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería añadió, lamentando no haber sabido contenerse. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá terminó con voz entrecortada y tono tajante.
No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho repuso la madre alegremente.
No estés tan segura repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.
¿Qué Marfa Petrovna?
¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!
¡Ah, sí! Ahora me acuerdo dijo como si despertara de un sueño. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:
Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.
No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.
¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
La escena tuvo lugar por la mañana prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
¿A pesar de los golpes?
Ya se iba acostumbrando… Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida… Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
No es nada extraño observó Zosimof.
¿Y dices que la paliza había sido brutal?
Eso no influyó dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
Es que no sabía de qué hablar, hijo mío se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.
¿Es posible que todos me temáis? dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
Sí, te tememos respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico… Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo… Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto… Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz… Te equivocas, Dunia… Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
Basta, mamá dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.
Pero ¿qué te pasa?le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? exclamó de súbito. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
¿Qué te ha pasado, Rodia? preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.
Nada respondió el joven: que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
Si es una tontería, lo celebro dijo Zosimof levantándose. Pues hasta a mí me ha parecido… Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde… Supongo que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
Es un hombre excelente dijo Pulqueria Alejandrovna.
Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte… Y ahí tenéis otro hombre excelente añadió señalando a Rasumikhine. ¿Te ha sido simpático, Dunia? preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
Mucho respondió Dunia.
¡No seas imbécil! exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
Pero ¿adónde vas?
Tengo que hacer.
Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate… ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.
Es un regalo de Marfa Petrovnadijo Dunia.
Un regalo de alto precio añadió Pulqueria Alejandrovna.
Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
Yo creía que era un regalo de Lujine dijo Raskolnikof. No, Lujine todavía no le ha regalado nada.
¡Ah!, ¿no…? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.
Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza añadió, pensativo y bajando la cabeza y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto… Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente… Era fea… En realidad, no sé qué atractivo veía en ella… Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera…
No, no fue simplemente una locura pasajera dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
¿La amas aún? preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
¿A ella? ¿Ahora…? Sí… Pero… No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo… ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió…! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas… Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas…? ¿Y por qué me interrogáis? exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
¿Esta habitación? dijo Raskolnikof, distraído. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello… Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.
Tengo algo que decirte, Dunia manifestó secamente y con grave semblante. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
¡Pero Rodia! ¿Otra vez. Las ideas de anoche? exclamó Pulqueria Alejandrovna. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.
Óyeme, Rodia repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.
«Miente se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia. ¡La muy orgullosa…! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»
En una palabra continuó Dunia, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
¿Dices que lo cumplirás todo? preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente… ¿Por qué vuelves a reírte?
¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí… Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices… Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma… Todavía no he matado a nadie… ¿Por qué me miras de ese modo…? ¡Estás pálido…! ¿Qué te pasa, Rodia…? ¡Rodia, querido Rodia!
¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa exclamó Pulqueria Alejandrovna.
No, no…, no ha sido nada… Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado… No piensas más que en eso… ¿Qué es lo que yo quería decir…? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho…? ¿O acaso he entendido mal?
Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
No sé por qué me ha de preocupar este asunto… Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.
No comprendo absolutamente nada dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla te hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.
Todos los hombres de su profesión escriben así dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.
¿Es que has leído la carta?
Sí.
Tenemos buenos informes de él, Rodia dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa. Nos los han dado personas respetables.
Es el lenguaje de los leguleyos dijo Rasumikhine. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.
Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario… En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
No repuso Dunetchka vivamente, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.
Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia… La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
¿Qué piensas hacer, Rodia? preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
¿A qué te refieres?
Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si… si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?
Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo terminó secamente haré lo que vosotras me digáis.
Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche dijo Dunia. ¿Vendrás?
Iré.
También a usted le ruego que venga añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior por primera vez, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
¡Ah! ¿Es usted? exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.
Estaba muy lejos de esperarla le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.
Y tú siéntate ahí dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:
Sólo… sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan… y que después venga a casa, a su casa, para la comida… Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
Haré todo lo posible por… No, no faltaré repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también. Tenga la bondad de sentarse dijo de pronto. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
Mamá lijo con voz firme y vibrante, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche… Ya os he contado…
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.
Quería preguntarle dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.
¿Sus protestas?
Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.
¿O sea que hoy se lo llevarán?
Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
¡Hasta comida de funerales…!
Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.
El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla… O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar… Es un consuelo para ella… Ya sabe usted cómo es…
Comprendo, comprendo… También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.
¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.
Como es natural, Rodia dijo la madre, poniéndose en pie, comeremos juntos… Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras… lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.
Iré, iré se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose. Además, tengo cosas que hacer.
¿Qué quieres decir con eso? exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?
Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento… ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?
¡No, no! Puede quedarse… Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.
Yo también se lo ruego dijo Dunia.
Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.
Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós… Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!
Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
Adiós, Dunia dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella. Dame la mano.
¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.
Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
¡Todo ha salido a pedir de boca! dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria…
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa…! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!
Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas…
Sin embargo, tú no has sido comprensiva dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka…? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.
No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? preguntó indiscretamente.
Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen…! Mira, transportan un piano… Aquí la gente anda empujándose… Esa muchacha me inquieta.
¿Qué muchacha?
Esa Sonia Simonovna.
¿Por qué te inquieta?
Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
¡Eso es absurdo! exclamó Dunia, indignada. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.
Ya veremos quién tiene razón… Desde luego, esa joven me inquieta… He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir… ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta… No me cabe duda de que está enamorado de ella.
No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado…? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
¡Ojalá sea así!
Y Piotr Petrovitch es un chismoso exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.
Ven; tenemos que hablar dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.
Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo… Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
Quiero hablarte de ése…, ¿cómo se llama…? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch… Tú le conoces, ¿verdad?
¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? preguntó con viva curiosidad.
Creo que es él el que instruye el sumario de… de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?
Sí, ¿y qué? preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado…, muy poca cosa…, una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya Sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio… ¿Qué te parece…? Así se solucionaría más rápidamente el asunto… Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo… Me has dado una verdadera alegría… Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.
De acuerdo: vamos.
Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti…! Ayer mismo te nombramos… ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo…! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
Sonia Simonovna rectificó Raskolnikof. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho…
Si se han de marchar ustedes… comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
Vamos decidió Raskolnikof. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
No has cerrado la puerta dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.
No la cierro nunca… Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:
¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna…? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
Sí, ¿no se acuerda?
Sí, sí; ya recuerdo.
Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna…
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
Si al menos no viniera hoy… murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación…! Allí verá…
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
… he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? pensó. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
¡Qué casualidad! exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? dijo el caballero alegremente. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
Sí, somos vecinos continuó el caballero, con desbordante jovialidad. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
Has tenido una gran idea, querido, una gran idea dijo varias veces. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
¿Cuándo estuve por última vez? preguntó, deteniéndose como para recordar mejor. Me parece que fue tres días antes del crimen… Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
¡Comprendido, comprendido! exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo. Esto explica que te mostraras entonces tan… impresionado… E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas… Todo aclarado; ya se ha aclarado todo…
«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»
¿Crees que encontraremos a Porfirio? preguntó Raskolnikof en voz alta.
¡Claro que lo encontraremos! repuso vivamente Rasumikhine. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales… Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.
¿Grandes deseos? ¿Por qué?
Bueno, tal vez he exagerado… Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco… Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles… Ayer, Zamiotof… Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
Si, si… ¡digo, no…! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.
Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.
Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
«Otro que me compadece pensó, con el corazón agitado y palideciendo. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada… No, no; esto también podría parecer poco natural… En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos… En seguida veremos lo que sucede… ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma… El corazón me late con violencia… Mala cosa.»
Es esa casa gris lijo Rasumikhine.
«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
¿Sabes lo que te digo? preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.
¿Agitación? Nada de eso repuso, mortificado, Rasumikhine.
No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
¡Imbécil!
Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
Oye, oye… Hablemos en serio… Quiero saber… balbuceó Rasumikhine, aterrado. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido… ¡Eres un majadero!
Estás hecho una rosa de primavera… ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.
¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
¡Demonio de hombre! gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
No hay que romper los muebles, señores míos exclamó Porfirio Petrovitch alegremente. Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
Le ruego que me perdone…
Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable… repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.
Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.
¡Imbécil! exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva comentó Porfirio echándose a reír.
Oye, juez de instrucción… empezó a decir Rasumikhine. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.
¡Basta de tonterías! dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch. Sois todos unos imbéciles… Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo… ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
Nos conocimos anoche en tu casa respondió.
No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.
«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
Tendrá que prestar usted declaración ante la policía repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.
Pero lo que ocurre dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero…
Eso no importa le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega…
¿Puedo escribirle en papel corriente? le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:
Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe…
Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
Tú todo lo tomas a broma dijo con una irritación que no tuvo que fingir. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar manifestó dirigiéndose a Porfirio, y si se enterase continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? pensó Raskolnikof, temblando de inquietud. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
¿De modo que su madre ha venido a verle? preguntó Porfirio Petrovitch.
Sí.
¿Y cuándo ha llegado?
Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
Sus objetos no pueden haberse perdido manifestó al fin, tranquilo y fríamente. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
¿Dices que lo esperabas? preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.
¡Qué memoria tiene usted! exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:
He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno…, y… y…
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.
No me sentía bien.
Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
Pues me encuentro admirablemente replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
Dice que no se sentía bien exclamó Rasumikhine, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado… Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie… Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
¿En pleno delirio? ¡Qué locura! exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.
¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra…! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
Me fastidiaron insoportablemente dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.
Me pareció dijo al fin Zamiotof secamente que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre… prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
Y hoy intervino Porfirio Petrovitch Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
¡Ahí tenemos otra prueba! exclamó al punto Rasumikhine. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías…
A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado…
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle… Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
Danos un poco de té dijo Rasumikhine. Tengo la garganta seca.
Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti… ¿No quieres nada sólido antes?
¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta… Las cosas que dicen son perfectamente normales… Sin embargo, se percibe tras ellas algo que… Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención… ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono… Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada… Vuelvo a sentir fiebre… ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado… ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme…? ¿Me desprecian…? ¿Son suposiciones mías…? ¿Lo saben todo…? Zamiotof se muestra insolente… ¿No me equivocaré…? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí… Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada… ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse… He hecho muy bien en decir esto… Puede serme útil… Dirán que es una crisis de delirio… ¡Ja, ja, ja…! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre… Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño… Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso… Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere… ¿Para qué habré venido…? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista… Es evidente que tengo los nervios de punta… Pero tal vez esto sea lo mejor… Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo… Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme… ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces. Aún estoy algo trastornado.
¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen…? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
Yo no veo nada de extraordinario en ello repuso Raskolnikof distraídamente. Es una simple cuestión de sociología.
La cuestión no se planteó en ese aspecto observó Porfirio.
Cierto: no se planteó exactamente así reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita… Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
¡Gran error! exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |