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Crimen y castigo por Fedor Dostoiewski (página 10)


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Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.

Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.

Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir… Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente… perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.

Realmente está usted loco exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?

Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido use que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.

Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.

Basta ya dijo Raskolnikof. Su proposición es de una insolencia imperdonable.

No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a mi hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?

Es muy posible.

Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.

No lo haré.

En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.

Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?

Pues… no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!

No cuente con ello.

Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.

¿Usted cree?

¿Por qué no? exclamó Svidrigailof con una sonrisa.

Se levantó y cogió su sombrero.

¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de… Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.

¿Dónde me ha visto usted esta mañana? preguntó Raskolnikof con visible inquietud.

Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común… Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda… Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado… Además, tal vez suba en el globo de Berg.

Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?

¿Qué viaje?

El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.

¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo… Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!

Lanzó una risita aguda.

A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.

¿Aquí?

Sí.

No ha perdido usted el tiempo.

Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio… Adiós, hasta la vista… ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.

¿Habla usted en serio?

Sí. Dígaselo a su hermana… Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.

Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.

Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.

¿Quién era ese señor que estaba contigo? preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.

Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder decírtelo.

¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?

No lo sé.

¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.

¿Te has fijado en él? preguntó Raskolnikof tras una pausa.

Sí, lo he podido observar perfectamente.

¿De veras lo has podido examinar bien? insistió Raskolnikof.

Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.

Callaron nuevamente.

Oye murmuró Raskolnikof, ¿sabes que…? Mira, estaba pensando que… ¿no habrá sido todo una ilusión?

Pero ¿qué dices? No lo entiendo.

Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.

Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.

Pero ¿qué disparates estás diciendo?

Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.

¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?

Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.

Bueno, te lo voy a contar todo dijo. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra… Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.

Tienes razón dijo Raskolnikof.

Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo…? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»

Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!

En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.

Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.

Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.

Deseo que hayan tenido un buen viaje dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.

Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.

Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia Romanovna?

Yo soy joven y fuerte y no me fatigo repuso Dunia; pero mamá ha llegado rendida.

¿Qué quieren ustedes?dijo Lujine. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima… A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.

Pues sí, Piotr Petrovitch se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.

¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.

Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.

Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la conversación.

¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? preguntó, echando mano de su supremo recurso.

¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.

¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.

Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.

¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?

Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.

¡Ah, Piotr Petrovitch! exclamó Pulqueria Alejandrovna. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.

Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Maria Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole. A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.

¡Señor Señor! exclamó Pulqueria Alejandrovna.

Raskolnikof escuchaba atentamente.

¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? preguntó severamente Avdotia Romanovna.

Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.

Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.

Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.

Eso lo ignoraba respondió Dunia secamente. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros decían de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba que se había suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo siempre he visto que el señor Svidrigailof trataba a sus sirvientes de un modo humanitario. Por eso incluso le querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de la muerte de Filka.

Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.

No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego dijo Dunia. Es un asunto que me pone nerviosa.

Hace un rato ha estado en mi casa dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez.

Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.

Hace cosa de hora y media continuó Raskolnikof, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación. Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.

¡Dios sea loado! exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose. ¡Reza por ella, Dunia, reza por ella!

Eso es cierto no pudo menos de reconocer Lujine.

Bueno, ¿y qué más? preguntó vivamente Dunetchka.

Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.

Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? preguntó, inquieta, Pulqueria Alejandrovna. ¿Te lo ha explicado?

Ya os he dicho que sí.

Bien, ¿qué quiere proponerle?

Ya hablaremos de eso después.

Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.

Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.

Un asunto urgente me obliga a dejarles dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose: Así podrán ustedes conversar más libremente.

No se vaya, Piotr Petrovitch dijo Dunia. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.

Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna dijo Lujine con acento solemne.

Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:

En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.

Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.

He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión dijo Dunia. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.

Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.

Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.

Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch replicó Dunia, con cierta impaciencia. Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mi, debe comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.

Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos dijo Lujine con irritación creciente. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son incompatibles con mi…

Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch le interrumpió Dunia con voz algo agitada y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.

Sus palabras, Avdotia Romanovna repuso Lujine, herido en su amor propio, son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de un joven… Lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted… Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.

¡Cómo! exclamó Dunia enérgicamente. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!

Raskolnikof 'tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pero Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.

El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal repuso sentenciosamente. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano… Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí… Su hijo añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, ayer, en presencia del señor Razudkine… Perdone si no es éste su nombre dijo, inclinándose amablemente ante Rasumikhine, pues no lo recuerdo bien… Su hijo repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?

No lo recuerdo repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación. Yo dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.

Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.

Piotr Petrovitch replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.

Bien dicho, mamá aprobó Dunia.

Entonces soy yo el que está equivocado dijo Lujine, ofendido.

Es que usted, Piotr Petrovitch dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las palabras de su hija, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.

No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.

Usted ha dicho manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine, que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce. Esto es una calumnia y una villanía.

Perdone usted dijo Lujine, temblando de cólera, pero si en mi carta he hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte, le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude. ¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro indigno?

A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.

¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana y de su madre?

Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.

¡Rodia! exclamó Pulqueria Alejandrovna.

Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y despectivamente.

Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación. Creo que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán ustedes secretos que comunicarse.

Se levantó y cogió su sombrero.

Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta.

Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.

Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto. Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo. Mi hija ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.

Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando añadió Lujine secamente.

Esa observación dijo Dunia, indignada puede ser una prueba de que usted ha especulado con nuestra pobreza.

Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.

¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna.

Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.

¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? preguntó Raskolnikof.

Sí, Rodia; estoy avergonzada y, pálida de ira, gritó a Lujine: ¡Salga de aquí, Piotr Petrovitch!

Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.

Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.

¡Qué insolencia! gritó Dunia, irritada. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!

¿Cómo se atreve a hablar así? exclamó Lujine, desconcertado, pues en ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.

¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! replicó vivamente Pulqueria Alejandrovna. ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí…

No obstante, Pulqueria Alejandrovna exclamó Lujine, exasperado, usted me ató con una promesa que ahora retira. Y, además…, además, nuestro compromiso me ha obligado a…, en fin, a hacer ciertos gastos.

Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.

En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.

¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!

Basta, mamá, basta dijo Dunia en tono suplicante. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.

Ya me voy repuso Lujine, ciego de cólera. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.

¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.

¡Es usted un hombre vil y malvado! lijo Dunia.

¡Quieto! exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.

Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:

¡Salga de aquí, y ni una palabra más!

Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.

Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba cosa notable que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.

Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud. Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.

Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites… Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola… Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso… No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.

¡Compararme con semejante individuo…!

Al que más temía era a Svidrigailof… En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.

No, he sido yo la principal culpable decía Dunia, acariciando a su madre. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodia.

¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! murmuró Pulqueria Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.

Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de servirlas… Además, sabía Dios lo que podría suceder… Sin embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso a su imaginación. Raskolnikof era el único que permanecía impasible, distraído, incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Lujine, ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunia no pudo menos de creer que seguía disgustado con ella, y Pulqueria Alejandrovna lo miraba con inquietud.

¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? le preguntó Dunia.

¡Eso, eso! exclamó Pulqueria Alejandrovna.

Raskolnikof levantó la cabeza.

Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo presente.

¿Verla? ¡De ningún modo! exclamó Pulqueria Alejandrovna. ¡Además, tiene la osadía de ofrecerle dinero!

Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof, omitiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo indispensable.

¿Y tú qué le has contestado? preguntó Dunia.

Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contradictorio.

¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido?

Os confieso que no lo acabo de entender. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez minutos se olvida de ello… De pronto me ha dicho que se quiere casar y que le buscan una novia… Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno seguramente. Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan ingenuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti… Yo, desde luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba síntomas de locura… Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.

¡Que Dios la tenga en la gloria! exclamó Pulqueria Alejandrovna. Siempre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.

Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensativa.

Algún mal propósito abriga contra mí murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento.

Raskolnikof advirtió este temor excesivo.

Creo que tendré ocasión de volverle a ver dijo a su hermana.

¡Lo vigilaremos! exclamó enérgicamente Rasumikhine. ¡Me comprometo a descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodia. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotia Romanovna?

Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.

Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación. Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.

¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? exclamó el estudiante, dejándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acépteme como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido todavía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo. A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar. Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora?

Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicaciones sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que editando buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener beneficios. Ser editor constituía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de anticipo que le correspondían. Raskolnikof no se había dejado engañar.

¿Por qué despreciar un buen negocio exclamó Rasumikhine con creciente entusiasmo, teniendo el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda tendremos que trabajar de firme, pero trabajaremos. Trabajará usted Avdotia Romanovna; trabajará su hermano y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel, impresión, venta…), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego, ganaremos lo suficiente para vivir.

Los ojos de Dunia brillaban.

Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch. Yo, como es natural dijo Pulqueria Alejandrovna, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. Respecto a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.

Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodia.

¿Tú qué opinas? preguntó Dunia a su hermano.

A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuanto a la capacidad de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio… Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.

¡Hurra! gritó Rasumikhine. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes… Pero oye, ¿adónde vas?

¿Por qué te marchas, Rodia? preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquietud.

¡Y en este momento! le reprochó Rasumikhine.

Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.

¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! exclamó en un tono extraño. No me enterréis tan pronto.

Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!

Sin embargo dijo distraídamente, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!

Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.

Pero ¿qué te pasa, Rodia? preguntó ansiosamente su madre.

¿Dónde vas? preguntó Dunia con voz extraña.

Me tengo que marchar repuso.

Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.

Yo quería deciros… continuó. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que… debemos separarnos por algún tiempo… No me siento bien… Los nervios… Ya volveré… Más adelante…, cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor… No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario…, y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.

¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna.

La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.

¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! exclamó la pobre mujer.

Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.

¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? murmuró, indignada.

Ya volveré, ya volveré a veros dijo a media voz, casi inconsciente.

Y se fue.

¡Mal hombre, corazón de piedra! le gritó Dunia.

No es malo, es que está loco murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.

Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:

En seguida vuelvo.

Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras:

Sabía que vendrías… Vuelve al lado de ellas; no las dejes… Ven también mañana; no las dejes nunca… Yo tal vez vuelva…, tal vez pueda volver. Adiós.

Se alejó sin tenderle la mano.

Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!

Raskolnikof se detuvo de nuevo.

Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré… No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí… Déjame…, pero a ellas no las abandones… ¿Comprendes?

El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron… Rasumikhine se puso pálido como un muerto.

¿Comprendes ahora? preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa. Vuelve junto a ellas añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.

No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta… En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.

Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.

¿Quién va? preguntó una voz de mujer con inquietud.

Soy yo, que vengo a su casa dijo Raskolnikof.

Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.

¡Dios mío! ¿Es usted? gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.

¿Es éste su cuarto?

Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.

Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.

Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.

La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.

Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.

He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.

Sí, sí, son las once ya balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las…

Vengo a su casa por última vez dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita. Acaso no vuelva a verla más añadió.

¿Se va de viaje?

No sé, no sé… Mañana, quizá…

Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.

No lo sé… Quizá mañana por la mañana… Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle…

Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.

¿Por qué está de pie? Siéntese le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.

Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.

¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.

Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.

Siempre he sido así dijo Sonia.

¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?

Sí.

¡Claro, claro! dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.

Volvió a pasear su mirada por la habitación.

Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?

Sí.

Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?

Sí; tienen una habitación parecida a ésta.

¿Sólo una para toda la familia?

Sí.

A mí, esta habitación me daría miedo dijo Rodia con expresión sombría.

Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.

Son tartamudos, ¿verdad?

Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre… no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean… Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?

Su padre me lo contó todo… Por él supe lo que le ocurrió a usted… Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.

Sonia se turbó.

Me parece murmuró, vacilando que hoy lo he visto.

¿A quién?

A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna…

No, usted iba… paseando.

Sí murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.

Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?

¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!

Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.

Ya veo que la quiere usted.

¡Claro que la quiero! exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento. Usted no la… ¡Ah, si usted supiera…! Es como una niña… Está trastornada por el dolor… Es inteligente y noble… y buena… Usted no sabe nada… nada…

Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.

¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor…! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce… ¡Es tan desgraciada! Está enferma… Sólo pide justicia… Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama… Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita… Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame… Es una mujer justa, muy justa.

¿Y qué va a hacer usted ahora?

Sonia le dirigió una mirada interrogante.

Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber… Pero ¿qué van a hacer ahora?

No lo sé respondió Sonia tristemente.

¿Seguirán viviendo en la misma casa?

No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.

¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?

¡Oh, no! Ella no piensa en eso… Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.

Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.

Además, ¿qué quiere usted que haga? continuó Sonia con vehemencia creciente. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería…! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe…? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero… ¡Qué pena da ver estas cosas!

Ahora comprendo que lleve usted esta vida dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.

¿Es que usted no se compadece de ella? exclamó Sonia. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar…! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella… Y así muchas veces… Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!

Se retorcía las manos con un gesto de dolor.

¿Dice usted que fue mala con ella?

Sí, fui mala… Yo había ido a verlos continuó llorando, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme…» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! me dijo. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante… ¿En qué vestido los habría puesto…? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada…! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón… No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije…!

¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?

Sí. ¿Usted también la conocía? preguntó Sonia con cierto asombro.

Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.

¡Oh, no, no!

Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.

Lo mejor es que muera dijo Raskolnikof.

¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.

¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.

¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.

Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.

Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? siguió preguntando despiadadamente.

¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.

¿Por qué imposible? preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños…

¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! gritó Sonia con voz ahogada.

Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.

Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.

¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.

No murmuró Sonia.

No me extraña. ¿Lo ha intentado? preguntó con una sonrisa burlona.

Sí.

Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.

Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.

¿Es que no gana usted dinero todos los días? preguntó Rodia.

Sonia se turbó más todavía y enrojeció.

No murmuró con un esfuerzo doloroso.

La misma suerte espera a Poletchka dijo Raskolnikof de pronto.

¡No, no! ¡Eso es imposible! exclamó Sonia.

Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.

¡Dios no permitirá una abominación semejante!

Permite otras muchas.

¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! gritó Sonia fuera de sí.

Tal vez no exista replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.

Seguidamente se echó a reír y la miró.

Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.

Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos dijo Raskolnikof tras un breve silencio.

Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo… De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.

¿Qué hace usted? balbuceó.

Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.

Él se puso en pie.

No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano dijo en un tono extraño.

Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:

Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.

¿Eso ha dicho? exclamó Sonia, aterrada. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy… una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?

Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda continuó ardientemente, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio…! Y ahora dime añadió, iracundo: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.

Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.

Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente habia pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.

Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.

«Sólo tiene tres soluciones siguió pensando Raskolnikof: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»

Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.

«Pero ¿es esto posible? siguió reflexionando. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna…? No, no; esto es imposible exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia… Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro…? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»

Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.

¿Rezas mucho, Sonia? le preguntó.

La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.

¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?

Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.

«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.

Pero ¿qué hace Dios por ti? siguió preguntando el joven.

Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.

¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.

«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.

Dios todo lo puede dijo Sonia, bajando de nuevo los

«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.

Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.

«Está loca, está loca», se repetía.

Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.

¿De dónde has sacado este libro? le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.

Me lo han regalado respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.

¿Quién?

Lisbeth.

« ¡Lisbeth! ¡Qué raro! », pensó Raskolnikof.

Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.

¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? preguntó de pronto.

Soma no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.

Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.

Sonia le miró de reojo.

Están en el cuarto Evangelio repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.

Toma; busca ese pasaje y léemelo.

Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.

« Dentro de quince días o de tres semanas murmuró para sí habrá que ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»

Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.

¿Es que usted no lo ha leído nunca? preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.

Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño… Lee.

¿Y no lo ha leído en la iglesia?

Yo… yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?

Pues… no balbuceó Sonia.

Raskolnikof sonrió.

Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?

Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.

¿Por quién?

Por Lisbeth. La mataron a hachazos.

La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.

Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.

Sí. Era una mujer justa y buena… A veces venía a verme… Muy de tarde en tarde. No podía venir más… Leíamos y hablábamos… Ahora está con Dios.

¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?

«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.

¡Lee! ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.

Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.

¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe murmuró Sonia con voz entrecortada.

¡Lee! insistió Raskolnikof. ¡Bien le leías a Lisbeth!

Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.

«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo…», articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.

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