Estos aspectos de la ética aristotélica representan una concesión a la cultura griega de aquel tiempo y, desde luego, se encuentran a enorme distancia de un planteamiento como el kantiano, según el cual el ámbito del deber moral se extiende al ser humano en cuanto tal, defendiendo por ello una igualdad esencial entre todos los hombres -al margen de que la ética kantiana sea criticable por su defensa irracional de un deber incondicional como el representado por el imperativo categórico y al margen de que la misma defensa kantiana de la dignidad absoluta del ser humano como criterio de moral no tenga otro fundamento que el meramente convencional, relacionado con el propio interés de los seres humanos frente al del resto de animales, que de forma espontánea "luchan por su vida" sin preguntarse por la existencia o la inexistencia del derecho a devorar a las presas que son condición de su propia existencia. Es verdad, por otra parte, que desde el momento en que se deja de lado cualquier forma de intuicionismo o de moral "teonómica", la moral se convierte en algo convencional en lo que cabe tanto la esclavitud o la piratería, aceptada por Aristóteles (y antes por Homero o por Tucídides) como una actividad honorable, o cualquier tipo de leyes que quiera establecer el grupo político dominante, el cual, tal como indicaba Marx, las impondría en la sociedad, siendo progresivamente interiorizadas por ésta como normas valiosas en sí mismas o "por naturaleza", pero en cualquier caso como una parte de la "superestructura ideológica" de la comunidad política correspondiente,
Por ello, su defensa de este totalitarismo social restringido no puede verse como una defensa radical del fundamento social de la moral, no sólo por lo que se acaba de indicar sino también porque ni siquiera su defensa de lo que repercute en el bien de una parte de la pólis es lo definitivo, pues lo que realmente importa es que la pólis sea fuerte a fin de poder ofrecer al individuo de manera paradójica las condiciones más adecuadas para la realización más plena de su vida, las cuales sólo pueden encontrarse en medio de una vida alejada y despreocupada de los asuntos de la pólis a fin de poder dedicarse a la vida teorética que representa la actividad más propia de su naturaleza.
Tanto Nietzsche como después Wittgenstein dijeron acertadamente que Ética y Estética eran una misma cosa: Desde el momento en que se desenmascara el origen convencional de la moral, impuesta por una clase dominante, el ser humano queda liberado de la presión del supuesto "deber" y sus acciones comienzan a emanar de un simple e inocente "querer", individualista o social, un "querer" que es más o menos excluyente respecto a los demás seres vivos, humanos y no humanos, sin que exista nada que tenga otro derecho que el de su propio poder para imponer obligación "moral" alguna, y de la peculiaridad de los seres humanos para aceptarlas y para llegar a la convicción absurda de que deben acatar tales "obligaciones" como si tuvieran un valor sagrado por ellas mismas y al margen del propio querer, el cual se relaciona con la Estética en cuanto los valores estéticos son igualmente subjetivos y en cuanto lo que uno quiere coincide con lo que le gusta -y esto último con lo que impulsa la vida, como diría Nietzsche-. Parece que desde tiempos inmemoriales los seres humanos han vivido tan esclavizados respecto a un grupo dominante que ahora les resulta poco menos que imposible aceptar la idea de que no existe ninguna obligación de actuar de otro modo que como uno desee, y que toda norma tiene carácter convencional, habiendo sido impuesta en general por las clases dominantes o por una tradición que tendría como origen las clases dominantes del pasado.
3. El fundamento eudemonista de la ética aristotélica.
Finalmente Aristóteles, especialmente en los libros I, III, VI, VII y X de la Ética Nicomáquea, desarrolla ampliamente su doctrina ética más propia, el eudemonismo de carácter individualista, que precisamente por esta última cualidad implicará una incoherencia insuperable respecto a los fundamentos intuicionista y social. Pero, en cualquier caso, este fundamento representa el mayor logro de la ética aristotélica, tanto por ella misma como por su coherencia con otras doctrinas aristotélicas al margen de la Ética. Sin embargo, la existencia en la obra aristotélica de doctrinas morales contrarias a su eudemonismo representa una incoherencia cuya crítica se omitirá en gran medida para analizar mejor la estructura de esta última perspectiva más propiamente aristotélica.
La subordinación del fundamento social con respecto al eudemonista se relaciona con una perspectiva según la cual, aunque la vida y la colaboración con los miembros de la propia en sociedad tiene un valor importante, sin embargo tiene un valor secundario para el individuo en cuanto hay un valor superior, la vida teorética, respecto al cual las virtudes éticas representan el punto de apoyo para que éste pueda dedicarse a la forma de vida en la cual consiste la eudaimonía. En este sentido, al final del libro VI de la Ética Nicomáquea dice Aristoteles que del mismo modo que el valor de la medicina es el de ser un medio para la salud, por lo mismo la prudencia [phrónesis] -y la virtud en general habría que añadir- es un medio para gozar de la sabiduría, la cual representa el valor supremo:
"[la prudencia (así como las demás virtudes)] no tiene supremacía sobre la sabiduría […], como tampoco la tiene la medicina sobre la salud [50]
Pero, siendo realista respecto a las posibilidades del individuo para dedicarse a la vida teorética, a pesar de ser la forma de vida más propia de acuerdo con su esencia, Aristóteles considera igualmente que después de la vida teorética la mejor forma de vida para alcanzar cierto grado de eudaimonía "será la vida conforme a las demás virtudes"[51], es decir, la vida conforme a las virtudes éticas, que tienen carácter social.
Es sorprendente que R. A. Gauthier, a partir de la consideración de que el bien humano es el bien de la razón y de que la obligación moral consiste para Aristóteles en el sometimiento de lo irracional a la razón, juzgue que "la moral de Aristóteles no es un "eudemonismo" en el sentido kantiano del término"[52] y considere que la obligación moral consiste en el imperativo de la razón que busca someter a la parte irracional del alma a fin de conseguir el bien[53]olvidando que, aunque Aristóteles defiende la necesidad de que lo irracional se someta al control de la razón, en cuanto el fin de este sometimiento no es otro que el de la consecución de la eudaimonía, la ética aristotélica es indudablemente eudemonista en el sentido kantiano negado por R. A. Gauthier, por cuanto el propio imperativo de la razón está subordinado a la consecución de la felicidad, como, por otra parte, el propio Gauthier reconoce poco después.
Sin embargo, no es del todo claro que tal incoherencia se haya dado, pues, aunque es verdad que en muchas ocasiones Aristóteles defiende una ética de carácter social, es más que discutible que tal defensa haya significado conceder a la moral social un valor absoluto, pues al analizar los textos en que aparecen los diversos valores sociales Aristóteles hace referencia casi siempre al honor y a la nobleza de actuar de acuerdo con tales valores, pero nunca al deber absoluto de hacerlo. No obstante, si se consideran aisladamente determinadas afirmaciones aristotélicas, se podría encontrar en ellas argumentos para seguir pensando que su ética se centra en la idea del bien común -que, según se ha podido ver, no es tan "común"- como fundamento de un deber absoluto, al margen de la fundamentación eudemonista, como cuando afirma:
"hay quizá cosas […] a las que no puede uno ser forzado, sino que debe preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos"[54],
o también cuando afirma:
"el hombre bueno hace muchas cosas por causa de sus amigos y de su patria, hasta morir por ellos si es preciso"[55],
pues esta impresión, aunque parece acertada a primera vista, debe corregirse en cuanto se tenga en cuenta que el principio que determina este comportamiento no es de cumplir con un deber situado por encima de los propios intereses sino, en último término, el de conseguir el mayor bien individual, relacionado con la nobleza o con la belleza de la acción realizada, tal como Aristóteles indica de modo explícito cuando afirma:
"éste es igualmente el caso de los que dan su vida por otros: eligen, sin duda, un gran honor para sí mismos. También se desprenderán de su dinero para que tengan más sus amigos; porque el amigo tendrá así dinero, y él tendrá gloria; por tanto él escoge para sí el bien mayor"[56].
Es decir, por una parte, se observa la exaltación de aquellos modos de conducta en los que el hombre bueno [spoudaíos] se sacrifica por sus amigos y por su patria "hasta morir por ellos si es preciso", y ello sugiere que para Aristóteles el individuo debe situar el bien de la pólis por encima de su propio bien, convirtiéndose ésta en el valor supremo que debe regir su conducta de manera absoluta; pero, por otra, indica que el dar la vida por los otros y el desprenderse de las propias riquezas implica obtener un mayor bien a nivel individual, y con estas aclaraciones pone de relieve nuevamente:
1º) que el bien común, el bien de los amigos y, en definitiva, el bien de la pólis son elementos esenciales para fijar el valor moral de las acciones;
2º) que, a pesar de todo, el bien individual sigue siendo el criterio último de moralidad, puesto que, con la búsqueda del bien para la comunidad, el individuo "escoge para sí el bien mayor"; y
3º) que el honor y la gloria individual, el prestigio y el triunfo social juegan un papel de gran relevancia a la hora de justificar las acciones que implican un sacrificio por los demás, pero, en definitiva, van unidas especialmente a la satisfacción individual que proviene del reconocimiento social. Como luego se verá, virtudes como la de la megalopsykhía o la de la megaloprepeía adquieren precisamente su sentido a partir de estas consideraciones.
Sin embargo, hay algunas ocasiones en que Aristóteles es incoherente con su eudemonismo individualista que queda postergado en favor de su defensa de una moral social. Así sucede en los momentos en que defiende la existencia de ciertos deberes respecto a la sociedad, que hay que cumplir incluso aunque ello implique la pérdida de la propia vida, afirmando en este sentido:
"hay quizá cosas […] a las que no puede uno ser forzado, sino que debe preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos"[57].
No obstante conviene observar que la frase no es afirmativa, aunque Aristóteles parezca inclinarse en su favor, sino dubitativa, tal como queda expresado por el término "quizá" [ísos]. Quizá en estos momentos el gran pensador griego duda porque ya antes, en el libro primero de la Ética Nicomáquea, dejando cualquier planteamiento relacionado con el deber, había afirmado que todos los hombres actúan por un fin, que ese fin era la felicidad y que la felicidad no podía consistir simplemente en la virtud, entre otros motivos porque
"parece posible que el que posee la virtud […] padezca grandes males y los mayores infortunios"[58],
mientras que la felicidad es incompatible con tales males. Pero, además, al comparar la virtud de la phrónesis con la de la sabiduría, afirma de manera inequívoca que la prudencia (phrónesis), virtud esencial y condición necesaria para la posesión de las demás virtudes, es sólo un medio, mientras que el fin es la sabiduría en cuanto la felicidad del hombre consiste es la actividad de acuerdo con esta virtud dianoética. En cualquier caso, estos momentos de duda o incluso de afirmaciones contradictorias del deber de realizar determinadas acciones tiene una importancia secundaria en el contexto de la ética aristotélica, donde lo que destaca de manera especialmente clara es el individualismo eudemonista, el cual supone un progreso radical respecto a la moral social absoluta, en la que sin justificación suficiente se situaba a la pólis como fuente de la que emanaba el dictamen acerca de qué era lo justo o lo injusto, qué era debido o prohibido, qué era noble o innoble, laudable o condenable, virtuoso o vicioso, al margen de lo que fuera el bien para uno mismo.
En esta misma línea interpretativa, W. D. Ross, a pesar de su defensa en diversos momentos de un intuicionismo aristotélico, reconoce finalmente que "la ética de Aristóteles es netamente teleológica; la moralidad consiste a sus ojos en hacer ciertas acciones no porque ellas nos parezcan correctas en sí mismas, sino porque las reconocemos capaces de dirigirnos a lo que es el "bien para el hombre""[59]. Considera igualmente que de modo progresivo las relaciones entre la comunidad política y el individuo se invierten, de manera que la primera queda finalmente subordinada al segundo[60]Y, efectivamente, conviene recordar en este sentido que, según Aristóteles, los poseedores de la phrónesis buscan
"su propio bien, y se piensa que eso es lo que debe hacerse"[61],
añadiendo más adelante:
"quizá no es posible el bien de uno mismo sin administración doméstica y sin régimen político"[62],
afirmaciones que representan un pronunciamiento inequívoco en favor de la prioridad del bien individual sobre el bien social, el cual aparece como medio para la consecución del primero.
Por otra parte, el motivo de las fluctuaciones aristotélicas a la hora de valorar el bien individual sobre el social -o viceversa en algún caso- radica, por una parte, en la íntima unión de lo individual y lo social, existente en la cultura griega, unión por la cual la autoestima del individuo surge como un reflejo de la admiración y la estima que provoca en su medio social; y, por otra, en la toma de conciencia por parte de Aristóteles de que es el bien del individuo el objetivo que guía al hombre en sus acciones, de manera que cualquier otro fin es secundario y está subordinado a la consecución del primero.
La búsqueda del bien de la pólis puede verse como el medio más adecuado para el aumento de la autoestima como resultado de la estima social alcanzada. Y, en cuanto la proyección social de la conducta es considerada como una consecuencia de que el hombre es una realidad social, en este sentido puede considerarse igualmente que la fundamentación última de la ética aristotélica es de carácter individual, en cuanto la de carácter social tiene su base en el propio carácter social del individuo y en la necesidad que el individuo tiene de organizarse políticamente para vivir mejor a nivel individual. Y, por lo que se refiere a la interpretación de Gauthier y Jolif, aunque es acertada cuando señalan que en Aristóteles no se da una subordinación del individuo a la sociedad y de la moral a la política, sino, por el contrario, una subordinación de la sociedad al individuo y de la política a la moral[63]parece que olvidan las ocasiones en que Aristóteles es incoherente con esta doctrina y defiende los valores morales de tipo social, al margen de su utilidad para que el individuo alcance la vida teorética en la cual consiste su bien y su felicidad (eudaimonía) plena.
En cualquier caso, a lo largo de todo este apartado se ha podido ver cómo en los momentos de mayor coherencia del pensamiento aristotélico la fundamentación social de la moral se subordina a la de carácter individual, cuestión que puede comprobarse tanto por el tratamiento que Aristóteles da a las virtudes como por las declaraciones que explícitamente realiza.
3.1. El individualismo aristocrático.
De acuerdo con este individualismo, aunque también en relación con el carácter social del hombre, hay que hacer referencia al carácter aristocrático de la ética aristotélica, que de modo especial aparece en el tratamiento de las virtudes de la "megalophykhía" y de la "megaloprepeía", relacionadas con ciertos modos de comportamiento encaminados a conseguir la admiración y el "honor" social, y en las que lo primordial es la exaltación del individuo a través de los honores que recibe por su riqueza, sus cualidades y sus proezas.
Jaeger hace referencia a esta perspectiva relacionándola con la época homérica, en la que los conceptos de virtud y de honor están íntimamente unidos, de manera que el sentimiento que cada uno pudiera tener acerca de su propia valía dependía del juicio que la sociedad tuviera de él, y, en consecuencia, la búsqueda del bien común tenía como motivación fundamental la de conseguir un prestigio social que repercutiera positivamente en el sentimiento de la propia estima[64]Esa perspectiva aristocrática de la moral se conserva en Aristóteles a lo largo de los años, coexistiendo con los planteamientos sociales y eudemonistas de la Ética Nicomáquea, y este hecho confirma una vez más que su fundamentación social de la Ética no es tan desinteresada como podría pensarse, sino viciada por la vanidad de sentirse superior a los demás y de recibir los honores y la admiración social correspondientes. De acuerdo con estas consideraciones, afirma Aristóteles:
"el honor es el premio de la virtud"[65].
Concretamente y respecto a la magnanimidad dice igualmente que:
"tiene por objeto los grandes honores"[66].
Y, al hablar del "megalopsykhós", considera que éste
"hace beneficios, pero se avergüenza de recibirlos; porque lo primero es propio de un superior, lo segundo de un inferior. Y responde a los beneficios con más, porque de esta manera el que empezó contraerá además una deuda con él y saldrá favorecido. También parecen recordar el bien que hacen, pero no el que reciben (porque el que recibe un bien es inferior al que lo hace, y el magnánimo quiere ser superior)"[67].
Para la mentalidad actual el afán por este tipo de superioridad representa una forma de orgullo difícilmente aceptable como virtud, pues, si se asume como loable que todos compitan en el deseo de ayudar, también lo es la humildad con que uno reconozca las propias limitaciones y en consecuencia acepte igualmente la ayuda del prójimo. Esta última perspectiva parece encajar mucho mejor con un tipo de moral más auténticamente social por la que se busque el bienestar de la comunidad mediante la ayuda mutua, sin que nadie considere un deshonor el hecho de necesitarla y de recibirla. Pero también es verdad que cualquiera de esas dos modalidades de moral social es igualmente relativa, por lo que el hecho de que se valore una o la otra será igualmente convencional. Además, en cuanto no existe argumento alguno que fundamente el valor de una moral social que implique el sacrificio del individuo por el bien de la comunidad, cualquier justificación de tal sacrificio no puede provenir más que del propio individuo en cuanto los honores que pueda recibir por su conducta en favor de la sociedad le causen mayor satisfacción que el hecho de desentenderse de ella y ocuparse exclusivamente de sus propios y exclusivos asuntos.
Por otra parte, resulta esclarecedor -aunque también desconcertante por lo que se refiere a la proyección aristocrática de la ética aristotélica- que incluya en la descripción del megalopsykhós la cualidad de "recordar el bien que hacen, pero no el que reciben (porque el que recibe un bien es inferior al que lo hace, y el magnánimo quiere ser superior)", pues no porque olvide el bien que recibe dejará de ser verdad que lo ha recibido, por lo que su supuesta superioridad se basará en un autoengaño, reflejo de una actitud hipócrita. Esta consideración, tan anecdótica en apariencia, es realmente importante para comprobar el sentido de la moral aristotélica, que en pocas ocasiones se muestra en favor del valor social por considerar que esté por encima del valor del individuo sino que es el individuo el que trata de lograr con sinceridad o con hipocresía que la sociedad le valore y por eso trata de olvidar aquello que implica tener que asumir que es deudor frente a la sociedad o frente a alguno de sus miembros. Otra posible explicación de esta curiosa valoración aristotélica de tal actitud del megalopsykhós consiste que tal vez aquí, al igual que en otras ocasiones, Aristóteles simplemente describe cómo se comportan quienes son considerados como poseedores de la virtud de la megolopsykhía. Éstos, como consecuencia de su afán por hacer grandes acciones por la comunidad a fin de ser admirados por la pólis, llegan a considerar humillante recibirl favores de los demás en cuanto sienten que tal situación les coloca en una situación de inferioridad y es por eso mismo por lo que tendrían la tendencia a olvidarlos, al margen de que tal aspecto de su personalidad no tenga nada que ver con la megalopsykhía sino sólo con una cualidad más bien negativa desde la propia perspectiva de la moral social, aunque normalmente asociada con la personalidad del megalophykhós.
Considera también Aristóteles que el megalopsykhós
"tiene que ser también hombre de antipatías y simpatías manifiestas […] y hablar y actuar con franqueza (tiene, en efecto, libertad de palabra porque es desdeñoso, y veraz salvo por ironía: es irónico con el vulgo): no puede vivir orientando su vida hacia otro, a no ser hacia un amigo"[68].
Al igual que en el caso anterior, aquí Aristóteles trata de describir el modo de ser de la persona que se la considera en posesión de la megalopsykhía . Las cualidades que le caracterizan son más fácilmente comprensibles desde nuestra cultura, en cuanto el orientar la propia vida desde valores personales y no simplemente aceptados desde la sumisión a normas y valores impuestos que anulen la propia personalidad permite una realización más plena del propio ser que aquella forma de vida en la que el individuo vive pendiente de las opiniones de los demás o se afana por actuar de acuerdo con valores ajenos sin haberse llegado a plantear siquiera la causa que los justifique. La independencia del megalopsykhós va acompañada de la veracidad, pues, precisamente por su independencia, desprecia la mentira y no teme manifestar sus opiniones. Su ironía con el vulgo se entiende también hasta cierto punto en cuanto percibe la distancia insalvable que le impide una auténtica comunicación con él, especialmente cuando éste dogmatiza con ingenuo y atrevido fanatismo acerca de temas que desconoce. Este modo de ser le lleva ser desdeñoso con los demás y a ser individualista y alejado de los valores sociales más tradicionales, hasta el punto de que "no puede vivir orientando su vida hacia otro, a no ser hacia un amigo", aspecto de su personalidad que ciertamente le aleja y mucho de valoración de lo social que en alguna ocasión llega a defender por encima de la individual, pues evidentemente desde una moral social este desprecio y de alejamiento del megalopsykhós con respecto al vulgo sería inaceptable en cuanto lo coherente con tal punto de vista sería interesarse por los demás siendo comprensivo con sus defectos y limitaciones.
Añade Aristóteles que el megalopsykhós
"tampoco es propenso a la admiración, porque nada es grande para él. Ni rencoroso, pues no es propio del magnánimo guardar las cosas en la memoria, especialmente las malas, sino más bien pasarlas por alto. Tampoco es murmurador, pues no hablará de sí mismo ni de otro; pues le tiene sin cuidado que lo alaben o que critiquen a los demás"[69].
Estas cualidades del megalopsykhós dibujan un cuadro psicológico bastante completo de su personalidad orgullosa que le lleva a menospreciar las opiniones del vulgo, tanto si lo alaban como si critican a los demás, despreocupándose de sus críticas de acuerdo con el proverbio español "no ofende quien quiere sino quien puede", considerando que tales críticas no merecen que altere su calma. Quizá también su impasibilidad ante ellas sea una consecuencia de que, al tener en su mente objetivos que valora más plenamente y al no regirse por los valores de la masa, no malgasta su tiempo en ocuparse de ellas del mismo modo que también tiene pocas cosas que admirar de esas que atraen al vulgo. Su mente tampoco puede albergar sentimientos negativos como el rencor, pues está ocupada por pensamientos y sentimientos positivos y tales sentimientos le privaría de la tranquilidad suficiente para ocuparse de asuntos realmente valiosos. Pero de nuevo se observa en esta característica del megalophykhós una actitud especialmente alejada de lo que debería haber sido la propia de una moral social al sentirse tan alejado de casi todos. Por ello, aunque al megalopsykhós seguirá importándole al menos el juicio de sus iguales, su actitud es incongruente con la parece defender cuando habla de la nobleza de todo lo relacionado con el bien de la pólis en general y no sólo de quienes se presentan a los ojos del megalopsykhós como sus iguales.
"Y -continúa Aristóteles- es hombre que preferirá poseer cosas hermosas e improductivas mejor que productivas y útiles, porque las primeras se bastan a sí mismas"[70]:
De nuevo nos encontramos ante una consideración que hace referencia al carácter autosuficiente del megalopsykhós, autosuficiencia que no sólo se da en su propia individualismo casi absoluto sino que también se proyecta en el carácter de sus posesiones, en cuanto no sirven, sino que son valiosas en sí mismas, ya que el megalopsykhós no precisa especialmente de posesiones que sean útiles -en cuanto él mismo dependería de ellas- sino, si acaso, de estas últimas que no representan un medio para la adquisición de otros bienes, sino bienes valiosos en sí mismos como objetos de contemplación estética o intelectual. Precisamente en este contexto el auténtico "filósofo" sería el ejemplo más adecuado de megalopsykhós en cuanto la Filosofía, como saber teorético, representa el mejor ejemplo de esas "cosas hermosas e improductivas" por ser puramente contemplativa, siendo un fin en sí misma, a diferencia de cualquier forma de práxis o de póyesis, en cuanto tienen una finalidad que las trasciende.
Pero al mismo tiempo el megalopsykhós sería la persona más egoísta y más alejada de la moral social en cuanto su ensimismamiento en la vida teorética -y también en su mismo interés por "cosas improductivas" sólo le sería posible en cuanto se despreocupase de los asuntos y problemas sociales para centrarse en su propia felicidad. Por ello mismo, el conjunto de las virtudes éticas tendría esencialmente un valor mediático y preparatorio para estar en disposición de gozar de la vida contemplativa, la cual proporcionaría al ser humano su plena realización en cuanto tal y, por ello mismo, su eudaimonía, en cuanto fuera posible.
Sin embargo y de manera paradójica, el hecho de que Aristóteles dedique tanto tiempo a explicar las virtudes éticas conduce a pensar que, al margen de que su defensa del eudemonismo sea el fundamental en su ética, su defensa de una moral vinculada a los valores sociales siguió teniendo un valor importante, a pesar de su carácter en muchas ocasiones contradictorio con aquel eudemonismo tan esencial en su ética.
Y continúa Aristóteles:
"Los movimientos sosegados parecen propios del magnánimo, y una voz grave y un modo de hablar reposado; no es en efecto apresurado el que se afana por pocas cosas, ni vehemente aquel a quien nada parece grande, y estas son las causas de la voz aguda y de la rapidez"[71].
Al leer tales palabras, uno puede sentirse desconcertado al creer que Aristóteles pretende describir la virtud de la megalopsykhía y al encontrarse con esa extraña descripción. Pero parece evidente que la voz grave y el hablar reposado no constituyen por sí mismas cualidades del megalopsykhós, sino sólo signos externos que le acompañan como consecuencia de que, al afanarse por pocas cosas, como el propio pensador indica, no es apresurado ni excitable, lo cual repercutiría, entre otras manifestaciones, en la de la voz grave y en la de la falta de apresuramiento. Es posible, por otra parte, que Aristóteles llegase a entender tales manifestaciones como unidas intrínsecamente a esa virtud, pero eso habría sido un error, en cuanto hay muchos farsantes que son capaces de imitar esos signos externos -que en el megalopsykhós serían naturales-, sin que eso significase otra cosa que una muestra de fingimiento y presunción. Por ello es evidente que estos signos externos no implican la posesión de la virtud de la megalopsykhía, sino que, por el contrario, es tal posesión la que podría ir acompañada de tales manifestaciones externas. No obstante es realmente desconcertante que Aristóteles se entretuviera realizando tal descripción de lo que se requería para ser considerado como megalopsykhós, por haber hecho hincapié en la descripción de tales signos externos como si realmente fueran valiosos por sí mismos, a pesar de que nada valdrían si no fueran acompañados de la virtud correspondiente -al margen del problema de hasta qué punto tiene sentido considerarla virtud.
Algo similar y muy significativo es el hecho de que Aristóteles dedique algunas páginas de su ética a explicar con detenimiento en qué consiste una virtud como la del tacto, relacionada con la conversación, cuyos extremos serían la personalidad ingeniosa y la intratable.
En este sentido, su descripción de estas cualidades recuerda los manuales de "buenas costumbres"[72] que a lo largo de mucho tiempo se han escrito para el comportamiento externo (modales, urbanidad, etiqueta, colocación y utilización de los cubiertos en la mesa) de la "buena sociedad", que nada tiene que ver con la realización de hechos que de algún modo destaquen por su valor para el bien común de la sociedad o por representar hazañas excelentes de valentía, de ingenio o de otras cualidades que por sí mismas provocasen la admiración social. Esta "virtud" sería igualmente un indicio de cierta superficialidad en Aristóteles, relacionada con su "aristocraticismo refinado" por el hecho de malgastar su tiempo en el análisis de un hecho tan anecdótico como el de ser más o menos capaz de destacar en las "conversaciones de salón", al margen de la importancia que tal cualidad pueda tener.
No obstante y en cierto sentido, a través de la descripción de la megalopsykhía, de la megaloprepeía y el tacto el planteamiento moral aristotélico se aleja de la fundamentación social, entendida en cuanto la búsqueda del bien común como algo prioritario, y aparece bajo la perspectiva de una moral aristocrática, en la que la búsqueda directa del bien común no aparece por ningún sitio, sino que lo que importa es la alta clase social y "sus virtudes". En este sentido Aristóteles pone de manifiesto el alejamiento afectivo del megalopsykhós con respecto a los miembros de la propia sociedad cuando afirma que el megalopsykhós
"no puede vivir orientando su vida hacia otro"[73],
Salvando las distancias temporales y culturales, el concepto nietzscheano de "espíritu libre" sugiere, en cierta medida, algunas de las cualidades del megalopsykhós aristotélico, especialmente la referente a la veracidad y al sentimiento de distancia respecto a la masa[74]pero, sin duda también, Nietzsche se encuentra muy alejado de las virtudes "aristocráticas" defendidas por Aristóteles.
Por otra parte y en relación con la virtud de la megaloprepeía, el hecho de que sólo los ricos puedan poseerla, es, de por sí, especialmente significativo en diversos sentidos: En primer lugar, es una muestra más de esa moral aristocrática[75]antes mencionada, en el sentido de que representa una perspectiva en la que la actuación del individuo de cara a la sociedad se hace por el prestigio y por los honores que la propia sociedad puede concederle como compensación por su conducta, en lugar de hacerse porque se considere que es un deber del ciudadano colaborar para el bien de la sociedad, al margen de los honores que pueda recibir por su conducta. Se trata de una moral aristocrática planteada cara a los demás, que además virtud constituye un privilegio suyo, quedando excluidos de ella los que no poseen la riqueza suficiente para ofrecer grandes fiestas y banquetes. Esta virtud recuerda las costumbres de ciertos pueblos primitivos, todavía existentes en el pasado siglo, en los que la adquisición de la condición de gran hombre o "mumi", se conseguía a partir de la competición entre sus hombres en el ofrecimiento de grandes festines con los que se ganaban los más grandes honores entre su pueblo y el reconocimiento y honor de ser considerado "mumi"[76]. A la mayoría de "capo-mafiosos", reales o de ficción, se les podría aplicar con propiedad el calificativo de megaloprepés o magnificente, en cuanto, al margen de cómo hayan obtenido sus riquezas, mediante chantajes o asesinatos, suelen hacer importantes donaciones para la creación o el sostenimiento de universidades y de instituciones benéficas[77]a la vez que compran la voluntad de jueces gobernadores y demás gente con poder dentro de la sociedad.
En este sentido, resulta evidente que esta moral aristocrática representa una forma apenas encubierta de "moral individual", por cuanto el fin que se pretende en tales manifestaciones no es primariamente el bien social y accidentalmente el bien de la propia glorificación, sino que su orden es el inverso. Y por este mismo motivo, parece también evidente que la ética aristotélica conserva elementos propios de una ética material en la que son más importantes los resultados materiales de las acciones realizadas que la intención de quien las realiza, pues, por buena que sea la intención del pobre a la hora de realizar dádivas a la sociedad, en ningún caso podrá superar al acaudalado megaloprepés, y Aristóteles está valorando aquí el hecho material de los grandes festines ofrecidos por el megaloprepés y no la intención que le guía a la hora de ofrecerlos.
En resumidas cuentas, junto a la fundamentación intuicionista de la ética aristotélica, existen también la de carácter social y la de carácter eudemonista. De estas dos Aristóteles sitúa en primer lugar la eudemonista, relacionada con la vida teorética, habiendo dejado de lado las formas de vida relacionadas con el placer, con las riquezas o con los honores. En cualquier caso, la defensa de la prioridad del eudemonismo resulta tan evidente que es innecesario extenderse sobre este punto. No obstante, me referiré a tres pasajes especialmente importantes:
En uno de ellos se hace referencia a la prioridad absoluta de la felicidad sobre cualquier otra cosa -incluso sobre la misma virtud-, mientras que en los otros se especifica que dicha felicidad se encuentra en la vida teorética.
En efecto, afirma Aristóteles en el libro primero de la Ética Nicomáquea que la felicidad:
"la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos […], pero también los deseamos en vista de la felicidad. En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra"[78].
Los otros pasajes pertenecen al libro X de esta misma obra. En uno de ellos se establece la prioridad de la vida teorética sobre la vida "conforme a las demás virtudes", mientras que en el otro se justifica el valor concedido a la vida teorética.
Se dice en ellos:
-"Esta vida [contemplativa] será también, por consiguiente, la más feliz. Después de ella, lo será la vida conforme a las demás virtudes"[79].
-"Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa puede resultar claro también de esta consideración: creemos que los dioses poseen la máxima bienaventuranza y felicidad […] todos creemos que los dioses viven, y, por tanto, que ejercen alguna actividad […] la actividad divina que a todas aventaja en beatitud será contemplativa […] Por consiguiente hasta donde se extiende la contemplación se extiende también la felicidad […] De modo que la felicidad consistirá en una contemplación"[80].
Ahora bien, como ya se ha planteado anteriormente, a partir de la simultánea afirmación de estos dos criterios de moralidad, relacionados con el bien individual o con el bien social, una misma acción podría resultar aceptable a partir de un criterio y rechazable a partir del otro, pues no puede aceptarse a priori que exista una armonía plena entre ambos, de forma que un acto, siendo bueno desde el criterio individual, lo deba ser también desde el criterio social y viceversa. Y así, podría darse el caso de acciones que condujesen a la eudaimonía y que, en este sentido, fueran individualmente buenas, pero que tuviesen repercusiones negativas para la sociedad, por lo que desde el criterio social, serían malas. Pero además conviene tener en cuenta que en el criterio social aristotélico no sólo tiene existe el problema de su compatibilidad con el eudemonista sino también un problema de su consistencia interna por las limitaciones antes señaladas referentes al limitado círculo de sus componentes, a la aceptación aristotélica de la esclavitud, a la consideración de la mujer y de los hijos como propiedad del hombre. Todo ello implica de forma evidente tanto una incompatibilidad de la fundamentación social con respecto a la eudemonista como una incoherencia interna en la propia fundamentación social, por cuanto en un primer momento Aristóteles considera que los hombres han constituido las comunidades políticas para el bien de los hombres que la forman, llegando a afirmar en el libro primero de la Ética Nicomáquea:
"aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para ciudades"[81]
o defendiendo que la sociedad no debe criar a ningún niño deforme, lo cual implica ver la sociedad como una realidad con un valor que está por encima del de los individuos que la conforman.
Sin embargo, la defensa aristotélica de una perspectiva social de carácter aristocrático y clasista destruye la idea de una ética que tuviera como núcleo el respeto al conjunto de la sociedad, considerando que ésta estuviera formada por individuos igualmente dignos y que sus normas se aplicasen de un modo igual a todos ellos. Y, de hecho, Aristóteles se refiere de hecho, aunque de manera indirecta, a una serie de limitaciones de la sociabilidad del hombre, tal como se indica en Ética Nicomáquea, I, 7.
Como diría K. Marx a partir de las doctrinas del materialismo histórico, las leyes de la sociedad aristotélica así como el espíritu de su "ética social" estaban concebidas no para favorecer a la sociedad en cuanto tal sino que representaban una proyección de la superestructura ideológica de la clase dominante, que no representaba una visión objetiva de la realidad sino una perspectiva totalmente distorsionada como consecuencia de su propia posición dominante, que le llevaba a ver como "bien de la pólis" lo que sólo representaba el bien los miembros de dicha clase aristocrática. El clasismo aristotélico -y griego en general- implica además que serían muy pocos -o quizá ninguno- los ciudadanos privilegiados que pudieran dejar de lado las actividades productivas (póyesis) para poder dedicarse a la actividad más propiamente humana representada por la vida teorética (bíos theoretikós).
En consecuencia, si existe una compatibilidad entre la ética social y la eudemonista, ello sucede en cuanto la aparente ética social aristotélica no lo es de verdad y en cuanto sólo sería una ética aristocrática que, si acaso, sólo permitiría a sus miembros superiores dedicarse al conocimiento puro, mientras que la clase de los ciudadanos de pleno derecho se dedicase a la defensa de la polis de sus enemigos, externos e internos y las clases inferiores se dedicasen a la producción de los bienes requeridos por el conjunto de la sociedad.
Por otra parte, conviene tener presente que, en principio, el concepto aristotélico de areté hace referencia a la serie de hábitos que contribuyen a la perfección del individuo y, por ello, a su felicidad, que es consecuencia de lo anterior. De acuerdo con esta consideración, no existiría en Aristóteles la necesidad de plantearse la posible disyuntiva entre una vida teorética que prescindiera de las demás virtudes o una vida socialmente virtuosa pero alejada de la vida teorética, pues ambas formas de vida estarían entrelazadas. Sin embargo, en cuanto la máxima plenitud de la vida se alcanza a través de la vida teorética, pues
"parece que el ser de cada uno consiste en el pensar"[82],
en esa misma medida los valores sociales quedarían subordinados a los valores individuales relacionados con el pensamiento. Por ello y a pesar de que el carácter social del hombre pueda implicar la necesidad de las virtudes éticas que propicien la plena realización personal, parece claro que se podría prescindir de muchas de las virtudes éticas analizadas por Aristóteles no sólo porque su ausencia no supondría una mengua de la felicidad sino porque además su presencia y su práctica supondría un impedimento para ella, ya que alejaría al hombre de su interioridad y le llevarían a una existencia quizá brillante pero superficial.
Además, indica W. Jaeger que las obras aristotélicas no estarían compuestas por el tratamiento compacto y sistemático de diversas cuestiones sino más bien a partir de la recopilación de obras cortas relacionadas con un mismo tema, pero no necesariamente acordes entre sí en todos sus aspectos[83]Tal vez este hecho podría explicar la omisión aristotélica del tratamiento del dilema entre su defensa de una ética social -de carácter clasista- y su defensa más coherente de una ética eudemonista, que por necesidad debía tener carácter individualista, pero que también y de manera necesaria sólo podría apoyarse en la propia sociedad, de la cual el eudemonista que pretendiera vivir dedicado a la vida teorética tendría que desvincularse de la sociedad, a pesar de que esa misma sociedad hubiera sido la que le habría permitido dedicarse a aquella actividad más propia de su naturaleza.
La teoría aristotélica de la amistad como muestra del fundamento individualista de su ética
El estudio del planteamiento aristotélico sobre la amistad -"philía"- puede servir para conocer hasta qué punto el fundamento social de su ética queda subordinado en muchas ocasiones al fundamento eudemonista de carácter individualista. Por ello y teniendo en cuenta este fundamento eudemonista, el punto de vista de A. Heller, al conceder al fundamento social un valor excesivamente importante, aunque lo restrinja a un grupo reducido de personas[84]resulta criticable.
En efecto, es precisamente en reflexiones aristotélicas acerca de la amistad donde puede observarse de forma más clara el fundamento individualista de su ética, especialmente porque es esa virtud la que mejor hubiera podido servir para ejemplificar una concepción moral auténticamente social en el caso de que Aristóteles lo hubiera defendido por encima del individual, pues a partir de una relación afectiva con el prójimo se podría justificar una moral social, en cuanto dicha relación podría impulsar al ser humano a cumplir espontáneamente determinadas normas por el valor que pudieran adquirir a partir de los lazos afectivos en los cuales consiste la amistad[85]Sin embargo, no es ése el tratamiento que Aristóteles le dio, a pesar de las repetidas ocasiones en que, al hablar de la amistad, consideró que
"es lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría existir"[86],
A través de esta consideración viene a reconocer, desde la perspectiva concreta de la necesidad de la amistad, el carácter social del hombre, pero al mismo tiempo presenta ya la idea de la amistad como algo que uno necesita como relación gratificante para la propia vida. No se presenta aquí la amistad desde la óptica de un supuesto deber de amar y de ayudar al amigo, sino como una necesidad personal de contar con la amistad de algunos con los que poder compartir los propios bienes, ideas, preocupaciones, sentimientos, etc.[87]. Por lo tanto, se trata ya, en esta primera presentación, de un planteamiento en el que la reciprocidad que caracteriza a esa relación aparece postergada en favor de un planteamiento en el que la necesidad de recibir afecto es presentada prioritariamente respecto a la de procurarlo.
Un poco más adelante Aristóteles manifiesta que existen tres tipos de amistad según el esquema correspondiente:
Las amistades por utilidad y por interés son directamente egoístas porque, como indica Aristóteles,
"estas amistades lo son […] por accidente, puesto que no se quiere al amigo por ser quien es, sino porque procura en un caso utilidad y en otro placer"[88].
De la amistad por virtud dice Aristóteles, sin embargo, que
"es la de los hombres buenos e iguales en virtud; porque éstos quieren el bien el uno del otro en cuanto son buenos […]; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos son los mejores amigos"[89].
Si, por lo que hace referencia al tratamiento aristotélico de la amistad por virtud, se atendiera exclusivamente a estas palabras, no habría motivos para considerarla como indirectamente egoísta, pues el querer a los amigos "por causa de éstos" sin duda alguna se presenta como un planteamiento que excluye cualquier otro calificativo que no sea más que el de altruista[90]Sin embargo, en el capítulo quinto Aristóteles afirma ya algo distinto al añadir a lo anterior que
"al amar al amigo aman su propio bien, pues el bueno […] se convierte en un bien para aquél de quien es amigo. Cada uno ama, por tanto, su propio bien, y a la vez paga con la misma moneda en querer y placer; se dice, en efecto, que la amistad es igualdad"[91].
A través de esta afirmación Aristóteles presenta la amistad como una especie de egoísmo recíproco en el que los buenos "al amar al amigo aman su propio bien", ya que el amigo es un bien para uno mismo. Sin duda, no es que Aristóteles niegue que se pueda amar al amigo por él mismo. Esto es algo que ha afirmado y que implica un alto concepto de la amistad. Pero también afirma que en cuanto el amigo es un bien para uno mismo, quien ama al amigo ama su propio bien y eso es lo que -en ningún caso de modo peyorativo- puede llamarse egoísmo indirecto, por cuanto de algún modo el amigo es "otro yo" y su bien se convierte a la vez en el propio bien.
Por otra parte, en este segundo texto aparece un nuevo matiz que conviene resaltar, pues se repite en otras ocasiones y hace que, dentro de esta fundamentación social de la Ética, pueda distinguirse lo que podría denominarse aspecto mercantilista de la ética aristotélica. Me refiero con esta expresión a la serie de ocasiones en que Aristóteles entiende las relaciones con el prójimo como una serie de transacciones en las que la forma de actuar de cada uno se entiende como una manera de corresponder a la actuación de otro. Así, en este caso concreto, Aristóteles dice:
"cada uno ama […] su propio bien, y a la vez paga con la misma moneda en querer y placer; se dice en efecto que la amistad es igualdad"[92].
A través de estas palabras puede observarse cómo la amistad aparece no como un acto espontáneo o como una especie de deber moral, sino como una obligación contractual semejante a la que hace referencia el cumplimiento económico de una estipulación de compra o algo similar, la cual se cumple, entre otras maneras, pagando la cantidad de dinero estipulada, mediante la que se establece la igualdad entre lo comprado y el pago efectuado. La diferencia fundamental en este caso estará en que, cuando la amistad se da entre dos personas que poseen un valor similar, la igualdad se establece mediante un afecto recíproco semejante, mientras que, cuando existen diferencias de valor entre ellas, en tal caso la igualdad podrá establecerse si el inferior es capaz de compensar dicha desigualdad a través de un afecto mayor en una proporción similar a la diferencia existente entre su propio valor y el valor del superior. Este último, a su vez, dada su superioridad, no tendrá por qué corresponder con la misma intensidad de afecto a su amigo sino con una intensidad inversa a la de la diferencia de valor entre ambos, de forma que cuanto mayor sea la diferencia menor será el afecto del superior por el inferior y mayor el afecto del inferir al superior en una especie de proporción matemática en la que la suma del valor del inferior multiplicada por su intensidad de afecto al superior queda igualada por el valor del superior multiplicado por la intensidad de su afecto correspondiente.
Así, presentando el esquema anterior de manera esquemática, se tendría la siguiente equivalencia:
[Valor (mayor) · Afecto (menor)] del SUPERIOR = [Valor (menor) · Afecto (mayor)] del INFERIOR
Más adelante, sin embargo, se verá que, frente a esta doctrina de la amistad tan fríamente mercantilista, Aristóteles opone planteamientos más auténticamente altruistas, como, por ejemplo, cuando habla del amor de una madre hacia su hijo. Sin embargo, el mercantilismo aquí observado no es una excepción en los planteamientos aristotélicos acerca de la amistad, sino que aparece en una multiplicidad de textos pertenecientes especialmente a los libros VIII y X de la Ética Nicomáquea. Así, afirma efectivamente en el libro VIII:
"en todas las amistades fundadas en la superioridad el afecto debe ser también proporcional, de modo que el que es mejor reciba más afecto que profesa", [pues] "cuando el afecto es proporcional al mérito se produce en cierto modo una igualdad[93]y esto parece ser propio de la amistad"[94].
Estas consideraciones reflejan una actitud realista por parte de Aristóteles, por más que quizá podría pensarse que la auténtica amistad es aquella en la que se busca el bien del amigo por el amigo mismo sin ese frío cálculo encaminado a buscar que el afecto que se profese sea proporcional al valor del amigo. Sin embargo, parece que es un hecho que el sentimiento de amistad se incrementa o disminuye en relación con el valor relativo de cada una de las personas que están unidas por ese sentimiento. Además, nadie programa sus sentimientos sino que quiere más o menos según el valor que advierte en la realidad apreciada, al margen de que pueda equivocarse en la apreciación de su valor objetivo. Por ello, el punto de vista aristotélico refleja simplemente un hecho simplemente natural según el cual espontáneamente el superior es objeto de un amor más intenso a causa de su misma superioridad, mientras que el inferior sólo es capaz de provocar un amor limitado, proporcional a su valía. Por otra parte y aunque sea de modo poco frecuente, el hecho de que haya hombres con una capacidad excepcional de amor, que les lleva a dedicar gran parte de su vida a la ayuda de los enfermos y desfavorecidos de la sociedad, sintiéndose plenamente compensados con la felicidad que han sido capaces de proporcionar a otros, es igualmente natural en cuanto igualmente esas personas tienen una sensibilidad muy especial que les lleva a valorar al prójimo de un modo especialmente intenso que repercute en su dedicación y entrega para lograr su bien, a pesar de que su valor sea para otros inexistente.
En relación con esta cuestión, conviene recordar que tanto para Aristóteles como para la filosofía griega en general, mientras los hombres admiran y aman a los dioses a causa de su perfección, los dioses, precisamente por ella, no aman ni odian a los hombres, con algunas excepciones mitológicas, ya que siendo infinita la diferencia de valor entre los dioses y el ser humano, no habría ningún valor humano que pudiera igualar el afecto divino por pequeño que fuera, y, por ello mismo, lo perfecto sólo puede amar a lo perfecto, hasta el punto de que el amor a lo imperfecto representaría una especie de imperfección y ello resultaría contradictorio con la esencia perfecta de la divinidad. En este sentido, afirma efectivamente Aristóteles que "cuando la distancia es muy grande, como la de la divinidad, la amistad ya no es posible"[95].
El planteamiento egoísta -aunque natural- acerca de la amistad vuelve a emerger de manera clara cuando un poco más adelante, insistiendo sobre esta misma cuestión, Aristóteles subordina la amistad al hecho de representar una necesidad para uno mismo y no al hecho de que por su mediación uno pueda aliviar la necesidad del amigo y, en consecuencia, afirma:
"no corresponde al que se basta a sí mismo tener necesidad ni de amigos útiles ni de amigos que lo diviertan, ni de compañía, porque le basta vivir consigo mismo. Esto resulta evidente sobre todo para la divinidad: está claro que no teniendo necesidad de nada no necesitará un amigo ni lo tendrá"[96].
Y, por ello, considera también que en la relación de amistad existe un límite por lo que se refiere a nuestros buenos deseos para el amigo. Ese límite es el que viene dado por aquella situación en la que el amigo dejaría de serlo y, en este sentido, dejaría de representar un bien para uno mismo:
"De aquí también que se pregunte si acaso los amigos no desean a sus amigos los mayores bienes, por ejemplo que sean dioses, puesto que entonces no serán amigos suyos, ni siquiera por tanto un bien para ellos […] Si, pues, se dice con razón que el amigo quiere el bien de su amigo por causa de éste, éste deberá permanecer tal cual es; su amigo entonces querrá los mayores bienes para él a condición de que siga siendo hombre. Y quizá no todos los bienes porque cada uno quiere el bien sobre todo para sí mismo"[97].
Y de este modo la relación de amistad tiene un límite, el cual queda establecido cuando los bienes que se conceden al amigo constituyen un impedimento para que el amigo siga siendo un bien para uno mismo, pues "cada uno quiere el bien sobre todo para sí mismo".
Por ello P.Aubenque escribe: "la contradiction n"est pas absente de l"essence même de l"amitié […] C"est le destin tragique de l"amitié que… de ne pouvoir pourtant subsister que si "l"ami demeure tel qu"il était": ni Dieu, ni même sage, mais simplement homme. L"amitié tend à s"epuiser dans la transcendance même qu"elle souhaite; à la limite, l"amitié parfaite se détruit elle-même […] L"amitié humaine enferme donc dans sa définition une imperfection qu"on pourrait dire d"essence"[98].
La teoría general aristotélica acerca de la amistad está claramente en la línea del eros y no en la del teórico ágape del cristianismo -que tanto en la teoría como en la práctica está plagado de contradicciones- y, por ello, aunque el planteamiento aristotélico es claramente realista y lógico al indicar lo que de hecho sucede, además de poseer el carácter mercantilista al que me he referido antes, representa una muestra más de que la supuesta fundamentación social de la moral en general tendría a su vez como último fundamento el de carácter eudemonista, en cuanto "cada uno quiere el bien sobre todo para sí mismo" y, por ello, tal relación siempre se sustentaría en una especie de principio comercial según el cual en último término todos buscarían su propio interés, al margen de que éste pudiera coincidir con el del amigo por el hecho de que se pudiera querer a éste casi como a "otro yo".
En cualquier caso, a pesar de este frío cálculo de la amistad desde esa perspectiva a un mismo tiempo mercantilista y egoísta, Aristóteles, como ya he indicado, no siempre plantea esta cuestión de una forma tan calculadora respecto a los propios intereses. En efecto, frente a todos esos planteamientos hay también momentos en los que presenta, como he dicho, una concepción más desinteresada de la amistad. Así, cuando afirma que la amistad
"consiste más en querer que en ser querido"[99],
y también cuando dice:
"las madres se complacen en querer, pues algunas de ellas dan a sus propios hijos para que reciban crianza y educación y con tal de saber de ellos los siguen queriendo, sin pretender que su cariño sea correspondido, si no pueden tener las dos cosas; parece que les basta con verlos prosperar, y ellas les quieren aun cuando los hijos, por no conocerlas, no les paguen el mismo tributo que se debe a una madre"[100].
Sin embargo, por lo que se refiere al sentido de estas dos últimas citas conviene precisar adecuadamente su sentido. Así, respecto a la consideración de que "la amistad consiste más en querer que en ser querido" es importante puntualizar que lo que Aristóteles está haciendo es presentar una descripción del concepto de amistad en ese sentido que él denomina amistad por virtud, distinta de las otras dos modalidades -la amistad por interés y la amistad por utilidad-.
Es evidente que Aristóteles aprecia especialmente esta forma de amistad, pero su valoración responde a su personal concepción de las relaciones sociales, que no son contempladas como fines en sí mismas sino como medios para que el individuo pueda conseguir la plenitud de su vida. En este sentido conviene recordar el texto aristotélico que afirma:
"los hombres se asocian siempre con vistas a algo que les conviene y para procurarse algo de lo que se requiere para la vida, y la comunidad política parece haberse constituido en un principio, y perdurar, por causa de la conveniencia"[101].
Es, por tanto, la conveniencia mutua el principio a partir del cual se fundamenta la comunidad política y, en consecuencia, toda otra forma de relación humana, como la de la philía, que contribuye al establecimiento y consolidación de dicha comunidad, por cuanto satisface la conveniencia o interés de los individuos que en ella se asocian. Esta valoración de la amistad desde la perspectiva de la conveniencia es lo que lleva a Aristóteles a considerar que la amistad no puede mantenerse como una disposición anímica abierta a todos, de manera que, por ello,
"el número de amigos es limitado, siendo probablemente el mayor número de ellos con quienes uno puede convivir"[102]
y que
"los que tienen muchos amigos y a todos tratan familiarmente, dan la impresión de no ser amigos de nadie"[103].
Por ello también, cuando al principio de la Ética Nicomáquea Aristóteles define al hombre como una realidad social, señala de modo realista los límites de esta sociabilidad añadiendo que
"no obstante, hay que tomar esto dentro de ciertos límites, pues extendiéndolo a los padres y a los descendientes y a los amigos de los amigos, se iría hasta el infinito"[104].
Así pues, es la propia condición natural del hombre y su propia conveniencia lo que determina su necesidad de establecer vínculos de amistad así como también esos otros vínculos más amplios que constituyen la comunidad política. Pero es también esa misma conveniencia la que determina la limitación del número de amigos y la misma limitación de la comunidad política, que no se abre a un cosmopolitismo, como el de los estoicos, sino que queda enmarcada en los límites de la polis, que paradójicamente dejaba de existir en aquellos momentos para dejar paso al imperio de Alejandro, cuyo preceptor había sido el propio Aristóteles.
De acuerdo con este tipo de planteamientos mercantilistas referidos a relaciones humanas como la de la philía, Aristóteles llega hasta el extremo de considerar que
"por esto también puede pensarse que no es lícito a un hijo repudiar a su padre, pero sí a un padre repudiar a su hijo. El hijo está en deuda y debe pagar, pero nada puede hacer que corresponda a lo que por él ha hecho su padre, de modo que siempre le es deudor"[105].
Y, en un sentido similar unas páginas antes había escrito:
"lo que nace de uno es propiedad de aquel de quien nace"[106].
El mercantilismo aristotélico llega, pues, hasta el núcleo de la familia, al introducir conceptos como el de propiedad -de los padres respecto a los hijos-, deuda -de los hijos respecto a los padres, en cuanto de ellos han recibido
"la existencia, la crianza, y la educación una vez nacidos"[107],
y deben pagar -como medio de compensar de algún modo dicha deuda-. En este punto es muy posible que la mentalidad aristotélica fuera un reflejo de la de su tiempo, pero es una exageración la idea de que los hijos tengan que ser siempre deudores respecto a sus padres, teniendo en cuenta especialmente que ellos no reciben la existencia, ya que para poder recibir algo, debe existir previamente aquél que recibe. Sin embargo la mentalidad según la cual los hijos son propiedad de los padres ha existido en amplios lugares y tiempos, en que se utilizaba a los hijos como mano de obra barata para incrementar el patrimonio familiar. Una vez más Aristóteles cede en este punto a las creencias populares, aceptando erróneamente que lo que cree la mayoría es más razonable que lo que llegue a pensar un solo hombre.
Por lo que se refiere al texto en el que Aristóteles hace referencia al amor de las madres a sus hijos, aunque no está tratando el tema de la amistad sino el del afecto en un sentido más amplio, dice de las madres que son capaces de renunciar a sus propios hijos por el bien de ellos. Pero, aun aceptando, sin duda, que el ejemplo aristotélico representa una muestra del amor más desinteresado, el verbo khairoúsai utilizado por Aristóteles para referirse a este sentimiento, con su significado de "complacerse" o "alegrarse", más que a una actitud de renuncia y sacrificio motivada por un sentimiento de deber respecto al bien del hijo, indica que de hecho se dan actitudes en este sentido; de manera que la exposición aristotélica tiene más un carácter puramente descriptivo -indicando qué es lo que de hecho sucede- que un carácter prescriptivo por el que tratase de defender el deber de actuar de ese modo. Así pues, también en este caso se observa que en último término es el bien individual -la propia complacencia de las madres al ver que sus hijos están bien cuidados- la motivación última que determina la acción, lo cual no excluye que dicha motivación sea compatible con la relacionada con el deseo del bien del hijo por el hijo mismo -o con el bien del amigo por el amigo mismo-, tal como Aristóteles entiende la amistad más perfecta. Además esta modalidad de afecto se corresponde con un instinto innato que se da tanto en las madres humanas como en muy diversas especies animales. El "instinto maternal" es más o menos fuerte según las personas -y animales- pero es realmente muy poderoso y lleva a una madre -o a un padre- a realizar grandes sacrificios por el bienestar y la seguridad de sus hijos, pero ese comportamiento se realiza de forma espontánea hasta el punto de que lo que realmente sería difícil a la madre o al padre es desentenderse de su hijo cuando pasa hambre, cuando está enfermo o cuando está en peligro. Por ello no tendría sentido alguno considerar las acciones que conlleva este amor como un deber, pues surgen espontáneamente como consecuencia de tal sentimiento, al margen de que haya personas en quienes este sentimiento apenas se ha desarrollado y se desentienden sin demasiada dificultad de sus hijos.
El sentimiento de compasión sería bastante parecido al anterior: Existe un sentimiento de empatía más o menos desarrollado en los seres humanos que lleva a muchas personas a sentir un afecto especial por los más desvalidos -en especial por los niños e incluso por los animales- que les conduce a dedicarles su atención y cariño para protegerles, de manera que la satisfacción que sienten por haberles querido y ayudado a salir adelante en su vida les compensa sobradamente de los sacrificios que hacen por ellos.
Podría preguntarse si el deseo del bien del amigo por el amigo mismo es coherente con la consideración aristotélica de que no puede darse el deseo de que el amigo se convierta en un Dios, en cuanto la distancia absoluta entre ambos determinaría la desaparición de su amistad. Pero, en cuanto la "amistad por virtud" implicase el deseo del bien del amigo por el amigo mismo, tal deseo no debería tener límite alguno y, por ello, se podría desear para ellos los mayores bienes, incluso el de que llegasen a ser dioses, a pesar de que ellos mismos, en cuanto llegaran a serlo, dejaran de seguir queriendo -o no- a sus antiguos amigos humanos. Sin embargo, Aristóteles, extraordinario psicólogo, es consciente de que la "amistad por virtud" sólo se da entre iguales y por eso de manera realista entiende que entre dioses y hombres no puede haber amistad, pues los hombres no tienen nada que ofrecer a los dioses que ellos no posean y, además, es incompatible con la esencia de los dioses, seres perfectos, ocuparse de seres imperfectos como los humanos. Pero estas consideraciones conducen a ver con máxima claridad que "la amistad por virtud" es tan individualista como las otras, pues en ella se desea el bien del amigo sólo en cuanto éste pueda seguir siendo amigo y corresponder a los bienes que reciba con bienes similares.
Y, por eso, la doctrina del cristianismo y su concepto de ágape, como amor de Dios al hombre implica el absurdo antropomorfismo de considerar que Dios, como supuesta perfección absoluta, amase a una realidad imperfecta como el ser humano, ya que sólo lo bueno y lo perfecto es digno de amor. De hecho, la propia moral cristiana, tan llena de incoherencias, condena al hombre que persigue objetivos inferiores, como el placer o las riquezas, en lugar de fijar su interés en bienes superiores de carácter espiritual que le aproximen a Dios. Por ello, siendo consecuentes con tal doctrina, un Dios perfecto no se ocuparía de realidades imperfectas, inconmensurables con su propia perfección. En cualquier caso, Aristóteles considera que Dios no se ocupa del hombre porque, su esencia y su naturaleza consisten en ser "noesis noéseos", pensamiento de sí mismo, en cuanto su esencia consiste en el pensar y su pensar sólo puede recaer en la realidad más perfecta y esa realidad es él mismo. En consecuencia, no necesitaría del hombre para nada, ni de su amor y fidelidad, pues su eterna beatitud y perfección estarían por encima de cualquier bien que el hombre pudiera ofrecerle.
Por otra parte, en cuanto el fin del hombre es la eudaimonía y en cuanto dicha eudaimonía se encuentra principalmente en la vida teorética, la misma amistad y cualquier forma de actividad política, aunque sean también valiosas en sí mismas, se presentan subordinadas a ese fin último de carácter eudemonista.
MacIntyre expone un punto de vista semejante a éste cuando afirma que para Aristóteles "el fin de la vida humana es la contemplación metafísica de la verdad […] Las actividades de un hombre en sus relaciones con los demás están subordinadas finalmente a esta noción. El hombre puede ser un animal social y político, pero su actividad social y política no es lo fundamental"[108].
Aspectos fundamentales de su determinismo psicológico
Por lo que se refiere a la polémica acerca de si Aristóteles defendió el determinismo o no, R. Sorabji indica que entre los diversos comentaristas no existe una interpretación unitaria acerca del punto de vista aristotélico: Cicerón lo habría considerado como determinista, mientras que Alejandro de Afrodisia lo habría visto como indeterminista; y modernamente "algunas de las más elocuentes interpretaciones son deterministas", especialmente las de Loening, Gomperz y Hintikka. Añade Sorabji que desde la perspectiva de Gauthier, de Allan y de otros autores el determinismo aristotélico se referiría al área de la acción humana, mientras que desde la perspectiva de Mansion dicho determinismo se extendería a todas las áreas a excepción de la de la acción humana[109]
En el presente trabajo se analiza esta cuestión, llegándose a la conclusión de que, a pesar de la existencia de textos aislados que podrían interpretarse en un sentido contrario al determinismo, el pensamiento aristotélico es en líneas generales inequívocamente deter-minista, tanto en su Metafísica como en su teoría acerca de los actos humanos.
Para dejar claro este punto me centraré en el estudio del acto voluntario elegido -o proáiresis-, que es el resultante de una deliberación; a continuación analizaré críticamente las diversas variantes de determinismo psicológico que aparecen en la obra aristotélica; y, finalmente, analizaré el tratamiento aristotélico de la akrasía mediante el silogismo práctico, doctrina que le sirve para mostrar que los actos de akrasía no representan una refutación de la doctrina socrática sino que siguen siendo explicables desde el determinismo (al margen de que Aristóteles en ningún momento hiciera referencia explícita al "determinismo" ni al "libre albedrío"), a partir del intelectualismo socrático, doctrina que Aristóteles asume y analiza detalladamente, a pesar de que en algunos momentos tal vez no fuera coherente con la línea general determinista por la que transcurre su interpretación del comportamiento humano.
1. Clasificación de los actos humanos.- En la clasificación aristotélica de los actos humanos se diferencian, en primer lugar, dos tipos fundamentales: los voluntarios ("hekoúsioi") y los involuntarios ("akoúsioi"). Como su nombre indica, la diferencia entre ellos consiste en que mientras los primeros son aquellos cuyo principio se encuentra en uno mismo[110]los últimos son los que se hacen por fuerza o por ignorancia[111]Entre los actos voluntarios Aristóteles distingue los espontáneos y los elegidos o actos de "proaíresis"[112]. El motivo de esta distinción consiste en que el acto espontáneo no va precedido de deliberación, mientras que el de proáiresis sí[113]Como una clase especial de actos voluntarios, Aristóteles menciona los realizados por temor, por cuanto parecen encontrarse en una situación intermedia entre los voluntarios y los involuntarios: Se aproximan a los voluntarios, "ya que son preferibles en el momento en que se ejecutan"[114], aunque considerados aisladamente serían involuntarios, en cuanto nadie los elegiría por ellos mismos[115]Este es el motivo por el cual les da el nombre de actos mixtos, pero, en último término, los considera voluntarios, por cuanto es uno mismo quien decide realizarlos y no empujado por fuerzas externas o por ignorancia de su sentido y finalidad. Sin embargo, en su tratamiento de los actos involuntarios por fuerza Aristóteles critica a quienes incluyen bajo esa clasificación los actos que se realizan por el agrado que producen[116]Su réplica a este planteamiento consiste en indicar que
"lo forzoso es aquello cuyo principio viene de fuera sin que contribuya nada el forzado"[117].
De acuerdo con su definición de lo voluntario, la crítica aristotélica es acertada y por ello, las acciones que se realizan con agrado, al igual que las que se realizan por temor, las clasifica como efectivamente voluntarias.
2. El acto de proaíresis.- Por lo que se refiere al acto de proaíresis, indica Aristóteles que
"el principio de la acción […] es la elección, y el de la elección el deseo y la razón orientada a un fin"[118],
que el fin no es objeto de elección, que la orientación a un fin es algo que en todo ser viene dado por su naturaleza y que se identifica con el bien, el cual "es aquello a que todas las cosas tienden"[119]. La relación entre la deliberación (boúleusis) y la elección (proaíresis) consiste en que mediante la primera se consideran los medios que conducen al fin deseado y en que, completado el análisis de los medios y descubierta cuál es la acción inicial que conduce al fin, se produce la elección o proaíresis, tanto en su vertiente mental –decisión-, como en su vertiente material –ejecución[120]La consideración del fin es la base principal de la distinción entre el deseo [órexis], la deliberación [bóuleusis] y la elección [proaíresis], pues, mientras el deseo se relaciona con el fin, la deliberación [bóuleusis] y la elección [proaíresis] se relacionan con los medios para alcanzar el fin. De acuerdo con este planteamiento, Aristóteles defiende la existencia de una conexión necesaria entre la deliberación y la elección, afirmando que
"se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación"[121].
Como se ha dicho antes, el carácter libre o determinista de los actos de proaíresis ha sido objeto de polémica, pues ciertamente hay algún texto aristotélico que parece defender la doctrina del libre albedrío, a pesar de que en la inmensa mayoría se rechaza esta doctrina de manera al menos implícita, en cuanto acepta de forma explícita el intelectualismo socrático, que tiene carácter determinista.
Un texto especialmente importante en relación con esta problemática es el que se encuentra en la primera parte del pasaje que va desde ÉN III 5 1113b 7 hasta ÉN III 5 1114a 24, el cual representa la exposición sucesiva de dos teorías. En la primera parte parece que Aristóteles defiende la doctrina del libre albedrío, mientras que la segunda, sin negar el carácter voluntario de muchas acciones, representa una defensa clara del determinismo psicológico. En relación con cada uno de estos parágrafos Aristóteles expone los argumentos que considera más adecuados para su defensa sin que exista en el texto griego ninguna otra partícula que sugiera que se trata de hipótesis alternativas que la conjunción adversativa "dè"[122]. Como conclusión de estas reflexiones, considera que en cualquiera de ambos casos las acciones serán voluntarias, "porque el hombre bueno hace el resto voluntariamente", y "porque estará igualmente en poder del malo la parte que él pone en las acciones, si no en el fin"[123].
A continuación se analizan estas alternativas.
2. 1. La aparente defensa del "libre albedrío.- La parte de dicho texto que parece defender el libre albedrío es la que sostiene la doble posibilidad de actuar o no actuar, de obrar bien o de obrar mal, y en ella se dice:
"siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí […] Decir que nadie es malvado queriendo [hekòn] ni virtuoso sin querer parece a medias falso y verdadero: en efecto, nadie es venturoso sin querer [ákon], pero la perversidad es algo voluntario [hekoúsion]. En otro caso debería […] afirmarse que el hombre no es generador de sus acciones como de sus hijos. Pero, si esto es evidente […], las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias […] Pero acaso alguno es de tal índole que no presta atención. Pero los hombres mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido, […] pues son las respectivas conductas las que hacen a los hombres de tal o cual índole […] Si alguien comete a sabiendas acciones a consecuencia de las cuales se hará injusto, será [sería][124] injusto voluntariamente [hekòn]"[125].
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