Por su parte, Zubiri defiende igualmente que los motivos no mueven al hombre a actuar sino sólo cuando éste, por un acto libre de su voluntad, decide convertirlos en móviles de sus actos. En este sentido escribe: "Ningún objeto, es decir, ningún motivo tiene fuerza de móvil más que en virtud de una consideración intelectual que me lo presenta como posible, y de un acto de voluntad que lo acepta. Sin aceptación, ningún motivo es móvil; no mueve […] La volición no consiste en estar sometido a la razón del objeto, sino justamente al revés, en constituir el objeto como móvil en razón de un acto de volición"[232]. Sin embargo, Zubiri ni plantea ni responde a la pregunta de por qué el hombre habría de convertir o no un motivo en móvil. Y, por ello, los puntos de vista de Sartre o de Zubiri tienen tanto sentido como el de quien defendiese que los burros eligen comer hierba no porque ésta sea apetitosa para ellos sino que ésta es apetitosa porque ellos han decidido que lo sea. Pero, en relación con esta problemática, al comienzo de la Ética Nicomáquea Aristóteles indica que el bien es aquello a lo que todo tiende, no considerando que el bien sea tal porque los seres tiendan a él sino que tienden a él porque previamente es ya el bien que, como tal, provoca la correspondiente atracción, aunque matizando que
"en verdad es objeto de la voluntad el bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal"[233],
es decir: "lo que le aparece", no lo que él decida qué deba ser su bien.
Otro motivo que puede haber inducido a algún crítico a defender la separación entre la conclusión y la acción es el que se relaciona con el tiempo que puede transcurrir entre cada uno de los momentos del acto voluntario, en cuanto, si media cierto tiempo entre el momento de la conclusión y el de la acción, ésta podrá no ser coherente con la conclusión. Pero, en tales casos la causa de esta variación se debería precisamente al hecho de que durante el intervalo habría podido variar la primera conclusión teórica al haberse tomado en consideración unas premisas distintas que habrán conducido a una nueva conclusión y, en consecuencia, a una acción que sería coherente, si no con la primera, sí con la última conclusión.
Por otra parte y por lo que se refiere a la relación entre los fines y los medios, hay ocasiones en que Aristóteles se expresa de un modo inexacto -o incompleto-, como sucede cuando dice:
"No deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a los fines. En efecto, ni el médico delibera sobre si curará […], ni el político sobre si legislará bien […], sino que, dando por sentado el fin, consideran los medios y los modos de alcanzarlo, y cuando aparentemente son varios los que conducen a él, consideran por cual se alcanzará más fácilmente y mejor […] hasta llegar a la causa primera, que es la última que se encuentra"[234].
Pero, precisando estas consideraciones, hay que decir que sólo un fin último como la felicidad es irrenunciable, mientras que los demás tendrán un valor relativo que dependerá de que conduzcan o no a dicha felicidad, y, por ello, un médico puede llegar a plantearse si curará o no, y un político, si legislará bien o no. Posiblemente Aristóteles podría replicar diciendo que el médico en cuanto médico tratará de curar, y que el político en cuanto político tratará de legislar bien. Sin embargo, en cuanto el médico y el político son hombres, antes que médico o político, cualquier otro fin, extrínseco al de su profesión, podría llevarles a obrar de un modo distinto al propio de tales profesiones.
Algunos críticos rechazan la doctrina aristotélica según la cual el fin no es objeto de deliberación, indicando que la dificultad de los medios podría neutralizar el atractivo del fin. Sin embargo, tanto Gauthier y Jolif como H. H. Joachim están de acuerdo en considerar que, para Aristóteles, el deseo del fin va ligado al deseo de los medios. En este sentido Gauthier y Jolif escriben: "Le désir du souhait ne se transforme en décision qu"à l"instant où l"intellect, à l"issue de la délibération, juge que ceci […], est le moyen de par-venir à la fin souhaitée; à ce moment, le désir inefficace de la fin qu"est le souhait se transforme en désir efficace d"obtenir la-fin-par-ce-moyen […]. A ce stade, l"objet un et identique que la pensée énonce et que le désir poursuit, ce n"est le moyen isolé de la fin, ni la fin séparée du moyen, c"est le moyen-pour-la-fin ou la fin-par-le-moyen, et c"est à l"égard de cet objet tout entier (fin et moyen) que la pensée doit être vraie et le désir droit"[235].
Por su parte, Joachim afirma igualmente: "Aristotle insists that these steps or means are constituents parts of the end"[236]. En cualquier caso es evidente que existen fines a los que se renuncia por la dificultad de los medios que hay que emplear para lograrlos y que el único fin irrenunciable es el de la felicidad, al margen de la capacidad que se posea para elegir las acciones y forma de vida más adecuadas para alcanzarla.
4. 5. Otros esquemas de silogismo práctico.- Aristóteles presenta otros esquemas de silogismo práctico en los que muestra que la akrasía se produce como consecuencia de un desconocimiento actual de alguna premisa como consecuencia de la fuerza de las pasiones. Así, en ÉN VII 3 1147a 3-7 pone el siguiente ejemplo:
"hay dos clases de término universal: uno, se refiere al sujeto; otro, al objeto. Por ejemplo, "a todo hombre le convienen los alimentos secos", "yo soy un hombre", o bien "tal alimento es seco"; pero que este alimento es seco, o no se sabe, o no se pone en ejercicio ese conocimiento"[237].
Los términos universales a los que aquí alude son hombre y alimento seco, mientras que el hecho de que tal alimento posea la cualidad de ser seco es el conocimiento que podría desconocerse, bien de manera absoluta o bien actualmente [energeî], es decir, en el momento en que se tiene que actuar. Señala a continuación:
"no parecerá ningún absurdo obrar incontinentemente con un modo de conocimiento"[238], a saber, cuando sólo disponemos del universal, y parecerá extraño que pueda hacerse con otro"[239],
como ocurre cuando nos encontramos en posesión del universal y del particular, y de este último no sólo en estado latente o potencial sino en estado actual. En definitiva, la conducta del akratés aparece como consecuencia del determinismo psicológico ejercido por el deseo, que determina que el conocimiento objetivo expresado en el silogismo práctico pase a quedar en estado latente, perdiéndose la conciencia de la verdad racional y objetiva de la premisa menor, que queda sustituida por otra de carácter pasional. Pero, en cualquier caso, sigue cumpliéndose la tesis de que el comportamiento depende del conocimiento actual del bien.
Gauthier y Jolif comentan que en este silogismo el akratés conoce la premisa mayor, pero no la menor en su actualidad plena: "Puedo conocer bien la proposición universal: "El alimento que presenta tal y tal cualidad es un alimento seco", y no subsumir bajo este conocimiento universal este alimento, porque ignoro que posee de hecho tal cualidad que hace que un alimento sea seco. Entonces […] se comete un error respecto al objeto de la menor, en el sentido de que se la conoce en la universal, pero no en la particular"[240]. Y, efectivamente, esto es lo que defiende Aristóteles en ÉN VII 1147a 3-4, cuando dice:
"no parecerá ningún absurdo obrar incontinentemente con un modo de conocimiento"[241],
a saber, cuando sólo se dispone del universal,
"y parecerá extraño que pueda hacerse con otro"[242],
como ocurre cuando se está en posesión del universal y del particular, y de este último no sólo en estado latente o potencial sino en estado actual.
Insiste a continuación Aristóteles en que es posible tener el conocimiento en cierto sentido y no tenerlo en otro,
"como le ocurre al que duerme, al loco y al embriagado"[243]
y que
"ésta es la condición en que se encuentran los que están dominados por las pasiones"[244],
como sucede en el caso del akratés, pues las pasiones le impiden ser consciente del sentido de aquel conocimiento que en condiciones de autodominio es capaz de comprender y de afirmar en su justo valor, siendo consecuente con él a la hora de actuar.
Más adelante Aristóteles presenta una variación del anterior silogismo práctico para hacer especial hincapié en esta fuerza del deseo, indicando que
"cuando se da la opinión universal que nos prohíbe gustar, y por otra parte la de que todo lo dulce es agradable y esto es dulce (ésta es la que hace actuar), y a la vez se da el deseo de gustarlo, la primera nos dice que lo rehuyamos, pero el deseo nos mueve a ello, porque puede mover cada una de las partes "[245].
La novedad fundamental que aparece aquí es la que se refiere a la existencia de conflictos derivados de aquellos motivos que simultáneamente incitan a obrar en un sentido o en otro, y, de modo especial, a la consideración del deseo como elemento determinante de la preponderancia que pueda ganar una u otra de las premisas a la hora de adoptar una decisión. Si el deseo o la pasión es lo que domina en la mente del akratés, en dicho caso se producirá la akrasía, mientras que el enkratés "sabiendo que las pasiones son malas, no las sigue y se deja guiar por la razón"[246]. Conviene insistir en que, cuando Aristóteles indica que "el akratés sabe que obra mal…", no pretende decir que éste sepa en acto que obra mal sino sólo en potencia; es decir, el conocimiento que está en acto en su entendimiento en el momento en el que tiene que decidir es el que se relaciona con el deseo, mientras que el conocimiento racional objetivo se mantiene alejado en un segundo plano, como sucede en los caso del que duerme, del loco o del embriagado.
4. 6. La akrasía desde la perspectiva de R. M. Hare.
Si Aristóteles considera que el akratés, "convencido de otra cosa, no deja por eso de hacer lo que hace"[247], y a continuación aporta una explicación de la akrasía, R. M. Hare defiende una tesis similar cuando afirma que "es una tautología decir que no podemos asentir sinceramente a un mandato en segunda persona dirigido a nosotros y "al mismo tiempo" no realizar lo ordenado cuando llega la ocasión de hacerlo y el hacerlo está dentro de nuestras posibilidades (físicas y psicológicas)"[248]; y, aunque está de acuerdo con la idea de que pueden darse situaciones como la expresada por Ovidio cuando escribe: "video meliora proboque, deteriora sequor"[249], o la expresada por Pablo de Tarso cuando dice: "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero"[250], considera que tales casos sirven para mostrar que tanto el personaje de Medea, de Ovidio, como Pablo de Tarso, aunque eran sinceros en sus afirmaciones respectivas, no se encontraban en posesión de una capacidad psicológica adecuada como para actuar de acuerdo con las buenas acciones que en teoría aceptaban. Hare tiene en cuenta además otras situaciones en las que una persona, a pesar de creer que debe hacer determinada acción, sin embargo no la realiza. Estos casos, en lugar de servir como refutación de la paradoja socrática -o de la doctrina aristotélica sobre el silogismo práctico-, le sirven para matizar su propia tesis en el sentido de que se puede "admitir que hay grados de asentimiento sinceros, no todos los cuales suponen una efectiva obediencia al mandato"[251]. Su punto de vista coincide con el aristotélico en cuanto, del mismo modo que para Aristóteles, una vez que el akratés haya recuperado el uso pleno de su conocimiento, actuará de modo correcto, igualmente, desde el punto de vista de Hare, una vez alcanzado determinado grado de sinceridad en el asentimiento a un mandato y estando en posesión de las cualidades físicas y psicológicas adecuadas, se actuará de modo consecuente.
Frente al punto de vista de Hare, W. F. R. Hardie considera que esta tesis es criticable por hacer depender el hecho de asentir sinceramente a un mandato de que uno actúe consecuentemente, lo cual, al ser solamente una definición estipulativa, sería tautológica e irrefutable, y, en consecuencia, no demostraría nada: "We cannot, indeed, as Hare would agree, make the Socratic paradox more acceptable "merely" by passing linguistic legislation, merely by choosing to define the "sincerity" of belief in terms of practical conformity and thus making it impossible to "say" that the paradoxe is false"[252].
La crítica de Hardie a Hare representa un rechazo de esta formulación de la paradoja socrática por considerar que, en último término, su valor sólo se sustenta en una convención lingüística al incluir en la propia definición de creer o ser sincero la proyección práctica de un comportamiento que se correspondería con tal supuesta creencia o tal sinceridad. Sin embargo y a pesar de que Hare asocia efectivamente el asentimiento sincero a un mandato con la actuación correspondiente, realizando aquel mandato al que se ha asentido sinceramente, y a pesar de que también pueda diferenciarse entre la simple perspectiva teórica de dicho asentimiento y la perspectiva práctica de su cumplimiento, tiene razón al considerar que el asentimiento sincero a un mandato implica su cumplimiento real si ello es posible, pues en caso contrario no tendría ningún sentido hablar de sinceridad para tales casos en cuanto dicha sinceridad debe tener una proyección práctica a fin de que la expresión asentimiento "sincero" no sea un simple flatus vocis, de manera que debe entenderse que en la mente de quien se encuentra en tal situación su sinceridad va necesariamente unida a la firme intención de cumplir en el momento adecuado aquello a lo que ha asentido, y a su cumplimiento efectivo cuando dicho momento llega. Sería contradictorio hablar de intención de cumplir si, estando en la situación adecuada, no se intentase realizar aquello que se tiene intención de hacer. Uno puede asentir a un mandato por simple temor y sin tener intención de cumplir con él, pero a fin de que la expresión "asentimiento sincero a un mandato" tenga sentido, debe entenderse que en la mente de quien se encuentra en tal situación su asentimiento sincero va necesariamente unido a la intención de cumplir dicho mandato. En definitiva parece evidente que existe una correlación necesaria y no una mera convención lingüística entre el asentimiento sincero a un mandato, la intención de cumplirlo y la acción concreta mediante la cual se manifiesta dicha intención. En este sentido, Aristóteles señalaba que lo que en el pensamiento teórico corresponde a una conclusión, en el pensamiento práctico es una acción[253]y, de acuerdo con esta afirmación, dijo igualmente:
"sería absurdo sugerir que pudiéramos obrar contra una conclusión de nuestro pensamiento práctico"[254].
El determinismo aristotélico y las categorías morales
En cuanto Aristóteles defiende, de manera consciente o inconsciente, una interpretación determinista de los actos elegidos -o actos de proaíresis-, para ser coherente con tal perspectiva debería haberse alejado de cualquier referencia a aquellas categorías morales que de algún modo presuponían un el rechazo del determinismo. Según se verá a continuación, Aristóteles no siempre fue coherente con esta consideración sino que en diversas ocasiones utilizó diversas categorías morales concediéndoles un valor absoluto.
Desde una perspectiva ajena a la de una moral absoluta como la kantiana, la moral, entendida en un sentido relativo en el que el deber se subordina al querer, cumple un papel en la sociedad en cuanto sirve para orientar a sus componentes acerca de cómo conviene comportarse para ser apreciado por la sociedad y para no ser condenado por ella, aunque a lo largo de los siglos algunas de las normas morales sólo han servido para que las clases dominantes, a pesar de su hipócrita defensa del "bien común", hayan impuesto a los demás miembros de la sociedad las normas que les beneficiaban y les permitían mantener sojuzgados y esclavizados a los demás como consecuencia de la mayor o menor capacidad de éstos para rebelarse o resignarse. Como diría Nietzsche, las leyes morales fueron en un principio meras imposiciones de los pueblos dominadores a los dominados. Sin embargo, con el paso de los años la masa las fue interiorizando hasta el punto de tratar de cumplirlas no simplemente por temor a la clase dominante sino por convicción de que era su deber comportarse de acuerdo con ellas. La misma "condena moral" habría surgido a partir de una primitiva condena física aplicada a quienes incumplían las normas impuestas por la clase dominante, hasta que llegó un momento en que, sin necesidad de condena física, la alabanza o la censura social fomentaron la interiorización de los correspondientes sentimientos de satisfacción o remordimiento por haberse comportado o no de acuerdo con aquellas normas ya interiorizadas y consideradas como buenas o como malas en sí mismas.
Según el eudemonismo aristotélico, las acciones del hombre se realizan por un fin que se identifica con la felicidad -eudaimonía- y no por el cumplimiento de un supuesto deber absoluto que tuviese que regir cada acto de su vida al margen de lo que quisiera hacer. Por ello, la conducta humana no podría describirse en los términos del imperativo categórico kantiano sino sólo en los del hipotético[255]No obstante, cuando Aristóteles se refiere a acciones bellas, nobles, laudables o condenables por ellas mismas adopta un punto de vista que en principio se aproxima al de la ética kantiana, pues en esos momentos no valora una acción como noble o laudable porque conduzca a la felicidad sino por su relación con la comunidad o la pólis, considerada como fundamento de valores morales y como ámbito en el que proyectar las virtudes morales. En tales momentos Aristóteles llega a olvidarse de su doctrina moral fundamental según la cual las acciones se encaminan siempre a un fin que se identifica con un bien, de forma que éste es valioso por sí mismo o por ser el medio para alcanzar otro bien más alto. El bien último en el cual consiste la felicidad del hombre se identifica con su actividad más propia, y como, según Aristóteles, la esencia del hombre se identifica con la racionalidad, su felicidad, en cuanto le resulte posible, consistirá en una actividad de carácter racional.
Pero, además, en cuanto el gran pensador griego defiende el determinismo, no tendría sentido que a la vez defendiera una moral absoluta, pues ello implicaría afirmar la existencia de un deber que estaría por encima de la búsqueda del propio bien y estaría en contradicción con la necesidad implicada en dicho determinismo. Sin embargo, Aristoteles es incoherente en diversas ocasiones con su determinismo y llega a defender determinados comportamientos como absolutamente buenos o malos, al margen de que conduzcan o no a la propia felicidad personal, a pesar de que en otras ocasiones y de manera coherente con su eudemonismo en la comparación entre la "phrónesis" y la vida teorética no dude en ningún momento en afirmar la supremacía de la última, considerando la "phrónesis" como un medio y la vida teorética como el fin último que puede alcanzarse por medio de la primera:
"[la felicidad] la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos […], pero también los deseamos en vista de la felicidad […] En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra"[256].
"[La phrónesis] no tiene supremacía sobre la sabiduría […] como tampoco la tiene la medicina sobre la salud"[257],
"hay quizá cosas […] a las que no puede uno ser forzado, sino que debe preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos"[258].
Sin embargo conviene observar, en primer lugar, que esta frase tiene carácter dubitativo, como queda claro por la utilización del adverbio "ísos" [quizá], por lo que no es una afirmación categórica; pero, en segundo lugar y como ya se ha indicado en diversos momentos, hay que recordar que el propio Aristóteles subordinó la virtud a la felicidad, por lo que la idea de que se debiera "preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos" sería contradictoria con tal subordinación. En este sentido, alejándose de quienes, como Sócrates, habían defendido una correlación entre virtud y felicidad, Aristóteles dice:
Y, por ello, afirmaciones como la de que
"éste es igualmente el caso de los que dan su vida por otros: eligen, sin duda, un gran honor para sí mismos. También se desprenderán de su dinero para que tengan más sus amigos; porque el amigo tendrá así dinero, y él tendrá gloria; por tanto él escoge para sí el bien mayor"[261].
Es decir, por una parte, se observa la exaltación de aquellos modos de conducta en los que el hombre bueno [spoudaíos] se sacrifica por sus amigos y por su patria "hasta morir por ellos si es preciso" -y ello sugiere que para Aristóteles la pólis se representa el valor supremo que fundamenta el valor de las normas y categorías morales desde un punto de vista que pretende ser absoluto-. Pero, por otra parte, indica que el dar la vida por los otros y el desprenderse de las propias riquezas implica obtener un mayor bien a nivel individual, y con estas aclaraciones pone de relieve nuevamente que es la consecución de un bien y no la del cumplimiento de un supuesto deber absoluto lo que en líneas generales domina en la ética aristotélica, incluso cuando defiende el fundamento social de la moral[262]
3º) que a pesar de todo, el bien individual sigue siendo el criterio último de moralidad, puesto que, con la búsqueda del bien para la comunidad, el individuo "escoge para sí el bien mayor";
4º) que, en cuanto la actitud del hombre bueno se produce a partir del atractivo de lo que se le presenta como "el bien mayor", su conducta sigue siendo un ejemplo de imperativo hipotético dirigido al bien y no de un imperativo categórico que le llevase a someterse a un supuesto deber que tuviera que acatar al margen de los beneficios o perjuicios que derivasen de su cumplimiento; y
Por lo que se refiere a esta misma cuestión, puede observarse un planteamiento semejante cuando en su tratamiento de la amistad (philía) Aristóteles habla de dos tipos de egoísmo, considerando que la amistad por virtud constituye la forma de egoísmo más alta (pero también la mejor desde el punto de vista moral), porque a través de ella se consigue la mayor gloria y, en consecuencia, la mayor felicidad. Una limitación, sin embargo, en lo que se refiere al grado de amistad viene dada por el hecho de que, aunque hay que procurar el bien del amigo, esto no puede llevarse hasta el extremo de desear que el amigo se convierta en una divinidad, pues en tal caso desaparecería la amistad, ya que ésta requiere de la igualdad y de la frecuente compañía del amigo, y éstas dejarían de producirse si el amigo se convirtiese en un dios, el cual dejaría de necesitar de nuestra compañía.
Pero además y a diferencia del planteamiento de los estoicos, que defendieron que todos los seres humanos tenían idéntico valor, el ideal social aristotélico sólo alcanza a a la propia pólis y además con exclusiones muy importantes, como la de los esclavos -que para Aristóteles son instrumentos animados-, la mujeres -que las considera inferiores a los varones- y los "niños deformes" -que ni siquiera tienen derecho a la vida-. El motivo parece claro: Sólo la pólis representa para Aristóteles el medio necesario y suficiente en el que el individuo puede realizarse plenamente, tanto en lo que se refiere al desarrollo de su vida material, como en el de las virtudes en el trato con los demás, recibiendo de la comunidad los honores correspondientes, como finalmente teniendo la posibilidad de realizar plenamente su propia esencia humana dedicándose a la vida teorética en la que consiste su felicidad.
A diferencia del punto de vista mantenido por los estoicos, la "humanidad" era en aquel momento para Aristóteles una realidad excesivamente abstracta y alejada del contacto y de la experiencia individual como para que el individuo pretendiese proyectar en ella su acción o esperar de ella las bases a partir de las cuales pudiera sentirse realizado individualmente de acuerdo con sus propios intereses. En este sentido la pólis se mostraba como una unidad social de carácter natural y autosuficiente para lograr tal fin. Sin embargo, el hombre en cuanto tal no representó para Aristóteles una realidad que en todo caso debiera ser valorada y respetada como un fin en sí misma, más allá de los intereses del individuo. Sólo la propia pólis era realmente necesaria para el individuo, pero, mientras en el libro I de la Ética Nicomáquea Aristóteles sitúa el bien de la pólis por encima del bien del individuo, afirmando que
más adelante, en el libro VI, Aristóteles indica que los poseedores de la phrónesis buscan
"su propio bien, y se piensa que eso es lo que debe hacerse"[265],
En este mismo sentido añade poco después que
"quizá no es posible el bien de uno mismo sin administración doméstica y sin régimen político"[266],
Posteriormente, en el libro VIII, adoptando un punto de vista más contundente y coherente con su individualismo, insiste de manera generalizada en que la comunidad política no es un fin en sí misma sino un medio al servicio de la conveniencia de los individuos:
Igualmente, la puntualización aristotélica sobre las limitaciones de la amistad pone también de manifiesto que el fundamento social no es el más alto de su ética a partir del cual emanen las diversas obligaciones del individuo y a partir de la cual se establezcan las virtudes correspondientes, pues si la comunidad política es un medio subordinado a la conveniencia del individuo, debe ser el propio individuo el principio a partir del cual se establezcan los criterios de valor de sus actuaciones en cada momento, aunque el hecho de que el hombre sea una realidad social tenga como consecuencia lógica que de forma natural el individuo se preocupe también del bien colectivo, lo cual queda reflejado en los diversos momentos en que Aristóteles se refiere a las virtudes de carácter social y al honor, forma de alabanza social como premio de la virtud.
Pero, además, la valoración aristotélica de la pólis tiene exclusiones muy importantes -como la de los esclavos, la mujer y los "niños deformes"- que ponen todavía más de manifiesto que la aplicación de la virtud en la sociedad tiene un carácter especialmente limitado pues sólo se extiende a determinados miembros de la pólis, niega cualquier derecho a los esclavos y bastantes a las mujeres, y que llega todavía más lejos en su egoísmo "aristocrático" al obligar al infanticidio de los "niños deformes", en cuanto representan una carga para el grupo de "los elegidos", aquellos cuyo poder, bienestar y posibilidades de ocuparse en tareas superiores tiene como condición el sometimiento de los esclavos y la eliminación de quienes hayan tenido la desgracia de nacer deformes. Y, por ello, al hablar de la fundamentación social de la ética aristotélica, conviene preguntarse ¿qué clase de "moral social" es ésa que propugna la eliminación de los "niños deformes"? Igual, al estilo hitleriano, hubiera podido propugnar la muerte de todos los ancianos y de los enfermos. Se trataría de una "moral social" especialmente sui generis. Igualmente conviene observar que la condena aristotélica del suicidio no se produce en consideración al valor de la persona que se suicida, sino atendiendo exclusivamente al hecho de que el suicida comete una injusticia contra la sociedad, ya que habiendo recibido diversos bienes de la pólis, es deudor con respecto a ella y no tiene derecho a disponer de su propia vida. Un punto de vista similar a éste es el que le lleva a considerar a los niños propiedad de sus padres, en cuanto han recibido de ellos la existencia y diversos cuidados, alimento y educación.
Esta perspectiva deja claro que, aunque en algunas ocasiones Aristóteles se expresa como si el bien de la pólis fuera un criterio de moralidad especialmente valioso, en realidad tiene un valor secundario y subordinado al bien individual.
"no puede vivir orientando su vida hacia otro"[268],
A pesar de estas consideraciones, conviene precisar que, si el concepto de moral se entiende en un sentido amplio y más ligado a la etimología de los términos "moral" y "ética", los planteamientos aristotélicos tienen un sentido moral, pues la simple pregunta acerca de cómo vivir es ya una pregunta moral por cuanto remite a consideraciones acerca de cómo conviene orientar la propia vida y qué hábitos o virtudes nos serán más útiles para vivir bien. La necesidad de responder a la pregunta acerca de cómo vivir lleva implícitas, como primera respuesta, la de la renuncia a la pura espontaneidad que caracterizaría a un ser carente de racionalidad y, como respuesta complementaria, la de la fijación de una estrategia de conducta que pueda conducir a la consecución de los fines que se presenten a cada uno como más valiosos.
En la moral relativista aristotélica, única compatible con su determinismo, el deber no es un fin en sí mismo sino sólo un medio para alcanzar un fin, tanto si ese fin es el del sentimiento del honor y de la satisfacción por las alabanzas sociales que se espera recibir como si ese fin es el de la propia felicidad como consecuencia de realizar la actividad propia del hombre, la vida teorética, en la cual se expresa la esencia y la naturaleza humana. La ética aristotélica se mueve por esa línea, pero hay que insistir en que en diversas ocasiones Aristóteles, en contradicción con su determinismo y con su eudemonismo, defiende la existencia de valores absolutos y del deber de obrar de acuerdo con ellos.
1. 1. Las categorías morales.- Una consecuencia evidente del determinismo y del relativismo moral aristotélico es que para ser coherente con tales planteamientos debió utilizar las diversas categorías morales de manera que resultasen compatibles con dicho determinismo y con el relativismo moral a que dicho determinismo va asociado, pudiendo aplicarse para dar a entender a quien incumpliera las normas sociales que su actitud provocará su rechazo social y la correspondiente reacción punitiva, la cual a su vez dará lugar en diversos ocasiones a una modificación de su conducta en la dirección de las exigencias sociales.
Desde esta perspectiva, Aristóteles sigue considerando que los actos humanos son voluntarios, pero evidentemente no podrían considerarse libres en el sentido fuerte de ese término, asociado con el supuesto "libre albedrío" y, por ello mismo, tampoco las categorías morales podrían ser aplicadas en ese mismo sentido fuerte, ya que en tal caso serían contradictorias con el determinismo en cuanto su aplicación implicaría la aceptación del supuesto de que el hombre fuera libre en un sentido absoluto, lo cual supondría suponer a su vez que en cualquier momento hubiera podido actuar de un modo diferente a como lo hizo y que por ello mismo era responsable absoluto de sus actos voluntarios. Sin embargo y en contra de esta perspectiva, cuando Aristóteles habla del "destierro" para los "incurables"[271], está reconociendo la existencia de unos caracteres inevitablemente insolidarios en cuanto lo son como consecuencia de una enfermedad de la que son "incurables". Pero, de manera contradictoria con su determinismo, Aristóteles suele asociar las diversas categorías morales que utiliza con la consideración de que existe una culpa en un sentido fuerte, según el cual quien se comportó de forma insolidaria podía haberse comportado de otro modo. En ocasiones también, justifica los castigos a partir de esa idea de culpa. Pero el castigo, cuando no se utiliza como un modo de tratar de corregir la conducta del otro, no puede representar otra cosa que una simple racionalización de la agresividad que uno puede sentir ante aquellas acciones por las que se siente perjudicado, o un modo de atemorizar al pueblo para que obedezca al poder establecido, tal como sucedía entre los judíos del Antiguo Testamento y los cristianos del Nuevo, pues en ambos casos "Yahvé" o "Dios Padre" -que los cristianos siguen identificando con el mismo "Yahvé"- castiga a su pueblo o a sus enemigos según convenga a los intereses e intenciones de los sacerdotes judíos o cristianos, que ponen en boca de su Dios las órdenes que pretenden que el pueblo de Israel obedezca del mismo modo que en la actualidad la jerarquía católica pretende imponer determinadas normas morales argumentando que son expresión de la "ley moral absoluta" establecida por su Dios. Aristóteles, sin embargo, entendió el castigo en diversas ocasiones como un mecanismo de la comunidad para protegerse contra acciones delictivas y para corregir conductas inadecuadas desde el punto de vista de los gobernantes o de los educadores. En este sentido dijo que los gobernantes imponen
Igualmente y respecto al tema de la educación entendió que
"los educadores se sirven del placer y del dolor como un timón para dirigir a la infancia"[273],
lo cual equivale a decir que no tiene sentido utilizar el placer y el dolor como recompensa o como castigo por el "mérito" o la "culpa", sino como medios para dirigir a la infancia, a diferencia de lo que sucede con el "Infierno" del cristianismo, un castigo irracional pensado para asustar y someter a quienes se atrevían a actuar sin someterse plenamente a las normas eclesiásticas, que no tendría otra finalidad que el castigo mismo, en cuanto no serviría para corregir la conducta de nadie y en cuanto sería un castigo eterno y evidentemente absurdo.
1. 2. Por lo que se refiere al concepto de culpa -aunque Aristóteles no es siempre coherente consigo mismo-, puede resultar esclarecedor el hecho de que, en lugar de emplear términos que hagan referencia a tal idea, relacionada con un sentimiento personal que surgiría como vivencia negativa de haber incumplido la ley moral, utiliza términos como los de "injusto" [adikós], "censurable" [psektós] y "vergonzoso" [aiskhrós] para referirse a aquellos actos que no se ajustan a las normas sociales.
Sin embargo, en cuanto tales calificativos puedan remitir de algún modo a la idea de culpa, entendida como una vivencia del propio sujeto y no sólo como una simple censura externa, puede tener cierto sentido la calificación de su conducta como culpable o como censurable en cuanto la finalidad de tales calificativos sea la de hacerle consciente de que la comunidad se siente perjudicada por su comportamiento, de manera que, según la gravedad de su faltas, ésta podrá llegar a condenarlo a la cárcel, al ostracismo o a muerte por ser una carga y un grave peligro para la pólis.
En relación con el concepto de pecado, cercano al concepto de culpa, Gauthier y Jolif indican con acierto que este concepto está ausente en la ética aristotélica, y el motivo de ello es precisamente el que se relaciona con el determinismo psicológico, ya que, para que el concepto de pecado pudiera tener sentido haría falta que el juicio de la conciencia pudiera no coincidir con la decisión libre, y en Aristóteles, sin embargo, esto no es posible "porque su juicio coincide con la decisión libre y en consecuencia con la acción misma"[274], es decir, porque, de acuerdo con el intelectualismo socrático, nadie hace el mal a sabiendas, sino por ignorancia habitual o momentánea de cuál es el mejor bien elegible aquí y ahora y, por eso, cualquier elección equivocada es sólo eso, un simple error, pero nunca una culpa en el sentido de haber buscado y elegido el mal por el mal. Pensemos en lo contradictoria que sería tal elección teniendo en cuenta en cuenta que el concepto de bien sólo se obtiene a partir de una consulta interna, subjetiva, acerca de qué es lo que nos apetece, nos atrae, nos proporciona placer o felicidad o, en definitiva, aquello que deseamos. En este sentido, ya Spinoza había indicado que no deseamos algo por considerarlo bueno sino que lo consideramos bueno porque lo deseamos, señalando que son los propios deseos la base a partir de la cual establecemos conceptos como los de "bueno" o "malo". A partir de esta consideración, el bien equivaldría a lo que deseamos y el mal, es decir, lo contrario del bien, sería aquello que aborrecemos. En consecuencia afirmar que uno elige el mal equivaldría a decir que uno elige lo que aborrece o que uno elige lo que no desea, de manera que progresivamente un análisis lingüístico nos lleva a clarificar la contradicción existente en el punto de vista de quienes defienden que se puede elegir el mal, siendo conscientes del sentido último de tal elección.
1. 3. Determinismo y responsabilidad moral.- Respecto a la relación entre determinismo, responsabilidad moral y otras categorías morales, R.Sorabji considera que, aunque en algunos casos podría seguir existiendo una compatibilidad entre estos conceptos, en líneas esenciales existiría una incompatibilidad especialmente importante. Igualmente, manifiesta su dificultad para comprender cómo podrían mantenerse de manera coherente categorías morales como las de remordimiento, culpa, obligación, indignación o resentimiento.
Sin embargo, aunque estos conceptos perderían una parte de la carga semántica que se les concede desde la perspectiva de los defensores del "libre albedrío", seguirían cumpliendo un papel importante como condicionantes del comportamiento:
1. 4. El sentimiento de remordimiento -al igual que el de culpa- podría tener sentido en cuanto se entendiese como una actividad reflexiva por la cual quienes hubiesen actuado de manera inadecuada respecto a las normas sociales considerasen los efectos perjudiciales de su conducta equivocada de forma que tal reflexión les sirviera para tratar de evitar posibles infracciones futuras. La indignación cedería su puesto a un intento de comprensión de los motivos de la conducta ajena en cuanto se alejase de la búsqueda del bien común, aunque sin excluir el enfrentamiento contra quienes se obstinasen en actuar en contra de ese bien, despreciando los intereses del grupo. El resentimiento, como sentimiento de desprecio al otro como consecuencia de su conducta contraria a los propios intereses o a los de la comunidad, se transformaría en un sentido semejante, pues del mismo modo que es inútil recrearse en la consideración de la propia maldad y de las propias culpas, puesto que ni la maldad ni la culpa existen desde la perspectiva determinista, por lo mismo sería absurdo el resentimiento entendido como odio irracional, en cuanto implicaría considerar que los demás sí son culpables, lo cual sería una incongruencia, al margen de que el odio o el resentimiento por sí mismos nada solucionan. A pesar de todo, es difícilmente evitable que por motivos psicológicos inconscientes todos tendamos a sentir agresividad contra quien actúa en contra de nuestros propios intereses y a actuar del modo correspondiente como consecuencia de la frustración que provoca en cada uno la conducta negativa del otro. En ese sentido, el hecho de juzgar al otro como culpable derivaría de una racionalización de la propia agresividad por su conducta nociva, tendiendo a olvidar que el modo de ser y de actuar de cada uno es consecuencia de su propia naturaleza, por lo que en ese sentido el calificativo de culpable habría que eliminarlo o utilizarlo en el sentido en que los griegos utilizaban primitivamente el concepto de aitía, es decir, como causa, sin necesidad de incluir en la connotación de tal concepto una especie de tinte de malignidad, que tendría el mismo sentido que atribuírsela a los terremotos o a las tormentas. El perdón, en sentido fuerte, sobraría por el mismo motivo por el que sobra la culpa; pero se podría seguir sacando partido a ese término si se lo entendiera como una manifestación de la decisión de olvidar el daño recibido, confiando en la mejora de la conducta futura de quien hubiera actuado de modo especialmente egoísta y en contra de los intereses del conjunto social.
Kant había escrito que deber presuponía poder: "debes, luego puedes", y de este modo postuló la existencia del libre albedrío, a pesar de haber asumido que éste, entendido en un sentido contrario al determinismo, era sólo un "postulado de la razón práctica", que, sin embargo, era indemostrable. Pero esta relación entre deber y libertad no es preciso entenderla en un sentido contrario al determinismo, en cuanto se modifique el significado que damos a dichos términos, de manera que el deber pase a verse como relativo y subordinado al querer, y la libertad se entienda simplemente como voluntariedad, tal como Aristóteles la entiende en muchas ocasiones. Proponer un deber, como cuando se dice: "¡debes decir la verdad!", equivale a un intento de concienciar a otro acerca de la conveniencia de actuar de esa manera en cuanto de ese modo conseguirá un bien que desea; en todo caso siempre se trataría de un imperativo hipotético ("si quieres A, debes hacer B") y, como dirían Russell y otros filósofos, esta propuesta no sólo no sería incompatible con el determinismo sino que sólo con él sería compatible, ya que desde la perspectiva de los defensores del libre albedrío sería un contrasentido esperar que nuestros consejos determinasen o condicionasen la conducta ajena.
"El sentido de la obligación es ahora un imperativo hipotético; así entendidas, las normas morales son normas racionales: que yo "tengo" que actuar de cierto modo tiene ahora el sentido de que sólo si actúo así obtengo aquello que en definitiva quiero […] Caduca así toda referencia a una obligación moral y a la culpa. Si no se obra como se tiene que obrar, aparece ahora una crítica que no contiene reprobación, censura o desprecio, sino compasión e ilustración [Aufklärung], como en Sócrates. Quien obra mal en este sentido, no resulta culpable, sino que es memo"[280].
Respecto a esta misma cuestión, en 1981 señalé, desde un punto de vista similar al de Tugendhat, que "en lugar del imperativo categórico […], lo único que puede guiar el comportamiento humano […] es la tendencia espontánea a satisfacer toda la serie de necesidades y objetivos que cada uno siente como prioritarios en cada momento […]. En terminología kantiana, la conducta humana tiene, pues, que producirse […] de acuerdo con los imperativos hipotéticos"[281].
En conclusión, es cierto, pues, que en la mayoría de ocasiones en que Aristóteles se refiere al deber lo hace en un sentido que desde la óptica kantiana se consideraría extramoral, ya que se trata del deber propio del imperativo hipotético, del deber en el sentido de "tener que" realizar determinada acción en cuanto ésta constituye un medio necesario para alcanzar un fin que se quiere. Y esta forma de comportamiento, desde una perspectiva como la kantiana, no podría ser considerada como moral. En definitiva, el eudemonismo aristotélico es relativista en el sentido indicado por los autores mencionados, y efectivamente en él desaparece toda referencia a un deber absoluto, a pesar de que desde otros planteamientos aristotélicos se defienda de modo incoherente una moral absoluta de carácter intuicionista o basada en la consideración de la pólis como realidad de la que emanan normas y valores que en todo momento deben ser respetados.
Lo que interesa destacar de este texto son las afirmaciones de que tanto la virtud como el vicio son voluntarios; la primera, porque, aunque el fin es natural, el hombre bueno hace el resto voluntariamente; y la segunda, "porque estará igualmente en poder del malo la parte que él pone en las acciones", es decir, su propia decisión inadecuada y las acciones físicas correspondientes, aunque dicha decisión esté provocada por un planteamiento erróneo de la razón. Mediante esta reflexión Aristóteles parece estar defendiendo no una idea como la del libre albedrío sino una llamada a ese sentido de la responsabilidad, entendido como una toma de conciencia de la trascendencia de las propias decisiones para la forja del propio carácter. Pero lo más decisivo de este texto para entender el punto de vista aristotélico es su parte final, en la que dice que, aunque depende del malo "la parte que el pone en las acciones", es decir, la deliberación, la decisión y la acción, sin embargo no depende de él "el fin", el cual es precisamente el motor que inicialmente determina todo el proceso de los actos voluntarios, tanto de los espontáneos como de los elegidos o actos de proaíresis.
Por lo que se refiere a los términos que hacen referencia a ley moral, a bondad y a maldad moral, hay que decir que, desde la perspectiva de una moral relativa de carácter social y desde la base del determinismo psicológico, tienen también un uso perfectamente inteligible, aunque sin duda alejado del que tendrían desde la perspectiva de una moral absoluta: Hablar de la ley moral es hacer referencia a las exigencias que emanan de la vida comunitaria, las cuales determinan que uno pueda ser apreciado como noble [kalós] en el caso de que haya adquirido las virtudes sociales y el comportamiento correspondiente, o que sea objeto de censura [psektós] en cuanto se haya alejado de ellas por incapacidad para asumirlas o por cualquier otra causa. En este sentido, la terminología empleada por Aristóteles cuando califica los diversos modos de comportamiento parece una clara confirmación de este hecho. Y lo mismo sucede con la selección de aquellas virtudes que juzgó como el canon del hombre bueno, entre las cuales se encuentran la prudencia, la justicia, el valor, la generosidad, la magnificencia y la magnanimidad.
"no se debe ser valiente por necesidad, sino porque es honroso [kalón]"[284].
Igualmente y por lo que se refiere al uso del concepto de honor [timé] dice:
"la magnanimidad […] tiene por objeto los grandes honores"[285],
En relación con esta cuestión tanto el Psicoanálisis como otras teorías psicológicas y antropológicas han tratado de explicar por qué nos importan los juicios ajenos y de qué modo las normas sociales llegan a interiorizarse[287]hasta el punto de que uno mismo llegue a tener sentimientos de culpa y de remordimiento de conciencia cuando las incumple, o sentimientos de autoestima y de dignidad cuando obra de acuerdo con ellas. En dichas explicaciones subyace la misma consideración aristotélica de que "el hombre es una realidad social", y ello explica la natural interiorización de las normas procedentes de la sociedad en que vive -o de personajes que no tienen otro interés que el de su propio beneficio a costa de engañar a los demás por cualquier medio en esta jungla de asfalto a la que llamamos "civilización".
Para concluir la referencia a esta cuestión relativa a la compatibilidad del determinismo aristotélico con el uso de las diversas categorías morales hay que decir, en primer lugar, que el intuicionismo aristotélico no es coherente con su determinismo, pero son muchos los momentos en que la ética aristotélica defiende un punto de vista intuicionista, de manera que, al igual que en algún otro aspecto de la cultura griega -como el de la creencia en los dioses tradicionales-, Aristóteles no se tomó en serio la búsqueda de una rigurosa consistencia en su sistema, y, así, a pesar de que, cuando analiza las acciones voluntarias elegidas -o acciones de "proaíresis"- puede observarse en su pensamiento una línea discursiva congruente con su determinismo, en otros momentos transigió excesivamente con las doctrinas morales dominantes en su época y siguió asumiéndolas sin plantearse hasta qué punto eran o no coherentes con el determinismo intelectualista que defendió.
Es un hecho que en general y de modo irracional casi todos solemos adoptar actitudes como la señalada por él pensador heleno, tendiendo a considerar culpables a quienes realizan acciones perjudiciales contra uno mismo o contra la sociedad, como si fueran el origen primero de los actos que realizan, como si no existieran causas anteriores que les hubieran conducido a desear hacer lo que hacen, y como si existieran unas leyes misteriosas que hubieran debido acatar por encima de sus deseos, olvidando que cada uno actúa como consecuencia de las motivaciones que en él existen como expresión de su naturaleza, y sin tener en cuenta que nadie elige la naturaleza que tiene sino que ésta es consecuencia de causas anteriores que determinan su modo de ser. Por ello, la diversidad de actitudes que se tienen ante el que es feo por naturaleza o ante el que lo es como consecuencia de sus actos, disculpando al primero y condenando al segundo, proviene del olvido de las causas necesarias por las que cada cual actúa en cada momento y también de la racionalización de la propia agresividad ante la frustración por las conductas ajenas que nos molestan o perjudican. En este sentido Aristóteles olvida que, según sus propias doctrinas, quien nació no siendo feo, pero luego llegó a serlo, tenía unas bases -genéticas y ambientales-, debidas a "la Naturaleza" o a la "divinidad", que le condujeron a realizar aquellas acciones que le llevaron a tal estado, y que por ello es tan absolutamente disculpable como quien era feo de nacimiento[289]La defensa aristotélica del intelectualismo socrático y del determinismo genético[290]está en contradicción con esta descalificación de quien ha llegado a hacerse feo como consecuencia de sus decisiones y actuaciones. No obstante, conviene no olvidar que, otra motivación por la que se produce la "condena moral" es el conocimiento, consciente o inconsciente, de que los reproches al prójimo por su conducta son en realidad un condicionante más que repercutirá en una futura modificación de ésta. Aristóteles no llegó a plantearse la cuestión de los motivos de aquellos actos voluntarios que condujeron al personaje de su ejemplo a su fealdad posterior. Pues la cuestión fundamental que debía haberse planteado era la de si aquel hombre fue responsable de haber querido actuar así o si su querer fue más bien una manifestación de su naturaleza. Es decir, Aristóteles podía haberse planteado si aquél que sintió el deseo de obrar del modo que le condujo a un estado de fealdad pudo haberse comportado de otro modo, es decir, si su propio deseo de actuar tal como lo hizo fue generado o no por él mismo como consecuencia de una decisión anterior por la que hubiera decidido desear actuar como lo hizo. Una respuesta afirmativa a esta pregunta sería errónea, pues, aunque hacemos lo que deseamos, no decidimos tener los deseos que tenemos, y, por ello, una crítica desde la perspectiva de una moral que considerase culpable en un sentido absoluto a quien hubiese realizado acciones como la del ejemplo aristotélico no tendría ningún sentido. Referido al ámbito de lo social, tal situación determina que, si uno infringe las normas de convivencia y bienestar del grupo, tenga sentido mostrar una actitud de rechazo contra el que actúa de ese modo porque tal rechazo es un condicionante que repercutirá de algún modo en la conducta posterior de quien se siente rechazado como consecuencia de su conducta.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |