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La universidad latinoamericana en la encrucijada del siglo XXI


     

     

    Con el propósito de discernir las tendencias de cambio en los sistemas de educación superior de la región latinoamericana, en este trabajo se pasa revista a las principales dinámicas de cambio que se han derivado de las relaciones entre los modelos de desarrollo económico, las modalidades de régimen político y las propuestas de reforma de la enseñanza superior. La revisión comprende las décadas de los años ochenta y noventa del siglo XX, y, a manera de comentario final, se proponen algunos retos que, a juicio del autor, se perfilan en el panorama de las instituciones y de los sistemas nacionales de enseñanza superior en América Latina.

     

    1. La educación superior latinoamericana y la transición 1980-1999

    El período que se abre con los primeros años ochenta y que comprende las últimas dos décadas del siglo, ha sido interpretado por diferentes analistas como una fase de transiciones múltiples. En el plano mundial, asistimos a un reordenamiento general del sistema de poder (Vilas, 1996), así como a transformaciones fundamentales en los ámbitos de la producción material, la cultura y la organización social. Así, el ocaso del bipolarismo como eje de la distribución política mundial, la hegemonía del neoliberalismo económico, la revolución informática1y sus efectos en el mundo del trabajo y la cultura2, la globalización del intercambio y la interdependencia de los mercados financieros (Calva, 1995), la emergencia en la escena política de grupos, movimientos y organizaciones alternativos a las formas y dinámicas tradicionales de representación y conflicto, son, entre otros, rasgos que dibujan el rostro finisecular.

    En esta dinámica de cambios, los sistemas de educación superior han sido receptores de exigencias renovadas, dado su papel clave en la generación y movilización de conocimientos relevantes (Castells, 1994), como en la formación de sujetos con capacidades de desempeño creativo en el nuevo entorno. De las rutas trazadas para la modernización y adecuación de estos sistemas cabe resaltar las siguientes: diversificación de tipos institucionales; funciones y fuentes de financiamiento3, descentralización y federalización; creación de instancias de regulación y coordinación (Gove y Stauffer, 1986; Neave, 1998; Gleny, 1995); vinculación productiva con el entorno; implantación de fórmulas de planeación, evaluación y rendimiento de cuentas (Godegebuure et al., 1994; Meek,et al ., 1996),actualización de las estructuras, instancias y métodos de operación del gobierno universitario (Reeves, 1997); instrumentación de mecanismos de aseguramiento de calidad (Harman, 1998); flexibilización curricular e incorporación de formas de aprendizaje a distancia, entre las más destacadas.

    En América Latina la transición ha puesto de manifiesto rasgos comunes con el proceso de cambio global, pero también expresiones particulares. Ante todo, las transformaciones en materia económica se han expuesto a través de una serie cíclica de momentos de crisis-recuperación. Visto desde una perspectiva de conjunto, el período que comprende las últimas décadas del siglo se caracteriza tanto por la reforma del Estado como por la implantación de programas de ajuste que, con las particularidades de cada caso, han sido adoptados por la totalidad de los países de la región.

    No obstante, los principales indicadores distributivos —la evolución del producto y de la renta per cápita, las tasas de empleo y desempleo, los índices de concentración y distribución del ingreso y los indicadores de acceso social a resolutores básicos—, son indicios de que el modelo adoptado (una especie de neoliberalismo en el subdesarrollo) ha sido incapaz de dar lugar a una recuperación del crecimiento a la vez sostenida, sustentable y capaz de atender y resolver las demandas sociales de la población.

    En contraposición a esta tendencia, aunque en parte explicada por ella, los Estados latinoamericanos pasaron de regímenes autoritarios a formas de poder civil más o menos democráticas. La refundación del espacio político dio lugar a nuevas expresiones y movimientos de la sociedad civil organizada, como también reactivó la competencia entre partidos con la consiguiente diversificación de fórmulas y ofertas políticas.

    La simultaneidad de estas transiciones ha hecho sentir su peso en todos los ámbitos de la sociedad, y, por supuesto las instituciones universitarias han resultado afectadas o apoyadas, según las circunstancias, por las opciones de política pública asumidas en cada caso particular. De ahí la importancia que otorgamos a revisar el desarrollo de las universidades latinoamericanas a la luz de las transformaciones experimentadas por las sociedades de la región en este período.

     

    2. El contexto de los ochenta

    En la primera mitad de los ochenta irrumpió la crisis de la deuda externa. El incremento de las tasas de interés sobre el valor del débito, la reducción de los precios de los productos primarios y la retracción de la inversión productiva constelaron un panorama negativo en la dinámica de crecimiento, que gravitaba entonces en torno al mercado de crédito internacional y sobre la venta de energéticos. Estas circunstancias auspiciaron fenómenos de fuga de capitales, devaluación e inflación, que muy pronto hicieron inviable el modelo macroeconómico gestado en la década anterior, llevando casi a la quiebra a los sectores productivos y financieros vinculados con el exterior y deprimiendo drásticamente la economía interna.

    Aunque el factor que precipitó la crisis económica de los ochenta fue el repentino cambio de condiciones en que se movilizaba el sector financiero, es claro que ésta expresó también el agotamiento de los esquemas de crecimiento seguidos en los países de la región, sobre todo su desfase con los cambios estructurales que estaban teniendo lugar en las economías desarrolladas (Reich, 1993).

    En estas condiciones, los programas de desarrollo nacionales se orientaron a enfrentar la crisis a través de la recuperación de la estabilidad de la balanza de pagos. La lucha contra la crisis se inició con planes de choque heterodoxos, pero su fugaz eficacia llevó a la adopción de pautas indicadas por el Fondo Monetario Internacional por medio de programas de ajuste estructural conocidos hoy como de «primera generación». De inmediato se impusieron restricciones a la inversión pública, se abogó por la racionalización del empleo burocrático y del gasto social así como por la implantación de mayores controles fiscales, a la vez que se propuso redefinir las políticas arancelarias favoreciendo la apertura comercial.

    En entornos autoritarios, la adopción de estas medidas, que implicaban el recorte o cancelación de presupuestos para programas de salud, educación, vivienda, etc., la eliminación de subsidios directos a las empresas y la venta de las paraestatales, ocasionó un fuerte desgaste en la de por sí débil legitimidad de los gobiernos de facto (Bitar, 1991; Franco, 1991; Maira, 1991 y Paramio, 1991), de manera que la crisis revirtió contra los regímenes militares que hegemonizaban el poder en el Cono Sur (Garretón, 1986 y Rouquié, 1987) y en otras zonas del subcontinente. Así, las dictaduras de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, cedieron el paso a gobiernos de transición, abriendo la posibilidad de participación política a formaciones partidistas y dando lugar a la renovación del pacto constitucional4. Al mismo tiempo, en la región centroamericana se impulsó una tendencia de pacificación que culminó con el retorno de los civiles al gobierno.

    Incluso en los países que habían escapado de la oleada militar de los setenta, como México o Costa Rica, los efectos políticos de la crisis se manifestaron, sobre todo, en el relevo de las fórmulas corporativistas y patrimonialistas tradicionales por equipos tecnócratas identificados con el programa neoliberal. A primera vista, el caso mexicano aparece como sui géneris en esta transición, porque a pesar de haberse sentido con severidad el embate de la crisis y de verse confrontadas las opciones políticas dominantes y cuestionada la legitimidad del Estado en el espacio público, el partido gobernante logró hacer prevalecer su hegemonía. En México la transición política se reflejó tanto en el surgimiento de formaciones políticas competitivas como en ajustes internos del grupo gobernante (Castañeda, 1999).

    Desde luego la crisis económica no fue el único factor que gravitó en la nueva configuración del escenario político, pues no puede dejarse de lado el peso de la recomposición global de fuerzas estructurada al término de la guerra de Vietnam, que culminaría simbólicamente con la destrucción del Muro de Berlín al final de la década de los ochenta. El respaldo que las potencias occidentales brindaban a las dictaduras latinoamericanas fue perdiendo fuerza en términos económicos y políticos en el transcurso de esos diez años, con lo cual los militares fueron condenados progresivamente al aislamiento internacional.

    Por otra parte, a pesar de haber aplicado con docilidad los programas del FMI, los gobiernos autoritarios fueron incapaces de concretar los pactos sociales requeridos para romper el impasse de la crisis. Tanto los sectores empresariales como las clases medias y los sectores populares, se opusieron a los programas de ajuste por medio de variadas formas de resistencia. Pero lo decisivo en el desgaste del autoritarismo fue la ausencia de espacios de negociación política a través de los cuales poder establecer compromisos activos entre los actores; de esta manera, un estado de anomia política precedió y acompañó la crisis del autoritarismo.

     

    3. La universidad de los ochenta. Reestructuración del sistema

    En las circunstancias que han sido apuntadas, las universidades latinoamericanas se vieron sujetas a la acción de fuerzas y demandas contrapuestas. Por un lado, la crisis económica y los subsiguientes programas de ajuste coartaron las posibilidades de un financiamiento público extensivo, pero, por otro, la restauración democrática abrió espacios para la recuperación de las instituciones universitarias por las comunidades académicas, al tiempo que suscitó nuevas expectativas sociales hacia ellas, sobre todo en aquellos casos en que el régimen autoritario respectivo había golpeado con rudeza al sector universitario. De esta manera, en Argentina y Uruguay la ampliación de la matrícula de educación superior fue considerada como prioridad en la oferta política de los nuevos gobiernos (encabezados por Alfonsín y Sanguinetti, respectivamente). Mediante medidas de acceso no restringido en muy corto plazo, la cifra de estudiantes se multiplicó hasta alcanzar niveles sin precedentes. En el caso de Argentina, se pasó de una matrícula de medio millón de estudiantes en 1983 a más de un millón al final de la década; y en Uruguay, de treinta mil a noventa mil alumnos en el mismo período, con lo cual se alcanzaron proporciones de cobertura de la demanda potencial similares a las de los países europeos, es decir, en torno al 40% (véanse los cuadros 2 y 3). En este mismo esquema cabe citar el caso de Bolivia, que entre 1982 y 1990 pasó de una matrícula de sesenta mil a más de cien mil inscritos.

    Otros casos en los que se logró mantener o aún incrementar la tasa de crecimiento de los setenta fueron Colombia, Chile, Perú, y en menor medida Venezuela, pero, a diferencia de los anteriores, la expansión se puede explicar casi exclusivamente por la liberalización de la enseñanza superior en el segmento privado.

    En el otro extremo cabe recoger los casos en los que las restricciones del gasto público en el ramo educativo superior implicaron un crecimiento discreto, casi estacionario, en comparación con el impulso de los períodos precedentes. Así, en Brasil y México se mantuvieron tasas de crecimiento entre el 1 y el 2% anual, lo que contrasta sobremanera con los niveles de 10% de los años sesenta y setenta en estos mismos países.

    Así, aun cuando los procesos de crisis económica y transición democrática alcanzaron perfiles regionales, los datos diferenciales de crecimiento de la matrícula superior en los ochenta hablan de una cierta heterogeneidad en las estrategias para el desarrollo de la enseñanza universitaria; no obstante, algunos rasgos se dibujan como pautas de convergencia, en particular aquellos que atañen a la gestión del sistema como tal.

    Durante los años ochenta, y en mayor medida en la década siguiente, la contracción económica general así como las pautas neoliberales que ordenaron el enfrentamiento de la crisis, repercutieron en los sistemas de enseñanza superior dando lugar a una serie de tendencias disruptivas del cuasi monopolio que el Estado ejercía sobre la oferta universitaria. Las dificultades para proseguir el ritmo de crecimiento que exigía la demanda se enfrentaron a través de la liberalización del mercado de los estudios superiores, al permitir a la iniciativa privada ampliar su participación en el sector. Este fenómeno ocurrió de forma concomitante con los procesos en curso de especialización y diversificación dentro de los sistemas de enseñanza superior, de modo que:

    · En algunos casos la especialización ocurrió gracias al fortalecimiento de determinados grupos de carreras o áreas dentro de las propias universidades o por medio de la creación de establecimientos con una oferta educativa precisa. A través de esta pauta de desarrollo los sistemas educativos superiores tendieron a diferenciarse internamente valiéndose de su oferta disciplinaria: escuelas de ingeniería y tecnologías, institutos superiores de enseñanza normal, establecimientos especializados en disciplinas de la salud, escuelas superiores de comercio, administración y negocios, entre otras, e incluso por ramas de actividad profesional específicas: escuelas superiores de enfermería, de informática, de negocios, de artes aplicadas, etc.

    · Del mismo modo, algunos establecimientos universitarios privados tendieron a especializar su oferta (o fueron creados a tal efecto) bajo la forma de escuelas de elite en el doble sentido de la expresión: con enseñanza de calidad y adecuada a los requerimientos del sector moderno de la economía, y como un habitat social propicio para la toma de contactos útiles en el futuro profesional.

    · Asimismo, se afianzó el denominado sector «no universitario», esto es, el conglomerado de escuelas superiores orientadas a satisfacer la demanda que las universidades públicas no estaban en condiciones de absorber (por problemas de cupo) o que no podían solventar los costos del segmento privado elitista. Durante los años ochenta y noventa proliferaron estos establecimientos, con mínima supervisión y evaluación de parte de las instancias educativas gubernamentales.

    Además de la reestructuración derivada de los procesos de diversificación, especialización y segmentación social de las universidades, una de las transformaciones más características del período tuvo lugar en el plano de la cultura organizadora, cuyo rasgo central está representado por el pasaje de las formas convencionales de planeación por objetivos hacia fórmulas de programación fundadas en evaluaciones ex-post. Paulatinamente, la cultura de la evaluación se fue adueñando del espacio en que opera la gestión de las universidades. En la década de los noventa los procesos de evaluación llegarían a desempeñar un papel de primer orden en la promoción de niveles de desempeño y productividad considerados como deseables, y se aplicaría tanto a los establecimientos como a las distintas comunidades que conducen y participan en la vida universitaria. La evaluación cobró este sentido al relacionarse con los procesos de asignación presupuestaria en sus varios niveles: asignación de fondos para las instituciones, los proyectos y programas, las becas, los incentivos y salarios, entre otros (Brunner, 1993).

    Por una reforma de gran alcance, la educación superior chilena marcó pautas en el camino que seguirían posteriormente los sistemas universitarios de Latinoamérica. La reforma de 1981, en pleno régimen de Pinochet, tuvo como pivote la diversificación y diferenciación de las entidades de enseñanza postsecundaria (universidades, institutos profesionales y centros de capacitación), la apertura de posibilidades para que la empresa privada ofreciera opciones de enseñanza superior, y, en general, el acotamiento de la participación del Estado en el financiamiento de las instituciones públicas. Al final de la década, y por efecto de estas medidas, la mitad de la matrícula total se concentró en establecimientos privados (Brunner y Briones, 1992; Wolff y Albrecht, 1992). Horas antes de dejar el poder (el 10 de marzo de 1989), la Junta de Gobierno promulgó la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (nº 18.962), heredando el gobierno encabezado por Aylwin el marco legislativo que modularía la reforma universitaria del gobierno de transición (Berchenko, 1998).

    La diferenciación intrasistémica, acentuada por el proceso de privatización, se desarrolló gradualmente a todo lo largo de la década, primero en Brasil y Chile, después en Colombia y Venezuela, y al final de ésta se manifestó como una pauta dominante (García Guadilla, 1998), que en los noventa sería adoptada por la mayor parte de los países de la región. A pesar de que la liberalización de la oferta representó una significativa posibilidad de que los sistemas pudieran dar respuesta a las crecientes demandas de la juventud, pronto se comenzaron a advertir problemas de saturación, credencialismo y sobre todo deficiencias en la calidad de la educación, por lo cual el tema del control de calidad (supervisión de establecimientos, rendimiento de cuentas, acreditación de egresados, entre otros) surgió con insistencia desde el inicio de los años noventa.

    En el plano de la relación entre oferta y demanda universitaria, la tendencia que se dibuja en los años ochenta corresponde a una mayor concentración en torno a las carreras asociadas al sector de los servicios y a las profesiones típicas del empleo asalariado. En contraposición, se advierte una tendencia negativa en el desarrollo de la matrícula de las profesiones liberales y de las carreras de ciencias básicas y de ciencias sociales. En el área de las carreras tecnológicas la pauta es muy similar: las preferencias se orientan hacia las áreas de tecnología «suave» (sobre todo ingeniería electrónica e informática) y no a las tecnologías «duras» (civil, mecánica, eléctrica, etc.) y, del mismo modo, se abren paso planes de estudio en tecnologías de servicio (Rodríguez Gómez, 1995). Desde luego, este fenómeno, que Schugurensky (1998) describe como «vocacionalización» de las preferencias, sigue de cerca los procesos de cambio del modelo de desarrollo y las transiciones del mercado laboral, en el cual la preeminencia de los servicios, o terciarización económica, denota la significativa pérdida de presencia de los sectores primario e industrial en la estructura del producto interno bruto.

    Sin embargo, al tiempo que las preferencias vocacionales de los estudiantes se orientaban hacia la rentabilidad inmediata de la formación profesional en el mercado de trabajo, las universidades públicas fueron consolidando sus estructuras de investigación y postgrado (Kaplan, 1987, Vessuri, 1997). Parte de este fenómeno se explica como fructificación de los procesos de reforma académica emprendidos desde los años setenta, por la profesionalización académica y por el papel casi monopolístico que desempeñan las universidades públicas en los procesos de desarrollo científico de la región; pero además, este proceso fue apoyado por la acción de organismos nacionales coordinadores y gestores de financiamiento a proyectos de ciencia y tecnología, y por un fenómeno coyuntural: el retorno de cuadros académicos exiliados durante el intervalo autoritario.

    En suma, para las universidades latinoamericanas la década de los ochenta fue un escenario de intersección, en el que las presiones de la demanda social, las posibilidades abiertas por la democratización, las restricciones financieras planteadas por la reforma del Estado, y las señales indicadas por la transformación de la educación superior en el mundo desarrollado, modelaron un perfil de cambios en el que sobresalen las tendencias de diferenciación de ofertas, la multiplicación de funciones y tareas, la redefinición de las relaciones Estado-universidad, y de replanteamiento de las relaciones universidad-sociedad.

     

    4. El contexto de los noventa

    El panorama económico y político de la década de los noventa puede ser descrito, por un lado, en función de la generalización regional de políticas de corte neoliberal, pero, por otro, por un cierto desencanto acerca de la efectividad de estas fórmulas. Así, si en la primera mitad de la década los síntomas de recuperación macroeconómica alentaron expectativas de estabilización tanto económica como política, en la segunda se hizo manifiesta la vulnerabilidad de la estrategia adoptada ante las turbulencias del mercado financiero internacional (Chapoy, 1998). En ese contexto, las preferencias electorales ya no se centran en favorecer las propuestas «modernizadoras» sino en el voto en favor de ofertas centristas, generalmente de tipo socialdemócrata, o bien hacia formaciones de corte autoritario-populista.

    En efecto, entre 1990 y 1995 las economías latinoamericanas en conjunto observaron una tendencia de crecimiento del orden de 3.4% anual, con un tope del 5% en el año 1994. En este índice de recuperación incidió de forma determinante la inversión extranjera en los mercados de valores, aunque también jugaron un papel importante las políticas de austeridad adoptadas. Nuevos créditos comenzaron a fluir a la región, aunque condicionados por la aplicación de los programas de ajuste estructural de «segunda generación».

    En algunos casos, entre los que sobresale el chileno, la recuperación hizo posible el reposicionamiento de los sectores productivos, orientándolos a la exportación de básicos y de algunas manufacturas; en otros, las políticas de privatización de las empresas y sectores en manos del Estado trajeron consigo una reactivación de los flujos de circulante y la promoción del mercado interno. La aplicación de medidas estrictas para la estabilización de la inflación, la balanza de pagos y la paridad cambiaria, contribuyó a volver atractiva la zona para la inversión extranjera en las bolsas de valores; asimismo, la liberalización arancelaria y, en general, de la reglamentación sobre la inversión directa, auspiciaron el ingreso de firmas internacionales en los mercados locales (bajo la forma de maquilladoras, filiales, alianzas, franquicias, etc.) con efectos positivos, si bien discretos, en el mercado de trabajo no especializado.

    No obstante, y a raíz de la devaluación del peso mexicano en 1994, una nueva racha de inestabilidad acotó las posibilidades de recuperación (Guevara, 1998). En la segunda mitad de la década, sucesivas crisis de corto plazo han mostrado la volatilidad del capital financiero y su inviabilidad como motor del desarrollo económico de la región. Las recientes crisis financieras de Brasil y Ecuador, ambas en 1999, no hacen sino ratificar esta tendencia. En el curso de los noventa, una nueva generación de reformas neoliberales, menos agresivas que los planes de choque pero con pretensiones de mayor cobertura en ámbitos como el laboral, el educativo, la producción y los servicios, comenzó a reemplazar los programas de ajuste prescritos en la década anterior, tal como indica el propio Banco Mundial: «La elevación de las tasas de ahorro interno, el estímulo a la inversión privada en infraestructura, la reforma de los códigos laborales y de los sistemas educativos, y la desregulación y desburocratización de los gobiernos regionales, están ahora al tope de la lista de prioridades» (Burki y Edwards, 1996. apud. Sotelo, 1996:7).

    En el ámbito del empleo, las pautas de desarrollo seguidas en los noventa se tradujeron en una contracción relativa de la ocupación en los sectores primario y secundario, mientras que el terciario continuó recogiendo la demanda laboral emergente. Este panorama de crecimiento económico del producto sin un crecimiento correlativo del empleo (jobless growth), tendió a compensarse gracias a una leve mejoría de la productividad laboral media; aunque como saldo final de la relación entre el indicador de crecimiento del producto (del orden del 3.7% anual en la década) y el de la tasa de ocupación (2% anual, cifra inferior al crecimiento demográfico de la PEA regional en los noventa) derivó en una significativa pérdida de la elasticidad empleo-producto (Weller, 1998:13).

    Frente a los efectos de las crisis que genera la globalización de los circuitos financieros, los gobiernos latinoamericanos han optado por articular estructuras de cooperación intrarregionales. En el curso de la década la actividad en este campo ha sido especialmente notable; no sólo la iniciativa MERCOSUR ejemplifica este movimiento, sino que en él se encuadra también la reactivación de ALADI y la formación de conglomerados regionales en Centroamérica, el área andina y la zona circuncaribe (Rodríguez Gómez, 1998).

    No obstante, al final de la década de los noventa es manifiesto que la estrategia de desarrollo adoptada ha sido incapaz de resolver de forma satisfactoria y sostenible los problemas económicos y sociales de los países latinoamericanos. Por el contrario, dicho modelo ha generado un mayor desequilibrio en la distribución de la riqueza y en las oportunidades sociales; así, por ejemplo, mientras que el producto interno bruto regional logró repuntar en ese período, los indicadores distributivos mostraron también una mayor concentración de la riqueza en el segmento económico superior. De la misma manera, la estructura del empleo prevaleciente expresa la incapacidad de esta política económica para crear nuevos empleos, al punto que en la actualidad, en la mayor parte de los países de la región, menos del 50% de la PEA cuenta con un trabajo asalariado y, como consecuencia, con escaso o nulo acceso a los servicios de provisión social en manos del Estado o de la iniciativa privada.

    En el continente el flujo migratorio sur-norte se acrecienta año tras año, debido a las condiciones de pobreza de una creciente proporción de la población, en gran parte jóvenes que carecen de posibilidades para lograr una inserción real en el sistema de oportunidades sociales. Este proceso, así como el incremento de fenómenos como el narcotráfico, la violencia rural y urbana o las expresiones de protesta de diversos grupos sociales, difícilmente pueden interpretarse al margen de las tendencias de polarización y exclusión social que ha originado el neoliberalismo latinoamericano.

     

    5. La universidad de los noventa. Procesos de cambio y nuevos desafíos

    Esta búsqueda de alternativas para la recuperación del desarrollo encuadra las transformaciones de los sistemas de educación superior en América Latina en los noventa. En parte el período se distingue por la consolidación de tendencias iniciadas en el decenio anterior, pero también por el replanteamiento de las soluciones experimentadas y la búsqueda de respuestas a los desafíos que aparecen en el panorama.

    En la definición de una nueva agenda de cambios, la presencia de organismos internacionales como el Banco Mundial (Salmi, 1998, Coraggio, 1996 y Mollis, 1996), el Banco Interamericano de Desarrollo y, en el caso mexicano, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)5, está desempeñando un papel sin duda relevante. Más allá de los efectos objetivos que estén registrándose por efecto de la aplicación de las recomendaciones de estos Organismos, los cuales, dicho sea de paso, hace falta evaluar en sus dimensiones y alcances reales6, parece asomar un nuevo patrón de convergencia de modelos de desarrollo universitario, que se manifiesta por procesos como el apuntalamiento del sector de formación tecnológica superior, la vinculación de las instituciones de enseñanza superior con empresas y gobierno, la participación cada vez más reducida del Estado en el patrocinio de las universidades públicas, y la generalización de procesos de evaluación y rendición de cuentas. A ello cabe añadir los cambios normativos en el ámbito de la educación superior en cada realidad nacional. A partir de la reforma chilena de 1980-81, en los noventa se han concretado modificaciones significativas en las normas de los sistemas de Bolivia, Brasil, Colombia, Venezuela, y más recientemente en Argentina.7

    Una de las vertientes de cambio universitario se deriva de la valoración de los efectos que tuvieron las reformas implantadas por los primeros regímenes democráticos durante los años ochenta. El caso argentino ilustra esta tendencia: por iniciativa del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y de la Secretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Cultura y Educación, el gobierno justicialista de Carlos Saúl Menem realizó el primer censo universitario entre octubre y noviembre de 1994. El censo constató, entre otros aspectos, que el 42% de los alumnos abandonaba la universidad en el primer año, y que apenas un 19% de los inscritos lograba graduarse; asimismo se concluyó que, por efecto de la expansión, se había sobredimensionado el cuadro docente (Méndez y Gutiérrez, 1997). Los resultados del censo dieron pie a una renovación legislativa mayor, plasmada en la Ley de Educación Superior 24.521, sancionada el 20 de julio de 1995, primera en Argentina que regula el funcionamiento de la educación superior en su conjunto.

    En Brasil la promulgación de la Lei de Diretrizes e Bases da Educação Nacional,8 también denominada ley «Darci Ribeiro», aprobada el 20 de diciembre de 1996, sistematizó un conjunto de pautas de reforma universitaria desplegadas desde finales de los años ochenta. En particular, reconoce los procesos de evaluación como instrumentos fundamentales para la acreditación de estudiantes, profesores y de las propias instituciones; establece normas sobre la formación docente, sobre el perfil académico de las universidades públicas, sobre la transferencia estudiantil y sobre la acreditación de estudios en el extranjero, y fija la obligatoriedad de la asistencia de alumnos y profesores a los establecimientos (salvo el caso de los programas de educación a distancia). Además, esta ley fija un marco mayor para la autonomía de las universidades públicas en el sentido de impulsarlas a obtener y gestionar recursos adicionales a los fondos públicos que las subsidian, que en favor de la autogestión académica (cfr. Silva y Sguissardi, 1999; Fávero, 1999).

    En la década de los noventa la privatización de la enseñanza superior alcanzó niveles muy notables en toda la región y a un ritmo muy acelerado. En el transcurso de la década, la proporción de estudiantes matriculados en universidades privadas pasó de un 30 a más del 45%, lo que hace suponer que en la frontera del 2000 la proporción de estudiantes en establecimientos privados sea equivalente a la de los establecimientos públicos, lo que hará —y de hecho está haciendo— que Latinoámerica cuente con una de las mayores proporciones de estudiantes universitarios dentro de la opción privada en el mundo.

    La gran expansión del sector privado se ha realizado sobre la base de una multitud de pequeños establecimientos, que, si bien ofrecen enseñanza de nivel profesional, carecen, por regla general, de estructuras de postrado y de investigación. Debe hacerse notar que no todas las instituciones de enseñanza superior pública en América Latina pueden ser clasificadas como «universidades de investigación», es decir, como instituciones que cumplen realmente con las funciones de docencia, investigación y difusión. De hecho, la proporción de la matrícula total que actualmente se encuentra inscrita en instituciones de este tipo apenas alcanza el 15% del total (según datos de García Guadilla, 1996:36).

    Como complemento de esta norma de privatización, las propias entidades públicas se han visto compelidas a diversificar sus fórmulas de financiamiento, bajo la hipótesis de corresponsabilidad con el Estado: cobro de cuotas de admisión y colegiaturas, venta de productos y servicios, vinculación con el aparato productivo, concurrencia sobre financiamientos concursables, entre otras.

    Ahora bien, al tiempo que las universidades comienzan a operar en un marco de recursos limitados (lo cual implica sin duda la ruptura de ciertas inercias y una más cuidadosa programación y distribución del gasto), encaran el desafío de cumplir un papel clave en la formación de sujetos y cuadros capaces de actuar dentro del nuevo escenario de competencias, saberes y destrezas. A la orden del día está la reforma académica que haga posible la formación permanente y la actualización de los profesionales, así como la renovación de la tercera función académica de la universidad: difundir la cultura y extender socialmente los resultados y productos de la investigación universitaria.

     

    6. Consideraciones finales

    Las universidades públicas, instituciones que se identifican y valoran por su legítima vocación en favor del descubrimiento, la creación y la comunicación de conocimientos sobre la materia, la naturaleza, la sociedad y el ser humano, habrán de jugar un papel decisivo dentro de las transformaciones requeridas para acceder al siglo XXI en condiciones de fortaleza económica, estabilidad social y régimen democrático.

    En este sentido, la función de liderazgo académico se convierte en central al apreciar el trascendente papel de la institución en la formación de futuras cabezas en los distintos campos y dominios de actividad, en sus posibilidades de crear conocimientos e innovaciones útiles para la producción y los servicios, así como en su labor de orientación —en términos de transmisión de racionalidad pero también de valores y actitudes— hacia los grandes sectores de la población y del gobierno. Es preciso agregar que, en el futuro, la actualización de sus funciones académicas depende, en buena medida, de las relaciones y pactos que pueda establecer la institución con la sociedad en general y con el Estado para allegarse los medios que garanticen el nivel de calidad académica que se busca sostener e incrementar.

    La sustentabilidad financiera no es un fin en sí misma, pero es un requisito en el que inevitablemente se asientan las posibilidades de avanzar al ritmo que marca la dinámica del conocimiento y las crecientes exigencias del mercado profesional. De otra forma se corre el riesgo del estancamiento y, a la postre, de la inviabilidad como vanguardia de los procesos de modernización. Desde su propio movimiento académico, la universidad pública necesita de recursos crecientes para estar a la par con otros centros de estudio en materia de investigación y desarrollo, así como para atender a las innovaciones en el campo de la transmisión de conocimientos.

    En estos momentos la complejidad del escenario internacional y las también complejas demandas del entorno regional, proponen a la universidad pública grandes retos: contribuir a que los países cuenten con las capacidades científicas y tecnológicas suficientes para competir en una economía mundial globalizada; crear los cuadros profesionales y técnicos que la renovación de las estructuras de producción y de servicios del país está requiriendo; participar en el debate sobre temas que son cruciales para definir las opciones de política económica, de modelos de desarrollo social, de gobierno y participación ciudadana, entre otros. También le compete a la universidad de hoy anticipar y apoyar procesos de cambio en aspectos tales como la dinámica poblacional, el empleo, la distribución de los servicios de salud y educación, la impartición de justicia y el respeto a los derechos humanos, la preservación del medio ambiente y el patrimonio cultural nacional, por citar algunos ejemplos.

    Estas exigencias requieren que la universidad cuente con los recursos, instrumentos y espacios que le permitan cambiar y renovarse de forma continua, pero también conservar el rigor, la originalidad y la inteligibilidad organizada y sistemática de la producción de conocimiento, así como la especialización y la capacidad para la formación profesional y ciudadana. Preservar su misión y cumplir con sus compromisos sólo es posible con una vigorosa y fortalecida vida académica, que ofrezca garantía sobre las destrezas y competencias que adquieren sus alumnos y sobre su trabajo de investigación. De esta manera, la universidad tiene que disponer de una organización que le permita, al mismo tiempo, incorporar los avances científicos y satisfacer las necesidades que implican los procesos de cambio social. En el terreno docente, esta idea se traduce en la obligación universitaria de proporcionar una formación que permita procesos de adaptación permanente a las exigencias que imperan en el mundo del trabajo, concordante con los avances de la ciencia, la tecnología y el pensamiento crítico sobre la sociedad y la cultura. Además, está comprometida en procesos de formación permanente y actualización de su planta académica, así como con la educación continua de sus egresados.

     

    Notas

    (1) El término hace referencia al papel cumplido por el desarrollo computacional en la integración del conjunto de campos tecnológicos (nuevos materiales y energías, control numérico, biogenética, telemática, robótica, etc.) característicos de la producción basada en la utilización intensiva de conocimiento.

    (2) Los efectos de la automatización, y en particular de la informática en el mundo del trabajo, constituyen tema de un amplio debate (cfr. Hyman, 1998); es claro, sin embargo, que la introducción de alta tecnología en las líneas de producción se ha acompañado de cambios importantes en la organización del trabajo y en la demanda de competencias laborales. Por otra parte, en el ámbito de la distribución y en los servicios la generalización de herramientas y procesos informáticos se aprecia como una pauta dominante; asimismo, la introducción de la computadora en el hogar y en la escuela ha hecho de este instrumento parte de la cotidianidad de los individuos. Para apreciar la velocidad de esta transformación, recuérdese que IBM puso el primer computador personal (PC) en el mercado en 1981.

    (3) La bibliografía sobre este tema es muy extensa. Para una actualización del debate puede consultarse el número de marzo de 2000 que la revista Higher Education Policy (Pergamon, Oxford, vol 13 núm. 1) dedica a la problemática de la diversificación y diferenciación de los sistemas de educación superior.

    (4) En el caso brasileño, el Congreso se erigió en Asamblea Nacional Constituyente en 1987, dos años después de la entrega del gobierno por los militares; en 1988 se aprobó la Constitución de la Nova Republica. En Argentina, la iniciativa de llevar a cabo la reforma constitucional no se produjo hasta 1994, en que el presidente Menem convocó una Convención Constituyente. Cfr. De la Garza, 1999.

    (5) Véase OCDE, 1997, que contiene el estudio del Organismo sobre la educación superior en México. Un análisis de este documento puede verse en Guevara, 1998.

    (6) El debate en torno a la presencia de estos Organismos internacionales en las políticas de educación superior en América Latina ha sido, casi siempre, un debate con tintes políticos e ideológicos bastante señalados; sin embargo se carece de investigaciones que pongan de manifiesto en qué extensión y con qué resultados las propuestas del Banco Mundial y de otras agencias han sido implementadas en este campo.

    (7) En Argentina se aprobó la Ley de Educación Superior (1995) que otorga a las universidades plena autonomía administrativa y en la asignación de recursos internos, gestión de personal y selección de estudiantes; se autoriza el cobro de colegiaturas en las entidades públicas; se establece un marco común para los sectores público y privado a través de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), entre otros aspectos. De forma concomitante, ese mismo año el Banco Mundial autorizó un financiamiento de 240 millones de dólares como base para el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria (FOMEC). El texto de la Ley puede verse en la dirección de la Secretaría de Políticas Universitarias (http://www.spu.edu.ar/homespu/home.htm).

    (8) El texto completo de la LDB puede consultarse en el sitio: http://www.ufba.br/ldb.html.

     

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    Roberto Rodríguez Gómez (*)

    (*) Roberto Rodríguez Gómez es Doctor en Sociología; Secretario Académico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM; Investigador Titular del Centro de Estudios sobre la Universidad, UNAM y Presidente del Consejo Mexicano de Investigación Educativa.